La Frivolidad Política Del Final de La Historia PDF
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Ángel Barahona, José Antonio Sobrado,
Francesc Torralba, Josep M. Esquirol.
Director editorial
J. Manuel Caparrós
31
La frivolidad política
del final de la historia
CAPARRÓS EDITORES
Índice
INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
1. ¿Es hegeliana la postmodernidad? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
2. El reconocimiento y el estado homogéneo universal . . . . . . . . . 11
3. La despolitización y las tesis “finistas” . . . . . . . . . . . . . . . . 12
9
y su Hermeneutics as Politics3, donde explícitamente se relaciona el
pensamiento postmoderno con el hegelianismo de Alexandre Kojève; y
hay que destacar también el riquísimo estudio de Shadia B. Drury, Ale-
xandre Kojève. The Roots of postmodern Politics4.
El objetivo del presente ensayo es pensar la significación política de
las contemporáneas tesis del final de la historia5. No deja de ser sinto-
mático que tal tesis la hayan asumido neohegelianos, neomarxistas, neo-
liberales y postmodernos. Parece ciertamente indicativa esta coinciden-
cia singular, síntesis de elementos tan heterogéneos. Aquí voy a intentar,
entre otras cosas, hallarle un hilo conductor común y descubrir unas
complicidades a menudo bien disimuladas.
Implicaciones políticas o, al menos, factores concomitantes de la te-
sis del final de la historia son: el pragmatismo político (un pragmatismo
declaradamente “antifilosófico”, según lo veremos en Kojève y en
Rorty); la mentalidad de consumación, de final y de anclaje en el pre-
sente; el estado universal y homogéneo junto con la idea del reconoci-
miento; la anulación de la crítica; la despolitización y la pasividad. Se-
ría interesante intentar esbozar, como mínimo, la correlación existente
entre las “tesis del final”: final de la historia, final de las ideologías, final
de la política y final de la filosofía.
El trasfondo hegeliano de la tesis del final de la historia lo constitu-
ye, a mi juicio, la anulación del hiato entre idealidad y realidad. En
efecto, el fin de la historia es, en definitiva, un anularse la separación en-
tre idealidad y facticidad histórica, ya sea porque la idealidad se consi-
dere un “metarrelato” (Vattimo), ya porque se considere que la idea ha
sido realizada (Hegel-Kojève-Fukuyama) o incluso hiperrealizada
(Baudrillard). Se comprenderá, pues, que, en las páginas que siguen, se
insista en este punto y, también, que, en algunas de ellas, y siguiendo a
3. ROSEN, S., Hermeneutics as Politics, Oxford, Oxford University Press, 1987; trad. cat. Her-
menèutica com a política, Barcelona, Barcelonesa d’Edicions, 1992.
4. DRURY, Sh. B., Alexandre Kojève. The Roots of postmodern Politics; Londres, McMillan,
1994.
5. Por lo que respecta al estrecho vínculo entre filosofía política y filosofía de la historia, me
sumo sin reparos a la tesis de Voegelin según la cual “una teoría política, si profundiza hasta los
principios, es al mismo tiempo una teoría de la historia” (VOEGELIN, The New Science of Poli-
tics, Chicago, The University of Chicago Press, 1952)
10
Paul Ricœur, nos dediquemos precisamente a una cierta propuesta en
torno al imaginario sociopolítico.
La existencia del hiato entre idealidad y realidad no es sólo la condi-
ción de la tensión histórica, sino también la condición de posibilidad de la
misma existencia de la filosofía política. Y, por otro lado, lo que constitu-
ye la condición de posibilidad de la filosofía política, constituye también
la condición de posibilidad de una filosofía no hegeliana de la historia.
Así pues, con esta idea de fondo, hemos realizado el siguiente reco-
rrido: En una primera parte trato de dar cuenta de la mucha influencia
que ha ejercido en el pensamiento contemporáneo el hegelianismo de
Alexandre Kojève, una de las mentes más agudas de este siglo que aho-
ra termina. Examino para ello las tesis fundamentales de su pensamien-
to, su confrontación con Leo Strauss —que es sumamente reveladora—
y su conexión con lo que más tarde serán los planteamientos postmo-
dernos. Sólo a modo de complemento me refiero luego a Francis Fuku-
yama, epígono “neoliberal” de la filosofía de Kojève. En la segunda par-
te, interpreto la condición política postmoderna basándome en dos de
las ideas ya apuntadas: la del final de la historia y la de la “prioridad de
la democracia sobre la filosofía”. Insisto una vez más en la falta de se-
paración entre lo real y lo ideal. En la tercera parte intento enlazar la te-
sis del final de la historia con la del fin de las ideologías y, a continua-
ción, propongo una interpretación del imaginario sociopolítico.
Finalmente, un último apartado, casi a título de conclusión, lo dedico a
sugerir una concepción no hegeliana de la historia (y de la dimensión
política correspondiente) con cierto aire kantiano y en concordancia con
algunas ideas de Hannah Arendt, pues estoy convencido de que, a finales
de nuestro siglo, la filosofía en general y, en particular, la filosofía polí-
tica, exigen que nos esforcemos por pensar la historia y el sentido de la
política a ella anejo con concepciones y planteamientos posthegelianos.
11
la historia o concomitantes de la misma que serán desarrolladas en el
curso de este trabajo.
Oímos hablar a menudo de la sociedad mundial, del inicio de la era
planetaria, de la aldea global, de la unificación y homogeneización tec-
nológica del mundo… así que la necesidad de una reflexión filosófica
sobre estos términos ni siquiera debe justificarse. Pero lo que todos ellos
vienen a querer decir sí que hay que distinguirlo bien de la idea de es-
tado homogéneo universal, que es la que aquí constituye propiamente el
tema filosófico por excelencia. Ante la pregunta: ¿qué es el estado ho-
mogéneo universal?, la triada Hegel-Kojève-Fukuyama responde me-
diante la noción de reconocimiento. En dicho estado ya no habría más
lucha política, pues todos los hombres serían reconocidos políticamen-
te. Y sería esta falta de enfrentamientos políticos lo que determinaría
precisamente el final de la historia.
Ahora bien, ¿puede concebirse que sea real y efectivo un tal recono-
cimiento en las actuales condiciones de despolitización y de masifica-
ción? El liberalismo, mal interpretado como inflación de lo privado,
puede implicar una marginación de lo público (lugar propio del recono-
cimiento) cuando, ciertamente, en lo privado no hay posibilidad de re-
conocimiento6. A lo sumo, podría entenderse que el “reconocimiento”
que se consigue en el dominio del liberalismo contemporáneo es el re-
conocimiento del animal laborans, pero no, en absoluto, el del homo
politicus.
También desde una perspectiva hegeliana, Eric Weil reconstruye la
penosa situación “humana” posterior al hipotético final de la historia7.
Semejante final vendría dado, siguiendo a Hegel y coincidiendo aquí
con Kojève, cuando la lucha del hombre con la naturaleza acabase en el
pleno dominio sobre ésta mediante la organización racional perfecta.
Ahora bien, en tal situación puede ocurrir una de dos cosas. La prime-
6. En este sentido, son clarividentes las reflexiones de H. ARENDT (cfr. La condición huma-
na, Barcelona, Paidós, 1993). Por otra parte, aunque es una vía por la que no transitaremos, a la
idea de Kojève del “reconocimiento hegeliano” —de su particular interpretación— cabría oponer-
le la idea patočkiana, más profunda, de problematicidad y la de solidaridad de los conmovidos…,
así como la idea de Heráclito de que “pólemos es el padre de todas las cosas”, lo cual, en el fondo,
no está demasiado lejos de la de Arendt del poder como comunicación, confrontación, etc.
7. Cfr. WEIL, E., Philosophie politique, Paris, Vrin, 1989.
12
ra: si el hombre no “renuncia” a sus sentimientos, entonces el final de la
historia coincidirá con el reino del hastío; un hastío y una insatisfacción
no respecto a esto o aquello, a tal necesidad o a tal injusticia concretas,
sino respecto a la existencia misma. Una situación así conduciría a la
destrucción mediante la violencia del estado ideal alcanzado. La se-
gunda posibilidad, según Weil, consistiría en que el hombre se despoja-
se de todo sentimiento, incluso del aburrimiento, hasta tal punto que la
humanidad se convirtiese en un hormiguero. Por supuesto, en esa situa-
ción, no habría ya filosofía. Peor aún: en ese reino de la post-historia no
habría lenguaje, ni razonable ni instrumental. Weil concluye: “Para la
filosofía, en todo caso, —y nuestro punto de partida es la filosofía— ese
estado no es deseable: la ausencia de pensamiento no puede constituir
un ideal para quien piensa”8.
Ante la “miseria humana” del estado final sólo cabe una alternativa:
no detener la búsqueda, escuchar una vez más la palabra socrática, es-
forzarnos por introducir la novedad en el mundo. Afrontar la dificultad
de lo humano, sin abandonarse a la satisfacción de la animalidad y sin
caer en la seducción de lo pseudodivino. Ni animales ni sabios divinos
(dos extremos que se tocan): hombres, recuperando el sentido de la tra-
gedia, el sentido de la búsqueda y el sentido de la historia, y, muy espe-
cialmente, la excelencia “humana” del espacio político. Frente a la bas-
culación postmoderna entre el “animal laborans” y los “dioses”, habría
que recuperar para el hombre el ideal platónico de la filosofía y el aris-
totélico de la ciudadanía política.
13
guen de brindar toda la prosperidad, felicidad, paz y estabilidad posi-
bles. La ciudadanía entendida como concepto contingente e histórica-
mente superado, podría desaparecer del horizonte político sin mayores
riesgos. La tesis que podemos llamar, ya desde ahora, “finista”, consis-
tiría en afirmar que se da un paralelismo y una complementación entre
el fin de la política, el fin de la historia y el fin de las ideologías. Dichos
acabamientos supondrían, además, el cese en la construcción de la de-
mocracia; pese a la tesis —defendida también por algunos— de que esto
no es dejar una tarea inacabada, sino reconocer que ya está acabada en
lo esencial9.
Está, por otra parte, la idea de la pacificación o de la ausencia de
conflictos radicales. Se piensa a menudo que éstos proceden de un “ex-
ceso de política”, cuando la mayoría de las veces es precisamente un de-
fecto de la misma lo que está en su base. La palabra privilegiada de la
política contemporánea es “consenso”. La idea del consenso se toma
como expresión de una sociedad —aparentemente— pacificada. Pero,
en contra de las apariencias, el fantasma de una democracia sin política
y sin ideales amenaza con debilitar las democracias modernas. El mero
consumidor, demócrata “de alma e intención” no es —aunque él esté
persuadido de lo contrario— un demócrata y su existencia en la socie-
dad moderna no es en modo alguno una garantía para la democracia. En
otras palabras, el consenso en lo banal y la pasividad, más que los fun-
damentos de la democracia, son su principal debilidad. Y no porque no
quepa otorgar importancia a la voluntad de consenso, sino porque éste
es simple y superficial, si hay falta de ideales y de auténtica participa-
ción política. Tengo por muy certeras las palabras de Tenzer sobre la pa-
radoja de la pacificación consensual: “Los conflictos se vuelven enton-
ces menos cruciales: en un mundo carente de referencias básicas, las
razones para pelear pierden contundencia. La indiferencia ejerce un
efecto pacificador. Así se explica la afición a buscar el consenso por el
consenso mismo: si no tenemos motivos para estar juntos, tampoco los
tenemos para ponernos unos en contra de otros. El consenso aparente se
transforma en un recurso más para que cada cual pueda vivir su exis-
9. En muchas ocasiones utilizaré indistintamente “final” y “fin”. “Final” significa término, aca-
bamiento; “fin” significa finalidad, pero también puede significar final.
14
tencia individual, solo y tranquilo. Pero la sociedad es potencialmente
más conflictiva; decrecen las posibilidades de reducir los conflictos me-
diante el llamado de la razón”10.
El peligro de la superficialidad del “consumidor demócrata” es algo
que debe ser bien calibrado. Esta falta de espíritu crítico y esta falta de
reflexión, que en definitiva responden a una especie de aislamiento con
respecto al mundo, son un peligro en potencia pues en algún momento
el hombre, confrontado con la complejidad del mundo, puede reaccio-
nar recurriendo a la violencia. La barbarie y la violencia nada tienen de
sorprendentes, ya tomen la forma del neonazismo, ya la de los skinheads,
ya del terrorismo… Una sociedad totalitaria es una forma pervertida de
sociedad holista; es una sociedad que, precisamente por carecer de po-
lítica y estar amasada con individuos atomizados, es moldeable para lo
peor. La sociedad sin pensamiento es el camino más seguro hacia la bar-
barie. Y, a diferencia de otros problemas propios de otras sociedades del
pasado, nuestro reto más perentorio hemos de verlo en lo banal de la so-
ciedad masificada, de los individuos aislados y moldeables11.
La apología de la frivolidad por Rorty se postula en contraste con la
presunta violencia de todas las pasiones políticas. Admitiendo que hay
algo de verdad en tal presupuesto, ¿puede menospreciarse el hecho de
que los grandes logros políticos, democracia incluida, sean fruto de la
pasión política? Por otro lado, no es de extrañar que exista una conexión
entre frivolidad política ciudadana y frivolidad de la filosofía. Sin duda,
la filosofía —la crítica, el pensamiento— ha perdido la fuerza de anta-
ño con respecto al pathos político. Aquella, a veces extrema, capacidad
de indignación, ¿no era señal de la misma vitalidad de la filosofía? Apar-
10. Cfr. TENZER, N., La société dépolitisée. Essai sur les fondements de la politique, Paris,
PUF, 1990; trad. cast., La sociedad despolitizada, Barcelona, Paidós, 1992, p. 346.
11. Por otra parte, Claude Lefort ha hablado de la sociedad sin historia, refiriéndose precisa-
mente al totalitarismo. Lefort contrapone democracia y totalitarismo precisamente en función de su
relación con la historia: “La democracia se revela como la sociedad histórica por excelencia, so-
ciedad que, en su forma, acoge y preserva la indeterminación, en notable contraste con el totalita-
rismo que, edificándose sobre el signo de la creación del hombre nuevo, se dispone en realidad con-
tra esta indeterminación, pretende detener la ley de su organización y de su desarrollo, y se designa
secretamente en el mundo moderno como sociedad sin historia.” (LEFORT, C., Essais sur le poli-
tique, Paris, Seuil, 1986, p. 25). Podemos flexionar un poco la intuición de Lefort: ¿Habrá, de una
forma u otra, una relación necesaria entre fin de la historia y totalitarismo?
15
te la sonrisa que pueda causarnos, procuremos comprender lo que supo-
ne una situación como la que Diógenes Laercio cuenta de Zenón de
Elea. Este hombre, excepcional tanto en filosofía como en política, fue
detenido por los esbirros del tirano Nearco y, habiéndole éste pregunta-
do quiénes eran sus cómplices, denunció Zenón como conspiradores a
todos los amigos del déspota allí presentes —para hacerle sentir aisla-
do— y, añadiendo que tenía que decirle algo en privado, al oído, cuan-
do Nearco se acercó a escucharle, el filósofo le mordió fuertemente la
oreja y no se la soltó hasta caer abatido por los golpes de los guardia-
nes.
Traigo aquí este episodio porque, como lo expondré en seguida, la
discusión entre Kojève y Strauss se puede esquematizar en los siguien-
tes términos: mientras Strauss reconocería inmediatamente la “bondad”
filosófica y política de Zenón, Kojève tendría que meditar sobre la fun-
ción histórica de la tiranía. Es decir, el hegelianismo kojeviano podría
sin duda justificar el ejercicio de la tiranía, mientras que el criterio no
historicista de Strauss la condenaría inmediatamente.
! ! !
16
que la separación entre idealidad y realidad histórica es condición de
posibilidad de una “buena” filosofía política. Pues, si bien se piensa, es
esto mismo lo que, pese a las diferencias, hermana a la filosofía política
clásica con la filosofía política de la Ilustración. En efecto, por encima
de las muchas diferencias, y a pesar de la crítica explícita de Strauss a
la modernidad, este autor comparte con la Ilustración (al menos con la
kantiana) la separación entre idea y realidad y la tensión que tal separa-
ción supone12. Para Strauss, la filosofía política —y también la política
misma— tienen como condición de posibilidad esta separación. Strauss
la expresa, en concreto, con la relación al derecho natural como instan-
cia supra-histórica. Desde el punto de vista de Kant, las ideas pueden
desempeñar una función equiparable. Ya sea en el racionalismo clásico,
ya en el racionalismo ilustrado, la idealidad, la idea del buen orden po-
lítico, o de la justicia política, o de la emancipación… juegan, en el caso
de la filosofía política clásica como resistencia a la decadencia, y en el
caso de la filosofía política ilustrada como horizonte del progreso.
12. También Rosen se apunta a la necesidad de una nueva Ilustración, moderada, con la políti-
ca que comporta y que es, sin duda, un correctivo a la desestructuración hermenéutica de la demo-
cracia postmoderna (cfr. ROSEN, S., “A Modest Proposal to Rethink Enlightenment” en ROSEN,
The Anciens and the Moderns, New Haven, Yale University Press, 1989).
17
I
Como ningún animal puede ser snob, todo período posthistórico “japo-
nizado” será específicamente humano.
Kojève
19
quien desee comprender el sentido de esa mezcla de marxismo y exis-
tencialismo que caracteriza el radicalismo contemporáneo debe recurrir
a Kojève14. Esta vuelta a Hegel, de la que Kojève es pionero y paradig-
ma, se plasmará pronto en los escritos de sus oyentes. Merleau-Ponty,
uno de ellos, escribía en 1946: “Hegel se encuentra en el origen de todo
lo importante que se ha hecho en filosofía desde hace un siglo (…) en el
orden de la cultura no hay tarea más urgente que la de enlazar con su
origen hegeliano las ingratas doctrinas que intentan olvidarlo”15. El jui-
cio de Foucault, muy distinto del de Merleau-Ponty, denota igualmente
un trasfondo hegeliano en la filosofía contemporánea, precisamente el
que se quiere superar: “Toda nuestra época, sea mediante la lógica o la
epistemología, sea mediante Marx o Nietzsche, intenta escapar de He-
gel”16. Como hace notar Descombes, la diferencia entre los dos juicios
no es tanta: “siempre se trata del mismo punto, en un caso de acercarse
(volver, como un hijo pródigo, a la casa hegeliana), y en el otro alejar-
se (acabar con la tiranía hegeliana)”17. Por mi parte —y como ya he di-
cho en la introducción—, defenderé que también la postmodernidad es
“políticamente hegeliana”.
Pero, ¿por qué remitirnos a Kojève? Desde luego, su gran altura in-
telectual y su influencia en el pensamiento contemporáneo las recono-
cen, por ejemplo, dos de sus “discípulos”, por lo demás bien dispares.
Testigo asiduo a partir de 1934, Georges Bataille se sentía como tras-
tornado a la salida de cada conferencia; después de la Segunda Guerra
Mundial, calificará a Kojève del “más grande filósofo del momento”18.
Por otra parte, es muy significativo que Aron dedique un buen espacio
de sus Memorias a recordar la figura de este personaje tan enigmático.
Aron frecuentó l’École pratique, donde conoció a E. Weil, A. Koyré y
A. Kojève: “[Kojève] me pareció el más genial de los tres, aunque su
14. BLOOM, A., Giants and Dwarfs, New Yokk, Simon & Schuster, 1990; trad. cast.: Gigan-
tes y enanos. Interpretaciones sobre la historia sociopolítica de Occidente, Barcelona, Gedisa,
1991.
15. MERLEAU-PONTY, M., Sens et non-sens, Paris, Nagel, 1948; trad. cast.: Sentido y sin-
sentido, Barcelona, Península, 1977, p. 109.
16. FOUCAULT, L’ordre du discours, Paris, Gallimard, 1971, p. 74.
17. DESCOMBES, V., Le Même et l’Autre, Paris, Minuit, 1979; trad. cast. Lo mismo y lo otro,
Madrid, Cátedra, 1988, p. 31.
18. “Cinq minutes avec… Georges Bataille”, le Figaro littéraire, n. 117, 17-7-1948.
20
personalidad, su pensamiento profundo siguen siendo un misterio para
mí”19. Y pocas líneas más abajo, dice Aron que Kojève le pareció más
inteligente que el mismo Sartre.
Es todo un elenco de nombres que a no mucho tardar se harían fa-
mosos el de los que asistían a las lecciones del joven Kojève: Alexandre
Adler, Raymond Queneau, Roger Caillois, el padre jesuita Gaston Fes-
sard, Georges Bataille, Jacques Lacan, Éric Weil, Raymond Aron, Aron
Gurvitch, Maurice Merleau-Ponty, Pierre Kaufmann, André Breton,
Jean Hyppolite, entre otros. Sobran los comentarios.
Y ¿qué les enseñaba Kojève?, ¿qué ideas constituían los ejes de su
lectura de Hegel? Se trataba, en el fondo, de una reinterpretación de la
completud de la historia como final de la misma y de la correlativa des-
politización de la política. El “objeto material” venía dado por las pági-
nas de la Fenomenología del Espíritu de Hegel. Recuerda Aron que el
tema era, a la vez, la Fenomenología y la historia universal. La primera
iluminaba a la segunda: “Todo adquiría sentido. Hasta los que des-
confiaban de la providencia histórica, los que barruntaban el artificio
tras el arte, sucumbían al mago; en ese instante, la inteligibilidad que
confería a los tiempos y a los acontecimientos se servía a sí misma de
prueba”20.
Pasemos ahora a considerar la intención del “mago”, esto es, cómo
entendía Kojève su propia acción “pedagógica”.
19. ARON, Mémoires, Paris, Julliard, 1983; trad. cast. Memorias, Madrid, Alianza, 1985, p. 91.
20. ARON, Memorias, cit., p. 91.
21
obra de propaganda política”21. En otro escrito de 1946 Kojève escribe:
“M. Niel tiene razón al decir que el ‘hegelianismo ofrece algo más que
un interés puramente literario’. Ya que, efectivamente, el porvenir del
mundo, y por lo tanto el sentido del presente y la significación del pa-
sado, dependen en último análisis de la manera como se interpreten hoy
los escritos hegelianos”22.
Mucho más reveladores todavía son los dos comentarios siguientes.
En una carta (7-10-1948) en respuesta al trabajo de Tran Duc Thao en
Les Temps Modernes (1948), describe Kojève su propia interpretación
de Hegel como una “obra de propaganda destinada a frapper les es-
prits”23. Y, por otra parte, en el margen de un artículo de uno de sus crí-
ticos, Aimé Patri24, donde éste escribió: “bajo el pseudónimo de Hegel,
el autor (=Kojève) expone una manera de pensar personal…”, Kojève
anota: “Bien visto”.
También, en un inédito citado por Michael Roth, escribe Kojève:
“Finalmente, la cuestión de saber si Hegel ‘dice verdaderamente’ lo que
yo le hago decir parecerá pueril”. Lo cierto es que Kojève expuso su
propio pensamiento ocultándose tras la máscara de Hegel, por más que
su interpretación de la Fenomenología pretendía descubrir el fondo del
pensamiento hegeliano. Quiero decir que se trata, al fin y al cabo, de dos
cosas juntas: un comentario a Hegel —tan singular como se quiera— y
un pensamiento propio que se introduce o se insinúa entre las líneas del
comentario a Hegel.
El tema del fin de la Historia es el que subyace a la actitud propia-
mente revolucionaria de Kojève, quien tomó una posición decidida con
respecto a Hegel: la de interpretarle y no sólo comentarle, la de hacer la
lectura actualizada y no la exégesis científica25. En otras palabras, que el
final de la Historia, Napoleón, el Estado universal y homogéneo, eran
temas más propios del mismo Kojève que de Hegel, probablemente lo
pensara también el ilustre intérprete. Pero, como él lo advierte, no es el
22
suyo un estudio filológico sobre Hegel. Se trata de otra cosa: en defini-
tiva, de una acción de propaganda. Pero tampoco hay que dejar de lado
la posibilidad de que este pensamiento de Kojève conecte con las pro-
fundidades del pensamiento hegeliano.
26. KOJÈVE, A., Introduction à la lecture de Hegel [Leçons sur la Phénoménologie de l’Es-
prit professées de 1933 à 1939 à l’École des Hautes-Études réunies et publiées par Raymond Que-
neau], Paris, Gallimard, 1968 [1ª ed. 1947].
27. Kojève, en su interpretación de Hegel, tenderá a poner el acento en los momentos paradó-
jicos, excesivos e incluso violentos del discurso hegeliano. Estos aspectos de la obra hegeliana, que
se habían considerado a menudo como una parte desafortunada de su filosofía, adquieren un nue-
vo aspecto gracias a la magia y a la fascinación que ejercía Kojève sobre su auditorio.
Por otra parte, se ha tildado a la lectura que hace Kojève de antropologista. Así, por ejemplo,
Lebrun reprocha a ciertos intérpretes marxistas —entre ellos Kojève— la detención del Geist he-
geliano en el espíritu finito, y, como consecuencia, que la figura del espíritu finito sea la culmina-
ción de la Historia (LEBRUN, G., La Patience du Concept, Paris, Gallimard, 1972). También
WEIL reprocha a su maestro el haber divinizado al hombre; por otro lado, insiste sobre la priori-
dad de la Lógica sobre la Fenomenología, es decir, del Concepto sobre la existencia (Hegel et l’É-
tat, Paris, Vrin, 1985).
23
3.1. El hombre como acción y la acción como negatividad
Kojève explica el concepto de acción mediante los de lucha y traba-
jo. Si el trabajo se entiende a su vez como lucha contra la naturaleza, re-
sulta que el concepto de acción tiene un componente claramente belico-
so y de confrontación dura. No hay acción que no sea oposición. La
acción es negación, y sólo ésta es capaz de introducir lo nuevo en lo vie-
jo. Concebida de esta manera, la negatividad es la esencia misma de la
libertad. El poder productivo de la negación es lo que libera.
Esta interpretación de la acción como negatividad enlaza, en las en-
señanzas de Kojève, con la separación ontológica de la naturaleza y la
historia: la historia es dialéctica, la naturaleza no lo es. Kojève da a su
posición el nombre de ontología dualista. Mientras en la naturaleza todo
permanece idéntico, y “no pasa nada”, lo característico de la acción hu-
mana, heredera del divino privilegio de crear, exaltado por la teología
cristiana, es mantener con la nada una relación creativa: introduce lo
nuevo en el mundo. Ahora bien, lo nuevo, si es verdaderamente nuevo,
tiene que ser diferente de todo lo que ya se había visto. Después de una
auténtica acción se ha de poder decir: “nada será como antes”. El hecho
de la acción es esta interposición de una “nada” entre el estado inicial y
el estado final.
La acción es el verdadero ser del hombre. Solamente en y por la ac-
ción, efectuada por él en tanto que ciudadano de un Estado, se realiza el
hombre como individuo libre e histórico y puede alcanzar así la satis-
facción. En este sentido, la acción humana tiene una dimensión básica-
mente política: “El hombre difiere del animal porque es ciudadano (Bür-
ger); no puede realizarse como hombre sino por la intermediación del
pueblo (Volk) organizado en Estado (Staat). La Vermittlung es, en el fon-
do, la acción en y por la sociedad”28.
24
mente nada nuevo puede ocurrir en el mundo. Para la mayoría de noso-
tros, semejante posición parece paradójica, extremadamente paradójica
y extremadamente implausible. Pero Kojève muestra fácilmente la ne-
cesidad ineluctable de esta consecuencia a quien comprenda que la vida
humana está históricamente determinada, a quien crea que el pensa-
miento es relativo al tiempo…”29.
La tesis del final de la historia se mantiene siguiendo dos líneas dis-
tintas y complementarias. Por un lado, el final viene dado por el cese de
la acción a causa de la realización del reconocimiento. Por otro lado, el
final es requerido por la necesidad de un juicio (moral) sobre la histo-
ria. O, en otras palabras, el final de la historia es algo del todo coheren-
te si el historicismo no ha de convertirse en un relativismo global. Así,
mientras el relativismo histórico se contenta con desplazar las verdades
a la historia, Kojève se aferra a un criterio, al de que es verdad lo que
tiene éxito y falso lo que fracasa. Este criterio es intrínseco a la historia,
inmanente y no trascendente.
El siguiente texto recalca la necesidad del fin de la Historia como
condición del juicio moral sobre la misma. “¿Qué es a fin de cuentas la
moral de Hegel? Los verdaderos juicios morales son los que emite el Es-
tado (moral=legal); los propios Estados son juzgados por la Historia
universal. Pero, para que esos juicios tengan sentido, es necesario que la
Historia haya acabado. Ahora bien, Napoleón y Hegel acaban la Histo-
ria. Por eso Hegel puede juzgar a los Estados y a los Individuos. Es
‘bueno’ todo lo que ha preparado a Hegel, es decir, la formación del Im-
perio universal napoleónico (¡estamos en 1807!) que es ‘comprendido’
por Hegel (en y por la Fenomenología)”30.
En el fondo, los dos argumentos (el del reconocimiento y el de la sa-
lida del relativismo) están estrechamente unidos. La Historia se detiene
cuando el hombre ya no actúa en el sentido propio del término, es decir,
ya no niega, no transforma lo dado (natural y político). Y el hombre no
hace eso cuando la realidad dada le satisface plenamente. Ahora bien, si
el deseo fundamental del hombre es el deseo de reconocimiento, la de-
tención de la historia ha de coincidir necesariamente con el reconoci-
25
miento de todo hombre. El Estado homogéneo universal supone la sa-
tisfacción del deseo de reconocimiento de todo hombre.
Pero, como el mismo Kojève lo ve, ocurre inmediatamente una pre-
gunta: ¿qué prueba tenemos de que esta detención sea la definitiva y no
un alto momentáneo, que dé lugar a la reanudación de la marcha de la
historia? En palabras del mismo Kojève: “¿Cómo saber que la estabili-
zación del ‘movimiento’ histórico en el Imperio no es un simple tiempo
de detención, el resultado de una lasitud pasajera? ¿Con qué derecho
afirmar que el Estado no engendrará en el Hombre un nuevo Deseo, dis-
tinto al del Reconocimiento, y que, por consiguiente, no será negado un
día por una Acción negadora o creadora (Tat) distinta de la Lucha y el
Trabajo?”31. Y el propio Kojève responde: “Sólo podemos afirmarlo su-
poniendo que el Deseo de reconocimiento agota todas las posibilidades
humanas. Mas no hay derecho a hacer tal suposición sino cuando se tie-
ne un conocimiento completo y perfecto del hombre (…) Ahora bien,
por definición, la verdad absoluta sólo puede ser alcanzada al final de la
Historia. Pero precisamente es ese fin de la Historia lo que se trata de
determinar. Se está, pues, implicado en un círculo vicioso. Y Hegel lo
sabe muy bien. No obstante, ha creído encontrar a la vez un criterio de
la verdad absoluta (…) ese criterio es justamente la circularidad de su
descripción, vale decir, del ‘Sistema de la Ciencia’”32. Ante la cuestión
del cómo probar la completud, la respuesta de Kojève es que el discur-
so de la totalidad se certifica a sí mismo.
Kojève leyó incansablemente entre líneas, escrutando sin cesar la Fe-
nomenología. Y por fin le advino el descubrimiento: “Cuando llegué al
capítulo IV, ¡entonces comprendí que era Napoleón!”33. Napoleón es,
para Hegel, el final de la Historia, porque Napoleón esclarece retros-
pectivamente toda la Historia: acaba la Historia, y Hegel lo comprende.
En relación con la tesis del final de la historia, se le hacen a Kojève
dos tipos de crítica. Por una parte, la de quienes dicen que Hegel jamás
mantuvo la idea del final de la historia y que Kojève distorsiona sus
26
ideas34. La otra crítica sostiene que no es necesario recurrir a la idea del
final de la historia para salvar del relativismo al historicismo35.
Sin embargo, todo parece indicar que, por su parte, el joven Kojève,
aun afirmando como tesis hegeliana la del final de la historia, todavía no
estaba dispuesto a admitir personalmente el fin actual, hegeliano-napo-
leónico, de la Historia. Si el fin de la Historia puede pensarse, es aún im-
previsible. Es decir, en principio (1933-34), cuando Kojève leyó en He-
gel la tesis de que la Historia se acababa con Napoleón, seguramente él
mismo estaba poco inclinado a admitir tal tesis, ya que tenía en cuenta
lo que aconteció a partir de 1917 en la revolución rusa, todo lo cual po-
día interpretarse como el inicio de una nueva era de Rusia, que Stalin
encarnaba en 1933.
Kojève mismo lo declara: “A decir verdad, yo mismo pensé al prin-
cipio que era un cuento, pero enseguida, reflexioné y vi que era genial.
Simplemente, Hegel estaba equivocado en ciento cincuenta años. El
final de la Historia no era Napoleón, era Stalin, y yo era el encargado de
anunciarlo, con la diferencia de que no tendría la suerte de ver pasar a
Stalin bajo mi ventana. Pero en fin…”36. Bien pensado, y esta es la esen-
cia de la cuestión, Kojève asumía el reto de, corrigiéndolo, ser más he-
geliano que el mismo Hegel.
En su lectura de Hegel descubriría pues Kojève la idea de que Hegel
había visto el final de la Historia en Napoleón. Sin embargo, Kojève no
aplicaría aún su gráfico favorito “ ” sino que vería todavía “ ”. Di-
<
>
34. En este sentido cabe situar los artículos de: RILEY, P., “Introduction to the Reading of Ale-
xandre Kojève”, Political Theory, vol. 9 (1981) 1; GOLDFORD, D., “Kojève’s Reading of Hegel”,
International Philosophic Quaterly, XXII (1982) 4. Y contemporáneamente a Kojève, TRAN DUC
THAO, “La phénoménologie de l’esprit et son contenu réel”, Les Temps Modernes, 36 (1948).
35. Cfr. DARBON, M., “Hegelianisme, marxisme, existencialisme”, Les Etudes, Vol. IV (1949)
3-4.
36. Entretien avec Gilles Lapouge, cit.
27
Mundial. Diríase que no podía haber un más duro mentís a la tesis de
Kojève sobre el final de la Historia. Pero, está claro que, como veremos,
Kojève no lo entendió así. Sea como fuere, lo cierto es que un pensa-
miento original y enigmático había sido transmitido “por vía de inicia-
ción oral, a un grupo de personas que se encargaron de enseñar a otras,
y así sucesivamente”37.
28
(por lo menos a la que cuenta históricamente) y ‘suprime’ (aufhebt) en
su seno todas las ‘diferencias específicas’ (Besonderheit): naciones, cla-
ses sociales, familias. (Siendo también ‘suprimido’ el Cristianismo, no
hay ya dualismo entre la Iglesia y el Estado.) Por lo tanto, de ahora en
adelante, las guerras y las revoluciones son imposibles”40.
La historia se detiene definitivamente cuando toda oposición ha sido
superada y cuando, a la vez, el saber absoluto ha sido alcanzado. El si-
tus en que esto tiene lugar es el “estado universal homogéneo”.
La superación de las oposiciones supone la idea de reconocimiento:
“Estoy plena y definitivamente ‘satisfecho’ cuando mi personalidad ex-
clusivamente mía es ‘reconocida’ (en su realidad y en su valor, en su
‘dignidad’) por todos, a condición de que yo mismo ‘reconozca’ la rea-
lidad del valor de aquellos que deben ‘reconocerme’”41. La universali-
dad del Estado privilegiado supone que en él soy reconocido por todos
los hombres; su homogeneidad implica que soy verdaderamente yo
quien soy “reconocido”, y no yo en tanto que representante de una fa-
milia ilustre o de una clase social…
El reconocimiento, que en el límite es el reconocimiento de todos, es,
por definición, un reconocimiento político. El estado universal y homo-
géneo es, pues, el que satisfará plenamente al Hombre, porque se rela-
cionará ya directamente con lo particular: cada ciudadano será recono-
cido en su particularidad y en su individualidad. Los hombres serán
reconocidos como individuos (y no como miembros de clases, familias,
etc.). En otros términos: el hombre será reconocido como “persona jurí-
dica”, como sujeto dotado de derechos. Y este Estado es el que consu-
ma la Historia, porque, hallándose el hombre satisfecho, no sentirá ya la
necesidad de negarlo ni de crear algo nuevo en su lugar.
La enunciación de los principios universales y racionales de los de-
rechos del hombre durante la Revolución francesa marcó el comienzo
del fin de la historia. En consecuencia, éstos son los únicos principios
29
aceptables, viables, del Estado. La dignidad del hombre ha quedado así
reconocida y todos los hombres participan de ella; lo que resta por ha-
cer es, a lo sumo, realizar el Estado fundado en estos principios y ex-
tendido a todo el mundo.
Pero, ¿hay que pensar que ese Estado privilegiado ha sido realmente
realizado? ¿Se ha llegado realmente al Fin de la Historia tal como, se-
gún Kojève, lo había teorizado Hegel? Creo que vale la pena estar aten-
to a este párrafo de Kojève, que evita malas interpretaciones: “¿El Esta-
do perfecto? Posible, sin duda, aunque estamos muy lejos de él. En
efecto, al redactar la Fenomenología, en 1806, Hegel sabía muy bien
que el Estado no estaba aún realizado en acto en toda su perfección.
Afirmaba sólo la presencia en el Mundo del germen de ese Estado y la
existencia de condiciones necesarias y suficientes para su expansión”42.
En otras palabras, la tesis hegeliana sólo podría rebatirse demostrando
algo indemostrable: que el Estado universal y homogéneo es imposi-
ble43.
El Final de la Historia expresa la necesidad de un proceso inelucta-
ble. No depende de la libertad histórica del Hombre. Después de Napo-
león, la suerte está echada.
Pero insistamos en preguntar: ¿qué significan estos dos atributos del
Estado final: homogeneidad y universalidad? ¿Qué significan en cuanto
atributos que, según Kojève después de 1948, tienen ya una realidad his-
tórica? La universalidad ha dejado de ser abstracta o puramente subjeti-
va; ya no es puro ideal. Es un atributo indiscutible del Estado post-re-
volucionario. Supone la muerte definitiva del “amo”. En el Estado
burgués sí puede decirse que la universalidad es formal, porque la equi-
dad (económica y cultural) no está realizada. Pero, aun así, hay que re-
conocer que dicha universalidad es real en el sentido de que todos los
miembros de la sociedad existen en tanto que ciudadanos, es decir, en
tanto que particulares reconocidos en su “universalidad” política. Y, pre-
30
cisamente por esto, puede decirse que también el Estado burgués es un
Estado homogéneo. Su homogeneidad es homogeneidad política, aun-
que, ciertamente, nada impide que progresivamente se vaya realizando
la homogeneidad económica y, más tarde, la cultural. La Revolución,
entendida como transformación política extrajurídica y no constitucio-
nal del Estado injusto (o experimentado como tal) deviene imposible,
según Kojève, en el Estado post-revolucionario.
Trátese, por consiguiente, del Estado burgués o del Estado comunis-
ta soviético, es obvio que los dos son ya universales y homogéneos,
aunque de maneras diametralmente opuestas.
En el texto “Tirannie et Sagesse” —que comento más adelante—, re-
dacta Kojève unas líneas bastante esclarecedoras sobre su concepción
del estado homogéneo y universal: homogéneo lo identifica con “socie-
dad sin clases”; en cuanto a la idea de la universalidad, Kojève le atri-
buye un origen religioso (por lo cual, parece atinar mucho Strauss cuan-
do ve en Kojève la cima de la moderna secularización del cristianismo).
La base es la igualdad de todos los que creen en un solo Dios. Para San
Pablo, no hay diferencia esencial (es decir, irreductible) entre el griego
y el judío, ya que ambos pueden hacerse cristianos mediante la nega-
ción de sus antiguos distingos y la asunción de la síntesis cristiana.
Entiende pues Kojève adelantarse un paso respecto a la tradición an-
tigua (que no logró concebir la posibilidad real de la homogeneidad,
porque aceptó como irreductible la relación amo-esclavo) y también res-
pecto a la cristiana (que situaba su Reino en otro lugar aparte de la tie-
rra, en los cielos). Kojève interpreta que, sin embargo, el fin político del
Estado universal estaba latente en las dos tradiciones. En cambio ahora,
en el presente se ha hecho ya explícito —e inmanente— dicho ideal:
“Pero en nuestros días el Estado universal y homogéneo se ha converti-
do en un fin político. (…) Aunque sólo a partir del momento en que el
filósofo moderno ha podido secularizar (=racionalizar, transformar en
discurso coherente) la idea religiosa cristiana de la homogeneidad hu-
mana, ha tenido esta idea un alcance político real”44. Subrayemos lo de
la inmanentización histórica de lo ideal o, en este caso, de la dimensión
31
religiosa. El final de la historia, y, concretamente, el juicio de la histo-
ria, quiere ser, en Hegel, la racionalización de la idea judeocristiana del
eskhaton45.
45. E. Lévinas ha sabido distinguir y contraponer de forma rotunda y muy esclarecedora la idea
escatológica y religiosa del Juicio final con la secularización-traducción hegeliana de dicha idea:
“La escatología, en tanto que el ‘más allá’ de la historia, arranca los seres a la jurisdicción de la his-
toria y del porvenir, los interpela en su plena responsabilidad y a ella los convoca. (…) La idea es-
catológica de juicio (contrariamente al juicio de la historia en el que Hegel ha visto erróneamente
la racionalización de aquél) implica que los seres tienen una identidad ‘antes’ de la eternidad, an-
tes de la consumación de la historia, antes de que los tiempos sean cumplidos, mientras que aún
hay tiempo, implica que los seres existen en relación, pero a partir de sí y no a partir de la totali-
dad.” (LÉVINAS, Totalité et infini, La Haye, Nijhoff, 1961; trad. cast. Totalidad e infinito, Sala-
manca, Sígueme, 1977, p. 49).
46. ARON, Memorias, cit., p. 93.
47. ARON, Memorias, cit., p. 94.
32
por ejemplo, cuando Kojève defendió, contra la presión norteamericana,
los artículos del GATT que permitieron que se crease el Mercado Co-
mún, estaba defendiendo la autonomía de Francia y de Europa. Kojève
ve muy bien que nuestra época ya no es la del Estado-nación. De ma-
nera que, para ser políticamente viable, el Estado moderno se ha de ba-
sar en una vasta unión “imperial” de Estados hermanados. El tiempo de
los imperios (el mercado europeo iniciaba uno de ellos) sería una fase
intermedia hacia el Estado mundial. Antes de encarnarse en la humani-
dad, el Weltgeist hegeliano, habiendo abandonado el Estado-nación, se
encarnará en los imperios, que en aquel momento eran básicamente dos:
el imperio eslavo-soviético y el imperio anglo-americano.
Sin duda, el pensamiento y la acción de Kojève se relacionan estre-
chamente. La actividad profesional que abre un nuevo período hasta el
final de su vida es ciertamente decisiva. Por medio de uno de sus estu-
diantes, Robert Majorlin, Kojève empezó en 1945 a colaborar con el mi-
nisterio francés de asuntos exteriores. Kojève, en efecto, dedicará mu-
cho tiempo a las reuniones internacionales en que se negocia la política
comercial de Francia: en la OECE (Organización europea de coopera-
ción económica), en el Mercado Común, en el GATT (General Agree-
ments on Tariffs and Trade)… Estas tareas le llevan a La Habana, Lon-
dres, Bruselas, Roma, Tokyo, Ginebra, Nueva Delhi… Su influencia
política en el gobierno, en virtud de su condición de miembro del mi-
nisterio y de la delegación francesa del GATT, fue enorme. El mismo
Kojève decía que sólo era segunda con respecto a la de De Gaulle,
calificación que Aron confirma. Para hacernos una idea de la capacidad
de nuestro autor, es significativa la anécdota que contaba el jefe de la de-
legación francesa del GATT, André Philip: mientras otras naciones par-
ticipantes tenían un especialista para cada artículo del tratado interna-
cional sobre tarifas, Francia tenía sólo a Kojève, que era especialista en
todas las cuestiones.
Para Kojève, el final de la Historia representará el fin de la Torre de
Babel. La técnica será el instrumento de la abundancia. Esto se echa de
ver tanto en su Seminario sobre Hegel como en su carrera de funciona-
rio. Uno de los campos esenciales de su acción, dentro de la Dirección
de relaciones económicas exteriores y con respecto a las instancias in-
ternacionales del GATT y de la OECE, será la política económica agrí-
33
cola. El crecimiento técnico será la fuente de la satisfacción de las ne-
cesidades y el instrumento de la homogeneización.
Anticipándose a su tiempo, trabaja Kojève activamente en la reorga-
nización de intercambios internacionales entre los países ricos y los paí-
ses del tercer mundo (idea de la homogeneidad). Iniciado ya, sin que
aún se sepa demasiado, el período del final de la Historia, lo esencial
para Kojève era la racionalización del mundo.
Habla nuestro autor de un capitalismo donnant que en los resultados
no está lejos del marxismo: consumismo de masas y fin de la lucha de
clases. Sin embargo, si los defensores del neocapitalismo están justifica-
dos al pensar que en los países ricos el capitalismo actual supone una su-
peración de las oposiciones del capitalismo del XIX, hacen muy mal en
ignorar la perpetuación de dichas oposiciones entre los países occiden-
tales y los países pobres. Para Kojève, de lo que se trata es, más bien, de
proponer a los países occidentales que renuncien a su unilateral domi-
nación sobre los países colonizados y apliquen a los mismos el modelo
fordiano. Según Kojève, Ford inauguró el capitalismo donnant, redistri-
buyendo una parte de la plus-valía para favorecer el consumo masivo y
promover el aburguesamiento de los proletarios, cortocircuitando así
toda posible revolución marxista. Por ello puede decirse que el capita-
lismo donnant fordiano realiza el marxismo, pero ahorrándose la revo-
lución.
34
Quedó dicho que la historia se desarrolla por el trabajo, la lucha, la
acción: “La transformación esencial de la Naturaleza y la realización
objetiva de la idea subjetiva no se hacen sino por la Acción de la Lucha
y del Trabajo. En tanto el Hombre lucha y trabaja, hay Historia, hay
Tiempo, y el Espíritu no está en ninguna parte como no sea en el Tiem-
po, donde existe en tanto que esas Luchas y esos trabajos del Hombre.
Mas en el momento en que la Historia es “acabada-o-perfecta (vollen-
det)”, es decir, en el momento en que el Hombre ha realizado todo, la
Historia se detiene definitivamente y el Tiempo se anula, el Hombre
muere o desaparece en tanto que Hombre histórico y el Espíritu subsis-
te en tanto que Espíritu, que ya no cambia y que es, así, Eternidad”48.
Comprobamos que la idea del último hombre aparecía ya antes de la
famosa nota de 1946. Kojève es muy consciente de que el final de la
Historia es, a la vez, el final de lo humano. Lo humano venía determi-
nado por la necesidad de la lucha y del trabajo, por la necesidad de la
negación y del cambio. Lo humano era precisamente lo “filosófico”.
Pero todo esto es lo que clausura el Final de la Historia. “El hombre pro-
piamente dicho, verdaderamente real en tanto que Hombre, es pues el
Filósofo. El Hombre-natural o el animal de la especie Homo sapiens por
una parte y el Hombre-de-la-Acción-histórica, es decir, el Hombre-de-
la-Lucha-y-del-Trabajo por otra, no son sino las condiciones necesarias
de la realidad verdaderamente humana que es la existencia filosófica del
Hombre. Hay una Naturaleza para que el Hombre pueda batirse y tra-
bajar. Pero el Hombre se bate y trabaja con el fin de poder hablar de lo
que realiza, con el objeto de tomar conciencia de sí como del ser que ha
hecho lo que ha hecho batiéndose y trabajando. Ahora bien, la Auto-
conciencia y la Filosofía son una sola y la misma cosa. El Hombre lu-
cha, pues, y trabaja para poder devenir Filósofo, o más exactamente,
para poder satisfacerse en tanto que Filósofo, es decir, para poder deve-
nir un Sabio y producir la Ciencia”49.
El advenimiento del Sabio es el último acontecimiento histórico.
Cuando aparece éste, la oposición Hombre-Naturaleza, oposición vivi-
da como tal mediante la Lucha y el Trabajo, deja de ser: “En otras pala-
35
bras, el Hombre no tiene ya Deseo; está perfecta y definitivamente sa-
tisfecho por lo que es, por lo que él es; ya no actúa, no transforma más
el Mundo, y por consiguiente no se cambia ya a sí mismo. En conclu-
sión, ha devenido… sabio, muy sabio”50.
El Sabio no es ya propiamente humano en el sentido en que lo era el
Hombre histórico. Es, más bien, un dios (mortal), cuya inmortalidad
consiste en su sabiduría, en lo completo del saber. Kojève —como ve-
remos— se considerará un dios.
36
cho o del Individuo libre e histórico, significa simplemente la cesación
de la Acción en el sentido estricto del término. Lo que en la práctica sig-
nifica: desaparición de las guerras y de las revoluciones sangrientas. E
incluso desaparición de la Filosofía; ya que, una vez el Hombre no cam-
bia esencialmente él mismo, no hay razón ya para cambiar los principios
(verdaderos) que están en la base de su conocimiento del Mundo y de sí.
Mas todo el resto puede mantenerse indefinidamente: el arte, el amor, el
juego, etc., etc.; en resumen, todo lo que hace feliz al Hombre. Recorde-
mos que ese tema hegeliano entre muchos otros, ha sido retomado por
Marx. La Historia propiamente dicha, donde los hombres (las “clases”)
luchan entre sí por el reconocimiento y luchan contra la Naturaleza por
el trabajo, se llama, según Marx, “Reino de la Necesidad” (Reich der
Notwendigkeit); más allá (jenseits) está situado el “Reino de la Liber-
tad” (Reich der Freiheit), donde los hombres (al reconocerse mutua-
mente sin reservas) ya no luchan, y trabajan lo menos posible (estando
la Naturaleza definitivamente domeñada, es decir en armonía con el
Hombre). Cfr. El Capital III, 48, 351.
51. Hasta aquí la nota de la primera edición. Cfr. KOJÈVE, op. cit., p. 434-435.
37
final de la Historia supone la desaparición del “individuo libre e históri-
co”. En otro plano, el final de la Historia supone el advenimiento de la
Sabiduría, correlato de la unidad de sujeto y objeto, desaparición de la
filosofía propiamente dicha. Desde el punto de vista existencial, Kojève
cree poder afirmar que el final de la Historia hace al hombre feliz; pero,
cabría decirle, feliz animalescamente, puesto que la acción creadora, y
por lo tanto espiritual, cesa a consecuencia de la unidad del sujeto y del
objeto. De ahí la idea del retorno a la animalidad. El animal humano ya
no se distingue ahora del animal natural52. Ésta es, pues, la lógica a que
conduce la idea del final de la Historia.
¿Es el final de la Historia visto así algo concebible, y, todavía más,
es aceptable? Mirando a su alrededor, Kojève cree en 1946 que el retor-
no del hombre a la animalidad no es impensable como perspectiva fu-
tura. Pero su sentimiento sobre el final de la Historia es todavía incierto
y ambiguo. Si bien Kojève admite la idea, todavía no está totalmente
dispuesto del todo a admitir que tal idea describe bien el presente.
Sin embargo, tal como dirá en la segunda parte de la nota, Kojève
cree tener que entregarse al fin a la evidencia, y afirma que el final de la
historia es ya el presente. Más aún, que Hegel tenía razón al ver en la
batalla de Jena el final de la historia.
De hecho, su experiencia como negociador de alto nivel en cuestio-
nes económicas le irá dando el sentimiento de un pragmatismo del final
de la Historia, al que sólo le resta acabar de racionalizar el mundo. Ade-
más, constata que la economía es el medio fundamental de la homoge-
neización y que en esto el capitalismo está al lado del marxismo. De he-
cho, Kojève tenderá a diluir las diferencias entre ambos. El capitalismo
da pruebas de que puede compartir el punto de vista materialista del co-
munismo (en realidad, el capitalismo siempre ha sido materialista), por-
que el final de la Historia ya se ha realizado, aunque lo que ha hecho es
convertir las masas al consumo, llamado con exactitud “consumismo de
masas”. El capitalismo consigue el contentamiento general de los hom-
bres.
52. Añadamos que, desde el punto de vista existencial, el final de la Historia brindaría una ven-
taja: la posibilidad de la despreocupación, al no existir futuro propiamente dicho. ¿No vivimos hoy
el sentimiento de una amplificación del presente también en la situación política?
38
Durante el seminario sobre Hegel y todavía en Esquisse d’une phé-
noménologie du droit (1943), el final de la historia se discute como ne-
cesario y como “bueno”; Kojève, que no pensaba que el Estado final se
hubiera realizado plenamente, era consciente de que estaba haciendo
propaganda para persuadir a otros a que trabajasen para hacer realidad
ese objetivo. Aunque nunca dejó de estar convencido de que el mundo
se iba volviendo “universal y homogéneo”, en sus últimas obras lo des-
cribió en términos más críticamente irónicos que utópicos o proféticos.
Según lo comenta Roth, “sin retroceder ante la descripción de Strauss
del estado final como estado del ‘último hombre’ de Nietzsche, Kojève
pasó a describir a los filósofos de ese estado como a unos administrado-
res que educaban a los ‘autómatas’ post-históricos. Aquí no estaba cele-
brando el gozo del estado final o del ‘reino de la libertad’, sino que, más
bien, estaba describiendo un proceso que veía que se estaba realizando
en la historia. Y no miraba fuera de lugar”53.
(…) En la época en que redacté esta nota (1946), el retorno del Hombre
a la animalidad no me parecía descabellado en tanto que perspectiva de
porvenir (por otra parte más o menos próximo). Pero poco después com-
prendí (1948) que el fin hegeliano-marxista de la Historia ya no era un
porvenir, sino desde luego un presente. Observando lo que pasaba a mi
alrededor y reflexionando sobre lo que ha pasado en el mundo después
de la batalla de Jena, he comprendido que Hegel tenía razón al ver en
ésta el final de la Historia propiamente dicha. En aquella batalla y por
medio de ella, la vanguardia de la humanidad alcanzó virtualmente el
término y el objetivo, es decir, el fin de la evolución histórica del Hom-
bre. Lo producido desde entonces no ha sido más que una extensión es-
39
pacial de la universal potencia revolucionaria actualizada en Francia por
Robespierre-Napoleón. Desde el punto de vista auténticamente históri-
co, las dos guerras mundiales, con su cortejo de pequeñas y grandes re-
voluciones, no han tenido otro efecto que el de alinear respecto a las po-
siciones históricas europeas (reales o virtuales) más avanzadas, las
civilizaciones más atrasadas de las provincias periféricas. (…)
Ahora bien, viajes comparativos efectuados (entre 1948 y 1958) a los
Estados Unidos y a la URSS me han dado la impresión de que, si los nor-
teamericanos aparentan ser chino-soviéticos enriquecidos, es porque los
rusos y los chinos no son más que norteamericanos pobres todavía, por
lo demás en vías de rápido enriquecimiento. Me sentí impulsado a con-
cluir que el “American way of life” era el género de vida propio del pe-
ríodo post-histórico; la presencia actual de los Estados Unidos en el
Mundo prefigura el futuro ‘eterno presente’ de la humanidad entera. Así,
el retorno del Hombre a la animalidad me parecía no ya una posibilidad
por venir, sino una certeza presente.
A consecuencia de un reciente viaje al Japón (1959), he cambiado ra-
dicalmente de opinión en este punto. Allí pude observar una sociedad
que es única en su género, porque es la única que ha hecho una expe-
riencia casi tres veces secular de lo que es la vida en el período del “final
de la Historia”, es decir, en ausencia de toda guerra civil o exterior (a
raíz de la liquidación del “feudalismo” por el plebeyo Hideyoshi y del
aislamiento artificial del país concebido y realizado por su noble sucesor
Yiyeasu). Sin embargo, la existencia de los japoneses nobles, que deja-
ron de arriesgar su vida (aun en duelo) sin comenzar a trabajar, no fue ni
más ni menos que animal.
La civilización japonesa “posthistórica” se ha comprometido en vías
diametralmente opuestas a la “vía norteamericana”. Sin duda que en el
Japón no ha habido ya Religión, ni Moral, ni Política en el sentido “eu-
ropeo” o “histórico” de estas palabras. Pero el esnobismo en estado puro
crea disciplinas negadoras del dato “animal” o “natural”, que superarán
en eficacia sin esfuerzo a aquellas que nacieron, en Japón o en otras par-
tes, de la Acción “histórica”, vale decir, de las Luchas guerreras y revo-
lucionarias o del Trabajo forzado. Por cierto, las cimas (en ninguna par-
te igualadas) del esnobismo específicamente japonés del Teatro Nô, la
ceremonia del té, y el arte de los ramos de flores fueron y siguen siendo
patrimonio exclusivo de nobles ricos. Pero a pesar de las desigualdades
económicas y sociales persistentes, todos los japoneses sin excepción es-
tán actualmente en estado de vivir en función de valores totalmente for-
malizados, es decir, completamente vacíos de todo contenido “humano”
40
en el sentido “histórico”. De tal manera y en última instancia todo japo-
nés, en principio, es capaz de proceder por puro esnobismo a un suicidio
perfectamente “gratuito”. La clásica espada del samurai puede ser rem-
plazada por un avión o un torpedero, que no tienen nada que ver con el
riesgo de la vida en la Lucha realizada en función de valores “históricos”
con contenido social y político. Lo cual parece permitir que se crea que
la interpretación recién esbozada entre el Japón y el Mundo Occidental
culminará en definitiva, no con una re-barbarización de los japoneses,
sino con una “japonización” de los Occidentales (comprendiendo a los
rusos).
Como ningún animal puede ser snob, todo período post-histórico “ja-
ponizado” será específicamente humano (…)54.
41
“se pregunta uno si el ciudadano del Estado universal homogéneo no es
idéntico al Último Hombre de Nietzsche y si el historicismo de Hegel,
en virtud de una inevitable dialéctica, no nos obliga a un historicismo
más sombrío y más radical que rechaza la razón”56.
Kojève, en efecto, cambia de punto de vista sobre el final de la His-
toria a raíz de un viaje al Japón en 1959. Allí y en aquel momento, des-
cubrirá una nueva posibilidad de vivir en período de final de la Historia,
diferente de las posibilidades soviéticas y del American way of life57. De
hecho, Kojève no acabó nunca de convencerse de que el americanismo
fuese el carácter del final de la historia58.
¿Que es lo que descubre Kojève en su viaje a Japón en 1959? Pues
otra manera, no animal, de existir al final de la Historia; es decir, una
manera de mantenerse la negatividad, una negatividad post-histórica. Se
trata de una negatividad meramente formal. El retorno a la animalidad
consistía en el identificarse el sujeto humano y la naturaleza al final de
la Historia. Lo que significaba, como decíamos, la desaparición del
hombre propiamente dicho, pues el hombre existe como sujeto opuesto
al objeto (lucha, deseo, trabajo). La posibilidad de una oposición post-
histórica desligada de las luchas por el reconocimiento y la liberación
del trabajo alienado parece de entrada un contrasentido. La Revolución
francesa, el capitalismo del XIX y el neocapitalismo fordiano en los paí-
ses industrializados inclinaron a Kojève a admitir que el “American way
of life era el género de vida propio del período post-histórico” y que el
retorno a la animalidad aparecía no tanto como una posibilidad sino
como algo ya efectivo. Esto es lo que Kojève parece creer entre 1948 y
1958. Pero en 1959 se da cuenta de que hay otra manera de concebir el
final de la Historia tomando como paradigma la civilización japonesa
contemporánea, constatando que en el Japón, el final de la Historia es
42
una experiencia “casi tres veces secular”. Kojève se queda estupefacto
al constatar la existencia de un esnobismo en estado puro y, a la vez, de
masa. La espiritualidad o la negatividad podría mantenerse en la repre-
sentación formalizada y teatralizada que es el esnobismo: el amor de los
japoneses por las ceremonias del té, los bonsais, las geishas, el teatro Nô
y las formas modernas del sepuku.
El esnobismo es el dato revelador que le fuerza a Kojève a modificar
su teoría del final de la Historia. Antes, el final de la Historia implicaba
la ontologización del tiempo, es decir, la reducción del tiempo a la es-
pacialidad o a la animalidad del concepto objetivamente realizado. Por
ello, la post-historia no ofrecería más que dos posibilidades: la URSS
socialista, de un lado, y, del otro, el llamado mundo libre capitalista; el
Estado total o el darvinismo económico llamado liberalismo, sólo me-
diatizado por el derecho internacional. Ahora, en cambio, el tiempo re-
encontrado abre una tercera vía para el remodelamiento del concepto, la
de un silencio todavía humano. Además de la satisfacción animal del
deseo, por el cebo de un consumo ilimitado, existe una satisfacción si-
lenciosa negadora de la animalidad: en el arte, en el juego, en el amor.
Lejos de la evolución de una sociedad a la americana, cuyo modelo se-
ría el de ser rico y consumir, a Kojève le seduce ahora un refinamiento
cultural, con los lúdicos silencios de la pintura, de la música, del cine,
con el aspecto ceremonioso del teatro ritual, con el erotismo.
Pero, si bien se advierte, tampoco es tan radical su cambio de opi-
nión. Como señala Stanley Rosen59, el único dualismo en la manera de
concebir Kojève la bestialidad global es el que hay entre los americanos
(junto con los rusos, vistos éstos como los americanos europeos) y los
japoneses. Los americanos son “espantosos”, incapaces del más mínimo
asomo de conducta humana. Los japoneses son “bonitos” o, mejor di-
cho, unos snobs estéticos, que conservan, por lo tanto, un cierto ele-
mento humano (ya que los animales son incapaces de esnobismo), pero
sólo lo conservan como formalismo vacío.
El mismo Rosen ha hecho notar que, mirada globalmente, “se perci-
be una inestabilidad en la propia actitud de Kojève respecto al final de
la historia, una inestabilidad que, en mi opinión, lleva su proyecto al
43
fracaso”60. Lo que sin duda ocurre es que, a partir de 1948, Kojève cons-
tata la realización del Estado mundial y homogéneo en términos no pre-
cisamente exaltadores. El hombre de este final, más bien subhumano, no
puede decirse que sea propiamente feliz, ya que esto requiere tener cons-
ciencia, sino que estará simplemente contento. Los términos que utiliza
ahora Kojève en su descripción contrastan —quizá incluso están en con-
tradicción— con muchos otros que empleó al interpretar a Hegel. Rosen
subraya con acierto: “La enseñanza superficial es que tanto los filósofos
como los no filósofos obtendrán satisfacción en la época postnapoleóni-
ca, cada uno de ellos en su forma característica. La enseñanza más pro-
funda y más penetrante es que la búsqueda de la autoconsciencia, de la
sabiduría y de la felicidad llega a término en la inconsciencia, en el si-
lencio y en el contentamiento subhumano”61. El animal humano habla-
dor habría sido sustituido por la bestia silenciosa.
¿Pero, como se situaría, en este estado final ya efectivo, un discurso
como el del propio Kojève? A lo que parece, Kojève no coincidiría ni
con el “animal” americano ni con el “snob” japonés (los dos tipos de
existencia posthistórica que, según le pareció entre 1948 y 1959, serían
dos modelos posibles del “presente eterno”). No hay duda de que Kojè-
ve se consideraba a sí mismo un señor, un administrador de autómatas,
un sabio.
Más aún, Kojève se consideraba un dios. He aquí cómo se expresa-
ba en una entrevista en 1968: “Es verdad que el discurso filosófico,
como la historia, se ha terminado. Esta idea irrita. Tal vez esta sea la ra-
zón por la que los sabios —aquellos que suceden a los filósofos y de los
que Hegel es el primero— son tan raros, por no decir inexistentes. Cier-
to que no podéis adheriros a la sabiduría si no creéis en vuestra divini-
dad. Bien, la gente de espíritu sano es muy rara. Ser divino: ¿qué sig-
nifica esto? Podría ser sabiduría estoica o incluso un juego. ¿Quien
juega? Los dioses: ellos no tienen necesidad de reaccionar, y por eso
juegan. Son los dioses ociosos… Yo soy un ocioso… Sí, soy un ocioso
y me gusta jugar… en este momento, por ejemplo”62.
44
Lo mismo le contó a un amigo suyo: “Le digo a mi secretaria que soy
un dios, y ella se ríe”.
La ambigüedad fundamental de la enseñanza de Kojève, que no es
sino el intento de explicarse a sí mismo, consiste en que nunca pudo de-
terminar si era un dios ocioso, administrador filosófico de autómatas, o
un snob japonés en potencia. Rosen le echa en cara a Kojève algo deci-
sivo: habló demasiado, y con ello se refutó a sí mismo: “por continuar
filosofando a partir de 1948, se refutó a sí mismo”; “para él era necesa-
rio hablar, y no meramente como filósofo sino como ser humano”. Con-
tra la interpretación kojeviana de Hegel de que la autoconsciencia pue-
de alcanzarse a partir de la lucha por el reconocimiento, “el ser humano
—mantiene Rosen— es humano ya de salida: no ‘llegamos a ser’ hu-
manos, ni dejamos de ser humanos excepto cuando morimos”63.
En cualquier caso, una cuestión profunda y sin duda esclarecedora es
la que también apunta Rosen: “Lo que necesitamos comprender espe-
cialmente en la presente investigación es en qué medida la enseñanza de
Kojève, y en cuál la de su progenie, pese a todos sus largos discursos so-
bre la dialéctica de Hegel y a toda su hermenéutica sin fin (sea o no di-
vina), son representativas del triunfo del silencio oriental sobre la dis-
cursividad occidental”64.
45
hegeliano revisado mediante ideas provenientes del marxismo. Para
Kojève, como para Marx, la filosofía no ha hecho más que interpretar el
mundo, pero ahora hay que transformarlo. Es decir, ahora hay que con-
cretizar la interpretación verdadera de la realidad: mediatizar concreta-
mente la universalidad objetiva del Estado moderno burgués (basado en
la ciudadanía formal) con miras a lograr la homogeneización económi-
ca y jurídica de las condiciones sociales y políticas de los hombres.
A la filosofía puede corresponderle una “sophia”, una práctica del
Sabio. Y el ideal histórico de la filosofía hay que sustituirlo por la idea
objetivamente verdadera del Estado universal y homogéneo; tesis que
Kojève mantiene a pesar de todas las críticas que le ha ido haciendo Leo
Strauss a propósito tanto de la idea del fin de la filosofía como de la del
fin de la Historia política del mundo.
Efectivamente, mediatizado el pragmatismo kojeviano por la jus-
tificación absoluta del final de la Historia —como saber y como reali-
dad efectiva— se convierte en antifilosófico en el sentido de post-
filosófico (no en el de escéptico). Postfilósofo quiere decir, para Kojève,
“consejero del Príncipe”, actuando como alto funcionario del Estado
virtualmente universal y homogéneo. No es casual que la polémica con
Strauss se desencadene a raíz, sobre todo, del libro de éste Sobre la ti-
ranía, que es un comentario al Hierón de Jenofonte.
La posición filosófica de Strauss es tan radical como la de Kojève,
manteniéndose inconciliables las dos en sus opuestas orientaciones.
Strauss sostiene que la referencia esencial para todo filósofo es la de los
clásicos; los problemas fundamentales de la filosofía no sólo fueron ya
planteados correctamente por los griegos, sino que sólo éstos desarro-
llaron una reflexión que protege de la decadencia y del confusionismo.
En cambio, los modernos y los contemporáneos se han enredado en
multitud de utopismos y mitos peligrosos, que tienen poco que ver con
la sabiduría filosófica de los antiguos. De todos los filósofos que repre-
sentan este resbaladero de la modernidad, Kojève es el más significati-
vo, pues es el que reúne en sí las consecuencias últimas del cristianismo
secularizado, del idealismo y del materialismo marxista. Avizorando el
Estado universal y homogéneo como término o final de la Historia más
o menos próximo, Kojève anuncia el porvenir probable del “último
hombre”, a partir de la creencia de que la reconocida universalidad del
46
particular podrá hacer felices a todos los hombres. En cambio, Strauss
piensa que un Estado tal, si existiera, no satisfaría a los hombres. Entre
sus argumentos, destacaré la idea de que el reconocimiento sólo resulta
satisfactorio si es cualitativo. Al hombre de calidad le importa poco que
le reconozca universalmente una masa inculta y gregaria. Y, sin duda, la
masa será inculta en el Estado universal y homogéneo, pues el hombre
habrá perdido toda motivación para actuar y para pensar, supuesta su
“satisfacción” con lo dado.
Respecto a la relación entre el filósofo y el tirano (hombre de esta-
do), sus divergencias son aún más acusadas. Para Strauss, el filósofo ha
de admitir una especie de separación necesaria, o irreductible, entre la
política histórica y la política filosófica. Un auténtico filósofo no debe
buscar la eficacia política antes que todo, sino que debe hacer notar esa
diferencia. Y eventualmente asumirá incluso el ser repudiado por la Ciu-
dad, como Sócrates: nada de anormal o trágico hay que ver en su caso,
pues corresponde perfectamente a la distancia entre las exigencias de las
ideas filosóficas y la fáctica realidad de la historia. En cambio, para
Kojève, el pensamiento no puede separarse de la historia. La filosofía
tiene su ser en la historia. La separación entre la política real y la polí-
tica filosófica no es más que una consecuencia del carácter utópico de la
filosofía política mientras la historia no ha terminado todavía. Si la filo-
sofía es la búsqueda de la verdad, es una búsqueda de la síntesis entre el
discurso práctico y la teoría. Si la política filosófica directa fracasa en la
historia, en contrapartida, al final, la filosofía sale ganadora, puesto que
la historia persigue, sin saberlo, el mismo fin que busca la filosofía: la
realización del Estado universal y homogéneo.
Históricamente hablando, todo filósofo que quiera dar consejos di-
rectos al Príncipe está condenado al fracaso, porque no puede presupo-
ner que vive en un Estado político conforme a la razón filosófica. Tal
filósofo (por ejemplo Platón) podrá decirle al tirano (Dionisio): “He
aquí lo que es el bien”, pero no podrá indicarle cómo realizarlo a partir
del estado de cosas existente, en el que las decisiones del tirano han de
tener su eficacia. El filósofo platónico no ha sido demasiado sabio al ir
a prodigar sus consejos utópicos. Y no es que la filosofía platónica esté
equivocada, sino que lo que está fuera de lugar es el consejo irrealiza-
ble. Éste es el motivo por el que al Príncipe-tirano no le queda otra sa-
47
lida que la de rechazar los consejos que le llegan del filósofo, que no es
Sabio; ya que si los siguiese, él mismo, el tirano, se convertiría en filó-
sofo, o sea, en pensador y no en hombre de poder, y con ello correría a
precipitarse en el fracaso práctico.
Pero, cuando la historia se acaba, ya no hay, en principio, oposición
entre filosofía y efectividad. Es en el Estado universal y homogéneo
donde aparece el Sabio. El Sabio no busca ya la verdad, porque ya la ha
encontrado. Lo que sustituye al pensamiento filosófico propiamente di-
cho es la práctica del Sabio, que puede efectivamente aconsejar al Prín-
cipe, ya que el Príncipe del Estado en el que existe el Sabio está afecta-
do por preocupaciones que conciernen a lo racional mismo. Si el
Príncipe no se da cuenta de ello, él mismo está condenado al fracaso,
pues será, ciertamente, ineficaz.
Se desprende de sus discusiones con Leo Strauss que Kojève ha
reflexionado mucho sobre las relaciones del filósofo y del sabio con el
Príncipe. A la pregunta, formulada por Nina Kousnetzoff, de cómo un
filósofo puede convertirse en funcionario, Kojève habría respondido:
“efectivamente, mientras la Historia dura, un filósofo no puede en ab-
soluto actuar en la Historia, pero cuando la Historia ha terminado, el
filósofo puede perfectamente participar en la gestión de las tareas”66.
Esto es lo que en sustancia le dice a Leo Strauss.
La diferencia entre Strauss y Kojève se muestra, así, inevitable67, so-
bre todo por el pragmatismo kojeviano. El sabio kojeviano no se debe
contentar con sólo saber; debe ser además un ciudadano activo, es decir,
debe actuar en pro de la realización final del Estado perfecto. La sabi-
duría pragmática de Kojève ya no es filosofía68.
Tras esta presentación general, sigamos un poco más de cerca el con-
tenido de la discusión:
Habiendo escrito Leo Strauss su comentario al Hierón de Jenofonte,
este trabajo será objeto de una crítica por parte de Kojève69. Strauss
48
enuncia ya al comienzo su tesis: “La tiranía es un peligro que aparece
en el origen mismo de la vida política”70. En lo que respecta a las tira-
nías modernas, hay que reconocer que el análisis político, por una par-
te, fue incapaz de reconocer una de las más duras e implacables tiranías
cuando ésta se presentó, y, por otra parte, una vez asentada y prepoten-
te, la explicó de un modo bastante confuso. Uno de los motivos de tal
desorientación es, sin duda alguna, la ignorancia de lo específico de la
tiranía contemporánea en contraste con la clásica71. Sin embargo, a dife-
rencia de H. Arendt, que insiste en la absoluta novedad del totalitarismo
y en la falta de paralelo histórico72, Strauss cree que la tiranía actual es
una modalidad de la antigua, y que, en esencia, las preguntas de Jeno-
fonte siguen siendo pertinentes.
Recordemos la estructura del diálogo jenofonteo: Hierón, aprove-
chando la presencia del sabio Simónides, denuncia la idea que en gene-
ral los hombres se suelen hacer de la existencia del tirano. De la confe-
sión de Hierón se desprende que el tirano, maestro de todo y de todos,
libre hasta el capricho, es infeliz: no tiene auténticos amores, ni amista-
des, le invade constantemente el miedo al complot y al asesinato, se
siente solitario en medio de la ciudad y de los mercenarios a los que di-
rige… En un primer momento, Simónides intenta reconfortalo; pero
procede de tal modo que su demostración no surte efecto alguno. En se-
guida se evidencia que la única manera de no ser tan infeliz consiste en
ejercer un dominio más benévolo: licenciando a los mercenarios,
confiando la defensa de la ciudad a los ciudadanos, recompensando a
aquellos de entre éstos que la defiendan con palmario celo… O sea, que
le será mejor comportarse como un buen rey y no como un tirano. Mas
a esto replica Hierón que ni siquiera una conducta así puede abolir los
crímenes (y su recuerdo) que el tirano hubo de cometer para hacerse po-
49
deroso; que es imposible para un tirano no tomar medidas impopulares;
y que, a fin de cuentas, “la mayor miseria de la tiranía es que uno no
puede librarse de ella”73. El Simónides de Jenofonte no responde nada,
con lo cual se nos da a entender —nota Strauss— que este programa de
benevolencia es un ideal, por naturaleza, inaplicable, es decir, que Si-
mónides reenvía Hierón a su soledad y a su desgracia… y que la tiranía
es el peor de los regímenes, ya que no satisface a nadie, y que “más val-
dría renunciar a toda tiranía incluso antes de intentar implantarla”74.
Sobre este punto es sobre el que asesta Kojève su crítica. Jenofonte
ha demostrado que no puede haber tiranía “popular” y que, al final, la
única salida que le queda al tirano es la de renunciar. Ahora bien, Kojè-
ve subraya que “sería necesario saber si, en ciertos casos concretos, la
renuncia a la ‘tiranía’, no significa una renuncia al gobierno en general
y no implica así la ruina del Estado o el abandono de toda posibilidad
de progreso en un Estado o para la humanidad entera”75.
Strauss y Jenofonte parten de la hipótesis de que es imposible una ti-
ranía buena. En cambio Kojève anota: “personalmente, no acepto la po-
sición de Strauss, porque, a mi entender, la utopía de Simónides-Jeno-
fonte ha sido realizada por las ‘tiranías’ modernas (por Salazar, por
ejemplo)”76. Es decir, Kojève afirma la existencia de lo que para Strauss-
Jenofonte es utopía (o algo no realizable, como una tiranía buena). En
cierta medida, esta distinta apreciación se debe a la distinta comprensión
de la “utopía-optimalidad” (que, como se verá más adelante, es uno de
los elementos clave del presente trabajo). Dicho más precisamente,
Kojève distingue entre utopía e idea revolucionaria; mientras la prime-
ra es un ideal condenado a la esterilidad, la segunda es un ideal capaz de
traducirse históricamente.
Kojève hace notar también que “Simónides presenta su ‘ideal’ bajo
la forma de una ‘utopía’. Ya que el ideal presentado bajo la forma de una
‘utopía’ difiere de este mismo ideal presentado como una ‘idea activa’
(revolucionaria), precisamente porque, partiendo de la utopía, no se ve
50
cómo debe transformarse, en el presente, la realidad concreta con miras
a convertirla, en el futuro, conforme al ideal en cuestión”77. Yo creo que
esta interpretación de Kojève de la diferencia entre utopía e “idea acti-
va” es fundamental. De hecho, se basa en ella para rechazar la división
entre idealidad y realidad. Kojève ya no contempla la posibilidad de un
ideal que pueda ser un horizonte respecto al cual se mantenga tensa la
acción y la transformación de la realidad. Para Kojève, la alternativa es:
o utopía (necesariamente infecunda), o idea revolucionaria (idea capaz
de hacerse realidad). No cuadra esta partición con mi idea de la excen-
tricidad de la utopía como posibilidad de crítica y tensión social, según
lo pondré de manifiesto de la mano de Ricœur78.
Para Kojève, los consejos del filósofo al hombre de Estado, y al tira-
no en particular, están destinados a la más absoluta ineficacia si tienen
la forma de la utopía, pero no así si son ideas capaces de tener efectivi-
dad real; de hecho, la marcha hacia el estado universal y homogéneo es
una marcha propiciada por la acción conjunta de las ideas (no utópicas)
de los filósofos y la acción de los estadistas (eventualmente en forma ti-
ránica).
El tirano, según Kojève, deberá desestimar toda utopía. Ni utopía ni
consejos utópicos, en el sentido de no conectados con las posibilidades
reales de la situación. Ahora bien, para Kojève la idea del Estado ho-
mogéneo universal no es una utopía, sino un ideal realizable. Por tanto,
puede perfectamente ser el ideal del tirano, pues en dicho Estado goza-
ría de un auténtico reconocimiento. Hierón tiene razón: el tirano no es
feliz; no porque no tenga amor, sino porque no es reconocido por todos.
Y esto es así de todo hombre político, de todo gobernante digno de este
nombre. El deseo de reconocimiento es ilimitado. Dicho de otro modo,
el tirano no puede estar satisfecho con el reconocimiento de sus súbdi-
tos precisamente porque éstos son súbditos, de la misma manera que el
Amo hegeliano no está satisfecho con el reconocimiento de los escla-
vos. Se entiende, pues, que a partir de la idea hegeliana del reconoci-
miento como motor básico de la acción humana, Kojève explique que la
lógica del tirano tienda a liberar a los esclavos, a elevar el nivel cultu-
51
ral, a emancipar a las mujeres… ya que sólo entre los iguales tiene va-
lor el reconocimiento. Uno quiere ser reconocido más por alguien con
peso específico que por un esclavo, que no puede dejar de estar condi-
cionado por su esclavitud. Kojève juzga, así, que los consejos pertinen-
tes del filósofo —del sabio— al tirano han de ser consejos encaminados
hacia la consecución de dicho Estado. Sólo en el caso de que el tirano
no escuchase tales consejos, se le podría calificar de insensato.
Además, a los filósofos críticos de la tiranía les achaca Kojève dos
defectos que ignoran o pasan por alto: lo que podría llamarse la pacien-
cia de la acción, y que, aun profesándose críticos de la tiranía, recurren
a ella cuando quieren imponer o ver aceptada por todos su propia teoría.
El filósofo es también, virtualmente, un tirano: en primer lugar, los filó-
sofos han tendido a acusar de tiránico a todo gobierno insensible a los
consejos filosóficos, pero, por otro lado, si bien se piensa —señala Kojè-
ve— esta crítica estriba en una mala autocomprensión de la actitud de
los filósofos. En efecto, hay que darse cuenta de que el filósofo-conse-
jero tiene normalmente prisa por aplicar sus ideas. Lo que nos está di-
ciendo Kojève es que el filósofo ignora las limitaciones de la situación
y, por lo tanto, la necesaria paciencia de la acción. O dicho de otro
modo: ignora la importancia de las mediaciones. En segundo lugar —
nota Kojève— no debemos pasar por alto el hecho de que los filósofos,
cuando han querido intervenir políticamente, han preferido dirigirse a
los tiranos. Además, es difícil imaginar al filósofo convertido en hom-
bre de estado si no es bajo la forma de tirano: “Despreciando a la ‘gran
masa’, indiferente a sus alabanzas, no querrá [el filósofo] jugar pacien-
temente el papel de un gobernante ‘democrático’ atento a las opiniones
y a los deseos de los ‘locos’ y de los ‘militantes’. Por lo demás, ¿cómo
podría realizar rápidamente sus proyectos de reformas, necesariamente
radicales y opuestos a las ideas comúnmente admitidas, sin recurrir a los
procedimientos políticos que han sido siempre tachados de ‘tiranía’?”79.
Y, finalmente, he aquí otra de las conclusiones de Kojève, dirigida di-
rectamente contra Strauss: “Sería poco razonable por parte del filósofo
condenar ‘por razones de principio’ la Tiranía, ya que una ‘tiranía’ no
puede ser ‘condenada’ o ‘justificada’ más que en el cuadro de una situa-
52
ción política concreta. De forma general, sería poco razonable si el filó-
sofo, en función de su filosofía, quisiese criticar de cualquier manera las
medidas políticas concretas tomadas por el hombre de Estado, tirano o
no, sobre todo en el caso de que éstas hayan sido tomadas para que se
realice en el futuro el ideal que preconiza la filosofía”80.
Kojève, como se ve, no encuentra razones importantes para distin-
guir entre un régimen tiránico y otro no tiránico. Por lo cual, no cree que
la filosofía haya de criticar, unilateralmente y de entrada o a priori uno
de ellos. Dicho de otro modo: allí donde Strauss juzga basándose en una
razón moral y con referencia a una idealidad no relativa, Kojève se abs-
tiene del juicio porque parte de la idea de que “es la misma historia la
que se encarga de ‘juzgar’ (mediante el ‘acierto’ o el ‘éxito’) los actos
que los hombres de Estado o los tiranos ejecutan (conscientemente o no)
en función de las ideas de los filósofos, adaptadas a la práctica por los
intelectuales”81.
Vayamos, para terminar este apartado, a la contrarréplica de Strauss
(la cual, además de publicarse en la misma obra de Strauss, De la Ty-
rannie, ha sido incluida como un capítulo dentro de ¿Qué es filosofía
política?, con el título de “Consideraciones sobre el ‘Hierón’ de Jeno-
fonte”). Recogemos algunos de los momentos más significativos de este
escrito, para que se destaque con más nitidez aún el punto de vista de
Kojève.
Lo que ante todo quiere poner de relieve Strauss es la falta en Kojè-
ve de un juicio moral sobre las conductas tiránicas y sobre la tiranía en
general. “[Kojève] va tan lejos como para llegar a calificar simplemen-
te de ‘impopulares’ ciertas medidas que el propio tirano Hierón había
considerado criminales”82. La observación no puede ser más aguda:
Kojève es más inmoral que el mismo tirano. Allí donde la conciencia del
tirano ve una maldad y siente una culpa, Kojève ve simplemente una
cuestión operativa, de simple impopularidad.
Asimismo, Strauss no puede aceptar de ninguna manera —y tampo-
co lo aceptarían Platón o Aristóteles— que se proclame —como lo hace
53
Kojève— que los dictadores actuales son tiranos, sin tomar esto como
una objeción contra sus gobiernos y sin traer a cuento el tema de la le-
gitimidad83.
En el fondo, una primera desavenencia fundamental es la relativa a
la fuente del juicio histórico. Así, no es la idea del “final de la historia”
como tal lo que ataca Strauss, sino que más bien lo que intenta mostrar
es que este concepto no hace el trabajo que Kojève le asigna, esto es, no
permite al filósofo determinar razonablemente el valor de las acciones
específicamente históricas. Tanto Strauss como Kojève están de acuer-
do en que ha de haber algún criterio estable de juicio, a pesar de que es-
tán en desacuerdo respecto a cuál haya de ser ese criterio. Kojève dice
que el final del proceso histórico puede ser conocido porque el proceso
está esencialmente acabado. Este conocimiento es, en sí mismo, un pro-
ducto del proceso histórico y no algo transhistórico porque participe de
la eternidad. Kojève asumirá el dictum de Schiller: die Weltgeschichte
ist das Weltgericht (la historia del mundo es el juicio del mundo)84.
A la filosofía de la historia hegeliana, Strauss le opone una concep-
ción política articulada sobre una moral fundada ella misma a su vez en
el derecho natural.
La tesis de Strauss es que si el estado universal y homogéneo es la
meta de la historia, la historia es radicalmente trágica. Irónicamente des-
cribe Strauss: “Por años y años los hombres, inconscientemente, no han
hecho otra cosa que preparar su camino, con trabajos, luchas y agonías
infinitas, pero siempre alimentando una nueva esperanza, hacia el esta-
do universal y homogéneo; y, tan pronto como han visto realizada su
empresa, se han dado cuenta de que al lograrlo han destruido su huma-
nidad y han vuelto, como si se tratase de un círculo, a los comienzos
prehumanos de la historia”85.
En términos muy equivalentes a los que en otros momentos utilizará
Hannah Arendt, mantiene Strauss, contra la idea del estado homogéneo
universal, que “siempre habrá hombres que se rebelarán contra un esta-
do que lleva en su esencia la destrucción de la humanidad, o que no deja
54
abierta ninguna posibilidad a las acciones nobles y a los grandes he-
chos”86.
Strauss está plenamente convencido del peligro de inhumanidad del
estado homogéneo universal, por lo que no puede menos de celebrar su
negación. Incluso en el caso de que la humanidad se encaminase de nue-
vo hacia ese estado: “¿no sería la repetición de ese proceso —un nuevo
plazo de vida para la humanidad del hombre— preferible a la continua-
ción indefinida del final inhumano?”87.
Parafraseando las conocidas palabras de Marx al final del Manifiesto
comunista, Strauss exhorta: “¡Guerreros y trabajadores de todos los paí-
ses, uníos, ahora que aún hay tiempo para evitar el advenimiento del
‘reino de la libertad’! ¡Defended con todas vuestras fuerzas, si necesita
ser defendido, el ‘reino de la necesidad’!”88.
Strauss opina que es una mala hipótesis la que contempla la satisfac-
ción de todos los hombres, porque está convencido de la diversidad de
éstos y de lo que tal diversidad significa (mientras unos pueden satisfa-
cerse en la contemplación, otros no podrán hacerlo). De aquí su prefe-
rencia por el punto de vista de los clásicos, cuyo ideal era mucho menos
artificioso que el de Kojève: “Los clásicos pensaron que, debido a la de-
bilidad y dependencia de la naturaleza humana, la felicidad universal
era imposible. De ahí que no soñasen en la realización completa de la
historia, ni tratasen de establecer su sentido. Contemplaron mentalmen-
te una sociedad en la que la felicidad de que es capaz la naturaleza hu-
mana podría actualizarse en grado máximo, y a ese tipo de sociedad lo
llamaron ‘sistema óptimo de gobierno’”89.
Y así llega Strauss a determinar lo que considera que ha hecho bási-
camente Kojève respecto a la concepción clásica: “sustituir la virtud
moral por el reconocimiento universal, o la felicidad por la satisfacción
derivada del reconocimiento universal”90. Finalmente, quiero señalar
que Strauss nota —y a nosotros esto nos sirve para enlazar con la idea
55
de la neutralización de Belohradsky— que para que pudiese hacerse
realidad el estado homogéneo universal el proceso tecnológico tendría
que ser el sujeto de una neutralización efectuada sobre las diferencias
políticamente relevantes entre los hombres.
9. De Kojève a la postmodernidad
91. ROSEN, S., Hermeneutics as Politics, Oxford, Oxford University Press, 1987; trad. cat.
Hermenèutica com a política, Barcelona, Barcelonesa d’Edicions, 1992.
92. ROSEN, op. cit., p. 119.
56
sis de que el arte es más valioso que la verdad es el principio dominante
de nuestro tiempo. Nos hemos protegido contra el racionalismo no con
una moderación prudente en su uso sino con un abrazo indiferente de la
indiferencia, o con el rechazo del racionalismo en favor de la imagina-
ción”93. He de confesar, de pasada, que sintonizo con la apreciación de
Rosen, salvo en lo que se refiere a la imaginación. A mi modo de ver, hay
un sentido muy importante de la imaginación que también acompaña al
racionalismo ilustrado: la imaginación como proyección. Precisamente
por esto, no deben contraponerse sin más racionalismo e imaginación.
Rosen relaciona a Kojève (cuya reflexión sobre la naturaleza huma-
na le parece que es tan profunda como la de Nietzsche y más que la de
Heidegger) con el postmodernismo como decadencia. Decadencia polí-
tica: la hermenéutica sin límite puede ser síntoma del desliz de la de-
mocracia hacia la anarquía. Decadencia filosófica: la muerte de la filo-
sofía coincide con el final de la historia, y deriva de la muerte de Dios
y del hombre. Decadencia humana: “El estado universal homogéneo en-
tra en la era del último hombre de Nietzsche, exactamente tal como lo
hace la era postmoderna de la desconstrucción ilimitada. Ser post-hu-
mano es ser subhumano, no divino; ser más allá de la distinción sujeto-
objeto, y ser así más allá de la autoconsciencia, es ser inconsciente, no
un dios aristotélico de pensamiento que se piensa a sí mismo”94.
Hemos de enlazar, pues, con la idea del final de la historia de la
postmodernidad y con el sentido de la política que aquí se juega.
Tanto Strauss como Rosen relacionan el final de la historia con la
idea del último hombre de Nietzsche. Además Rosen ve en la afirmación
kojeviana del final de la historia la base del postmodernismo filosófico,
tesis con la que —como ya he dicho— coincido. El planteamiento de
Kojève ha sido retomado, más a nivel de “propaganda política”, por Fu-
kuyama, quien en 1989 puso en boga el debate sobre el final de la his-
toria. Como mi interés ha de centrarse a continuación en el “kojevismo
hegeliano” del pensamiento político postmoderno, sólo me voy a ocu-
par ahora de estos aspectos en dos breves apartados: uno sobre Nietz-
sche y otro sobre Fukuyama.
57
10. Nietzsche contra Hegel, o el “último hombre”
95. NIETZSCHE, F., Vom Nutzen und Nachtheil der Histoire für das Leben, en Werke, Berlin-
New York, 1972, vol. III (1).
96. NIETZSCHE, Así habló Zaratustra, (trad. Sánchez Pascual) Madrid, Alianza, 1981.
58
miento”97. Y, con mayor agudeza si cabe, profetiza: “‘Nosotros hemos
inventado la felicidad’ —dicen los últimos hombres y parpadean”98.
Paradójicamente, cuando Zaratustra describe al último hombre, los
que le escuchan replican: “‘¡Danos ese último hombre, Zaratustra, —
gritaban— haz de nosotros esos últimos hombres! ¡El superhombre te lo
regalamos!’”99. Para Nietzsche, el hombre contemporáneo no es todavía
el último hombre, pero el ideal de éste sí es el último hombre.
¿Habrá llegado ya el último hombre, pese a las advertencias de Za-
ratustra? ¿No es precisamente el último hombre el que describe Kojève
a partir de 1948? ¿No acaban teniendo razón Nietzsche y Hegel a la
vez?
59
peren nuevos e importantes acontecimientos; de lo que se trata es de
afirmar que el marco ideológico dentro del cual van a producirse no será
ya otro que el del liberalismo económico-político. “Así pues, para reba-
tir mi hipótesis no basta con sugerir que el futuro encierra aconteci-
mientos grandes y trascendentales. Habría que demostrar que esos acon-
tecimientos estarían movidos por una idea sistemática de justicia
política y social que intentara reemplazar al liberalismo”103.
También en la “Respuesta a mis críticos”, Fukuyama expone una al-
ternativa que, de hecho, constituye el meollo de la cuestión. Cualquiera
que acepte la premisa historicista —que la verdad es históricamente re-
lativa— se enfrenta a la cuestión del fin de la historia. En efecto, para
que el historicismo no degenere en relativismo sólo quedan dos salidas.
Una, la adoptada por Hegel, consiste en afirmar que la historia ha llega-
do al final y con ello se ha alcanzado el saber absoluto. La otra vía fue
la adoptada por Nietzsche, y posteriormente por Heidegger, aceptando
las consecuencias del historicismo radical y, por lo tanto, la negación de
toda ética convencional.
Sin embargo, a mi modo de ver, esta alternativa está mal planteada,
por dos razones: En primer lugar, porque no puede calificarse a Nietz-
sche de historicista, al menos si hemos de dar crédito a lo que el mismo
Nietzsche nos cuenta104. Y, en segundo lugar, porque no creo que las dos
citadas sean las únicas posibilidades suponibles. ¿Cabrían en ellas enfo-
ques, digamos, como los de Kant o Husserl?
En la obra posterior de Fukuyama The end of History and the last
man105 en la que de hecho no hay nada sustancialmente nuevo respecto
al primer artículo citado, se enuncia la tesis del liberalismo como el final
de la historia de un modo un tanto chocante: el liberalismo representará
el final de la historia porque “no es posible mejorar el ideal de la demo-
cracia liberal”106. Por mi parte, opino que merece una crítica severa este
mal uso del término “ideal”: Fukuyama no lo toma aquí en el sentido de
las ideas kantianas, y lo emplea inconvenientemente. Para Fukuyama,
60
la democracia liberal no es ya un “ideal”. Si lo fuese, no podría nuestro
criticado diagnosticar el fin de la historia. La democracia liberal es, para
él, efectivamente real y constituye, así, el final de la historia. En Fuku-
yama —como en Kojève— los principios de la democracia liberal no
son ni vividos ni pensados como ideales, sino afirmados como realida-
des. Creo que, en esto, debemos disentir esencialmente de él. Fijémonos
en que —contra lo que él mismo dirá cuando hable de un “tiempo tris-
te”— adoptados en el sentido de ideales reguladores, los principios del
liberalismo pueden tensar la vida humana, tanto la individual como la
colectiva; las pueden tensar, como mínimo, en la misma medida en que
lo podría hacer otro ideal; y más concretamente porque, tomados como
ideales, los principios de la democracia liberal sí dicen algo sobre el
contenido de una vida buena.
Fukuyama caracteriza el estado universal y homogéneo de Hegel-
Kojève como: “una democracia liberal en la esfera política, combinada
con un fácil acceso a los vídeos y cadenas estéreo en la esfera económi-
ca”107. Asimismo, interpretando a Kojève, dice que el liberalismo no sólo
ha derrotado definitivamente a sus rivales ideológicos contemporáneos
(el fascismo y el comunismo) sino que también ha resuelto la contra-
dicción entre el capital y el trabajo que había denunciado el marxismo.
Según Fukuyama, el problema de las clases se ha resuelto con éxito, de
manera que el “igualitarismo de la América moderna constituye el logro
esencial de la sociedad sin clases ideada por Marx”. Por supuesto, hay
que reconocer que existen todavía grandes desigualdades económicas y
sociales, pero —y esta es otra forma expresiva de la tesis de Fukuya-
ma— la raíz y la causa de estas desigualdades no se ha de buscar en el
liberalismo, sino en el “legado de la esclavitud y del racismo”, que ha
seguido existiendo mucho después de que se aboliera formalmente la
esclavitud108. Así pues, el liberalismo supone incluso la realización del
ideal marxista del igualitarismo.
En el artículo de 1989, Fukuyama se anticipó también a buena parte
de las críticas que habría de recibir, hablando de dos fenómenos que,
dada su nueva fuerza, parecen invalidar la tesis de que el liberalismo ya
61
no tiene ningún rival. Se trata del nacionalismo y de la religión. Fuku-
yama tiende a disminuir la importancia de estos fenómenos, interpre-
tando el nacionalismo, en sentido negativo básicamente, como mero
afán de independencia y viéndolo así compatible con los principios li-
berales; y, en el caso de la religión, considerando que, pese a la espec-
tacularidad de ciertos fundamentalismos, no es, en definitiva, sino un re-
siduo que acabará disolviéndose.
Ya al final de aquel artículo, se lee un párrafo bastante nostálgico al
par que inesperado, pues contrasta con el tono más bien optimista del
resto del escrito: “El fin de la historia será un tiempo muy triste. La lu-
cha por el reconocimiento, la disposición a arriesgar la propia vida en
nombre de un fin puramente abstracto, la lucha ideológica universal que
daba prioridad a la osadía, el atrevimiento, la imaginación y el idealis-
mo se verán sustituidos por el cálculo económico, la interminable reso-
lución de problemas técnicos, la preocupación por el medio ambiente y
la respuesta a las sofisticadas necesidades del consumidor. En la era
posthistórica no habrá ni arte ni filosofía; nos limitaremos a cuidar eter-
namente de los museos de la historia de la humanidad”109.
Volviendo sobre la parte menos alentadora del fin de la historia, al
responder a sus críticos, Fukuyama reconocerá que esta debilidad pro-
cede del hecho de que el liberalismo no plantea la cuestión del conteni-
do de una vida buena, sino que simplemente deja a cada ciudadano a su
aire, con la casi certeza de que lo más probable es que tal vacío lo llene
la mediocridad, excluidos los valores que requieren riesgo, esfuerzo y
62
excelencia110.
! ! !
midores satisfechos con cabezas vacías.” (RYAN, en op. cit., p. 14). Por otro lado, Timothy FU-
LLER, en “El fin de la teología histórica del socialismo y su renacimiento en la tesis de Fukuya-
ma” (Revista Latinoamericana de Filosofía, XIX (1993) 1), afirma sin concesiones: “No entende-
mos completa y explícitamente el punto propuesto por Fukuyama hasta que veamos que es una
filosofía de la historia que en realidad es un intento de teología doméstica para informar nuestras
deliberaciones políticas” (p. 141). Según Fuller, la incognoscibilidad del futuro, convicción del
sentido común, sigue siendo la objeción más obvia a cualquier especulación del tipo de la de Fu-
kuyama: “La tesis de Fukuyama promete la capacidad de vivir no meramente en la fe por las cosas
no vistas, sino de disfrutar de la seguridad de la revelación de lo no visto en lo completamente vi-
sible” (Fuller, art. cit., p. 146). Fuller reconoce que el problema es la autolimitación de la imagi-
nación creativa, lo que aquí llamo “imaginario socio-político”.
Mencionaré en fin la interpretación de la tesis de Fukuyama en términos de optimismo neoleib-
niziano: hemos alcanzado el mejor de los mundos posibles (Cfr. BAZ, L., “Sobre el problema me-
tafísico del fin de la historia”, Taula (UIB), n. 17-18 (1992)).
111. NEMO, Ph., “Le triomphe moral de l’Ouest”, en VV. AA., Après le communisme, Bruxe-
lles, Ed. Université de Bruxelles, 1993.
112. NEMO, op. cit., p. 54.
63
situación se justifique mediante una referencia al propio movimiento de
la Historia. Nemo afirma que aunque una comunidad pueda eventual-
mente oponerse a los grandes valores humanos, esto no podrá mante-
nerse indefinidamente, porque “los valores, que no se pueden ‘probar’
directamente, se ‘prueban’ ellos mismos, de forma indirecta, por me-
diación de la Historia”113. En su movimiento, que transciende las deci-
siones de los hombres, la Historia reafirma al fin los valores que son
propiamente tales. El liberalismo económico y su moral obtienen, así,
64
certificado de garantía.
65
II
1. “¿Hegelianismo postmoderno?”
llante caracterización. Sólo que creo que debe matizarse el sentido en que la modernidad conduce
a lo banal. Cabría decir que no se trata de un lazo necesario, y también que, si bien es cierto que
algunos aspectos de la modernidad sí podían llevar hacia lo banal, otros en cambio no.
116. BEYME, op. cit., p. 171.
117. Sobre el debate Habermas-Lyotard puede consultarse también el trabajo de RORTY: “Ha-
bermas y Lyotard sobre la postmodernidad”, en VV AA, Habermas y la postmodernidad, Madrid,
Cátedra, 1991.
66
tarrelatos. Comentaré brevemente este último aspecto para, después, de-
dicar alguna atención a un texto de Rorty que explicita perfectamente el
trasfondo del pragmatismo político postmoderno.
118. VATTIMO, “Postmodernità e fine della storia”, en MARI, G. (a cura di), Moderno post-
moderno. Soggetto, tempo, sapere nella società attuale, Milano, Feltrinelli, 1987.
119. VATTIMO, art. cit., en op. cit., p. 99.
120. KLOSSOWSKI, Un si funeste désir, Paris, Gallimard, 1963.
121. No me parece una buena sugerencia, porque la idea nietzscheana del eterno retorno es de-
masiado trágica para ser soportada por la debilidad postmoderna.
67
caso de los grandes metarrelatos un motivo de preocupación y de nos-
talgia, sino, muy al contrario, entiende que tal crisis ha de ser celebra-
da, pues en realidad semejantes metarrelatos legitimadores siempre han
sido fuente de violencias ideológicas.
Ahora bien, tal como lo reconoce Vattimo en un interesante escrito
que se titula, precisamente, “Postmodernidad y fin de la historia”118: “El
problema, en el fondo, es si también la historia del ‘final de la historia’
puede o no valer como un relato —o un ‘metarrelato’— legitimante, in-
dicando tareas, criterios de elección y de valoración, y por lo tanto to-
davía un cierto curso de acción dotado de sentido”119. Según Habermas,
la disolución de la historia —y de lo humano— sólo puede darse en vir-
tud de otro metarrelato, precisamente del metarrelato del final de la his-
toria. En cambio, para Lyotard, la disolución de los metarrelatos es com-
pleta. Para Vattimo, aun en el caso de que se quisiera mantener que el
fin de la historia es también un metarrelato, lo cierto es que la voluntad
postmoderna rechazaría toda función legitimadora del mismo. La posi-
ción de Rorty cuadraría perfectamente aquí. Según este autor no es que
no existan los metarrelatos, sino que no se necesitan: La praxis tiene sus
propias reglas. En la cotidianidad de una sociedad democrático-liberal
tenemos suficientes elementos para orientar nuestra acción.
Klossowski120 ha apuntado que la imagen más adecuada para dar
cuenta de este final sería quizá la metáfora del eterno retorno121, ya que
se trataría de una plena ausencia de origen y de final, y, por lo tanto, de
la idea de que todo es copia y no hay ningún original. Una consecuen-
cia política clara es que, al no haber un original deformado, no puede
haber crítica ideológica. Para Lyotard, sólo quedarían la descripción, la
68
narración, la mera indicación de los distintos juegos del lenguaje, en una
interpretación restringida de la segunda filosofía de Wittgenstein.
Lyotard ve en el final de la historia una de las consecuencias de la
muerte del logos. El final de la historia significa ahora que la humani-
dad se prepara para, saliendo del tiempo histórico, entrar de nuevo en el
tiempo del mito. Descombes resume así la tesis lyotardiana: “El mundo
es un relato fabuloso. ¿Y cómo se producirá la salida fuera del tiempo
histórico? Durante la historia, mientras había historia, el mundo no era
una fábula, sino una verdad presentada ante un único logos. ¿Cómo vol-
ver del logos al mythos? Demostrando que incluso el logos no era sino
un mythos”122. Todo son relatos (no metarrelatos), con la forma explíci-
ta o implícita del “érase una vez…”. El discurso sobre la historia uni-
versal y su fin no era sino un poderoso mito. Ahora, en cambio, hay que
reconocer que “el final de la historia no es el final del relato. Los múlti-
ples relatos de este final preparan un porvenir en el que reinarán, ‘de
nuevo’ y por milésima ‘primera vez’, diversas variantes de la fábula del
mundo”123.
Ligando con la idea del final, Baudrillard ha elucubrado incluso so-
bre la pérdida del acontecer. No hay acontecimientos; en verdad, nada
ocurre. Todo ha ocurrido ya. Al margen de la exageración o de la ficción
que estas afirmaciones suponen, creo que lo interesante es saber captar
el sentimiento de final que desde la postmodernidad se siente y se quie-
re transmitir; sentimiento que se mantiene alejado de lo trágico. Scher-
pe lo constata acertadamente: “Una consecuencia de la ‘condición post-
moderna’ es que la desdramatización del fin ha llegado a ser una imagen
dominante”124. Bien mirado —como ha notado Sádaba125— no existe una
fácil compatibilidad entre el post de la postmodernidad y la idea del
126. RORTY, “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”, en VATTIMO (comp.), La se-
cularización de la Filosofía. Hermenéutica y postmodernidad, Barcelona, Gedisa, 1994.
127. Según Rorty, la lectura de Rawls en clave kantiana no es correcta: “Muchas personas, y
yo entre ellas, tomaron en un principio Una teoría de la justicia como un intento de ese género. Le-
ímos la obra como una continuación del esfuerzo iluminista por basar nuestras intuiciones morales
en una concepción de la naturaleza humana; más concretamente, como un proyecto neokantiano de
basarlas en la noción de ‘racionalidad’. Sin embargo, los escritos de Rawls que sucedieron a Una
teoría de la justicia, nos han ayudado a comprender que habíamos puesto el énfasis en los ele-
mentos kantianos de él, en detrimento de los hegelianos y deweyanos” (RORTY, art. cit., en op.
cit., p. 40).
69
final (entre el “más allá” y el “esto es todo”).
Por el título, más sin duda que por el contenido, es bastante conoci-
do el trabajo de Richard Rorty: “La prioridad de la democracia sobre la
filosofía”126. A partir de cuanto he venido exponiendo, creo poder decir
que este escrito manifiesta la mayor parte de los rasgos de la condición
posthistórica, pero muy especialmente uno: la disolución de la filosofía,
lo que Rorty expresa al hablar de la prioridad de la democracia sobre
la filosofía.
Por otro lado, opino que este escrito es de los suyos el que más invi-
ta a una reflexión profunda y una crítica de la condición postmoderna en
cuanto a la política. Convendrá que nos fijemos en la palabra cuya apo-
logía hace Rorty: frivolidad; y que vayamos pensando en que esta ca-
racterística de los hombres en el actual régimen liberal, es una vía di-
recta hacia la banalización y hacia sutiles formas de totalitarismo.
Formalmente, el escrito de Rorty es una defensa de Rawls frente a las
críticas de los comunitaristas, demostrando que lo que éstos le critican
(la idea ilustrada de individuo racional y autónomo…) simplemente no
está en él, sino que Rawls comparte, en lo sustancial, la posición de los
comunitaristas. Rorty interpreta el planteamiento de Rawls como una
teoría de la tolerancia democrático-liberal desligada de presupuestos ra-
cionalistas y universalistas. A su entender, respecto a las intuiciones bá-
sicas sobre las que cabe edificar una teoría de la justicia, su defendido
es completamente historicista y antiuniversalista; “Rawls puede de todo
corazón coincidir con Hegel en contra de Kant”127.
Sin embargo, por otro lado, se trata de ver cómo en el mismo Rawls
se da una prioridad de la tolerancia democrático liberal sobre las inten-
ciones de la filosofía: “Podemos interpretar que Rawls dice que, así
como el pensamiento social del Iluminismo sugirió colocar entre parén-
70
tesis muchos temas teológicos fundamentales al elaborar las institucio-
nes políticas, del mismo modo nos hace falta ahora colocar entre parén-
tesis muchos temas fundamentales de la indagación filosófica. Para los
fines de una teoría social, podemos soslayar argumentaciones como las
que se refieren a una naturaleza humana ahistórica, a la naturaleza de la
personalidad, a la razón del comportamiento moral y al significado de la
vida humana. Para nosotros, estos temas resultan tan irrelevantes en re-
lación con la política como lo eran, para el pensamiento de Jefferson, los
problemas relacionados con la Santísima Trinidad y la transubstancia-
ción”128. Precisamente por esta marginación de la filosofía, a Rorty le in-
teresa subrayar que Rawls no pretende proporcionar bases filosóficas a
las instituciones democráticas, sino que simplemente procura sistemati-
zar los principios e intuiciones característicos de quienes viven en el
marco de esas instituciones.
Por supuesto, en toda esta “argumentación” está en juego la com-
prensión de la democracia. A primera vista, la visión postmoderna de la
democracia supone una huida de los fundamentos y de los intentos de
fundamentación, que son la preocupación de la modernidad. El antifun-
damentalismo supone revisar los componentes ahistóricos y racionalis-
tas del proyecto moderno de la democracia. La idea de Rorty de la prio-
ridad de la democracia sobre la filosofía se ha de ver, en parte, como la
prioridad de la democracia en tanto que doxa y praxis sobre el funda-
mentalismo filosófico.
Bien mirado, pues, el intento de Rorty es, como mínimo, paradójico:
por una parte, distanciarse del universalismo ilustrado (haciendo ver que
ni tan sólo Rawls lo comparte) yendo a posiciones más relativistas o de
las del tradicionalismo de los comunitaristas; y, por otra parte, frente a
los contenidos tradicionales reivindicados por los comunitaristas como
ejes de la cohesión social, acercarse más bien a cierto liberalismo (como
el que él interpreta en Rawls) y reivindicar la frivolidad y la prioridad
de la democracia sobre la filosofía.
La filosofía es un buscar con la convicción de que la “naturaleza hu-
mana”, o la “razón”, puede cumplir la función que en otros tiempos se
le asignaba a Dios. La filosofía es una reflexión sobre lo que el ser hu-
71
mano debería ser. Pero es precisamente esta discusión filosófica la que
debe evitarse: “la identificación de argumentos en pro de la pretensión
de que los seres humanos deben ser liberales y no fanáticos nos llevaría
de nuevo a una teoría de la naturaleza humana, esto es, a la filosofía”129.
En fin, la conclusión es que “Rawls pone la democracia política en el
primer lugar y la filosofía, en el mejor de los casos, en el segundo. Quie-
re conservar la enseñanza socrática respecto al libre intercambio de opi-
niones, sin la enseñanza platónica respecto a la posibilidad de un acuer-
do universal (…). El problema de saber si debemos ser tolerantes y
socráticos lo desvincula Rawls del de saber si esta estrategia nos con-
ducirá o no a la verdad (…). La verdad, entendida en sentido platónico
como la comprensión de lo que Rawls llama ‘un orden que nos antece-
de y nos ha sido dado’, es sencillamente irrelevante para la democracia
política. Y así, tampoco la filosofía, como explicación de las relaciones
existentes entre un orden dado y la naturaleza humana, llega a ser a su
vez relevante. Cuando entran en conflicto, la democracia tiene prece-
dencia sobre la filosofía”. A lo que parece, la democracia estaría reñida
con la verdad. No podría haber ni verdades ni certezas dentro de la so-
ciedad democrática. ¿Se entenderá quizá que toda verdad y toda certeza
se convierta necesariamente en una posición tiránica, cuando toda la tra-
dición de la filosofía política enseña que la tiranía proviene de la arbi-
trariedad?
Sobran los comentarios. ¿Hay manera más clara de manifestar la de-
saparición de la filosofía en la posthistoria? Por otro lado, cabría reivin-
dicar contra Rorty una comprensión más auténtica de la filosofía, que
130. En otro lugar, habla también Rorty del “ironista liberal” como prototipo. Se trata del indi-
viduo plenamente consciente de la relatividad y contingencia de su lenguaje de deliberación moral.
Para ejemplificar esta figura, escribe: “Michel Foucault es un ironista que no está dispuesto a ser
liberal, mientras que Jürgen Habermas es un liberal que no está dispuesto a ser un ironista”
(RORTY, Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991, p. 80).
131. RORTY, art. cit., en op. cit., p. 48.
132. En el pragmatismo de Rorty cree también Vattimo poder encontrar la idea del final de la
historia, idea que estaría estrechamente ligada al aparcamiento de la tradición filosófica occidental.
Aparcar los grandes problemas de la filosofía es aparcar el tema de la historia —tema planteado bá-
sicamente a raíz de la filosofía de la historia— y, por lo tanto, declarar el final de la misma (cfr.
VATTIMO, “Postmodernità e fine della storia”, cit.)
133. RORTY, art. cit. en op. cit., p. 50.
72
revelaría fácilmente el importantísimo papel que ésta desempeña en la
génesis, en la fundamentación y en la defensa de la democracia. Tras de
lo cual, ¿sería de recibo el que se marginase a la filosofía ante una frí-
vola idea de la democracia?
Dice Rorty que a uno puede gustarle filosofar y, si es así, buscar
una explicación de, por ejemplo, la naturaleza del yo personal; pero
añade que esto es políticamente irrelevante o, en todo caso, tan irrele-
vante como la satisfacción de cualquier otro gusto o deseo personal. Él
reconoce que tiene un gusto filosófico de esa clase y, por lo tanto, que
cuenta con su propia teoría del yo. Se trata, dice, de una imagen del yo
“como nexo carente de centro y contingente”, y asegura estar conven-
cido de que es la que mejor se adapta al modelo de ciudadano de un
estado democrático liberal130. Claro que Rorty ha de conceder —si-
guiendo su lógica— que otras personas “de gusto filosófico” tengan
una concepción del hombre más ligada a determinadas comprensiones
de la naturaleza o de la historia, y que, en todo caso, “ello no obsta
para que personas de esta clase puedan ser, por razones pragmáticas
antes que morales, leales ciudadanos de una sociedad democrática li-
beral.”131
Junto con la propuesta de este yo sin centro ni grosor, Rorty —como
ya he anticipado— reivindica también los efectos salutíferos de una
cierta frivolidad estetizante. Frivolidad con respecto, básicamente, a los
temas filosóficos tradicionales, es decir, a los temas de fondo que han
preocupado a los hombres en cuanto tales132. Y, por si fuera poco, Rorty
mantiene que su reivindicación de la frivolidad tiene una intención mo-
ral: “también esta frivolidad y superficialidad filosófica ayuda a cargar
con el desencanto del mundo. Ayuda a hacer más pragmáticos a los ha-
bitantes del mundo, más tolerantes, más liberales, más receptivos a las
134. Beyme ha hablado de una distancia irónica y de un placer por lo lúdico como uno de los
rasgos distintivos de la postmodernidad. Una distancia irónica y el placer por lo lúdico no sólo se
dan en el ambiente social, sino también en la teoría. “El lenguaje no era ya una mera cifra, sino
también un medio de conformación. Luhmann, Beck, Lyotard y Foucault no siempre son escrito-
res claros, pero sí indudablemente brillantes, ¡un placer comparados con la lectura de Durkheim o
Parsons! Sin esta brillantez lúdica, las redundancias en la obra de Luhmann o Foucault serían in-
soportables” (BEYME, op. cit., p. 174).
135. Cfr. PATOČKA, Ensayos heréticos sobre la filosofía de la historia, Barcelona, Península,
1988.
73
apelaciones de la razón instrumental.”133
A diferencia de los comunitaristas, Rorty no pretende superar el de-
sencanto del mundo contemporáneo, que es el mundo de la posthistoria;
lo que pretende es instalarse en él lo más cómodamente posible, pues,
de hecho, es el mejor de los mundos. Secretamente, funciona una vez
más el esquema hegeliano del final de la historia. Por lo visto, Rorty en-
tiende que el desencanto del mundo y la frivolidad del pensamiento son
condiciones de este estado final134.
A modo de contrapunto crítico, observemos que a la mentalidad li-
beral del “final de la historia” (no ya a toda mentalidad liberal) esta di-
misión de la filosofía le va muy bien: disuelta la filosofía, queda anula-
da la posibilidad de un nuevo Sócrates (aunque no ciertamente del
Sócrates presentado por Rorty) que cuestione no sólo la justicia presen-
te sino que mueva a pensar en una mejor justicia futura. Por el contra-
rio, conviene insistir una vez más en que, de la misma manera que los
filósofos siempre tendrán por delante una labor inacabada, también la
ciudad de los hombres requiere una constitución interminable. La apa-
rición conjunta de la política y de la filosofía tal como la presenta Jan
Patočka135, se ha de entender precisamente en este sentido.
74
lante’ despreocupadamente sólo son aparentes”136.
El pensamiento postmoderno, en tanto que desconstrucción, desesta-
biliza los significados al derruir el orden simbólico. Del “proyecto mo-
derno” ya casi ni se recuerdan los conceptos de cuyos contenidos se ha
ido proclamando sucesivamente la muerte: Dios, la metafísica, la histo-
ria, la ideología, la revolución y, finalmente, la muerte misma.
Lo que sí está claro es que filósofos postmodernos como Deleuze y
Lyotard pretenden acelerar el proceso de desintegración de las viejas
creencias. Según ellos, no hay que protestar contra el actual estado de
cosas. El capitalismo liquida cuanto la humanidad creía tener por más
noble y por más santo, y lo que hay que hacer es contribuir a hacer que
esta liquidación sea todavía “más líquida”137.
Como hemos visto, el pragmatismo de Rorty es toda una ofensiva
contra los contenidos filosóficos y, en particular, contra la razón. Pero
nos asiste el derecho a preguntar si el rechazo de la razón puede ser otra
cosa que dictatorial. En principio, la desconstrucción se opone al fun-
damentalismo, que sería el carácter propio de la filosofía moderna, pero,
por paradójico que parezca, también se puede incurrir en un “funda-
mentalismo de la desconstrucción”. Y creo que la desconstrucción post-
moderna cae de lleno en tal fundamentalismo por su pretensión de om-
niabarcabilidad, arrogándose el ser la clave de toda la filosofía. Como
sutilmente nota Tenzer: “Este fundamentalismo sin fundamento degene-
ra en tiranía de lo arbitrario: todo puede decirse y nada puede decirse,
todo vale y nada vale”138.
La prioridad de la democracia sobre la filosofía —de la que acaba-
mos de hablar a raíz de Rorty— expresa las reticencias de la postmo-
dernidad en lo que respecta a la posibilidad del criterio y de la verdad.
Para esta democracia postmoderna, el instrumento óptimo es la herme-
néutica sin medida. Con la ausencia de medida para evaluar las diferen-
tes interpretaciones, la hermenéutica como lectura justa de la ley (divina)
que produce un cosmos humano decae en una reproducción de copias
sin límites y, de esta manera, en la promoción del caos. La traducción
política de ello es una forma de tiranía: el gobierno (arbitrario) sin me-
dida.
75
Tiranía y relativismo moral van de la mano, en el sentido de que son
dos posibilidades de lo mismo. Y ambos deben ser igualmente motivo
de preocupación. Según han señalado expresivamente Fehér y Heller, el
relativismo moral conduce a situaciones alarmantes: “Si el total relati-
vismo moral, que es innegablemente una de las opciones de la postmo-
dernidad, domina en ella, incluso la evaluación de las deportaciones en
masa y el genocidio se convierte en una cuestión de gusto (Que esto es
mucho más que una posibilidad teórica queda probado por el ‘fascismo
postmoderno’ de Le Pen. Para Le Pen, el Holocausto, acerca del cual ar-
guye al estilo de los agnósticos, si en realidad ha ocurrido, es una cues-
tión menor cuya evaluación depende de nuestra interpretación más ge-
neral de los métodos de guerra)”139.
! ! !
140. VALADIER, P., “Il problema dell’uomo personale nella filosofia politica contemporanea”,
en VV. AA., Persona e personalismi, Napoli, Dehoniane, 1987.
141. VALADIER, op. cit., p. 419.
76
únicos individuos que posibilitan una sociedad libre y con alternativas.
Desde un punto de vista personalista, Paul Valadier sostenía que la
persona humana y su capacidad de actuar con sentido constituyen la
condición de posibilidad de una filosofía política, pero que es precisa-
mente la existencia de la persona como sujeto y su capacidad de acción
lo que está puesto en duda por la postmodernidad140. Ésta no siempre
conduce a la negación del sujeto, sino que muchas veces procede a su
exaltación hedonista, libertaria o anarquizante, lo cual, al fin y al cabo,
lleva a lo mismo.
Valadier se refiere a dos pensadores bien distintos pero que, bien mi-
rado, comparten esta anulación del sujeto autónomo capaz de acción ra-
zonable y racional bajo criterios de moralidad: Friedrich Hayek y Bau-
drillard. Muy a menudo se ha visto en Hayek al iniciador de una
renovación del pensamiento liberal, pero, en cambio, no se ha advertido
tanto la distancia que separa a su liberalismo del liberalismo clásico. Es,
en efecto, el de Hayek un liberalismo sin sujeto; influido notablemente
por el modelo cibernético, tal liberalismo no concibe más que calcula-
dores atentos a descifrar las reglas del juego social para sacar el mejor
provecho personal. Por lo que hace al individuo, ni siquiera se mencio-
na la capacidad de finalidades o juicios morales; del lado de la sociedad,
se piensa ésta como un orden espontáneo, autogenerado, del que no de-
ben pretenderse transformaciones (justicia social) artificiosas y autorita-
rias. Hayek cree ser así y se declara defensor de la libertad, puesto que
contrario al intervencionismo. Valadier anota, no obstante, que “esta li-
bertad es la de un jugador en el mercado de cambios, o la del progra-
mador en cibernética; no puede ser la libertad de una persona responsa-
ble”141. Y, en cuanto a Baudrillard, la objeción viene a ser la misma, en
la medida en que también éste concibe la sociedad de consumo como un
inmenso juego de intercambio de signos.
Las teorías de la desconstrucción, en general, se caracterizan por una
tentativa genealógica de explicar los acontecimientos y el hombre como
77
insertos en las estructuras condicionantes del lenguaje, del inconscien-
te, de la producción… Tales teorías juegan con la idea de un sujeto con-
dicionado en el que la libertad es, básicamente, una ilusión. Tratándose
de la política, esas teorías no se plantean el tema de la emancipación; la
desconstrucción se hace en nombre de una necesidad de elucidación de
nuestro estado social, pero no de una liberación. Son teorías concebidas
para minar los conceptos clásicos de la tradición de la filosofía política
(poder, libertad, derecho…).
Inclusive el tema de la legitimidad queda en tales teorías disuelto o
“semidisuelto”. Beyme ha subrayado que una de las contribuciones de
la postmodernidad a la teoría política es el haber puesto fin a las teorías
de la legitimación. Los teóricos postmodernos contemplan las teorías
clásicas de la legitimidad como teorías de la dominación que forman
parte de los metarrelatos míticos. Reconstruyendo el recorrido, Beyme
escribe: “Se abandonó la búsqueda de una teoría de la legitimidad. Sólo
se sigue tolerando, en Luhmann, bajo la forma atenuada de una legiti-
midad mediante el procedimiento. La historia de la idea de legitimidad
llegó a su fase posthistórica. El desarrollo de los tres paradigmas reco-
rrió estas fases: —la búsqueda del buen estado por la premodernidad, —
la búsqueda del estado legítimo por la modernidad, —la limitación a la
legitimación por el procedimiento en la postmodernidad”142.
El pensamiento político postmoderno queda, pues, delineado a partir
de algunas ideas directrices: final de la historia y acomodamiento en el
presente, “prioridad de la democracia sobre la filosofía”, pragmatismo
político, relativismo moral y disolución del problema de la legitimidad
(y del fundamento). Ni justicia política como criterio del estado, ni uto-
pías, ni ideales, ni progresos, ni tensiones, ni ideal de emancipación.
Conformismo y pragmatismo como condición política postmoderna.
¿Habrá que insistir aún en los evidentes paralelismos que se dan entre la
postmodernidad y el final de la historia y el estado universal y homogé-
neo de Kojève?
78
Ante Fukuyama, Nemo, Rorty… nuestra pregunta y nuestra sospe-
cha es aquí: ¿no hay otra forma de entender el liberalismo, tal que nun-
ca se considere una consecución sino un ideal, respecto al cual la reali-
dad siempre es deficiente y nunca es muestra de ninguna victoria?; ¿no
es este esquema de las “victorias” de raíz hegeliana?
Si, por ejemplo, se considera, con Rorty, que hay que dar una
“prioridad a la democracia sobre la filosofía”, y esto se toma como
una posición liberal; entonces hemos de defender, en efecto, otra
comprensión muy distinta del liberalismo; aquella en la que puede
hablarse incluso de una prioridad de la filosofía sobre la democracia,
o, en particular, de la justicia sobre la democracia. Si una interpre-
tación del liberalismo conduce a una sociedad economicista y de con-
sumidores y a un individualismo despolitizado y “satisfecho” en la
privacidad, habrá que recordar otra interpretación del liberalismo que
atiende sobre todo a las maneras de conformar el espacio político y
lo ve como una de las formas de ejercer la libertad humana como li-
bertad política, con todas las exigencias de igualdad y de delibera-
ción que ello requiere. La primera conquista de la libertad se cumple
desde el momento en que ha sido creada una esfera política. Aunque
también se ha podido ver en el liberalismo un factor de despolitiza-
ción (tomando unilateralmente la idea del individuo y de la “bondad
de la esfera privada”) lo cierto es que, incluso desde una perspectiva
histórica, se ha de entender que el liberalismo está en estrecha cone-
xión con la dimensión política y, más precisamente, con la reivindi-
cación del espacio político. Según lo señala también Tenzer: “El li-
beralismo o el preliberalismo (Spinoza, John Milton, John Locke,
Kant) fue un liberalismo de emancipación política. En aquel mo-
mento, defender al individuo y su libertad de pensamiento contra el
dogma religioso y la arbitrariedad regia, así como también crear un
lazo social más sólido, exigían la instalación de un vínculo político;
ya que antes, por así decirlo, el espacio político no existía. Por aña-
79
didura, la creación de semejante orden político era condición de la li-
bertad, tanto de conciencia como de empresa. En síntesis, de la polí-
tica dependía la garantía de los derechos individuales y asimismo la
posibilidad de estructurar a la sociedad a través del ‘comercio’, mo-
delo de la relación social”143.
Cuando el liberalismo abandona la pretensión de establecer un orden
político y un espacio de deliberación y de participación política, para
dejar paso a la inflación de la esfera privada, a la presencia exclusiva de
la economía, o de la regulación puramente jurídica, entonces abandona
lo esencial suyo y se transforma en otra cosa. Con otras palabras, el in-
dividualismo hedonista, por mucho que pueda verse como la culmina-
ción del liberalismo, es también su negación. Por eso, el futuro político
del liberalismo depende de su cuestionamiento.
El “liberalismo político” de Arendt se entiende perfectamente a par-
tir de este temor. Vivimos en una sociedad de consumidores; parece
como si todo lo que hacemos lo hacemos sólo para “ganarnos la vida”.
Ésta fue la gran preocupación de Hannah Arendt. A finales de los 50 es-
cribía: “La última etapa de la sociedad laboral exige de sus miembros
una función puramente automática, como si la vida individual se hubie-
se sumergido en el total proceso vital de la especie y la única decisión
activa que se exigiera al individuo fuese soltar, por decirlo así, abando-
nar su individualidad, el aún individualmente sentido dolor y molestia
de vivir, y conformarse con un deslumbrante y ‘tranquilizado’ tipo fun-
cional de conducta. Lo malo de las modernas teorías de behaviorismo
no es que sean erróneas, sino que podrían llegar a ser verdaderas, pues
en realidad son las mejores conceptualizaciones posibles de ciertas cla-
ras tendencias de la sociedad moderna. Resulta fácilmente concebible
que la Época Moderna —que comenzó con una explosión de actividad
humana tan prometedora y sin precedente— acabe en la pasividad más
mortal y estéril de todas las conocidas por la historia”144. Más reciente-
80
mente, Lipovetsky145 ha hablado de una “nueva época del individualis-
mo” que él llama la “era del vacío”, en comparación con la plenitud ideo-
lógica de la edad clásica del individualismo, que gravitaba en torno a la
tensión entre los derechos por una parte y la censura del campo social
por otra. Analiza este autor la transformación narcisística del individua-
lismo, es decir, la emergencia de una sociedad “que, en el fondo, por pri-
mera vez, gira como una rueda suelta, sin objeto, sin adhesión de fe…
donde lo absoluto se ha esfumado y anihilado”146. Los ideales se han
convertido en asunto personal, una forma éste de inversión narcisista,
como todo el resto. Los sistemas de sentido colectivo “funcionan en bal-
de; ciertamente pueden movilizar durante algún tiempo, pero sólo en la
81
superficie: lo importante está en otra parte, desplazado irresistiblemen-
te hacia el Ego y sus círculos íntimos…”147. En esta nueva época se com-
bina únicamente la escucha de la subjetividad narcisista con la movili-
dad y los negocios.
Por último, quisiera cuestionar —como ya he apuntado— la “libe-
ral”-postmoderna prioridad de la democracia sobre la filosofía. Un buen
estudioso de la teoría de la justicia, al que podría inscribirse en la tradi-
ción liberal, Philippe Van Parijs148, ha escrito un artículo titulado: “¿La
justicia y la democracia son incompatibles?”149. Ahí, como si de una ré-
plica a Rorty se tratara, mantiene Van Parijs que la democracia (definida
de forma minimal por la conjunción del sufragio universal y la regla de
la mayoría) estará siempre en tensión con la justicia. Y no sólo, por su-
puesto, con una concepción perfeccionista de la justicia (es decir, con
una concepción de la justicia derivada de la idea de vida buena) sino in-
clusive con una concepción liberal de la justicia y, en particular, liberal
solidaria (tal como la defiende el propio Van Parijs). No es éste el mo-
mento oportuno para analizar el dónde y el porqué de esta tensión (has-
ta el punto de llegar a la incompatibilidad); lo que interesa aquí es lo que
dice Van Parijs de que la justicia sea superior como ideal a la demo-
cracia: “la ingeniería democrática no debe guiarse por un ideal demo-
crático autónomo —la igualdad de poder de todos los ciudadanos, la re-
alización de la ‘voluntad general’, etc.— sino por un ideal de justicia, en
relación con el cual todo ideal democrático que pudiese formularse no
constituye, en el mejor de los casos, más que un simple instrumento. Y
no por ello la democracia, en el sentido que nos interesa, estará así me-
nos protegida”150. Son palabras de un liberal…
No se trata, pues, de proponer otra “ideología” totalmente distinta de
la “democracia liberal”, sino de ver que la libertad, junto con la demo-
151. ARON, R., L’opium des intellectuels, Paris, Calmann-Lévy, 1955; trad. cast. El opio de
los intelectuales, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1979.
152. SHILS, E., “The End of ideology?”, Encounter nov. 1955.
153. BELL, D., The End of ideology, Glencoe, Free Press, 1967 (4ª ed); El fin de la Ideología,
Madrid, Ministerio de Trabajo, 1992.
154. LIPSET, El hombre político, Buenos Aires, Ed. Universitarias, 1977.
155. Bibliografía para situar el debate: WAXMAN, Ch. (ed.), The End of ideology debate, New
York, Funk and Wagnatis, 1968; REJAI, M. (ed.), Decline of ideology?, Chicago, Aldine-Atherton,
1971; BIRNBAUM, P., La fin du politique, Paris, Seuil, 1975.
83
cracia, si se conciben como ideales (y se mantiene la separación entre
idealidad y facticidad) no son necesariamente incompatibles, sino que
incluso están mutuamente condicionados por otros ideales como el de la
justicia y el de la solidaridad y, por supuesto, su naturaleza ideal permi-
te dejar abierta la posibilidad de la acción humana propiamente dicha,
como introducción de la novedad en el mundo.
156. “Los problemas políticos fundamentales de la revolución industrial han sido resueltos: los
obreros lograron la ciudadanía industrial y política; los conservadores aceptaron la asistencia so-
cial por parte del Estado; y la izquierda democrática reconoció que el incremento del poder estatal
en todos los órdenes trae consigo más peligros para la libertad que soluciones de problemas eco-
nómicos” (LIPSET, El hombre político, Buenos Aires, Ed. Universitarias, 1977, p. 398).
84
III
Como es indudable que hay una estrecha conexión entre la tesis del
final de las ideologías (o de la crisis de las ideologías) y la tesis del final
de la historia, reconstruiré rápidamente la primera para preparar la pro-
puesta-interpretación de Ricœur sobre la ideología y la utopía; propues-
ta que creo poder asumir como complementaria de la propuesta que so-
bre la comprensión de la historia esbozaré inspirándome en Kant y en
Arendt y oponiéndome a las tesis de Hegel-Kojève-Fukuyama.
La teoría del “final de las ideologías” —expresión utilizada ya por A.
Camus en 1946— la desarrollaron por los años cincuenta y sesenta au-
tores como Raymond Aron151, Edward Shils152, Daniel Bell153 y Seymour
Lipset154, entre otros155. Todos ellos parten de constatar el progreso eco-
nómico posterior a la guerra, la integración paulatina de la clase obrera
(y, por tanto, la reducción de las diferencias económicas entre las cla-
ses), el consumo de masas, y el creciente protagonismo de la tecnología
157. HABER, R., “The end of ideology as ideology”, en LIDENFELD, F., Reader in political
sociology, New York, Funk and Wagnalis, 1968, p. 576.
158. ARON, R., Mémoires, Paris, Julliard, 1983; trad. cast. Memorias, Madrid, Alianza, 1985.
159. ARON, Trois essais sur l’âge industriel, Paris, Plon, 1966; trad. cast. Tres ensayos sobre
la era industrial, Barcelona, Edima, 1967.
160. ARON, D’une Sainte Famille à l’autre. Essais sur les marxismes imaginaires, Paris, Ga-
llimard, 1970.
161. ARON, Histoire et dialectique de la violence, Paris, Gallimard, 1972.
162. ARON, Memorias, cit., p. 558.
85
y la economía en la dirección social y en la determinación de objetivos.
El resultado de todos estos factores es una estabilidad social cada vez
mayor, en la que el potencial de conflicto se reduce notablemente156. A
su vez, una consecuencia de esta estabilidad socio-económica es el de-
clive de la confrontación ideológica. Los programas de los partidos re-
bajan sus exigencias de cambio social y tienden a converger hacia las
clases medias. El libro de Daniel Bell, El final de la Ideología (1960)
llevaba significativamente como subtítulo: “Sobre el agotamiento de las
ideas políticas en los años cincuenta”. Otro factor concomitante es el as-
censo de las ciencias sociales. La ciencia haría recular a la ideología: en
vez de poner sistemáticamente el mundo en cuestión, los sociólogos dan
de él una explicación científica. Con ayuda del saber técnico, las socie-
dades contemporáneas remplazan los debates ideológicos por un exa-
men científico y pragmático de los problemas a cargo del ingeniero so-
cial.
Más recientemente, la cuestión ha sido replanteada por Fukuyama,
quien no habla ya de final de las ideologías sino de final de la lucha ideo-
lógica por la hegemonía, ya definitiva, de una ideología; situación que
él interpreta como “final de la historia”. El pragmatismo y el neocon-
servadurismo contemporáneos se enmarcarían en esta tesitura. Como
algo paradójico se ha hecho notar —Lipset— que, en el fondo, la que ha
triunfado es una concepción socio-política materialista (relacionable,
pues, con el marxismo) pero sin dimensión ideal-utópica (es decir, sin
los ideales de la Ilustración). Ya mucho antes que Fukuyama, hubo au-
tores que dijeron que “el final de las ideologías” debería interpretarse
86
como la desaparición de ciertas ideologías ante la omnipresencia de una
ideología dominante, que, al convertirse en única, no se presentaría en
las formas habituales, sino que se encarnaría, por ejemplo, en los valo-
res sobre los que reposa el consenso. Sería esa una ideología implícita,
interiorizada hasta tal punto que los ciudadanos no la reconocerían pro-
piamente como ideología. Así, por ejemplo, para Robert Haber, la tesis
del final de las ideologías constituye “una formulación ideológica del
statu quo con el fin de justificar la integración de los intelectuales al
modo de vida americano”157. Esta misma idea fue defendida también por
Robert Dahl, al afirmar que en ningún sentido los americanos son, por
ejemplo, menos ideológicos que los italianos, sino que lo que ocurre es
que los primeros manifiestan un alto grado de consenso ideológico.
Gente como R. Aron y D. Bell matizaron, a veces muy significativa-
mente, su diagnóstico. Vale la pena decir algo al respecto.
R. Aron fue, sin duda, uno de los críticos más feroces de la ideología
marxista contemporánea. En particular, fue célebre, por polémico, su
libro: L’opium des intellectuels. Sin embargo, como el mismo Aron su-
braya en sus Memorias158, el tema de la crítica ideológica fue una cons-
tante de su pensamiento, tratado, además de en L’opium des intellec-
tuels, en Trois essais sur l’âge industriel159, en D’une Sainte Famille à
l’autre. Essais sur les marxismes imaginaires160, y en Histoire et dialec-
tique de la violence161. Curiosamente, Aron dice que su crítica ideológi-
ca es de inspiración marxista y kantiana a la vez: “Marxista porque
Marx buscaba siempre, más allá del lenguaje y de las apariencias, la ex-
periencia auténticamente vivida. ¿Cómo habría juzgado él un régimen
que invoca al proletariado y que no le permite ninguna de las libertades
que le concede la democracia burguesa, ni siquiera la de elegir a sus re-
presentantes sindicalistas? Kantiana porque condena la filosofía de la
historia cuya ambición supera los límites del conocimiento y de las le-
gítimas previsiones”162.
Aron reconoce que quizá hubiera contribuido más a la claridad ha-
87
blar no tanto del “fin de la era ideológica” como de la erosión del mar-
xismo en Occidente. También reconoce lo problemático de la tesis en
que parangona la ideología con la idea de religión secular. De todos mo-
dos, al hablar de ideología, Aron pensaba en un sistema de creencias que
pretendía ser global, que juzgaba el presente y pretendía profetizar el fu-
turo.
Al final del capítulo de sus Memorias dedicado al tema de las ideo-
logías concluye Aron de forma muy expresiva, tomando partido y si-
tuándose él mismo: “El marxista-leninista afirma, o mejor dicho, decre-
ta una verdad universal, negándose a distinguir entre lo que sabe y lo
que quiere; el liberal o el pensador crítico, consciente de las celadas que
le tienden sus pasiones, consciente del equívoco de la realidad misma,
cuestiona constantemente sus hipótesis y sus juicios. ¿Escepticismo? En
absoluto. El liberal busca pacientemente la verdad, jamás se apartará de
sus convicciones últimas, es decir, de sus máximas tanto morales como
intelectuales. Yo no me equivocaba al oponer mi actitud a la de los ver-
daderos creyentes, a la de los fieles a las religiones seculares. Sí me
equivocaba al llamar a la una ideológica y a la otra no ideológica. Más
vale recobrar, modificándolo, un título de Pascal: Del buen uso de las
ideologías”163. Aprovechemos esta “rectificación” de Aron para insistir
una vez más en nuestra tesis: la necesidad de ver el lado positivo de la
ideología, la necesidad de luchar contra el eclipse del imaginario políti-
co y de continuar la historia mediante la prosecución de los ideales164.
Para subrayar la citada matización de Aron, me remito a un trabajo suyo
que escribió diez años después de L’opium des intellectuels (1955)165, ti-
tulado “Ideologías muertas, ideas vivas”, y publicado en Trois Essais
88
sur l’âge industriel. Aron intenta ahí deshacer algunos equívocos que
enturbiaban su crítica de la ideología marxista. Dice, por ejemplo, que
“hubiera sido preferible no crear una escuela ficticia de ‘antiideólogos’,
mediante amalgama de Camus y de mí, entre los adversarios europeos
de los marxistas y los sociólogos o pragmatistas americanos”166. Indica
que, en su libro L’opium des intellectuels, su punto de mira era, básica-
mente, la ideología marxista-leninista, ideología que él interpretaba
como una religión secular. Recalca también que su crítica no debe ex-
plicarse como la crítica que la derecha hace de la izquierda: “yo discu-
tía con la izquierda, con la familia intelectual de la que yo era origina-
rio y a la que acusaba de traición”. Por mi parte, me interesa destacar
aquí lo que dice de que, en el fondo, luchaba contra una filosofía de la
historia y contra la política que derivada de ella: “Frente a una política
derivada de una filosofía de la historia, oponíamos una política ilustra-
da por el conocimiento empírico e inspirada por una voluntad moral”167.
A este propósito, pienso que mi propuesta no dista gran cosa de la de
Aron: donde éste habla de inspiración moral, me refiero yo a unos ide-
ales político-morales —en buena medida de origen ilustrado— tomados
precisamente como ideales y no como modelos a realizar.
Aron distingue claramente dos modos de entender la ideología. “Ate-
niéndome a lo esencial, me parece percibir una oscilación, en el uso co-
rriente, entre la acepción peyorativa, crítica o polémica —la ideología
es la idea falsa, la justificación de intereses y pasiones— y la acepción
neutra, la formulación más o menos rigurosa de una actitud respecto de
la realidad social o política, la interpretación más o menos sistemática
de lo que es y de lo que es deseable. En el límite, se bautiza de ideolo-
gía cualquier discurso filosófico. En este momento, la ideología se con-
vierte en un término laudatorio y no peyorativo. Se echa mano fiera-
mente de la ideología para combatir a los analistas, positivistas,
pragmatistas y conservadores, bien como expresión permanente del
pensamiento digno del nombre de filosofía bien como una inspiración
89
necesaria para la acción eficaz”168.
También en este ensayo, plantea Aron la pregunta de si hay que ce-
lebrar o deplorar el fin de la época ideológica. “¿Habremos de deplorar
el agotamiento de las pasiones ideológicas? ¿Son los anti-ideólogos pro-
fesores de escepticismo y conservadurismo?”169. En cualquier caso, lo
que cree poder mantener todavía es que las ideologías como sistemas
globales, sean del tipo que sean, están en declive. “A mi juicio sigue
siendo verdad que los sistemas globales, sean liberales a lo Hayek o
marxistas, están en declive, aunque es difícil trazar la línea de separa-
ción entre las ideologías —al margen de una formación de una actitud
histórica o de una jerarquía de valores— inseparables de toda política
y, en todo caso, de toda política democrática, y los sistemas globales de
interpretación, para los cuales yo reservo el término ideología”170. Esta
distinción le permite, sin embargo, aun confesando su satisfacción por
el declive de estas “religiones seculares”, reconocerse también más sen-
sible respecto al problema de la pasividad y el conformismo: “soy más
sensible hoy que hace diez años a los riesgos de la pasividad y la indi-
ferencia ocasionados incuestionablemente por el agotamiento de las sín-
tesis totales”171.
También Daniel Bell modifica algunos de los juicios que había emi-
tido en El fin de la ideología, y en obras posteriores, como Las contra-
dicciones culturales del capitalismo172, deplora el decaimiento de las
energías personales, que son necesarias para el progreso social. Así, por
ejemplo, se preocupa por cómo devolver al capitalismo la legitimidad
tradicional frente a un hedonismo que más bien supone su decadencia.
En este sentido reivindica la capacidad de sacrificio frente a la competi-
tividad en la prosecución del lujo. Ahora bien —podemos preguntar-
nos— ¿no es condición de todo sacrificio el reconocimiento de unos idea-
les “elevados”, por los que valga la pena sacrificarse?
En un escrito, muy ponderado e interesante, de 1961, titulado “Polí-
tica, filosofía, ideología”, incluido en la recopilación de Quinton173, P. H.
Partridge hacía referencia al “relajamiento” y al consenso político que
90
parece girar en torno al orden democrático-liberal, y planteaba la hipó-
tesis de que, probablemente, este consenso tiene que ver con la disolu-
ción de la filosofía política. “Si la teoría política clásica ha muerto, qui-
zá la mató el triunfo de la democracia”174. El consenso al que Partridge
se refiere no debe ser infravalorado. De hecho, aunque todavía pueden
detectarse debates y enfrentamientos sobre algunos temas, se está dan-
do una indiscutible convergencia en cuanto a los fines básicos de la po-
lítica.
Junto con este consenso, Partridge detectaba también la pretensión
“anti-ideológica” de muchos teóricos contemporáneos. La ideología
como planteamiento globalizador se ha considerado como fuente de vio-
lencias. Por otra parte, la ideología supone un lazo social fuerte y un ím-
petu en las orientaciones que la ideología apunta. Frente a esto, autores
como E. Shils han puesto de manifiesto lo que contrasta esta radicalidad
y esta fuerza con la más tenue y saludable cohesión social de las socie-
dades contemporáneas. De manera que el intento de crear una sociedad
civil que posea un elevado emocionalismo y una integración más inten-
sa alrededor de un centro común, es necesariamente destructivo de la li-
bertad y de los valores de la sociedad civil. Hay autores que, en este sen-
tido, han llegado incluso a propugnar la apatía política175 (cosa muy afín
a la “frivolidad” apologizada por Rorty).
Esta devaluación de la ideología, especialmente en el mundo anglo-
sajón, y la promoción de la racionalidad técnica como base del cambio
social, deja poco espacio —si es que deja alguno— para el pensamien-
to político, al no ser ya la hora de los ideales (ideas, ideologías, uto-
pías), ni la de la crítica de los mismos. La política que paulatinamente
se va haciendo omnipresente es una política de ajustes, como si en el
marco ya incuestionable de la democracia liberal y en su atmósfera re-
lativamente relajada, la única política por hacer fuese la de las negocia-
ciones sectoriales y los problemas particulares y coyunturales.
Ante este panorama, Partridge hacía una observación que estimo
muy certera: la de que hay que advertir, primero, que una crítica gene-
179. BOSIO, F., Tramondo dell’ideologia ed etica della libertà, Roma, Ianua, 1986, p. 95 y ss.
180. OLIET PALÁ, A., “Neoconservadurismo” en VALLESPÍN, F., (ed.) Historia de la teoría
política, vol. 5, Madrid, Alianza, 1993, p. 421.
91
ralizada a toda ideología podría ser simplemente arbitraria, y, segundo,
que este contexto en el que se está hablando también tiene un claro com-
ponente ideológico: “Se puede sostener que la política del ‘incrementis-
mo’, de regateo y ajuste, de búsqueda de objetivos limitados, puede ope-
rar sólo a causa del fuerte y amplio consenso ideológico que prevalece
en estas sociedades”176. Amplio consenso ideológico que es, precisa-
mente, el que posibilita que pueda tener lugar una “tranquila” y poco
eruptiva política de ajustes.
Contra las ideologías se ha mantenido —es ya un lugar común— su
potencial de violencia, y también, en tanto que utópicas, su esterilidad177.
Sin embargo, aun reconociendo la verdad de esta crítica, creo que se
debe objetar algo a su generalización: “¿no podríamos sostener que hay
ciertos tipos de cambio social que son (o fueron) cambios convenientes,
pero que no pudieron producirse como resultado del cálculo racional y
el ajuste detallado, sino sólo como las consecuencias a corto o a largo
plazo de surgimientos y agitaciones ideológicas y aun utópicas genera-
lizadas?”178.
La estabilización de una sociedad tiende a reducir las posibles metas
políticas. Lo puesto en discusión es cada vez menos importante y de me-
nos alcance. La razón de ello es que lo que podríamos llamar las bases
de dicha sociedad, sus contenidos realmente estructurales, pasan por ser
algo ya incuestionable (a modo de infraestructura). Es precisamente en
una situación de este tipo en la que una nueva ideología puede ejercer la
función de abrir el debate y las expectativas de cambio mucho más allá
del reducto del ajuste, ya que pone en cuestión precisamente temas es-
tructurales.
La caída de los discursos de emancipación, del sacrificarse por idea-
les, y el consumo de masas, la satisfacción en el Estado del bienestar —
que ya empieza a mostrarse inestable—, conduce, como queda ya dicho,
a una política pragmática, con el trasfondo —no muy reflexionado— de
un mundo totalmente burocratizado al estilo de la premonición orwelia-
na. En este sentido, la crisis de la ideología se revela como signo de la
181. Cfr. Paul RICŒUR, “L’Histoire comme Récit et comme Pratique”, Esprit (junio 1981) n. 6.
182. RICŒUR, P., La métafore vive, Paris, Seuil, 1975; trad. cast.: La metáfora viva, Madrid,
Cristiandad, 1980.
92
pobreza de la imaginación humana y como consecuencia de la objeti-
vación del hombre, y del advenimiento de un mundo totalmente admi-
nistrado179. Una sociedad aparentemente satisfecha, en la que no es que
no haya ninguna ideología, sino que se da “una convergencia entre rea-
lidad e ideología, o la realidad convertida en su propia ideología”180. Al
decir de Horkheimer, el pragmatismo es el reflejo de una sociedad que
no tiene tiempo para recordar ni para meditar. La racionalización técni-
ca y pragmática del mundo corre el tremendo riesgo de producir —se-
gún los términos de Weber—, un “desencantamiento”, ya que la ciencia
se desliga definitivamente de la imaginación profética. Entonces, el con-
cepto de utopía pierde su significación originaria y se adapta al “princi-
pio de realidad”, y la realidad se convierte en ideología. Y, aun cuando
podría pensarse que esto apunta a cotas de mayor realismo, de menos
violencia pasional y de más estabilidad, no hay que olvidar tampoco lo
que dijo Weber: que “no hay verdadera responsabilidad sin pasión”.
183. RICŒUR, P., Lectures on Ideology and Utopia, New York, Columbia University Press,
1986; trad. cast.: Ideología y utopía, Barcelona, Gedisa, 1989.
184. Textos de Ricœur dedicados a la temática específica de la ideología y la utopía:
—“L’imagination dans le discours et dans l’action”, en Savoir, Faire, Ésperer. Les limites de la
raison, Bruxelles, Publications des Facultés universitaires Saint-Louis, 1976, p. 207-228 [Texto re-
cogido en RICŒUR: Du texte à l’action. Essais d’herméneutique, II, Paris, Seuil, 1986. En ade-
lante TA].
—“Science et idéologie”, Revue philosophique de Louvain, LXXII (1974) 326-358 [Texto re-
cogido en TA].
—“Herméneutique et critique des idéologies”, en CASTELLI (ed.), Démythisation et Idéologie,
París, Aubier-Montaigne, 1973, p. 25-64 [Texto recogido en TA].
—“Ideology and Utopia”, Philosophical Exchange, New York, 1976, n. 2 [Con el título de “Idéo-
logie et utopie: deux expressions de l’imaginaire social” ha sido recogido en TA].
—“L’herméneutique de la sécularisation. Foi, Idéologie, Utopie”, Archivio di Filosofia, (1976)
49-68.
—Lectures on Ideology and Utopia, New York, Columbia University Press, 1986. Trad. cast.:
Ideología y utopía, Barcelona, Gedisa, 1989.
185. RICŒUR, P., Temps et récit, 3 vols, Paris, Seuil, 1983, 1984, 1985; trad. cast.: Tiempo y
narración, Madrid, Cristiandad, 1987, vols. 1 y 2; México, Siglo XXI, 1997, vol. 3.
186. Cfr. RICŒUR, Tiempo y narración, I, cit., p. 33.
93
Como ya se ha apuntado en la introducción, las siguientes páginas
dedicadas, de la mano de Ricœur, a la temática de la ideología y de la
utopía como productos del imaginario sociopolítico, entran en lo que
podríamos llamar el complemento propositivo de nuestra reflexión. Re-
cuérdese que su objetivo primordial era poner de relieve la influencia de
un cierto hegelianismo político en el pensamiento contemporáneo y
muy especialmente en el postmoderno; hegelianismo latente en las tesis
del final de la historia.
Esta constatación no la he llevado a cabo de un modo puramente neu-
tro, puesto que a menudo mis juicios valorativos han sido bastante ex-
plícitos. La prolongación consecuente de tales enjuiciaciones ha de ser
el esbozo de un planteamiento alternativo. El cual lo entiendo, por de
pronto, en dos sentidos: en el de recuperar la función del imaginario so-
ciopolítico como capaz de proporcionarnos una idealidad tensora de la
existencia sociopolítica, y en el de concebir una filosofía de la historia
que pivote, precisamente, sobre la acción (política) orientada por idea-
les o ideas reguladoras. El resto del presente trabajo no es sino la ex-
planación de estos dos sentidos, conforme a los cuales mi esbozo pro-
positivo lo expondré también en dos etapas.
94
ción de La métafore vive en 1975182. Aquel mismo año, dio Ricœur en la
Universidad de Chicago unas conferencias dedicadas todas ellas al tema
de la ideología y la utopía, las cuales fueron publicadas en inglés diez
años más tarde con el título: Lectures on Ideology and Utopia (1986)183.
Sobre el mismo tema hay que añadir diversos trabajos de la segunda mi-
tad de los setenta, recogidos posteriormente en Du texte à l’action. Es-
sais d’herméneutique, II (1986)184.
Entre sus estudios sobre la metáfora cabe citar —como el mismo
Ricœur lo indica— la trilogía de comienzos de los ochenta, Temps et ré-
cit (1983-1985)185. Dice también el propio Ricœur que La métafore vive
y Temps et récit son obras que concibió juntas. Metáfora y narración tie-
nen que ver directamente con el fenómeno central de la innovación se-
mántica. Y ésta, a su vez, se ha de relacionar con la imaginación crea-
dora y, todavía más específicamente, con el esquematismo kantiano. En
la metáfora, la innovación consiste en la producción de una nueva per-
tenencia semántica, y en la narración la innovación semántica consiste
en la invención de una trama, que es obra de síntesis (síntesis de lo he-
terogéneo) mediante la cual la diversidad de acontecimientos, fines,
causas y azares, se reúne en la unidad temporal de una acción total y
completa186. El mismo Ricœur resume así lo que constituye el núcleo de
su aportación: “En La metáfora viva he defendido la tesis de que la fun-
ción poética del lenguaje no se limita a la exaltación del lenguaje por sí
mismo, a expensas de la función referencial, tal como predomina en el
lenguaje descriptivo. He sostenido que la suspensión de la función refe-
rencial directa y descriptiva no es más que el reverso, o la condición ne-
gativa, de una función referencial más disimulada del discurso, a la que
de alguna forma libera la suspensión del valor descriptivo de los enun-
ciados. Así, el discurso poético transforma en lenguaje aspectos, cuali-
dades y valores de la realidad, que no tienen acceso al lenguaje directa-
mente descriptivo y que sólo pueden decirse gracias al juego complejo
entre la enunciación metafórica y la transgresión regulada de las sig-
95
nificaciones corrientes de nuestras palabras. Por consiguiente, me he
arriesgado a hablar no sólo de sentido metafórico, sino de referencia
metafórica, para expresar ese poder que tiene el enunciado metafórico
de re-describir una realidad inaccesible a la descripción directa. Incluso
he sugerido hacer del ‘ver-como’, en el que se compendia el poder de la
metáfora, el revelador de un ‘ser-como’, en el plano ontológico más ra-
dical”187. Por lo que respecta a la narración, Ricœur mantendría una te-
sis paralela, con la única diferencia de que mientras la redescripción me-
tafórica predomina en el campo de los valores sensoriales, estéticos y
axiológicos, la función mimética de las narraciones se manifiesta prefe-
rentemente en el campo de la acción y de sus valores temporales.
Examinando algunas de las ideas centrales del planteamiento, vemos
que nos conducen al tema del imaginario socio-político y en particular
a la ideología y a la utopía. Como el mismo Ricœur lo propone en un
capítulo de Du texte a l’action titulado “L’imagination dans le discours
et dans l’action”, un posible recorrido de la reflexión podría ser este: (1)
recordar las dificultades clásicas de la filosofía de la imaginación; (2)
valorar lo que supone la tesis de la relación entre imaginación e innova-
ción semántica; (3) ver cómo desde aquí puede pensarse el par teoría-
práctica que implica la acción individual y colectiva; (4) y, finalmente,
entrar ya de lleno en el tema del imaginario social “piedra de toque —
según Ricœur— de la función práctica de la imaginación”188. En este
momento se constatará que la ideología y la utopía reproducen las mis-
mas ambigüedades y aporías características del fenómeno general de la
imaginación.
[1] Todas las teorías de la imaginación se pueden distribuir en torno
a dos ejes: del lado del objeto, el eje que va de la presencia a la ausen-
cia; y del lado del sujeto, el que va de la consciencia fascinada a la cons-
ciencia crítica. El primer eje va, pues, de la imaginación reproductora a
la imaginación productora; el segundo, en cambio, está determinado por
dos extremos, según la imaginación sea o no capaz de tomar conciencia
crítica de la diferencia entre el imaginario y lo real. Casi todas las apo-
96
rías relativas a la imaginación se concentran en esta doble posibilidad,
que va del estado de confusión al acto de distinción crítico. La fenome-
nología husserliana es un buen ejemplo de lo segundo: la reducción
transcendental como neutralización de la existencia permite una serie de
variaciones imaginativas, que podrían inflexionarse perfectamente hacia
una crítica de lo real.
97
aplicación se cumple ya en el hecho de que la misma enunciación dis-
cursiva metafórica tiene una fuerza referencial. A primera vista, esta
idea puede parecer contraria a lo que acabo de decir sobre la neutraliza-
ción de la existencia que se da en la imaginación. Sin embargo, aquí el
análisis de Ricœur es sumamente sutil: “La función neutralizante de la
imaginación con miras a la ‘tesis del mundo’ es solamente la condición
negativa para que se libere una fuerza referencial de segundo grado”193.
En efecto, la que queda neutralizada es la referencia del discurso ordi-
nario, constituida sobre todo por los objetos que responden a nuestro in-
terés de control y de manipulación. Lo que Ricœur quiere decir es que
la suspensión de estas referencias no coincide con la ausencia de refe-
rencia, sino que precisamente dicha suspensión abre la posibilidad a
otros campos ontológicos de referencia.
La referencia de la ficción presenta un doble aspecto. Por una parte,
apunta a un más allá, a un ningún lugar, y, por otra, esta referencia se
inflexiona hacia la realidad actual para redescribirla. (Una vez más, se
anticipan aquí rasgos propios de la utopía). “La paradoja de la ficción es
que la anulación de la percepción condiciona un aumento de nuestra vi-
sión de las cosas”194; se trata de un efecto icónico mediante el cual, de
hecho, se reordena o se rehace la realidad, por naturaleza entrópica, ha-
cia una mayor cosmicidad.
Pues bien, Ricœur muestra que un primer paso de la teoría a la prác-
tica tiene lugar ya en la redescripción que determinadas ficciones hacen
de la acción humana. Es decir: “la primera manera en la que el hombre
intenta comprender y dominar la ‘diversidad’ del campo práctico con-
siste en elaborar una representación ficticia”195. La multitud de narracio-
nes de todo tipo que una sociedad lleva a cabo denota esta necesidad de
autocomprensión mediante la redescripción.
Sin embargo, como el mismo Ricœur nota, esto sólo supone un paso
todavía pequeño de la teoría a la práctica. Porque la redescripción (y el
aumento icónico) sigue siendo una descripción, es decir, lo que se re-
describe es una acción ya efectuada. Por ello, dando un paso más, se ha
de dar cuenta de cómo la imaginación desempeña también una función
98
proyectiva que dirige la acción: “No hay acción sin imaginación”; la
imaginación interviene en el contenido noemático del proyecto, ya que
el proyecto supone una anticipación de las posibilidades futuras; inter-
viene en la motivación, como espacio de claridad en el que se comparan
los motivos heterogéneos, provenientes de deseos, convicciones…; y,
finalmente, la imaginación interviene en el poder mismo de actuar, sien-
do a partir de ella como se constituye el “yo puedo”: “lo esencial, des-
de el punto de vista fenomenológico, es que no tomo posesión de la
certeza inmediata de mi poder más que a través de las variaciones ima-
ginativas que mediatizan esta certeza”196.
199. MARX, ENGELS, Die deutsche Ideologie, Berlin, Dietz, 1953, p. 22; trad. cast. La ideo-
logía alemana, Barcelona, Grijalbo, 1970, p. 26.
200. Si Marx veía en la religión la ideología por excelencia, en el sentido de que invertía las re-
laciones del cielo y la tierra en función de los intereses de la burguesía, los miembros de la Escue-
la de Frankfurt opinan que, en un período histórico, la ciencia y la tecnología también desempeñan
una función ideológica, en la medida en que, tras las pretensiones de cientificidad, desarrollan fun-
ciones de justificación del sistema económico-industrial-militar del capitalismo avanzado (Cfr.
HABERMAS, Ciencia y técnica como ideología, Madrid, Tecnos, 1984).
99
2.2. Dimensiones de la ideología y de la utopía
Atendiendo específicamente ya en concreto al imaginario social,
Ricœur califica la ideología y la utopía como prácticas imaginativas. Es
mediante el imaginario social como una colectividad se sitúa respecto al
pasado, toma iniciativas en el presente e intenciona un futuro. Una tal
función (el imaginario político-cultural) se desarrolla ya sea en la forma
de ideología ya sea en la de utopía.
En los análisis más habituales, lo primero que se destaca son los as-
pectos negativos de estos dos fenómenos: la ideología como mentira so-
cial o como ilusión protectora de nuestro estatuto social; la utopía como
evasión de la realidad, como una especie de ciencia ficción aplicada a lo
político. Sin embargo, el análisis de Ricœur sitúa esta negatividad sólo
en la superficie, en el primer plano; tanto en la ideología como en la uto-
pía se ha de penetrar más hondo para captar sus dimensiones genuina-
mente constitutivas. Y Ricœur distingue tres niveles de menos a más
profundidad:
ideología: utopía:
• deformación • evasión o terrorismo [lógica del
todo o nada, esquemas perfeccio-
nistas, desprecio a las mediaciones]
• justificación y legitimación • otro (o: sin) poder
del poder
201. La tradición marxista ha pasado por dos evoluciones y ha hecho dos distintos plantea-
mientos de la temática de la ideología: la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Habermas)
ha tendido a hacer la síntesis entre un proyecto de liberación y un enfoque científico, que denun-
cia, en particular, a la sociología positivista y puramente descriptiva como ideológica. “Parecería,
pues, que poco a poco todo se hace ideológico”. La otra corriente es la del marxismo francés, que
compagina el marxismo con el estructuralismo, poniendo en tela de juicio toda referencia a la sub-
jetividad; me refiero, básicamente a Louis Althusser, según el cual, la pretensión del sujeto —de
ser el dador de sentido a la realidad— es la ilusión básica.
202. “El concepto de ideología como deformación sólo puede entenderse dentro de un marco
que reconozca la estructura simbólica de la vida social. Si la vida social no tiene una estructura sim-
bólica, no hay manera de comprender cómo vivimos, cómo hacemos cosas y proyectamos esas ac-
tividades en ideas, no hay manera de comprender cómo la realidad pueda llegar a ser una idea ni
cómo la vida real pueda producir ilusiones; (…) pero, si no hubiera una función simbólica operan-
do ya en la clase más primitiva de acción, yo por mi parte no podría comprender cómo la realidad
produce sombras de este tipo” (RICŒUR, Ideología y utopía, cit., p. 51).
203. RICŒUR, Du texte à l’action, cit., p. 383.
100
• integración e identidad social • subversión social
Estos tres usos del concepto de ideología corresponden a los tres ni-
veles de profundidad:
1º.- La ideología como distorsión-disimulación, concepto cuyo pun-
to de partida se halla en los escritos del joven Marx: en sus manuscritos
económico-filosóficos y sobre todo en la Ideología alemana: “Y si en
toda la ideología los hombres y sus relaciones aparecen invertidos como
en una cámara oscura, este fenómeno responde a su proceso histórico de
vida, como la inversión de los objetos al proyectarse sobre la retina res-
ponde a su proceso de vida directamente físico”199. Marx intenta expli-
car lo que es la ideología mediante la metáfora de la inversión de la ima-
gen en la cámara oscura. Así, la primera función que se atribuye a la
ideología es la de invertir la realidad. Marx piensa en una utilización
precisa y en otra generalizada del concepto de ideología. La precisa pro-
viene de Feuerbach y consiste en ver la religión como distorsión-disi-
mulación de la realidad200. El uso generalizado se deriva de la contrapo-
sición, hecha por Marx, de la realidad, que para él es la realidad de la
praxis, y el reflejo de esta vida real en la imaginación: esto segundo es
la ideología, la cual se convierte así en el procedimiento de falsificación
de la praxis, suplantada por la representación que los hombres se hacen
de ella. La tarea revolucionaria se plantea, desde este momento, como
un intento de girar lo invertido, y de hacer que las ideas del cielo del
imaginario bajen a la tierra de la praxis. [En esta etapa del desarrollo del
pensamiento de Marx, la ideología no se contrapone aún a la ciencia, ya
que ésta no será reivindicada hasta la época de El Capital. Para el joven
Marx, la oposición es entre ideología y realidad, entre ideología y pra-
xis. En cambio, más adelante, Marx cambiará esta oposición por la de
ideología-ciencia. En efecto, el Marx de El Capital y también la obra de
Engels, suponen ya otro planteamiento: el marxismo se presenta allí
como un cuerpo de conocimiento científico, y la ideología (en la que
también se incluyen las utopías, pues estas tampoco son científicas) es
precisamente lo opuesto a la cientificidad201].
101
Ante este concepto de ideología (como contrapunto a la realidad de
la praxis), Ricœur trata de poner de relieve una función constitutiva de
la imaginación en la realidad misma de la praxis. El mundo de la praxis
está constituido imaginativa y simbólicamente. Sólo así se puede enten-
der que, posteriormente, se detecte luego un proceso de deformación.
¿Cómo, si no, iba a surgir una imagen deformadora de una realidad que
no fuese constituida ella misma simbólicamente?202
205. RICŒUR, Ideología y utopía, cit., p. 59. “Para mí —confiesa Ricœur—, el problema del
poder es la estructura más desconcertante de la existencia. Podemos examinar con mayor facilidad
la naturaleza del trabajo y del discurso, pero el poder continúa siendo una especie de punto ciego
en nuestra existencia. Comparto con Hannah Arendt la fascinación por este problema” (RICŒUR,
Ideología y utopía, cit., p. 325.
206. RICŒUR, Du texte à l’action, cit., p. 232.
102
la función de integración se prolonga en la función de legitimación, y
ésta en la de deformación. Puede ilustrarse, con el anterior ejemplo de
las conmemoraciones: como siempre es difícil mantener el ímpetu y el
fervor inicial, muy pronto la convención, la ritualización, la esquemati-
zación se mezclan con la creencia para dar lugar a una especie de do-
mesticación del recuerdo. Paulatinamente, la ideología va adquiriendo
funciones legitimadoras de las relaciones de autoridad del grupo y, en
definitiva, de la existencia del grupo mismo y de la manera como exis-
te, asignándose un lugar en la historia del mundo. La ideología se con-
vierte así en una visión global del mundo.
103
par ideología-utopía. “¿No se debe acaso a que existe una brecha de cre-
dibilidad en todos los sistemas de legitimación de la autoridad el que
exista también un lugar para la utopía?”205. Se entiende así que las uto-
pías consistan siempre en variaciones imaginativas acerca del poder; por
lo general, se ciernen basculando entre la anulación del poder y la ra-
cionalización del mismo. Si se trata de esto segundo, muchas veces lo
que resulta —teóricamente— es una tiranía ejercida por los sabios (la
idea de un poder moral o ético siempre ha sido muy tentadora).
3º.- Por último, y a mayor profundidad aún, si la ideología es inte-
gración social, la utopía la pone en cuestión. La utopía es un ejercicio
de la imaginación para pensar “otra manera de ser” distinta del ser de lo
social. Es un soñar en otro modo de existencia familiar, en otra forma de
propiedad y de consumo, en otra manera de organizar la vida política…
Vista así, la función liberadora de la utopía es innegable. Imaginar el
“ningún lugar” es mantener abierto el campo de lo posible. La utopía es
el intento de imaginar otra sociedad distinta de la presente. Su idea nu-
clear, como lo evidencia su misma etimología, es la de ningún sitio: “A
partir de esta extraña exterritorialidad espacial —de este no-lugar, en el
sentido propio de la palabra—, una nueva mirada puede visualizar nues-
tra realidad, en la cual en lo sucesivo ya nada puede tenerse como ad-
quirido. El campo de lo posible se abre a partir de ahora más allá del de
lo real”206.
Existen, pues, unas funciones constructivas y “sanas” de la ideología
y de la utopía estrechamente relacionadas. Aunque la ideología como in-
tegración social y la utopía como subversión pueden verse como con-
trapuestas, una mirada más honda nos patentiza que se trata de fenóme-
nos paralelos del imaginario social. También la ideología necesita un
distanciamiento de la realidad, de la facticidad de la praxis y de las ins-
tituciones: es desde la separación como ejerce una función integradora.
mirada hacia lo ausente, hacia una totalidad que el presente histórico puede perseguir sólo negán-
dose a sí mismo; la ideología es, en cambio, la mirada hacia una totalidad de la que el presente se
cree ya en posesión, que es en definitiva la extensión y el completamiento del presente” (MEL-
CHIORRE, V., L’immaginazione simbolica, Bologna, Il Mulino, 1972, p. 93).
210. RICŒUR, Du texte à l’action, cit., p. 391.
211. RICŒUR, Du texte à l’action, cit., p. 391.
104
Y esto mismo ocurre con la utopía, que es una exteriorización que apun-
ta a lo humano. La utopía es como el claro del bosque en cuya abertura
se muestra lo que el hombre es. “La ideología (…) introduce una sepa-
ración, una distancia, y consiguientemente algo potencialmente excén-
trico. Por otra parte, la forma más errática de la utopía, en la medida en
que se mueve ‘en una esfera dirigida hacia lo humano’, es una tentativa
desesperada por mostrar lo que fundamentalmente el hombre es, a la luz
de la utopía”207. Otro paralelo se da entre las funciones negativas de am-
bos fenómenos: la función negativa de la ideología se llama distorsión
y disimulo; la disfunción de la utopía es la esquizofrenia. “‘Ningún lu-
gar’ puede, o no, reorientar hacia el ‘aquí y ahora’”208. Aunque, una vez
más, la ambigüedad se nos presenta como la nota fundamental. “Para
decirlo de forma paradójica, ¿quién sabe si la enfermedad no es al mis-
mo tiempo la terapia?”
Resumiendo: la ideología opera en tres planos: como deformación,
como legitimación y como identificación. La utopía también opera en
tres planos. Primero, si la ideología es deformación, la utopía es fanta-
sía, lo completamente irrealizable; fantasía rayando en la locura; una
evasión ejemplificada, entre otras, por la evasión de la literatura. Se-
gundo, si la ideología es legitimación, la utopía es una alternativa al po-
der existente; puede ser una alternativa al poder o una forma alternativa
de poder. Tercero, así como la mejor función de la ideología es conser-
var la identidad de una persona o grupo, la mejor función de la utopía
es explorar lo posible; es la función del “ningún lugar”209.
En resumidas cuentas, lo que puede constatarse es la “complementa-
riedad” de las dos figuras del imaginario sociopolítico: “Todo ocurre
como si este imaginario descansase sobre la tensión entre una función
de integración y una función de subversión”210. El imaginario tiene, por
decirlo así, dos caras, una reproductora y otra productora. Y parece que
tampoco podemos llevar a cabo una crítica radical de las ideologías, si
no es mediante la proyección de la utopía. “Pero la recíproca —según
Ricœur— también es cierta. Todo ocurre como si para preservar a la
utopía de la locura en la que está en constante peligro de caer, hubiese
105
que recurrir a la función sana de la ideología, a su capacidad de dar a
una comunidad histórica el equivalente de lo que podríamos llamar una
identidad narrativa”211. El final, como el mismo Ricœur reconoce, es pa-
radójico. No parece sino que para poder soñar un más allá sea necesario
haber conquistado mediante una constante reinterpretación de nuestras
tradiciones algo así como una identidad narrativa, y, por otra parte, el
proceso de disimulo que pueden ejercer las ideologías parece requerir él
mismo un salto a “otro modo de ser” desde el que pueda establecerse la
distancia suficiente para hacer una crítica de las ideologías.
106
la que el individuo encontraría su realización y la realidad empírica del
Estado. “La función crítica de la razón práctica consiste en desenmas-
carar los disimulados mecanismos de distorsión mediante los cuales las
legítimas objetivaciones del vínculo comunitario se convierten en alie-
naciones intolerables”212. Ricœur llama objetivaciones legítimas al con-
junto de normas, reglas y mediaciones simbólicas en que se basa la iden-
tidad de una comunidad humana. Y por alienación hay que entender las
distorsiones que imposibilitan la conciliación de la autonomía de la vo-
luntad con las exigencias de aquellas mediaciones.
Pues bien, aquí es donde hay que hablar con propiedad de una críti-
216. RICŒUR, Ideología y utopía, cit., p. 52.
217. Cfr. GEERTZ, “Ideology as a Cultural System”, en APTER, D., (comp.), Ideology and
Discontent, The Free Press of Glencoe, 1964. Trabajo recogido posteriormente en: GEERTZ, C.,
The Interpretation of Cultures, New York, Basic Books, 1973; trad. cast., La interpretación de las
culturas, Barcelona, Gedisa, 1990. El punto de partida de Geertz es la paradoja de Mannheim res-
pecto a la posibilidad de un tratamiento no ideológico de la ideología. Geertz trata de encontrar un
enfoque teórico propio, capaz de eludir, dándola de lado, dicha paradoja; para ello, busca un con-
cepto no evaluativo de ideología, y por eso se opone al planteamiento de Shils, quien habría toma-
do las formas patológicas extremas del pensamiento ideológico (nazismo, bolchevismo) como sus
formas paradigmáticas. Tomar lo patológico como paradigmático es como tomar la Inquisición y
el salvajismo de las guerras de religión como el arquetipo de la creencia y de la conducta religiosa
(Shils es el autor de la voz “ideología” en la International Encyclopedia of the Social Sciences).
En la profundización del fenómeno ideológico es donde Geertz hace un planteamiento similar al
que después desarrollará Ricœur. Geertz considera que se ha atendido muy poco a “saber cómo los
símbolos simbolizan”: “No teniendo idea de cómo funcionan las metáforas, la analogía, la ironía, la
ambigüedad, los retruécanos, las paradojas, la hipérbole, el ritmo y todos los demás elementos de lo
que solemos llamar ‘estilo’ —y en la mayoría de los casos hasta sin siquiera reconocer que esos
recursos tienen importancia en la configuración de actitudes personales en forma pública—, a los so-
ciólogos les faltan los recursos simbólicos con los que pudieran construir una formulación más agu-
da” (GEERTZ, op. cit., p. 183). En la metáfora, en particular, podemos observar cómo una incon-
gruencia de sentido en un nivel produce una afluencia de significaciones en otro.
Lo que Geertz reivindica es, pues, la importancia y la riqueza de lo simbólico en el estudio de
la vida social. El símbolo conlleva una compleja relación de significaciones. El entrelazamiento de
éstas es “un proceso social, un proceso que se da no ‘en la cabeza’ de alguien, sino en ese mundo
público donde ‘las personas hablan unas con otras, nombran cosas, hacen afirmaciones y hasta cier-
to punto se comprenden unas a otras’ (Percy)”. Ésta es, en definitiva, la tesis central de Geertz:
“Cualesquiera que sean las otras diferencias que presenten los llamados símbolos o sistemas de
símbolos cognitivos y los llamados expresivos, tienen por lo menos algo en común: son fuentes ex-
trínsecas de información en virtud de las cuales puede estructurarse la vida humana, son mecanis-
mos extrapersonales para percibir, comprender, juzgar y manipular el mundo. Los esquemas cultu-
rales —religiosos, filosóficos, estéticos, científicos, ideológicos— son ‘programas’; suministran un
patrón o modelo para organizar procesos sociales y psicológicos, así como los sistemas genéticos
proveen un correspondiente modelo de organización de los procesos orgánicos” (GEERTZ, op. cit.,
p. 189).
107
ca de las ideologías, crítica llevada a cabo por la razón práctica y no con
la pretensión de ciencia, porque, de hecho, “no hay un lugar totalmente
exterior a las ideologías”. Lo único que podría sobresalir a modo de ideal
es la idea moral de autonomía, que funcionaría como utópico resorte im-
pulsor de toda crítica de las ideologías. La utopía como posibilidad de
crítica ideológica.
Presumiblemente, a tenor de todo lo que ya se ha dicho, Ricœur re-
chaza la posibilidad de una crítica científica de la ideología porque, de
hecho, no es posible ponerse en un punto de vista no ideológico, en un
punto de vista desvinculado de la condición ideológica del conocimien-
to ligada a la praxis.
Hay que darse cuenta de que es vana la pretensión de situarse en o de
pensar una realidad auténtica que anteceda todo el proceso ideológico
de representación y eventualmente de deformación. No existe algo así
como lo real, la actividad real, el proceso de vida real, a partir de lo cual
se formarían los reflejos y las representaciones ideológicas. El problema
de no comenzar por analizar el fenómeno ideológico a partir de la sim-
bolización constitutiva de todo grupo social, conduce al planteamiento
reduccionista, y finalmente erróneo, de considerar la ideología como de-
formación, con el presupuesto de una primera realidad no deformada y
transparente. En este sentido, Ricœur ha de alejarse de Marx. En cam-
bio, “lo que me parece mucho más fecundo en Marx es la idea de que la
transparencia no está detrás nuestro, en el origen, sino, delante de noso-
tros, al término de un proceso histórico quizá interminable”213.
La tesis de Ricœur, influido sin duda por la hermenéutica, es la de
que es imposible una crítica radical y absoluta, que requeriría una
reflexión total. En esto, enlaza Ricœur con los análisis de Mannheim en
su ya clásica obra Ideologie und Utopie214, obra que tiene el mérito, en-
tre otros, de haber puesto de relieve la paradoja que implica el carácter
recurrente de la acusación de ideología215.
Ante esta paradoja Ricœur intenta, por una parte, mostrar el camino
de solución que supone el darse cuenta de la constitución simbólica de
la realidad y, en concreto, de la acción; y, por otra parte, elaborar una
218. Cfr. RICŒUR, Du texte à l’action, cit., p. 328 y ss.
219. RICŒUR, Du texte à l’action, cit., p. 328.
220. RICŒUR, Du texte à l’action, cit., p. 329.
108
síntesis muy especial de la hermenéutica (Gadamer) y del pensamiento
crítico (Habermas).
Ante todo, para evitar la paradoja, hay que cuestionar el hecho de que
el contraste básico sea el de ideología-ciencia. “Me pregunto, pues, si no
debemos hacer a un lado el concepto de ideología opuesto a la ciencia y
volver a lo que puede ser el concepto más primitivo de ideología, el con-
cepto que la opone a la praxis. (…) En el contraste de ideología y pra-
xis lo más importante no es la oposición; lo más importante no es la de-
formación o el disimulo de la praxis por obra de la ideología. Antes
bien, lo más importante es una conexión interna entre los dos térmi-
nos”216. La praxis humana está constituida simbólicamente. Los conflic-
tos, los proyectos, las tensiones del trabajo, de la política, de la econo-
mía, son vividos y situados por los hombres en la medida en que ya
están constituidos por sistemas simbólicos que permiten la interpreta-
ción de esos conflictos. Con ello se recalca que la deformación es siem-
pre una posibilidad segunda respecto a la primitiva constitución simbó-
lica de la realidad: sólo porque la estructura de la vida social humana es
ya simbólica puede deformarse; si no fuera simbólica desde el comien-
zo, no podría ser deformada. Ricœur se felicita de que su tesis sobre esta
constitución simbólica coincida con el planteamiento de Geertz217.
En cuanto al intento de síntesis entre crítica y hermenéutica —que
221. Para hacerse cargo del debate Habermas-Gadamer, cfr. Hermeneutik und Ideologiekritik
(Frankfurt, Suhrkamp, 1971). Y también el estudio de RICŒUR ad hoc: “Herméneutique et criti-
que des idéologies” (en Du texte à l’action). La hermenéutica gadameriana intenta mostrar las con-
diciones históricas a las que toda comprensión humana está sometida bajo el régimen de la finitud.
La crítica de las ideologías de Habermas es una tarea dirigida contra las distorsiones de la comu-
nicación humana. Allí donde Gadamer funda la tarea hermenéutica sobre una ontología del “diálo-
go que nosotros somos”, Habermas invoca el ideal regulador de una comunicación sin límites y sin
trabas, que, lejos de precedernos, nos dirige a partir del futuro. El carácter kantiano es explícito. La
idea reguladora es más deber ser que ser; es más anticipación que reminiscencia. “Un escatologis-
mo de la no violencia constituye así el horizonte filosófico último de la crítica de las ideologías.
Para Habermas, el defecto principal de la hermenéutica de Gadamer consiste en haber ontologiza-
do la hermenéutica. Como si el consenso que nos precede fuera algo constitutivo, algo dado en el
ser. Gadamer habla de la comprensión como Sein, y no como Bewusstsein” (Cfr. FERRY, Haber-
mas et l’etique de la comunication, Paris, PUF, 1987). Hay que concluir, sin embargo, que son erró-
neos todos los intentos de contraponer radicalmente los dos planteamientos: el emancipativo de Ha-
bermas y el rememoratico de Gadamer. Es falsa la alternativa: reminiscencia o esperanza. En vez
de una disyuntiva, hemos de poner una coordinación: reminiscencia y esperanza. La escatología no
es nada sin la narración de los actos de liberación del pasado.
109
aquí no es el momento de desarrollar— me limitaré a reproducir las con-
secuencias que saca Ricœur para el tema que nos ocupa218:
1ª.-Todo saber sobre nuestra posición en la sociedad, en una tradi-
ción, en una historia… está precedido por una relación de pertenencia
sobre la que nosotros nunca podemos reflexionar totalmente. Antes de
cualquier distanciamiento crítico pertenecemos ya a una historia, a una
tradición, a una cultura, a una nación… Asumiendo esta pertenencia,
asumimos la primera función de la ideología, en su función de integra-
ción, y también las otras dos funciones: de justificación-legitimación y
de distorsión. En cualquier caso, “ahora sabemos que la condición on-
tológica de precomprensión excluye la reflexión total, que es la que nos
pondría en la ventajosa condición del saber no ideológico”219.
2ª.- Sin embargo, cabe un momento crítico. En efecto, es posible una
diferenciación entre precomprensión y prejuicio. La clave es aquí la dis-
tanciación con respecto a uno mismo. Así resume Ricœur su lúcida te-
sis sobre este punto: “La crítica de las ideologías puede y debe ser asu-
mida en un trabajo de distanciamiento de la precomprensión de sí
mismo, trabajo que implica orgánicamente una crítica de las ilusiones
del sujeto. Tal es, pues, mi segunda proposición: la distanciación, dia-
lécticamente opuesta a la pertenencia, es la condición de posibilidad de
una crítica de las ideologías, no fuera de la hermenéutica o contra la her-
menéutica, sino en la hermenéutica”220.
3ª.- Aunque la crítica de las ideologías puede liberarse parcialmente
de su inicial condición de enraizamiento en la precomprensión y, por lo
tanto, organizarse como saber, hay que tener bien claro que tal saber ja-
más podrá ser total; será siempre parcial, fragmentario. Desde luego,
también la teoría crítica de Habermas estriba en un interés: en el interés
por la emancipación, es decir, por la comunicación sin límite y sin obs-
táculos. Y hay que caer en la cuenta de que tal interés funciona como
una ideología o una utopía. La de Habermas es la tradición de la Aufklä-
rung, mientras que la de Gadamer es la del romanticismo. Así pues, tam-
bién la crítica es una tradición.
4ª.- De todo ello se desprende que la crítica de las ideologías es una
110
tarea siempre por reiniciar y, por definición, inacabable221.
! ! !
111
estéril: ya que un grupo social sin ideología y sin utopía estaría sin pro-
yecto, sin distancia con respecto a sí mismo, sin representación de sí. Se
trataría de una sociedad sin proyecto global, entregada a una historia
fragmentada en acontecimientos todos iguales y, por lo tanto, insignifi-
cantes”222. Eso sería la falta de ideología, pero algo parecido podría ocu-
rrir con una ideología que invitase al reposo, al estancamiento, a la fal-
ta de crítica y de dinamismo. ¿Y no es éste el caso de la ideología
contemporánea, ideología del pragmatismo y del fin de la historia?
Precisamente ante esta ideología no cabe sino reproponer una vez
más la función crítica de la utopía, que en primera instancia no preten-
de sino posibilitar, desde el “ningún lugar”, una reflexión y una mirada
sobre nosotros mismos. Esta mirada puede transformarse, por supuesto,
en cuestionamiento. La extraterritorialidad de la utopía, su situarse más
allá, posibilita un cuestionamiento radical de lo que es. La utopía, si-
guiendo la terminología husserliana, introduciría variaciones imaginati-
vas en cuestiones tales como la sociedad, el poder, el gobierno…
Lo interesante de la utopía es su capacidad, no de realizarse, sino de
socavar la realidad, de inquietarla. Al mismo tiempo, la utopía es capaz
de promover una nueva realidad. Mientras en general la ideología es
más bien la parte del imaginario sociopolítico destinada a justificar la
realidad, la utopía es la que la redescribe. Y para referirnos otra vez a
nuestra situación: ¿no es cierto que del imaginario social, de su doble
función, hemos clausurado precisamente una, la de la utopía, o, si se
prefiere otra terminología, la del salto a otra parte, a una “idealidad”
desde la cual cuestionar la realidad? Si es así, el problema del final de
la historia y de la hegemonía de una ideología ha de traducirse como el
problema de la erosión de una de las funciones del imaginario sociopo-
lítico.
Hay que reconocer la función constituyente de la imaginación utópi-
ca para, luego, poder evaluar lo que significaría su total erosión. Si ca-
lamos hondo y no nos movemos simplemente en la superficie, podemos
constatar la función constitutiva tanto de la ideología como de la utopía;
225. HEGEL, Die Vernunft in der Geschichte, Hamburg, Meiner, 1955, p. 87.
226. HEGEL, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, (trad. José Gaos), Madrid,
Alianza, 1982, p. 44.
113
más todavía, una función constitutiva complementaria: “Los símbolos
principales de nuestra identidad derivan no sólo de nuestro presente y de
nuestro pasado sino también de lo que esperamos del futuro. Parte de
nuestra identidad es el hecho de que estamos abiertos a sorpresas, a nue-
vos encuentros. Lo que llamo la identidad de una comunidad o de un in-
dividuo es también una identidad vuelta hacia el futuro. La identidad es
algo que está en suspenso, de manera que el elemento utópico es, en úl-
tima instancia, un componente de la identidad”223.
Me interesa destacar cómo acaba Ricœur uno de sus estudios sobre
ideología y utopía. Precisamente en una confrontación con Hegel224. Ha
explicado Ricœur el fenómeno ideológico y el fenómeno utópico como
productos del imaginario sociopolítico; ha mostrado también la plurali-
dad de planos de dichos fenómenos; y finalmente, siguiendo a Mann-
heim, ha desestimado la posibilidad de un lugar puro y “no ideológico”.
Lo que no significa que no sea posible una crítica de la ideología, sino
que ha de ser una crítica desde un terreno asimismo ideológico, pero
más flexible, más reflexivo, más comunicativo. Aquí se juega el dina-
mismo histórico, la abertura hacia el futuro, y, por otro lado, la imposi-
bilidad de sentenciar el presente como el mundo perfecto, o la imposi-
bilidad de situarse en el Geist absoluto hegeliano, desde el cual se
juzgaría lo presente desde una especie de divina neutralidad.
114
IV
115
Bondad divina la presencia del mal, la astucia de la razón nos muestra
que lo que nos parece, desde un punto de vista finito, algo incompleto,
defectuoso o malo (la guerra, los conflictos…) es en realidad, y desde el
punto de vista general, el momento indispensable para la realización
perfecta de la razón, de modo que, si se suprimiera esto del mundo, en-
tonces el mundo sería menos perfecto, menos racional. La Teodicea exi-
ge “pensar”, descubrir la racionalidad: “Dios no quiere espíritus estre-
chos, ni cabezas vacías en sus hijos, sino que exige que se le conozca
(…) Nuestra consideración es, por tanto, una Teodicea, una justificación
de Dios, como la que Leibniz intentó metafísicamente, a su modo, en ca-
tegorías aún abstractas e indeterminadas…”227.
Pero toda Teodicea lleva a depreciar la acción. Es lo que subraya L.
Ferry: “La teoría de la astucia de la razón implica pues, por esencia, la
negación radical de la idea misma de praxis; la reducción del punto de
vista ético (desde el punto de vista de la acción libre o del deber ser
fichteano) a una pura ilusión ligada a la finitud del sujeto”228. El deber
ser se diluye ante la comprensión de la racionalidad de lo real. O, en
otras palabras, la idea de la libertad como decisión y como posibilidad
de introducir “la novedad en el mundo” (Arendt) es una ilusión que pro-
viene de pensar el sujeto todavía como autor de sus acciones y de no
contemplar la perspectiva del todo con su propia racionalidad. Así pues,
una de las implicaciones de la filosofía hegeliana de la historia es la in-
fravaloración, o inclusive la negación, de la acción política, de la praxis
como fuente de novedad o como sujeto auténtico de constitución histó-
rica.
Otra de las implicaciones políticas de la filosofía hegeliana es la re-
lativa a la sustitución de la crítica por la elucidación. La afirmación de
la racionalidad de lo real tiene como consecuencia la supresión de todo
116
punto de vista crítico o ético sobre el mundo, ya que esto supondría de
alguna manera una forma de exterioridad (desde la cual se pudiese man-
tener la crítica o la tensión ética). Lo que queda es la elucidación inter-
na, la inteligencia de la realidad, que revelará la coincidencia de lo que
es con lo que debe ser.
Es en este punto donde, a mi parecer, se da una de las complicidades
importantes entre hegelianismo y postmodernidad. En efecto, si hemos
hablado de hegelianismo postmoderno básicamente a raíz de la tesis del
final de la historia y de la tesis de no separación entre realidad e ideali-
dad, hay que añadir ahora sin ninguna duda —aunque es algo clara-
mente contenido en esta indistinción última— la sustitución de la críti-
ca por la elucidación a que acabamos de referirnos. Bastará con una
breve referencia a Lyotard para poder ejemplificar esta característica —
aparte de lo que ya dije anteriormente en el capítulo sobre la postmo-
dernidad—. En Economie libidinale229, expresa Lyotard su rechazo del
orden y de toda actitud crítica en favor de la deriva libidinal. Para él, no
se trata de imponer un principio contra otro, el orden afectivo contra el
orden racional, sino el desorden libidinal, la deriva del deseo, la absolu-
ta libertad de goce, sin la menor referencia central, ni siquiera la del
amor al propio capital. ¿Con qué derecho condenar el amor al dinero o
la fascinación por la mercancía? “¿Desde dónde criticar el fetichismo,
cuando se sabe que no se puede criticar la homosexualidad o el maso-
quismo sin convertirse en un vulgar cerdo del orden moral?”230. Tampo-
co puede apelarse a la liberación del dominio y de la explotación, pues
existe también el deseo del masoquismo y en los mismos explotados el
goce del sufrir la explotación. La crítica, además, se mantiene al mismo
nivel, en la misma esfera, que lo criticado, y su justificación procedería
sólo de su mayor grado jerárquico. ¿Pero, de dónde va a sacar su fuerza
jerárquica?, “¿es que sabe más?; ¿es quizá el profesor o el educador?”.
En fin, es preciso salir de la esfera de la crítica, pues “la relación crítica
sigue aún inscrita en la esfera del conocimiento, de la toma de ‘cons-
ciencia’ y, por lo tanto, de la toma de poder.” En consecuencia, no que-
da nada más que la apatía teórica y la exaltación del goce, aunque sea la
117
misma que a veces nos oprime e incluso nos asesina. Lyotard conduce
así al ultranihilismo231.
Luc Ferry232 ha visto muy bien que las filosofías de la historia más po-
tentes, como la hegeliana, proceden de la aplicación absoluta del prin-
cipio de razón suficiente a la historia, con la consecuencia de un hiper-
racionalismo y de un inevitable determinismo. Por otra parte, el total
rechazo de dicho principio, por autores como Heidegger, conduce a una
concepción irracionalista de la historia. El intento de Ferry consiste en
tratar de encontrar y adoptar una posición intermedia. La cuestión es, en
definitiva, si es posible una filosofía de la historia que no coincida con
ninguno de los dos extremos y que permita una filosofía política, es de-
cir un espacio de acción política sobre el cual sean posibles una refle-
xión y una crítica. Ferry lo formula con un interrogante: “¿Es posible
conservar sobre el mundo de la historia y de lo político una ‘visión mo-
ral’, y por ende una perspectiva práctica y aun voluntarista sin que esta
‘moralización’ de la política lleve a confundir los dos dominios y pueda
inducir a una lógica del Terror como la que el jacobinismo ilustró sin
duda, por primera vez, en el seno de la modernidad?”233. El propio Ferry
parte de aceptar una limitación de la racionalidad histórica (no su anu-
lación) y una limitación de la potencialidad poiética de la moralidad. To-
mando como base al Kant de la Crítica del juicio234, Ferry cree poder de-
fender esta posición moderada y, tal vez, “más humana”: “nos es
rigurosamente imposible renunciar de modo definitivo a la razón, al
‘misterio’ y a la ética, y a que estos tres elementos, aunque entren unos
con otros en múltiples contradicciones, constituyen sin embargo actual-
mente, tomados en su conjunto, nuestra situación filosófica”235.
Por mi parte, muy en sintonía con este intento de Ferry, y pensando
en un proyecto de estudio a partir de Kant, Aron y Hannah Arendt, lo
único que habría que objetar es que equipare en exceso la concepción de
la historia de Arendt con la de Heidegger. Si bien es cierto que ambos
rechazan una concepción racionalista de la historia, no lo es menos que
118
de ninguna manera puede equipararse la importancia que los dos otor-
gan a la acción y, especialmente, a la política. A diferencia de Arendt, en
Heidegger la política no es el ámbito de la autenticidad, sino más bien
de lo contrario. Y, por otra parte, la “lección” heideggeriana sobre la ac-
ción acaba anticipando cierta pasividad postmoderna. En Serenidad, al
sabio ingenuo que le pregunta con “voluntarismo”: “¿Pero, entonces,
qué debo hacer?”, el profesor Heidegger responde: “No debemos hacer
nada sino esperar”236, puesto que no somos nosotros los sujetos de nues-
tras acciones, y sólo debemos abrirnos con “aquiescencia” (Gelassen-
heit) al “milagro del Ser”.
119
dividuales, ideas, intereses, instituciones—, sino que es, en el instante y
en la sucesión, una totalidad en movimiento hacia un estado privilegia-
do que da sentido al conjunto”238. Aron ve perfectamente que la idea fun-
damental es aquí, sin duda, la del estado privilegiado: “Las fórmulas que
las filosofías de la historia han puesto de moda: dominio de los hombres
sobre la naturaleza y reconciliación de los hombres entre sí, remiten a
los problemas originales de la economía y de la política. Definido en tér-
minos políticos y económicos, ‘el Estado privilegiado que da el sentido
del conjunto’ se confundiría con la solución radical del problema de la
comunidad o incluso con el fin de la historia”239. En efecto, el Estado pri-
vilegiado supone la resolución de los problemas fundamentales de la si-
tuación humana. Pero ¿pueden realmente resolverse estos problemas, o
no habrá que decir más bien que son propios de la condición humana
como tal, de su finitud y de su mundanidad?
En todo caso, los que conciben el Estado privilegiado presuponen la
resolución radical del problema político y del problema económico. Tal
resolución da paso, en efecto, a la posthistoria y a la homogeneidad —
otro de los conceptos hegeliano-kojevianos.
También antihegeliana (y, por lo tanto, antikojeviana) es la posición
de Hannah Arendt respecto a este tema. Ante algunos de los ya comen-
tados rasgos de la postmodernidad, sobre todo el del rechazo de los
grandes metarrelatos de la historia y, en definitiva, de la filosofía de la
historia, a alguien tal vez se le ocurriese emparentar estos planteamien-
tos con el de Hannah Arendt y con su “política de los mortales”240 no su-
bordinada a ninguna filosofía de la historia. Sin embargo, lo cierto es
que en Arendt se da una concepción “fuerte” de la acción política que
no se parece nada al pragmatismo basado en la hipótesis del eterno pre-
sente. Arendt rechaza, sí, las filosofías teleológicas de la historia, pero
también rechaza tajantemente la conclusión en la que se asienta la post-
modernidad. La “política de los mortales” de Arendt es rotundamente
contraria al concepto de “final de la historia”, que es la base escatológi-
120
ca de todas las políticas redentoras. El final de la historia, planteado ya
sea desde una visión materialista ya desde una idealista, implica el mito
de un proceso integrado con sus leyes intrínsecas. Promete un paraíso
terrenal que inevitablemente resulta ser luego un “jardín de estúpidos”,
un período de profunda desilusión y de cinismo. Creer en el “final de la
historia” hace exageradas nuestras demandas, irresponsables nuestras
promesas, intemperados nuestros gestos y fanáticas nuestras conviccio-
nes. El resultado total es un tipo de política que promete redentores y,
de hecho, nos entrega a los inquisidores.
Fehér destaca otro punto que creo decisivo. Se trata de la noción de
“progreso”, rechazada rotundamente por Arendt. Sin embargo Fehér ob-
jeta —y yo estoy con él— que tal noción es, “en un sentido incalifica-
ble, indispensable para el proyecto de Arendt. El progreso puede enten-
derse como un continuo cumulativo o como “ganancias sin pérdidas”.
Si se le da el primer significado, habremos vuelto irremisiblemente a la
noción hegeliana de “progreso” y a la del “final de la historia”. Si se le
da, en cambio, el segundo significado, el progreso es, sobre todo, equi-
valente a lo que la propia Arendt descubrió en la tradición americana”241.
Otra manera de ver las cosas que también apunta en esta dirección, y
que también compartimos, es la de Tenzer, quien entiende compatibili-
zar a Arendt con un “racionalismo moderado”: “La concepción kantia-
na y fichteana de la libertad humana —ligada tanto a la concepción de
un derecho que podemos construir como a una facultad crítica que nos
desliga de la tentación de un pensamiento de Ser— se puede conciliar
con el reconocimiento del misterio de la contingencia puesto de relieve
por Hannah Arendt”242. Así, Tenzer propone en clave kantiana un senti-
do del progreso como construcción basada en el derecho, compatible
con la radicalidad de la contingencia de Arendt, que preserva la absolu-
ta posibilidad de lo humano como novedad.
Estimo oportuno referirme ahora a un trabajo especialmente
significativo de la propia Arendt. En Between Past and Future243, hay un
interesante capítulo sobre el concepto de historia, y dentro de él, un
apartado dedicado a la relación entre historia y política. Según Arendt,
121
es Hegel quien inaugura de la forma más rotunda la asimilación de la
política a la historia. Tal asimilación, evaluada negativamente por
Arendt, se encuentra también en Marx, con la particularidad de que éste,
a diferencia de Hegel, explica la acción mediante el modelo de la poie-
sis: “¿Y qué otra cosa que no fuera la confusión —una confusión mise-
ricorde para el propio Marx y fatal para sus seguidores— podría haber
llevado a la identificación marxista de la acción y ‘la elaboración de la
historia’?”244.
La filosofía política de Marx no partía de un atender a la acción y a
los hombres que actúan, sino de la tematización hegeliana de la historia.
Para Arendt, la confusión de Marx no es otra que la de la acción con la
producción, la de la praxis con la poiesis245. La filosofía de la historia de
Hegel-Marx acoge las ideas (en el sentido de paradigmas o formas que
guían la acción del artesano) para transformarlas en modelos realizables
históricamente. De este modo se hacen inmanentes los fines “trascen-
dentes” de la historia. Y ahí está lo peligroso: “El peligro de transformar
los ‘objetivos elevados’ desconocidos e incognoscibles en intenciones
planeadas y deliberadas estaba en que el significado y la falta de sig-
nificado se convertían en fines, que fue lo que sucedió cuando Marx
adoptó la significación hegeliana de toda la historia —el despliegue y
actualización progresivos de la idea de Libertad—, como una meta de la
acción humana…”246. Ante esta manera de plantear las cosas, la posición
de Arendt es la de mantener, en el ámbito de lo político y de la historia,
la separación entre los sentidos (los ideales) y la realidad. Un sentido no
es un modelo realizable, no es algo fabricable. Ni la acción política debe
entenderse como la fabricación de la realidad socio-política, ni la histo-
ria como la progresiva realización de un modelo: “Pero ni la libertad ni
ningún otro significado pueden ser jamás el producto de una actividad
humana en el mismo sentido en que una mesa es, sin duda, el producto
final de la actividad del carpintero”247. Y además, lo que hay que cues-
tionar es la comprensión del sentido como modelo, equivalencia propia
del pensamiento técnico, para el que sólo los modelos pueden tener sen-
tido porque sólo los modelos pueden ser “hechos” o “realizados”; sien-
249. TENZER, La sociedad despolitizada. Ensayo sobre los fundamentos de la política, Bar-
celona, Paidós, 1992, p. 205.
122
do así que, en realidad, mientras un modelo puede ser hecho, no puede
serlo en cambio una significación.
La interpretación de Arendt nos pone también en claro lo muy rela-
cionados que están el asimilar la acción política a la fabricación y la te-
sis del final de la historia. En efecto —y esto lo vio perfectamente
Marx—, “si se imagina que es posible ‘hacer historia’, no se puede ig-
norar la consecuencia de que la historia tendrá un fin”248, porque es un
evidente contrasentido pensar en un proceso de fabricación inacabable:
toda fabricación implica la posibilidad de que el proceso o el objeto se
termine. También hace notar Arendt muy perspicazmente que el aplicar
a la historia la mentalidad de la fabricación conlleva el que, una vez aca-
bado el proceso fabril, la historia pierda toda importancia; sólo importa
el proceso acabado, no los problemas que, en la construcción de la mesa,
pueda haber con respecto al martillo y los clavos. Las acciones, los su-
frimientos y los acontecimientos humanos serían olvidados una vez hu-
biese terminado la historia.
Según Arendt, el pragmatismo contemporáneo es secuencia de la
mentalidad del “hacer la historia”.
3. Historia y libertad
Por lo menos hay —lo hemos ido viendo— tres formas de declarar y
entender el final de la historia, con notables intersecciones: 1ª- El tota-
litarismo explícito aniquila la historia mediante la planificación global y
la supresión de la novedad. Con él no queda espacio para la política ni
123
para la libertad. Se concibe un sentido último, que ya ha sido alcanzado
y que determina la detención. Para el establecimiento pleno de este sen-
tido, todos los medios están justificados, porque no existe exterioridad
histórica de crítica ni de juicio. La posesión del sentido último y total
conlleva un enorme potencial de violencia política. 2ª- Sin necesidad de
compartir una forma totalitaria, el fin de la historia puede estar ligado a
la realización de la utopía de la sociedad perfecta; una sociedad que ya
no conoce los conflictos radicales ni la “lucha por el reconocimiento”
que ha constituido el motor de la historia. La política, en el final de la
historia, en el abanico Hegel-Kojève-Fukuyama-postmodernidad, se ca-
racterizaría precisamente por su ausencia. 3ª- Desde la consecución del
saber absoluto (Hegel), el fin de la historia procedería de la plena com-
prensión de la misma. También aquí se anulan totalmente la acción, la
libertad y la política, puesto que la revelación de lo que nos determina,
a nosotros y a nuestros actos, nos paralizaría. Ni siquiera el filósofo bus-
ca ya, pues ha dejado de ser filósofo para convertirse en sabio.
En síntesis, el final de la historia es la anulación de la libertad como
novedad, como acción y como sujeto de significación histórica. Y, por
lo tanto, es también la anulación de la política en sentido fuerte. No otra
cosa he querido hacer ver a propósito del final kojeviano y postmoder-
no de la historia, en el que el sentimiento de que ya se está acabando
todo y de que nada radicalmente nuevo cabe esperar va unido a la idea
de que lo único que se puede ya hacer es “revisar las asignaciones de los
guardas rurales”. Obviamente, con semejante aprehensión postmoderna,
la acción política estaría terminada, quedaría sólo el administrar; a la
filosofía sólo le quedaría desconstruirse y a la historia, estancarse.
La libertad y una “moderación ilustrada” son la alternativa al final —
potencial o actual— de la historia. Por una parte, la libertad: “si hay to-
davía una historia, y voluntad de que haya una historia más bien que una
infinita repetición de hechos idénticos carentes de sentido, es porque to-
davía existe una colectividad de hombres libres”249. Por otra parte el ra-
cionalismo prudencial o moderado, de procedencia kantiana, al estilo
del que se encuentra en Aron, cuya propuesta no es ciertamente la del
irracionalismo ni la del absurdo o de la plena contingencia de la histo-
ria. La comprensión aroniana de la historia, que es a la vez una com-
prensión de la acción política, se basa en la libertad y en la razón hu-
124
mana (en sentido prudencial y moderado), en la capacidad humana de
elegir, de querer y de crear: “la política seguirá siendo el arte de elegir
sin retorno en coyunturas imprevistas, según un conocimiento incom-
pleto”250.
Arendt, Aron, Lefort, Patočka… estarían sin duda de acuerdo en que
una humanidad “realizada” es inhumana. O, dicho de otro modo, en que
el final de la historia no es humano. Kojève era consecuente al pensarse
como dios, y como un dios lúdico. Para todos estos autores, el final de
la historia es el final de la política, condicionándose ambas mutuamen-
te. Claude Lefort define la “sociedad histórica” como aquella que “con-
tiene el principio del acontecimiento y tiene el poder de convertirlo en
momento de una experiencia, de tal forma que figura un elemento en un
debate que los hombres prosiguen entre sí. (…) Lo histórico no reside
en el acontecimiento en cuanto tal o en la transformación en cuanto tal,
sino en un estilo de las relaciones sociales y de las conductas en virtud
del cual se pone en juego el sentido”251. Política de los hombres, histo-
ria de los hombres.
La rehabilitación de la historia es nuestra única posibilidad de liber-
tad real, política, orientada por ideales. Cierto que nuestro mundo, en
proceso de universalización y de homogeneización de las formas y de
los contenidos (principalmente mediante la tecnificación252), hace cada
vez más difícil la trascendencia de las acciones humanas. Pero dificul-
tad no es imposibilidad. Mientras haya hombres, habrá siempre la po-
sibilidad de acciones libres y creadoras; habrá siempre la posibilidad de
introducir sentido en el mundo. Ni hay que abandonarse a un presente
eterno, ni que confiar en un progreso impersonal, ni que negar toda po-
sibilidad de progreso: cabe pensar un progreso que depende de las ac-
ciones libres de los hombres; un progreso que se expresa en la sucesión
de organizaciones sociales y de creaciones humanas a través del tiem-
po.
253. CASSIRER, E., Essay of Mann, New Haven, Yale University Press, 1944; trad. cast. An-
tropología filosófica, México, FCE, 1992, p. 98.
254. BRUNSCHVICG, L., Héritage de mots, héritage d’idées, Paris, PUF, 1945, p. 58.
255. ADORNO, HORKHEIMER, Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires, Sur, 1970.
256. JASPERS, K., Philosophie, Berlin, Springer, 1956, III, p. 155.
125
Frente a la tesis del final de la historia, que mantiene implícita o ex-
plícitamente que la historia se realiza anulándose como histórica, de-
fendamos que existe la historia porque existe lo humano y la libertad. La
tesis de Fukuyama resulta paradójica, pues dice que el final de la histo-
ria coincide con la realización política de la libertad como democracia
liberal. Frente a tal contradicción de esa y de todas las tesis “finistas”,
urge insistir en lo que propiamente constituye la esencia de la libertad
humana (entendiéndola como incesante posibilidad de comenzar, en pa-
labras de Arendt). Precisamente por esto, mientras exista la historia —
mientras haya hombres libres— no está dicha, no estará nunca dicha la
última palabra.
4. El imaginario y la libertad
257. BLOCH, Das Prinzip Hoffnung, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1968, vol I, p. 285; trad. cast.,
El principio de esperanza, Madrid, Aguilar, 1977, 3 vols.
258. Es más, Apel y Habermas han demostrado en varios trabajos sobre pragmática lingüística,
que expresiones convencionales utilizadas normalmente en interacciones cotidianas presuponen
una serie de contenidos utópicos sin los que la comunicación fáctica nunca podría llevarse a cabo.
126
cuentra justamente expresada en Cassirer: “La gran misión de la utopía
no consiste sino en hacer lugar a lo posible, como lo opuesto a la aquies-
cencia pasiva al estado actual de los asuntos humanos. Este pensamien-
to simbólico supera la inercia natural del hombre y le dota de una nue-
va facultad: la de reajustar constantemente su universo humano”253.
Aunque, a lo largo de la historia del pensamiento filosófico, la ima-
gen y la imaginación han tendido a ser menospreciadas ante otras cuali-
dades intelectivas humanas (valga como ejemplo extremo y bastante ex-
presivo, el de Leon Brunschvicg, que hablaba de la imagen como de un
“pecado contra el espíritu”254), también hay quien ha sabido descubrir su
enorme importancia en relación a la conciencia histórica y a la posibili-
dad de crítica sociopolítica. “El olvido de la imaginación teorética abre
la vía a la locura política”, escribían Adorno y Horkheimer en su Dia-
léctica de la Ilustración255; o, como decía Jaspers: “la existencia, sin el
ojo de la fantasía, carece también en sí misma de claridad”256. La falta de
imaginación convierte a la existencia en precaria y ciega.
El imaginario no sólo posibilita la conciencia histórica y la abertura
al futuro, sino que es, a la vez, condición de la libertad misma. Si por un
lado, la recuperación de la dimensión propiamente imaginativa corre pa-
reja con la liberación de la conciencia mítica (la postmodernidad —re-
cordémoslo— pretende situarse de nuevo en lo mítico) y con la emer-
gencia de la conciencia histórica; por otro lado, la abertura imaginaria
del campo de lo ausente en tanto que posible amplía el horizonte de la
libertad. La imaginación se revela como órgano de la libertad y el cam-
po de lo posible como su horizonte.
A partir de aquí podemos enjuiciar una vez más la tesis Hegel-Kojè-
ve-Fukuyama, y especialmente las palabras de éste último sobre las de-
mocracias liberales como final de la historia. En efecto, creo que, en
cierto sentido, la debilidad de algunos planteamientos neoliberales está
259. Para una consideración de las flexiones de lo utópico en las últimas tendencias filosóficas,
cfr. GIL, T., “Dinámica social y concepciones de lo utópico. Reflexiones sobre algunas teorías post-
utópicas de la dimensión utópico-imaginaria”, Thémata, n. 12 (1994).
260. LANDGREBE, L., Fenomenología e historia, Caracas, Monte Ávila, 1975, p. 222.
261. KrV, A 568, B 596 y ss. [Seguimos la edición castellana: Crítica de la razón pura, Madrid,
Alfaguara, 1978]
262. KrV, A 569, B 597.
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en su incomprensión de lo que sea un ideal político. Por mi parte, la idea
de relacionar el análisis y la crítica de la idea de Kojève-Fukuyama y de
la postmodernidad sobre el final de la historia con la temática del ima-
ginario político tiene una finalidad bien clara. Sólo hay que darse cuen-
ta de que, en el fondo, todo depende de lo fecundo o infecundo que sea
el imaginario. Fukuyama confiesa que “no sabríamos figurarnos un
mundo esencialmente diferente del mundo presente y, a la vez, mejor”.
5. Elementos kantianos
128
nicación e interacción, condicionadas siempre por estructuras de domi-
nación y de alienación258. Tanto a lo largo de la historia del pensamien-
to como inclusive en la actualidad, muchos filósofos han trabajado a
partir de la tensión que para el pensamiento y para la acción supone una
idealidad ni asimilada ni subordinada a lo fáctico259.
Pues bien, así como Ricœur pone de manifiesto la función de la uto-
pía como tensión y como excentricidad que posibilita, desde el no-lugar,
la crítica social y la tensión (contra el estancamiento y la complacencia
en el presente), de Kant habría que acoger la noción de idea regulativa,
precisamente con una función equiparable. Las ideas reguladoras de
Kant son ideales que mediante el als ob (como si) tensan el conoci-
miento y la acción. El als ob es un concepto operativo que, además de
la función regulativa de las ideas, sirve para indicar la posición proble-
mática del pensamiento y su apertura a una creativa proyectualidad.
Dado que el ideal, por definición, no se abraza —ya que no hay pose-
sión especulativa— queda abierto siempre el camino de la novedad.
En Kant las ideas reguladoras son, sobre todo, principios regulativos
del obrar. Dichas ideas pueden, ciertamente, dar lugar a una concepción
teleológica de la historia, pero esto no significa que dicha teleología se
haya extraído especulativamente del mundo de los fenómenos, sino de
las exigencias de la razón práctica. Como dice Landgrebe: “Kant ha in-
dicado que el único principio que nos permite comprender la historia tan
sólo puede ser teleológico, si bien de significación meramente práctica
y regulativa”260. Kant, en efecto, al hablar de los ideales261 subraya que
la suya es una fuerza práctica. De aquí que “aunque no se conceda rea-
lidad objetiva (existencia) a esos ideales, no por ello hay que tomarlos
267. Verdad es que en Kant puede encontrarse, con respecto a la sociedad de los hombres y la
política, un cierto pesimismo y una resignación ante el irreductible egoísmo humano [y, en el lí-
mite, el mal radical]. En su excelente obra, Théorie et praxis dans la pensée morale et politique de
Kant et de Fichte en 1793, A. Philonenko escribe: “¿cómo superar el individualismo y hasta don-
de llega el egoísmo? Al final de su vida, Kant constata más fuerte que nunca la gravidez de esta
cuestión, que renace de sus esperanzas frustradas. ¿Hasta dónde llega el egoísmo en el hombre, que
no es un Dios y que no puede creer que deba convertirse en un Dios? Kant no renegará enteramente
de lo que había dicho de la República platónica en la Crítica de la razón pura. Pero en lo sucesi-
vo hablará de ello de otra manera y casi con amargura. Aquello no es más que un dulce sueño.”
(PHILONENKO, A., Théorie et praxis dans la pensée morale et politique de Kant et de Fichte en
1793, Paris, Vrin, 1976, p. 73).
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por quimeras”262.
Las ideas de la razón de Kant, ideas reguladoras, una vez pasadas por
la crítica, no se presentan ya como principios constitutivos ni explicati-
vos de la realidad, sino como exigencias. Ferry encontraría la “solución
de la antinomia de la razón histórica” mediante la conjunción de esta
idea con la de juicio reflexivo, al que Arendt también ha dedicado mu-
cha atención. La antinomia entre contingencia y determinismo, entre
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COLECCIÓN ESPRIT
Títulos publicados
1. Yo y tú
Martin Buber
Traducción de Carlos Díaz. Segunda edición
3. Prolegómenos a la caridad
Jean-Luc Marion
Traducción de Carlos Díaz
4. El resentimiento en la moral
Max Scheler
Edición de José María Vegas
5. Amor y justicia
Paul Ricœur
Traducción de Tomás Domingo Moratalla
8. El sentido de lo humano
Emiliano Jiménez
9. Introducción al cristianismo
Olegario González de Cardedal • Juan Martín Velasco
Xavier Pikaza • Ricardo Blázquez • Gabriel Pérez
22. La barbarie
Michel Henry
Traducción de Tomás Domingo Moratalla
Nuevos títulos
34. Lo justo
Paul Ricœur
Traducción de Agustín Domingo Moratalla