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He Ahí A Tu Madre

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«He ahí a tu madre»

Durante la audiencia general del miércoles 7 de mayo de 1997

Por: SS Juan Pablo II | Fuente: Catholic.net

1. Jesús, después de haber confiado el discípulo Juan a María con las


palabras: "Mujer, he ahí a tu hijo", desde lo alto de la cruz se dirige al
discípulo amado, diciéndole: "He ahí a tu madre" (Jn 19, 26-27). Con
esta expresión, revela a María la cumbre de su maternidad: en cuanto
madre del Salvador, también es la madre de los redimidos, de todos los
miembros del Cuerpo místico de su Hijo.

La Virgen acoge en silencio la elevación a este grado máximo de su


maternidad de gracia, habiendo dado ya una respuesta de fe con su "sí"
en la Anunciación.

Jesús no sólo recomienda a Juan que cuide con particular amor de


María; también se la confía, para que la reconozca como su propia
madre.

Durante la última cena, "el discípulo a quien Jesús amaba" escuchó el


mandamiento del Maestro: "Que os améis los unos a los otros como yo
os he amado" (Jn 15, 12) y, recostando su cabeza en el pecho del
Señor, recibió de él un signo singular de amor. Esas experiencias lo
prepararon para percibir mejor en las palabras de Jesús la invitación a
acoger a la mujer que le fue dada como madre y a amarla como él con
afecto filial.

Ojalá que todos descubran en las palabras de Jesús: "He ahí a tu


madre", la invitación a aceptar a María como madre, respondiendo como
verdaderos hijos a su amor materno.

2. A la luz de esta consigna al discípulo amado, se puede comprender el


sentido auténtico del culto mariano en la comunidad eclesial, pues ese
culto sitúa a los cristianos en la relación filial de Jesús con su Madre,
permitiéndoles crecer en la intimidad con ambos.
El culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de una iniciativa
espontánea de los creyentes ante el valor excepcional de su persona y la
importancia de su papel en la obra de la salvación; se funda en la
voluntad de Cristo.

Las palabras: "He ahí a tu madre" expresan la intención de Jesús de


suscitar en sus discípulos una actitud de amor y confianza en María,
impulsándolos a reconocer en ella a su madre, la madre de todo
creyente.

En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a


conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y perseverante
relación de amor con él. Descubren, además, la alegría de confiar en el
amor materno de María, viviendo como hijos afectuosos y dóciles.

La historia de la piedad cristiana enseña que María es el camino que


lleva a Cristo y que la devoción filial dirigida a ella no quita nada a la
intimidad con Jesús; por el contrario, la acrecienta y la lleva a altísimos
niveles de perfección.

Los innumerables santuarios marianos esparcidos por el mundo


testimonian las maravillas que realiza la gracia por intercesión de María,
Madre del Señor y Madre nuestra.

Al recurrir a ella, atraídos por su ternura, también los hombres y las


mujeres de nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador y Señor de su
vida.

Sobre todo los pobres, probados en lo más íntimo, en los afectos y en


los bienes, encontrando refugio y paz en la Madre de Dios, descubren
que la verdadera riqueza consiste para todos en la gracia de la
conversión y del seguimiento de Cristo.

3. El texto evangélico, siguiendo el original griego, prosigue: "Y desde


aquella hora el discípulo la acogió entre sus bienes" (Jn 19, 27),
subrayando así la adhesión pronta y generosa de Juan a las palabras de
Jesús, e informándonos sobre la actitud que mantuvo durante toda su
vida como fiel custodio e hijo dócil de la Virgen.

La hora de la acogida es la del cumplimiento de la obra de salvación.


Precisamente en ese contexto, comienza la maternidad espiritual de
María y la primera manifestación del nuevo vínculo entre ella y los
discípulos del Señor.
Juan acogió a María "entre sus bienes". Esta expresión, más bien
genérica, pone de manifiesto su iniciativa, llena de respeto y amor, no
sólo de acoger a María en su casa, sino sobre todo de vivir la vida
espiritual en comunión con ella.

En efecto, la expresión griega, traducida al pie de la letra "entre sus


bienes", no se refiere a los bienes materiales, dado que Juan -como
observa san Agustín (In Ioan. Evang. tract., 119, 3)- "no poseía nada
propio", sino a los bienes espirituales o dones recibidos de Cristo: la
gracia (Jn 1, 16), la Palabra (Jn 12, 48; 17, 8), el Espíritu (Jn 7, 39; 14,
17), la Eucaristía (Jn 6, 32-58)... Entre estos dones, que recibió por el
hecho de ser amado por Jesús, el discípulo acoge a María como madre,
entablando con ella una profunda comunión de vida (cf. Redemptoris
Mater, 45, nota 130).

Ojalá que todo cristiano, a ejemplo del discípulo amado, "acoja a María
en su casa" y le deje espacio en su vida diaria, reconociendo su misión
providencial en el camino de la salvación.

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