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Lo Profundo Del Marcito

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Fabricio Marquez

Lo profundo del Marcito


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Dedicatoria

A mis padres, Emma y Salvador

A mi hija, Ana

A Mariana Tarquini
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Prólogo
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Me llamo Paula. A secas. Y desde chica me vanagloriaba en proclamar, hacia mis


adentros, que a lo único que le tenía miedo era al agua. Hablo de la estancada, la que
sobrepasa en altura y no se le puede ver el fondo. Era mi monstruo personal. Dos veces
me había debatido en su vientre, sumergida en ese mundo de asfixia, manotazos,
borbotones y eternidad borroneada, que son los momentos en los que una persona
pierde el control de su cuerpo y se hunde, cediendo al pánico, hasta que la rescatan o
muere.

Mis padres nacieron, se conocieron y se casaron en una ciudad con mar. Pero por
cuestiones de trabajo se trasladaron a otra provincia, otra ciudad, muy lejos de la suya,
rodeada de montaña y desierto. Después, por costumbre, falta de oportunidades o
desidia, no se fueron más. Lo primero que hicieron al instalarse, como para no extrañar,
fue visitar el Marcito, un embalse que queda a una hora de la Ciudad. No era lo mismo,
pero ayudaba. Se asociaron al Club de Pesca y Náutica La Jarilla, en ese entonces el más
concurrido. El nombre tenía una contradicción en sí mismo, porque la jarilla es una
planta de desierto, nada que ver con el agua, pero como rodeaba el lugar y era lo que
más se usaba para avivar el fuego y perfumar los asados, los socios fundadores la
habían homenajeado bautizando al Club con su nombre.

Que yo me acuerde, íbamos al embalse desde siempre, en primavera y verano. Todos los
fines de semana. Éramos de los privilegiados con casilla propia. Nuestro segundo hogar,
si es que había un primero. Cuando tenía cuatro años, nos visitaron unos tíos viejos de
mi madre y lo primero que hicimos fue llevarlos al Marcito. No sé por qué terminamos
pasando el día fuera del Club, en una zona solitaria, que no conocíamos. La orilla era
poco profunda, no me costó adoptarla. No me dejaban meterme sola y yo ni lo intentaba.
Todavía no le tenía miedo al agua, pero sí mucho respeto, como a todo lo que me
rodeaba.

Mi error fue confiarme, era tan pandito que parecía que nada podía pasar; el error de
mis padres fue perderme de vista desde el momento que llegamos al lugar, por
prestarles atención a los tíos viejos y, entre todos, prestarles atención a las dos
rubiecitas dicharacheras que hacían las delicias de chicos y grandes. Yo, en esa época ya
era gordita, tímida, poco atractiva, con aspecto de nene, y mis hermanas mayores, que se
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llevan un año entre sí, todo lo contrario. El agua estaba turbia, no se veía bien. No sé en
qué momento iba andando y el fondo se esfumó, hundiéndome en un pozo.

Supongo que no era tan hondo, pero yo lo sentí abismal. Sé que hice tres intentos por
salir a la superficie. En los dos primeros me acuerdo con claridad ver a mi familia, a lo
lejos, entretenidos en algo, riéndose, dándome la espalda, sin enterarse. En el tercer
intento ya no vi nada, pero ellos alcanzaron a verme a mí. Me rescató mi padre, y la
verdad es que ni siquiera les arruiné el día, porque al rato ya se habían olvidado de
nuevo de mi existencia.

Le agarré pavor al agua. A partir de ese momento no me quise meter ni alzada, no me


acercaba a la orilla. El Marcito se transformó en mi pesadilla secreta. Fuimos creciendo y
mis hermanas se convirtieron en expertas nadadoras, mientras yo me limitaba a
observarlas desde lejos. No me interesaba. Algunas noches, para asustarme a mí misma,
me escapaba de la casilla para quedarme frente al lago artificial, a varios metros de la
orilla, imaginándome que esa agua estancada en realidad era un monstruo gigantesco,
que dormía enrollado y que una de esas noches, cuando todos los socios estuviéramos
durmiendo, se iba a despertar.

Tenía diez años cuando a mi padre se le ocurrió prestarme atención, decidido a hacerme
perder mi terror, por consiguiente, enseñarme a nadar. Quería tener tres sirenitas, con
dos no le alcanzaba. Mi madre le decía que no perdiera tiempo, no iba a lograrlo, pero él
estaba obcecado. Y yo, para complacerlo, para no defraudarlo, ponía más empeño en
disimular mi espanto que en intentar. Aunque debo admitir que algún avance habíamos
logrado, porque en dos meses podía nadar, despatarrada, cabeza adentro del agua y ojos
cerrados, los metros que podía aguantar la respiración.

El truco era salir desde alguna de las balsas, que formaban un semicírculo, en línea recta,
ciega, hasta mi papá, que me esperaba flotando en algún lugar. Cuando llegaba a él, me
enderezaba y volvía en la misma línea, hasta la seguridad. Era una situación de mucha
adrenalina para mí, porque en esa zona no se hacía pie. Esa vuelta, mi padre se había
subido a una balsa, estaba hablando con alguien y yo, envalentonada con mis avances,
decidí ir nadando hasta las que tenía enfrente, cortando en diagonal.
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Arremetí confiada, feliz, satisfecha conmigo misma, pensando en la cara que iba a poner
mi padre cuando lo llamara desde allá. Braceaba despacio, porque, como iba cabeza
abajo, podía chocar con el flotador de la balsa que había marcado como punto de
llegada. El problema fue que a una de mis hermanas se le ocurrió hacerme un chiste y,
cuando iba por la mitad, se interpuso en mi camino. Estaba tan entusiasmada que no
medí tiempo ni distancia, la toqué y me enderecé, creyendo que había llegado. Cuando
me di cuenta dónde estaba, me hundí de manera automática. Eso sí, en el envión la llevé
conmigo.

Esa vez la que entró en pánico fue ella, porque se empezó a deshacer de mí con patadas
y manotazos. Cuando lo logró, con el impulso me hundió más. Ahí entré en pánico yo.
Luché para subir, pero lo único que hacía era bajar. O eso me parecía. Hubo un momento
en el que supongo que me di por vencida y quedé estática, flotando en la turbia
inmensidad, con los ojos por fin abiertos. A pesar de que estaba oscuro, podía ver ese
mundo con detalles y nitidez. Todo estaba muerto y flotaba como yo. Luego, desde lo
profundo, el Marcito se empezó a iluminar, veloz, inquietante, envolviéndome en
luminosidad, hasta que mi cabeza quedó encandilada y solo pude dejarme llevar.

Mi padre me volvió a rescatar, aunque esta vez con alguna dificultad, porque había
descendido unos metros y le costó encontrarme, hasta que lo consiguió y me pudo sacar,
inconsciente, después vomitando agua. Cuando pasó el susto me ligué un reto, por
supuesto, por desobediente y temeraria, aunque no había desobedecido ninguna orden
ni indicación. A mi hermana no le pudieron decir ni reprochar nada, porque ella no me
había visto venir, yo la había atropellado, llevándomela conmigo al fondo, poniéndola en
peligro de muerte. Una víctima.

La secuela se hizo definitiva. A partir de ese momento, no volví a acercarme al agua. Lo


había intentado y no era para mí, no era mi medio natural, y me juré que nunca más
nada ni nadie conseguirían que me volviera a sumergir en ese monstruo agazapado, que
gustaba devorar a algunas criaturas, se empeñaba en intentarlo, mientras que a la gran
mayoría le permitía andarlo sin problemas, zambullirse en él, como piojos. Mi miedo y
yo nos apartamos y nos declaramos una individualidad. Nadie se interesó por
cuestionarnos.
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Primera parte
Aprender a zambullirse
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-I-

De mi familia, soy la única que tiene un solo nombre. El resto dos, como corresponde,
como vendría siendo lo normal. Nunca logré que mis padres me dieran una explicación
sensata de por qué me pusieron uno solo. ¿Pereza intelectual? ¿Desinterés? ¿Apuro? Ni
siquiera se tomaron el mínimo trabajo de mentirme, de inventar una pequeña historia
que me convenciera de que ese nombre no podía ir acompañado por ningún otro,
porque era único y especial, como yo.

Las historias que voy a contar ocurrieron hace algunos años; por consiguiente, sabrán
comprender si me olvido de algo, si algún acontecimiento se me presenta borroso.
Aunque no creo que pase mucho de eso, tengo buena memoria, eso sí, selectiva. Si omito
algo, no será por olvido sino por decisión.

Mi vida estaba condicionada por mi familia, también podría decir atosigada. Sentía que
éramos tan distintos ellos y yo. Casi antagonistas. Mis padres, muy parecidos entre sí, en
sus maneras de pensar y vivir, egoístas, concentrados en sus placeres y problemas,
malhumorados sin motivo, gastadores compulsivos. Dos ciegos a los manotazos,
buscando contra qué estrellarse. Y no más que eso. No se querían a sí mismos, no se
querían entre ellos, no sabían querer a nadie, nunca nos enseñaron a querer. Mis
hermanas, dos cotorras desplumadas y chillonas, que pavoneaban sus miserias
creyéndose la gran cosa. Y yo, la menor, en todos los sentidos de la palabra.

El gran malentendido se basaba en una cuestión de medidas, volúmenes y apariencias.


Ellos eran flacos, más o menos altos, tirando a rubios, se creían lindos, se esforzaban por
serlo. Yo, petisa, rellenita, castaña, con una cara armónica pero olvidable, más parecida
a un varón que a una nena. Encima solo me quedaba bien el pelo corto, con el largo era
un espanto. En la secundaria remarqué esos rasgos, rasurándome atrás y dejándome
adelante un gran jopo, usando mi eterna campera de cuero negra, borceguíes. Buscando
a toda costa el desprecio de mi madre.

Fue una verdadera sorpresa cuando mis padres se separaron. Nadie lo vio venir, creo
que ni siquiera ellos. Por más que no se quisieran, era imposible que esos dos bichos,
que en apariencia habían nacido el uno para el otro, se separaran de común acuerdo, con
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la excusa de que no se entendían, que estaban discutiendo mucho y la vida se había


vuelto insostenible. Vaya novedad. Los dos rehicieron sus vidas al poco tiempo,
formaron nuevas parejas que funcionaban más o menos, pero no eran, desde ningún
punto de vista, tan espantosas y perfectas como la que ellos habían formado hasta la
deformación.

-II-

El matrimonio de mis padres sufrió dos crisis: la primera, aislada y sin aparentes
consecuencias, fue en aquel verano extraño, el que yo tengo marcado como el final de mi
infancia; la segunda, inexplicable y sin solución, comenzó un tiempo antes de mi
cumpleaños de quince, hasta su implosión.

Yo tenía once años cuando ocurrió la primera. El último verano que pasamos en el Club.
Ellos tuvieron una gran pelea, de la que sus hijas pudimos percibir solo la frialdad en el
trato, la distancia insalvable. Fue solo por unos días, pero algo pasó, algo que no vimos,
ni escuchamos, muy violento, a nuestras espaldas; en qué lugar, cuándo, por qué, nunca
supimos de qué se trataba. Hasta el día de hoy tengo curiosidad por saberlo. Nunca, en
los momentos que tuve trato con mis padres, juntos o separados, me animé a preguntar.

Los mejores momentos de mi infancia los pasé en La Jarilla. Teníamos la casilla


instalada, cómoda, y mis padres, que atenuaban su mal humor y su enojo con la vida,
nos dejaban sueltas. No había peligro, no nos metíamos al agua; solo andábamos por
ahí, cada una en la suya. Mis hermanas haciendo sociales, coqueteando con chicos,
compitiendo con chicas, yo deambulando por ahí, escondida. A los siete años me
recuerdo sentada en el asiento del Mirador, sufriendo el esplendor de ese sol que se
moría tras la montaña, incendiando el cielo, el agua, el aire entero, saturándome de color
naranja, hasta la sofocación.

A mi padre le gustaba pescar, pero no tenía suerte, habilidad, ni paciencia. A mi madre le


gustaba hacer sociales. Son los únicos momentos relajados de mi infancia que recuerdo.
Donde cada uno podía ser el que quería, el que podía, interactuando en esa zona de
esparcimiento, sin identidad, que no se parecía en nada a la vida real. A mí me gustaba
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andar de noche, cuando todos dormían confiados, en sus carpas o casillas; sentarme a
unos prudentes metros del agua negra, acostumbrarme a soportar el terror que le tenía,
resistirlo, esperar a que amainara, para entonces poder captar los ruiditos que hacía al
chocar entre las piedras, el silencio, las luces alargadas de los clubes de enfrente, la otra
orilla, el viento frío, que siempre me hacía estremecer. No era fácil, para la niña que era
en esa época, salir de contrabando, a mis caminatas nocturnas; es más, siempre me
traían problemas, pero valían la pena.

-III-

El último verano que pasamos en el embalse fue extraño desde el principio hasta que se
terminó. Un ambiente hostil entre los socios, sembrado de pequeños problemas; el clima
también, muchas tormentas, fines de semana enteros lloviendo, dos ahogados, por
suerte ninguno en nuestro club. Mis padres, en contraste, por primera vez se llevaban
demasiado bien, como nunca, se mostraban y le mostraban al mundo que se querían. En
el Club, porque en la casa seguían en las mismas. Esas imágenes, esas sensaciones, eran
más extrañas aún, y colaboraban con el clima de rareza que se vivía cada fin de semana
que pasábamos allá.

Los pobres que cargaron con la culpa de esa temporada extraña fueron Marcela y
Eduardo, los nuevos encargados del Club. Habían entrado unos meses antes de que
empezara el verano. Muy buena gente, serviciales, enérgicos, decididos, solitarios. Como
nuevos, según la lógica de los socios, ellos eran los culpables, la yeta. Entonces, cualquier
problema, cualquier discusión, las tormentas y hasta los dos accidentes, una vez que
pasaron, se convirtieron en la broma de los encargados yeta, con la consiguiente
proclama de juntar firmas y echarlos. Bromas nomás, eran muy queridos; en poco
tiempo se habían vuelto imprescindibles, porque “sabían llevar a La Jarilla”, según
conversaciones de mi padre.

Todo iba así, extraño, pero no dejaba de ser una temporada de verano más, de las
tantas, hasta que algo pasó, inesperado y secreto. A fines de enero, principios de febrero,
mucho antes de que se terminara la temporada, de repente la frialdad volvió a instalarse
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en la casa, entre mis padres, y el ambiente se puso muy tenso. Ese fin de semana
teníamos planeado ir al embalse, pero a último momento no fuimos, sin explicaciones.
No volvimos jamás.

Yo sentí un alivio secreto y enorme cuando me di cuenta de que ya no íbamos a volver.


Porque de todas las cosas raras que habían pasado en ese tiempo, secretas o públicas,
hubo una de la que no se enteró nadie, que me pasó a mí y no la conté, acostumbrada a
convivir con mis rarezas, a resolver sola mis problemas. Y porque, después de todo, era
una zoncera, unos sueños. Siempre los sueños son raros. ¿Qué podían tener de malo?
Pero esos sueños eran distintos de los otros, eran muy reales, y me despertaban a la
fuerza, transpirando angustia.

Fueron tres: ocurrieron en distintos fines de semana. En el primero me veía bien a la


orilla del agua, a oscuras, espiando las luces de enfrente sobre la superficie. De pronto
esas luces ya no estaban encima, venían de abajo, de muy profundo, ascendiendo, y
cuando estaban cerca, cuando finalmente estaban por llegar y salir de la superficie,
tomando alguna forma, me desperté.

El sueño siguiente era igual, sentada en el mismo lugar, las luces ascendiendo, solo que
la primera luz, la que venía más rápido, al tocar la superficie, al salir al aire, ya no era
una luz, era una cabeza que se recortaba en el agua, se asomaba a medias, me miraba, y
me despertaba del estremecimiento. En el tercer sueño pasó lo mismo, solo que dos
luces más alcanzaron a asomarse, dos cabezas, que se quedaron inmóviles mirándome
también, los rostros de tiniebla, el agua negra. Volví a despertarme con otro
estremecimiento. Y ya no pude volver a dormirme, porque me estaba asustando en
serio.

Al otro día iba a contarlo, pero no me animé. El clima estaba siempre tan irreal, una
bomba escondida, en algún sitio, a punto de estallar. Me pregunté qué efecto causarían
mis tontas pesadillas, qué reacciones, qué comentarios burlescos. Decidí dejarlo para
más adelante, ver cómo seguía. Pero en el próximo fin de semana no hubo novedades, y
después no volvimos a ir.
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Anduve un tiempo con el tema de las luces siniestras, sin decidirme a depositarle mi
secreto a nadie, después se me fue olvidando. Lo que nunca pude imaginarme, en ese
momento, era que años después, en un lugar y en circunstancias ajenas a esa historia,
iba a volver a soñar con esas luces, que iban a llamarme en el medio de la noche, iban a
iluminarme, haciendo de brújula.

-IV-

La segunda crisis empezó tres meses antes de mi cumpleaños de quince. Como se lo


habían festejado a lo grande a mis dos hermanas, no les quedó otra que encarar el mío,
aunque no tan a lo grande. Era una versión modesta de aquellas dos fiestas legendarias,
en la que mi padre vivía insultando por cada peso que gastaba o tenía que gastar y mi
madre me martirizaba porque no lograba adelgazar y me iba a ver como embutida en el
vestido, fuera del diseño que fuera.

La primera discusión fuerte de esa serie la tuvieron por mi cumpleaños, una estupidez
en la que no se querían poner de acuerdo. Luego se olvidaron de mi cumpleaños y
empezaron a discutir por cualquier cosa. Tanto se olvidaron, tanto se inmiscuyeron en
esa nueva guerra, donde los viejos trapos salían al sol junto con los nuevos, que la
organización de la fiesta primero quedó a un lado y después empezó a derrumbarse.

Yo me daba cuenta de que los tiempos se les iban venciendo y no hacían, ni reservaban,
ni pagaban nada de lo que debían para la fiesta. Y me quedaba callada, expectante, para
no generar nuevas discusiones, pero por sobre todas las cosas, porque no quería esa
fiesta, la odiaba, no quería estar expuesta durante tantas horas, la atención puesta en
mí, un montón de gente que no me interesaba compadeciéndose de lo ridícula que me
vería. Les había pedido mil veces que no me hicieran fiesta, hasta llorando se los pedí,
pero ellos nada, insensibles; aunque la odiaban y estaban de acuerdo conmigo, la
organizaban igual, no podían quedar como padres pedorros.

Cuando faltaba un mes, la relación entre ellos se volvió insoportable, algo se rompió. Y
antes de llegar a mayores, acordaron separarse un tiempo para apaciguarse, ver qué
les pasaba. Unos días después, mi padre se fue de la casa. Y el proyecto de la fiesta de
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quince se desdibujó por completo. Susurrando entre dientes, me explicaron que la


harían más adelante. Por un momento les creí, de puro ingenua, y me asusté ante la
posibilidad. Luego les miré los ojos esquivos, reflejando sus cabezas que ya estaban
pensando en otra cosa, se habían olvidado de mí en mi presencia, y me quedé tranquila:
no iba a tener que padecer mi maldita fiesta.

-V-

Por un tiempo estuve convencida de que lo de la separación era una treta que habían
pergeñado de común acuerdo para evitar hacer la fiesta. Y no era una idea irracional.
Después, cuando los vi mejor a cada uno, cuando los vi salir con otras personas y
comenzar otras relaciones, me convencí de que estaba equivocada. Pero no porque ellos
no fueran capaces de pensarlo y de hacerlo.

Pensarán que estoy exagerando, que soy una paranoica. Puede ser, no voy a discutirlo.
Pero es cierto que la relación que tenía con mi familia era muy mala, y que hacían lo
imposible por hacérmelo sentir. Yo era la otra, la extraña, la intrusa. Y no solo por mi
aspecto. Había algo peor: estaban convencidos de que era lesbiana. Aunque yo misma no
lo sabía. Mejor dicho, lo sospechaba, lo sentía, pero no quería saberlo, me negaba, la
posibilidad me resultaba el colmo de la abominación. Ellos sí lo sabían, y me odiaban por
eso. Era una gran desilusión para la familia.

Durante la primaria y primera parte de la secundaria, había intentado imitar a mis


hermanas, sin éxito por supuesto, en cuanto a novios se refiere. Nunca logré que alguien
se fijara en mí. Después tuve un noviecito, secreto, escondido, del que nadie llegó a
enterarse. Tenía mi edad, pero sabía mucho. Me hizo cosas, me hizo hacerle cosas que
me sorprendieron y encantaron, por la desnudez, las posibilidades. Pero había algo que
no estaba bien. No sabía lo que era, si estaba en él, en mí o en dónde eso que no
funcionaba.

Cuando quiso penetrarme, no pude seguir. Duró poco esa relación. Pero me dejó algo
muy bueno: empezar a conocer el sexo y mi cuerpo. Al conocer mi cuerpo, empecé a
saber también lo que me gustaba y lo que no. Y cuando superé el rechazo a la idea que
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mi familia tenía sobre mí, me permití pensar en la posibilidad de que tuvieran razón, que
me gustaban las chicas. Dejé de negar esa sensación que vivía escondiendo tan bien que,
por momentos, lograba hacerla desaparecer.

Como pude y sin conocimiento real, más allá de alguna escena de película, incorporé esa
información a mis sesiones de caricias. Algo pasó, no sé qué, de manera natural. En
poco tiempo los chicos dejaron de preponderar en mi imaginario. Pero no tenía amigas,
no conocía a nadie, con mis compañeras apenas me hablaba. No tenía manera de
comprobar, en la práctica, en la realidad, eso que sospechaban de mí, lo que sentía, lo
que me podía llegar a imaginar. Y no se me ocurría ni loca inventar nada para
corroborarlo. Estaba bien así, haciéndome la paja. Por mí, que la duda quedara para
siempre.

-VI-

Cuando mi padre se fue, deambuló un tiempo sin saber qué hacer, hasta que logró
estabilizarse en un departamento bastante grande, lo suficiente como para que, en un
extraño arranque de paternidad responsable, nos juntara a las hijas y nos preguntara si
alguna quería vivir con él. Yo lo escuchaba impresionada, sin poder creer lo que estaba
diciendo, mientras mis hermanas se retorcían en sus sillas, horrorizadas ante la sola
idea.

En cambio yo acepté, convencida de que, entre las opciones, era el mal menor. Iba a ser
su empleada doméstica y no me iba a dejar salir jamás, no era mal destino. Mucho más
liviano y agradable que convivir con ellas tres. Me parece que en el fondo era lo que mi
padre esperaba y deseaba, pero no mostró alegría ni nada cuando le dije que aceptaba la
invitación. La que mostró alivio fue mi madre. No pudo disimularlo. Cuando se dio
cuenta ya era tarde, intentó arreglarlo y fue peor.

Mis hermanas no se alegraron, porque era una decisión que había tomado por mi cuenta
y no un castigo, algo impuesto, un destierro. Se preguntaban qué ventajas sacaría. Se
preocupaban al respecto y prometían vigilarme de cerca, para evitar que me saliera con
la mía. Por otro lado, mientras me veían armar el bolso, se repartían el espacio que
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todavía no dejaba. Sentí un poquito de vértigo al irme, el justo y necesario, el que se debe
sentir cada vez que damos inicio a una nueva aventura.

Vivir con mi padre fue más o menos lo que yo había previsto, una pesadilla fácil de
soportar, hasta con algunas dulzuras, como sus largas ausencias, su silencio indiferente.
Igual se las arreglaba para controlarme y marcar cada uno de mis movimientos, que eran
pocos y bastante obvios. No ofrecía sorpresas. No salía, no tenía amigos; solo iba a la
escuela y me juntaba con compañeras a hacer trabajos de vez en cuando.

Lo que estuvo muy bien fue que aprendí a cocinar, al principio a la fuerza y a ciegas,
después con gusto, con ganas y buscando información en Internet. De todas las teorías y
recetas que leí llevé a la práctica el veinte por ciento, pero bastante bien, con éxito. Mi
padre me decía siempre lo mismo para demostrar que le había gustado la comida: que
ya estaba lista para buscar un novio y casarme. Mi respuesta siempre era la misma, tan
mediocre que no vale la pena recordar.

Pero en honor a la verdad, este sistema de convivencia que trajo aparejada la separación
de mis padres, con su posterior divorcio, tenía sus ventajas para mí. La relación con mi
madre y mis hermanas había mejorado muchísimo. Solo me denigraban y martirizaban
cuando nos veíamos, hecho que sucedía muy poco.

Mis hermanas se llevan un año entre ellas, y la menor me lleva tres años a mí. En aquella
época, una estaba terminando la secundaria y la otra, empezando la facultad. Muy
ocupadas para acordarse de mí. Y mi madre empezando a entender de qué se trataba el
tema de la plata, que no le alcanzaba con lo que mi padre le pasaba, que ella quería más,
analizando con mucho detalle la situación, preguntándose si tenía que salir a buscar
trabajo o un novio que la mantuviera.

Mi padre trabajaba mucho y ganaba muy bien, pero le pasaba lo que marcaba la ley. Ni
un peso de más. Y encima me mantenía a mí, la que más gastaba en comida. Otra de las
ventajas que tenía por vivir en la prisión de silencio e indiferencia de mi padre era que
disponía de plata todo el tiempo, por cualquier urgencia o necesidad. Siempre tenía en
mi billetera mucho más dinero del que gastaba, porque no tenía dónde ni en qué
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gastarlo. Hasta que apareció mi primo de la Patagonia, de visita fugaz por la provincia,
con su novia y sus mochilas a cuestas.

-VII-

El fin de semana que vino mi primo lo había reservado para la escuela. Era época de
exámenes y había mucha tarea superpuesta. La materia que más odiaba era Historia y
todos sus derivados. Ese año tenía Historia argentina y la profesora era experta en
relacionar cada acontecimiento con la dictadura militar. Me caía muy pesada. Ese era un
tema del que había pasado de largo, de una forma u otra, porque en mi casa no lo tocaba,
en la escuela lo tocaban por encima, lo que veía en la televisión o en Internet de refilón
me parecía ajeno a mi realidad, no entendía de qué se había tratado, no me interesaba
saber, era una historia oscura y densa con la que yo no tenía nada que ver. Las
palabras secuestro, tortura, desaparecido, militar, subversivo, militante, revolucionario,
tenían significados vagos para mí, imágenes en blanco y negro, personas serias, caras de
carnet que no estaban más, que no podía imaginarme que alguna vez hubieran estado,
que no significaban nada.

Y ese fin de semana tenía que hacer una investigación sobre el tema, escribirla,
estudiarla y exponerla el lunes, con proyección de imágenes incluida. Como era
antisocial, el grupo era yo, así que me tocaba hacer el trabajo de cinco. Fue la primera y
única vez que casi me llevé una materia. Porque ese fin de semana no hice ningún
trabajo, el lunes no lo expuse, y a partir de ahí tuve muchos problemas que pude
solucionar a duras penas.

Ángel, nuestro primo de la Patagonia, me había avisado por mensaje privado en


Facebook que iba a pasar un par de días por nuestra ciudad y quería visitarnos. Hacía
muchos años que no nos veíamos con esa parte de la familia y no había comunicación.
De hecho, no éramos amigos en Facebook. Nunca le pregunté cómo me había ubicado ni
por qué a mí y no a mis hermanas, que eran de la misma edad y habían estado más
relacionados.
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Cuando entré a su muro para conocerlo y vi sus fotos, leí sus publicaciones, sus
comentarios, los diálogos ocasionales con los amigos, entendí por qué no las había
conectado a ellas. Primero, estaba equivocada, él era unos años mayor que ellas, ahí se
notaba. Y eran muy distintos. Cuando lo conocí en persona, terminé de comprobarlo.

En cambio yo, con mi cara neutra, en las pocas fotos que subía me debo haber visto más
del palo, más cercana, como para mandarme un mensaje, presentarse y decirme que en
un par de días iba a visitarnos. Mi madre y mis hermanas, al enterarse que venía con la
novia pusieron cara de que se les revolvía el estómago y pensaron que andarían
buscando comida y alojamiento. Mochileros. Vaya Dios a saber en qué estado andarían,
mugrientos, muertos de hambre. Capaz que hasta enfermos. Tanto apuro por venir, de
repente, tantas ganas de vernos, tanto cariño después de años sin un hola. Daba para
pensar.

Cuando le conté a mi padre, me miró de reojo. Era pariente por parte de él, no se podía
hacer el boludo. Pero no le interesaba en lo absoluto. Tenía muchas cosas que hacer. Y
no los quería revoloteando por el departamento, llenándolo de mugres. Él también se
imaginaba que venían a comer y a dormir. Me dejó más plata de la acostumbrada y la
orden de que evitara a toda costa contacto con él, que se los cargara a mi madre. Pero
por las dudas, si me resultaba inevitable tener que atenderlo como a una visita, me dejó
una larga serie de prohibiciones y recomendaciones. Y después se fue, apurado como
siempre. Recién volví a verlo el lunes, cuando Ángel y Antonia ya se habían ido, estaban
cruzando la cordillera y ese fin de semana había pasado para siempre.

-VIII-

El sábado tuve que levantarme bien temprano, para recibirlos en la Terminal. Llegué
puntual, con las excusas de mi familia aprendidas de memoria. Tanto sacrificio fue en
vano, porque el colectivo tuvo un desperfecto en el medio de la nada y llegó con dos
horas de retraso. Como no vivía cerca de la Terminal ni tenía nada qué hacer por los
alrededores, tuve que quedarme las dos horas ahí adentro, deambulando entre los
pasajeros pacientes y la sofocación.
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Hasta que se bajaron del colectivo. A mi primo Ángel lo miré al principio, lo suficiente
como para reconocerlo y asegurarme de que era él. Después lo perdí de vista, porque mi
atención, con mucho disimulo y sobriedad, quedó concentrada en Antonia, en su altura
descomunal, su pelo oscuro de rulos salvajes y amenazadores, sus ojos rasgados que no
me veían, su piel blanca, sus labios chiquitos y rojos, perfectos, fruncidos, sellados, en su
indiferencia abismal. Mientras, Ángel hablaba por los tres, hablaba hasta por los codos.

Ya era mediodía y habíamos desayunado muy temprano. Teníamos hambre. Pero Ángel,
además, cargaba con otra necesidad, otro entripado urgente que necesitaba solucionar.
Por más que sonreía y no paraba de hablar, tenía los ojos extraviados. Me preguntó
dónde se juntaban los artesanos. En la Plaza, a esa hora me parecía que ya estaban
armando sus puestos. Yo no iba mucho por ahí. No se dijo más nada. Dejaron sus
mochilas enormes en una guardería de equipajes y cada uno se quedó con una mochila
más chica. Salimos al costado de la Terminal a buscar un taxi, que pagó Ángel, como
todos los taxis que nos tomamos ese día y todo lo que consumimos ese largo día.

Cuando llegamos, la Plaza estaba en plena ebullición. No sabía que los sábados al
mediodía se ponía así, nunca iba. Me arrepentí profundo para mis adentros, me lo
recriminé. La feria de artesanos, los turistas, las familias, los artistas callejeros, los
artesanos que andaban de paso y tiraban sus paños en el suelo, los músicos animando
con canciones, los artistas plásticos pintando retratos o paisajes imposibles, los grupos
de diversas edades, mezclados, desperdigados aquí y allá, parados o tirados en el pasto,
conversando, riéndose. Algunas charlas giraban en torno de lo que se había tratado la
noche anterior, otras giraban alrededor de lo que se iba a tratar la noche siguiente.

Ángel se perdió de vista a los pocos minutos de haber llegado. Nos dejó solas con
Antonia, sin saber qué hacer una con la otra. A mí me parecía que le caía muy mal,
porque no me miraba, porque en su actitud había un dejo de desprecio. Pero no podía
hacer nada al respecto. Tenía que seguir siendo la anfitriona. Casi con el cuerpo, apenas
con algunas palabras, la invité a recorrer la feria. Era una buena manera de pasar el
tiempo, ella sin tener que hablarme, yo, a su vera, oliéndola como un animalito, tratando
de entender qué me estaba pasando, por qué esa chica me estaba haciendo sentir así.
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Mientras tanto, Ángel andaba de acá para allá, observando, acercándose a alguien,
conversando, riéndose a carcajadas, observando, deambulando, riéndose a carcajadas,
hablando con alguien muy serio, apartados, presentándose a alguien, deambulando,
dando apretones de mano fuertes, riéndose a carcajadas. Yo lo veía entre puesto y
puesto. A veces nos cruzábamos y me guiñaba un ojo, o le daba un beso a Antonia, que
seguía insensible y ajena a todo, preguntando precios, sin escuchar las respuestas.

En algún momento, Ángel nos salió al encuentro portando una enorme sonrisa de
satisfacción y diciendo: Ya está todo solucionado, prima, una maravilla tu plaza.
¿Adónde se puede ir a comer algo? Me estoy cagando de hambre. ¿Vamos, mi amor?
¿Compraste algo lindo? ¿Cómo querés comer: liviano o pesado, fresco o caliente, mucho
o poco? Prima, ¿adónde te parece que se puede comer rico? Mmmhh, vos tenés una
tremenda cara de no conocer nada. ¿O me equivoco? ¿A quién le puedo preguntar? A ver,
espérenme un poquito, ya vuelvo. Ya vuelvo, mi amor, dame un beso.

-IX-

Perdí la cuenta de cuántas gaseosas y helados tomamos, todo lo que comimos, los
lugares a los que fuimos. Mi primo Ángel era muy divertido, incansable, sacaba temas de
la galera y los desarrollaba, mientras nosotras lo escuchábamos; ella, indiferente, yo,
embelesada. No le importó demasiado que los integrantes de mi familia justo ese día
estuvieran tan ocupados. Creo que hasta estaba aliviado. Y al parecer, conmigo la estaba
pasando de maravilla, aunque no sabía exactamente de qué le servía si él sabía moverse
por todos lados mucho mejor que yo.

Llegamos al departamento de noche. Sabía que mi padre no estaba ni iba a estar.


Comimos unas pizzas que compramos de pasada y nos bañamos. Yo estaba lista para
acostarme. Cuando empecé a disponer cómo íbamos a dormir, Ángel me paró en seco,
porque nadie se iba a acostar, era muy temprano, la noche recién estaba por arrancar,
todavía no había empezado lo mejor. Me quedé mirándolo espantada, sin saber qué
decir, cómo reaccionar. Pero él se me adelantó, diciéndome: Prima, andá a ponerte algo
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bonito, o lo que se te dé la gana, vamos a conocer cómo es tu ciudad de noche. Ya tengo


todo arreglado.

No me gustaba salir de noche, hasta se podría decir que le tenía cierta fobia a la idea. En
otro momento me hubiera olvidado de los modales, de mi condición de anfitriona, y les
hubiera dicho que no, que se fueran solos. Pero quería estar donde estaba Antonia. Y
ella, que se había bañado última y tardado mucho más, salió cambiada, lista para
arrancar. No me quedó otra que callar, agachar la cabeza y hacer lo mismo. Menos mal
que en ese momento no fue un problema la ropa que me iba a poner. Ni me di cuenta, me
puse cualquier cosa. Porque a su lado me sentía invisible. Era tan fuerte su corporeidad,
su energía, que me hacía olvidar por completo mi baja estatura, mis kilos de más, mi cara
de nada. Qué me iba a importar cómo ir vestida si no me miraba.

Al final, cuando salimos, los tres estábamos vestidos muy parecido a como estábamos
antes. Solo que más frescos. Antonia usaba ropa cómoda y sin forma, pero igual era sexy.
Algo que llevaba muy adentro, lo irradiaba, y aunque la vistieran con bolsas de arpillera
se iba a ver bella y poderosa igual. Por otro lado, lo único extraordinario que llevaba
Ángel en su vestimenta era una mochila, elegante, más pequeña que la anterior, de la que
no se desprendió en ningún momento, en ningún lugar, durante la larga noche.

-X-

Fuimos a tres boliches. Al principio, en los tres pasó lo mismo: Ángel hablaba con los de
seguridad que estaban en la puerta, no le daban bola, Ángel insistía, hasta que alguno
llamaba por radio, esperaban un momento, más largo, más corto, luego alguien llamaba,
decía algo y nos dejaban pasar. A mí ni me pedían documento: ni nos miraban.

Los tres boliches eran distintos entre sí, sus formas y tamaños y decoraciones, pero
tenían el mismo modo de ser: gente sentada a las mesas, como en un bar tradicional,
gente en la barra, gente parada, en grupos, circulando, mirando videos en una pantalla,
bailando. En los tres iba a pasar lo mismo: a cierta hora las mesas y las sillas
desaparecerían, para volver al lugar una pista de baile. O varias, según el tamaño, la
cantidad de habitaciones y la disposición.
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En los dos primeros, Ángel se escabulló con alguna excusa, y con Antonia lo esperamos
en la barra, intentando pedir algo. Ni siquiera ella, magnética como era, les llamaba la
atención a los bármanes. Conmigo seguía igual, me hablaba lo justo y necesario, me
miraba de reojo. A mí me sobraba. Al rato mi primo aparecía sonriente y nos decía que
nos teníamos que ir, que no importaba, ya íbamos a tomar algo en otro lugar. Yo no
preguntaba nada, era más cómodo. Y me divertía más. Porque así era, como nunca me
había pasado en la vida…, me estaba divirtiendo.

En el tercer boliche, una vez que entramos, cambió la situación. Era gigante, un poco
destartalado pero a propósito, mucho lujo a la vez. No conocía nada de eso, ni siquiera
los nombres. Realidades paralelas. Y me estaba inmiscuyendo en la otra. Ángel se
escabulló con cualquier excusa, pero cuando volvió, más feliz que antes, en lugar de
irnos subimos al primer piso, a un lugar privado. Dos o tres mesas vacías, paredes de
vidrio que dejaban ver la enorme pista ahí abajo, mientras que desde la pista solo veían
un enorme espejo flotando encima, con ellos adentro.

Junto con nosotros llegó Gabriel, a darnos la bienvenida y quedarse un rato con
nosotros. Se notaba que ya habían estado hablando con Ángel. Cuando nos fuimos a
sentar se armó un pequeño despelote, de sentate aquí, me siento allá, y sin querer
terminé sentada al lado de Antonia, un tanto pegada a ella, porque no ocupábamos toda
la mesa, nos ubicamos en abanico para poder mirar la pista, sin que ellos nos vieran.
Teníamos dos mozos a nuestra disposición. Gabriel pidió champán y se armó la fiesta.

Sentarme al lado e Antonia fue mi perdición, porque tomaba todo lo que me pasaba o me
servía, aunque nunca había bebido en mi vida. Lo disimulé muy bien. Y también fue mi
perdición porque al rato nomás que empezamos a tomar, sintiendo por primera vez los
síntomas de la burbujita en mi cabeza, ella me apoyó la pierna, como al descuido, pero
también como a propósito, un momento largo, y después la sacó con brusquedad, como
si recién se diera cuenta, casi molesta.

Me quedé quieta y firme, helada de la sorpresa. Como vi que no me volvía a apoyar, la fui
a buscar donde tenía que estar, pero no estaba, hasta que apareció. Pero no se quedó
quieta, se apartó. Entonces decidí apartarme también, por miedo a que estuviera
alucinando y cometiera una barbaridad. Y al rato se acercó ella, despacito, y volvió a
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encontrarme. Así empezó a pasar. Primero fueron nuestras piernas, después los roces,
las manos en las piernas, las manos sobre las manos, los dedos entrelazados. Yo,
mientras tanto, tomaba y hablaba como una desatada, como nunca, como si fuera la
primera vez. Hablaba con Gabriel, nos caíamos muy bien y hablábamos de todo, a pesar
de ser tan distintos, con su edad, su distinción, su situación económica, el mundo que
había recorrido. Me olvidé por completo de que tenía una vida en otro lugar, muy cerca
de ahí. Se me borró. No sabía que podía hablar tanto.

-XI-

En algún momento, Antonia me preguntó si la acompañaba al baño. Claro, las chicas


siempre se acompañan. El baño era enorme, tal vez más que el de abajo, y sólo para
nosotras. Yo la seguía adonde fuera, hasta que ella lo dispusiera, hasta que me expulsara
de su lado. Pero al llegar a una de las puertas, se dio vuelta, me enfrentó y, en lugar de
expulsarme, me atrajo hacia sí con voracidad, empezó a besarme, nos metió a las dos al
cubículo que olía rico, cerró la puerta y fue una cosa increíble lo que hubo ahí adentro.
No entiendo cómo ese lugar no estalló con eso que pasó, con lo que me estaba
pasando por primera vez, lo que me hizo, lo que me obligó a hacerle, lo que nos hicimos
las dos mirándonos a los ojos.

Cuando volvimos, haciendo un gran esfuerzo para aparentar normalidad, Ángel y Gabriel
estaban enfrascados en una de sus tantas charlas, ni enterados del tiempo que había
pasado. En la mesa había una bandeja plana, con muchas líneas chiquitas de cocaína
servidas de forma irregular. Tuve que hacer un esfuerzo aún mayor para disimular mi
sorpresa. Habíamos estado hablando del tema un rato antes. Tal vez en mi locuacidad di
a entender que tenía más conocimiento del que tenía, que era nada, más el terror que
me provocaba cualquier tipo de droga y el ambiente que las rodeaba.

En cambio, a Antonia la sorpresa le resultó muy agradable. Fue una de las pocas veces
que vi su rostro reflejar algo. Cuando quise acordarme, ya había sacado de su cartera un
tubito de plata, había aspirado con delicadeza y rapidez y me estaba pasando la bandeja
y el tubito a mí, mirándome con esos ojos que sonreían pero sin dejar de reflejar un
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cierto desprecio. No le podía decir que no. Pensé que me iba a ahogar, que se me iba a
meter por otro lado y me iba a asfixiar, muerte ridícula, todo eso pensaba. Ya había visto
cómo se hacía, en muchos lados, la vi a Antonia. Pero igual, en lugar de aspirar, soplé, un
poquito, porque iba apuntando desconfiada. Antonia se rio, los otros estaban hablando.
Me quiso explicar, pero yo no la dejé. Era cuestión de concentrarme. Y me salió bien.
Tanto que me tomé otra, para confirmar lo aprendido.

Como si me hubiera caído un rayo en la cabeza, así me la partió ese segundo saque, en no
sé cuántas partes. Por suerte siempre he sido una reina del disimulo y pude ocultar lo
mejor que pude lo que me estaba pasando. El corazón empezó a latir muy rápido y con
distintas frecuencias. No se me salió por la boca, pero pude entender que esa frase no
era una metáfora y mucho menos, exagerada. Después, la conmoción fue aminorando y
solo me quedó un estado de excitación ideal para mezclarlo con el estado en que me
había dejado Antonia. La certeza de que desde esa noche, a partir de ese momento, yo
podía hacer que todo fuera posible.

Tengo que decir lo que me pareció la cocaína, no quiero ser hipócrita al respecto: me
encantó. Lo primero que hizo fue sacarme la borrachera, que ya me estaba abrumando.
Me puso el cronómetro a cero. Lo segundo que hizo fue otorgarme una lucidez muy
afilada, inusual en mí, que me hacía ver lo que estaba pasando, lo que había pasado en el
baño, con una mirada más comprensiva y divertida, más permisiva de la que usualmente
me hubiera jactado.

A partir de ese momento, la noche se volvió aún más larga. Ángel y Gabriel se iban,
volvían, no se podían quedar quietos. No sabía si Gabriel era el dueño del lugar. No
importaba. Se movía como si lo fuera. Con Antonia fuimos dos veces más al baño. Y
llegamos a besarnos en la mesa, cuando los vimos a los dos hablándose a los gritos, ahí
abajo, perdidos entre la multitud.

Cuando nos despedimos, Gabriel me puso su tarjeta en la mano, diciéndome que había
sido un placer, cualquier cosa que necesitara estaba a mi disposición, que lo
considerara mi amigo. Con Ángel y Antonia se despidió de otra forma, porque ya no
volverían a verse. Ellos se iban el lunes, y yo sentía, por adelantado, cómo mi alma se iría
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detrás de ellos, mendigando, dejando atrás solo una cáscara vacía, apachangada, que
tendría mi nombre.

-XII-

Ángel no quiso ir al departamento de mi padre. Le parecía una desprolijidad de su parte.


Propuso que fuéramos a un hotel. A mí la idea me pareció de lo más divertida, no
conocía un hotel por dentro. Antes de despedirnos, en plena madrugada, Gabriel llamó
por teléfono al hotel de un amigo y nos hizo el enlace. Nos iban a recibir a esa hora sin
hacer preguntas, sin firmar nada.

Cuando llegamos, descubrimos que era mejor de lo que esperábamos. Ángel pidió dos
habitaciones: una con cama matrimonial y otra simple. No tenían. Nos consiguieron una
familiar, con matrimonial y camita chiquita al lado. Ideal para mi tamaño, no para mi
peso.

Antonia traía escondida una botella de champán que se había robado, aunque no hacía
falta. No sé en qué momento estábamos los tres en la cama grande, tomando y hablando.
Por ser mi primera vez, y con tanto, no lo hice nada mal, debo admitirlo, aunque era una
habilidad de la que, con el tiempo, quise prescindir.

No me acuerdo cómo llegamos ahí. No sé de qué estábamos hablando. No sé si Antonia


insinuó algo de lo que había pasado, o fue Ángel, que nos estaba contando una historia
que de pronto se volvía erótica y provocadora. No me acuerdo, estaba muy ebria, no
importa cómo, porque estábamos ahí los tres, de pronto muy juntos, en ese lugar
extraño, entre nosotros, también extraños, ahí, en silencio, solo nuestras respiraciones,
cerré los ojos, no me acuerdo por qué, ni quién me acarició primero, pero sé que después
hubo un segundo, y después muchas manos que iban y venían, hurgueteaban,
acariciaban, buscaban los recovecos. Interminables, y cada vez buscaban más, querían
más. Imposible pensar en detenerlas.

Hasta que las tuve que parar, haciendo un gran esfuerzo, cuando Ángel quiso
desprenderme el pantalón y volví en mí, se rompió el hechizo, supe lo que estaba
pasando, y lo que iba a pasar. Y me di cuenta de que no. Que así no quería que pasara, no
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con un hombre, no estaba preparada, quería estar con Antonia, con ella sola, pero no se
podía, era así, éramos los tres, había que tomarlo o dejarlo. Y lo paré, con dolor en el
alma, con un arrebato en el cuerpo, una gran desilusión. Dolor por ambos, porque mi
primo me gustaba, quería devolverle algo de todo lo que me había dado, y porque me
perdía esa oportunidad única de estar con Antonia. Desilusión, porque era mi primer
falla como anfitriona, una falla importante, que truncaba el final de una jornada perfecta.
Pero no podía hacer nada delante de Antonia, menos con un hombre, menos la primera
vez.

Me insistieron un poco más, tuve que ser determinante. Entonces quedaron ellos de un
lado y yo del otro, en esa enorme cama matrimonial, que nunca había visto una tan
grande. O me lo habrá parecido, de tanta soledad que sentí cuando se dieron cuenta de
que era en serio y entonces me pasaron de largo, siguieron jugando, ignorándome. Yo no
sabía qué hacer, estaba inmovilizada, bloqueada. Me sentía una estúpida. El juego se fue
poniendo más intenso y al poco rato estaban haciendo el amor al lado mío, casi
tocándome, espasmódicos, con urgencia, con calentura, llenando el ámbito de jadeos,
exclamaciones, quejidos y palabras obscenas, que susurraban o gritaban, haciendo de
cuenta que no estaba. Y yo tiesa, boca arriba, incapaz de moverme, de ir hacia la otra
cama, de salir al pasillo e irme corriendo del hotel.

Se hicieron el amor con rabia. Yo nunca había visto algo semejante. Ni siquiera en una
película. Mucho menos lo había imaginado. Pero pasada la sorpresa inicial, empecé a
sentirlos impostados, exagerando su papel. Sobre todo Antonia. En el final, atronador me
pregunté si no estaría actuando. ¿Para él, para mí? Después se quedaron dormidos,
abrazados, uno encima del otro. Antonia, desaparecida en ese abrazo. En ese acto. Fue tal
la violencia que ejercieron contra mí esos dos, que no me pude dormir. Quedé ahí,
insomne de agotamiento, con un cansancio de plomo arrastrándome hacia abajo, hacia
adentro, empapada a causa de esa tormenta torrencial que me había azotado en plena
intemperie, dejándome apaleada, casi muerta.
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-XIII-

Finalmente me dormí. Cuando desperté, ya no estaban; una nota sobre la cama me decía
que habían ido a pasear y que nos viéramos a las nueve en el hotel. Faltaba mucho para
eso. Me levanté y me fui de ahí, sin intenciones de regresar. Pero cuando pasaron las
horas, encerrada en el departamento, dando vueltas sin saber qué hacer con mi vida, me
arrepentí de mi decisión tan radical y decidí ir a verlos y enfrentarlos. Reclamarles lo
que había pasado la noche anterior, hacerles una escena, un escándalo. Llegué a las
nueve y media al hotel. Tarde. Habían pasado a cambiarse y vuelto a salir, con rumbo
desconocido. Sus objetos personales seguían ahí.

Al otro día recibí bien temprano un mensaje de Ángel, diciendo que a eso de las diez iban
a estar en la Terminal, yéndose. Tenían planeado atravesar la montaña y llegar al mar.
Llegué a horario. Estaban como el día que llegaron: Ángel hablando sin parar, inquieto,
yendo de aquí para allá, Antonia inaccesible, inmutable. Yo, sin saber qué hacer conmigo,
dónde meterme. No tenía sentido reclamar nada, armar un escándalo. Ya había pasado.
Entre ese amontonamiento de gente llegando o esperando y el calor, solo se podían
decir cosas vanas, desear buenos viajes, buenas vidas, mentir promesas de
comunicación, mirarse a los ojos con agradecimiento por los buenos momentos que
habíamos pasado. Y nada más.

Cuando nos despedimos, Ángel me dio un abrazo rápido e intenso, me despeinó el jopo y
se fue a lidiar con los maleteros. Antonia aprovechó ese momento para mirarme fijo,
con emoción. Sus ojos achinados y misteriosos me estaban sonriendo desde vaya a
saber qué profundidad. Y después me abrazó, hasta los huesos. Y me dijo hermosa, al
oído. Y me rozó la boca con un beso. Después subió al colectivo con mi primo Ángel y se
perdió para siempre de mi vista, de mi vida, cuando el enorme vehículo empezó a
moverse.

Más tarde, en el departamento, después de llorar todo lo que pude, cuando me calmé y
ya solo quedaba buscar lo bueno que me había dejado aquella visita, llegué a la
conclusión de que había dos cosas que rescatar: una, que definitivamente estaba
comprobado que me gustaban las mujeres, ya no lo podía dudar ni negar, por lo menos
para mí; dos, que tenía un amigo, inesperado, improbable, pero amigo al fin, Gabriel, que
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podía contar con él para lo que necesitara. A los dos días lo llamé para preguntarle si
me podía conseguir cocaína. Por supuesto que sí, nena, me contestó. ¿Cuándo y dónde
querés que nos veamos, cuánto necesitás? Así fue como comencé a gastar la plata que mi
padre, movido por sus culpas, me dejaba a mansalva.

-XIV-

Esto ocurrió en el verano, entre tercero y cuarto de la secundaria. Los dos años que me
quedaban fueron distintos para mí, aunque desde afuera no se viera ningún cambio. Es
que me los pasé tomando. No sé qué tenía en mi cabeza y en mi cuerpo que absorbían
tan bien los efectos de la cocaína. No se me notaba. Seguí haciendo la vida de siempre,
aislada de mi familia, de mis compañeros; cuando me juntaba en grupo, por obligación,
era lo mismo, mi presencia apenas se hacía sentir, solo se veía mi trabajo, que no era
sobresaliente, pero era metódico y puntual.

Tomaba todo el tiempo, medido, exacto, siempre en los mismos momentos, la misma
cantidad. De vez en cuando, algún sábado a la noche me descuidaba y tomaba de más,
escuchando música fuerte, con algo de alcohol, compadeciéndome de mí misma,
volviendo a llorar. No la pasaba tan mal, era necesario. Pero no volví a salir, a pesar de
que Gabriel me invitaba siempre a visitarlo a alguno de los lugares donde trabajaba. Le
agradecía la cortesía, pero no, estaba más tranquila en mi casa, mirando películas en
Internet, viviendo otras vidas. Tenía lo que necesitaba.

Lo que me daba la cocaína era un nuevo punto de vista. Mi mundo interior se había
ampliado una enormidad, agudizados mis sentidos, mi inteligencia era materia
moldeable con tendencia a crecer sin límite, mi moral y mi ética se iban trastocando en
forma constante, adaptándose, retorciéndose, hasta convertirme en una especie de
super-villana con una inteligencia superior que todo lo sabía y lo veía, la raza humana
no tenía secretos para mí, estaba más allá del bien y del mal, mi odio no era resentido ni
desbocado, no, era un odio frío, calculador, sagaz, paciente, sobre todo paciente, con un
ansia y una capacidad de destrucción que no se habían visto, que no volverían a verse
nunca jamás en este planeta de morondanga en el que me mecía.
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El principal foco de mis desgracias, por supuesto, seguía siendo mi familia, juntos y
por separado. No entendía esa capacidad que tenían para hacerme la vida insoportable,
siendo que no nos veíamos nunca, que nos hablábamos poco y lo esencial. Nacidos para
joderme la existencia. Con Gabriel era el único con el que de verdad me comunicaba,
cada vez que le compraba era una excusa para juntarnos a charlar. Le terminé contando
lo que me pasaba, la historia con Antonia, esa noche interminable, esa madrugada
sórdida. Me atendía, me entendía, me decía palabras que, de haberlas escuchado, me
podrían haber curado las heridas. Pero yo estaba sorda, solo me oía a mí misma,
llorando sin sosiego esa causa perdida, que sobredimensionaba, extasiada por mi
propio, mi primer melodrama. Viéndolo a la distancia, Gabriel me quería, me tenía una
paciencia enorme, no tenía límite para mí, nunca se hartaba.

Con Ángel nos escribíamos de vez en cuando. Y con el tiempo nos dejamos de escribir,
solo mirábamos las publicaciones del otro, le poníamos “Me gusta”. Como Antonia no
tenía Facebook, la comunicación con ella era a través de él, y nunca la nombrábamos, ni
por equivocación. La veía en alguna foto que subía, ella acompañando, inmersa en su
lejanía. Hasta que dejó de salir. Se esfumó. Ángel no decía nada, no la nombraba. Y yo
no me animaba a preguntar, por miedo a que se diera cuenta. Así salió de mi vida, en
silencio, en secreto, como un fantasma. Con el tiempo y con mucho esfuerzo, dejó de
importarme.

Pero no me podía enamorar. No había manera. El misterio de mi sexualidad por fin


estaba resuelto, me gustaban las mujeres, las veía distintas, apetecibles, podía llegar a
adorarlas con locura, pero me había enamorado de la peor. Estaba intoxicada de ella.
Cada chica nueva la veía, la destripaba, a través de Antonia, la obligaba a improvisar
con ella la danza de la comparación, esa absurda pelea perdida desde los principios de
la eternidad. Cuando terminé quinto año, seguía siendo virgen, en el sentido drástico de
la palabra, y estaba más sola que nunca, más sola que nadie, no me conocía, no sabía
quién era. Apenas vislumbraba algunos destellos de respuesta que no me daban paz ni
seguridad. No sabía para qué, ni para quién, seguir respirando.
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¿Y mi afilada maldad? ¿Y mi mente superior? ¿Y la super-villana? De un día para otro


derrapó, sin previo aviso, y desde ahí empezó a caer, en picada pero en cámara lenta,
como un planeador.
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Segunda parte
Aprender a hundirse
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-XV-

Terminé la secundaria con dos novedades: la primera, mis padres, demostrando que aún
separados eran el uno para el otro, encontraron sus respectivas nuevas parejas casi a la
vez, comprobando que lo suyo era irreversible; la segunda, rendí mal el examen de
ingreso para Auxiliar Técnico en Radiología, la carrera más corta que encontré y que me
aseguraba un trabajo fácil, rentable, seguro, sin complicaciones.

Una vez más, me las arreglé para ser la vergüenza de la familia. Y en este caso, la mía
propia también. Me sentí bastante pelotuda. El grueso de mis compañeros y la gente que
conocía de mi edad habían ingresado a alguna carrera más o menos importante, según
las economías, las capacidades, las ambiciones. Mis hermanas eran alumnas brillantes y
adelantadas en las suyas, que de paso eran un dechado de obviedad: medicina y
abogacía. Yo era la única que había quedado afuera. Y eso que había elegido algo de
segunda línea. El curso de nivelación era bastante básico para lo que estaba
acostumbrada a resolver. Pero no tenía ganas, motivación, no sabía qué hacer con mi
vida, ni interés en vivirla. Y se me notaba.

Respecto de las parejas de mis padres, tuve la misma experiencia con ambos: de entrada
nomás no nos caímos bien, pero supimos disimularlo. Como nos veíamos poco, la
relación era fácil. La novia de mi papá era una mujer linda, pero mala persona. Muy
pocas veces fue al departamento. Vivía en las afueras de la ciudad, en un barrio privado,
coqueto, como ella. Mi padre iba a visitarla o se encontraban en el centro. Del novio de
mi mamá no me acuerdo, fue intrascendente, aunque duró bastante. Me acuerdo bien del
otro, el definitivo, que vino mucho después del tiempo en que transcurre este relato.

Ese año tuve que encararlo con la cabeza gacha, aguantando los comentarios, las
admoniciones, las conmiseraciones a mis espaldas. Mi madre se dio el gusto de decirme
todo lo que quiso, durante el tiempo que quiso. Y de hablar mal de mí con quién se le
cruzaba. Yo la dejaba; escucharla sin reaccionar era parte de la deuda que tenía que
pagar por haber sido tan pasmada.

Año sabático. Ese fue el plan. A la fuerza. Una idea nueva a la que me costaba
acostumbrarme. Mi madre, al enterarse de que no iba a cursar en la facultad, pronosticó
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que esa iba a ser mi perdición. Mi padre no fue tan tajante. Me miró un rato largo en
silencio y me dijo que estaba bien, que aprovechara el tiempo para hacer cursos, que
estudiara un idioma mientras tanto. Pero que no trabajara, porque me iba a acostumbrar
al sueldo y no volvería a estudiar. Que por la plata no me hiciera problema: seguíamos
igual. Fue un buen consejo de su parte, hasta lo tomé como una demostración de cariño.
Le prometí y me prometí cumplirlo al pie de la letra. Pero ganó mi madre. Sin saber nada
de mí, sin conocimiento de causa, sin tener el don de la videncia, solo por decirme algo
hiriente, ella pronosticó justo lo que iba a pasar: ese año sabático fue mi perdición.

-XVI-

El problema fueron esos dos meses, enero y febrero, que en general la gente usa para
descansar, viajar y hacer nada. Yo los usaba así también, salvo por lo de viajar. Pero esa
vez, la perspectiva del vacío hacia adelante, la incógnita de cómo encarar mi vida, me
tenían molesta, incómoda, muy mal. Ya no estaba tranquila conmigo, en mi soledad. Y la
cocaína no me ayudaba para nada, porque me ponía la cabeza enferma, me cuestionaba,
me criticaba, me hacía sentir miserable, me llenaba de malos augurios, me rebajaba aún
más de lo que ya me había acostumbrado. ¡¿Cuántos subsuelos del alma se podían visitar
en una sola noche, en un solo murmullo parejo y atormentado?!

Como soy una sobreviviente y siempre tengo un plan de escape hasta en las peores
situaciones, decidí aceptar la eterna invitación de Gabriel, que estaba volviendo de una
de sus tantas vacaciones. Como para descomprimir. No me iba a venir mal una noche de
dispersión, comunicarme con seres humanos, tomar un trago. Tenía que abandonar esa
rigidez con la que vivía, hacer algunos cambios. Me había servido para la secundaria,
para esa estructura en la que tenía organizada mi existencia, pero ahora mi rigidez me
asfixiaba, se había vuelto prisión, camino a convertirse en camisa de fuerza.

Gabriel, todo un caballero, me pasó a buscar. El boliche al que fuimos era como los otros,
la misma sensación de irrealidad y saturación. No tenía un lugar privado como aquel en
donde nos conocimos, pero nos ubicaron en un buen sitio, cerca de un escenario con
música en vivo. Desde que nos sentamos, Gabriel se convirtió en la persona más
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solicitada del lugar. Por celular, en persona, se paraban a saludarlo, lo invitaban con
tragos, se encontraba con amigos que no veía desde hacía años, lo invitaban a otras
mesas, me pedía disculpas, se iba con uno, volvía con otro. Me juraba que nunca había
tenido una noche con tanta actividad.

Yo me quedaba quieta ahí, concentrada en los músicos y en mi trago, tratando de no


mirar demasiado para los costados. La banda era aburrida y el trago no me pegó.
Encima estaba atacada y no me animaba a ir al baño a tomarme un buen saque y dar
vuelta la situación. Me moría de ganas, pero más me moría de miedo de pararme en ese
lugar, rodeada de ojos y pensamientos, atravesar kilómetros de esa marea putrefacta y
llegar al baño, que estaría atestado de chicas chillonas y burlescas.

A Gabriel le hacía creer que estaba todo bárbaro, me estaba divirtiendo como loca. ¿Qué
le iba a decir?, ¿qué era todo una mierda? No se lo merecía. Cuando me llevó de vuelta al
departamento, hablamos un poco, le seguí mintiendo sobre la maravillosa noche, me
aconsejó, me pidió que no tomara tanto, me amenazó con ternura que no me iba a
vender más, me pidió que me cuidara, me hizo prometer que saldríamos de nuevo, me
prometió que la próxima noche no me iba a dejar sola, se volvió a disculpar, me
preguntó si estaba enamorada de alguien, le dije que no, si me había gustado alguien en
el boliche, le sonreí, le dije que no, me dio las buenas noches, me deseó que durmiera
bien y se fue cuando se aseguró de que estaba adentro. Gabriel nunca perdía el control,
aunque hubiera estado toda la noche tomando.

Cuando entré al departamento, parada en el comedor, me prometí no salir más, con


nadie, ni sola, renunciar a la vida en sociedad, darme por vencida y entender de una vez
por todas que era una perdedora compulsiva. Y ahí me quedé, respirando con furia,
encandilada por la revelación. Después, pasado el rato y apagado el brillo que me
cegaba, pensé un poco y terminé confesándome que estaba en problemas. Y no sabía
cómo solucionarlos. Acto seguido, me puse a tomar cocaína como nunca, la que no había
podido tomar durante la noche. En un ratito, me la terminé.
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-XVII-

Ahí me quedé, regulando en cuarta, sin saber qué hacer, por dónde arrancar, hacia
dónde seguir. Cada curso, cada taller que preguntaba terminaba en febrero o empezaba
en marzo. Y mi cabeza no se quedaba quieta, quería algo, no sabía qué, no se animaba a
indagar, tal vez quería lo mismo que mi cuerpo, revolucionado, que no podía estar en
ningún lugar, intolerante. Y como mi cabeza y mi cuerpo no se comunicaban, el mundo
estaba fuera de foco, descentrado, mal pegado, desequilibrado, corrido de su lugar.
Encima tomaba mucho, comía nada y seguía gorda igual.

Pero no cumplí mi promesa, volví a salir con Gabriel, que estuvo una semana
taladrándome la oreja con una banda que tocaba ese sábado, en el mismo lugar, eran de
la Ciudad, estaban creciendo mucho, tenía que escucharla, me iba a encantar, en eso no
se equivocaba, ya iba a ver, era un recital muy importante, esa banda iba a trascender,
iba a ser un recital histórico, que después se iban a la Capital, no me iba a arrepentir, me
iba a agradecer haber estado ahí, se lo iba a agradecer. Hasta que acepté.

La banda me pareció bien, nada del otro mundo. No decía nada que me resultara
atractivo, que me hablara a mí. Pero estaba bien. Aunque nunca trascendió. No sé si
Gabriel tenía mala intuición para esas cuestiones o las había inventado para
convencerme de que saliera.

La gente era muy distinta de la de la otra noche. Había más movimiento, una ebullición
constante. A pesar de tener las defensas tan altas, un poco como que me contagió esa
energía. No me sentía tan aislada, tan extranjera. No me importó que Gabriel hablara con
otra gente. Era inevitable. En algunos momentos intervenía en las conversaciones, en
otros me iba a dar una vuelta. Me animé a ir al baño. No era para tanto. Estaba siempre
lleno, pero cada una hacía lo suyo. Ni me miraban. Y varias entraban a hacer lo mismo
que yo, era muy fuerte el olor a descalabro mental que se sentía ahí adentro.

En lugar de parejas habían grupos, de un mismo género o mixtos, pero me llamaba la


atención un grupo de chicas, once con exactitud, más grandes que yo, muy desinhibidas,
bulliciosas, que no eran lindas ni llamativas en lo particular, pero tenían un gran
magnetismo. No se quedaban quietas, las veía moviéndose todo el tiempo, o paradas en
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algún lugar, confabulando, cagándose de la risa, arengando a la banda, bailando entre


ellas, ajenas al mundo, como poseídas. Me produjeron una intensa curiosidad, me
pregunté cómo se sentiría estar ahí, en trance, rozando esos cuerpos, exponiendo el mío,
entremezclada con ellas.

-XVIII-

Cuando la banda terminó de tocar las perdí de vista. Me fui a buscar un trago y cerca de
la barra me encontré con Gabriel; nos quedamos charlando. Era tempano todavía. Y la
estaba pasando bien. Acordamos vernos más tarde para decidir a qué hora nos íbamos.
Cuando entré al baño me las encontré, de lleno, a las once, que se quedaron calladas de
repente, con cara de orto.

Nos quedamos mirándonos, ellas amenazantes, yo desconcertada, hasta que una me


dijo: Andate, nena, esto es para mayores. Mientras, otra la insultaba por lo bajo a la
encargada de cuidar la puerta, que se empezó a acercar con actitud de echarme a la
fuerza. Del apuro que llevaba por tomar tenía el papel en la mano. No sé cómo se me
ocurrió, de dónde saqué la idea, la caradurez para hacerlo. Lo abrí adelante de ellas, lo
mostré. La que venía a sacarme se paró, sorprendida. Tomé un buen saqué, con la uña
del meñique, mirándolas. Después les pregunté: ¿Quieren? Y no hizo falta decir más
nada, se me tiraron las once encima aullando.

Por supuesto que no les convidé, ni loca, pero se cagaron de la risa y de inmediato me
incorporaron al grupo. No me preguntaron ni el nombre. Volvieron a vigilar la puerta y
nos pusimos a tomar y a debatir qué destino era mejor, si seguir allí, que según ellas
estaba muerto, o salir de gira a encontrar mejores puertos. Fue tan natural que no me
daba cuenta de lo que estaba pasando, era como si siempre hubiera estado ahí, entre
ellas. No podía abandonar mi sonrisa y el corazón me latía muy rápido.

Decidimos salir. Nos movíamos como un vendaval. Busqué con la vista a Gabriel para
avisarle, pero el vendaval desvió muy rápido mi atención. Andaban en dos autos, mejor
dicho andábamos, porque yo ya era una más. Como a la media hora de girar me acordé
de Gabriel, y tuve un pequeño ataque de conciencia y remordimiento. Le mandé un
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mensaje al celular, diciéndole que estaba bien. No lo contestó. Después nos estacionamos
y en una vereda empezamos a urdir un plan para entrar a un boliche y amenazar con
que si no nos daban tragos gratis les armábamos terrible quilombo y nos poníamos en
tetas. Cada una aportaba alguna idea para reforzar la planificación. Me reía a
carcajadas, como hacía años no lo hacía. Eran iguales a mí. Convencida desde siempre de
que no existían, sentía que por fin había encontrado a mis pares. Me acordé de mi
película preferida cuando supe en mis adentros que ahí estaba comenzando una
hermosa amistad.

-XIX-

Era un grupo muy peculiar el de mis nuevas amigas. Para empezar, no tenía líder fija,
cada una podía tomar la posta según la situación y el momento. Un número de
integrantes variable, el piso era de diez, a veces había más, a veces menos. Eran
lesbianas o bisexuales, no aceptaban heterosexuales, por más divertidas y locas que
fueran. No eran amigas entre ellas, de juntarse por fuera del grupo, entre tres, a charlar
de la vida; se reunían para salir, divertirse, tener sexo, según cómo se organizara la
noche. Algunas trabajaban, otras trabajaban y estudiaban, varias disponían de
departamento, con más o menos habitaciones. No se enamoraban, no tenían pareja
estable, a lo sumo relaciones temporales, tenían sexo con preferencia adentro del grupo,
pero incursionaban cada tanto afuera. No tenían reglas, lo que mencioné con
anterioridad, parecido a una reglamentación, eran formatos, modos y costumbres,
idiosincrasias que les habían ido surgiendo entre salida y salida, como la hierba salvaje.

Se habían contactado a través de Facebook. Ahí se consolidaron como grupo, a través de


las charlas enquilombadas, las referencias, los links infinitos, las indiscreciones propias,
las confesiones ajenas, las ideas delirantes que se tiraban a la mesa, los planes
sofisticados de travesuras diversas, las arengas de acción. Pero por sobre todas las cosas,
el amor inalterable, la devoción absoluta, la pasión sin límites por la cocaína. Dos años
antes se habían encontrado por primera vez, en vivo y en directo, en la Peatonal, un
viernes 13 a la medianoche para que no hubiera dudas, dispuestas a hacer desastres y
maravillas, dispuestas a apoderarse de la Ciudad. Y no pararon nunca jamás.
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Mi vida dejó de ser rutinaria por completo. Me integré con una naturalidad pasmosa al
grupo, no lo podía creer, no entendía qué había pasado, no quería entender. Por
primera vez en mi vida tenía ganas de vivir, el concepto de lo que significaba estar viva
podía sentirlo en la piel y en el alma. No iba a perder tiempo deteniéndome a razonar. Ya
había tratado de hacer eso durante años, sin grandes resultados.

Aunque existían otras redes sociales más directas y otros sistemas como el teléfono, que
se usaba en casos de mucha necesidad y urgencia, por una cuestión de fidelidad seguían
comunicándose a través de Facebook. Por consiguiente me tuve que comprar un celular
que tuviera Internet y webcam, porque al principio no me enteraba de nada; después,
estaba obsesionada en el muro esperando algo. El celular me permitía posibilidad de
movimiento. Porque de pronto me dieron ganas de moverme, me subí al envión
delirante de mis nuevas amigas, en grupo o en solitario, andar por ahí, mirar, descubrir
esa ciudad en la que había vivido durante años y no había querido conocer nunca.

A Gabriel no le gustaron mis nuevas amigas, las conocía de antes, no las quería. Y ellas a
él tampoco. Él nunca dijo una palabra al respecto, ellas, desde que supieron que éramos
amigos, vivían injuriándolo al pobrecito, describiéndolo con epítetos denigrantes,
vituperándolo de mil formas. Se preocuparon con dedicación y saña a complicarnos la
amistad, tuve que hacer operaciones de espionaje y contrabando para poder seguir
viéndolo. Cuando nos encontrábamos de noche, en algún boliche, apenas si podía
saludarlo. No es que me prohibieran nada, ni mucho menos, eran sus movimientos, sus
cerrazones, sus acaparamientos los que no me dejaban actuar, mejor dicho, me
obligaban a actuar para donde la decisión del grupo mandaba.

Y con mi familia logré durante bastante tiempo ocultar esta nueva y tormentosa amistad.
No me servía de nada que se enteraran, al contrario. Mis hermanas salían a lugares muy
distintos de los que iba yo, así que era casi imposible cruzarnos. Mis padres estaban en
pleno redescubrimiento del romance con sus respectivas parejas, no les importaba nada
de mí, de nadie, de nada. Cuando conocieron a mis amigas, se enteraron de mí, de cómo
estaba haciendo eclosión. Trataron de reaccionar, se enojaron, pero ya era tarde, no
tenía retorno, mi vida entera les estalló en la cara.
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-XX-

La amistad con el grupo de chicas duró un año y medio. No voy a contar con detalles la
enorme diversidad de historias que viví durante ese tiempo. No nos peleamos ni el
grupo se rompió, para nada. Solo fui yo la que no se aguantó el cimbrón. Me descalabré,
me expuse, sin querer las expuse a ellas, quedé en carne viva, me aislaron y dejamos de
vernos, de comunicarnos, para siempre. No supe nada más de ninguna de ellas. Y todavía
las extraño. Estoy convencida de que aún siguen de gira mis amigas locas, viviendo esa
furia, esa vida de locomotora desbocada, poetisas caníbales y salvajes que no le tenían
miedo a nada. Lo que no sabría decir es que si las que todavía andan son ellas, maduras,
espléndidas, enteras, o son sus jirones, sus desechos andantes, sus fantasmas.

No voy a contar detalles, soy pudorosa, pero lo que sí puedo decir es que tuve mucho
sexo en ese tiempo, y muy bueno. Con una, con dos, con tres, con más, dos o tres veces
con muchas más. Experiencias increíbles que no volví a repetir, pero atesoro en mi
corazón, en mi carne. Esas manos, esas bocas, esos ojos, esos pubis, esas pieles, esas
palabras me hicieron sentir hermosa, amada, importante, trascendental. También
estuve con un hombre como parte de mis nutridas experiencias, aunque fue una
experiencia fea, patética, que no quiero recordar. Me terminó tratando como a una cosa
y me cogió por todos lados, por donde quise y por donde no. Yo sabía que alguna vez en
mi vida iba a estar con un hombre, para saber, para no quedarme con la duda. Y me
estaba preservando para el indicado. Hasta que una noche de borrachera suprema me
olvidé del mundo y me acosté con ese cerdo, que no supe ni cómo se llamaba.

Trataba, con algún éxito, de llevar una perfecta doble vida. Con mi familia no quería
cambiar nada, no me quería independizar, no tenía intenciones de romper esos vínculos:
por más que los odiara y sintiera que trataban de asfixiarme, no estaba preparada para
romper nada. Para disimular, me inscribí en algunos cursos, de inglés, de italiano, uno
pedorro de computación, otro de preceptora, de secretariado ejecutivo que estaban
haciendo dos chicas del grupo. Me metí a un taller de teatro, de guitarra, de danza
contemporánea. Algunos les pagué adelantado y nunca fui, a otros fui varias veces,
salteado, y un día me desaparecí sin pagarles. Lo único que recuerdo con nitidez de ese
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tiempo es a mí mintiendo, a los demás, a mí misma, mintiendo. Un tejido de telarañas de


mentiras para cubrir otro tejido.

Pero esa doble vida, en muy corto tiempo, fue teniendo sus costos. No estaba
acostumbrada a vivir así, a tanto y tan de pronto, por más que mi cuerpo y mi cabeza se
la bancaran, adaptados con naturalidad a los grandes cambios, algo se iba erosionando
por debajo, implacable, carcomiendo los cimientos, llenándome de una gran nada que
me iba dejando sin espacio para poder respirar en mis adentros.

Con Gabriel hubo un momento en que tuvimos que dejar de vernos, para simplificar el
asunto y no terminar peleados. Nos queríamos y respetábamos demasiado. Fue de
común acuerdo y nunca tuvimos que hablarlo, simplemente sucedió. Lo pudimos
solucionar a la distancia, con solo mirarnos. Cuando dejé de comprarle, hacía rato que lo
hacía en otros lados. Seguía con él por fidelidad, aunque había encontrado kioscos más
disponibles, menos conservadores, que alentaban mi estilo de vida desbordado,
desdoblado, mis embustes a mansalva, mi bullicio interior, mi frenesí.

-XXI-

Ese año lo terminé bien, se podría decir. Pero no intenté entrar a ninguna carrera, no
tenía trabajo, no había completado ningún curso. Empezaron las discusiones, las
acusaciones, los reproches, que el verano apaciguó un poco, cuando cada uno salió de
vacaciones hacia algún lugar. Yo me quedé en el mismo de siempre, instalada en mi
eterno ocio. Mis amigas decidieron no salir de vacaciones, la Ciudad se llenaba de
turistas en esa época, había muchas maldades que hacer por acá. Y vaya si las hicimos.
Fue un derroche de creatividad el que desplegamos para tener sexo, comer, tomar y
pasear gratis, aprender idiomas, enamorar a incautas.

Cuando llegó marzo, se rompió el hechizo. De repente el mundo se oscureció y la fiesta


se vio interrumpida por la abrupta realidad, que yo no quería ver. Volvieron las
preguntas, los reclamos, los reproches, las comparaciones, y me iba quedando sin
argumentos con los que defenderme; entonces, atacaba. Y eran discusiones
interminables con mi madre y mis hermanas.
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Mi padre seguía sin reclamarme gran cosa, haciéndome el aguante, pero el golpe
traicionero, la zancadilla letal, vino de su parte, cuando me dijo que estaban hablando
con su novia sobre la locura de tener ella casa propia y él pagar por ese departamento,
que no tenía sentido. Se llevaban muy bien, casi convivían. Igual no habían decidido
nada, pero lo estaban charlando. ¡Claro que tenía mucho sentido, en ese departamento
vivía yo! Fue como si el suelo se me desapareciera, sentí el mismo vértigo, la misma
orfandad de estar flotando en el espacio, a la deriva, rodeada por la nada.

Sin decirme nada, me estaba diciendo mucho, sugiriendo, amenazando. Sabía que no me
podía ir a vivir con ellos, no estaba invitada, y si lo estaba rechazaba cordialmente el
convite. Tampoco era opción irme a vivir con mi madre y mis hermanas. Pero no tenía
cómo bancarme un espacio sola, no tenía un proyecto, una meta, ni siquiera una línea
que marcara un camino, un horizonte, una esquina. Y mi padre se preguntaría si debía
seguir así, si no me estaría haciendo daño. Pero era incapaz de decirme algo al respecto,
preguntarme cómo estaba, decirme una palabra que pudiera ayudarme. Y yo mucho
más incapaz de pedir ayuda.

-XXII-

Una lucecita vino a entibiar esa tiniebla, cuando una de las chicas del grupo consiguió un
trabajo mejor y me ofreció a mí el que dejaba. Acepté de inmediato, agradeciendo a mi
amiga a más no poder. Era en una mercería, en pleno centro, vendiendo telas, botones,
cierres, lanas, cintas anchas, menos anchas, más angostas, un poquito más finitas. Era
insoportable. Horas y horas parada yendo de aquí para allá, atendiendo a todas las
pelotudas del mundo, rodeada de pelotudas cara de culo, que no podía distinguir bien
entre mis jefas y mis compañeras.

Aunque había una excepción. Una de mis compañeras, Marita, petisa como yo pero flaca,
callada, correcta, se movía como una incógnita. Seis años mayor, que a veces no se
notaban y otras se notaban demasiado. Preciosa, de una manera extraña. Sabía por los
comentarios de las otras que estaba de novia, pero nadie le decía nada, ella no daba pie.
Entraba y salía puntual, hacía muy bien su trabajo, era la preferida de las clientas, se
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llevaba bien con las compañeras y jefas, no hablaba de nada personal, no se metía en
chismes ajenos, era muy solidaria, y a mí no podía mirarme a los ojos, los esquivaba.

Debo admitir que me obsesioné con ella. Primero con penetrar su coraza, después lograr
ser su amiga, después seducirla, derrumbar su fortaleza, después hacerla mía. Estaba
muy afilada y fui logrando mis propósitos uno a uno, con una eficacia de cazadora
carnívora. En poco tiempo había cortado con su novio y era mía. No estaba enamorada
de ella, porque Antonia, desdibujada y todo, seguía siendo la medida ideal. Ni siquiera
quería ser su novia. Era solo un trofeo para mí, un entretenimiento, demostrarme de lo
que era capaz, medir mis fuerzas, ver qué tan fuerte estaba. Había un último propósito
en la lista, secreto, que no me lo decía ni a mí misma, que solo estaba allí, latente: usarla
y después tirarla. Era así, ese era el plan completo. Mientras tanto, la usaba; ya llegaría el
momento de tirarla.

Por supuesto, mi grupo de amigas no sabía nada de Marita. Las relaciones largas
estaban prohibidas; fuera del grupo, mucho más. Así que era un verdadero problema mi
vida. La telaraña de mentiras crecía en forma exponencial. A ellas también tenía que
mentirles. Y a Marita, por supuesto, no iba a decirle que consumía y salía con ese grupo
de dementes, que yo misma era una demente; en poco tiempo me había puesto a la
altura y a veces daba mucho más. Y tampoco iba a dejar de consumir ni de hacer la vida
que venía haciendo con ellas. Solo se trataba de acomodar los horarios, y las energías
también.

Cuando conseguí el trabajo, con mi familia la empecé a remar, se calmaron los ánimos y
los cuestionamientos: me dejaron tranquila, a ver qué pasaba. Pero las charlas con mi
padre respecto del departamento eran cada vez más seguidas, aunque nunca llegaban a
ser directas y tajantes. El trabajo lo soportaba porque cada tanto podía meterme al baño
a darme un saque y el tiempo lo usaba en el juego secreto, la tensión con Marita, lograr
que ninguna de nuestras compañeras se diera cuenta. Flirteábamos, no nos hacíamos las
otras, éramos novias y estábamos encerradas en ese lugar muchas horas, nos
gustábamos, nos calentábamos, nos generábamos reacciones; tuvimos que inventarnos
nuestro propio lenguaje de señas para decirnos cosas bonitas o retarnos por celo, entre
las clientas, entre las telas desplegadas por metro, entre las jefas.
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-XXIII-

Estaba complicada. No me daba cuenta, estaba al borde de la colisión. Tantas mentiras,


tanta presión, tanto consumo, tanto desorden del cuerpo y el alma. Tenía que
descomprimir por algún lado. Algo irracional. Porque no hay otra explicación, no se
puede entender por qué de un día para otro le empecé a meter tanta presión a Marita, a
celarla sin motivo, con una compañera, con clientas, con las chicas que pasaban por la
calle, a inventarle historias. La volvía loca por lenguaje secreto, por celular, cuando
estábamos solas. Nadie se daba cuenta de nada. La hacía sufrir mucho. Yo sí me daba
cuenta, pero no podía parar. La sensación de inseguridad era demasiada. Y al mismo
tiempo, en los momentos de lucidez, me decía que no me afectaba, me enfriaba
enfriarme y ponía distancia: no estaba enamorada de ella, por consiguiente, no me
importaba lo que hiciera. Un rato me duraba ese razonamiento, tal vez un día; después,
algo, cualquier cosa, Marita le sonreía a la hija de una clienta, por ejemplo, me
disparaba al vacío, me volvía de nuevo irracional.

Una noche, después de hacernos el amor calladas y tensas, me amenazó, dijo que si no
terminaba con ese martirio de los celos me dejaba, para siempre. Me reí por lo
melodramática de la frase. Pero no le dije nada. Igual no le creí, porque la idea original
era que yo la iba a dejar. Y seguí con el martirio, sin poder encontrar una razón.
Entonces Marita cumplió su promesa y me dejó, de manera contundente. Un domingo a
la tarde la llamé y me dijo que se sentía enferma, que se iba a quedar en cama y tomar
algo para no faltar al trabajo. Al otro día, a primera hora, una de las jefas nos comunicó
que el sábado, a la hora de cierre, había renunciado y que ese puesto estaba vacante.

Quedé shockeada. Le iba a mandar un mensaje, cuando me llegó uno a mi celular. Era de
ella. Me emocioné, se me pasó el susto. Era corto, decía: Te dejo para siempre. Le mandé
un mensaje preguntando por qué. No contestó. Le volví a mandar. Le pedí que me
contestara. Cuando pude, con disimulo, la llamé al celular, lo tenía apagado. Cuando
pude volver a llamarla, el cliente estaba fuera de servicio. Casi tiro el celular de la
bronca. Las veces que la llamé la misma máquina hija de puta me dijo lo mismo. No lo
podía creer.
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Tardé tres días en ir a su casa. No sabía bien dónde era porque nunca me lo había dicho
con exactitud, por las dudas de que me le apareciera. Me había permitido acompañarla
hasta por ahí cerca. Pero fui lo mismo, al tanteo. Era tal mi incredulidad que estaba
convencida de que iba a golpear en su puerta y Marita iba a salir, dándome sus
explicaciones, llorando, yo llorando, diciéndole, mintiéndole que la amaba, ambas
llorando y reconciliándonos, en la vereda, besándonos ante el barrio.

Encontré con facilidad la casa, la divisé por un detalle que tenía en el frente, que ella me
había mencionado. Toqué timbre, no salió nadie. Volví a tocar. Nada. Se escuchaba
música adentro, lejos, en alguna pieza. Volví a tocar. Cuando me di por vencida, me volví
hacia la vereda para irme y encontré a Marita, que venía de hacer las compras,
mirándome fijo, inmutable, distinta. Me descolocó. No pude decir ni siquiera hola, me
sentí una nena a la que atrapaban en una estúpida travesura.

Ella habló sin saludarme, sin sonreír: ¿Sabés qué, Paula? Sos una pendeja de mierda.
¿Podés creer que te tenía miedo? Imaginate. Primero pensé que estabas loca, una loca
de mierda. Después me convencí de que estabas endemoniada. Cómo será el miedo que
te tenía que me fui a confesar. Imaginate. Años hacía… El cura me preguntó bastante
sobre vos. Y me ayudó a verte con claridad, de una manera distinta. Las actitudes que no
entendía, tus misterios, tus desequilibrios. Fue como una revelación darme cuenta de
que sos una pendeja de mierda, mentirosa, drogadicta, fiestera y la reputísima madre
que te recontraremil parió. No me arrepiento de nada de lo que hice, por vos, ni con vos,
pero no te vuelvo a tocar un pelo. Así que andate. Y hacete el favor de no decir nada. Mis
hermanos están adentro. Si los llamo y les digo que te caguen a trompadas, lo van a
hacer sin preguntar por qué. Andate y no quiero verte la cara nunca más. ¿Te quedó
claro? Decime si te quedó claro.

No tuve opción, le dije que me había quedado claro. Entre la casa y la vereda había un
caminito angosto, yo estaba parada en el medio, atónita. Marita se las arregló para pasar
a mi lado sin rozarme. La sentí abrir la puerta con una llave y cerrarla después de entrar,
sin decir palabra. Tenía un perfume nuevo, dejó inundado el lugar y me revolvió el
estómago, por lo dulzón, por lo nuevo. La náusea me devolvió el movimiento. Me fui por
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donde había venido, encogida, aturdida, sintiendo mareo y vértigo, en estado de shock,
como si me hubieran pegado una cachetada gigantesca e inesperada.

-XXIV-

Los días siguientes anduve como una autómata, trabajando, saliendo, consumiendo,
durmiendo lo más posible. Mis pensamientos oscilaban entre la certeza de haberme
sacado un peso de encima y la de haber perdido al amor de mi vida. Pero no sentía alivio
ni tristeza; no sentía nada, ni resentimiento. No reaccionaba. Esa escena en su vereda, la
amenaza con los hermanos, la humillación que me había infringido una Marita
inesperada, despiadada, inimaginable, estaba archivada, en una caja, para abrirla en
otro momento y analizarla. Me miraba moverme, hablar con la gente, buscar el cierre
indicado, revolver paciente en el cajón de los botones, tomar el colectivo, viajar parada,
comer, dormir, buscar entre agujas de tejer, medir cinco metros de tafeta, hablar con la
gente, hacer de cuenta que estaba todo más que bien, que no pasaba nada.

El sábado a la noche hice implosión en el baño de un boliche de cuarta al que habíamos


ido a investigar por la mala fama que tenía. Hacía mucho que queríamos ir, pero estaba
lejos, y se nos habían complicado dos o tres intentos. Esa vez lo habíamos logrado,
aunque no éramos tantas. El boliche le hacía honor a su fama, era un espanto. Las chicas
se divertían como locas, pero yo me sentía dentro de una pesadilla. Atrapada. Sin salida.

Ese sábado estuve rara desde temprano. Hasta llegué a pensar seriamente en pedir la
tarde libre, por enfermedad. Pero era tanto lío, tanto reclamo y cara de culo, más el
descuento, que no pedí nada, trabajé como pude. No me sentía enferma, por lo menos
no sentía los síntomas conocidos, más bien era un desasosiego en la cabeza y en el
cuerpo, ninguno de los dos estaba ubicado en su lugar. Y se acomodaban y
desacomodaban a cada rato, cada uno por su cuenta, por separado. No sabía ni entendía
lo que me pasaba, y por supuesto, le echaba la culpa al exceso de consumo. Durante el
día entero me estuve prometiendo no tomar más, por lo menos por un buen tiempo.

No quería salir esa noche, el mejor plan era tomarme una pastilla y dormir como una
piedra. Eso era lo que necesitaba, dormir días enteros. En los últimos meses, cada
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minuto que estaba despierta acumulaba una mentira nueva y un nuevo miedo. Pero mis
amigas insistieron fiero, como era su costumbre, y yo con ellas tenía el sí fácil. Después,
para consolarme de mi fragilidad, de mi poco carácter y de esa decisión equivocada, me
convencí de que tenía que salir para olvidarme, para hacer borrón y cuenta nueva y aquí
no había pasado nada.

Cometí cuatro errores. El primero fue querer ir al baño cuando ninguna de las chicas
quería, concentradas en reírse de un grupo de parejas ridículas que tenía su propia
fiesta. El segundo error fue ir sola, a pesar de las negativas. Nunca nos movíamos solas.
Ellas me dejaron hacer tranquila, porque estaba rara, con la línea corrida. Cuando entré
al baño, el hedor me atacó. No era solo pis y mierda, era otra cosa, una mezcla, algo
atroz. El tercer error fue no haber salido rápido de ahí, sin tener que volver a respirar
aquello de nuevo. No. Estaba fuera de mi eje. Porque en lugar de eso aproveché que un
cubículo se desocupó y me escabullí, ganándole de mano a dos mujeres grandes, que
forcejearon por llegar. Me encerré. Una me golpeó la puerta con violencia, gritándome
que estaba esperando desde hacía rato. La otra me insultó, me dijo que me iba a estar
esperando. Las manos me tiritaban, el hedor me provocaba náuseas. Saqué el papel,
necesitaba tomar un saque urgente. Ahí cometí el cuarto error, porque me tomé el papel
entero.

-XXV-

No me acuerdo de nada. Me contaron que primero tuve un ataque de furia, tiré un


lavamanos, saqué de su lugar un inodoro, golpeé a alguien, supongo que a alguna de esas
dos mujeres. Después, cuando logré quedarme sola en el baño, lo trabé por dentro y me
dio un ataque de pánico, con intermitencias de rabia contra mí, contra lo que tuviera a
mano. A pesar de la música estridente, mis amigas me escuchaban gritar desde afuera.
Pero no podían entrar. Y eso que se esforzaron, tampoco es que se quedaron esperando
a que un boludo viniera a socorrerlas.

Tuvieron que intervenir los patovicas y alguna autoridad. Estaba haciendo un escándalo.
Yo no recuerdo nada de eso, no puedo saber qué sentía, que me pasaba por la cabeza en
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ese momento, pero siento que estaba aterrorizada, era un animal salvaje, puro instinto,
puro sentido, encerrado en una trampa. Y estaba malherido, preso del terror. Por eso no
podía dejar de aullar.

No sabían a quién llamar, si a la policía, al hospital, al loquero. Lo último que necesitaban


era un escándalo, policías hurgueteando en los rincones. Pero yo no paraba. Llamaron a
todos, por las dudas. Con la gente demente que pasaba cada fin de semana por ese lugar,
yo terminé siendo la reina, la más loca, la peor. Dudoso, miserable honor. Voltearon la
puerta de una patada. No opuse resistencia. Me sedaron ahí mismo. Me llevaron al
hospital en una ambulancia, custodiada.

Mis amigas se apoderaron de mi celular y llamaron a mis padres, les explicaron de qué
se trataba y se ofrecieron a cuidarme y a lo que necesitaran. Estuve dos días sedada.
Cuando me desperté, mis padres estaban ahí, con un panorama bastante claro de cómo
había sido mi vida desde que había salido de la secundaria. Mis amigas omitieron mucho,
no se iban a mandar al frente, pero el consumo era muy evidente, mi estado catatónico,
tuvieron que explicar algunas cosas, esquivar las que más pudieron, y el resto, dibujar.
Con lo poco que soltaron, mis padres, la policía y los médicos pintaron el cuadro. Yo era
una cucaracha atrapada panza arriba y clavada con un alfiler en un pedazo de
tergopol, atracción única, iluminada día y noche, expuesta a quién quisiera asomarse a
ver esa triste miseria.

Mis padres se aliviaron al verme despierta. Por un momento se sintieron felices, jóvenes,
me quisieron de nuevo, me abrazaron. Se habían olvidado de esa piel, de ese contacto, no
lo reconocieron, lo sintieron extraño, se sintieron incómodos. Se preguntaron qué tenían
que hacer con todo eso, conmigo, con mis problemas, con sus sentimientos. Se
preguntaron quién era yo, a quién estaban queriendo, por qué les había hecho eso, me
sintieron una desconocida, una intrusa, alguien que venía a arruinarles el paraíso, a
arrebatarlos a la fuerza de ese sueño tan bonito que estaban teniendo. Se pusieron en
guardia, se enfriaron, se apartaron, se aislaron. Luego me estaban retando,
preguntándome por qué seguía obcecada en equivocarme, haciendo todo mal, cada día,
cada minuto, más y más equivocándome mal.
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-XXVI-

Mis padres, aun después de separados, usaban la misma mutual y pagaban el grupo
familiar. Hasta ese momento yo no la había usado nunca. Luego de asegurarse de que
estaba bien, de que no me iba a morir ni me había vuelto loca, y de despotricar contra
mí todo lo que quiso, mi madre fue a la mutual, pidió una consulta, me imagino que con
mucha reserva, y preguntó qué servicios tenían para el afiliado sobre el tema de
adicciones. Descubrió con satisfacción de usuario que se preocupaban mucho al
respecto. Tenían un equipo de profesionales trabajando. Llegó al hospital con
información y con unos bríos que hacía mucho no le veía, dispuesta a salvarme la vida.

Estuve cinco días internada para hidratarme, desintoxicarme y asegurar que mis
funciones psicofísicas estuvieran en orden. No pude volver al departamento. En esos
días mi padre, convencido de que había hecho las cosas muy mal y que no podía
conmigo, estaba rescindiendo el contrato y yéndose a vivir a la casa de su novia. No me
quedó otra que aceptar las reglas, agachar la cabeza y volver a vivir con mi madre y mis
hermanas, que portaban las veinticuatro horas caras de circunstancia, cuchicheaban a
mis espaldas, me miraban con lástima, con sorpresa, con desconfianza, con suspicacia,
con resentimiento.

Yo había vuelto a mi mutismo de siempre. Me sentía débil, aturdida, derrotada. No


entendía qué me había sucedido. Ya no era una bofetada gigantesca, esto era distinto, me
estaba pasando la montaña más alta del mundo por encima y no terminaba nunca de
pasar. Escuchaba lo que tenían para decirme, me defendía a veces, otras era muy
agotador y sentía que no valía la pena, contestaba las preguntas a duras penas, evadía lo
más que podía, trataba de defenderme, de atacar, pero estaba vencida sin haber
presentado batalla… Primero, había presentado mi rendición. Mi humillante rendición.

El equipo de la mutual les recomendó a mis padres que no tuviera celular, que cerrara
la cuenta de Facebook, que me renovaran el vestuario, se deshicieran del otro y me
llevaran a terapia. No hacía falta, por el momento, llegar a instancias mayores. Que
empezara terapia psicológica y psiquiátrica con una dupla de especialistas en el tema y
ellos me irían haciendo un seguimiento. O sea, estaba regalada. Y no tenía fuerzas para
rebelarme, no me salía, tan solo me dejaba llevar.
49

-XXVII-

Fui a terapia durante dos meses, dos veces por semana. Las relaciones con mi familia se
pusieron bien, habían dicho lo que me tenían que decir, yo era la oveja negra, la suma de
todas las vergüenzas. Lo había entendido con total claridad y no quería seguir hablando,
era momento para otra cosa. Fue un tiempo muy medido y contenido de parte de ellos.
Mi padre venía a la casa a visitarnos de vez en cuando, y ya no se trataban como
extraños con mi madre. Hasta se hablaban con alguna cordialidad. Mis hermanas, con su
vida de estudiantes universitarias tiempo completo, por suerte no existían.

Durante ese tiempo tuve tres recaídas de consumo: una chiquita, de alcohol, una
cerveza; una segunda, de la que nadie se dio cuenta, también de alcohol, pero más fuerte;
y una grande, cuando se me salió la cadena una noche y terminé escapándome. No me
encontré con ninguna de mis amigas, pero tomé alcohol y cocaína, me reí como una
salvaje, bailé, salté, me divertí como nunca con gente que no conocía. Hacía tiempo que
no tomaba, estaba con medicación, todavía débil, terminé desmayándome en el medio
de la pista. No hizo falta llamar a nadie porque me despabilé sola. Me llevaron a un
costado, me dieron agua, se preocuparon. Por suerte, volví sin ayuda a mi casa,
caminando, baqueteada pero entera.

Me asusté tanto que lo conté en terapia y después se lo conté a mis padres. Me di cuenta
de que estaba más complicada de lo que yo creía, que me ponía en riesgo, que necesitaba
más ayuda de la que me estaban dando antes de que me pasara algo más grave. Entre
mis padres y yo llegamos a la conclusión de que teníamos que pasar al plan B, que
constaba de dos opciones: tratamiento ambulatorio intensivo o internación en una
comunidad terapéutica.

Pero eso no lo podíamos decidir nosotros. El equipo estaba convencido de que tenía que
ir directo a una Comunidad, que era lo mejor, me iba a hacer muy bien, aunque era
demasiado caro como para que la mutual creyera solo en nuestra palabra; hacía falta
más para convencerla. A mí todo me parecía igual, todo me asustaba. Me derivaron a una
institución de consultorios externos y tratamiento ambulatorio, a realizar una serie de
entrevistas, individuales y grupales, para diagnosticar y determinar si seguía con ellos o
me iba lejos y por un tiempo. No me cerraba del todo el asunto de las comunidades, no
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entendía muy bien el mecanismo, cómo me podían ayudar estando encerrada con un
montón de dementes iguales que yo. Por otro lado deseaba, con las pocas fuerzas que iba
recuperando, irme lejos, perderme, encontrarme, lo que fuera, lejos de mi familia.

-XXVIII-

Un mes y medio duró el proceso de diagnóstico, en el que me sentí un paquete al que


llevaban y traían, abrían y cerraban, examinaban con lupa y destripaban con bisturí. Yo
era el combo “lesbiana, drogadicta, fiestera e inservible” que arrastraba mi familia como
un lastre por la ciudad, yendo y viniendo a las entrevistas. Ellos también tuvieron lo
suyo, los interrogatorios eran para los cinco integrantes, juntos y separados, por
supuesto que poniendo el foco en mí, pero las preguntas eran tan certeras que cada uno,
a través de sus respuestas, podía ir armando su propio mapa, claro, definido y concreto,
encontrando el lugar que le tocaba en esa familia gravemente disfuncional.

Yo, medicada como estaba, bloqueadas mis ansias y mis voracidades, me limitaba,
impávida, a observar cómo se iba acumulando la basura que había metido desde
chiquita debajo de mi alfombra. No me sorprendía, no me asustaba, no me admiraba. Ya
sabía que estaba, nunca la había visto junta, apilada, y era una imagen notable, pero eso
no hacía la diferencia. Yo ya lo sabía. En cambio mis padres y su ceguera congénita, mis
hermanas y su vanidad, se veían por primera vez a sí mismos, en sus reacciones, en sus
faltas, en sus decisiones. Podían mentir, minimizar, versionar, pero ellos sabían la real
respuesta, la original, la que los dejaba expuestos ante ellos mismos. En el camino de
vuelta lo notaba, siempre salían conmocionados. Nos habían pedido que entre nosotros
no habláramos los temas que cada uno trataba en las entrevistas, para no
condicionarnos. Entonces callábamos. Pero siempre se los veía, se los sentía
movilizados. Y en el trato se mostraban diferentes conmigo, más atentos, hacían un
verdadero esfuerzo por interesarse.

Al finalizar el mes y medio citaron a mis padres y les comunicaron el diagnóstico. Yo no


tenía ganas de dejar de consumir, estaba en una etapa muy autodestructiva; ellos, como
cabeza de familia, sin ánimos de emitir juicio de valor, no habían hecho las cosas bien,
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eran disfuncionales, necesitaban tanta ayuda o más que yo y no estaban preparados


para contenerme ni acompañarme en ese proceso que tenía que encarar, duro y arduo.
Por lo tanto, recomendaban mi internación en una comunidad terapéutica por el plazo
mínimo de un año, hasta dos, según fuera evolucionando. Lo dijeron en forma oral y por
escrito. La cantidad de veces que habré leído ese papel.

Cuando me lo dijeron, a solas, moví la cabeza, sonriendo, tratando de sonreír, para


decirles que estaba de acuerdo, pero el sí se me convirtió en una convulsión y me largué
a llorar, de alivio, de miedo, de felicidad. Había terminado un proceso, por lo menos esa
parte, y tenía algo concreto para hacer en mi vida, por primera vez en mucho tiempo. Y
lo que era mucho mejor, me había salido con la mía, porque aunque estuviera presa en
ese lugar, no me importaba, iba a estar lejos de mi familia.

-XXIX-

Una vez que la institución le confirmó el diagnóstico a la Mutual, el equipo se movió


rápido y bien. A la semana llamaron a mi madre para avisarle que había una vacante en
una comunidad, que yo no estaba primera en la lista de aspirantes pero que habían
hecho una excepción, porque consideraban que mi caso era de urgencia.

La comunidad quedaba a quinientos kilómetros de mi ciudad, en las sierras, cerca de


un pueblo pequeño. Era un edificio antiguo y grande, medio escondido en el
piedemonte. No había nada más cerca. A mi familia la distancia le produjo sentimientos
encontrados: si no era obligación visitarme, era un alivio; si era obligación visitarme, una
calamidad.

La respuesta no le gustó a nadie. Era una obligación y era importante para mí, porque la
presencia familiar ayudaba y aceleraba los procesos en los que me iba a embarcar,
aunque al principio muchas situaciones se podían solucionar con el teléfono; eso se iría
viendo. Nadie hizo ningún gesto ni se movió al escuchar, pero todos nos sentimos
aliviados, sé que sí.

Tuvimos que hacer una serie de trámites y análisis de rutina. Mientras esperaba, busqué
en Internet colectivos que pasaran por ese pueblo, porque no me sonaba. Y no encontré
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nada, todo indicaba que iba a tener que hacer trasbordo. Quería irme, estar allá, hacer lo
que tuviera que hacer y empezar a curarme de una vez por todas. Sabía que iba a estar
muy bien, que era la decisión correcta. Las psicólogas de la mutual me habían contado
cómo funcionaban las comunidades, las terapias individuales y grupales, los talleres, las
tareas, la convivencia con los otros internos, las reglas, la mucha o poca medicación que
necesitara; trabajaban como las capas de la cebolla, una concatenada con la otra,
interactuando, condicionando, funcionando en conjunto pero por separado;
descubriendo la herida, dejándola en carne viva, curándola.

No quería que mi familia me fuera a despedir a la terminal, en la casa nomás. Y desde ahí
me iba en taxi. Como mucho, podía permitir que me llevara mi padre, pero lo tenía que
pensar muy bien. Tres días antes de la fecha de ingreso, con los trámites listos, nos
reunimos con el equipo de la mutual los cinco, para firmar los últimos papeles y hablar
de los detalles, de cómo íbamos a funcionar a partir de ese momento. Había una tensión
extraña en el ambiente. Yo sentía ganas de llorar, y rogaba que no me desbordara
delante de ellos.

Tuve que firmar un papel declarando entrar por mi propia voluntad, pero autorizando
por la presente a que, una vez en ahí, cualquier salida, transitoria o permanente, fuera
revisada y autorizada por el Directorio de la Comunidad y, en algunos casos, también por
mis progenitores, en conjunto. O sea, me estaba metiendo a una especie de cárcel de
adictos por mi propia voluntad.

Cuando le llegó el momento al tema del viaje, una de las psicólogas me explicó que
alguien me tenía que acompañar. Supongo que me habrá visto la cara, porque se apuró
en aclararme que no era opcional. Y sin darme tiempo a reaccionar, dijo que mi familia
quería decirme algo. Mi padre habló, titubeando no por la duda, sino por la emoción.
Querían acompañarme, viajar los cinco, como antes, en la infancia. Las parejas de ambos
habían sido consultadas y no tenían inconvenientes, así que salíamos al otro día en la
tarde, para andar despacio, tranquilos durante la noche y estar allá cuando amaneciera.
Mientras hablaba, yo los miraba a todos, obnubilada, incrédula, y cada uno estaba
cristalizado por la emoción.
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Me di cuenta de que tenía que reaccionar, y de manera positiva. Era lo que estaban
esperando. Tuve que actuar un poco para ser creíble, sin exagerar. Me abrí, exploré mis
sentimientos, expresé lo feliz que me hacía sentirme acompañada en este trance,
agradecí el esfuerzo que hacían, el que iban a hacer, la confianza, el amor. Les prometí
que no los iba a defraudar. Les mentía y lloraba de verdad. Ellos también lloraban. Me
estremecí cuando se pararon casi a la vez para abrazarme. Quería triturarlos con ese
abrazo, los odiaba, me estaban cagando el mambo, los quería aniquilar uno por uno,
quería quedarme sola, quería la aniquilación de la raza humana. Los cinco aperchados en
el auto, quinientos kilómetros. Y para terminar de cerrar el círculo, presentarme ante la
Comunidad rodeada por ellos. Un espanto.

-XXX-

La última noche dormí poco y a los tarascones, dando vueltas en la cama, imaginando
cómo sería aquello, angustiada, con la idea del viaje rondando en la cabeza, durmiendo
un poco, soñando absurdos, despertando agitada. El día lo pasé armando la valija y la
mochila. Nos habían mandado una lista de objetos para llevar y prohibidos, como talco,
perfume, desodorante. Cuando la leí me pregunté cómo harían, cómo sería el olor en ese
lugar. Lo que supuse me dio repugnancia.

Salimos a las seis, para tener tiempo de cenar en la ruta, sin apuro. No me despedí de
nadie. Siguiendo con las extrañezas, mis hermanas me dejaron viajar del lado de la
ventanilla, porque en el medio me asfixiaba. A ellas nunca les había importado ese
detalle, pero ahora lo consideraban. Durante el camino se iban a ir alternando para
viajar las dos en la otra ventanilla. Mi mochila estaba cargada, pero no quise que la
pusieran atrás, necesitaba ir agarrada a algo. Cuando empezamos a circular por la
ciudad, en cámara lenta, entendí que la idea de ese viaje en familia, que me había
carcomido la cabeza, se había vuelto una realidad, concreta, fatal e inevitable.

Algo andaba mal. Me decía a mí misma que tenía que haber otra forma. Yo me quería
curar, estaba dispuesta, quería ser obediente, hacer lo que fuera necesario para ponerme
bien, encontrarle un sentido a mi vida. Estaba convencida de que el camino era esa
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Comunidad, que ahí iba a encontrar herramientas para poder concretar esos objetivos,
no tenía dudas, pero esa no era la forma, mi forma, lo sentía en el alma. No era yendo
con ellos, no podía arrancar así, sufriendo una nueva y solapada secuencia de
humillaciones, esta vez teñidas de condescendencia y lástima. No tenía fuerza para
soportarlo ni para rebelarme y mandarlos al carajo. Eran más fuertes que yo, siempre lo
habían sido.

El corazón cambió de ritmo sin motivo aparente, sin aviso, empezó a latir a gran
velocidad, a ritmo desparejo, provocándome ansiedad y desatino. Parecía que me iba a
dar algo, lo sentía en el cuerpo, se quería salir de sí. Me pregunté si habría empezado así
aquella noche cuando rompí el baño. Me pregunté cuánto faltaría para empezar a aullar,
a dar tarascones y arañazos, trompadas a granel y patadas voladoras. Eso no podía
pasar, tenía que hacer algo, me tenía que calmar, era solo un ataque de ansiedad, eran mi
cuerpo y mi cabeza resistiéndose a ese viaje absurdo. Tenía que hacer algo.

Lo supe cuando levanté la vista y presté atención a mi alrededor. Me di cuenta de que mi


padre había seguido circulando, con su manera cautelosa pero insistente, y ya
estábamos en la avenida de cuatro carriles que, llegando a los semáforos, desemboca en
la ruta. En un instante tomé la decisión. Era una hora pico, viajábamos en un río
torrentoso de autos apurados, quisquillosos y malhumorados, en el carril interno,
tirados a la izquierda. Yo venía del lado del acompañante. Le dejé mi suerte a la
posibilidad de que alguno de los semáforos se pusiera rojo.

En esa zona la avenida adquiere una velocidad que nadie decide, una energía de la que
nadie puede sustraerse. Me aferré a mi mochila, felicitándome por haberla llevado
conmigo, el corazón me seguía corcoveando, mi familia hablaba de algo, yo no los
escuchaba, ellos no se entendían. El primer semáforo lo pasamos en pleno verde. El
segundo parecía que iba a cambiar pero pasamos antes. Del tercero, no me acordaba que
estaba más retirado que los otros dos. Se puso rojo mucho antes de llegar. Cuando mi
padre por fin frenó, supe que era el momento, no podía pensar, no había tiempo.
Respiré hondo y contuve, como cuando me tiraba en el embalse. Con una mano agarré
fuerte la mochila, con la otra abrí la puerta y me bajé de un salto, y la cerré, justo cuando
el semáforo se ponía verde y los autos, impacientes, empezaban a arrancar.
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Me miraron, no entendían lo que estaba pasando. Se escucharon los primeros bocinazos.


Agaché la cabeza y me puse a correr en contramano, con la mochila como protector, por
el sendero que más o menos me iban dejando, en medio de los dos carriles,
arriesgándome a que me llevaran puesta. Mi padre no pudo hacer nada, no le quedó otra
que arrancar también y avanzar, dejarse llevar por la corriente, con un apuro ya sin
sentido, un rumbo perdido.

-XXXI-

Los conductores no esperaban verme aparecer desde la nada, corriendo hacia ellos,
ocupando un espacio y una dirección que no me correspondían. Supongo que con mi
figura, abrazada a la mochila y la cabeza hundida entre los hombros, a mi manera me
debo haber visto temible. Arrancaron a gran velocidad. Tuve que esquivarlos y tuvieron
que esquivarme a mí, o me llevaban puesta. El ruido de los bocinazos se hizo
ensordecedor. De refilón alcanzaba a ver caras de furia, gestos airados, escuchaba voces
que me insultaban, exigían que me saliera de ahí -como si fuera tan fácil-, me mandaban
a la mierda.

Sobreviví de milagro. Solo un espejo retrovisor me golpeó, apenas, en el brazo. En el


momento no me di cuenta, ni me dolió; una hora después tenía medio brazo morado,
hinchado y me dolía mucho. Cuando el tráfico se descomprimió, me pude desviar hacia
la orilla, salirme de la avenida. Me apoyé temblando en un árbol. Aspiraba a bocanadas
pero no sentía que me entrara el aire. Temblaba por el miedo, por el esfuerzo físico, por
el significado de lo que había hecho, el abismo que se abría a mis pies. El árbol no me
podía sostener, si me caía, el suelo no podría detenerme, iba a seguir de largo, una caída
infinita.

Me costó recuperarme, pero tenía que moverme. Mi padre había quedado atrapado en
un embudo, y una vez en la ruta iba a tardar un poco en encontrar la primera calle que lo
trajera de vuelta. Pero no podía arriesgar. Esto era definitivo, no podía cometer la
estupidez de regalarme y que me encontraran a la media hora. No tenían que volver a
verme nunca más. A dos cuadras pasaba un colectivo, la parada estaba casi en la esquina
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de la avenida, pero sobre la calle que la atravesaba. Empecé a caminar para allá, con las
piernas que todavía me temblequeaban. La mochila me pesaba como la vida misma.

La parada estaba llena de gente, de nenes en grupos o con sus madres, que habían salido
de la escuela. Era un buen lugar para camuflarme. Aunque dejé pasar dos colectivos
porque iban llenos y me pareció que me iba a desmayar en ese amontonamiento. El que
me tomé se metía en varios barrios de la periferia y luego se volvía al centro. Encontré
un asiento en una de las esquinas del fondo y ahí me acurruqué. Una vuelta de una hora
y media, andando por lugares desconocidos que me ayudaron a relajarme, bajar dos
cambios y aclarar las ideas.

En la mochila tenía objetos personales de gran necesidad, medicación para varios días y
algo de dinero que mi padre me había obligado a recibir, la noche anterior, a pesar de
mis protestas. Yo no podía tocar dinero. Mi gasto mensual se depositaba y en la
Comunidad lo iban a administrar. Él me dijo que lo llevara igual, en un rollito escondido,
que me olvidara de su existencia, pero que lo tuviera por las dudas. Le di las gracias y lo
abracé; él me acarició la cabeza. Y unas horas después, ahí estaba yo, inesperada,
metida en la gran circunstancia de mi vida, agradeciendo ese rollito de billetes, sin saber
cuál era el próximo paso.

-XXXII-

Necesitaba refugiarme un par de días para recomponer el cuerpo y tener tranquilidad


para pensar. Pensé en mis amigas; no sabía donde vivían pero las podía ubicar en
Facebook, me abría una cuenta y las rastreaba. Pero me frenaba algo fundamental: no
quería consumir, estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario, sabía que iba a ser
duro, sacrificado y que me podía caer, mil veces, pero no me quería exponer tan rápido.
Con cualquiera de las chicas a la que acudiera, por más que le explicara, que entendiera y
se pusiera las pilas, nuestro ecosistema mental y el vínculo que nos ligaba estaban tan
condicionados por el consumo que era imposible que no terminara en algún momento
pidiendo yo misma y a los gritos un saque, porque era la manera que teníamos de
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relacionarnos, de conversar, de accionar. No conocía a ninguna de ellas sobria, sin nada


puesto en la cabeza.

No tenía muchas opciones, mi tradicional hermetismo no me había hecho muy popular.


No sé por qué tardé tanto en acordarme de Gabriel. Lo había olvidado por completo. Se
suponía que estaba bien así, que tenía que odiarlo, evitar cualquier contacto, porque él
me había iniciado en el consumo, me había ayudado a sostenerlo en el tiempo. Me
resultaba imposible. Al contrario, sabía que la relación estaba intacta a pesar de mis
desplantes y que si acudía y le explicaba, me iba a dar cobijo y a cuidar de él y de mí
misma, como nadie. No tenía su número de teléfono, pero sabía dónde vivía. Y los
horarios exóticos que manejaba. Si no se había mudado, en algún momento tenía que
llegar, o despertarse. Yo podía esperar. Cuando llegué al centro, busqué la parada del
colectivo que me llevara hasta su casa. Tardé en encontrarla, pero ese colectivo me llevó,
paranoica, preguntándome si ya habrían puesto la denuncia.

Era de noche cuando llegué. Las cortinas y otros detalles personales de la casa
delataban quién seguía siendo el dueño. Sentí un gran alivio. Y el silencio y la oscuridad
delataban que no estaba. Después de tocar timbre varias veces y en vano, me acurruqué
en el hall de entrada, grande, acogedor, me ocultaba de las miradas. Gabriel llegó a las
tres de la mañana. Podría haber sido peor. Él no distinguía entre fin de semana y día
laborable, su vida entera era nocturna y de corrido, no tenía feriados ni domingos. El
placer y la diversión vivían mezclados con el trabajo.

Tenía razón sobre él. Apenas me vio, con aspecto de pájara aterida, que encima me había
quedado dormida y me estaba despertando, no mostró sorpresa, no hizo alharaca, me
abrazó fuerte y cálido, me dijo que se alegraba tanto de verme, no me preguntó cómo
estaba, no hacía falta. Me hizo pasar y sentarme a su mesa, me preparó una taza de té de
durazno, me acuerdo, caliente y muy dulce, que me recompuso el alma.

-XXXIII-

Le conté a Gabriel mi historia en forma desordenada, saltando de una punta a la otra,


abarcando desde mucho antes de que nos dejáramos de frecuentar hasta esa tarde,
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llorando, pidiéndole perdón a cada rato por haber sido tan ingrata, tan mala amiga.
Gabriel no sabía cómo convencerme de que estaba todo bien, que nunca se había
enojado conmigo, que era una etapa, que me estaba esperando porque sabía que iba a
volver. Claro, me imagino que no me esperaba en ese estado. Le hubiera gustado verme
llegar mucho mejor, no ese harapo.

Me pidió que me quedara a dormir, mejor dicho, que me quedara con él los días que
necesitara. Y yo, caradura, aceptando como si no hubiera ido a hacer otra cosa que
quemarle la cabeza y ocuparle una cama. Era una casa mediana. Dos habitaciones, la
suya y otra que usaba para guardar cachivaches y una cama que, sin llegar a ser gran
cosa, era aceptable. Dormí, pensé, lloré, me sentí estúpida, traidora, cobarde; dormí,
escuché música, comí, pensé, planifiqué cómo seguir; dormí, me sentí una carga, vi
películas, traté de leer, comí, pensé, dormí, seguí durmiendo.

Mientras tanto, Gabriel continuaba con su vida de ir y venir con su lógica interna,
también de dormir mucho. A veces nos encontrábamos despiertos, a cualquier hora del
día o de la noche, y nos poníamos a charlar, a ver una película, o cocinábamos algo rico y
caliente. Mejor dicho, él cocinaba, yo lo ayudaba, y por primera vez observaba y
preguntaba, porque se me había despertado el bichito de cocinar, viéndolo hacer.

Gabriel me escuchaba atento y paciente armar castillos en el aire y desarmarlos. Opinaba


cauto, no trataba de imponer su criterio, de convencerme de nada. Me podía quedar el
tiempo que necesitara, podía quedarme a vivir con él si me venía bien. Pero lo decía de
persona amorosa, porque en realidad le estaba rompiendo las pelotas, era un bicho
solitario. Sabía que tenía que irme, no sabía adónde ni a qué.

Cada posibilidad barajada se caía sin remedio. La séptima noche llegué a la conclusión
de que había llegado al límite y que tenía que irme al otro día. La única idea
sobreviviente era la de irme a la deriva. Tenía dinero. Gabriel había conseguido los
remedios que tomaba, sin receta, a mucho menos precio y en cantidad para tres meses.
Insistía en que me quedara, pero había abusado de su confianza, no me merecía tanta
amabilidad, le estaba invadiendo la vida, no me dejaba gastar en nada y, sobre todas las
cosas, no consumía delante de mí ni cerca, no hacía mención al tema, en ningún lado
había algo relacionado con la cocaína. Era un impecable.
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Cuando decidí que me iba, sentí alivio, vértigo, la adrenalina empezó a fluir a
borbotones, y me tuvo a maltraer la noche entera en esa camita que me estaba
despidiendo. Pasaba del miedo a la firmeza, diagramaba un plan de acción, otro, pensaba
una ruta, un rumbo cardinal, una forma de viaje, otra. Hubo un momento en el que
estaba tan insomne, tan despabilada, que decidí pasar de largo, levantarme, darme un
baño, comer algo y arrancar, aprovechando ese envión de energía que me embalaba. Me
quedé dormida en la madrugada.

Ahí vinieron los sueños. Una seguidilla de momentos inconexos, irritantes, densos, un
estado de malestar permanente, desasosiego, mucha angustia. No puedo acordarme si
aparecían personas conocidas, aparte de mí, si interactuábamos. No puedo recordar algo
concreto, ni siquiera una imagen. Sé que estuvieron ahí, martirizándome el descanso. Y
también sé que luego se fueron tranquilizando, diluyendo, hasta que los cubrió la
oscuridad. Y ahí quedé, con los ojos abiertos, en tinieblas. Un rato largo estuve, hasta
que los ojos se me acostumbraron a la negrura.

Cuando se adaptó la vista y llegó la paz, me di cuenta de que estaba en cuclillas, en la


orilla del agua, en el embalse. La noche estaba quieta como cuando no había luna. Yo
buscaba las luces de enfrente sobre la superficie del agua, pero no estaban. Era una
superficie negra y opaca. Pero el agua no tardó en comenzar a brillar, por dentro. Las
luces estaban volviendo, desde abajo, desde lo más profundo, eran muchas, ascendían
con lentitud y suavidad. Se detuvieron antes de tocar la superficie, todas a la vez, y ahí
se quedaron, flotando, a pocos centímetros, expectantes, como esperando. Ahí se
quedaron. Hasta que me desperté.

Un estremecimiento me hizo abrir los ojos; me senté en la cama sobresaltada. Ese sueño
volvía después de tantos años a descolocarme. ¿Por qué? Trataba de despabilarme. No
encontré la respuesta, pero en su búsqueda, como un chispazo en la oscuridad que
muestra por una decima de segundo el camino a seguir, apareció la euforia de la certeza,
la certeza de saber adónde tenía que ir, de haber encontrado esa respuesta: ¡Al Marcito,
al Club de mi infancia! A esconderme o a suicidarme, no importaba. Eso sí, era un buen
lugar para ambas cosas. Muy cerca, comparado con los destinos de la mayoría de mis
planes, pero eran ínfimas las posibilidades de que mi familia o alguien conocido
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anduvieran o se les ocurriera buscarme ahí. De todas maneras no me importaba, eso era
parte de las posibilidades, de lo que podía pasar o no; lo concreto en ese momento era
que había descubierto qué hacer, adónde ir, fuera como fuera.

Me sentí iluminada. Esas luces flotando debajo del agua me estaban llamando, me
esperaban para algo. Era tan claro el designio que me empecé a reír, primero con
timidez, para adentro, después a las carcajadas, después me puse a llorar, sola, con
alivio, mirando el abismo delante de mí, pensando que tenía que despedirme de Gabriel,
preguntándome cuándo volvería a verlo, si debería ser una despedida para siempre.
61

Tercera parte
Aprender a flotar
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-XXXIV-

Cuando Gabriel llegó, yo estaba bañada y con la mochila lista, esperándolo para
despedirme. Primero se sorprendió, después no me dejaba ir, pero ya estaba decidida,
no había manera de que me convenciera de lo contrario ni de que pudiera detenerme.
Cuando no le quedó otra, se ofreció a llevarme a la terminal. Me quiso dar plata, no la
recibí. Fue una despedida emotiva. No le dije a dónde iba, quería en verdad desaparecer,
por un tiempo o para siempre. Tenía que probarme a mí misma que podía sola, que era
capaz de crearme una vida, de vivirla de la mejor manera posible.

Los colectivos hacia el embalse salían cada dos horas, porque todavía no era temporada.
Faltaba un buen rato para que saliera el último, a las seis de la tarde. No podía
mostrarme como si nada. Me metí a un café que tenía casillas con Internet, a navegar y a
esperar. Se me ocurrió abrir Google Earth, para buscar el embalse y mirarlo desde
arriba. Ahí estaba, aunque desde esa perspectiva era difícil reconocerlo. Con el club lo
mismo, en aquellas épocas para mí era gigante y ahí, comparado con los otros, se veía
medio pelo. Y encima no tenía pileta. Pero ahí estaba, la bahía panzona en la que me
había refugiado tantas veces. Mirándolo en esa impudicia de foto, era inevitable sentirlo
ajeno al club, extraño, sentir que nadie me esperaba, que ahí no podía cobijarme. Tuve
que cerrar, dejar de mirar, porque me asaltaba la duda y tambaleaba. Y no era
momento para retroceder esos pasos.

El colectivo salió media hora tarde y con tres pasajeros. El chofer llegó apurado y
ofuscado, y así manejó todo el camino, tratándonos al vehículo y a los pasajeros como si
tuviéramos la culpa de algo. Fue un viaje mucho más largo y sinuoso que el que
hacíamos en aquellos años. No reconocí nada del camino. A medida que fuimos
avanzando subía más gente, se bajaba mucha de golpe, volvía a subir de a poco, se iban
bajando. Gente común, trabajadores, madres con sus hijos. Gente que yo no estaba
acostumbrada a ver. Ninguno de los muchos pasajeros que subimos a ese colectivo
fuimos capaces de parar al chofer, putearlo, decirle algo. Dejamos que nos zarandeara,
nos gruñera, pusiera en riesgo nuestra vida, sin reaccionar, con una mansedumbre que
daba más miedo que su violencia.
63

A mitad de camino subió una mujer alta, delgada, de facciones afiladas, boca grande y
franca, pelo negro y largo apenas ondulado, ojos claros, transparentes como la piel, que
era de una palidez, una luminosidad, que yo no había visto jamás. La vi avanzar, con dos
bolsas de mercadería en una mano, un tanto desgarbada, insegura por los movimientos
bruscos del colectivo que arrancaba y aceleraba sin piedad. Sentí el impulso de ofrecerle
el asiento, pero estaba sentada al final y había algunos desocupados en el medio.

Si se hubiera sentado del mismo lado que yo, hubiera desaparecido, por suerte se sentó
en diagonal, y pude seguir observándola, aunque más no fuera desde atrás, los escasos
momentos que giraba la cabeza y podía verle el perfil, o sus largas manos, fuertes,
cuando se aferraban al asiento de enfrente con las frenadas, atajándose para no irse de
boca contra él.

Mi atención quedó presa y encandilada por esa mujer, que debía tener más de cuarenta
y, por el anillo, estaba casada, pero no me podía dar cuenta de nada más. Estaba vestida
en forma neutral, se movía muy poco y su mirada, la que había alcanzado a ver durante
los segundos que buscaba un asiento, era tristísima. Hacía mucho que una mujer no me
impactaba. Y lo disfruté. El viaje se me pasó en un suspiro. A la zona del embalse
llegamos la mujer hermosa y yo. Cuando quedamos solas, tenía dos esperanzas: que se
diera vuelta a mirarme, muy poco probable, o que cuando se quisiera bajar, yo, que
estaba al lado de la puerta trasera, le ayudara con los bolsos, mucha probabilidad.

No contaba con que se iba a bajar por la puerta delantera. El chofer se quedó mirándola
bajar enredada con las bolsas. Cuando volví a verla parada junto al colectivo me fascinó
mucho más. No entendía cómo alguien así podía vivir en esa barriada, que tampoco
conocía, a unos kilómetros del embalse. La miré hasta perderla de vista, caminando
erguida, orgullosa, envuelta en tristeza y calma. Me conmovía, no me podía dar cuenta
por qué. Me imaginé golpeando las puertas del barrio entero, buscándola, para
preguntarle su nombre, para preguntarle quién era, por qué esa tristeza, por qué me
conmovía así. Después me reí de mí misma, por lo patética. Cuando el colectivo llegó al
cruce y dobló hacia el embalse, me puse en alerta. El sol acababa de esconderse.
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-XXXV-

A partir de ese momento, el paisaje se volvió reconocible. La calle que llevaba al embalse
no había cambiado demasiado. Un par de kilómetros de asfalto malo antes de llegar al
paredón y atravesarlo, hacia la zona de los clubes. Yo me bajaba en el primero. El paisaje
alrededor era pura tierra y jarilla, ondulaciones, algunas profundas hacia arriba, otras
hacia abajo. El camino también tenía sus grandes ondulaciones.

El lago se veía en pequeños fragmentos, según lo fuera permitiendo la geografía


accidentada del lugar, hasta que después de una curva pronunciada apareció la masa
oscura de agua que el imponente paredón parecía contener a duras penas, reposando
como un animal mitológico dormido pero atento, hambriento. Cuando era chica siempre
me pasaba lo mismo: cuando llegábamos al paredón, mi terror al agua me hacía imaginar
que ese montículo gigantesco de piedra, inamovible, se iba a desmoronar justo cuando
fuéramos por el medio. Y antes de que nos hundiéramos entre las rocas nos arrasaría la
masa de agua, muriendo entre ahogados y aplastados. No había manera.

Esa noche, al atravesar de nuevo el paredón, el miedo volvió y fue aún mayor, conducida
por aquel colectivero zarpado, con el futuro que era un túnel sin forma y sin fondo
extendido a mis pies. Me pregunté de verdad qué estaba haciendo en ese lugar, a qué
había ido. Cuando íbamos por la mitad, me asusté en serio, pensé que había llegado
hasta ahí solo para morirme en el desmoronamiento. Y como siempre, no pasó nada.

Me duró poco el susto, porque al salir del paredón estaba la bahía, el único lugar de
acceso libre que le quedaba a esa parte del lago, iluminada, mucho más que de
costumbre. En la zona que rodeaba a la playa de arena y piedra, había césped, con
asientos y juegos infantiles. Y por supuesto, ese día y a esa hora, estaba vacía. Después
de la bahía, y siempre a mano derecha, venía una pequeña formación de cerros que
ocultaban el club, y luego, la entrada. Estaba metido bastante para adentro y ocupaba
una gran bahía. El Club de Pesca y Náutica La Jarilla. El primero que se construyó.
Durante años fue el tradicional, el mejor, el más concurrido. Ya en la época en que
íbamos nosotros estaba entrando en decadencia.
65

Yo conocía un cañadón, entre la primera bahía y los cerros, que llevaba directo al club,
sin pagar entrada. Lo habíamos descubierto en una excursión con mis hermanas y mi
padre. Decidí bajar por ahí y entrar al club de contrabando. No tanto por ahorrarme la
plata de la entrada, sino más bien para tantear el terreno, ver cómo estaban las cosas.
Además, acortaba un largo trecho. Cuando le pedí al chofer que parara ahí, me miró con
sorpresa, desconfianza, suspicacia. Mientras bajaba a gran velocidad sentí que me
empezaba a decir algo, pero no le di tiempo, me esfumé sin que pudiera notarlo. Esperó
unos segundos antes de arrancar. Nunca supe qué me quiso decir: una insinuación, una
pregunta, una advertencia.

El terreno había cambiado un poco en esa zona, por eso al principio pensé que el
cañadón no existía. Pero lo encontré. Se veía bastante iluminado por las luces de la
bahía, hasta bien abajo. Igual, a mí no me daba miedo la oscuridad, de hecho la anhelaba.
Me podía deslizar con naturalidad a través de las tinieblas. Bajé despacio al principio,
después casi corriendo. Era un terreno inclinado, con grietas y cortes abruptos. Pero la
tierra estaba firme, apelmazada. En algún momento, supe que podía correr lo que me
permitieran el peso, el volumen de la mochila y mi estado, que no era el mejor.

El cañadón bordeaba el nacimiento de los cerros y me metía en el club por un costado.


Estaba el mismo alambrado de aquella época, no lo habían cambiado. Fácil de cruzarlo.
Una vez dentro del club, me encontré a poco andar con la lomada, que así le decían a una
formación de cerros muy baja, apenas una protuberancia. Y allá arriba estaban las
mismas cabañas, la grande y la chica, un poco separadas. Caminé bordeándola. Quería
subir al mirador pero desde atrás, para ver si había alguien alquilando las cabañas,
aunque en esa época y en día de semana era medio imposible. Por las dudas. Caminaba
sigilosa, alerta, haciendo el menor ruido posible. Cuando me aseguré de que ambas
estaban vacías, empecé a subir por el lado de la cabaña chica, que tenía de patio al
mirador. Desde ahí se podía ver el club entero, por lo menos lo que más me interesaba.
Del otro lado de la lomada se podía subir por escaleras, pero era muy visible; en cambio,
de ese lado era rudo, agreste y aseguraba la invisibilidad.

Subiendo, pisando rocas, agarrándome de yuyos, apoyándome en troncos que


sobresalían, me pareció de pronto que el tiempo no había pasado, que aquella nena
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seguía estando ahí, como siempre, de contrabando. El mirador estaba vacío y a oscuras.
El mejor lugar del club. Se podían mirar en su plenitud el cielo empachado de estrellas y
la masa de agua. Su presencia sobrecogedora me turbaba, hacía mucho tiempo que no
tenía esa sensación. Era emocionante. Desvié la atención hacia el paredón dormido a la
derecha y al club, que estaba a mis espaldas. Cuando me di vuelta para verlo, ansiosa del
reencuentro, el corazón se me oprimió.

-XXXVI-

Varias farolas apagadas. Y las encendidas tenían una luz plomiza, deprimente, que
iluminaba poco y mal. Después comprobé que era mugre. La iluminación le daba un
aspecto tétrico al lugar, pero permitía ver otros detalles, como montículos de basura
diseminados aquí y allá, canteros descuidados, con maleza de meses, la zona de camping
con basura tirada entre las mesas y las churrasqueras. Era el mismo club, pero estaba
irreconocible. No me podía imaginar qué estaría pasando.

Estuve un buen rato ahí, devorando el misterio y la tristeza que me rodeaba. Hasta que
sentí pasos. Alguien venía subiendo las escaleras. Me fui despacio hacia la cabaña chica y
me escondí detrás, por donde había venido. Una silueta apareció desde las escaleras y se
dirigió al asiento que estaba casi en la punta. Una persona corpulenta, una mujer. Se
quedó sentada un largo rato, inmóvil. Y yo, desde mi escondite, igual, observándola,
esperando cuál sería su próximo movimiento. Hasta que sentí que se estremecía y
lloraba. Me quedé helada, sin saber qué hacer. El llanto era bajito, continuo, con unos
hipos entremezclados. Sentí que quería ayudarla.

Tenía que salir de la seguridad de mi escondite y acercarme, pero no me animaba. Podía


estar armada, podía ser una loca, tal vez acababa de matar a su familia y venía a llorar
arrepentida, con el hacha en la mano, al mirador. Cómo saberlo. Muy fácil, acercándome
y entablando una conversación. Y me quedaba ahí, trabada en ese dilema. Hasta que hizo
un esfuerzo, lo sentí, de tragarse el llanto y quedarse callada. Lo logró, la traicionaban
ocasionales suspiros, cargados de dolor. Ahí sentí deseos de abrazarla, supe que eso era
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lo que ella necesitaba, como tantas veces había sentido deseos de que me abrazaran a
mí. Como los estaba sintiendo.

Recorrí la distancia hasta la punta del mirador como deslizándome. A medida que
avanzaba, mi vista, acostumbrada ya a la oscuridad, me permitía verla con cierta
precisión. Corpulenta, mayor de edad, de pelo corto y enrulado. Cuando estuve bien
cerca la reconocí, aun estando ella de espaldas. Era Marcela, la encargada que había
entrado a trabajar ese último verano. No había forma de equivocarse, a pesar de la
oscuridad. Una versión envejecida, doliente, pero era ella.

-XXXVII-

La llamé por el nombre, suave, para que no se asustara. Se dio vuelta hacia mí, pero no se
sobresaltó. Me preguntó quién era. Le dije que era Paula, le expliqué cómo y cuándo nos
habíamos conocido. Supongo que me buscaría entre las miles de caras que habían
pasado por ahí en esos años, sin hallarme. ¿Paula?, preguntó, y estiró los brazos hacia
mí, en un gesto de asirme, de atrapar la respuesta. Gesto que aproveché para meterme
entre sus brazos y abrazarla, como lo estábamos necesitando. Ella se sorprendió, se
quedó tiesa, pero después se dejó inundar por la ola de calor que la embargaba, se
entregó a la presión, me abrazó también, embargándome con su candor.

Nos separamos después de un rato largo. Marcela pareció volver a la realidad. Me


preguntó de nuevo quién era, de dónde había salido, qué estaba haciendo sola a esa
hora, por qué no me había visto entrar. Le dije parte de la verdad, que andaba paseando,
que había llegado en el último colectivo de la ciudad, que conocía un atajo para entrar al
club y lo había usado, que tenía dinero, que pensaba presentarme en un rato y pagar por
mi estadía, pero primero había querido mirar, disfrutar del silencio, ver cómo estaba
todo. Ella me preguntó, con tristeza, si había notado lo sucio y abandonado que estaba
el club. Le respondí que sí. Marcela no dio más, casi empieza a llorar de vuelta, pero no,
empezó a contarme su historia. No me acuerdo si fue en ese orden, ni la exactitud de los
hechos, pero era más o menos así:
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Su marido, Ricardo, había muerto hacía dos meses, luego de una enfermedad que lo dejó
minusválido. Él amaba trabajar en el club. Y ella amaba todo lo que lo hacía feliz a él. No
eran oriundos de la zona. Habían llegado diez años atrás o un poco más. Entre los dos
formaron un equipo excepcional, eran tan buenos en su trabajo, atentos a los detalles y
de buen trato, que se volvieron indispensables.

En líneas generales, habían sido felices trabajando ahí, salvo los primeros meses, cuando
les costó adaptarse, extrañaron y estaban convencidos de que habían cometido un grave
error. Y la última temporada, llena de problemas, discusiones con la Comisión, poca
gente, por consiguiente poco dinero para solucionar los problemas de siempre, en el
medio una persona ahogada, Ricardo que estaba obsesionado con el tema de la pileta,
que eso iba a atraer más público, que los otros clubes tenían y por eso estaban llenos.
Los de la Comisión no querían saber nada con una pileta, no querían que entrara gente a
molestar, pero tampoco querían dejar de ganar plata, entonces lo presionaban a Ricardo.

Cuando terminó la temporada, pasó un mes, otro, Ricardo volvió a arremeter con el tema
de la pileta. Se fue a la ciudad donde se reunía la comisión para hablar con ellos,
convencerlos. Marcela quiso acompañarlo, porque era de noche y a varios kilómetros,
pero el terco la obligó a quedarse porque el club no podía quedarse solo, uno de los dos
tenía que estar. En la reunión se peleó a los gritos, abrumado por la terquedad
generalizada. Salió derrotado. En el camino de vuelta tuvo un infarto cerebral y se
estrelló contra un árbol. Tardaron mucho en rescatarlo. No se murió, pero quedó grave.
Lo salvaron y se lo devolvieron a Marcela con varias cicatrices, medio cuerpo
inmovilizado y sin poder hablar.

Fueron meses muy crueles, en los que se tuvo que hacer cargo de todo. Él se convirtió
en una especie de niño enorme, dependiente, que no se podía comunicar ni satisfacer
sus necesidades básicas. La fue consumiendo. La poca inteligencia, que podía detectarle
en la mirada, estaba encapsulada ahí adentro, mientras que afuera era puro silencio e
inmovilidad. Pero tenía que alimentarse, orinaba y defecaba, tomaba medicación. Hasta
que tuvo otro ataque, esta vez cardiovascular, y se murió en silencio, sufriendo apenas
lo justo y necesario. El día que llegué al Marcito se cumplían dos meses, por eso Marcela
había subido al observatorio, después de cerrar la tranquera, para llorarlo tranquila,
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extrañarlo a lágrima viva, evocarlo, reprocharle, preguntarle por qué, cómo seguir, qué
hacer, qué sentido tenía. En eso estaba cuando me le aparecí.

-XXXVIII-

Pero también esa tarde la Comisión Directiva había enviado a dos representantes a
charlar con ella, ver cómo estaba, qué planes tenía. Estaban siendo muy considerados, le
respetaban el duelo, no le reprochaban lo descuidado del lugar, pero por otro lado
faltaba poco para que la próxima temporada, y ellos necesitaban saber que el club iba a
estar funcionando al ciento por ciento. Necesitaban saber si ella lo iba a comandar, si
tenían que contratarle un ayudante, si tenían que buscar una pareja nueva de
encargados, aunque preferían que Marcela se quedara por el momento, que siguiera
todo más o menos igual.

Y Marcela me explicaba, en la oscuridad acogedora del mirador, con los ojos fijos en el
reflejo desarmado de la luna sobre el agua, que no sabía qué hacer, que estaba muy
cansada, no tenía fuerzas, no solo para administrar el club, sino para seguir con su vida.
Toda su vida. Que no estaba más, que ya no tenía. Yo la miraba fijo, la escuchaba, usaba
mi cercanía para intentar consolarla, transmitirle algo reparador, porque no sabía qué
decir, con qué palabras. Me estaba mostrando una herida abierta y sentía que se podía
abrir aún más. Me estaba diciendo que se quería morir y yo tenía miedo de que mis
palabras la alentaran.

En cambio, le dije lo más inesperado que se me hubiera ocurrido nunca, que yo andaba
buscando trabajo, le pedí que me tomara unos días a prueba. Marcela recibió el impacto.
Eso no se lo esperaba. Se puso en guardia. ¿No era que venías paseando? ¿Ahora estás
buscando trabajo? Me reí. El problema de no decir la verdad, o decirla a medias. Le
conté, a grandes rasgos, mi vida en los últimos años, con chicas incluidas y consumo. Le
expliqué que cuando pude enmendar mis errores salí corriendo, le di la espalda a mi
familia, que a mi manera era una prófuga, que necesitaba un lugar dónde esconderme. Y
que una intuición loca me había llevado al Marcito, sin saber con exactitud lo que
buscaba, ahí, parada, tambaleando por el mareo, en el borde mismo de la nada.
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Marcela me escuchaba con atención, con profunda seriedad. Era importante que me
conociera y pudiera discernir, elegir con tranquilidad, no quería estafar a nadie. Aunque
se me acababa de ocurrir, le estaba pidiendo trabajo en serio. Ella necesitaba mano de
obra; yo, ocupar el cuerpo y la cabeza, mantener el estómago pleno. Lo que no le conté
fue lo de las luces flotando en el agua de mis sueños, que me habían llevado hasta ahí y
tenía que averiguar su significado.

No se escandalizó por mi historia, más bien sintió piedad y simpatía. Me abrazó y me


preguntó si era consciente de la cantidad de trabajo pesado que había que hacer durante
los próximos meses, le dije que más o menos me lo imaginaba, pero que estaba
dispuesta a llevarme buenas sorpresas. Me preguntó si al principio me alcanzaba con la
cama y la comida, hasta que se le acomodaran las cuentas, le dije que estaba sobrada,
por el momento no necesitaba más nada, que después viéramos. Lo pensó un buen rato y
ahí mismo me contrató, sin acordarse de mí, sin saber quién era, sin soltar el abrazo. Ahí
también creo que, a su manera, me adoptó.

-XXXIX-

El Club de Pesca y Náutica La Jarilla fue el primero que se fundó; al poco tiempo, ambas
costas del embalse se habían poblado. Las distintas comisiones directivas que habían
pasado por La Jarilla, manteniendo un mismo espíritu conservador, se negaban a
modernizarse, a realizar cambios básicos como construir una pileta. Querían que el lugar
fuera un ámbito silencioso y familiar, aunque eso implicara que con el tiempo fueran
perdiendo caudal de público, a pesar de su ubicación privilegiada.

Lo primero que uno se encontraba al entrar, después de atravesar un camino sinuoso de


tierra, era la barrera, siempre baja, con una garita cómoda donde descansar, protegerse
de la lluvia y el sol, guardar el dinero bajo llave. A mano derecha estaban los baños y las
duchas, más allá, a la izquierda, empezaba la zona de las casillas, que se extendía hasta
casi encontrarse con el edificio principal, que consistía en un departamentito para
huéspedes, un depósito, la oficina conectada al departamento de los encargados y luego
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la cantina, que ocupaba la esquina y continuaba hacia atrás, con un patio y un


departamento.

Siguiendo la misma línea, a diez metros, el depósito de lanchas. Enfrente del edificio
principal, cruzando la calle que atravesaba el club hasta la playa, estaban las
churrasqueras y la zona de camping; detrás, la lomada con las cabañas y el mirador.
Todo esto dentro de una gran bahía, cuya orilla se ocupaba de playa y de
estacionamiento de las balsas, detrás del edificio principal.

Esa noche, Marcela me dio algo de comer y un catre que había en su oficina. Me pensaba
instalar en el departamentito, pero había que limpiarlo. Al otro día temprano hicimos un
extenuante recorrido por la bahía entera, mostrándome los recovecos que necesitaban
limpieza o desmalezamiento. Después me puse a trabajar, como si lo hubiera hecho
siempre. No lo podía creer. Dos días antes no sabía qué hacer y luego estaba ahí,
rastrillando las hojas de los plátanos, cuidando que no se desprendiera una rama sobre
mi cabeza. En verdad, había mucho por hacer. Y Marcela se despabiló y se puso a hacer
el doble que yo. Era un tractor esa mujer, por eso los de la Comisión no querían que se
fuera, solo que reaccionara, que terminara su duelo trabajando.

Marcela se olvidó del duelo, de ella misma, cuando se propuso salvarme el alma. Me
creyó cuando le dije que no quería volver a tomar más, que estaba dispuesta a hacer lo
que fuera necesario. Ella tenía el instinto desarrollado, y presentía que trabajar como
una bruta, mañana, tarde y noche, me iba a venir muy bien. El trabajo físico duro y
continuo era como recibir una paliza aleccionadora, en cámara lenta, que me iba a
enseñar y a fortalecer en muchos aspectos. Era lo que ella necesitaba, que yo fuera una
bruta trabajando. Y eso fui.

Yo estaba tan agradecida: había encontrado trabajo y techo donde vivir, pero además
un lugar para esconderme y una buena causa por la cual pelear. Nunca había hecho nada
así, como arrancar yuyos, sacudir telarañas, limpiar las hojas apelmazadas en las cunetas
con un asadón, usar mi fuerza. Tuve que levantar montículos de hojas y basura,
dispersos aquí y allá, en toda la bahía, meterlos en bolsas, trasladarlas a un mismo lugar.
Eso me llevó tres días. Marcela se había paralizado en serio en los últimos meses. El
descuido había sido total.
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Aunque la Comisión Directiva tenía parte de esa responsabilidad, porque justo cuando
Ricardo estaba grave, tuvieron un desencuentro por cuestiones económicas con Mario,
el muchacho que hacía vigilancia por las noches y tareas varias en el día. En lugar de
buscar una solución, lo echaron, y no quisieron contratar a nadie más. Eran personas
muy particulares, se manejaban con sus propios parámetros de lógica y equidad.

Por ejemplo, desde hacía mucho tiempo Mario era encargado de mantener las balsas
flotando. La masa de agua aumentaba su caudal en una época y en otra decrecía. Esto
pasaba muy lento, durante días, de manera imperceptible. Pero había que ir corriendo
de lugar las estacas que mantenían las balsas unidas a tierra firme a través de un cable
de acero. Hacia atrás o hacia adelante, según adónde fuera el agua. Si menguaba y las
estacas no se corrían, las balsas terminaban encalladas en el barro podrido, donde había
que hundirse hasta las rodillas manipulando barras de hierro, para enterrarlas debajo
de las balsas, palanquear, impulsarlas y, con mucho esfuerzo y lentitud, ir
devolviéndolas al agua. Eran quince balsas. Ese fue uno de los trabajos que nos tocó
hacer con Marcela, gracias a que Mario no estaba y ella tenía su cabeza fuera de sí.
Dolores musculares como nunca imaginé que se pudieran sentir.

-XL-

Además de Marcela, en el Club vivían los de la cantina: Onildo, el encargado, y su


ayudante, el Tero, un muchachito ingenuo, flaco, de piernas largas y lucidez corta,
bondadoso, incapaz de pensar o hacer alguna maldad. Todo lo contrario a Onildo. En
cuanto nos vimos, los dos supimos que entre nosotros estaba todo mal. No pudimos
disimularlo, aunque Marcela no se dio cuenta. Tenía más de sesenta años, era de trato
áspero, cuerpo enjuto, piel amarillenta y seca, y aunque lo disimulara de mil formas, se
estaba quedando pelado. En su mirada solo se podía encontrar desconfianza. Marcela me
contó que, cuando empezaba la temporada, su esposa, su hermana y los hijos, que
vivían en los alrededores, lo ayudaban los fines de semana.

Yo iba a la cantina lo justo y necesario. No tenía plata ni tiempo para gastar, y Onildo me
generaba repulsión. Con el Tero hablábamos algo, cuando el viejo lo dejaba, porque lo
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trataba como a un hijo estúpido, lo controlaba, siempre le encontraba algo que hacer. Y
cuando cerraban la cantina, se guardaban en el departamentito de atrás a mirar
televisión. Era raro verlo al Tero por los alrededores, o sin hacer nada. Porque no solo
atendía al público, sino que también limpiaba, cocinaba, cortaba leña, lavaba ropa,
siempre con una sonrisa, sin una queja, con su eterna predisposición.

La enemistad con Onildo fue instantánea y sin palabras, no hicieron falta. Cada uno
comprendió muy rápido, sin nada a la vista, sin razones ni lógica, que el otro era
enemigo. El tipo tenía algo malo, era un ser despiadado, podía sentirlo. No sé qué vería él
en mí, pero se notaba que le daba asco. No me importó, porque me sentía protegida por
Marcela, que estaba abstraída siempre en sus pensamientos y parecía importarle poco lo
que pasaba a su alrededor, excepto lo referido al trabajo.

Yo pasaba muchas, demasiadas horas, sola. No me molestaba para nada. Durante el día,
la actividad me absorbía por completo, pero como era solo física, me permitía pensar,
estar conmigo, mirarme hacia atrás, en perspectiva, con lástima, con rencor, con
indulgencia, con desapego, con absoluta frialdad. Tenía tiempo, me sobraba para
analizarme y volver a analizarme, desgastar las emociones, las sensaciones, hasta que se
convertían en otra cosa, y después en otra cosa más. Por las noches, algunas noches
sobre todo, se ponía bravo. Me daban unas ganas tremendas de consumir. Extrañaba
todo, hasta lo que me había hecho muy mal.

Había momentos muy ásperos en los que me sentía una verdadera extraña, insertada a
la fuerza. Y no entendía qué estaba haciendo ahí, rodeada de esa gente que no conocía,
en ese lugar decrépito, extenuada, sintiéndome un trapo de piso. Me agarraban esos
ataques y el impulso era salir corriendo, huir, escaparme de nuevo hacia adelante, hacia
la nada. Por suerte, siempre algo me frenaba. Cuando tenía ganas de consumir y pensaba
en ir a comprarme por lo menos un vino, la idea de tener que pedírselo a Onildo me
revolvía el estómago. Cuando tenía ganas de escaparme, el desierto mismo que me
circundaba, la distancia insondable que había entre el Club y el mundo real, me hacían
sentir diminuta y minusválida, y eran motivo suficiente para no arrancar.

Con Marcela hablábamos en el almuerzo y en la cena. Al mediodía, casi siempre de


trabajo, de lo que se había hecho y lo que había que hacer. Por las noches, muchas
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noches, cuando ella estaba animada, me preguntaba sobre mi vida, mis historias, mi
familia. Le gustaba escucharme, y por nada del mundo quería hablar algo de ella, todo en
su vida estaba ligado a Ricardo y la herida estaba abierta. Prefería escucharme. Y yo, por
lo visto, necesitaba contar, explicar, escucharme a mí misma, reconocerme en la mirada
de esa otra que me escuchaba con atención, con simpatía, y solo me interrumpía para
hacerme alguna pregunta, alguna observación.

Como aquella noche, en la que estaba contando una anécdota familiar repetida y ella me
interrumpió, como saliendo de un sueño, y me preguntó por qué odiaba tanto a mi
familia, parecía gente normal, desamorada y llena de defectos, como cualquiera; y por
qué lo quería y defendía a Gabriel, que me había iniciado en el consumo y ayudado a
sostenerlo largo tiempo. No supe qué contestarle, qué explicación darme a mí misma. Y
me quedé con eso, rumiando sin sosiego.

-XLI-

Era de noche y yo estaba sentada en las piedras, cerca del agua, abrazando mis rodillas,
mirando con fijeza la oscura superficie porque allá, bien arriba, había luna llena y yo
estaba tratando, obstinada, de encontrar su reflejo en la superficie, pero no estaba. Hasta
que me pareció ver algo, un destello, en lo profundo. Que desapareció. Un destello
mínimo, que volvió a aparecer para quedarse, pequeño punto luminoso. Y apareció otro
más y otro, mientras iban ascendiendo lento, creciendo. Varias chispas de luz viniendo
hacia mí, desde lo profundo. No eran el reflejo de la luna. Y unos centímetros antes de
llegar a la superficie se detuvieron, ahí, al alcance de mi mano. Se quedaron flotando,
esperando. Al principio no, después me animé y estiré la mano tratando de alcanzarlas.
Lento, preguntándome si cuando tocara el agua se mojaría, si cuando tocara esas luces se
incendiaría. Pero no, porque apenas toqué la superficie me desperté con un
estremecimiento, como si me hubiera dado la corriente.

Me había olvidado de ese sueño, las luces que me habían llevado al Marcito. La vorágine
del Club, el trabajo, esa nueva vida a la que minuto a minuto trataba de adaptarme
habían hecho que las olvidara. Hasta que sin previo aviso aparecieron, flotando
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expectantes, dejándome el sabor amargo, la sensación de haber vivido una pesadilla, sin
saber por qué, sin entender. Todavía no amanecía, pero se notaba en el ambiente, en los
pequeños ruidos, que estaba por suceder.

Era sábado 1º de noviembre y hacía un mes que había llegado a La Jarilla. El Club estaba
resplandeciente. Empezaban a llegar los primeros visitantes. Por eso Marcela me había
hecho cargo de la taquilla. Acepté porque no me quedaba otra, pero la idea de hablar con
gente me tenía muy nerviosa; cobrar entrada, manipular dinero, verificar la planilla de
socios, revisar carnets, levantar la barrera, saludar, bajarla, ese conjunto de espantos
que tenía que hacer con cada auto al que se le ocurriera entrar durante el fin de semana.
Y ni hablar si aparecía alguien conocido. Pero era inevitable; si estaba trabajando, no me
podía esconder. Mientras desayunaba le atribuí el retorno del sueño recurrente a esa
ansiedad.

No alcancé a llegar a la taquilla cuando un auto apareció por la calle de tierra que lleva
al Club, en cámara lenta, lo que hacía que mi martirio se multiplicara. A medida que se
fue acercando, alcancé a ver que venía una sola persona, y después que era un hombre
con sombrero de ala corta y de fieltro, un hombre viejo. Eso me explicó la lentitud, pero
no me relajó en lo absoluto. Se detuvo ante la barrera mirándome, con paciencia,
esperando lo que tenía para decirle.

Lo saludé, le pregunté si era socio o visitante. Me saludó con cortesía, era visitante, venía
a pasar el fin de semana en la cabaña, la tenía reservada. Eso fue inesperado, se suponía
que me tenía que mostrar un carnet o pagarme una entrada. No tenía prevista esa
posibilidad. Me quedé ahí, sin saber qué decir. Él se dio cuenta de mi confusión, por eso
preguntó por doña Marcela. Fue providencial, con rapidez logró destrabar mi
desconcierto. Le dije que estaba adentro, claro, lo tenía que dejar pasar y arreglar con
ella. Sin soltar la lista de socios, empecé a lidiar con la soga de la barrera. Me enredé. El
viejo me miraba hacer, sin juzgarme, sin apuro, sin reírse de mí, solo esperando que me
desenredara y lo dejara pasar.

Cuando el auto pasó y la barrera volvió a su lugar, me di cuenta de que transpiraba, a


pesar de la mañana todavía fresca. Como a la media hora llegó Marcela a disculparse por
el completo olvido del hombre del mirador, que desde hacía unos meses alquilaba la
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cabaña chica los dos primeros días del mes. Como nadie había llamado para reservar
cabañas, no había mirado su cuaderno y, con tanto trabajo, se le olvidó.

¿El hombre del mirador? Sí, así lo habían bautizado Ricardo y Mario. Se pasaba la noche
entera sentado en el banco del mirador. Inclusive en pleno invierno. Y de día, si no había
gente cerca, también. Muy amable, no discutía precios, no se quejaba, no hablaba con
nadie, solo con ella y de lo concerniente al negocio entre ambos. A la cantina había idos
dos o tres veces; se traía su propia comida, se cocinaba y no molestaba ni para pedir un
encendedor. Me pregunté en voz alta por qué no lo había conocido antes. Rebobinando
y sacando cuentas, Marcela llegó a la conclusión de que yo había llegado al Club cayendo
la tarde del día dos, un rato después que él se fuera. Seguro que nos habíamos cruzado
por el camino.

-XLII-

El hombre del mirador. Se convirtió en la obsesión de ese día, en el que entró poca gente
y estuvo tranquilo. Mejor para mí, que me pude concentrar en ese misterio. ¿A qué
venía? ¿A quién estaba recordando? ¿O esperando? ¿Por qué los dos primeros días de
cada mes? ¿Un aniversario? ¿Una cábala? Se me revolvía la cabeza de tanto preguntar e
imaginar. Nunca he sentido curiosidad por los demás, pero ese viejo me resultaba
fascinante. Y no me podía dar cuenta por qué.

Durante el almuerzo traté de sonsacarle a Marcela, pero no era buena para dar
información, no le importaba la vida de los demás y su viudez, su soledad, la tenían
ensimismada. No sabía nada del viejo. Si venía a recordar a alguien que había muerto en
el Marcito, ella, que hacía diez años estaba en el club, no recordaba ningún accidente que
pudiera estar relacionado ni había escuchado hablar de algo pasado en época anterior.
No parecía que estuviera loco, ni mucho menos. Era muy educado. Socio no había sido
nunca. Lo había buscado en los registros de socios viejos y su nombre no aparecía. Se
llamaba Ernesto Cabrera. Y no sabía nada más.

Por suerte para mí, durante la tarde ocurrió un milagro con forma de muchacho
grandote y morocho, con la cabeza llena de rulos y una cara de bueno tremenda, que
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llegó en una bicicleta medio destartalada, frenó con los pies frente a la barrera, me miró
con desconfianza y se presentó como Mario. Me preguntó si doña Marcela todavía seguía
trabajando ahí. Yo le dije que sí y lo dejé pasar sin preguntarle si era socio o visitante.
Sabía quién era, Marcela estaba esperando que viniera alguien de la Comisión Directiva
para pedirles que lo volvieran a contratar, que ya nos estaba haciendo falta.

De vuelta de hablar con Marcela, venía mucho más tranquilo, ilusionado por las
alentadoras novedades y sabiendo quién era yo, no había venido a quitarle su puesto de
trabajo. Se paró a charlar, porque con lo poco que le habría contado la encargada sentía
que me conocía. A mí me pasaba lo mismo. Nos hicimos amigos muy rápido. Y en cuanto
entramos en confianza, aproveché para preguntarle por el hombre del mirador. A Mario
se le iluminaron los ojos. Y antes de contestarme se acordó, alborotado, que ese día era
primero y que el viejo debía estar ahí. No paramos de hablar de él.

Me contó algunas cosas: no hacía unos meses que venía, hacía un año y tal vez más,
Marcela estaba confundida; él lo había espiado muchas veces, desde todos los ángulos
posibles, hasta había logrado llegar a estar muy cerca sin que se diera cuenta, y nunca
había podido descubrirle algo, un dato, una pista que le dijera quién podía ser, de dónde
era, qué hacía, a qué se había dedicado, por qué estaba ahí, por quién.

Respecto de eso, muchos rumores corrían en el club, aunque no hablaba con nadie en
poco tiempo se había hecho conocido. Ni Ricardo había logrado hacerlo hablar, que era
un maestro en ese arte. En cuanto la conversación empezaba a desviarse hacia el terreno
personal, el viejo, con mucha cortesía, la cortaba y seguía por otro lado que le convenía
a él, de contenido neutral.

El rumor más fuerte y creíble venía de un socio antiguo, que iba poco al Club pero que,
en una ronda casual de cantina, contó que hacía mucho años, entre los pocos clubes que
había en aquella época, se corrió el rumor de un empresario importante, muy conocido,
que había alquilado una balsa, con mucha reserva, para pasar un fin de semana con una
mujer, y por algún motivo, durante la noche la asesinó y arrojó su cadáver al agua.

Algunas personas se enteraron, él calló con dinero las bocas que hubo que callar y el
asunto no se hizo público. No se supo en qué club había alquilado la balsa, quién era el
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empresario ni la chica, qué pasó con ella, nunca se supo si era cierto, o un invento. Y se
convirtió en una leyenda del lugar que con el tiempo se olvidó, hasta el año pasado que
apareció el viejo. Que no tenía aspecto de empresario para nada, tampoco de tipo
pobre. Más bien tenía aspecto de un empresario quebrado, que no había vuelto a
levantar cabeza. Sonaba lógico. Si había asesinado a alguien y no había pagado su culpa,
era muy fácil caer barranca abajo.

Cuando Mario se fue, me dejó convencida de que esa era la historia del viejo y me enseñó
el punto estratégico desde donde se lo podía espiar sin que se diera cuenta. Esa noche,
que estaba despabilada, lo usé. Había luna llena. El lugar era en la playa, atrás de una
ondulación. Aunque estuviera parada, él no me podía ver, estaba lejos y oscuro. Yo lo
podía ver con total claridad. Se había sacado el sombrero y miraba fijo hacia algún punto
del embalse, con las manos apoyadas en las piernas, inmóvil.

Mario me había dicho que podía seguir el curso de la mirada y ver hacía dónde estaba
apuntando. Lo hice, pero la inmensidad del lago era sobrecogedora y me puse a tiritar de
frío, de miedo. Lo miré por última vez y tuve que salirme de ahí, lamentándolo. La vieja
sensación de estar en la orilla de un enorme y profundo pozo que albergaba a un
monstruo al acecho. El espanto me superó. Hice un esfuerzo para no ponerme en
evidencia y salir corriendo. Al viejo no lo volví a ver hasta la tarde siguiente, que pasó
por mi lado en su auto, saludándome con amabilidad, mientras yo sostenía la barrera en
alto y lo miraba hipnotizada, sin saludarlo. Podría jurar que antes de esfumarse me
sonrió.

-XLIII-

Fue un fin de semana provechoso, porque nos dejó la visita del hombre del mirador, mi
convencimiento de que no era tan inútil con la gente ni con la plata y la visita de dos
integrantes de la Comisión Directiva que Marcela aprovechó para pedirles que Mario
volviera. Sus razones eran lógicas: le tenía confianza, era trabajador, podía pasarse una y
hasta dos noches sin dormir, vivía cerca, su familia era conocida. Los convenció. A los
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dos días la llamaron autorizándola, como en su momento la habían autorizado a que me


contratara a mí, sin yo saberlo.

Cuando llegó el otro fin de semana, entre los tres habíamos dejado el predio impecable.
Mario era un toro trabajando, lo que tenía de bueno lo tenía de fuerte y predispuesto. Y
de chusma también. Le sabía la vida a todo el mundo y le encantaba contarme lo que
sabía. Yo me divertía mucho escuchando, aunque en general no me importaba
demasiado.

El viernes a la noche a última hora fuimos a la cantina con Mario a tomar una gaseosa
antes de acostarnos. Mientras nos atendía, Onildo aprovechó para avisarme que al otro
día muy temprano iba a salir un rato en el Rastrojero, que no me asustara ni me
levantara, porque él dejaba la barrera en su lugar. Le agradecí la amabilidad. Y cuando
nos sentamos, en la mesa más lejana al mostrador, Mario empezó a contarme lo que
sabía de Onildo. Ahí sí que presté atención.

Lo primero que me dijo fue que al otro día temprano iba a su casa del barrio, a buscar a
la esposa para que lo ayudara en la cocina, mientras él y el Tero se encargaban de la
atención en el mostrador y en las mesas. Sus hijos y el almacén quedaban al cuidado de
su hermana solterona. Un tipo avaro, agrio, distante, malintencionado. Con la familia era
igual que con el resto del mundo. Su esposa, más joven, estaba con él porque no le
quedaba otra. Era epiléptica, pobrecita. Se había quedado muy joven sin familia y por su
enfermedad no le resultaba fácil encarar nada. Para los de afuera, Onildo se juntó con
ella por lástima, aunque era una mujer muy hermosa. En realidad fue una transacción
utilitaria, necesitaba alguien que le hiciera hijos y no tenía tiempo para pensar en
noviazgos ni conquistas. Esa unión les resultaba fácil y provechosa, aunque no se
querían. Él la trataba mal, con soberbia y desprecio.

Onildo no era de la zona, pero hacía muchos años que estaba ahí. Al principio, cuando
apareció, le decían el Porteño por su forma de hablar, aunque él insistía en que venía del
sur. Vivió en distintos lados por los alrededores del embalse, hasta que pudo comprarse
una casa en el barrio. En cada lugar que estuvo puso un almacén. El del barrio fue el
único que logró hacer crecer. Hasta que de un día para otro decidió probar suerte como
cantinero en un club. Le fue tan bien que se quedó. Les dejó el almacén a su mujer y a su
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hermana y se vino a vivir a los clubes. Probó un tiempo en uno y después se instaló en La
Jarilla, desde hacía años.

Del Tero se corría el rumor de que era hijo no reconocido de él. Lo cierto es que no se le
conocía padre y la madre, una pendeja vecina de Onildo, lo había abandonado con sus
tíos viejos, que lo criaron como pudieron unos años y después se lo regalaron a Onildo,
para que le diera cobijo y trabajo. Era un misterio ese hombre. En mis ratos libre me
mantenía muy intrigada en dilucidar cuáles serían sus verdades y cuáles sus mentiras,
cuántos secretos más escondería. Mario le tenía miedo; a muy poca gente le temía,
Onildo era uno de los pocos, y no podía explicarse por qué. Yo no le tenía miedo, pero sí
respeto, era mal negocio meterse con él. Hablaba con un tonito sibilante muy parecido a
la amenaza de una cascabel.

-XLIV-

El sábado me desperté muy temprano, mucho antes de que se anunciara la madrugada.


Lo escuché a Onildo pasar ida y vuelta, como me había dicho. Traté de dormir un poco
más, pero el desasosiego no me dejaba en paz. Siempre me costaba darme cuenta de qué
se trataba: esa sensación a la que no me podía acostumbrar, que llegaba sin previo
aviso, se instalaba, siempre distinta, siempre nueva, presionando, contra las cuerdas, la
maldita menstruación, irregular, interminable. Me esperaban días de dolores, náuseas y
malhumor, en los que mi cerrazón se agudizaba y llegaba a extremos insondables.

Pero empezaba el fin de semana, me tenía que levantar. Por suerte, todavía me
quedaban tampones, había sido previsora cuando preparé la mochila que iba a llevar a la
Comunidad Terapéutica. Pero para el mes próximo no me iban a alcanzar. Tenía que
preguntarle a Marcela si vendían en la cantina. Ni loca les iba a preguntar. Ese sábado,
con el esfuerzo de estar tantas horas parada, aguantarme los retorcijones, los dolores
intensos, mientras cobraba o daba información, quedé extenuada. Marcela estaba
preocupada por mi estado pero feliz por la cantidad de gente que había entrado. Mario
iba y venía, preguntándome cómo estaba, trayéndome un té, un desinflamatorio. Me
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hicieron el aguante en todo lo que pudieron durante los dos días. Formábamos un gran
equipo. Esa noche cerré la taquilla y me fui a acostar sin comer ni saludar.

El domingo entró el doble de gente y la menstruación empezó a bajar, como siempre al


principio, a chorros. Cada tanto Mario tenía que reemplazarme en la taquilla, mientras
yo cambiaba el tampón. Salvo la molestia constante, no hubo mayores inconvenientes. Al
final del día yo era la famosa chica nueva de la taquilla, los socios y visitantes me
saludaban al irse y prometían volver. A esa hora ya no me dolían los ovarios, era tanto el
cansancio que no sentía. Había descubierto en serio que ese iba a ser mi trabajo durante
los próximos meses. Lo había hecho bien, a pesar de las circunstancias adversas, y el
dinero acumulado en la cajita fuerte me producía una adrenalina inigualable. Hasta tenía
ganas de comer.

A última hora de la tarde dejé levantada la barrera, guardé la plata y me di un buen


baño. Después fui a la cantina, porque habíamos quedado con Mario en juntarnos a esa
hora. Quedaba muy poca gente en el club. Marcela andaba por ahí. Mario no se veía por
ningún lado. No había nadie en el salón ni en el mostrador. Me apoyé a esperar. Estaban
en la cocina, que se veía a través de una ventana cuadrada con vidrio. Miré por la
ventana para ver si veía al Tero, para que alguien me viera. Y apareció en el cuadro, sin
que nada me lo previniera, la mujer del colectivo, la mujer hermosa y frágil, con su pelo
largo, negro, y su misterio.

Parecía estar buscando algo en el suelo, hasta que levantó la vista y me miró, directo a
los ojos, como si siempre hubiera sabido que estaba ahí. Me sostuvo la mirada, fueron
apenas unos segundos en los que el tiempo se paralizó. Hasta que Onildo apareció en el
cuadro y le dijo algo que rompió el hechizo, la hizo apartar los ojos y seguir buscando.
Cuando ambos se perdieron de vista, sentí que Mario me tocaba el hombro,
preguntándome cómo estaba. Y ahí nomás salió el Tero a atendernos.

Nunca supe qué comimos, de qué hablamos. Tenía el cuerpo y la cabeza en otro lugar. Lo
único que me quedó grabado fue cuando Mario me preguntó en un susurro si la había
conocido a Elena. ¿A quién? A Elena, la mujer de Onildo, la que tiene epilepsia, ¿la
conociste? No me acuerdo qué contesté. Se llamaba Elena. Y no la vi durante el resto de
la noche, por más atenta que estuve. En mi cama, con los ojos abiertos y expectantes en
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la oscuridad, sentí pasar el Rastrojero, como a las dos de la mañana. Y supe que a partir
de ese momento ese sonido iba a tener para mí una connotación especial. No iba a ser
cualquier vehículo pasando. Nada iba a ser lo mismo en ese lugar.

-XLV-

El lunes nos tocaba descansar y sacar cuentas. El martes empezamos a limpiar con
Mario, y Marcela fue a hacer compras y rendir lo recaudado. El miércoles terminamos de
limpiar y vino una pareja que llegó a acampar, después vino a verme la hermana de
Mario, que vendía ropa a domicilio y en cuotas. No tenía nada para el verano; hasta el
momento había zafado con mi vestuario fuera de contexto, pero ya no daba para más. El
jueves me quedé en la barrera, porque no tenía ganas de hablar con nadie. Mejor dicho,
mi cabeza había implosionado tras esos días de callar, disimular, mientras me torturaba
pensando, tratando de entender a Elena, lo que significaba, lo que escondía, por qué
estaba con Onildo, por qué se había cruzado en mi vida.

En eso estaba cuando apareció Claudio, a media mañana, caminando. Se presentó como
periodista. Le pregunté dónde trabajaba. Me dijo que era independiente, vendía notas a
distintos medios. Le creí, aunque no tenía el aspecto que yo suponía debía tener un
periodista. Me preguntó por el encargado. Marcela tenía dolor de cabeza y no iba a
molestarla. El encargado se había ido a la ciudad, estaba yo nomás, qué necesitaba.

Estaba haciendo un reportaje sobre el Marcito, la vida en los clubes, en los alrededores,
la historia del embalse, los cambios que produjo su construcción. No era la persona
indicada para contestarle, hacía poco tiempo trabajaba ahí. Aunque no podía ignorar los
años de mi infancia como socia. El asunto es que me terminó entrevistando un largo
rato. Me caía simpático Claudio, no me podía dar cuenta de la edad. Por momentos se
veía joven; por momentos, grande. Entre treinta y cuarenta tendría, tal vez más. Un
rango demasiado amplio, pero tenía un aspecto que colaboraba con la confusión.

Me preguntó como si supiera todo. Y yo le contesté lo que sabía, lo que me acordaba y lo


que suponía también. El resto me abstuve o lo mandé a otros clubes a que averiguara. Él
anotaba en su libreta con palabras y signos, con un lápiz, a gran velocidad. Me provocaba
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una sensación extraña, no me preguntaba lo que quería saber ni yo le decía lo que estaba
esperando. Cuando no supo qué otra cosa preguntarme, agradeció y se despidió,
titubeante. Se empezó a ir. Me dijo que tal vez volviera otro día, a verlo al encargado.
Avanzó unos veinte metros, se paró y se volvió, más decidido.

Me preguntó si sabía qué eran los vuelos de la muerte, si había escuchado algo al
respecto, ahí en el club o en cualquier lado. Le respondió mi cara de asombro y de nada.
Entonces me arrojó lo que sabía sobre el tema, rápido, alborotado, sin puntos apartes,
sin comas, como un niñito recitando su lección a las corridas antes de que se le escape.

Cuando empezó diciendo que era una metodología que se usaba en la dictadura militar,
me desconecté, no me interesaba el tema. Me vio la cara, pero siguió explicando que en
aquella época hubo militantes políticos que fueron secuestrados en forma clandestina
por representantes del Estado: militares, policías, paramilitares. Fueron torturados,
enjuiciados sin juicio, condenados y ejecutados de distintas maneras. Se deshicieron de
los cuerpos, los llamaron desaparecidos. Una de las tantas formas de matar y
deshacerse fue dormirlos y arrojarlos atados a un peso, desde aviones o helicópteros, al
mar, a los lagos de gran profundidad o a los embalses. Como el Marcito.

Aunque en realidad no había nada, ninguna declaración, ni documento que confirmara


que había cuerpos en ese embalse. Él había buscado exhaustivamente sin hallar palabra.
El asunto es que existía toda una leyenda urbana al respecto, de detenidos
sobrevivientes que aseguraban haber escuchado algo, como por ejemplo una charla
entre carceleros; gente de la zona, pescadores, gente de paso, todos aseguraban haber
escuchado un avión pasar en la noche y objetos pesados caer al agua.

A medida que Claudio contaba, se me iba cerrando el pecho. Me dolía, sin poder
entender por qué, a qué se debía esa angustia. No dije lo que me estaba pasando, quería
que dejara de hablar y se fuera, no podía escuchar más. Antes de irse, sacó una tarjeta en
blanco y con un lápiz escribió su nombre y el número de celular. Me pidió ayuda. Me dijo
que no sabía por qué, pero yo le había generado confianza, que cualquier cosa que
escuchara o viera, le mandara un mensaje, él iba a venir corriendo. Y se fue, esta vez con
paso decidido.
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Me quedé sin poder respirar, sintiendo la presencia viva del enorme pozo lleno de agua
en cuyo borde estábamos viviendo: superficie cristalina y metros de barro negro en el
lecho. Y esos cuerpos flotando en algún lugar, verticales, sujetos a un peso muerto. Por
un momento pensé en las luces de mis sueños, que venían desde lo profundo hasta mí,
pensé en lo que se convirtieron cuando tocaron la superficie, allá lejos, hacía tantos años.
Después, haciendo un esfuerzo por recuperar la cordura, me sacudí la sensación, corté
con las elucubraciones. Claudio estaba loco y si me enroscaba me iba a contagiar, no me
costaba nada, iba a terminar perjudicándome, en mi trabajo, en mis relaciones; un paso
atrás, justo cuando me estaba recuperando, de mí misma, a mí.

-XLVI-

No le conté a nadie la visita de Claudio ni me puse a investigar sobre los vuelos. Pero no
podía parar de preguntarme por qué relacionaba esa historia con mis sueños, si en
realidad tenían alguna relación. Pensé en tirar la tarjeta, pero la guardé, prometiéndome
no pensar en el tema, aunque tampoco quería concentrarme en Elena, porque era un
despropósito pensar en ella, una total falta de sentido.

Por suerte lo tenía a Mario, que pasaba en el club más horas de las que le correspondían
y nos acompañábamos. En esos días andaba obsesionado con la defensa de las arañas
pollitos, que son parte de la fauna autóctona, unos animales peludos de tamaños
importantes, confianzudas, que encaraban a la gente tal vez con ánimo de socializar,
incomprendidas, provocando estampidas y alharacas. Entonces Mario andaba atento
rescatando arañas de los valientes que trataban de aplastarlas.

Ante mi espanto, me explicaba que eran inofensivas, que las grandes tenían doce años
o más, y eran importantes para equilibrar el ambiente. Quería escribir en papelitos para
que yo les entregara a cada auto, explicando que cuando vieran una no le tuvieran
miedo, no la mataran y le avisaran a él, que las llevaba al campo para que siguieran su
trabajo. Me mataba de la ternura.

El viernes a la noche no pude dormir casi nada. Escuché el Rastrojero salir y después
volver, con media hora de distancia. Se me revolvió el alma. Y la idea de verla a Elena
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adquirió sentido, ciego y desproporcionado. Con suerte, iba a poder verla una o dos
veces a través de la ventana. Había tenido la precaución de ir seguido a la cantina esa
semana, con Mario, a tomar gaseosa o a jugar al metegol. A Onildo no le hacía ninguna
gracia, pero estábamos consumiendo. La idea era ir la mayor cantidad de veces posible,
aunque mi puesto del fin de semana no me permitía libertad de movimiento. Tenía el
sábado y el domingo por la noche, había que aprovecharlos al máximo.

Me levanté, desayuné, charlé un ratito con Marcela y me fui a la taquilla dispuesta a


arrasar. Los primeros que aparecieron fueron los del auto anaranjado, matrimonio con
dos chicos, socios y con casilla, muy simpáticos, sobre todo él, a veces con exageración,
pero no molestaba. Hasta me alegró verlos. Me saludaron con efusividad, se notaba que
les caía bien. Después de eso, la mañana estuvo tranquila, fueron llegando de a poco.

No podía creer que estuviera haciendo tan bien mi trabajo. El personaje de la chica de la
taquilla funcionaba. Me preguntaba qué pensarían mis hermanas, mis padres, si de
repente me encontraban ahí, tan desenvuelta, haciendo ese trabajo inimaginable.
Seguro que ellos seguirían igual, aunque a mí me parecía estar en otra vida, otro tiempo;
todavía no hacía dos meses que había llegado. Ya no los veía tan malos y perversos como
antes, pero igual no los extrañaba, ni a Gabriel, ni a mi grupo de amigas, ni a nada.

Durante la tarde, cayó mucho socio a acampar. Marcela se daba unas vueltitas por la
taquilla y me decía que no lo podía creer, estaba fascinada, había gente como en las
viejas épocas. Y me decía que yo había traído suerte al club, a ella la había levantado de
su tumba, era una bendición. Entonces qué quedaba para mí, qué podía decirle yo. Nada,
solo abrazarla, porque se me hacía un nudo en la garganta y mi ensimismamiento se
agigantaba. Además seguían llegando autos y la chica de la taquilla no se podía permitir
mariconadas.

Cuando se hizo de noche y me pude desocupar, salí corriendo a la cantina, con la excusa
de buscar algo de comer. El salón estaba lleno, el mostrador también, era imposible
acercarse. Salí a buscar a Mario, pensando cómo podría ayudarme, de alguna forma, sin
darse cuenta. Estaba ocupado. No la pude ver en toda la noche. Y eso que nos quedamos
hasta tarde. La cortina de la ventana estaba corrida y no se asomó ni por casualidad. Me
acosté revolcándome en la frustración. A duras penas pude dormirme.
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-XLVII-

Me despertaron unos golpes furiosos contra mi puerta. El terror me hizo levantar de un


salto. Los golpes seguían tronando y el corazón se me agolpaba en los oídos y no me
dejaba escucharlos. Me vestí a medias y abrí, era el socio simpático del auto anaranjado,
que me gritaba fuera de sí, con los ojos extraviados, ordenándome que los echara a esos
negros de mierda que estaban haciendo quilombo y no dejaban dormir a nadie, él venía
al club a descansar, para eso pagaba, y esos negros de mierda estaban gritando y yo me
tenía que hacer cargo. Mi pieza estaba al lado de la oficina, al fondo de la cual tenía la
pieza Marcela. Cuando vi por el vidrio esmerilado el reflejo de la luz que se encendía, lo
alejé de ahí, para que Marcela no se levantara y se comiera el garrón.

El tipo seguía vociferando fuera de sí, maltratándome. No encontraba manera de


calmarlo. Llegamos hasta su casilla y, en efecto, se escuchaban las voces y las risas de un
grupo de muchachos, aunque no se sabía dónde podían estar, porque venían desde la
oscuridad. Y eran algo molestas, pero el tipo estaba exagerando, tenía una sacateca que
no era natural. Logré pararlo con la promesa de que iría a ver qué estaba pasando y
hacerlos callar. Le pedí una linterna. No le tenía miedo a la oscuridad, pero me parecía
exagerado internarme en lo negro sin nada. Dudó, no podía prestarla, tenía las pilas
agotadas. Estuve a punto de mandarlo a la mierda, pero me detuve cuando me acordé de
que Marcela decía que los socios, los visitantes y los de la Comisión eran dueños de la
verdad y la razón, que hiciera un esfuerzo y estirara ese precepto hasta el extremo,
porque siempre iba a haber un imbécil que me exigiría estirarlo aún más.

Me fui sin linterna y a medio vestir, atravesando la oscuridad de atrás de las casillas, que
era de donde venía el jolgorio, preguntándome dónde estaría Mario, puteándome por mi
tozudez de negarme a usar celular. El terreno era irregular y había mucha jarilla. Pero en
un momento descubrí el punto exacto de donde venían las voces y al toque descubrí el
resplandor de un fuego que seguramente estarían rodeando. Me sentí con seguridad
como para ir a encararlos, la chica de la taquilla saliendo a realizar trabajo de campo.

Cuando los encontré no rodeaban el fuego, estaban desperdigados alrededor, en


pequeños grupos desordenados. Eran varios. Y en un vistazo supe que no tenían auto, no
los había atendido, estaban tomando alcohol y cocaína, no tenían nada que ver con la
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gente del camping y su actitud era muy diferente de las voces divertidas que había
escuchado. Estaba en problemas. Dudé entre encararlos o salir corriendo, pero no tuve
tiempo, uno me salió de atrás y me empujó hacia los otros, que me recibieron
pegándome trompadas y patadas por donde pudieron. No había manera de defenderme,
no me dejaban siquiera tirarme al suelo.

Ellos me tiraron, quedé boca abajo, con uno encima de mí metiéndome la mano por
adelante, tratando de bajarme el pantalón y, en el intento, me lastimaba. Iba a gritar,
hasta ese momento no había podido, pero entonces alguno apareció por el costado y me
pateó la cabeza, justo cuando empezaba a gritar. Y se me vino la noche en un instante, la
absoluta oscuridad.

No sé cuánto tiempo estuve así, pero me desperté en mi pieza. Por la pequeña ventana se
veía amaneciendo. Y en la penumbra descubrí que Elena y Marcela me cuidaban. En
verdad creí que había muerto o estaba en otro plano de la realidad. Pero no, estaba viva
y Elena se alegró tanto de que hubiera despertado que no me di cuenta de que Marcela
estaba ahí, igual de contenta. Mario me había salvado, en realidad Marcela, que alcanzó a
salir y vio que tenía problemas. Andaba por la zona de las balsas cuando Marcela lo
llamó, salió corriendo rumbo a las casillas, guiado por sus indicaciones. Después se guió
por el oído, porque el tipo del auto anaranjado no salió. Llegó a la escena cuando la
patada me estaba desmayando. Como sereno, estaba autorizado a portar un revólver con
balas de fogueo, para asustar. Así lo hizo, se mantuvo escondido, gritó fuerte y disparó
varias veces al aire. Los tipos salieron corriendo y me dejaron tirada. Pero no pudieron
violarme.

Intentaron que viniera una ambulancia del centro de salud más cercano, pero resultó
imposible. Se las arreglaron con lo que pudieron, bastante bien. Mario estaba con un
policía en el lugar de los hechos, explicándo lo sucedido. Tenía sed, pedí agua. Marcela
fue a buscar a la cocina, mientras Elena me revisaba las lastimaduras. Estaba atontada,
pero no podía desaprovechar esa oportunidad. Con lo poco que me dejaba la boca hecha
un trapo, le dije que la conocía de antes, de afuera del club. ¿De dónde? En el colectivo
que me traía, vos te subiste. Qué raro, ando poco en colectivo. Pero justo anduviste esa
vez, me acuerdo, estabas sola. Hizo silencio. No podía dejar de mirarte. Esto te va a
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doler. Por eso me alegré tanto cuando te encontré acá. Silencio. Aunque no entiendo por
qué estás casada con él. Silencio y me clavó los ojos; por un instante, me los atravesó, me
miró por dentro y se salió. ¿Te duele? Sí, pero no importa, hay dolores hermosos.

Llegó Marcela con el agua y se rompió el hechizo. Elena dijo que su marido debía estar
extrañándola y se fue, tan repentinamente que no alcancé a agradecerle. Marcela no
quería moverse de mi lado, pero tenía que descansar. Tuve que convencerla de que
estaba bien y que ambas necesitábamos dormir. Ese domingo iba a ser un día pesado y
yo estaba fuera de servicio; se iba a notar mi ausencia. Se fue a su cama y yo me quedé
sola al fin. Estaba machucada, lastimada por dentro y por fuera, humillada, pero también
enamorada, flotando en el mejor lugar, muy lejos de todo, muy cerca de ella, muy dentro
de mí.

-XLVIII-

Elena no volvió a visitarme. A última hora del domingo escuché pasar el Rastrojero y
rogué que se fuera pensando en mí. Tuve que hacer reposo varios días, al principio
porque el cuerpo no me respondía, después obligada por Marcela. Mario se sentía
culpable, esos tipos nunca tendrían que haber llegado hasta ahí sin que él los detectara.
No estaba de acuerdo. El predio del club era enorme y había mucha zona agreste, pero
Marcela apoyaba su teoría y lo martirizaba.

Un policía vino a inspeccionar y me tomó declaración. Investigaron poco y no


encontraron a nadie, pero fue un asunto movilizador. Vinieron tres integrantes de la
Comisión Directiva a ver cómo estaba y a informarse de lo que había ocurrido, se
comprometieron a poner vigilancia porque entendieron que Mario no podía hacer solo
el trabajo de dos hombres y encima por un miserable medio sueldo.

El jueves me levanté y el viernes lo pasé convenciendo a Marcela de que podía hacerme


cargo de la taquilla. Lo logré a última hora. Fue un fin de semana tremendo. Todos
sabían lo que me había pasado, así que me preguntaban, se preocupaban, me regalaban
algo dulce, puteaban a los de la Comisión por no poner vigilancia. La familia del auto
anaranjado fue la única ausencia notable.
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Nunca me había sentido el centro de atención, mucho menos de tanta gente. Y debo
admitir que lo disfruté como loca. En ese lugar no importaba que la chica de la taquilla
fuera petisa y regordeta, que se hubiera tomado la vida y estuviera allí porque no le
quedaba otra. La chica de la taquilla era la que los recibía en la puerta del club con una
sonrisa, eso bastaba. Y encima, convertida en una heroína.

El sábado a última hora fuimos a la cantina con Mario y estaba llena. Onildo pasó por mi
lado y se hizo el que no me había visto, para no saludarme. A Marcela la tenía enfurecida
porque en toda la semana no le había preguntado ni una vez por mí. Yo estaba
demasiado cansada para intentar la remota posibilidad de ver a Elena. Me despedí de
Mario y me fui a dormir.

El domingo a la noche, cuando el grueso de la gente se había ido, se me ocurrió un plan


demente. Entre las cosas que me habían regalado los socios había una cajita de
bombones de fruta que debían estar increíbles. Pero yo les encontré una mejor utilidad
que engordarme aún más. Pasé por afuera de la cantina. Todavía había gente, Onildo
estaba atendiendo. Seguí de largo y di la vuelta hasta llegar al fondo que, cuando hice la
limpieza inicial, descubrí que daba a la cocina.

Los riesgos eran muchos: que justo Onildo se metiera en la cocina, que escuchara los
golpes desde el salón, que estuviera la hermana de Onildo, que el Tero fuera un buchón.
Pero golpeé igual. Y como no salió nadie, volví a golpear. Desde adentro trataron de
abrir, pero la puerta estaba trabada, seguro por la falta de uso. Hasta que se abrió de
sopetón y, azorada, estaba Elena, que al verme se puso roja y empezó a mirar hacia
atrás, hacia la puerta que daba al salón.

Yo sabía que tenía poco tiempo, así que le estiré la cajita de bombones, le tomé la mano
para que la agarrara y le dije gracias por cuidarme, estoy para lo que necesites. Y me
besé los dedos y con ellos le rocé los labios y me fui, corriendo como loca, a punto de
estallar de felicidad, sin entender por qué me estaba animando a tanto.

Esa noche me acosté rebosante de gozo, reconciliada con la humanidad. Y me masturbé,


después de mucho tiempo, pensándome con ella.
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-XLIX-

Pero cuando la noche estaba por finalizar, mis sueños, que habían empezado con tanta
claridad y esplendor, me habían llevado a la misma orilla oscura del lago, dejándome ahí,
temerosa, expectante, abrazada a mis rodillas, mirando con afán la superficie azabache
sin brillo, que solo dejaba ver las chispas que aparecían tímidas en lo profundo del lago,
avanzando hacia mí, apuradas, como queriendo decirme algo. Solo que esta vez no se
detuvieron antes de llegar a la superficie, la atravesaron, asomando unas cabezas cuyos
rostros no podía distinguir, solo veía sus ojos, que tenían una chispa mínima de luz
brillando. Podía verlas en cada uno, mientras nos mirábamos fijo.

Me desperté tranquila del sueño, con la serenidad de haber encontrado un rumbo,


aunque fuera incierto. Era lunes, era 1º de diciembre, y en un rato iba a llegar el viejo, el
hombre del mirador. La vez anterior había soñado con mis luces y él había llegado, pero
se lo atribuí a los nervios y al cansancio. Pero ahora, que no sabía bien en qué fecha
estaba, solo que era fin de mes, estaba segura de que era 1º y que mi sueño lo estaba
anunciando. No sabía por qué, no tenía explicación, solo sabía que eso estaba pasando.

Me levanté y me quedé dando vueltas cerca de la taquilla. Tenía que hacer la


contabilidad del fin de semana y ordenar papeles, pero lo podía posponer un rato.
Cuando lo vi aparecer en su auto lento y viejo, supe que ahí estaba mi secreto, ese que
me estaba dando cuenta que tenía desde siempre, sin saberlo, y que por lo visto
compartía con él, o algo así, porque las luces me habían llevado a ese lugar, y las luces lo
anunciaban cada vez que llegaba.

Marcela todavía no se levantaba; lo atendí yo. Y me quise morir cuando me acordé de


que a la cabaña la habían desocupado a última hora la noche anterior; nadie la había
limpiado. Marcela, como el otro mes, se había olvidado de que venía. No sabía cómo
decirle. Empecé a tartamudear una explicación, hasta que entendió y me detuvo con una
sonrisa. No había problema, era lógico que eso pasara, podía esperar mientras la ponía
en condiciones. Le ofrecí hacer tiempo en la cantina, que estaba por abrir, pero me dijo
que no, subiría conmigo y esperaría en el mirador.
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Busqué las llaves y los elementos de limpieza en la oficina procurando no hacer ruido. Él
estacionó el auto y llegamos juntos a las escaleras. Quería sacar conversación y no sabía
de qué, hasta que llegamos a las cabañas, solitarias en ese montículo, y me acordé de lo
que me había pasado. Le recomendé que tuviera cuidado, porque se andaba metiendo
gente extraña al club. Se mostró interesado. Ahí aproveché para contarle mi anécdota.
Sentí que se preocupaba de verdad por mí. Esa distancia suya que tenía puesta tiempo
completo, como su sombrero, por un momento se desvaneció para mostrarme gestos de
preocupación y hasta dolor.

Pero ya estaba bien y tenía que hacer mi trabajo. Mientras abría, él recuperó la distancia
y empezó a alejarse lentamente de mí. Cuando entré, el paisaje era desolador, un
verdadero desastre. Tardé mucho más de lo calculado en dejarla presentable. Encima
tuve que volver a buscar ropa de cama, porque habían usado hasta las de repuesto.

El viejo permaneció en el mirador, absorto en su pensamiento. Cuando fui a entregarle la


llave, tuve que llamarlo dos veces para que me escuchara. No sabía qué decirle, qué
preguntarle, cómo aprovechar esa preciosa oportunidad, pero se me adelantó al
preguntarme si en el club o en los alrededores habría una balsa que alquilaran, para
llevar a pasear por el lago a gente como él, sin balsa ni capacidad para manejarla.

Si algo me estaba dando trabajar en la taquilla era rapidez de reflejo y una impavidez
absoluta a la hora de mentir y arrojarme al vacío. El club tenía una balsa, viejita y
sencilla, pero andando, yo podía llevarlo a dar una vuelta. ¿Vos sabés manejar balsas?
Desde chiquita, pero seguro que no se va a animar, a las mujeres siempre nos tienen
desconfianza. Yo no, ¿cuánto me cobrás? Nada, gentileza de la casa, por la demora y los
inconvenientes provocados. Le saqué una sonrisa. Está bien, agradezco la gentileza,
entonces nos vemos a eso de las tres. Está bien a esa hora, nuestra balsa es la primera,
no se va a equivocar, se nota a lo lejos, es la que está en peor estado. Dije eso y largué
una carcajada, del ataque de ansiedad que me estaba agarrando. Él dejó de sonreír y se
quedó mirándome, preocupado. Pero ya era tarde para arrepentirse, teníamos una cita a
las tres.
92

- L-

Fue demasiado impulso para mí, me desconocía por completo. ¿A qué balsa pensaba
subirme, con el pánico que le tenía al agua? ¿Y manejarla yo? ¿A quién se le podía
ocurrir, si no manejaba ni bicicleta? ¿Por qué me había comprometido con semejante
cosa? ¿Con qué necesidad? Esos eran mis pensamientos mientras volvía a la oficina. Y no
me podía echar atrás, era un papelón. Y si lo hacía, ¿con qué excusa?, ¿seguir mintiendo o
decir la verdad? Lo cierto es que quería conocerlo, hablar con él, y esa era una gran
oportunidad.

Por otro lado, no podía usar la balsa sin la autorización de Marcela y necesitaba que
Mario me enseñara a manejarla sin que intentara colarse, que era lo más probable. Mi
primera estrategia iba a ser simple y contundente: el viejo me había pedido que lo
llevara a pasear en la balsa, a modo de resarcimiento por la demora. Aunque no sonara
muy creíble, me tenía que plantar ahí, porque nadie se iba a animar a pedirle que
confirmara. Después, había que seguir viendo. Llegué a la oficina enredada con los
bártulos de limpieza, un plan endeble y mi confianza, peor.

Cuando Marcela se enteró de la demora y la cabaña revuelta, se quiso morir bien muerta
y resucitar para ir a pedirle disculpas a ese pobre hombre, que siempre se olvidaba de él,
lo que debía pensar, que no nos interesaba como cliente, no le dábamos valor. Se puso
tan mal que se llegó a sofocar. Pero cambió cuando se enteró de que quería que yo lo
llevara a pasear en balsa. Nunca la había visto así. Puso el grito en el cielo, ni loca iba a
dejarme sola con él, un desconocido, podía ser un asesino, un pervertido. Y yo no sabía
manejar ese bicho y era capaz de darlo vuelta. Mario lo iba a llevar, yo podía
acompañarlos, según, si ya había terminado de hacer las cuentas. Que dicho sea de paso,
me había olvidado por completo de ellas y eran un obstáculo insalvable entre el viejo y
yo.

Tenía que ser realista. Si me proponía convencerla a Marcela podía lograrlo, sabía cómo,
pero el asunto era que no estaba segura de poder afrontar semejante aventura,
manejando por primera vez y resistiendo mi terror al agua, todo junto, y tratando de
que el viejo se relaje para sacarle información. Me imaginé con un ataque de pánico, de
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los que ya conocía, aferrada al viejo como una garrapata o saltando en el piso medio
podrido de la balsa, en posición fetal.

Accedí a que nos llevara Mario y me comprometí a terminar las cuentas antes de las tres.
Después me fui a buscar a Mario; cuando le expliqué la aventura, no hizo falta pedirle
nada, quedó extasiado con la perspectiva y se fue a revisar la balsa, a dejarla en
condiciones. No le conté sobre mis sueños ni las teorías que los ligaban al viejo, porque
le tenía confianza, sí, pero el problema era yo, que no podía hablar de eso en voz alta. Lo
que me quedaba de la mañana lo dediqué a sacar cuentas.

Mientras almorzábamos, Marcela me confirmó un rumor que venía circulando: volvía


la famosa fiesta de fin de año del Club, que habían sido monumentales, yo las recordaba,
y en los últimos años se habían dejado de hacer. Pero como esta temporada venía muy
bien, todavía no empezaba el verano y la taquilla había repuntado mucho, estaban
envalentonados. La fiesta era una excusa para recaudar fondos y generarle a la cantina
una entrada de dinero importante. Se invitaba a socios, ex-socios, políticos, empresas.
Había una gran expectativa. El sábado 20, unos días antes de Navidad, en la cantina y
alrededores. Onildo estaba maravillado. La idea era hacer algo grande, con espectáculos
y sorteos, como antaño.

No fue una novedad grata para mí, no me gustaban las fiestas y me imaginaba la
cantidad de trabajo que iba a significar para nuestras espaldas. Tuve que hacer un
esfuerzo para disimularlo, porque se notaba que a Marcela la idea de la fiesta la
entusiasmaba. Desde aquella noche que nos encontramos en el mirador, era la primera
vez que la veía animada, interesada en algo, con una ilusión.

-LI-

Terminé de hacer las cuentas con el automático puesto, la cabeza puesta en lo que iba a
decirle al viejo, a preguntarle, cómo caerle de sorpresa, encerrarlo, que no se pudiera
escapar. Nos encontramos puntuales a las tres. Mario ya estaba en la balsa, haciendo
como que ajustaba algo que ya había ajustado diez veces. El viejo no se sorprendió al
verlo. Le dije la verdad, no sabía manejar balsas, inclusive le tenía terror al agua, pero
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cumplía con mi promesa y le había conseguido al mejor guía de la zona y experto


conductor. El viejo me dijo que sabía que le estaba mintiendo; pero quería saber hasta
dónde pensaba llegar. Y me palmeó la espalda. Mario estaba feliz. Al poquito rato,
zarpamos.

El tanque estaba lleno de combustible y la balsa, a pesar de su aspecto, tenía un andar


firme. Mario, sabiendo de mi fobia, me había reservado el mejor chaleco salvavidas que
tenía el Club. Fui la única que se lo puso. Era la primera vez que me metía al lago después
de muchos años. Y avanzar sobre el enorme y profundo pozo me daba vértigo, espanto.
El cuerpo estaba tensionado, para evitar que temblara. Después, la tranquilidad de mis
acompañantes, la seguridad con que maniobraba Mario, el andar suave y lento de la
balsa me fueron relajando. Al poco rato, me di cuenta de que se iba a tratar de un paseo
formidable.

Al principio ninguno de los tres emitía palabra, hasta que el viejo preguntó algo al aire
pero dirigido a Mario, que era el que sabía más de la zona. Fue como si le hubieran dado
arranque. Empezó a hacer de guía, contándonos datos del lugar, cómo era antes de que
construyeran el dique, la flora y la fauna, la geografía, los chusmeríos de la gente de los
clubes o de las orillas. Las costas se alejaban, se acercaban, el agua verde oscuro nos
rodeaba con su enormidad, nos dejaba flotar. Llegamos hasta el otro extremo del lago,
conocimos clubes, vimos playas agrestes, una balsa medio hundida y quemada,
lodazales, casitas de lata escondidas entre la jarilla. Pero yo estaba lejos de lograr mi
objetivo secreto.

El tiempo se pasó volando. El viejo pidió llegar al medio del lago y parar un rato. Era un
día caluroso, el sol estaba fuerte. Mario preguntó si había tiempo para nadar un rato.
Nadie tenía apuro. Pero al estar detenidos y sin una conversación distractora, mi pánico
al agua se despertó, más erizado que nunca. Mario arrojó el ancla, un tacho de diez
litros lleno de cemento atado a una cadena, la balsa se sacudió y yo casi me desmayo del
espanto. Disimulé lo mejor que pude y logré zafar cerrando los ojos y con respiración
profunda.

Mario se tiró de cabeza. Era buen nadador, incansable, le gustaba hundirse y aparecer en
cualquier lado. El viejo me buscó conversación, no me acuerdo, cualquier cosa. Recuperé
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la calma y con ella la lucidez que el miedo bloqueaba por completo. Tanto que en un
momento de la charla supe qué era lo que le tenía que decir, qué preguntas hacer. Solo
necesitaba una oportunidad.

Y Mario, en sintonía conmigo, sin darse cuenta me la dio cuando señaló una boya que
flotaba a cien metros y dijo: Nado hasta allá y nos vamos. ¿Quién me toma el tiempo? El
viejo le mostró el reloj de pulsera, antiguo como él, y dijo: Yo. Esperó al segundero y
dio señal de partida. Mario arrancó. Me quedé con la vista fija en él y el viejo, en el
segundero. Sentí mi propia señal y empecé a hablar, le conté los sueños que había
tenido de chica, las luces emergiendo en la orilla del lago, las cabezas que se quedaban
mirando. Seguía con la vista clavada en el nadador, que estaba llegando a la boya. Le
conté también del sueño que había regresado después de tantos años trayéndome al
Marcito, llamándome.

El viejo no emitía palabra, su atención parecía puesta solo en el segundero. Le conté


esos últimos dos sueños, los únicos desde que vivía ahí. Ambos lo habían precedido en
su llegada, lo anunciaban. Desvié por primera vez la vista para mirarlo y preguntarle si
él podía explicarme por qué me pasaba eso, qué significaban esas luces, si tenía alguna
información, alguna suposición, una teoría, por qué las luces de alguna manera nos
estaban relacionando. No me contestó. Se tomó su tiempo, esperó a que Mario estuviera
cerca para recién ahí sacar los ojos del segundero, mirarme y decirme no, no puedo
ayudarte, no sé de qué me estás hablando, la verdad no te entiendo, me parece que tenés
una gran imaginación.

Mario venía aturdido y escuchó a medias lo que decía, no entendió. El viejo le dijo el
tiempo que había hecho, lo felicitó y lo apuró a subir, porque se estaba haciendo tarde.
Andando, volvió a incitarlo a Mario a la conversación, esta vez con preguntas sobre sus
aventuras natatorias. No me dio oportunidad de volver a cruzar palabra con él. Una
vez en la orilla, se despidió con mucha amabilidad de los dos, nos agradeció el paseo y
casi se escapó.

Mario no cabía en sí del orgullo y yo me sentía derrotada. El único consuelo era que me
quedaba el día siguiente hasta la tarde; algo se me podía ocurrir. Cociné y lavé los platos,
me quedé revisando las cuentas, trasnoché y el martes me levanté a media mañana. Lo
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primero que encontré al salir fue a Marcela, sorprendida porque el hombre del mirador
se había marchado temprano, sin dar explicaciones ni muestras de disgusto o
contrariedad. Solo había roto su sana rutina y se había ido sin despedirse, dejando por
respuesta el silencio, dejándome la sensación de que no lo vería nunca más.

-LII-

Pero el viejo tuvo que ser olvidado, porque cuando la noticia de la fiesta se hizo oficial
comprendimos que había muy poco tiempo para organizar un evento de esas
características. Por consiguiente, no se pensó ni se habló de otra cosa que no fuera de la
bendita fiesta, que odiaba con toda mi alma. Porque se iba a hacer un fin de semana,
cuando el club recibía mucha gente, y eso solo ya significaba un gran trabajo como para
que encima tuviéramos semejante quilombo en paralelo. Y por el mismo precio.

No me podía quejar, eran órdenes y había que cumplirlas o buscarse otro trabajo, otra
vida, justo cuando esa, exceptuando detalles, me gustaba bastante. Marcela y Mario
estaban felices y no les molestaba trabajar extra. Onildo estaba tan contento que me
hablaba, por ejemplo, o lo dejaba al Tero charlar con nosotros, aunque no tenía mucho
para decir el pobrecito; pero jugaba al metegol muy bien, nos ganaba a Mario y a mí
juntos.

Los días se iban en organizaciones y discusiones, sobre cómo hacer esto y aquello. Los
de la Comisión Directiva caían a diario a no hacer nada y molestar, como era costumbre,
solo que ahora mucho más. El fin de semana siguiente, Elena se tuvo que quedar a
cuidar a uno de sus hijos, que estaba enfermo. La reemplazó la cuñada. Al otro fin de
semana tuvimos tanto trabajo que solo pude verla de refilón, y creo que ella pudo verme
a mí también, porque me pareció en un momento que me estaba buscando. O eso quise
creer.

El domingo a última hora estaba desesperada de ganas de verla, de decirle algo, aunque
más no fuera una huevada, alguna cosa de la fiesta; estaba dispuesta a simular que me
encantaba. Pero no había manera. Entonces se me ocurrió una idea genial:
desaparecerme de ahí, quedarme levantada, rondar la zona de la taquilla; cuando ellos
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fueran saliendo, levantar la barrera y pararlos para preguntar algo de la fiesta. Con eso
me alcanzaba y me sobraba.

Ejecuté los primeros pasos a la perfección, pero el último tuvo una falla: nunca pasaron.
Había inventado no sé cuántas versiones que justificaran mi presencia a esas horas y no
sé cuántas preguntas casuales sobre la fiesta que justificaran molestarlos a esas horas.
Nunca pasaron. Esperé hasta mucho después de comprobar que era obvio que estaban
durmiendo, o por lo menos acostados. Luces apagadas y silencio absoluto. Me fui a la
cama ofuscada, jurándome terminar con esa historia estéril, que no tenía presente ni
futuro, no tenía nada, solo el peligro de que se convirtiera en una obsesión.

-LIII-

El lunes me levanté más tarde de lo acostumbrado y Marcela todavía no se había


levantado. Era para preocuparse. No se sentía bien, decía que era cansancio, pero estaba
demacrada, la voz le salía agotada. Los lunes amanecía más cansada de lo
acostumbrado. Era lógico, se estaba trabajando mucho los fines de semana, la ausencia
de Ricardo pesaba en su corazón y en el Club, era una mujer fuerte pero tenía sus años,
demasiado bien lo llevaba. Pero yo me ponía paranoica igual, por más lógica que tuviera.
Fui a la cantina a comprarle algo para el dolor de cabeza.

Lo primero que me encontré fue a Elena barriendo el salón. La sorpresa, la alegría y, la


emoción me hicieron olvidar que estaba preocupada, me pusieron en evidencia. Ella se
reía de mis aspavientos, pero se le notaba que estaba contenta también. Se iba a quedar
la semana entera para ayudarle a Onildo con los preparativos de la fiesta, tenían que
hacer mucha comida, adornar el salón. Me preguntó si podía ayudarla, porque le parecía
que ella sola no iba a ser suficiente. Se me desaparecieron las piernas, no me caí porque
estaba levitando. No sabía cómo decirle que sí, quería ponerme de inmediato a adornar
ese salón, el club entero, la vida toda adornando.

Pero a la vez estaba atenta, no podía seguir poniéndome en evidencia, tenía que
recuperar la compostura. Le dije que sí, encantada, que contara conmigo para lo que
fuera necesario, conmigo y con mi inutilidad, las dos juntas, no le íbamos a fallar. Y pasó
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lo mejor del mundo, la hice reír a carcajadas. Tan fuertes que salió Onildo a ver qué
pasaba; le debían resultar desconocidas, nunca las habría escuchado. Cuando
comprendió la escena se le puso la cara agria, pero me fui derecho hacia él, a comprarle
Tafirol, ofrecerle mis servicios y contarle que Marcela me tenía preocupada.

Esa semana fue uno de los momentos más felices de mi vida. Porque la estructura de
organización de fiesta que se armó nos permitió a Elena y a mí pasar mucho tiempo
juntas, cruzarnos, quedarnos hablando en cualquier lugar. Onildo estaba tan acelerado
que no se daba cuenta o no le importaba, con tal de que estuviéramos trabajando. Por
supuesto que yo cumplía con mis obligaciones cotidianas, y ella pasaba muchas horas
encerrada en la cocina, pero al estar tiempo completo en el Club, era más fácil
encontrarnos.

Mario no significaba un gran problema, porque Marcela, recuperada y con más bríos que
nunca, lo tenía a su mando. Habíamos acordado que yo iba a ayudar en el Club pero
también en la cantina, para evitar que tuviera que venirse la insoportable de la
hermana con los niñitos. Nada de eso nos hacía falta.

Con el Tero había algo extraño. A pesar del trabajo extra, él también contaba de vez en
cuando con cierta libertad, que aprovechaba para acercarse a nosotras. A Elena, que era
incapaz de tener malos sentimientos y mucho menos demostrarlos, le pasaba algo con él,
por más esfuerzo que hiciera por disimular, sentía rechazo. No decía ni hacía nada, pero
se podía sentir esa incomodidad, una violencia sorda escondida en algún lugar cuando
él estaba presente. El Tero también la sentía, se quedaba serio primero, colorado,
después terminaba yéndose. Entonces el mundo recuperaba la paz.

-LIV-

Había algo latente entre nosotras. No lo mencionábamos, no era el momento, no era


necesario, iba a servir para romper el hechizo y echarlo a perder. Mucho mejor
conocernos, hablar, contarnos una a la otra, es decir, Elena contar y yo absorber sus
gestos y palabras. No me cansaba de mirarla, descubrirla a cada instante, las hebras de
cana disimuladas entre su cabello negro, el mentón cuadrado, las manos grandes
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contrastando con su contextura delgada y frágil, su boca ancha, pálida, de sonrisa triste,
unos pocas pequitas, sus ojos transparentes color gris acerado.

Cuando me contó que tenía epilepsia, no fue difícil simular que no sabía porque, al
escucharlo de su boca, me sorprendió y me dolió como cosa mía; ya no era el dato de una
desconocida. Una enfermedad hereditaria y ella, con antecedentes frondosos por el lado
de las dos familias, para no escaparle. Se le declaró a los tres años. Había nacido en los
alrededores del embalse, sus padres venían escapando de la miseria familiar y se habían
hundido en su propia miseria, chapaleando en trabajos de morondanga en los clubes.

Lo único bueno que recordaba de su infancia era cuando nadaba en el embalse, su gran
pasión. Como en el agua no le daban ataques, sus padres dejaban que pasara horas ahí.
En la adolescencia, su madre volvió a quedar embarazada. Nació otra nena, que falleció
al poco tiempo y su madre detrás, víctimas del mismo virus hospitalario del que nadie se
hizo cargo. Su padre quedó devastado. Sus crisis epilépticas se agudizaron, empezó a
tomar alcohol, la tristeza lo echó en el abandono, hasta que una crisis se convirtió en un
ataque al corazón que lo mató, como él tanto deseaba.

La dejaron sola, pero convencida de que no iba a caer. O por lo menos iba a caer
peleando. Su epilepsia era convulsiva, a la que le dicen el grand mal. En el momento
menos pensado se desplomaba, rígida, y empezaban los espasmos. En algunos casos
eran tan fuertes que se llegaba a orinar y hasta hacer caca. Le resultaba muy difícil
encontrar trabajo o conservarlo. Entre los clubes se había corrido el comentario de sus
convulsiones y nadie se animaba a contratarla. Lo único que conseguía fácil era
limpiar los baños, trabajo que nadie quería hacer, pero se le complicaba fuera de
temporada.

Y así anduvo, sola, rebotando de aquí para allá, sumida en la pobreza, en la tristeza, hasta
que se le ocurrió la idea y después juntó fuerzas y se animó a pedirle trabajo a Onildo en
el almacén, que no solo la contrató sin problemas, sino que tiempo después le propuso
casamiento, con el objetivo de embarazarla. Ella aceptó, se estaba quedando sin fuerzas
y entendía el hecho de casarse como una estrategia más para sobrevivir, de las tantas. Lo
que no tuvo en cuenta, por su soledad e inexperiencia, era que convertirse en madre la
iba a atrapar en ese matrimonio para siempre.
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Desde un principio, Onildo la había tratado distante pero cortés. Inclusive cuando
decidieron casarse y empezaron con cautela a intimar. Hasta que pasaron por el Registro
Civil. A partir de ese momento, primero sutil, luego frontal, la hizo sentir inútil,
mantenida, arrimada, insignificante, inculta, ordinaria, insuficiente, máquina
desperfecta, sangre contaminada, un pedazo de trapo sucio al que le daban descargas
eléctricas. Y se lo terminó creyendo. Cuando apareció su cuñada y se fue a vivir con ellos,
su vida se convirtió en un infierno. Hacía años que los hermanos no se veían, pero se
comprendieron y se mimetizaron al instante. Doble humillación, doble control y dos
hijos creciendo entre sus débiles manos.

Se llamaban Adrián y Daniel. Durante los primeros años significaron la fuente de sus
más grandes miedos, porque podía haberles trasmitido la enfermedad maldita, porque si
le daba una convulsión podía aplastarlos mientras les daba de mamar, tirarlos al suelo.
Pero también significaban mucho amor, único, y la inigualable sensación de pertenencia.
Aunque ese amor no podía evitar que, al crecer, sus sentimientos oscilaran, se
mimetizaran, replicando ellos también, a veces, comentarios hirientes, veladas
humillaciones.

La buena noticia era que no se había dejado vencer, había peleado y logrado resultados.
No tenía crisis desde hacía un año y medio, la enfermedad estaba en remisión. Se hacía
tratar con un neurólogo epileptólogo muy caro, en ese aspecto Onildo no le hacía faltar
nada. Era muy optimista el médico con los avances que estaba haciendo, pero debía
pasar dos años para considerar que estaba en remisión por completo, y recién ahí
pensar en una suspensión del tratamiento. Cuando la conocí en el colectivo era la
primera vez en años que Elena salía sola, como parte de los experimentos que hacía para
comprobar si estaba sana. Onildo le taladraba la cabeza con su desconfianza, pidiéndole
que tuviera cuidado, que no se confiara, que no creyera que se iba a curar así nomás, que
era muy difícil que eso desapareciera.

El jueves a la tarde me contó esto último, terminando de pasar el lampazo por el salón.
Ahí supe por qué había venido a parar a la orilla del Marcito, por qué en este club y no en
cualquier otro, qué significaban esas luces que me interpelaban desde lo profundo, por
abajo y por arriba de la superficie, lo que me estaban pidiendo. Que rescatara a Elena,
101

me la llevara lejos, la salvara de su marido, de su enfermedad, de su destino y hasta de


sus propios hijos, si era necesario. Eso estaban pidiéndome en mis sueños desde un
tiempo inmemorial. Y si no era así, no me importaba, la iba a rescatar igual, la iba a hacer
mía, me iba a convertir en su fortaleza y su morada. En su libertad.

-LV-

El salón quedó espléndido, Elena había hecho unas guirnaldas hermosas y todo el que
entraba tenía algo lindo para decir; hasta a Onildo no le quedó otra que emitir unas
mezquinas palabras de elogio. Varias veces había deslizado como un chiste la poca
gracia que le hacía que fuéramos amigas, que nos riéramos tanto. Después de la fiesta
volvería al encerramiento, a apretar las clavijas de esa máquina amohosada que la tenía
atrapada. Él estaba atento, no se le escapaba nada, se estaba preparando. Yo también
tenía que prepararme.

Mi misión del sábado era delicada: informar en la taquilla a todo el que quería entrar que
en la noche había fiesta hasta la madrugada, que ese fin de semana el Club no tenía
silencio ni tranquilidad. Hacía bastante que lo comentábamos a los habituales. Al
primero que se lo dijo Marcela fue al del auto anaranjado, para evitar nuevos
malentendidos. Desde aquella noche le hablaba lo justo y necesario, casi nada. Cuando
volvieron, el hombre me pidió disculpas; también la familia, en silencio. Yo los disculpé
pero no tenía vuelta atrás, el tipo era un enfermo, y si había algo que no quería en mi
vida, era ese tipo de enfermedad.

El tránsito fue de lo más variado ese día. A los proveedores de siempre se les sumaron
nuevos proveedores, un camión con acoplado cargado de mesas y sillas, el camión del
sonido, una Traffic con los mozos, otro camión con el equipo de refuerzo de la cocina y la
barra de tragos. Cada tanto Elena se daba una vuelta por la taquilla para comentarme lo
sorprendida que estaba con la producción de los viejos de la Comisión, como ella les
decía, que en líneas generales eran unos inútiles contraproducentes, pero tenía que
sacarse el sombrero por cómo habían organizado esa fiesta. Que si todo salía bien, como
estaba saliendo, a Onildo y al Club les tenía que dejar mucho dinero.
102

A partir de las nueve de la noche, mi misión era recibir a los invitados, chequear que
estuvieran en la lista e indicarles cómo seguir y dónde estacionarse. Mario terminaba de
ubicarlos. Una vez que me asegurara que había entrado hasta el último invitado y la
fiesta estaba en su apogeo, con Mario teníamos que circular en las zonas de
estacionamiento, que eran varias. Marcela, entre otras cosas, se ocupaba de los socios y
visitantes que, a pesar de la fiesta, habían decidido quedarse a pernoctar. La Comisión y
Onildo le insistieron durante el día entero que estuviera en la fiesta, era la invitada de
honor. Ella les agradeció, pero había mucho trabajo que hacer y poco ánimo de
celebrar.

En algún momento me cansé de cuidar autos ajenos a los que nadie pensaba hacerles
nada y las ganas de ver a Elena se me volvieron insoportables. Le dije a Mario que iba al
baño y me escapé. Di la vuelta por el fondo de la cantina y me encontré con la sorpresa
de que el lugar estaba iluminado y lleno de gente trabajando, yendo y viniendo. La
cocina estaba abierta y se veía que era un loquero. Me asomé. Justo andaba cerca Onildo.
Atragantada, le pregunté si necesitaban ayuda. Sin decir palabra, me agarró de un brazo
y me metió.

Elena, por su enfermedad, era una mujer de movimientos lentos, medidos, que creaba,
muy a su pesar, su propio ámbito, diferente de los demás. Ahí adentro, en medio de esa
batahola de gente entrando y saliendo, ocupando los espacios de diversas formas,
hablando unos encima de otros, ella dominaba la escena desde la quietud, organizaba,
dirigía el tránsito, se imponía con voz tenue pero firme por sobre las demás. Me acerqué
a preguntarle qué necesitaba; de inmediato me encontró una ocupación. Abandoné a
Mario. No podíamos hablar ni una palabra, porque además estaban sus hijos y su
cuñada, trabajando como el resto. No me importaba, era el único lugar donde podía
estar, cerca de ella, cobijada en su ámbito, a su entera disposición.

-LVI-

A altas horas de la noche, cuando el movimiento en la cocina se había relajado, Elena me


pidió que la acompañara a buscar botellas. Estaban una despensa externa, a la vuelta del
103

patio, en varios tachos de doscientos litros, cortados a la mitad, sumergidas en agua con
barras de hielo, además de las que habían llenado dos heladeras. No quedaban tantas.

No sé de dónde salieron esa media botella de champán y esas dos copas, que Elena,
llenó explicándome que yo no podía tomar alcohol, y ella tampoco, pero quería portarse
un poquito mal y me estaba pidiendo ser su cómplice. Brindamos por lo mucho que
habíamos trabajado, por lo bien que nos había salido. Nos tomamos cada una su copa,
tentadas de risa, en la penumbra de esa despensa, cuyas paredes retumbaban por la
música.

Cuando se empezaron a ir los primeros invitados apareció Mario, que necesitaba ayuda
para controlar la salida. Me iba reprochando, en broma, en serio, que lo había
abandonado para irme con Elena. Tanto tiempo sin tomar había conseguido que esa sola
copa me dejara la cabeza chisporroteante. Cada reproche nuevo me hacía reír sin parar.
Entonces me seguía el juego y redoblaba la apuesta, con los reproches, los chistes sobre
Elena y yo. No se daba cuenta de lo que estaba diciendo, no se podía llegar a imaginar lo
que tenían de verdad sus inventos. Y yo me reía de puro vértigo, puro sentirme tan
cerca, tan adentro de esa verdad, tan protegida por ella.

La fiesta fue un éxito. Comieron bien, se divirtieron y se recaudó mucho dinero. Me


comprometí a quedarme en guardia hasta que se fueran los del sonido, que eran los
últimos. El cielo estaba clareando. Como se había puesto frío, me metí en la oficina para
sentarme un rato, hacía horas que no lo hacía. Me quedé dormida casi de inmediato. Me
desperté sobresaltada con el ruido del camión que pasaba. Salí a bajar la barrera, me
caía de sueño pero tenía que quedarme despierta. Era un domingo normal como
cualquier otro; a eso de las nueve empezaban a llegar los primeros autos y los últimos se
empezaban a ir a eso de las nueve, doce horas después. No sabía cómo iba a hacer para
mantenerme en pie. Confiaba en que la adrenalina me ayudara a sostenerme. Por lo
pronto, decidí darme una ducha para despabilarme y sacarme el tufo a comida que me
había quedado de la noche.

Busqué jabón, champú, toalla, las llaves y me fui a las duchas públicas, que eran grandes,
cómodas, el agua salía caliente y abundante. La del departamentito era un espanto. Las
duchas estaban en el mismo edificio de los baños pero aparte, tenían candado propio.
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Por eso me sorprendí cuando encontré la puerta abierta. Aunque con tanto lío era lógico
que alguien se hubiera olvidado de cerrar. Teníamos llave nosotras, Mario y los de la
cantina.

Igual entré paranoica, lamentando no tener nada con qué defenderme. Ese edificio
estaba apartado del resto. Era fácil esconderse, adentro y afuera, los ruidos quedaban en
el lugar. Se me heló la sangre cuando escuché que una ducha estaba abierta. La primera
reacción fue salir corriendo, pero me pudo la curiosidad. Dejé lo que traía adentro de un
lavamanos. Avancé con cautela, sin hacer ruido, y cuando doblé, lo único que había era
un montículo de ropa sobre la banqueta, frente a la tercera ducha.

Me acerqué a mirar mientras me empezaba a erizar, porque el montículo de ropa me


decía algo, puesto así nomás, revuelto, sus retazos de colores me remitían a otra cosa,
cada vez más cerca, ya erizada por completo al confirmar que era la ropa que llevaba
puesta Elena durante la noche, que había visto permanente de refilón en la cocina o a
oscuras, mientras nos tentábamos de risa en la despensa. Quedé frente a la puerta de la
tercera ducha con la mente en blanco, encogida, sin poder sentir el suelo que estaría bajo
mis pies.

Unos segundos después, una eternidad, no sé, la ducha se cerró y se me cerró el pecho.
Pasaron otros segundos, hubo movimientos hasta que la puerta se abrió, mostrándome
la versión más gloriosa que hubiera podido imaginarme de Elena, envuelta en una bata,
su piel florecida, el pelo y sus ojos brillando. Así, pude verle su parte agreste, su parte
escondida, que ni soñaba con mostrar.

Abrió la boca de la sorpresa al verme parada ahí, como un fantasma en suspenso, pero
no se asustó. Y yo reaccioné, por suerte se me prendió la chispa y reaccioné. Me llevé la
mano a los labios para pedirle que hiciera silencio y luego le apoyé la mano en sus labios
y empecé a avanzar para que retrocediera. Despacito, mirándola a los ojos, con la mirada
pidiéndole que no hiciera ruido, hasta que quedó apoyada contra la pared, con su mano
cerrándose la bata.

Rápido, me puse en puntas de pie y la besé, suave, cerca de los labios. Se puso tensa,
pero no dijo nada. Seguí besándola, le besé los labios. Ella seguía en tensión, sin hacer
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nada. Hasta que se desbordó y me respondió el besó, rápido y en secreto, como para que
nadie viera lo que estaba haciendo.

Yo sabía qué necesitaba y cómo lograrlo. Bajé por su cuello, iban primero mis caricias
seguidas por mis besos y, conseguían que sus manos dejaran de crisparse, la bata se
abriera, la piel se entregara a mi tacto. Cuando llegué al pubis mordí su vello, enterré
mi boca entre sus piernas obligándola a que las abriera, la busqué con la lengua, con las
manos, me perdí entre pliegues y profundidades, embriagada en su perfume,
saboreando sus texturas. Ella intentaba expulsarme y lo único que conseguía era
aferrarme más. Se negaba, intentaba detener mis manos, apartar mi cara. Pero no ponía
la suficiente fuerza, no lograba oponerme verdadera resistencia. Cuando llegó al
orgasmo, sé que se asustó, porque era la primera vez que lo sentía, y tal vez creyó que le
estaba dando un ataque de epilepsia. También me asusté. Pero redoblé los esfuerzos, no
paré de provocarle múltiples espasmos y cuando pasó el miedo se dio cuenta de que
estaba gozando, como nunca le había pasado, como nunca se había imaginado que podía
pasar.

Yo, mientras tanto, me fui tragando su orgasmo, que era como un néctar, el único, el
primero que lograba saciar mi sed. Cuando terminé, me paré frente a ella, me puse de
nuevo en puntas de pie y la besé en la boca, mojándole los labios con su propio orgasmo.
Ella me miró de una manera que nunca voy a poder explicar. Y me dijo gracias. Y
empezó a llorar.

-LVII-

Ese domingo fue abrumador. La cantidad de gente que entró era la misma de los otros
domingos, pero yo sentía que el mundo entero estaba pasando por ahí, por encima de
mí. El cansancio me hacía ver doble, la chica de la taquilla estaba marchita y sin humor,
era más bien una autómata. En realidad estaba administrando energía, porque por
dentro me ahogaba en alegría y excitación, concentrada en cada uno de los segundos que
habíamos pasado juntas en la ducha, cada uno de los gestos, de los sabores, de las
resistencias y las entregas. Además, la tristeza de saber que, en ese llanto compartido, el
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mío había sido de completa felicidad; en cambio en el de ella, se había mezclado ese
sentimiento de imposibilidad que gobernaba su vida.

Cuando terminé mi tarea, a última hora, las piernas me tiritaban y tenía la cabeza tan
embotada que no podía coordinar ni un pensamiento ni una frase. Tenía muchas ganas
de ver a Elena, porque más tarde se iría, pero no me daban la voluntad ni las fuerzas
para llegar a la cantina. Decidí acostarme un rato. Puse el reloj para que sonara en una
hora y media, que calculaba que ella seguiría en el club. No escuché la alarma. Supongo
que la apagué estando dormida, porque recién me desperté a mitad de mañana del otro
día.

Marcela había amanecido como todos los lunes, pero mucho más decaída de lo habitual.
Así que Mario estaba a cargo del club, que por ser lunes a la mañana no tenía
movimiento. La cantina estaba cerrada y la sensación de tristeza se desparramaba como
lava desde la cima de un volcán por los recovecos de mi alma. Cuando Onildo y el Tero
abrieron, supe que el mundo había recuperado su desteñido, su desolado, su único color.

Marcela se quedó en cama, necesitaba descansar y yo me negué a sacar cuentas. No


podía concentrarme en nada. Por primera vez desde que había llegado, me pregunté qué
estaba haciendo en ese lugar. El club estaba vacío, no había nadie acampando y parecía
que la resaca de la fiesta no iba a terminarse más.

Esa noche, hablando con Mario sobre Marcela y su salud, su tristeza, me contó que una
vuelta había escuchado de refilón una charla entre ella y Ricardo que no entendió muy
bien, pero que hablaban de hijos grandes, casados, distanciados, enojados con ellos.
Nunca los habían mencionado ni lo hicieron después. La conversación era en voz baja y
Mario no estaba seguro de lo que había escuchado. Y en las largas charlas que tenía con
Ricardo mientras trabajaban, los intentos de sonsacarle información habían fracasado.

No me sorprendí. Marcela había sido muy escueta en el tema, no tenía hijos, habían
buscado con Ricardo sin suerte, nunca intentaron ningún tratamiento ni pensaron en
adoptar. Eso me había dicho. Y yo no le había creído, no es que pensara que me estaba
mintiendo, pero se desprendía de ella una sensación de maternidad muy fuerte, no sé, no
era algo racional. Para mí no era una mujer estéril, había parido, había amamantado,
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llevaba hijos prendidos a ella. Por supuesto, también sentía que yo estaba muy loca y
necesitada de madre, al punto de alucinar. De todas maneras, por las dudas me propuse
realizar alguna investigación.

El martes amanecí mejor, Marcela seguía necesitando descansar. No le creí y me quedé


preocupada, porque el predio estaba hecho un desastre y el jueves era Nochebuena.
Normalmente, se hubiera levantado a las seis de la mañana y nos hubiera arreado para
dejar todo limpio ese mismo día. Por suerte, nadie se había quedado a acampar.
Estábamos con Mario comentando ese tema cuando alguien dijo mi nombre a mis
espaldas. Era Claudio, mi amigo periodista. Fue una sorpresa porque, con tantos
acontecimientos, me había olvidado de su existencia.

Venía caminando como siempre, cargando una mochila que se notaba pesada. No me
preguntó por el encargado, no le importó que estuviera Mario, de hecho lo ignoró, muy
diferente de la otra vuelta, que quería hablar con todo el que pudiera. Venía a hablar
conmigo. Estaba preocupado y excitado a la vez, se le notaba que tenía algo entre manos.
Mario se había puesto incómodo ante su presencia, no sabía qué hacer, hasta que
comprendió que estaba sobrando y se marchó, murmurando que tenía que trabajar. En
mi interior se lo agradecí, por ahorrarme el mal trago de tener que pedirle que se fuera o
apartarme.

Claudio no dio muchas vueltas, Me explicó que había seguido investigando sobre los
vuelos de la muerte y que había logrado resultados. Aunque todavía no encontraba
ningún dato certero o documento que lo corroborara, todo parecía indicar que se habían
realizado dos o tres vuelos con destino al embalse, en modo experimental, en los que se
habían arrojado vivos entre treinta y cincuenta personas, hombres y mujeres, que
previamente habían sido secuestrados y detenidos en un centro clandestino militar.

Pero eso no era todo ni lo más importante, porque los datos circulaban desde siempre en
forma extraoficial; él solo estaba empezando a relacionarlos. Uno de los oficiales que
había participado en esos operativos, que se había retirado del ejército poco tiempo
después y desaparecido misteriosamente, andaba husmeando por la zona desde hacía
un tiempo. Cuando escuché esto se me hizo un nudo en el estómago, pero puse mi mejor
cara de nada y seguí escuchando.
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Era un hombre de edad, se movía solo y venía todos los meses al embalse de incógnito.
La Jarilla era uno de los clubes que le habían marcado como posibles destinos de su
itinerario. Lo que no conocía era su aspecto, su nombre, que seguro era ficticio, ni el club
al que venía ni el día exacto. Por eso necesitaba preguntarme si sabía algo, si había visto
a alguien de esas características venir al club, un hombre viejo, metódico, solitario.

Yo hice cómo que pensaba, como que buscaba en mi memoria a alguien así, mientras le
explicaba que entraba y salía mucha gente, sobre todo los fines de semana. Él insistía en
que el hombre iba siempre en una misma fecha, no sabía cuál, tampoco si se quedaba un
día o más. Me preguntó si podía revisar los registros. Cortante le contesté que podían
ser revisados solo por mí o por el encargado. No sé por qué me negaba a decirle que era
una encargada. Me gustaba tenerlo engañado.

Lo entendió, pero seguía insistiendo en que recordara, me repetía las pocas pistas como
si con eso fuera a iluminar mi cabeza negada. Cuando me cansé de jugar, le dije que no.
Desde que yo trabajaba, no había venido nadie al club con esas características ni con esa
continuidad, y para que me dejara tranquila le prometí que iba a investigar, le
preguntaría al encargado y al cantinero, iba a revisar los registros de ese año y, si
encontraba algo, le avisaba.

No sé cuántas veces me preguntó y me volvió a preguntar si en verdad iba a hacer eso


por él. Me repetía que era muy importante, me lo iba a agradecer la vida entera si lo
ayudaba. El dato más ínfimo, el más insignificante, podía llevarlo a encontrar una
enorme verdad.

Aunque le insistí que tenía guardada su tarjeta, sacó una nueva en blanco, volvió a
escribir su número con el mismo lápiz y me la volvió a dar. Así fue como volví a
sacármelo de encima, caminando con dificultad entre las piedras, cargando su pesada
mochila. Me dejó el alma en vilo y apenas si podía respirar de la opresión. No entendía
por qué no le había dicho la verdad, por qué le había ocultado información de esa forma
deliberada, por qué había elegido sacarme de encima a la única persona a la que podía
contarle mi historia, la que podía ayudarme a resolver ese enigma y sacarme ese peso
de encima.
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Le di tantas vueltas al asunto que terminé encontrando la respuesta: lo quería hacer yo,
resolverlo sola, llegar a la verdad, enfrentarme al viejo de una vez por todas y sacarle la
máscara, exponerlo, para que por fin ambos pudiéramos descansar. No le tenía miedo,
no necesitaba un compañero de aventuras. Claudio me había dado, sin saberlo, un dato
fundamental, no lo necesitaba en el medio. Aunque por otro lado sabía, estaba
convencida, de que el viejo del sombrero, el hombre del mirador, no iba a volver más al
club.

-LVIII-

Nos pusimos a limpiar con Mario y a la tarde Marcela se levantó. Aunque tratamos de
impedirlo, se puso a trabajar también. Esa vida se había vuelto natural para mí, a veces
me preguntaba cómo había hecho para no estar así, activa, predispuesta, para estar tan
detenida. Me costaba cada vez más acordarme de cómo era antes, de cómo había sido mi
vida hasta hacía apenas unos pocos meses.

El miércoles trabajamos todo el día. Por suerte, la playa estaba limpia; era el predio lo
que había que reacondicionar. Onildo y el Tero hacían lo suyo en la cantina, no se había
quedado nadie a ayudar. Onildo estaba exultante con el resultado de la fiesta, cada vez
que lo cruzábamos o íbamos a comprar algo nos quemaba la cabeza con los mismos
comentarios deslumbrados, las mismas anécdotas chiquitas. Y el Tero, como siempre,
callado, la única diferencia era que no se nos acercaba. Y por ahí me daba la sensación de
que me miraba raro.

El jueves fue Nochebuena, otra de las tantas fiestas de las que a mí no me importaba
nada. La primera sorpresa para Marcela fue que no vino nadie a acampar, como era
común otros años, ni siquiera a pasar el día. La otra sorpresa fue que Onildo,
aprovechando el vacío nos avisó que iba a pasar las fiestas a su casa, se lo llevaba al
Tero con él, así que si necesitábamos comprar algo, que lo hiciéramos temprano.

Siempre había pasado las fiestas ahí, armaba la mesa en algún lugar e invitaba a
Marcela y a Ricardo, que no podían abandonar el club. Era la primera vez que se iba. Yo
no podía evitar preguntarme si sería por mí. Y una risa burlesca me hacía cosquillas en la
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panza, pujando por salir, cuando me respondía que sí, que se iba para no tener que
sentarme a su mesa, junto a su mujer. Tenía que hacer un esfuerzo para no dejar escapar
esa risa.

Mario pasaba la fiesta en la casa de sus abuelos, con sus innumerables tíos y primos, con
comilona y bailongo hasta altas horas. Se sentía mal porque nos abandonaba y a toda
costa trataba de convencernos de que éramos sus invitadas, no había problema, que
cerráramos el club por una noche, no iba a pasar nada, su familia se iba a poner muy
contenta. No sabía cómo convencernos a nosotras, que estábamos felices de pasar esa
noche tranquilas y solas.

Marcela tenía en su freezer dos pollos para esa fecha, pensando que íbamos a estar con
más gente. Nos alcanzó con uno, que lo asamos en una churrasquera, con ensaladas y
pan dulce. Después de brindar a la medianoche con gaseosa, sin querer nos pusimos
melancólicas las dos, cada una con sus fantasmas. Sentí que era el momento. Quería
preguntarle algo a Marcela y no me animaba. El misterio que nos tenía preocupados con
Mario. ¿Tenía hijos, nietos? ¿Por qué no estaban esa noche con ella? ¿Por qué no venían a
verla? ¿Por qué los ocultaba?

No me animaba a preguntarle, pero el silencio que se creó entre nosotras me dio un


empujón. Se sobresaltó, se puso nerviosa, como si la hubiera descubierto en una falta. Su
reacción empezó a ser una respuesta. Se le corrieron las lágrimas y por un momento
parecía un nudo. Creí que no iba a hablar, pero me contó. Tenía tres hijos: dos hombres y
una mujer. Y cinco nietos. Se habían peleados con ella y Ricardo hacía más de diez
años, un año antes de que entraran al Club. De hecho, no sabían que él había muerto.

Me imaginaba que había algo, pero no me imaginaba tanto. De pronto no sabía si quería
seguir escuchando, pero el cántaro se había roto y Marcela necesitaba hablar. Desde muy
joven, Ricardo trabajó en el ferrocarril. Pasó por distintos puestos hasta que quedó
como maquinista. Cuando cerraron los ramales y lo despidieron, era demasiado joven
para jubilarse y demasiado grande para empezar de cero. No se dio por vencido y, a los
tumbos, fue agarrando changas y empleos temporarios, pero no podía lograr la
estabilidad que su trabajo le había dado durante tantos años.
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Se fue volviendo hosco, agresivo a veces, el alcohol se volvió recurrente, hasta que lo
ganó. Su aislamiento y su agresividad crecieron. Ella, que lo amaba sin miramientos, era
su víctima principal. Sus hijos lo enfrentaban para protegerla, para cuestionarlo, la
relación entre todos se fue deteriorando. Ricardo se atrincheró, ellos le perdieron el
respeto, hasta que una noche, discutiendo con el mayor, llegaron a golpearse y Ricardo
se salió de sí, lo golpeó como nunca lo había hecho en su vida y el muchacho terminó en
el hospital.

Ahí se rompió todo. Los tres se fueron de la casa y le pidieron a Marcela que se fuera con
ellos. No lo dudó, se quedó con Ricardo, que estaba roto y desarticulado. Él la necesitaba
más que nunca, por supuesto que se arrepentía de no haber estado con sus hijos, de
haberlos abandonado, pero sentía que su lugar estaba ahí, que si se iba, Ricardo no iba a
sobrevivir. Y esencialmente él era un buen hombre a quien la vida le había jugado una
mala pasada y no podía recuperarse. Sus hijos no se lo perdonaron. Fue devastador,
pero no se pudo quebrar, porque su marido la necesitaba entera. Lo convenció de que
entrara en un programa de Alcohólicos Anónimos, lo acompañó, lo sostuvo en su
desintoxicación, salió a trabajar, planchando, limpiando casas, para sostener la suya.

Cuando cumplió un año sin tomar, trataron de comunicarse con sus hijos. No obtuvieron
respuesta. Ahí apareció el trabajo en La Jarilla. Fue providencial, en el momento justo, un
trabajo para los dos, una vida nueva, correrse del dolor. Así fue. Pero no se corrieron
del dolor, lo taparon con mucho trabajo y gente que iba y venía. Cada uno por separado
nunca se perdonó ni entendió sus motivos, solo se condenó a cadena perpetua, a vivir
enterrado en el pozo de la culpa.

Mientras tanto sus hijos formaron parejas, se casaron, tuvieron hijos, vidas en las que
ellos no contaban. Ricardo, con la culpa extra de haberla arrastrado a Marcela ahí, en los
últimos tiempos no soportó el peso, la tristeza, se dio por vencido, reincidió en el alcohol
y comenzó la cadena de sucesos que lo llevaron a la muerte. Ella lo veló y lo enterró sola.
No les avisó, para qué. Los condenados vivían y morían acompañados por el peso y la
cadena que iban arrastrando. Lloramos abrazadas, Marcela con consuelo, yo, dividida
entre la compasión que sentía por ella y la felicidad de saber que esa estaba siendo mi
primera, mi mejor Navidad.
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-LIX-

El domingo fue un infierno de gente y de calor. A las ocho de la mañana me despertó un


grupo de borrachos. Nunca paró de entrar gente. Mario llegó bien temprano, con una
resaca importante, pero que no hizo mella en su desempeño. Y de Onildo no sabía a qué
hora había entrado al club ni con quién.

Fue un día largo e insoportable. Yo no tenía nada que ver con la alegría que tenían que
portaban los clientes. Esa confraternidad que los unía, mezclada con la necesidad de
sacarme alguna ventaja en la entrada, por momentos hasta me daba repugnancia. Yo lo
único que quería era ver a Elena. Verla. Con eso me conformaba. Sabía que no daba para
mucho más.

A las once de la noche no quedaba casi nadie en el club, ni siquiera los clásicos que
comían su asado de última hora. Me asomé a la cantina y vi que Onildo estaba en el
mostrador, hablando con Marcela y Mario. El Tero estaba pasando el lampazo. No sabía
si Elena estaba sola en la cocina, pero decidí arriesgarme; después de todo, nos
habíamos hecho amigas, había sido Navidad, no era desubicado pasar a saludarla.

Golpeé muy despacio, como para que me escuchara si me tenía que escuchar. Más rápido
de lo que esperaba abrió la puerta Onildo, pálido, desfigurado. Alcancé a verlo de refilón
porque la cerró tras de sí y se me vino encima, en la oscuridad del patio, diciéndome: ¿Te
creés que no te vi? Pendeja zorra hija de puta. Te estaba esperando, sabía que ibas a
venir por acá. Empecé a retroceder, tartamudeando que pasaba a saludar, pero Onildo se
me abalanzó ladrándome en la cara:¡Ya sé a lo que venís vos, lo que estás buscando! No
entendía de qué me hablaba, me había bloqueado. Quise explicarle, preguntarle, pero no
me dejó, me empujó contra el poste de la luz, que estaba detrás de mí, y con el antebrazo
derecho me empezó a ahorcar, diciéndome: Yo sabía; apenas te vi, supe que ibas a traer
problemas. Me caíste para la mierda de entrada. Pero nunca me imaginé que te ibas a
aprovechar de una pobre mujer enferma para sacarte las ganas, pendeja degenerada,
marimacho, tortillera.

Las piernas se me descuajeringaron. Si él no me hubiera estado ahorcando, me hubiese


caído. Sabía de lo que me estaba hablando, pero no entendía, no entendía cómo. Quise
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hablar, defenderme, desmentirlo, no podía emitir palabra, me estaba asfixiando y estaba


aterrorizada. Pero ¿sabés qué? Elegiste a la mujer equivocada, es mi señora. No sabés
con quién te metiste, vos. Te voy a hacer la vida imposible. Ahora no te voy a hacer nada,
hasta que termine la temporada, para no joder a doña Marcela, que es una buena
persona, pero después, lo más inteligente que podés hacer es irte callada. Si te quedás, te
juro que salís hecha mierda de acá, no te va a dar trabajo nadie ni te van a hablar cuando
se enteren la mierda degenerada que sos. ¿Te quedó claro?

Me soltó. Alcancé a respirar, pero me volvió a apretar con más fuerza. ¿Sabés quién me
lo contó? El Tero. Las vio en las duchas, después de la fiesta. El Tero espía a todos, las
balsas, las carpas, las ventanas, los baños, las duchas. Siempre anda husmeando por ahí,
es noctámbulo. Siempre mironea, escucha lo que puede. Después viene y me lo cuenta a
mí, por supuesto. No me oculta nada. Todo lo que va recogiendo, con lujo de detalle. Es
muy bueno en lo suyo, ni Mario se ha dado cuenta. Y es fiel como un perro el Tero, casi
tan inteligente como un perro.

Cuando la opresión en el cuello estaba por desmayarme, volvió a soltarme. No me


entraba el aire, tenía ganas de vomitar. Quedé encorvada, boqueando, tratando de no
desvanecerme. Y él parado a mi lado. Estaba esperando que me golpeara la espalda o la
cabeza. Me leyó el pensamiento, porque me dijo: No te voy a pegar ni te voy a matar,
aunque te lo merecés y no me faltan ganas. Soy un hombre de bien, no me voy a ensuciar
las manos por una mierdita deforme como vos. Pero si te veo de nuevo rondando por
acá, cerca de mi mujer, mirándola desde lejos, te juro que te descuartizo con mis propias
manos. Y te lo vuelvo a jurar. Creeme si te digo que soy capaz.

Cuando se iba yendo, conteniendo el llanto y las arcadas, le dije: ¡Hijo de puta! No se
detuvo, solo se rio, con una risa burlona y bajita, y abrió la puerta de la cocina. La
claridad del interior duró apenas un momento y se lo engulló. La oscuridad a mi
alrededor, adentro de mi, cada vez que la recuerdo, hasta el día de hoy, me vuelve a
oprimir el corazón.

Me quería ir de ese lugar, pero el cuerpo no me respondía. Tenía ganas de vomitar, pero
no quería hacerlo ahí, para que después lo tuviera que limpiar Elena. Respiraba
profundo para calmarme, todavía seguía doblada. Hasta que los gritos que venían de la
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cocina me enderezaron de repente y me pusieron rígida, en estado de alerta. Estaban los


niños. Alguien la nombró a Elena. En mi cabeza, teñida de rojo, la imagen de Onildo
apuñalándola me hizo estremecer y dar un salto, y salir corriendo a la cocina, sin
importarme nada.

Abrí la puerta y entré dispuesta a salvarla. Lo que vi me heló aún más la sangre de lo que
me había imaginado. A Elena le estaba dando un ataque convulsivo. Había vuelto la
epilepsia. Estaban la hermana de Onildo y sus hijos. Y ella en el suelo, con el cuerpo
contrayéndose y temblando, brusco. No le podía ver los ojos, los tenía abiertos, pero no
estaban ahí, como la boca, que estaba abierta, trabada y no tenía vida. Nadie se le
acercaba, solo Onildo, de espaldas a mí, arrodillado a su lado, conservando la calma, con
una mano la sujetaba con firmeza y con los dedos de la otra evitaba que se mordiera la
lengua.

Cuando se aseguró de que su mandíbula se había relajado, empezó a darla vuelta, con
una fuerza y una delicadeza sorprendentes, hasta dejarla tumbada boca abajo, con la
cabeza torcida. Me pareció que se estaba haciendo pis. Onildo estaba acostumbrado a
esa rutina terrible. Le hablaba bajito, con ternura, le decía palabras que la reconfortaban.
Ahí estaba su secreto. De a poco, Elena empezó a relajarse, a recuperar el dominio de sí
misma, aunque estaba como desvanecida. La cuñada y los hijos recuperaron el
movimiento y de a poco se acercaron.

Nadie me había visto, o estaban tan shockeados que no les importaba. Me sentí una
intrusa. En ese momento, Elena estaba a cien mil kilómetros de mí. No tenía nada que
hacer ahí, era una cuestión familiar. Me fui sin que se dieran cuenta. En el patio, sin
poder salir de ahí, inmovilizada por el impacto, me dije que esa crisis la había provocado
yo, que era la culpable de lo que había pasado, porque antes de que llegara Elena se
estaba curando, le faltaba poco para dejar la medicación, pero aparecí, me metí en su
vida, me enamoré de ella, la enamoré y terminé regresando al monstruo que casi se
había ido.
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-LX-

Onildo no cumplió con su palabra, porque esa misma noche, cuando pasó la crisis y
Elena ya estaba acostada, reponiéndose, se encontró con Marcela, que lo esperaba en la
cantina para ofrecerle lo que necesitara, y le contó, en confidencia, lo que había pasado,
como el Tero, con lujos de detalles. También le dijo que no me iba a hacer nada, ni un
pelo me iba a tocar, hasta el último domingo de la temporada, por respeto a ella, para no
complicarle el trabajo. Pero al día siguiente, no respondía de él. Nos avisaba.

Mientras yo estaba en mi cama, vestida, con los ojos abiertos en la oscuridad. Me sentía
sostenida por un hilo muy fino que quería cortarse. Tenía ganas reales y concretas de
volver tomar, una necesidad urgente que llegaba a ser dolorosa. Llegaba a sentir el olor
de la cocaína. Quería saltar, arañar, desgarrar con los dientes, pegar trompadas, alaridos,
pero la inmovilidad me tenía aplastada contra el colchón, me presionaba para que no
pudiera escaparme. Ni siquiera podía llorar. Lo único que hacía era juntar presión.
Estaba dentro de una pesadilla.

De la que me vino a salvar Marcela, que no se aguantó hasta el otro día para hablar
conmigo, porque sabía que no estaba durmiendo y que me sentía muy mal. Entró con su
llave, sin golpear. Lo primero que hizo fue abrazarme, fuerte, mientras me preguntaba
por qué no le había contado nada, por qué no había confiado en ella, con todo lo que
había confiado a mí. Era justo lo que necesitaba. Lloré como nunca en mi vida. Después
hablamos hasta la madrugada, total, era lunes, podíamos relajarnos y dormir hasta
tarde, a Mario le encantaba hacerse cargo del club.

Tanto miedo que tenía de que Marcela supiera nuestra historia y tan fácil que me la hizo.
Encima no lo quería a Onildo, para nada, así que más a mi favor estaba. A cada rato me
repetía que ni loca se me ocurriera la idea de irme del club, ella respondía por mí. Cómo
me habré relajado que esa noche llegué a reírme a carcajadas cuando le conté alguna
anécdota con el grupo de amigas que la vida me había regalado. Marcela tenía una
capacidad sorprendente de absorción, parecía que nada la sorprendía, nada la
escandalizaba. Por un rato logré olvidarme del miedo y del desasosiego.
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-LXI-

Dormí hasta el mediodía. Cuando salí, me encontré con Mario, que estaba preocupado
porque tenía hambre y la cantina estaba cerrada. Se habían ido temprano, sin decir
palabra. Lo invité a almorzar con nosotras, aunque el nudo en el estómago no me iba a
dejar comer. Marcela no quiso levantarse, estaba muy cansada, sumergida, había
perdido la jovialidad de la noche anterior.

Onildo volvió a la noche con el Tero y al otro día estaba como si nada. Marcela amaneció
mejor, se levantó, pero era evidente que tenía que ir a un médico, aunque la muy
testaruda no hacía caso, decía que era cansancio, cuando terminara la temporada se iba
a hacer un chequeo general. No nos dejaba conformes. Estábamos preocupados en serio
con Mario. Y yo tenía una idea, basada en lo que me había contado esa noche, pero no
quería hacerla sola, necesitaba el consentimiento y la complicidad de Mario.

Por consiguiente, le conté la historia de los hijos de Marcela y Ricardo; de hecho, le


confirmé que tenía razón respecto de lo que había escuchado. Era una injusticia que no
lo supiera, el dato le pertenecía, yo solo había tirado del hilo en el momento indicado. Mi
idea era comunicarme de alguna forma con alguno de ellos, contarles lo que estaba
pasando. A Mario se le ocurrió buscar en su celular, tal vez en los contactos hubiera algo.
Estaba dormida, se lo saqué. La mayoría de los contactos tenían relación con el club,
excepto unos pocos cuyos apellidos no coincidían con el de ninguno de los dos. Nos
llamó la atención uno que decía Marcela Casa. Nunca había mencionado que tuviera una
casa, pero sí una hija que podía llevar su nombre. No lo pensé: como el celular siempre
tenía carga, marqué el número. Tardó en atender, pero era ella.

Me presenté, le pedí disculpas por la intromisión, le pregunté si era hija de Marcela y


Ricardo, me lo confirmó. Entonces le expliqué lo que estaba pasando. Mario me miraba
con los ojos y la boca abiertos como platos. En mi apuro, olvidé que no sabían lo de
Ricardo; por consiguiente, cuando me preguntó por él, se lo tuve que contar. Hubo un
silencio largo, en el que yo quería que me tragara el mundo. Por suerte me siguió
preguntando por su madre, con más preocupación. Me agradeció mucho y dijo que iba a
ir al club lo más rápido que pudiera. Le pedí que mantuviera en secreto mi llamado. Y
cumplió.
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Tuvimos que trabajar como locos, porque entre Navidad y Año Nuevo teníamos un
domingo, justo en el medio, que aunque sabíamos que no iba a ser gran cosa, porque la
gente se reservaba para las fiestas, era domingo igual, y el club tenía que estar
impecable. Me vino bien trabajar, ya que había quedado entumecida y la actividad física
me volvió a fortalecer tanto el cuerpo como el espíritu.

Al principio no quería saber nada con ir a la cantina, no quería verlos. Pero Marcela me
obligó a ir con la cabeza en alto, fue implacable conmigo. Y tenía razón. La primera vez
entré con Mario, usándolo de escudo sin que se diera cuenta. Los tres hicimos como si
nada, Mario no se dio por enterado, fue un éxito. Después iba sola. Por supuesto, no todo
el tiempo, ni me quedaba como antes, la excusa del cansancio me venía al pelo.

¿Qué tenía que hacer? ¿Irme, renunciar a mi trabajo, a esa vida que cada día me gustaba
más? ¿Quedarme y complicarle la existencia a la pobre Marcela? ¿Qué ganaba? ¿Qué
perdía? ¿Renunciar a Elena, dejarla ir, abandonarla en manos de ese espanto de
persona? Yo no era mejor, ese era el asunto, no tenía nada que ofrecerle, solo problemas,
no tenía fuerzas para pelear contra esa maldición que la tenía atrapada. A veces hablaba
con Marcela, pero por más que ella se esforzaba en razonar como yo, no me llegaba a
sentir nunca cómoda hablándole de mis asuntos íntimos.

El domingo no fue gran cosa, como habíamos previsto. Pero vino la hija de Marcela.
Estábamos charlando los tres y no la reconoció hasta que la tuvo cerca. La sorpresa y la
emoción fueron tan grandes que la abrazó y nos la presentó olvidándose de que estaban
peleadas, que Mario supuestamente no sabía nada. Estuvieron juntas toda la tarde,
tomando mate, solas, miraron fotos, hablaron de los nietos, de los otros hijos, de Ricardo,
lloraron, se pidieron perdón. Marcela segunda, muy parecida a su madre, inventó que
se había enterado de la muerte de Ricardo por un cliente de su negocio que de vez en
cuando iba al club. Marcela le creyó. Se despidió prometiendo volver con su familia para
Año Nuevo. Cuando Marcela venía caminando hacia nosotros, a contarnos, era otra
mujer, rejuvenecida, radiante.
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-LXII-

Todo indicaba que Onildo volvía a su casa, pero la sorpresa fue cuando nos enteramos de
que unas quince familias de socios pasaban Año Nuevo en la cantina. Ponían una vaca
entre todos y la asaba Onildo. Por consiguiente, nosotros ligábamos algo de trabajo
también, de refilón. Y como era un inútil que no sabía hacer nada sin ella, iba a tener que
traer a Elena dos o tres días para que lo ayudara a organizar.

Mientras pensaba eso, Mario seguía hablando como era su costumbre, saltando de un
tema a otro. En algún momento comentó que en los últimos días Onildo hablaba de la
viudez, sacaba el tema de una forma u otra. Recién lo había vuelto a mencionar. Mario se
preguntaba si la señora estaría muy enferma, me preguntó si sabía algo. No pude hacer
otra cosa que levantar los hombros en señal de ignorancia y disimular lo más que pude
que me estaba atragantando.

Tuve dos certezas: Elena iba a estar en el club, al alcance de mi mano, inaccesible; y su
vida corría peligro, Onildo pensaba matarla. Algo se revolucionó en mi interior, la
ansiedad me puso endemoniada. Los días anteriores habían sido de dudas,
remordimientos, derrotas, pero ese estado mental era el pasado. Decidí que no me iba a
retirar tan fácil, sin presentar pelea. Recordé el propósito que me marcaban las luces
flotantes en mis sueños, qué me había llevado a ese lugar: tenía que rescatar a Elena,
salvarla de Onildo, de su enfermedad, de ella misma, de su debilidad. Llevármela lejos de
ahí. Estaba condenada, su esposo o su enfermedad iban a matarla mucho antes de lo que
correspondía. Y ella me había elegido a mí, aun en contra de su voluntad, para que la
salvara. No sabía si estaba enamorada de mí o era su única esperanza, pero sabía que era
inevitable.

Planificar, necesitaba planificar, una tormenta de ideas. Tenía que lograr hablar con
Elena de alguna forma, era importante y casi imposible. Tenía que tener un buen plan,
para planteárselo a ella, si lograba hablarle. Y ella tenía que estar de acuerdo. Muy difícil.
También podía raptarla, llevármela a la fuerza, tenerla atada hasta que me perdonara. ¿Y
los hijos? Ya habría tiempo de rescatarlos, la prioridad era Elena, ellos iban a estar bien
mientras tanto.
119

En esos momentos hubiera dado cualquier cosa por tener una charla con Gabriel. ¡Cómo
lo extrañaba! No me había dado cuenta de que lo extrañaba tanto. Sus consejos, sus
ideas, siempre tenía la respuesta correcta, lo que había que hacer. Pero yo sabía lo que
significaba en mi vida; no en vano había cortado el vínculo. Y no estaba arrepentida. Así
que me conformaba con intentar pensar como él, de acuerdo con su lógica. Algo lograba,
sin grandes resultados.

La idea que más recuerdo, de las tantísimas que se me ocurrieron, fue la del socio con la
casilla ambulante, como le decía yo. Era de los que se quedaban hasta el último los
domingos, y andaba con su casilla para arriba y para abajo, nunca la dejaba. El tipo me
debía varios favores, era cuestión de convencerlo. Nos podía sacar a las dos en la casilla.
Había que distraer de alguna forma a Onildo. También había pensado varias formas,
desde raptarlo al Tero hasta provocar un incendio. Pero la idea me hacía aguas por todos
lados.

Lo más importante era que tenía algo de plata, gastaba muy poco en el club y había
ahorrado algo. Y con la recaudación de Año Nuevo me podía cobrar el mes de diciembre.
Hasta estaba dispuesta a robar si era necesario. Robar al club, a Marcela no. También
estaba dispuesta a matar si el asunto se complicaba demasiado. Y no sabía qué tanto se
podía complicar, así que por las dudas me lo planteaba. Al Tero, que no me lo había
cruzado solo y se cuidaba muy bien de andar por ahí; a Onildo, que me ganaba en edad,
en tamaño, en maldad, pero no contaba con mi locura, que había estado dormida tanto
tiempo y ahora quería despertarse. En esos días llegué a tener fiebre en varios
momentos.

-LXIII-

Le escapé a todos los cálculos: Onildo trajo a su familia el 31 a la madrugada, de noche


todavía, y el único de los socios que no vino, ni ese día ni el siguiente, fue el de la casilla,
que se había ido a pasar fin de año a otra parte. Para colmo, a diferencia del 24, fue un
día de mucho trabajo, llegó gente a pescar, a pasar el día, a acampar. No pude moverme
120

de la taquilla ni a la hora del almuerzo. Necesitaba por lo menos verla de lejos a Elena, y
hasta eso resultaba imposible.

Pensé en escribirle una carta, explicándole por qué necesitaba hablar, pidiéndole que me
ayudara a pensar, a encontrar la manera de juntarnos un momento. Y pensé en pedirle a
Marcela que de alguna forma se la entregara. Mucho lo pensé. Porque si me decía que no,
iba a entenderla, pero sería horrible; y si me decía que sí, iba a ponerla en un
compromiso muy delicado, en una situación de la que podía salir mal parada, y yo iba a
lamentarlo. Decidí no escribir nada, dejar que la suerte me ayudara, o no.

Antes de que se escondiera el sol, empezaron a llegar las familias de socios que venían a
la cantina. Entre ellos los del auto anaranjado, que me traían de regalo una caja con dos
botellas de vino, envuelta en papel de regalo. Pensé en rechazarla, pero la acepté para
regalársela a alguien. Llegó la familia de Marcela, con la sorpresa de que también venía
el hijo mayor con su familia. El menor vivía en el sur desde hacía dos años. No los vi
cuando se encontraron, porque estaba en la taquilla, pero Mario me dijo que fue
impresionante. Se acomodaron en la zona de las churrasqueras, donde algunos
acampantes ya estaban encendiendo el fuego.

Marcela me invitó a cenar con ellos, pero era imposible estar con gente. Aproveché que
Mario había decidido pasarlo en el club para sumarlo a mi festejo solitario. Aceptó
encantado, tampoco tenía ganas de socializar, por más que a ambos nos cayera bien la
familia de Marcela. Tenían mucho de qué hablar; en ese momento, íbamos a ser
intrusos.

Estuve en la taquilla hasta recibir el último auto. Guardé la caja con las botellas de vino
debajo de mi cama y me fui a buscar a Mario. No sabía qué íbamos a comer, mucho no
me preocupaba. Necesitaba deambular por los alrededores de la cantina, ir y venir como
quién no quería la cosa. La insistencia dio resultado. Antes de encontrarme con Mario,
que venía de las balsas, pude verla a Elena entre las mesas, organizando los últimos
detalles. Estaba hermosa y casi que lograba disimularlo, hablando con las mujeres,
sonriendo, pero yo le podía ver, podía sentirle desde lejos, el cansancio y la angustia que
tenía metidos en los huesos. Mi único triste consuelo era que Onildo la necesitaba para
trabajar, esa noche y los dos días siguientes no corría peligro.
121

Con la excusa de que estaba cansada, lo mandé a Mario a comprar empanadas a la


cantina. El Tero andaba por ahí, muy cerca de Elena, y cuando ella se metía, él se
quedaba vigilando. No era conveniente aparecerme. Uno de los socios le había regalado
a Mario una botella de champán. Estaba helada. Mientras lo esperaba, entre las sombras,
mirando la cantina desde lejos, me dije: ¿Por qué no?, ¿qué sentido había tenido ese
tiempo de abstinencia, de hacer las cosas bien, dónde me había dejado? En el mismo
lugar, al borde del abismo. Decidí que nos íbamos a tomar la botella.

Comimos en el mirador; después anduvimos por todos lados. Cuando se hicieron las
doce, escondimos la botella y fuimos a saludar a Marcela y a su familia. Ahí tomamos un
poco más. Marcela me autorizó, no muy convencida. Sin ponernos de acuerdo ni
mencionar el tema, no fuimos a la cantina a saludar. Terminamos en la orilla del
embalse, arrojando piedras, desintegrando el reflejo de las luces de los clubes de
enfrente sobre el agua. Se podía escuchar la música que salía desde uno de ellos. Era
alegre, pero fantasmagórica. En algún club, no sé si el mismo, tiraron durante un buen
rato fuegos artificiales. No sabíamos qué era mejor, si mirar el cielo o mirar el agua.

Mario no estaba acostumbrado a tomar alcohol, yo hacía mucho que no lo hacía.


Terminamos más borrachos de lo que se podía esperar. Estuve a punto, en un momento,
de contarle de mí, lo que me estaba pasando con Elena, el peligro que corría, el asunto de
mis sueños, el viejo del mirador, no sé, tantas cosas, un revoltijo enorme, lleno de
confusiones, que me estremecía y no lo podía sacar, convertirlo en palabras. Me quedé
callada. Confiaba en Mario, sabía que me podía apoyar en él, que me iba a ayudar, ser mi
cómplice, pero me resultaba muy difícil abrirme, me daba miedo que no me entendiera,
que se rompiera ese lazo amoroso. No podía ni borracha.

En cambio, Mario sí podía hablar borracho; lo necesitaba y aprovechó la oportunidad.


Sentados uno al lado del otro, sin mirarnos las caras. Me dijo que me tenía que contar
algo. Yo temí que estuviera enamorado de mí, tuve el impulso de hacerlo callar, pero me
ganó de mano y me contó que le gustaban los hombres. Me sorprendí, no me había dado
cuenta de nada, pero no lo notó. Tuvimos una larga charla, a oscuras, con los pies
tocando el agua. Yo tan solo me dediqué a escuchar, con discreción y ternura. El que
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contó por primera vez, en voz alta, sus pequeñas aventuras, sus amores secretos y
frustrados, su miedo congénito, sus tristezas de siempre y sus nuevos anhelos, fue Mario.

-LXIV-

Estaba sola, sentada en las piedras, con los pies tocando el agua opaca y negra. La
oscuridad era más profunda aún; el silencio, sobrecogedor. Sin previo aviso, desde
adentro del agua, pequeñas, las luces empezaron a emerger, muy lento. Estirando un
poco la cabeza podía verlas venir hacia mí. Los primeros bocinazos se escucharon
débiles, casi como un eco. A medida que las luces iban ascendiendo, se volvían
prepotentes, se mezclaban con gritos. Caos a mi alrededor, pero no podía mover la
cabeza, desviar la mirada de las luces a punto de tocar la superficie, cuando unos golpes
estruendosos me sacaron con violencia de ahí, me hicieron saltar de la cama, volver a mi
pieza, que estaba iluminada por la penumbra de la mañana.

Me vestí lo más rápido que pude. Eran dos vehículos repletos de muchachones
borrachos que salían de bailar y se iban directo al club, a instalarse en una mesa con
parrilla. Después se dormían hasta el mediodía, con el lugar ganado. No eran socios,
pagaban sin chistar entrada y camping. Pero si no me apuraba iban a arrasar con la
barrera. No sé cómo hice para sacar cuentas y cobrarles; la traba de la barrera se me
enredó y los bocinazos arreciaban.

Comparando con mis buenas épocas de fiesta, la noche anterior había tomado casi nada,
no había mezclado. No entendía por qué tenía esa resaca tan densa. Después de todo,
había sido una noche bonita. Me acordé del sueño, de las luces. Me sobresalté, pero no
pude seguir pensando, porque de la nada se me apareció un auto de la Policía Lacustre,
que controlaba el tránsito de los vehículos que entraban a navegar en el embalse. Habían
venido un par de veces, por rutina, y no estaba segura si eran policías de verdad, aunque
actuaban como tales, tenían autoridad y el mismo carácter seco y enemistoso de los
policías. Los mismos anteojos, que le ocultaban el alma. Me revolvían el estómago.

Venían con una circular que me ordenaba solicitar una serie de papeles y elementos de
seguridad a las lanchas y motos de agua que quisieran entrar. De faltarle al conductor
123

dueño del vehículo cualquiera de los papeles u objetos solicitados, no podía permitirle el
acceso, por más socio que fuera. Ellos tenían orden de vigilar todo el día, detener a
cualquier vehículo que estuviera en el agua y pedirle los papeles. Si no estaban en regla,
la multa era triple: al propietario, al club por donde había pasado y a mí, por haberlo
dejado pasar.

Estaba dormida, pastosa, confusa, lenta, hasta que entendí la dimensión de lo que me
estaban diciendo. La resaca se esfumó de repente, junto con el respeto y el miedo que
me producían esos pobres diablos. Les discutí como nunca lo había hecho en mi vida. No
me podían pedir que hiciera eso justo en esa fecha, sin aviso previo. Se hacían colas
larguísimas, el día entero entrando y saliendo autos, no tenía espacio para que los
infractores se salieran de la fila, dieran la vuelta y se fueran; iba a ser caótico y muy poco
rentable para el club. Ellos se mantenían en lo suyo y me replicaban que si encontraban
infractores al club le iba a salir mucho más caro. Y a mí también.

Estaba en plena discusión cuando sentí llegar un auto, detenerse detrás de la patrulla. Lo
veía de refilón, me resultaba conocido, fue mi subconsciente, trabajador como pocos, el
que reaccionó. Y se me congeló la sangre: ¡había soñado con las luces! Era primero de
mes y, contra todos mis fallidos pronósticos, el viejo del mirador había venido a su cita
secreta, a pesar del quilombo que significaba estar ahí en ese año nuevo, a pesar de mí.

No lo podía creer, estaba convencida de que era una alucinación. Tuve que hacerle señas
con la mano para que pasara, saludarlo apenas, sin decirle una palabra, porque la
discusión con los dos obtusos estaba álgida. El asunto es que me dejaron la circular, me
dijeron que elevara una nota de queja y otra de descargo no sé adónde y se fueron,
convirtiendo mi vida en un infierno. Detrás de ellos había una cola de autos esperando
que terminara la charla.

Fue mucho peor de lo que me imaginaba. Por algún motivo ajeno a la circular, la gente ya
venía de mal humor, así que mis requisitorias y rechazos no colaboraban para nada. Fue
un día de reclamos, peleas, retrasos, puros estancamientos. A Marcela y a Mario no les
iba mejor adentro. Y yo no dejaba de pensar en el viejo, que de nuevo lo había predicho
mi sueño, y en Elena, que estaría, como siempre, forzando hasta el límite su cuerpo. No
124

sé cómo hice, pero entre el calor sofocante y los distintos problemas que fueron
surgiendo me las arreglé para no sacármelos de la cabeza.

Cuando terminé la jornada, eran cerca de las once de la noche. Guardé la plata en el lugar
de siempre, me di cuenta de que no había comido nada en todo el día y no tenía hambre.
Me sentía apaleada, afiebrada, mugrienta. Me tenía que bañar, tal vez me dieran ganas de
ir a tomar algo a la cantina. Agua fría para despabilarme y sacarme el fragor del día que
me estaba quemando el cuerpo. Decidí que eso era lo que tenía que hacer. Busqué ropa
limpia, un toallón, me senté en la cama para sacarme las zapatillas. Cuando me acosté
para desprenderme el pantalón, ahí fue el error, porque me quedé unos segundos
divagando, un minuto tal vez, y me quedé dormida.

-LXV-

Estaba sentada en el mismo lugar, bien en la orilla, podía sentir la humedad de las
piedras, el olor a humedad. No podía ver nada, las luces de los clubes de la otra orilla
estaban apagadas, las estrellas, la luna, nada. No estaba sentada, más bien en cuclillas.
Mirando fijo la masa negra de agua que se extendía ante mí, llenando el vacío de un
gigantesco pozo, de cuyo más profundo lecho venían ascendiendo las luces una vez más,
lentas, venían hacía mí, que estaba esperándolas. Lentas, llegaron a la superficie y la
sobrepasaron, se convirtieron en esas cabezas, en esas siluetas a las que solo podía
distinguirles la mirada. Chispas, incendios. Pero no se quedaron ahí, observándome;
siguieron emergiendo, siguieron avanzando hacia mí, siluetas de hombres y mujeres,
miradas fulgurantes, sombras chorreando agua.

Yo me puse de pie, empecé a retroceder, hasta que me di cuenta de que iban ganando
velocidad y entendí que tenía que darme vuelta y salir corriendo. Ellos corrían atrás de
mí. Nos dirigíamos a la lomada del mirador. Pasamos por la zona de camping, por entre
las mesas y las churrasqueras. Me iban persiguiendo, pero cuando me alcanzaron, me
pasaron sin mirarme y terminé persiguiéndolos a ellos, que subían la lomada y ya sabía
adónde se dirigían, a la cabaña chica, a la cabaña del viejo.
125

Por suerte, no me costó subirla. No los podía ver bien, solo las siluetas, que se
desplazaban con cautela alrededor de la cabaña, organizados. Podía escuchar las
ordenes imperceptibles y luego el estruendo al reventar la puerta de la cabaña y entrar
en tropel, y yo atrás de ellos, entrando a la cabaña, a esa oscuridad que lo envolvía todo.
Solo podía escuchar los ruidos violentos en la habitación, mientras la oscuridad se me
tiraba encima, me comprimía, no me dejaba respirar, viscosa, se me metía por los
agujeros, me asfixiaba, hasta que me despertó, cuando ya estaba parada, lejos de la
cama, boqueando.

Me puse las zapatillas y salí corriendo. Todavía era de noche. Quedaban algunas carpas y
mucha basura del día anterior, así que tuve que correr con sigilo y precaución. El sueño
me atosigaba, lo había sentido tan real, tan urgente, tan descolgado de mi realidad. Años
soñando con esas luces suspendidas que apenas si se atrevían a asomarse a la superficie,
como esperando algo de mí, de alguien, y de repente, sin aviso previo, tanto, sin nada
que lo provocara. Y si me quedaba alguna duda, conectándose con el viejo,
conectándome. ¿Yo los llevé o ellos me llevaron?

Subí en un suspiro las escaleras. Tenía una sensación muy fea oprimiéndome el pecho. El
mirador estaba vacío, la cabaña con las luces apagadas, nada fuera de lo normal; pero
faltaba el auto. Era notable que no estaba, igual me resultaba zarpado golpear. Lo hice,
dudando, primero despacio, después muy despacio, más fuerte, más, las ventanas, la
puerta trasera, volver a golpear la de adelante, con la mano abierta. No había nadie, o
estaba muerto y le habían robado, aunque eso no tenía lógica.

La cabaña estaba cerrada y trabada. Pensé en ir a buscar la llave de repuesto a la oficina,


pero me acordé de que a veces el viejo y otros ocupantes dejaban la llave debajo de la
maceta de malvones que Marcela cuidaba con tanto amor, al lado de la puerta. Ahí
estaba la llave. Se me hizo un nudo en el estómago. ¿Dónde estaba el viejo?

Apenas entré supe que la cabaña estaba vacía. Encendí la luz para verificar que también
estaba impecable, la cama tendida, olor a limpio. Lo único que desentonaba era una caja
carpeta negra, grande, sobre la mesa. No me dio miedo abrirla. Adentro había varias
carpetas chicas y dos sobres: uno abierto, con el dinero del alquiler; el otro, dirigido a
mí.
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-LXVI-

Paula, aunque no me has dicho tu nombre, lo conozco. Siempre he sido bueno para
escuchar de soslayo. Y guardar secretos, propios y ajenos, que te aseguro que me los voy
a llevar a la tumba. Excepto dos, uno propio y otro ajeno, que quiero compartir con vos.

¿Por qué a vos? Supe apenas te conocí que había llegado el momento, pero me empeñé
en negarlo. Hasta que nuestra charla en la balsa terminó de convencerme. Vos sos la
elegida. De alguna forma, no sé por qué ni quiero profundizar, tus sueños nos
conectaron. Te necesito de intermediaria, que me ayudes a contar mi verdad y también
la de otro, aunque esto último es opcional. Lo mío no. Como verás, soy un cobarde,
siempre lo he sido. Estoy huyendo como una rata, lo he hecho toda mi vida, pero esta
vez de mi propia existencia.

Mi nombre completo es Ignacio Ramón Utrera, nací en esta provincia, no viene al caso
dónde ni cuándo. A falta de recursos y cuando estaba en el límite de la edad, empecé la
Escuela de Aviación Militar, un atajo para llegar a mi meta: ser piloto comercial. Cuando
egresé con el grado de alférez y un mundo de posibilidades por delante, me di cuenta de
que estaba orgulloso de pertenecer a la Fuerza Aérea.

Me convertí en piloto de transporte, con la cabeza puesta en subir de rango. Pero no


hice una gran carrera, entre otros motivos porque me casé con una mujer frágil y
enfermiza a la que amaba con el alma. Su falta de salud me ocupaba tiempo y energía.
Era la misión de mi vida. Perdió dos embarazos en forma prematura, y cuando habíamos
desistido, apareció el tercero, que sobrevivió.

Pero era muy complicado, necesitaba reposo absoluto, atención permanente y específica.
Al no tener familia cerca, lo que yo no podía hacer tenía que pagarlo. En ese tiempo
cumplí treinta y tres años y fui ascendido a comodoro mayor, a pesar de las dificultades.
Cuatro días antes del golpe de marzo del 76, en el octavo mes de embarazo, mi esposa
sufrió una descompensación que los puso, a ella y al bebé, al borde de la muerte. A ella
lograron salvarla, a nuestro hijo, no.

Un dolor inimaginable, impotencia, hartazgo. Tuve que pedir licencia, tenía que
acompañarla, pero también para recuperarme yo. La situación había logrado quebrarme,
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no podía trabajar, resolver cuestiones simples y cotidianas, enfrentar a las personas, a


la vida. Mucho menos volar.

Recién en setiembre me reintegré a mi trabajo, que tenía base en la Brigada Aérea. Me


ubicaron como administrativo, mientras terminaba de recuperarme. Muy poco me costó
notar cuánto había cambiado el mundo con el Proceso, no solo afuera, puertas adentro
también, en el trabajo. Desde hacía bastante se sabía lo que se estaba gestando. Tenía
muchos conocidos comprometidos con esa causa, preparándose para frenar el avance
del comunismo, un peligro continental, un enemigo de afuera que había logrado lo peor,
crear un enemigo adentro, un caballo de Troya, que había que combatir con más ahínco.
Yo apoyaba esa gesta, compartía sus preceptos básicos, pero no podía participar en
forma directa, no la sentía ni en cuerpo ni en alma.

El cambio más importante fue que en la Brigada funcionaba un centro de detención,


clandestino, aunque al principio no me di cuenta. Un sector militar inserto en otro, igual
de militar en su funcionamiento, con jefaturas, escalas de mando, disciplina, guardias
reglamentarias, tareas asignadas. Nadie hablaba de ellos, era algo que se daba por
entendido, entraban y salían, cumplían servicios especiales, misiones de las que volvían
con prisioneros, trofeos de guerra. A la hora de interrogar y torturar, lo militar le cedía
espacio a lo más bestial y primitivo, la lógica de la pura maldad.

Esto que te estoy contando no es novedad; con más o menos detalles, seguramente lo
conocés, porque ya forma parte de la Historia. Lo habrás visto en la escuela, en Internet,
en películas. Yo fui descubriéndolo de a poco. Primero lo intuí, luego lo vislumbré, hasta
que lo supe en carne propia. Nadie ignoraba lo que estaba pasando. Y del silencio se pasó
a hablar en voz baja, empezaron a circular los rumores, las versiones, las veladas
amenazas de adentro hacia adentro, los aprietes, las ordenes confusas que nos obligaban
a todos, de una forma u otra, a participar.

Por mi trabajo administrativo tuve que ir varias veces al pañol, una despensa de objetos
que se sustraían a los prisioneros al secuestrarlos, desde un reloj de pulsera hasta una
heladera, de todo. Y cada una de esas veces pasé por la sala de los detenidos. Los
espacios minúsculos, tabicados, el olor, el dolor, el miedo, la miseria en su máxima
expresión. No podía explicarme en qué momento se habían construido esos lugares, por
128

ordenes de quiénes, por diseño de quién, qué manos habían ejecutado. Lo único que
puedo decir es que tuve la suerte de que nunca me obligaron a participar de un
interrogatorio.

Espero que entiendas, Paula, y me creas, cuando te digo que no estaba de acuerdo con
esa aberración, pero la mentalidad militar, que llevaba adherida como una segunda piel,
me impedía cuestionar lo que estaba pasando, ni siquiera en mi interior. Además, tenía
la cabeza metida de lleno en recuperar mi salud física, mi vida personal, mi carrera. Pero
el ejército es tan simple y tan complejo: formado por superiores y subordinados, los
hombres se rigen por la disciplina de mando y la obediencia a las órdenes. No es como
uno quiere, sino como la maquinaria lo necesita y dispone.

Por eso no me sorprendí cuando se me acercó un superior, con el que nunca había
tenido contacto directo, para ordenarme que me reportara esa noche en el pabellón de
los prisioneros y me pusiera a disposición del jefe del operativo. Se iba a realizar un
vuelo y era importante mi experiencia como piloto, aunque esa no iba a ser mi tarea
principal, sino de asistencia, restringida en lo absoluto a lo que se me ordenara.

No me sorprendí. Que no se hablara del tema no significaba que no existiera, era un


trabajo rotativo, a cualquiera le podía tocar, estábamos todos involucrados. No sabía de
qué se trataba, ni siquiera me lo podía imaginar. Pasé el resto del día paralizado a causa
de una emoción densa, confusa, nauseabunda que me producía saber que por fin iba a
formar parte de las famosas operaciones militares especiales.

Cuando volví a la noche, me hicieron pasar a una sala cerca de los interrogatorios,
desconocida, también adaptada. Había otros hombres, algunos conocidos, nadie se
miraba ni se dirigía la palabra. Luego llegaron tres superiores escoltando al Teniente
Asesor, como lo llamaban. Un petiso engreído, de Buenos Aires, que andaba asesorando
por las provincias en el tema de los vuelos.

Nos empezó a explicar. Yo, que estaba preparado para lo peor, mientras lo escuchaba se
me fue helando la sangre de manera irremediable. El Teniente Asesor, mientras
hablaba, no miraba a los ojos a nadie. Era joven, recién arrancaba y ya tenía grado alto,
estaba montado en la cresta. Se sentía superior a nosotros y se lo notaba metódico y
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puntilloso hasta la obsesión, aburrido de repetir las mismas obviedades a tantos


provincianos. Lo detesté desde el primer instante.

Luego llegaron un médico y dos enfermeros. A los prisioneros los trajeron un rato
después, encapuchados y con grilletes. Eran veinticinco. En absoluto silencio. Se sentía
una tensión muy grande. Cuando se les dijo que iban a ser trasladados a una prisión
común, el ambiente se distendió, fue notable. Ni siquiera varió cuando se les dijo que,
debido a las condiciones precarias en las que habían estado detenidos, era necesario
aplicarles una vacuna sanitaria antes del traslado.

Con pericia y velocidad, los enfermeros inyectaron veinticinco dosis para adormecerlos.
El médico supervisaba. Cuando empezaron a hacer efecto, ahí entramos nosotros en
acción, conduciéndolos a ciegas, adormecidos, por una puerta lateral, un pasillo largo,
una oficina, hasta llegar al exterior. Por eso habían elegido esa habitación, era el lugar
más cercano a la pista.

Para mi sorpresa, nos esperaba un Electra, de la Armada, hermoso avión. Nos costó
mucho subirlos por las escalerillas. Entramos por adelante pero los llevamos a popa, a
varios arrastrándolos. Éramos siete los que hacíamos esa tarea. Nos embarcamos todos,
menos el médico y los enfermeros, que cuando los prisioneros estuvieron ubicados en el
avión, les colocaron una segunda dosis y se bajaron.

Solo había asientos adelante, el resto estaba vacío. Tuvimos que desnudar a cada uno de
los prisioneros y atarles un ancla al cuerpo, ideada por el Teniente Supervisor, con
materiales fáciles de conseguir e imperecederos: un trozo de riel de unos cincuenta
centímetros con un agujero por donde se ataba una soga plástica larga. Las anclas
estaban ahí antes de que llegáramos, y habían sacado una puerta de emergencia, la de la
derecha.

Los cuerpos no necesitaban del ancla para hundirse. Su utilidad aparecería con el
tiempo, al descomponerse, hinchándose de gases, convirtiéndose en globos flotando
hacia la superficie. En mar abierto, eso no significaba un gran inconveniente, los peces
grandes, las mareas, hacían lo suyo, pero en los embalses, que encima de cumplir su
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función específica cumplen también una turística, había que tomar ese tipo de
precauciones.

Cuando despegamos, el ambiente estaba tenso. Con mis compañeros hablábamos lo


justo, sin mirarnos las caras. Yo creía escuchar, por sobre el ruido del avión, la
respiración profunda, confiada, de los prisioneros. Nos dirigíamos al Marcito, el embalse
más cercano. No sé cuánto tardamos en llegar, fue muy poco, no presté atención.
Primero, hicimos un vuelo de reconocimiento mientras nos preparábamos. Uno de mis
compañeros se ató con una cuerda a un costado del hueco de la puerta.

Los teníamos que trasladar entre dos, mientras los superiores se limitaban a mirarnos y
el Asesor, a puntualizar lo que hacíamos mal. Me puedo recordar con exactitud, como si
estuviera todavía ahí, trajinando con esos cuerpos, sintiéndoles la calidez, los olores
fuertes, los murmullos, los latidos. Era una escena fantasmagórica. La sensación de
irrealidad me apabullaba, no me reconocía en ese ir y venir torpe, forzado, en ese
lastimoso hombre que intentaba sostenerse a sí mismo y sostener a una prisionera,
tratando de no caernos, de no tocarle los pechos, enredado con la soga del ancla,
abrumado por su olor de mujer.

A algunos los llevábamos caminando, a otros, arrastrando, pero los teníamos que dejar
parados frente al hueco para que el operador pudiera agarrarlos con firmeza y
empujarlos al vacío. El piloto trataba de volar en una especie de círculo cerrado, con la
idea de que los cuerpos fueran cayendo más o menos en un mismo lugar. Un círculo
amplio pero específico, que conozco a la perfección.

Esa noche no pude dormir, ni tampoco las siguientes. La culpa no me dejaba en paz. En
la Brigada la vida seguía igual, el mismo silencio, la misma soterrada complicidad. Ni
adentro ni afuera encontraba a alguien con quién hablar. Mucho menos con mi esposa.
Al tercer día amanecí con fiebre, fui a trabajar igual. Cuando me llamó por teléfono el
mismo superior para informarme que de nuevo se requería mi presencia a la noche, me
quedé pasmado ahí, con la vista perdida y la respiración entrecortada. Nunca he sentido
tanta humillación y tanto miedo como en ese momento.
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Fui de todas maneras. En la entrada del sector de prisioneros, me dijeron que el


operativo se había suspendido hasta nuevo aviso. No pude sentir ni siquiera alivio, solo
se estaba posponiendo esa agonía. Era lo que me tocaba. Mientras estuviera adentro de
la maquinaria, era un engranaje, y tenía que cumplir mi función, ejecutar. Tratar de
cambiar esa realidad, oponerle resistencia, era inútil y doloroso, sin sentido.

Pero no me había hecho militar para eso, estaban planteando esa guerra de una forma
inaceptable. Iba en contra de mi naturaleza. ¿Quién había condenado a esas personas?
¿Con qué culpas para merecer la muerte, esa muerte? ¿Quién había decidido cómo
ejecutarlos, que yo los ejecutara? Sin avisarles, sin darles la oportunidad de oponer
resistencia, sin mirarlos a los ojos. Los maté, los matamos entre todos, en nombre de una
causa que me resultaba tan ajena, tan quebradiza, irreal.

Como ese domingo lo tenía libre y mi esposa estaba de buen ánimo, decidimos salir a
pasear por la precordillera. En el camino de ida, un camión salió de la nada y nos
embistió. Mi esposa murió en el instante, yo quedé maltrecho, con muchas heridas
internas y externas. La física fue una recuperación larga y compleja, la psicológica lo fue
aún más. Durante ese proceso, tomé la decisión de pedir la baja en el ejército.

Debo aclararte, Paula, para que entiendas de lo que estoy hablando, que hacer ese
movimiento, esa especie de fuga, tenía una dimensión sobrecogedora. Era renunciar a mi
vida tal como la conocía, a mi carrera, a los honores y ascensos soñados, a mi casa, a la
vejez asegurada. Era perderlo todo. Pero quedarme era perder mi humanidad.

Tuve muy buenos amigos que me ayudaron y un primo en el exterior que me recibió con
los brazos abiertos y me ayudó a establecerme. Viví fuera del país durante mucho
tiempo. Hice plata, la perdí, formé una familia, la perdí. Y no me importaba. Sin darme
cuenta, sin saberlo, mi vida había quedado estancada en una noche infinita, flotando,
dando vueltas sobre un punto fijo del Marcito.

Cuando pude entender lo que me estaba pasando, decidí volver al país, a la provincia, de
incógnito, sin un plan, sin saber qué hacer ni de qué vivir, tan solo con la idea de
acercarme y ver cómo podía empezar a cauterizar esa herida. Había mantenido un
contacto esporádico con algunos amigos, así que tarde o temprano, y no sin dificultad,
132

pude asentarme, encontrar una ocupación, una especie de vida bastante precaria. La
mayor parte del tiempo libre, el que podía, lo dedicaba a investigar sobre la dictadura,
cómo había funcionado en la provincia, quiénes fueron, los lugares, los métodos, los que
participaron esa noche, el Teniente Asesor. Mis amigos me ayudaron mucho, pero
Internet me ayudó mucho más. Era el único gasto extra que me permitía.

Pero no me podía calmar. Por eso empecé a venir al embalse, a hacer vigilia, a meditar, a
acompañarlos. El primer día del mes, la fecha en la que habíamos volado. Me vine una
mañana a recorrer los clubes, buscando a ciegas el indicado. Entré primero a este y me
quedé, sin ver el resto. ¿Sabés qué me convenció de este club, Paula, además del
mirador? Cuando entré, a poco de andar me lo encontré al Teniente Asesor en persona,
envejecido, mal llevado, el mismo cínico y arrogante, pero ahora rastrero, apaleado por
la vida, atendiendo la cantina del club, haciéndose llamar Onildo. No me reconoció,
porque esa noche nunca me vio. Imaginate. Me quedé a vigilarlo.

Fue al que más investigué y al que le perdí el rastro más rápido. A partir del 83 no
encontré nada sobre él. Parece que agonizando la dictadura decidió cambiar de
identidad y desaparecer. Debía tener muchas deudas ante una posible requisitoria de la
justicia. Abandonó su carrera, su vida. Visitó muchos embalses turísticos durante su
recorrido, vaya a saber qué fue lo que le atrajo del Marcito que vino a parar acá, a iniciar
su nueva vida.

En las carpetas tenés la mayor cantidad de información que pude encontrar sobre él, y
lo que he venido recopilando desde hace años. De eso se trata este favor que te quiero
pedir. Necesito que esa información salga a la luz, aunque mi nombre quede manchado.
No puedo hacerlo yo, no puedo pasar por la exposición, el juicio, la cárcel. He vivido
desde hace años en mi propia cárcel, me he juzgado lo suficiente, no necesito más. Como
te dije al principio de esta carta, soy cobarde. No sé si siempre lo fui o me fue pasando
con el tiempo. Estoy convencido de que esa noche me cambió por completo, como si me
hubiera besado una maldición.

Necesito que estos papeles lleguen a quién corresponda. Yo no voy a estar, no me va a


importar lo que pase. No sé qué relación tenés con el Asesor, trabajan en el mismo lugar,
dejo a tu criterio si lo vas a denunciar o no. Es tu decisión. Pero sobre el vuelo de esa
133

noche, necesito que se sepa la verdad. Está todo, hasta el área de ubicación aproximada
de los cuerpos. Supe que el vuelo suspendido se realizó dos días después de mi accidente
y que no hubo más, desconozco los motivos. Hay alrededor de cincuenta cuerpos que
deben ser encontrados. Y si los cálculos no me fallan, el Asesor los tiene que haber hecho
arrojar en la misma zona. No debe ser difícil encontrarlos.

Fui realizando la investigación sin pensar en sacarla a la luz, como un proceso íntimo
que buscaba sanarme. Cuando esa tarde me contaste tus sueños flotando sobre la zona
donde cayeron los prisioneros, y me preguntaste qué relación teníamos, supe lo que
había que hacer. Sin embargo, en ese momento no pude decirte nada. En esta carta y en
estos papeles, te respondo. Creo que vas a encontrar en esta misión que te estoy
encomendando las respuestas a tus preguntas de todos estos años.

Me tengo que ir antes de que amanezca. Me hubiera gustado contarte todo esto en
persona. Te estuve esperando, pero con tanto trabajo imagino que has terminado
extenuada. No era el día indicado para hacer esto, pero no puedo desapegarme de mis
rituales. Igual me sorprendió que no llegaras, enojada, a última hora, a desafiarme. Es
tarde y debés estar durmiendo, ya no puedo esperarte. Me voy sin despedirme, esta vez
para siempre, no me busquen, difícil que puedan encontrarme. Ha sido un placer
conocerte. Espero que la imagen que tenés de mí no sea tan horrenda como la que tengo
yo. Te saluda afectuosamente

Ignacio Ramón Utrera

-LXVII-

Me dejó extenuada leer esa carta, no solo por la cantidad de hojas, a la que no estaba
acostumbrada, sino por los espantos que me contaba. Y la carga que había puesto sobre
mis hombros. Pero no me importaba nada de eso: saber por fin de qué se trataban las
luces, el misterio de dónde se había metido el viejo, por qué ese sueño tan violento, qué
relación tenía con su desaparición. Nada me importaba, no podía, estaba alborozada, el
corazón me latía acelerado, me costaba respirar, pensando, sonriendo en mis
pensamientos, mi boca, sin saberlo, sonriendo: había encontrado la forma de salvar a
134

Elena. Mejor dicho, la forma de salvarla me había encontrado a mí. Después de todo
tenía suerte, aunque me costara reconocerlo.

Tenía que actuar con rapidez y a la vez pensar con mucho detenimiento, punto por
punto y al detalle, lo que debía hacer. No era fácil, había que frenar el impulso de salir
corriendo, gritarlo a los cuatro vientos, despertarlos a todos, refregarle en la cara a
Onildo los documentos que lo ponían al descubierto. Tuve que respirar hondo y contar
muchas veces, hablar conmigo misma, explicarme, convencerme de que lo indicado era
callar y esperar. Mejor dicho, hablar con las personas indicadas, que era una lista
mínima a la que no se llegaba actuando con precipitación.

Había amanecido hacía rato. Dejé el sobre con el dinero sobre la mesa y me llevé el resto.
La llave, debajo de la maceta. Pero no bajé por las escaleras, me fui por el otro lado,
desandando el camino que había hecho cuando llegué, unos meses atrás. No quería que
me vieran con esa carpeta, aunque era difícil encontrar a alguien levantado a esa hora
después del día que habíamos pasado. Igual no quería arriesgar. Pasé por detrás de los
baños y las duchas. En la taquilla estaba mi garita con llave y una sola copia en mi poder.

Tenía que hablar con Marcela, necesitaba su colaboración, hacerla mi cómplice. Aunque
tuviera que contarle más secretos, más verdades. Me preguntaba cuánta resistencia
tendría antes de echarme a patadas por mentirosa, demente o conspiradora. Necesitaba
resguardarme. Una historia como la que se iba a destapar era muy fuerte, iba a atraer
mucha gente al club, cámaras de televisión. No me interesaba exponerme, quería seguir
escondida lo más que se pudiera, estaba cómoda y nada preparada para semejante
exposición. El margen era el mejor lugar.

Antes de entrar por el cañadón salida secreta del club, doblé a la derecha por un terreno
escabroso, lleno de arbustos. Escuché que venía el Rastrojero de Onildo. Unos veinte
metros antes de llegar a la taquilla, lo vi detenerse frente a la barrera. Iba gente en la
cabina y la carrocería estaba repleta. ¿Se estarían yendo? Me agaché para que no me
vieran. Elena se bajó, siempre abría y cerraba todo. Estaba lejos, pero la podía ver a la
perfección, consumida, gris, hecha una sombra. Tuve que hacer un enorme esfuerzo para
no salir corriendo a ayudarla con la pesada barrera.
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Escondí la carpeta en la garita y me fui a mi departamentito. Estaba en ayunas, no había


ido al baño, ni siquiera me había lavado la cara. Puse agua para el mate y empecé con los
primeros movimientos de la mañana, como si recién me levantara, para relajarme y
pensar. En la lista mínima que había bosquejado, la segunda persona confiable e
indispensable era Claudio, el periodista. Tenía que llamarlo. Me había dado dos tarjetas
con su número de teléfono. Pero no me acordaba dónde las había dejado. Hacía tiempo
que no las veía y no tenía muchas cosas, era más lo que tiraba que lo que juntaba. Un
repentino ataque de pánico. ¿Y si en uno de mis arranques de limpieza las había tirado?

Mientras tomaba mate buscaba con desesperación creciente. Más y más convencida de
que no estaban. Hurgueteba por tercera vez la una billetera cuando golpearon la puerta.
Pensé que era Mario; le iba a gritar que entrara, pero me acordé de que había cerrado
con llave. Estaba equivocada. Cuando abrí, frente a mí tenía un milagro: era Claudio. La
sorpresa y la emoción me hicieron abrazarlo, para sorpresa de él. Y después, en lugar de
hacerlo entrar, nos fuimos a la barrera, en silencio, a hurtadillas, como conspirando. No
entendía nada.

-LXVIII-

Claudio andaba por el Marcito desde el día anterior, siguiendo el rastro del hombre
misterioso, tras una pista que se había diluido. Se estaba yendo y pasaba por el nuestro,
por si había alguna novedad. Vaya si las había. Antes de contarle, pedí perdón por todo
lo que le había ocultado. Después le puse la caja carpeta delante de él, se la abrí, empecé
a sacarle papeles y a explicarle de qué se trataban.

Lo vi transformarse en un niño frente a un juguete espléndido, en un científico loco


frente a su mayor descubrimiento. Era tanta la alegría que hasta me perdonó que le
hubiera ocultado información y tratado como un estúpido. Omitiendo la historia
personal que tenía con Onildo, le conté quién era él en realidad, qué papel jugaba en esa
historia, un hombre peligroso, su familia corría peligro a su lado. Necesitaba que actuara
por mí, llevara esa información adonde creyera conveniente, rápido y en silencio, sin
levantar sospechas. Onildo no tenía que ni presentir que se cerraba el cerco a su
136

alrededor. Claudio tenía buenos contactos, importantes, que cuando supieran de esos
documentos se iban a poner en movimiento de inmediato.

Con una sonrisa emocionada, me preguntó si estaba preparada para lo que se venía. Lo
miré muy seria y le dije que no estaba preparada para nada. Claudio no entendió, por
supuesto, así que tuve que explicarle, contarle un poco mi historia para que entendiera
por qué no quería estar, salir, hablar. Yo era una simple empleada del club que no sabía
ni entendía nada. Es más, esa carpeta nunca había estado ahí. Claudio me explicó que eso
iba a ser difícil, porque cuando se pusieran a investigar al viejo tarde o temprano iban a
enterarse que iba al club. Él no andaba mostrándose, aunque tampoco se había ocultado.
Era fácil rastrearlo.

Nos pusimos a buscar soluciones. Después de un debate frustrante, llegamos a la


conclusión de que el viejo desapareciera de esa historia. No estaba en ninguna lista, nada
lo relacionaba, él se involucraba solo en la escena. Si lo sacábamos no se iba a notar. El
único riesgo era que alguien lo nombrara en un posible juicio, pero para ese entonces no
iban a relacionarlo con el club ni conmigo. El único que podía relacionarlo era Onildo,
que no lo registraba. Se podía hacer, era factible, aunque completamente ilegal. Pero yo
necesitaba despegarme. Claudio, de moral pragmática y maleable, había entendido mis
motivos y estaba dispuesto a hacerlo. El pobre tipo había pagado lo suficiente, y encima
aportaba datos que eran mucho más importantes que su nombre, se lo podía borrar. Y
así se hizo.

La caja carpeta no cabía en su mochila, así que guardó las carpetas sueltas y me dejó la
caja y la carta. Para evitar encontrarnos a Mario en el camino, lo acompañé hasta la
entrada secreta del cañadón, con las indicaciones pertinentes. Era mejor que nadie lo
viera por ahí. Claudio se fue prometiendo que iba a tener noticias de él más rápido de lo
que pensaba. Por las dudas, antes de irse me volvió a dejar su tarjeta, con el número
escrito a mano. Esta vez la guardé en un buen lugar.

Fui corriendo a ver a Marcela. Estaba despierta. Me dijo que no me preocupara, estaba
bien de salud, era cansancio, no estaba para esos trotes. Me pregunté si tenía que
contarles a ella y a Mario lo que estaba pasando. Por un lado, era hora de confiar en
ellos como confiaban en mí. Tenían que saber lo que estaba pasando, lo que iba a pasar.
137

Pero por otro lado significaba hablar de todo: mis sueños, Ramón Utrera, esa misión
secreta en la que las luces me habían guiado. No estaba preparada. No era un problema
de desconfianza, era el asunto de mi traba mental. Así que estaba sola con el
conocimiento de lo que se venía, tenía que estar alerta, en pie de guerra. No iba a ser
fácil.

-LXIX-

El fin de semana estuvo muy pegado a Año Nuevo, así que fue aún más tranquilo que el
anterior. Igual se trabajó, vinieron familias, parejas a acampar, grupos de adolescentes.
Onildo, previendo que se iba a trabajar poco, había traído solamente a su hermana. Esa
situación me angustiaba, pero también me tranquilizaba la idea de que en esos días
Elena estaba lejos de él, con sus hijos, en su casa. Yo trataba de ir lo indispensable a la
cantina, porque el Tero se espantaba cada vez que me veía y la hermana era directa, no
me quería y me lo demostraba a cara de perro. En ese aspecto, era peor que él.

El lunes me dediqué a hacer las cuentas de la semana y a organizar la rendición del


dinero. Habíamos hecho una buena diferencia, Marcela estaba feliz, hacía mucho que no
entraba tanto al club. A cada rato repetía que les había traído suerte. Yo me reía,
disfrutaba de su felicidad, y para adentro me decía: Pero al Teniente Asesor, no. El
martes transcurrió sin novedad. La quietud del lugar contrastaba con el tumulto
ensordecedor de mi cabeza que, por un lado, me sugería, me imploraba que llamara a
Claudio, y por el otro me conminaba a quedarme quieta y esperar. Llegué a tener su
tarjeta en la mano, al mismo tiempo que me negaba a llamar. Me decía que si no se
comunicaba era porque no tenía algo concreto. ¿Para qué presionar?

El miércoles a la tarde, fuera de quicio, lo llamé. La voz monótona e impersonal me


comunicó que el número no pertenecía a un abonado en servicio. Varias veces llamé.
¿Estaría mal el número? Él lo había escrito. El mundo se me venía encima. Me sentí
chiquita, indefensa, disminuida. No sabía nada de él, su apellido, ni siquiera una
dirección, el lugar donde trabajaba. Lo había ignorado durante ese tiempo, subestimado,
y de repente confié en él, le dije y le entregué todo sin un resguardo, una garantía.
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¿Quién era Claudio? ¿Era periodista realmente? ¿Cómo podía asegurarlo? Era su palabra,
en la que por necesidad y ceguera decidí confiar por demás.

Estábamos con Mario cocinando cuando sentimos llegar autos. Eran varios. Salimos a
ver: la Policía Federal entera estaba esperando entrar al club. Además de las patrullas
venían dos autos de civiles, de los que se bajaron señores con cara de importancia y
Claudio, que pasó cerca de mí y, por supuesto, hizo como que no me conocía.

Venían con orden de detención para Onildo y orden de allanamiento para la cantina y el
departamento, incluido el patio. Con el resto del club no se metieron. Marcela se puso
tan nerviosa que me tuve que quedar con ella. Mario los acompañó hasta la cantina, que
todavía estaba abierta. Después nos contó, no sé cuántas veces, que cuando le fueron a
detener a Onildo no reaccionó, se quedó como pasmado, mirando. Dos de ellos pasaron
el mostrador y ahí se puso violento, no quiso que se acercaran, trató de escaparse para la
cocina, pero lo encerraron, se resistió, uno de ellos le pegó una trompada y eso fue todo,
se dejó agarrar mansito. Y sollozó. El Tero miraba horrorizado desde un rincón.

Cuando Marcela se tranquilizó y pude dejarla un rato sola, salí a ver qué pasaba. Al final,
era más rápido de lo que esperaba, más contundente. Estaba pensando en Claudio
cuando salió del salón, buscándome y, como siempre, apareciendo cuando lo necesitaba.
Pudimos hablar unos minutos. Le agradecí lo que estaba haciendo, él me agradeció a mí.
Le confesé que había desconfiado de él al no dar señales de vida. Sonrió, sin ganas, me
preguntó si lo había llamado por teléfono, le dije que unas cien veces. Me contó que
cuando lo mandé de vuelta por el cañadón se equivocó en una de mis indicaciones y
terminó sentado en un charco, entre mojado y embarrado, que lo único que se había
salvado era la mochila, porque su celular estaba ahogado.

En el allanamiento no encontraron nada relevante, mejor dicho, dos armas de fuego, una
registrada y otra no, pero eso era lo mínimo que se podía esperar, nada extraordinario.
Su verdadero nombre era Segundo Espósito, Onildo era el nombre de un bisabuelo
portugués. Cuando le permitieron hacer una llamada, se comunicó con su hermana para
contarle lo que estaba pasando, la posibilidad remota con la que siempre habían
contado. Le pidió que lo despidiera de Elena y de los niños y que al otro día fuera a verlo,
lo más
139

Se fueron cerca de la medianoche. Mario, que se había quedado durante el proceso en


representación del club, contó que con el pasar de las horas lo había visto decaer a
Onildo; por último, se había vuelto un trapo. Y que no quiso despedirse del Tero.
Cuando se lo llevaban, el pobrecito lo quiso abrazar y Onildo se lo sacó de encima
enojado, sin mirarlo. De un momento a otro se fueron todos y el Tero se quedó en el
medio del salón vacío, llorando.

No lo quise ver, ni siquiera cuando se fueron. Tenía miedo de cruzar miradas con él y
descubriera que yo lo había denunciado, lo había cazado y puesto en su lugar, la que se
estaba riendo por dentro, de alivio, de nervios, de entender por fin la verdadera
dimensión de lo que había provocado, de lo que ya no se podía evitar. No quería ni por
un momento hacerle saber por dónde había venido semejante golpe, que se quedara ahí,
mareado, confundido, buscando un culpable entre sus fantasmas, que debía tener
muchos. Tal y como estaba su vida, yo me había convertido en un problema menor.

-LXX-

La cantina estuvo cerrada dos días eternos. Al Tero se lo comía la tristeza y el


desasosiego, se hallaba perdido y sin norte. Ya no estaba enojada con él, pero no se lo
había demostrado; entonces no me podía acercar, se ponía peor. Mario era el único que
aceptaba, él lo asistía, lo obligaba a comer, lo consolaba, le mentía que Onildo iba a
volver rápido; mientras yo asistía a Marcela, que no levantaba cabeza, consternada por
Onildo. No podía creer semejantes cosas de él, se le notaba que era un mal hombre pero
nunca tanto. ¿Qué iban a hacer Elena y los niños? ¿Cómo los iba a mantener ella sola, con
tantos problemas, con lo enferma que se había puesto de nuevo? ¿Y esa pobre gente
flotando ahí, en lo profundo del Marcito?, ¿quiénes serían? ¿Quiénes serían sus padres,
sus esposas, sus hermanos? ¿Los estarían buscando todavía?, ¿los seguirían llorando?

Encima, al otro día del allanamiento llegaron integrantes de la Comisión, enfurecidos con
Marcela porque no había avisado lo que estaba pasando. Marcela lloraba y les daba la
razón, mientras repetía que no le daba la cabeza, que era demasiado trote para ella. Esa
noche, a escondidas, volví a llamar a la hija y le conté que no se sentía bien, no quería
140

ver a un médico. Me aseguró que al día siguiente la llevaba a la fuerza. Así lo hizo, la
llevó el viernes y la trajo el sábado, sintiéndose mucho mejor. Le habían hecho bien, el
médico y la familia. La hija se fue prometiendo que iba a buscarla a mitad de semana
para hacerle unos estudios. Al despedirse, me dio un abrazo, las gracias y me dijo en
secreto que ya se había dado cuenta de que éramos hermanas de madre.

Esa mañana, Elena llegó al club muy temprano, en bicicleta, buscó el Rastrojero de
Onildo y volvió al rato, con la cuñada y los niños. Me despertó el sonido del vehículo,
parado frente a la barrera y luego arrancando. Me levanté lo más rápido que pude, pero
cuando salí iba lejos y el remolino polvo no me dejaba ver quién manejaba. Lo supe un
rato después, porque venían de vuelta.

No alcanzaron a parar porque les abrí la barrera antes de que llegaran. Las miré para
saludar, pero estaban ocupadas en la cabina, la cuñada no me saludó, Elena me saludó
con la cabeza, sin mirarme, y pasaron como desconocidas. Nunca había sentido el
famoso baldazo de agua helada ese que dicen, la impresión fue tal cual. Quedé
anonadada. Cuando Marcela llegó con la hija, hacía rato que la cantina estaba abierta y
trabajando.

Elena no disimulaba por su cuñada, realmente algo andaba muy mal, pude sentir en
carne propia el abismo. Más tarde, lo comprobé cuando fui a la cantina y, apenas me vio
entrar, se las arregló para que me atendiera la bruja. No hablaban de nada con nadie, ni
con Marcela. Frialdad y hermetismo total. Las fuerzas familiares replegadas. Decidí
alejarme.

Fue un día largo y engorroso, de esos que no se terminan más. Parecía que a todas las
lanchas y motos de agua del mundo se les había ocurrido entrar al Marcito por nuestro
club. Y la mayoría estaba con los papeles a medias, así que había que discutir, pelear,
consensuar, negociar, rechazar, arriesgar. Y lo peor del asunto era que no me importaba
nada, porque mientras rabiaba con la documentación de esos vehículos, en lo único que
pensaba era en Elena. No entendía qué le pasaba, por qué se comportaba así, casi
soberbia.
141

Con el correr de las horas fui juntando presión, y convenciendo de que tenía que hablar
con ella, enfrentarla, preguntarle, pedirle explicaciones, explicarle. La contradicción era
mi modus operandi. Me había prometido no acercarme a ella y luego estaba planificando
un encuentro. No había manera de mantener una lógica, en mi cabeza estaba empezando
a escasear la sensatez.

Hasta última hora de la tarde estuvo entrando gente. Antes de la puesta del sol,
empezaron a juntarse nubes. Yo recordaba de niña esas tormentas desaforadas que
cada tanto asolaban al Marcito, pero ese verano había estado muy tranquilo, algunas
lluvias aisladas poco importantes. Marcela no sabía a qué santo encomendarse cada vez
que veía una nube. Las tormentas de la zona eran inesperadas y violentas. La de esa
tarde noche la única diferencia que tuvo fue que se tomó su tiempo para formarse y
aparecer en todo su esplendor.

No iba a ser una lluviecita así nomás, y me desesperaba la idea de pasar otra noche más
sin poder hablar con ella, de lo que fuera, tenerla cerca, una larga noche aisladas por la
tormenta. Necesitaba hacer algo antes de que se largara a llover. Por la cantina no podía,
estaba lleno de gente, no era la forma. Decidí arriesgarme. Di la vuelta, entré al patio y
me escondí atrás de los tubos de gas a esperar. Corría riesgo certero de que saliera la
cuñada y me descubriera. No era un gran escondite, pero zafaba.

Salió la cuñada y salió también uno de los niños. No me vieron. Mi corazón retumbaba
al compás de los truenos, cada vez más cercanos, más seguidos. Cuando empezó a correr
el viento, repentino y prepotente, me terminó de convencer de que debía abandonar la
espera. Me estaba yendo cuando salió Elena, apurada, a levantar algo de ropa colgada. Yo
quedé inmóvil, deseando de pronto volverme invisible, desaparecer. No me vio… hasta
que me vio. La sorpresa se le notó en el cuerpo, porque la cara, a pesar de la oscuridad,
se le vio imperturbable.

Vino hasta mí, abrazando un bulto grande de manteles, repasadores y delantales de


cocina: ¿Qué querés? ¿Qué estás haciendo acá? Su tono de voz me sorprendió. Empecé a
tartamudear una respuesta, pero me cortó en seco. Mirá, si venís por lo que pasó esa
noche, no tiene nada que ver. Fue un error, una debilidad. Estaba pasando por un mal
momento, la copa que habíamos tomado, el cansancio de tanto trabajo, no pensé con
142

claridad, eso, un error. Traté de explicarle que quería saber cómo estaba, si necesitaba
algo, pero me volvió a cortar: Además, aunque no tengo pruebas, estoy segura de que
vos tuviste algo que ver con lo que le pasó a Onildo. Nadie me ha dicho nada, es solo una
intuición, pero ni vos ni nadie me va a convencer de lo contrario.

Me dejó con la boca abierta. No le podía decir la verdad, no le podía mentir y lo único
que lograba con mi silencio era darle la razón. Hasta que mentí: Yo no tuve nada que ver,
no sé nada. ¿Cómo podía saberlo? No conozco nada de Onildo, me cayó de sorpresa,
como al resto. Aunque me hubiera encantado haber sido yo la que te salvaba de ese
monstruo. Se quedó mirándome, sus ojos destellaban en la oscuridad, su respiración era
más feroz que el mismo viento: ¿Y a vos quién te dijo que necesito tu ayuda? ¿Quién te
pidió que me salves? No pude contestarle. Me sentí tonta, absurda.

Se quedó esperando una respuesta. Luego acomodó el bulto de ropa, dio la vuelta y me
dijo: Andate, mañana tenemos mucho trabajo. En cuanto cerró la puerta de la cocina, se
largó a llover con la misma furia con la que Elena me había echado. La lluvia caía como
clavos de punta, minúsculos latigazos, como si ella misma me siguiera castigando sin
piedad por amarla, por haberla despertado de una pesadilla de la que no quería
despertarse.

-LXXI-

No quería que me vieran ni Marcela ni Mario. Por eso, en lugar de dar la vuelta y pasar
por la calle principal, salí del patio y me fui por atrás, que es un camino escabroso y
largo, irregular, lleno de matorrales y esqueletos de distintos artefactos, inservibles y
abandonados. A pesar del aturdimiento, pensé en que esa limpieza tendríamos que
encararla no bien terminara la temporada.

Estuve a punto de caerme dos veces, me lastimé la pierna con una lata. La oscuridad, la
lluvia y mi precario estado mental me hacían trastabillar, me vapuleaban, me estrujaban
hasta la asfixia. Pero llegué sana y salva al departamentito, chorreando agua y lástima
por mí. Me quedé tiritando, sin secarme, sin sacarme la ropa, preguntándome qué había
pasado, sin acusar el golpe, sin reaccionar.
143

Quería desaparecer, estrellarme, morirme, explotar. Hundirme o salir volando. Me


acordé de los vinos que me había regalado el socio del auto anaranjado. Eso era lo que
necesitaba, irme bien al carajo, lo más lejos posible, lo más abajo. La caja estaba debajo
de la cama, todavía envuelta para regalo. La había olvidado al momento de dejarla ahí.
Un cabernet y un bonarda, tres años de antigüedad. Con el tiempo aprendí que esas dos
variedades son una hermosa combinación. Ahí no me importó demasiado, me dejé
deslumbrar un rato por las etiquetas.

No tenía sacacorchos, pero con el tramontina me las ingenié. Ni siquiera me serví en un


vaso, desde la botella nomás, sin degustar, sin respirar. Seguía empapada y lo único que
esperaba era que la ropa se secara sola. Afuera, la tormenta estaba en su punto máximo,
los truenos eran ladridos de gigantescas bestias infernales. Mi sed había estado ahí,
escondida, enroscada, desde toda la vida, no podía saciarla. No sé en qué momento me
terminé la primera botella; solo sé que hablaba conmigo y me hostigaba.

Me costó abrir la segunda, tuve que dejar medio corcho adentro. Cuando iba por la
mitad, sin motivos, de repente, me puse a llorar. Con gritos y espasmos. Total, nadie
podía escucharme. La habitación de Marcela quedaba lejos y la lluvia me aislaba. Podía
sentir cómo las amarras se empezaban a soltar, de nuevo, una a una.

Una vez abierto, el caudal fue imparable. Y liberador. Cuando terminé de llorar sabía lo
que tenía que hacer: irme a la madrugada, ni siquiera cuando parara de llover, porque
eso era incierto; irme cuando hubiera un poco de luz. Había llegado al Marcito guiada
por un sueño, a cumplir una misión; la había cumplido, no tenía nada que hacer ahí.
Elena nunca había sido mi misión ni mi destino, más bien una ilusión alucinada que me
sostenía, me ayudaba a creer. Nada más. Y se había esfumado, como toda ilusión, como
una pompa, sin dejar huella, en silencio.

Me puse a ordenar mis cosas, a buscar la mochila olvidada en algún rincón. Había mucho
más de lo que había traído, tenía que elegir y descartar. Era difícil pensar con claridad, el
vino me hacía corcovear la cabeza, mi estado de ánimo era un verdadero remolino.
Pensaba en Marcela, que la estaba abandonando, pero así tenía que ser, sin despedidas,
traicionando, porque corría riesgos de flaquear. Con Mario se las podían arreglar, lo más
144

bravo de la temporada había pasado. Tenía mucho dinero ahorrado, era el momento
de seguir rodando. De eso se había tratado, de una ilusión.

No sé cuánto tiempo estuve armando la mochila, pero cuando terminé la lluvia había
amainado y ya no corría tanto viento, no tronaba. Por eso pude sentir ese extraño ruido
en la puerta. No la estaban golpeando, no intentaban abrirla, era como si le estuvieran
apoyando el cuerpo, empujando. Se me heló la sangre. Nunca había tenido miedo en ese
lugar, salvo al agua, no le tenía miedo a otra cosa, pero había llegado el momento, justo
antes de irme. Me quedé expectante, mirando la puerta. Tenía miedo, pero nada más, en
lo absoluto, nada que perder. Así que decidí enfrentarlo, a lo que fuera.

Pensé en agarrar el cuchillo, algo, pero no, Fui hasta la puerta dando grandes zancadas,
con las tetas bien al frente, sin dar tregua. Y así como venía abrí la puerta, para
encontrarme de frente con Elena, que estaba parada detrás, empapada, llorando con la
boca abierta, mirándome con sus ojos enormes, grises, más pálidos que nunca, hasta la
fosforescencia. Me dijo algo que no pude entender. Volvió a repetírmelo: Es mentira.
¿Qué? Yo no entendía. Es mentira. ¿Qué? No te entiendo. Me agarró de los brazos, me
obligó a entrar. Cerró la puerta. Sin soltarme, me dijo: Es mentira, lo que te dije, todo es
mentira, perdoname. Tenía miedo, tengo mucho miedo, nunca me había pasado. Yo
movía la cabeza, incrédula, sin entender. Elena me miró fijo y respiró profundo antes de
volver a hablar: Es que estoy enamorada de vos, me dijo. Y eso sí lo pude entender, con
total claridad.

Me solté de sus brazos, la empujé contra la puerta, me le tiré encima, le trabé los brazos
y le pregunté: ¿Estás segura? Ella gimió y me dijo sí con la cabeza. Con eso bastó para
que la besara como loca. Contra la puerta misma empezamos a hacernos el amor, con
urgencia, con alivio, con desesperación. Llorando. Riéndonos a carcajadas. Después
seguimos por la habitación, persiguiéndonos, encontrándonos. Como una tormenta de
verano, éramos el viento que aullaba, la lluvia azotando, los relámpagos, estallando de
locura, de felicidad.
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-LXXII-

A partir de ese momento, la vida comenzó a fluir para nosotras, las piezas fueron
encajando. Era necesario avanzar despacio, en público continuar con la distancia,
acercándonos de a poco, sin que se notara, hasta quedar pegadas de forma natural.
Entre nosotras empezar de cero, tantearnos, reencontrarnos, despertar con susurros a
las bestias salvajes que teníamos dormidas adentro, que entre ellas se entendían tan
bien.

Elena, con autonomía de movimiento y capacidad de decisión, era una caja de sorpresas.
Convenció a un socio del Club que era abogado para que la representara respecto de
Onildo y su situación. En poco tiempo lo había encorsetado más de lo que ya estaba. No
tenía derecho a nada. Decidió quedarse en la cantina hasta terminar el contrato, que
caducaba al final de la temporada siguiente, con opción a renovar. A su cuñada la mandó
a la casa del barrio, a atender el almacén y generar dinero para sostener los gastos de su
hermano. Había perdido la furia y la soberbia, de bruja solo le quedaba la cara. Con el
Tero no tuvo que pensarlo demasiado. Como me pasaba a mí, no podía guardarle
rencor, así que continuó el mismo trato, él se volvió devoto de ella y el mundo se
encarriló.

La acompañé a la Ciudad a hacerse estudios y al neurólogo. Después de aquella crisis,


tuvo otra peor en su casa, al día siguiente que detuvieron a Onildo. Más fuerte la crisis
y más larga la recuperación. Cuando se recuperó, fue contundente. El médico no quiso
alentarla ni crearle falsas expectativas, pero le explicó que la epilepsia podía volver de
nuevo a remisión, tenía que seguir con la medicación y esperar un período largo hasta
asegurarlo, pero parecía que iba por ese camino. A la vuelta festejamos la noticia
bajándonos en la entrada del cañadón, mi desvío secreto, mandándonos cualquiera entre
los jarillales, como adolescentes.

Pero antes de eso, antes de salir de la Ciudad, Elena me obligó a llamar por teléfono a mi
casa para avisarles que estaba viva, que estaba bien, que subsistía con dignidad. Yo no
me acordaba de ningún número y eso casi me puso a salvo, pero había cometido la
imprudencia de decirle que en la casa de mi madre había teléfono fijo. Y con embustes y
disimulos me había sacado su nombre y apellido. Así que le resultó fácil encontrarlo. Me
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discó el número ella misma. Yo iba a esperar tres timbres para colgar, pero mi madre,
extraño en ella, estaba en casa y atendió en el segundo.

Desde el momento que reconoció mi voz se puso a llorar, hasta que colgué. Quiso saber
dónde estaba, visitarme, que la visitara, que volviera, darme plata, mandarla por correo,
pedir perdón, retarme, decirme que me amaba. No la dejaba el llanto. A duras penas
pude despedirme, prometiéndole que iba a llamarla de nuevo. Después nos fuimos, nos
desviamos, festejamos. Esa noche, en mi pieza, a solas, a oscuras, también pude por fin
llorar.

A la distancia veía tan distinta a mi familia. Ya no era el enemigo que había inventado
mi inseguridad. Eran personas frías, tal vez, con sus propias cargas y pesadillas, la
misma incapacidad de amar que yo. ¿Qué estarían haciendo mis hermanas?, ¿hablarían
de mí?, ¿tendrían ganas de verme? Me di cuenta de que tenía ganas de abrazar a mi
padre, de hablar con mi madre como no lo había hecho nunca, como nunca lo habíamos
intentado. Sabía que en algún momento Elena iba a hacer algo por juntarnos. Me prometí
dejarme llevar.

Un miércoles a la tarde, apareció Claudio con la noticia de que ya estaba autorizada la


búsqueda de los cuerpos. Las declaraciones de Onildo y los datos de don José Ignacio
Utrera eran coincidentes. El operativo se realizaría a principios de otoño, fuera de
temporada, para no incomodar a la gente y que la gente no los incomodara a ellos. Pero
no se iba a hacer desde ningún club, sino desde un lugar neutral.

La temporada terminó tan bien que la Comisión Directiva en pleno nos visitó después
del último fin de semana para anunciarnos que las cuentas daban para proyectar la
construcción de una pileta para el verano siguiente y confirmarnos a cada uno en su
puesto de trabajo. Mario y yo aceptamos, Marcela aprovechó la oportunidad para
contarnos algo que no se animaba a hacer a solas: dejaba el Club, se jubilaba. La hija le
había pedido que viviera con ellos, o por lo menos cerca, para recomponer los vínculos,
recuperar el tiempo perdido. Y ella había aceptado la propuesta. En unos días venían a
buscarla.
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La verdadera sorpresa fue cuando nos postuló a mí para ocupar su cargo y a Mario para
que ocupara el mío, justificando con cariño y conocimiento su proposición. La Comisión
Directiva en pleno aceptó, con alguna reticencia justificada, con la condición de que el
futuro contrato se reviera al final de la siguiente temporada. Les generaba desconfianza
que fuera mujer, que fuera joven y que no los mirara como un calzoncillo con billetera.

La idea de no tener a Marcela trabajando a mi lado me llenaba de dolor e incertidumbre.


A la vez, me daba mucha felicidad que ella se hubiera reencontrado con sus afectos.
Estaba muy triste y sobrecargada, necesitaba descansar. Contaba con Mario y Elena. Ya
veríamos cómo completábamos el equipo. Había tiempo y me sentía capaz.

Mis noches se volvieron sencillas y plácidas, aunque no durmiéramos juntas la cercanía


de Elena era tan fuerte que me volvía fuerte a mí. La idea era quedarnos en el Marcito un
tiempo, sin apuro, hasta que apareciera otra cosa. Yo nunca me olvidaba de que
estábamos viviendo en el borde de un pozo artificial gigantesco, un cementerio
insondable de secretos, dolor e infamia.

-LXXIII-

Con Claudio habíamos quedado en que me iba a avisar dos días antes de que se iniciara
la búsqueda, porque yo quería estar ahí. Elena sentía una especie de rechazo por el tema,
porque estaba ligado a la culpabilidad de Onildo y de alguna forma, por ser su esposa,
ella cargaba esa culpa también, se sentía responsable de esa monstruosidad que yacía en
el fondo del Marcito. Pero no tenía problema con que fuera, o nunca lo expresó. Tal vez
lo calló, como yo me callé todo este tiempo mi relación con esa historia.

Claudio iba a pasar a buscarme por el Club el sábado en la mañana bien temprano. Yo no
quería llegar sola y él necesitaba hablar conmigo. Llegó caminando, como siempre. La
base de operaciones era en el Club-Delegación de la Policía Lacustre. Ya habían llegado
los equipos de antropólogos y los buzos con una balsa grande modificada y equipada
para la tarea. Y estaban llegando algunos familiares.

Eso último no lo entendí. Claudio me explicó que eran familiares de detenidos


desaparecidos, en contacto permanente con agrupaciones de derechos humanos,
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algunos tenían la certeza, otros la sospecha de que sus seres queridos hubieran estado
en la Brigada Aérea; por consiguiente, podrían ser alguno de los arrojados al Marcito. Y
aunque sabían que para llegar a esa instancia de conocimiento faltaba mucho, ellos
querían estar presentes en esa ceremonia.

De eso te quería hablar, me dijo Claudio. ¿De qué? De mi historia, yo también soy hijo de
desaparecidos, me enteré hace pocos años. Mi sorpresa fue grande, me había sentido
siempre tan ajena esa historia y, de pronto, cada día me le acercaba más, hasta poder
tocarla con mis manos. No le pude decir nada, me quedé en silencio, esperando que
siguiera.

Había crecido en una finca, criado por sus abuelos paternos, contratistas, convencido de
haber nacido en esa casa y de que a los dos años sus padres lo habían tenido que dejar
por un viaje urgente y habían muerto en un accidente en la ruta, lejos de ahí. Que era
muy caro trasladar los cuerpos, por eso no estaban enterrados en el cementerio, por eso
no había fotos de ellos, de los tres. Solo de su padre cuando era chiquito. Como a su
abuela le hacía tan mal hablar del tema, se acostumbró a no preguntar.

Se enteró de grande, terminando la secundaria, por un amigo de la infancia de su padre.


Eran militantes y estaban clandestinos, lo habían dejado por un tiempo, para protegerlo,
mientras ellos resolvían su situación. Se fueron a pelear o a esconderse, y se perdieron
en el intento. Ahí estaba la explicación de los huecos y del miedo constante en el que
vivían sus abuelos, que él no podía entender. Ahí se abrió la puerta a otra historia. Se fue
de la finca a trabajar de cualquier cosa y a buscar. Con el tiempo pudo reconstruir
bastante la historia de sus padres, su militancia, sus amigos. Encontró a su familia
materna. De aquella aventura le quedó la paz de saber quién era y el oficio de periodista,
que le fue germinando mientras buscaba. Se conectó con organismos de derechos
humanos y se puso a trabajar con ellos. Allí se enteró de la leyenda del Marcito, le dio
curiosidad y empezó a investigar.

Por eso el hallazgo, que me atribuía por completo, era tan importante para él. Porque lo
hacía crecer como profesional, pero también le permitía de alguna forma saldar cuentas
con sus padres. Sabía que no estaban ahí, en el embalse. Su rastro se había perdido luego
de dejarlo a él en la finca. Podían estar enterrados en cualquier lugar, incinerados.
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Estaba convencido de que estaban muertos, esa era su única certeza. Y rescatando estos
cuerpos, estas identidades, era como devolvérselas a ellos.

-LXXIV-

Claudio terminó su historia frente a la puerta del Club-Delegación. Hacía rato que yo
lloraba sin parar, sin poder decir palabra. Terminó abrazándome él, para consolarme.
Me dijo que si estaba dispuesta, ahí adentro me iba a encontrar con gente que estaba
dispuesta a contar su historia, que habían estado tantos años guardando secretos,
ocultando filiaciones, cariños, que lo que más querían hacer ahora era hablar.

Los primeros que conocí fueron los mellizos Di Lorenzo, que habían estado presentes en
el secuestro de sus padres, tenían tres años y los habían dejado encerrados en una pieza,
los rescataron los vecinos. Eran muy raros, se tomaban todo a chiste, hasta esa historia.
Se quedaron con la familia materna, que los recibió con amor, pero a sus padres no los
nombraban, eran un tema que no se tocaba. A veces la abuela contaba algo de la infancia
de su madre, hasta ahí nomás. Los estaban protegiendo, pero ellos se sentían asfixiados.

Claudio se desentendió de mí al asegurarse de que estaba integrada al ambiente, tenía


trabajo que hacer. La balsa zarpó a media mañana, con el equipo a bordo. El lugar no era
cómodo como los otros clubes, así que los familiares se las rebuscaban como podían
para instalarse. Muchos se conocían de antes, así que se formaban grupitos donde corría
el mate. Todos sabían que era amiga de Claudio, así que me incorporaban a las rondas de
manera natural.

Las hermanas Laura y Mariana Correa, solteras, rondando los sesenta. Buscaban a su
hermano menor, secuestrado cuando le faltaba poco para cumplir diecisiete. Ellas daban
su vida por él, pero en esa época estaban enojadas por sus cambios, el centro de
estudiantes, la política, los nuevos amigos, las actividades, los discursos incendiados en
la sobremesa. Se quedaron con la culpa de no haber entendido sus ideas, sus luchas, lo
que quería cambiar. Lo buscaban para pedirle perdón, enterrarlo, regresarlo a la familia,
hacerle sentir cuánto lo habían amado siempre.
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Me contaron muchas historias. Como la tía y el sobrino, que después de tantos años de
negarla primero, culparla después a su hermana-madre por sus decisiones de vida, por
no estar, por ser una sombra pendiendo sobre ellos, se habían juntado a ayudarse con el
dolor, que el tiempo no había curado, a unir fuerzas para de una vez por todos
entenderla, buscarla, su fantasma, que la familia entera había asumido y llorado, menos
ellos dos, que la seguían negando como militante, como hermana, como persona, como
madre, como muerta.

El matrimonio Barrera, tenían cerca de noventa años, aunque aparentaban mucho


menos, tan gentiles y amorosos. Ellos no habían participado nunca en política, pero
habían apoyado a sus dos hijos varones, que eran montoneros. Y reivindicaban esa
militancia por la que habían sido secuestrados, torturados y asesinados. Luchaban para
mantener viva su llama.

Adela había estado detenida en la Brigada junto a su compañero. Ella había sobrevivido,
él no. El padre de Adela tenía contactos, que usó a favor de su hija. Adela quiso esperar a
su compañero, quiso salvarlo, pero su padre la obligó a viajar al exterior para mayor
seguridad. No volvió a verlo. Regresó muchos años después, investigó sobre la
Brigada, alguien le habló de un rumor que hablaba de vuelos de la muerte en el Marcito.
Pero solo era un rumor, uno más de los tantos. Por los tiempos en que habían ocurrido
los acontecimientos, existía la posibilidad de que hubiera estado en alguno de esos
vuelos.

Escuchando esas historias, fui entendiendo. Aquellas fotos carnet en blanco y negro que
aparecían cada vez que buscaba la palabra desaparecido, esos gestos adustos, esos
peinados anticuados, los bigotes, esos jóvenes serios aparentando más edad fueron
tomando vida a través de las anécdotas, las fotos familiares, se convirtieron en
personas que habían reído, llorado, tenido hijos, hermanos, sueños, gestos heroicos,
equivocaciones. Se volvieron cercanos, entendí sus luchas, sus sacrificios, los vacíos que
dejaron. Ellos eran las luces de mis sueños, que durante tanto tiempo habían estado
emergiendo hacía mí, pidiéndome que las revelara.

En el atardecer del segundo día, llegaron novedades desde la balsa: habían encontrado
los primeros cuerpos. Estuvieron dos días más, encontraron cuarenta y siete cuerpos,
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tres menos de los que decía don Ignacio en su carta. Nadie se enteró de que fue a mí a
quién el viejo le había dejado la documentación. Claudio no entendía por qué quería
ocultarme, si tenía que estar orgullosa, decírselo a todo el mundo. Yo tampoco lo
entendía, pero quería seguir así, anónima, dejándome esta historia entera guardada para
mí. Eran mis sueños. Y dicho sea de paso, no los volví a tener nunca más.

Ni siquiera a Elena se la conté, que debe ser la persona que más secretos míos conoce. La
guardé para mí durante años. Hasta hace poco, que comprendí que se habían curado las
heridas y que era una deuda pendiente que ya no quería acarrear sola. Recién ahí pude
hacerlo, primero le pedí perdón por haberle mentido cuando me acusó de tener alguna
responsabilidad en lo de Onildo. Fue la única mentira importante que le dije en todos
estos años. Luego le conté la historia entera, con lujo de detalles. Fue fuerte, fue
revulsivo. Pero al final quedamos en paz. Por eso ahora puedo contarla.
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Epílogo
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Con la separación forzosa de Onildo, Elena recuperó, entre tantas otras cosas, la
posibilidad de nadar. Era una excelente nadadora, amaba chapotear y en el agua no
corría peligro de sufrir una crisis, pero igual él no la dejaba meterse para que no
mostrara la piel. A mí, por el contrario, me fascinaba verla ir y venir, extendiendo su
cuerpo en perfecta tensión, a lo largo de su belleza interminable.

Fue un otoño tibio, así que aprovechaba para bañarse con sus hijos cada vez que podían.
Los niños en general nunca me habían caído bien, no me llamaban la atención o me la
llamaban molestando. Pero a Adrián y a Daniel los terminé queriendo y ellos a mí; nos
hicimos amigos. Con la ausencia del padre y pasado el golpe inicial, cambiaron mucho
respecto de Elena. Mientras se bañaban, las bromas siempre giraban alrededor de mi
miedo crónico al agua. Yo permanecía impertérrita sobre alguna balsa, observándolos,
riéndome de mí también, cebando mate.

Una siesta aburrida, demasiado fresca para mí, los chicos estaban en la escuela y Elena,
en el agua, aprovechaba los últimos días cálidos. No sé qué me explicaba, estaba
distraída mirándole la boca. Cuando se quedó callada, ahí me llamó la atención. Flotaba a
varios metros de la balsa, me miraba con ternura, pero en los ojos le veía un enigma, algo
que me querían decir. De pronto se sumergió. Creí que iba a nadar hasta donde estaba
yo, me asomé a la borda para verla emerger. Pero no, se demoraba. Y después se seguía
demorando. Hasta que me quedé rígida y empecé a transpirar. A mitad de camino
aparecieron unos borbotones de aire en la superficie. Ahí estaba, mi peor pesadilla, mi
miedo más grande, el monstruo milenario se había despertado y la estaba devorando.

No pude ni pensar. Lo único que hice fue largarme, con los ojos cerrados, y abrirlos
adentro del agua, para descubrir, con espanto, que se veía con mucha más claridad de la
que recordaba, de la que siempre me había imaginado. Y no podía ver a Elena por ningún
lado. No sé cómo hice, pero salí a la superficie a tomar aire y volví a meterme. No me
daba cuenta de lo que estaba haciendo. La desesperación de perderla era superior. Me
movía adentro del agua, giraba, miraba para cualquier lado. La tercera vez que salí a la
superficie la vi, flotando a pocos metros, mirándome enigmática, sonriéndome con
picardía.
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¿Estás bien?, me preguntó. Yo a duras penas pude responder que sí. ¿Ahora entendés
por qué estoy enamorada de vos?, me preguntó, avanzando hacia mí. Por eras cosas de
las que sos capaz. Hipnotizada, emitiendo una risita entre tímida y tonta, sin tomar
conciencia de que estaba flotando, no podía hacer otra cosa que retroceder ante su lenta
embestida, que terminó arrinconándome entre dos balsas, al resguardo de cualquier
mirada.

Como estábamos a la misma altura, sus tetas pequeñas rozaron las mías, y el cuerpo se
me electrizó. Me besó. Me siguió besando un buen rato. Fue un instante puro, místico,
erótico, romántico. Después, volviendo a sonreír, pícara pero implacable, me sacó de
ahí y contra mi voluntad arrancó con una serie de lecciones de natación que me tenía
reservadas desde que sabía de mi fobia al agua. Para empezar, me enseñó a relajarme;
después me contrabandeó otro beso y, con mucha paciencia, me ayudó a ponerme panza
arriba. Así nomás, Elena. Lo primero que hizo fue enseñarme a flotar.

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