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Panotto, Nicolás. Iglesias Públicas

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Iglesias públicas

Por Nicolás Panotto

Las iglesias cristianas son hace mucho tiempo agentes fundamentales para entender los
procesos socio-políticos de América Latina. Pero las dinámicas de dicha incidencia han cambiado
considerablemente en los últimos años. Los temas que más se destacan ya no se centran
solamente, como hace un par de décadas atrás, en la presencia de comunidades eclesiales en
sectores populares y su trabajo comunitario. Tampoco en la capacidad de movilización en
manifestaciones callejeras, como lo vimos durante la década de los ’90. Hoy hablamos de un
trabajo mucho más complejo, afianzado, ordenado y con gran presencia en instancias
institucionales dentro de los Estados, los cuerpos políticos partidarios y diversas instancias de
deliberación tanto local, nacional como regional.

Encontramos creyentes que asumen su militancia a partir de un compromiso férreo con sus
creencias, las cuales hacen explícitas y públicas dentro de los espacios que conforman, sean
movimientos sociales, partidos políticos, hasta en posiciones importantes para la toma de
decisión geopolítica dentro del sistema interamericano. Identificamos además la influencia que
poseen en instancias de lobby, con acciones que han logrado demarcar el tratamiento de
políticas públicas, en alianza y articulación con otras agrupaciones políticas, trabajando de par
en par con equipos formados en abogacía, ciencias políticas, sociología, medicina, economía y
desarrollo organizacional.

Pero la relevancia pública de las iglesias no se ubica solamente por las acciones que realicen
dentro del campo político burocrático o formal. Su dimensión pública también se refleja en los
elementos constitutivos de su identidad. Su “publicidad” pasa precisamente en la atención que
la sociedad presta sobre sus acciones, discursos y prácticas como instituciones eclesiales, ya que
ellas tienen directo impacto en la comunidad, la opinión pública y las dinámicas políticas de
cualquier lugar. Por esta razón, las iglesias son convocadas por gobiernos provinciales y
nacionales para el trabajo conjunto en problemáticas comunitarias, como también para dar su
opinión sobre temáticas sensibles que conciernen a toda la sociedad. Sus gestiones –sea a través
de sus templos o de las ONGs que conforman para sus proyectos sociales- son observadas
constantemente tanto por la ciudadanía como del cuerpo político.

Pero es justamente por esta dimensión pública intrínseca al quehacer de las iglesias que muchas
de sus acciones comienzan también a ser desafiadas desde el campo público, político y judicial.
Lo vimos en la condena que recibieron la Confederación Evangélica y la Conferencia Episcopal
de Costa Rica por parte del Tribunal Superior Electoral por promover ciertas candidaturas desde
los púlpitos. O en Chile, con la sentencia que recibió la Catedral Evangélica Jotabeche por
divulgar públicamente (en encuentros litúrgicos y transmisiones de su canal de YouTube) dichos
que deshonraron la moral del Movimiento de Integración y Liberación Homosexual (Movilh) a
través de calumnias. También en el actual escándalo que rodea al Obispo Eduardo Durán, por
salir a la luz los elevadísimos montos de su sueldo anual y las entradas financieras de su iglesia
(provenientes de los diezmos), sin ningún respaldo legal y formal en términos de transparencia.

Lo que llama la atención es el tipo de justificación que algunas iglesias esgrimen al momento de
ser cuestionadas por sus acciones. Se apela a la “autoridad pastoral” como un estatus suficiente
para el uso indiscriminado de bienes y dinero de la iglesia, a la “libertad de expresión” para
legitimar declaraciones discriminatorias en contra de otros grupos sociales o al “ejercicio
democrático” para sostener un lugar de privilegio dentro de espacios de deliberación política.
Aquí es donde encontramos una paradoja con respecto a la comprensión de la incidencia pública
en este tipo de iglesias. Por una parte, apelan a su innegable participación dentro de la arena
pública, ya que son agentes de gran relevancia y alcance social, que, así como otros sectores,
tienen el derecho de expresar su opinión e inclusive participar en instancias formales de
institucionalidad política, al menos a partir de una configuración que no vulnere el principio de
Estado laico. Pero por otra parte, remiten a una visión de iglesia independiente, donde “es Dios
quien controla y no la política”, para justificar sus acciones y esquivar la responsabilidad que
poseen como cualquier otro actor político. Es decir: nadie puede pedir cuentas de sus finanzas
o denunciar un tipo de acción controversial en términos democráticos, porque su
“jurisprudencia” parece sostenerse en una dimensión teológica, y no en las reglas del juego
político y legal. En otras palabras, quieren incidir a toda costa en el espacio público, pero se
resisten a que se les aplique las normativas y reglamentaciones que conforman a un sano
espacio público, lo cual incumbe a todo actor social dentro de la sociedad civil o la comunidad
política.

El ser de la iglesia es intrínsecamente público. Su liturgia, su organización interna, sus discursos


teológicos, sus proyectos sociales, tienen directa influencia en la construcción de cosmovisiones
sociales y políticas, como también en la movilización de grupos y personas de toda comunidad.
Lo reconozca o no, lo explicite o no, es un agente que juega dentro del engranaje de la sociedad
civil, del Estado, de los gobiernos y de las relaciones geopolíticas. Esto se refuerza aún más
cuando hay una intencionalidad directa, al promover posicionamientos públicos, al desarrollar
acciones para el tratamiento o bloqueo de políticas públicas o al construir alianzas y coaliciones
para participar en espacios de incidencia regional.

Por estas razones, dichas iglesias (sustentadas muchas ellas en organizaciones civiles,
federaciones y movimientos) no pueden apelar a una especie de dualismo funcional, donde
pretenden participar dentro del espacio público, pero exigiendo un trato preferencial y ser
excluidas de las reglas básicas que conciernen al funcionamiento de toda la sociedad, y que
interpelan a cada actor político que pretenda ser parte de un proceso democrático, por la sola
razón de creer que poseen un estatus de preferencia en nombre de Dios, la fe o la religión.

Porque la iglesia es intrínsecamente pública, debe respetar los procesos de transparencia


financiera que se imponen a cualquier institución que maniobra fondos propios, más aún
provenientes del aporte voluntario de sus miembros. Dichos procesos se sostienen en leyes
cimentadas en los valores de la justicia económica, la distribución equitativa y la igualdad en el
acceso de recursos, principios que podemos encontrar de tapa a tapa en la Biblia.

Porque la iglesia es intrínsecamente pública, si su deseo es influir en el espacio político, debe


respetar las reglas inherentes de dicho espacio. Debe ser cuidadosa con el tipo de legitimación
discursiva que utiliza, reconociendo su punto de vista particular, y no apelar a escapismos
metafísicos en nombre de Dios o de lecturas literalistas de la Biblia como respaldo de privilegio
frente a otros marcos de legitimación (ideologías, identidades o posicionamientos políticos) o
perspectivas morales. Las iglesias –al menos en términos institucionales, es decir, a partir de
normativas denominacionales, federaciones eclesiales y organizaciones basadas en la fe-
pueden sostener cualquier punto de vista y defenderlos públicamente, pero deben hacerlo
como iguales dentro de un debate que incluye otras opiniones, donde el hecho de partir de un
discurso religioso o teológico no los ubica en un pedestal de poder o supremacía, donde el
argumento de la “discriminación” ya no es válido para ponerse en un lugar de “victimización”
frente a otros, y donde el interés de la sociedad en su conjunto debe primar por sobre la defensa
de perspectivas particulares.
Porque las iglesias son intrínsecamente públicas, algunos grupos necesitan reconocer que toda
visión teológica es siempre subjetiva, que responde a una cosmovisión política y que el campo
eclesial y religioso está compuesto por una pluralidad de posiciones teológicas, sin que ninguna
de ellas ocupe un lugar de universalidad ni privilegio. No se puede seguir sosteniendo la
ingenuidad de hablar de “principios absolutos” que se “aplican” a la política de manera
desinteresada o neutral. Toda teología tiene un marco ideológico, por lo cual ningún discurso
religioso puede apelar, menos aún en un espacio de diálogo público, a una aplicación universal
que se imponga al resto. Aquí la mayor contradicción de algunas cosmovisiones cristianas:
quieren incidir con argumentaciones políticas, pero las sostienen desde una fundamentación
que no reconoce singularidad ideológica alguna y que condena toda diferencia. Por ello, los
“otros” son los “ideológicos”; ellos, sin embargo, entienden su lugar desde “lo objetivo”, a saber,
“Dios” (por este principio epistémico, precisamente, acostumbran apelar al positivismo
científico para sus argumentos). No respetar y explicitar el principio democrático elemental de
la pluralidad, la diferencia y hasta la disidencia, condenando al otro en nombre de lo que se
afirma absoluto, es hacerle el juego al totalitarismo.

Muchas iglesias cristianas y espacios para-eclesiales de participación se están organizando cada


vez más en términos de incidencia pública. Y eso no es ni bueno ni malo. Tienen su derecho
como cualquier agente político. Pero aún falta mucho por trabajar en torno a los fundamentos
discursivos y políticos de dicha alineación. Los procesos de formalización y profesionalización
que se han evidenciado, no deben responder sólo a estrategias institucionales para involucrarse
en la institucionalidad, sino deberían servir también a transformaciones sobre las visiones
internas de las iglesias y lograr un cambio hacia dentro de estos espacios, para promover una
visión socio-política realmente democrática, que entienda y reconozca la condición heterogénea
de lo público, y donde se construyan puentes de diálogo, más allá de los posicionamientos
particulares. El problema fundamental no son tanto las perspectivas específicas que se
esgrimen; aunque estemos en desacuerdo, en un espacio democrático todos/as tienen libertad
de expresión, siempre y cuando se respeten los principios básicos de diálogo y reconocimiento
democrático. El problema es desde dónde se esgrimen y si su visibilización respeta la legitimidad
de los otros agentes dentro de un espacio público, donde todos/as se comprenden con el mismo
derecho.

[http://www.gemrip.org/iglesias-publicas/]

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