Seis Monologos Teatro
Seis Monologos Teatro
Seis Monologos Teatro
Néstor Caballero
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Y yo
con tu guitarra
siempre en vigilia
espero alerta
el paso de la fiera
por nuestra puerta.
apenas lo hago unos minutos, el sueño es un espantajo, viscoso, rojo, que grita
de dolor y me despierto y… y no es un sueño… escucho los gritos… escucho
los disparos… escucho el silencio que hiere más aún. Ícaro, lo que quiero
decirte es que luego de esa función de títeres que Enrique hizo con sus
zapatos, luego de ella es que comprendí el valor de un canto. Ícaro, debo
cantar, entiéndelo, debo cantar para que mi voz no se pierda ante tanta
pesadilla. Pero debo cantar para que nazca una estrella que ahí, en los cielos,
noche a noche, nos recuerde que a veces, los seres humanos, nos convertimos
en la peor pesadilla de nosotros mismos. Sí, una estrella. Si no canto, el
silencio será su grito de triunfo y nadie sabrá de este infamia, de esta
degradación, de este desprecio que tienen por la vida de los que no pensamos
como ellos. Entiende, Ícaro, un militar por más armas y cómplices que tenga,
nunca será un canto. Tengo que cantar, Ícaro, hay que hacerlo, para que los
militares no puedan llevar su silencio de hiel hacia el futuro. Yo regresaré,
Ícaro, yo regresaré, pero no como yo, sino como un canto. Besos a nuestro
hijo por nacer, tu Víctor. (Se escucha una ráfaga de disparos, estruendosa.
Apagón rápido).
MANHATTAN
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(Pausa corta). Antes, cuando era niña, cuando paseaba con mamá, yo veía que
cada quien se agachaba a recoger de las aceras su poquito de alpiste donde
perpetuamente había un sueño bonito, un sueño por venir. Ahora caminamos
por esas aceras desasiéndonos, como de un carapacho, de los sueños colosales
que jamás alcanzaremos. (Ríe). ¡Ah, y sus noches, Raymond, las noches de
Nueva York! Antes, como para mí no era ciudad, sino que era bosque, los
taxis no eran taxis sino miles y miles de cocuyos que nos iban alumbrando el
follaje para regresar al nido. (Pausa corta). Ahora la noche es otra cosa. Taxis
que se escabullen… cocuyos que no se detienen para alumbrarnos… Ojos
turbios… Ojos mirando, con miedo, siempre hacia arriba. Y ya no hay trinar,
sino un quejido que brota de los callejones en penumbras. De los callejones,
Raymond, donde reposan, juntos, hambre, basura y belleza. Ahí, en esos
callejones, el gemir de seres derrotados. Ahí, en esos callejones, hombres,
mujeres y niños, defendidos solamente por perros erizados de dientes
amenazantes. Las noches de Nueva York… los transeúntes que regresan del
trabajo, siempre cargados con bolsas y paquetes, siempre comprando algo…
Las prostitutas, apresuradas, corriendo hacia los autos que se detienen un
segundo. Las prostitutas trotando hacia ellos en los ritmos entaconados del
amor. Y, de inmediato, entre la sed y el hambre de penes, desbocando sus
caderas, llegan los gays y los travesti con la nariz goteante. Luego, con las
manos en los bolsillos y en un andar tambaleante de lado y lado, aparecen,
desde las sombras, los traficantes. Pero… de repente, todos huyen. Sí, huyen
los autos que se detuvieron un segundo. Huyen las prostitutas, los gays, los
travesti, los traficantes. Huyen los transeúntes que regresaban de sus trabajos,
dejando tiradas en las aceras sus paquetes y sus bolsas. Huyen los hombres,
mujeres y niños que viven en los callejones y hasta el perro que los defendía
huye con el rabo enroscado entre las piernas. Toda la ciudad huye,
despavorida, mirando hacia el cielo, al apenas escuchar el murmullo de un
avión. De inmediato las calles y avenidas y los callejones se quedan vacíos y
sólo el viento silba abriéndose paso entre el humo desolado que brota de las
alcantarillas. (Pausa corta). Antes, cuando para mí no era ciudad, sino un
bosque, los aviones no eran aviones, sino cisnes de plumas abrillantadas
buscando un nidal tibio. Ahora no. Ahora, aquí, abajo, el miedo es el único
plumaje del corazón. Antes, Raymond, antes, aquí, abajo, no había miedo del
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hombre dorado y la mujer dorada, ni del hombre azul y la mujer azul, ni del
hombre rojo y la mujer roja. Antes, aquí, en Nueva York, las aceras
caminaban aromadas de todas las razas de la tierra y… no había miedo. No era
ciudad, era bosque, y las aceras eran un vasto huerto de nacionalidades donde
escogíamos nuestra fruta y la propia compañía para volar y siempre había
espacio para el hombre y la mujer multicolor y había espacio para el bullicio,
para quien amaba la algarabía, y había espacio para la música, para quien
amaba los infinitos solfeos de pieles y de razas y creencias. Pero… hoy… ya
no es así. ¡Hoy Nueva York es nostalgia y extrañeza y fuga y terror! ¡Y arriba,
ahora, los avisos de neón no dejan sitio más a la vista! ¡Y arriba, ahora,
pareciese que hay un cielo de aviones dando vueltas y apuntándonos!
(Raymond se levanta y camina para irse). No, no, Raymond, no te vayas,
por favor. (Raymond se detiene quedando de espaldas a Rosana y
observando, con temor, hacia el cielo). No te he dicho todo esto para
angustiarte, sino porque quiero que me comprendas. Quiero que comprendas
mis martes y en especial ese martes. Sí. Mis martes que tanto te molestaban
porque no sabías a dónde me había ido. Ahora te lo diré. (Raymond se gira y
la mira). ¿Raymond, tú has visto, alguna vez, un cementerio de pájaros?
(Raymond se extraña). Sí, Raymond, un cementerio de pájaros. ¿Lo has
visto alguna vez? (Raymond niega). Nadie lo ha visto. ¿Y sabes por qué?
(Raymond, mientras Rosana habla, va lentamente hacia al extremo del banco
y se sienta). Nadie lo ha visto porque aquí, en la tierra, no hay cementerios de
pájaros, Raymond. Y no los hay porque ellos, los pájaros, no abandonan a sus
aves muertas. No lo hacen. Al morir un pájaro, se lo llevan en su pico y lo
elevan alto, alto, más allá de las nubes y luego lo dejan caer y el ave muerta se
va desplomando, derrumbándose, desplumándose, deshaciéndose y a medida
que cae se va transfigurando en brisa. Por ello, cada vez que un pájaro vuela,
lo hace con respeto y reverencia, pues sabe que la brisa es un cementerio de
aves muertas. Nosotros, en ese respeto y reverencia, jamás hemos podido
parecernos a los pájaros. No. Nosotros, a nuestros muertos, los olvidamos.
Imagínate, Raymond, sólo imagínate que moriste como… como… a los
setenta años. ¿Te parece? (Raymond niega). Bueno, digamos entonces que
moriste a los ochenta años. ¿Estás de acuerdo? (Raymond, aunque afirma, lo
hace con un dejo de insatisfacción). Está bien, Raymond, digamos pues que
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moriste a los cien años. (Raymond lo piensa y de seguidas hace un leve gesto
de conformidad. Rosana ríe). Perfecto, moriste a los cien años. Ahora bien,
llevas muerto… digamos que como veinte años. Y tu tumba está inmunda,
casi derruida. Y tú ahí, abajo, triste, porque quién te asegura que luego de uno
estar muerto no hay tristezas. Entonces, de repente, sientes que alguien limpia
tu tumba, que le coloca flores y que luego una voz, acompasada, de mujer,
dice una oración por ti. Y después, después, Raymond, esa mujer te llora. ¿Ah,
qué te parecería si eso te sucediera? (Raymond, afirma, entusiasmado por la
idea). ¡Sí, Raymond, de pronto, esa mujer te sorprende con su llanto! ¿No te
emocionaría eso, Raymond? (Raymond, afirma, feliz). ¿Ves que sí? Por
supuesto que te emocionaría. Ay, ay, pero… pero… pero… (Raymond,
preocupado, se acerca, aún sentado, un poco a Rosana). ¡Pero quedarías
intrigado! Muy intrigado. ¿No es así? (Raymond hace rápidas afirmaciones
con la cabeza. Se acerca aún más a Rosana). Tal vez te preguntarías, por
ejemplo: “¿Pero quién es esa mujer que me llora tanto?” “¿Cuándo la
conocí?” “¿Será una antigua amante que ya no recuerdo?” Sí, entonces,
satisfecho por ese llanto de mujer que te extraña tanto, tantísimo, te
preguntarías: “¿Quién es esa mujer que, cómo todas la que me amaron, aún no
me olvida?” (Raymond, inmensamente feliz, sonríe y afirma). Claro,
Raymond, que si después de morir a los cien años y permanecer enterrado
veinte, te preguntaras que si quien te llora es una amante, serías un muerto
bien estúpido. (Raymond deja de sonreír y la mira serio, molesto). No te
molestes, es la verdad. Pero saca la cuenta, Raymond, saca la cuenta. Lo más
lógico es que creas que quien te llora es tu tataranieta. Bueno, eso en caso de
que alguna mujer se haya atrevido, a escondidas, a desobedecer tu orden
tajante de nunca tener hijos. ¿Qué harías, Raymond? ¿Te molestarías por ésa
quien no acató tus órdenes de jamás tener un hijo tuyo? ¿O, se lo agradecerías,
ante tanta soledad que había en tu tumba? En esa tumba tuya, Raymond, que
ya nadie visitaba. No, no, no te incomodes, te dije que sólo era un ejemplo. No
lo tomes de manera personal, Raymond. Lo que te quiero explicar es el por
qué, los martes, yo me iba a los cementerios. (Raymond, aun sentado, se
aparta, solo un poco de Rosana, y la observa, intrigado). Los martes iba a los
cementerios a visitar a los olvidados. Buscaba esas lápidas agrietadas, esas
tumbas mugrientas… y las limpiaba y les colocaba flores y les rezaba y les
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lloraba. Era, ¿cómo decírtelo?… Era como darles una fiesta sorpresa a esos
muertos. Después, cuando ya los había llorado suficiente, me les presentaba.
(Rosana hace una transición, en situación, como si hablara con una tumba)
Hola, soy Rosana, una amiga. (Pausa corta. Vuelve a conversar con
Raymond) Ellos no me retornaban el saludo, por supuesto. Luego de
saludarles, les contaba de lo que sucedía acá arriba. (Raymond, temeroso, se
aparta un poco más de Rosana, sin levantarse del banco). Les contaba de la
confusión de dioses y de sexos. Les explicaba que el Apocalipsis ya había
llegado al mundo y lo vivíamos como un hecho diario, cotidiano. Les revelaba
que ya ninguna tragedia nos sorprendía para nada. Y… también, les confiaba
cosas íntimas, muy mías. Sí, Raymond, les relataba mis tristezas. (Pausa
corta) Un día… les conté… que… en un gesto de amor, yo fui a llevarte una
manzana a tu camerino antes de que salieras a danzar… y… sin quererlo…te
vi, besando los senos, perfectos, de azabaches, de Lucy. Yo… callada… sin
hacer el más mínimo ruido, me retiré y regresé y me senté en mi butaca. Se
levantó el telón. Luego los vi danzar. (Pausa corta) Cuando en la casa me
preguntaste qué me había parecido tu danza con Lucy, no te reclamé por esos
besos, sino que te hablé de la hermosura sagrada de tu pas de deux con ella. ¡Y
era verdad, Raymond! Era verdad. Yo me estremecí de la belleza santificada,
divina, de ustedes dos cuando danzaron. Era como el encuentro de un feroz
halcón y una mansa colibrí de ébano. Y esa inocente colibrí que era Lucy, con
la sutileza y gracia de su danza, transfiguraba la rabia y saña depredadora del
halcón, en serenidad, dulzura y paz. Era, como el triunfo del arte sobre los
horrores de la bestia. (Pausa corta) Yo… allá… en el cementerio… le conté, a
esos muertos olvidados, del gesto nocturnal de los pechos de Lucy en el aire
del escenario, hasta que llegaban a tus manos y deslumbraban como dos soles
negros de un mundo más allá de los mundos. Luego lloré, cuando le conté de
los senos de Lucy encendiendo tu boca en el camerino. (Raymond se levanta
de un envión. Inquieto, tembloroso, camina de un lado a otro sin saber si se
queda o se marcha). No, no, no, es un reproche. No te vayas. Yo lo entendí,
te lo aseguro. (Raymond se detiene, quedando de espaldas a Rosana). Sí.
Entendí por qué después de besarle los senos a Lucy, emergías hacia el
escenario con alas de pájaro divino. Entendí que los senos de Lucy eran la
semilla celeste que te hacía volar al infinito. Halcón y colibrí, eran. Aves
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indolencia, dejadez, mucha técnica, eso sí, pero apatía hacia ella. Mientras que
en la danza de Lucy, había dolor, desesperación, pero también un amor por ti
más grande aún que el mío. No sabía lo que había pasado entre ustedes…
hasta ese martes. Ese día, como siempre, saliste trotando bien temprano para
ver el sol nacer desde el puente de Brooklyn y luego irte al ensayo. Ese
martes, estaba tan cansada porque me había acostado tarde, escribiendo, que
decidí no visitar el cementerio. Cuando me estaba bañando, fue que debió
sonar el teléfono. Yo no lo oí. Luego, cuando ya me disponía a desayunar, aún
en bata de casa, fue cuando me di cuenta que la luz de la contestadora
parpadeaba. Pensé que era un mensaje tuyo para confirmar sí, como siempre,
yo había salido sin decirte a dónde. Me senté. Pulsé la contestadora y… oí a
Lucy…
VOZ GRABADA DE LUCY: Hola… soy yo… Lucy… antes que nada,
perdóname, Rosana, por el mensaje que voy a dejar para Raymond. Será la
única vez, Rosana, te lo prometo. (Pausa corta) Raymond, yo no puedo vivir
sin ti, pero tampoco sin él. Me pediste que suspendiera el embarazo y me
negué. Entonces te alejaste de mí. Te rogué que habláramos, pero tu respuesta
siempre fue la misma. Me decías que hablaríamos el día en que yo me hubiese
deshecho del estorbo. Así llamabas a nuestro hijo: “El estorbo” No pude,
Raymond, jamás hubiese podido hacerlo. Como sé que teniéndolo a él, te
pierdo a ti, he decidido perderlos a los dos. Que mejor muerte para una
bailarina que hacerlo danzando desde un espacio alto, alto. (Pausa corta)
Estoy en el último piso de una las torres del World Trade Center y de ahí
saltaré, dentro de poco, para así danzar mi muerte y... (La voz de Lucy deja de
oírse pues de repente se escucha una tremenda explosión y de seguidas gritos.
Luego un gran silencio).
APAGÓN LENTO
EL PADRINO
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la televisión, lo que hacen los medios. Sí, ellos son un milagro. Claro que yo
le daría más cuerpo. ¿Cómo? (Ríe) Más cuerpo a tu cabello, me refiero. Más
brillo. Ah, y acentuaría las canas para darte cierto aire de respetabilidad, de
sabiduría. (Escucha) Sí, sí, claro que sí. Las canas venden una imagen de
sabiduría política, de seguridad democrática. ¿Ah? Sí, sí, tienes razón, no a
todos les da esa imagen. Cierto. (Le revisa las manos) ¿Quiere que te confiese
algo? Estoy muy emocionada. Al principio, cuando me lo dijeron, yo no lo
podía creer. No, en verdad, no lo creía. Después me confirmaron la gran
noticia. Yo… yo… Alicia Mijares, sería la encargada de tu tratamiento de
belleza final. Déjeme decirte y perdona la inmodestia, yo soy la mejor. Sí,
tiene razón, la mejor para el mejor. (Comienza a colocarse una bata de hule.
Ríe). Ah, estás intrigado por saber dónde te conocí. (Ríe). No… no… ahí
tampoco… no… no… menos, en el partido menos. (Ríe) No, no, ni siquiera
simpatizante. Es que soy apolítica. (Ríe). No, no, no me vas a tratar de
convencer que ingrese a tu partido. Imagínate, a estas alturas. (Pausa corta).
Hace exactamente veintitrés años. Sí… de verdad… te vi por primera vez, en
persona, hace veintitrés años. Sí. Sí, tú mismo lo has dicho, yo era una niña.
Sigues siendo muy bueno con los números. A ver… a ver… listo…, ahora
cambiemos el paño por la mascarilla… pero no te muevas… quieto…
quietecito. Quietecito, ¿te gusta esa palabra? Quietecito. Tu mismo la repetías
mucho. (Le quita el paño. Lo arroja en el recipiente de deshechos. Se coloca
unos guantes. Destapa un pote y con cuidado se lo va echando en el rostro.
Coloca un paño, rápido. Comienza a salir humo del rostro. Se quita los
guantes). Sí, sí, yo sé que arde, pero es lo mejor que se ha inventado. Borra
todas las líneas de expresión. Todas. Su efecto llega hasta el hueso y lo deja
pulido. Nada que expresar, nada que ocultar. Es como si volvieras a nacer.
Adiós a la piel grasosa, estresada por todos los problemas del país que te tocó
resolver a tu manera. Dile adiós a tu rostro agobiado por ocultar ante las
cámaras, con una risita, a todos los que tuviste que oprimir. Alégrate porque
ya tus antiguos ojos y tu rancia boca han desaparecido y no tienen que
mostrarse vivaces, ni mucho menos sonreír en los noticieros, negando a los
que tú desapareciste. No, no, no, tienes que agradecerme nada. Agradécelo a
los productos “Kalochrome Jr. Cosmetic Set”. Sí, son los mejores. Fíjate, deja
que te explique. Este set de cosméticos, en cremas semi-opacas, puede variar
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lanita. Sí, muy bien. Ahora, sí, aquí está, este pene está perfecto. Ajá, sí. Bien,
bien. Te quedó justo. Ahora le colocamos un poco Adult Tinting & Red
Highlighting. ¡Magnífico! Y ahora aplicamos Light Brown. Al aplicar las
líneas de demarcación utilizando el Light Brown, difuminamos el color
utilizando la misma brocha con que aplicamos la base. Listo. Tu arma está
lista por si quieren hacerte una estatua ecuestre. Nadie podrá quejarse.
Alcancé mi propósito. Soy una profesional. Como bien sabes el propósito de
la cosmetología post-mortem es obtener un efecto natural, no cosmético,
simulando el color natural que sale de la piel. Estás perfecto. Y ahora, para
terminar, nos dedicamos a tus manitos. (Mientras le corta dedo por dedo y los
va lanzando al cesto de deshechos). ¿Qué? ¿Mi padre? Gracias por preguntar.
Tú deberías saber mejor que yo cómo está… dónde está… Yo no lo sé.
Algunos dicen por ahí que al fin consiguió tu gracia. Sí, dicen por ahí que le
diste un don milagroso. Dicen por ahí que lo convertiste en pájaro. Dicen por
ahí que delineaste finamente toda su piel hasta convertirla en ligera pluma.
Dicen por ahí que convertiste sus brazos en alas amoratadas. Dicen por ahí
que cambiaste sus labios por un pico de un color negro permanente, que todo
su cuerpo fue trazado para que pudiese volar permanente. Eso sí, le quitaste el
canto, algo normal, pues jamás te gustaron otros cantares que no fuesen los
que alabaran tu magnanimidad. Dicen por ahí que nunca agradeció esos dones
que le diste, que, cuando lo llevaron en un helicóptero y lo lanzaron al mar, se
negó a volar. Qué desagradecido fue contigo, ¿Verdad? Yo, Padrino, jamás fui
como él. Siempre esperé por ti. Siempre quise reconocerte tus sacrificios por
la patria. ¿Ves? Mi espera no fue en vano. Ahora tendrás guantes blancos,
impecables, que la gente podrá apreciar en tu ataúd. Siempre te esperé,
Padrino. Y no me fallaste. Ahora, aquí estás. Impoluto. Pulcro. Agraciado.
¡Qué una trompeta toque a duelo mientras ingresas intachable, sin mácula, al
panteón nacional de nuestros héroes patrios, como el padrino de este país!
¡Que coloquen la bandera a media asta! ¡Pero, por sobre todo, que nadie te
olvide! Gracias, padrino, gracias por este honor. ¡Qué retumbe ahora el
himno nacional! (Música tema de la película El Padrino).
APAGÓN LENTO
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MUERTE EN VENECIA
Entra Sofía. Carga una pequeña caja de zapatos, forrada en papel de colores,
y un paraguas negro, sin abrir. Se detiene un momento. Observa todo. Sofía
viste zapatos blancos, pantalón de igual color; paltó color canela donde se
asoma un pañuelo; sombrero de ala, blanco con cinta de igual color que el
paltó. Exactamente el mismo cuadro cinematográfico de la película Muerte en
Venecia de Luchino Visconti. Deja la caja a un lado de la silla. Abre el
paraguas. Va saliendo música. Se escucha, brevemente, lejano, sonido del
mar).
SOFÍA: (Al mar). Soy yo. (Pausa). La misma. (Pausa corta). Más de
veinte años. (Sonríe). Lo sé, he cambiado. Tú, por el contrario, eres el mismo.
(Pausa corta). Sí, me di cuenta, el hotel de papá ya no está. Entiendo…
entiendo… pero no podía hacer nada… nada. Gracias, me encanta que te
guste. Se llama Eau de Fleurs. Lo compré en… en… no… no recuerdo. Fue en
un hotel. En un hotel de cualquier parte del mundo. Tú… tú, en cambio, usas
el mismo perfume… el mismo pensamiento… la misma sílaba… mar…
mar… mar… Soporté todo por esto… para este instante y… no… no te
alejes… no es reproche pero, a veces… en mi celda, parecías no un recuerdo,
sino una cicatriz y… y me dolías. (Sonríe). El hotel de papá. ¡Cómo me
gustaba! Sí… sí… sé que no era de él… pero, para mí lo fue. ¿Cuánto tiempo
vivimos aquí? (Pausa corta). Diez años. (Para sí). Diez años. (Pausa corta).
Volví. ¿No te dije que volvería? (Pausa corta). Mamá, la pobre… reía a
carcajadas. Ella no entendía cuando me aferraba a tus arenas, cuando…
gritando te decía que iba a volver… tú, mar, tú fuiste mi único amigo… lo
más cierto. Tú eras permanente, mi padre no. Fueron hoteles y más hoteles
y… yo… yo sabía que me esperarías… yo… yo me decía… allá está él… mi
mar, esperándome… él no se muda tanto como nosotros… él no administra
hoteles, como papá… él… él es su sol y su movimiento… él es este gris que
me pertenece… el gris nos pertenece a ambos. Gris, gris, gris, es mío
también, aunque haya estado más tiempo contigo… es mío… porque se
pertenece es a los recuerdos, porque una, a los recuerdos, los pastorea y
también los hace germinar… una se responsabiliza por ellos. Este gris es mío
tanto como tuyo porque lo fui vistiendo con altísimos muebles… con mi
primer hijo… con besos y piel… le cambiaba los cortinajes… ponía a secar
sus pañales, arrullaba al gris, a nuestro gris. Lo vi crecer, hacerse hombre y
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salir con sus delgados pies en busca de la sal prometida. Fue tu hijo y el mío…
este gris fue nuestro hogar habitable. También me pertenece. (Se dirige a la
caja de cartón). Te traje unos regalos. ¡Ah! ¡No, no, no, es una sorpresa! (Ríe).
Sí, sí, sí, sé que no te gustan las sorpresas. ¡Gruñón! (Ríe). Gruñón, gruñón,
gruñón. Sí, eres un gruñón. Siempre lo fuiste. (Cantado, como niña). Gruñón,
gruñón, gruñón. (Ríe a carcajadas). Vamos, no te molestes, es jugando. No te
pongas así. Vamos… una sonrisita… eso… así… así me gusta. Está bien, está
bien, no te impacientes, ya la voy a abrir. (Lo hace). Aquí está. Tu primer
regalo. Tu primer regalo son dos cosas. (Pausa corta). Adivina. No. No…
no… eso tampoco… no… frío, frío, frío… no… menos… tampoco…. Está
bien, está bien, no vuelvas a gruñir, te hace daño. (Ríe). Ese mal humor tuyo
es porque llevas mucha sal por dentro. Deberías hacer dieta. (Ríe). Está bien,
me enserio. Mira. (Saca un boleto usado de avión). El pasaje de avión,
Barajas-Londres, Londres-Barajas y esto. (Saca un ticket, picado). El bolero
de la ópera La Traviata… Sí. También en Londres. Esto se lo debo a él.
(Pausa corta). En… en España lo conocí. Él… él fue, algo así como cantos
hondos… como risas con ecos. No gruñía tanto como tú. (Ríe) Era botones.
¿Mi papá? No, no se enteró. Imagínate el lío que hubiera armado. ¡Él era
botones en el hotel que administraba papá! (Pausa). Fue… fue el único. Sí, te
lo aseguro. El único. El convirtió ese hotel en un laberinto. Yo… yo me
perdía, pero él siempre encontraba la salida. Y ahí, en la salida, también estaba
yo. Esperándolo. Un laberinto de espejos. (Para sí) Siete… dos… uno.
¿Cómo? (Escucha. Responde). La Suite Presidencial. La siete, dos, uno, era la
Suite Presidencial. A esa suite llegaron reyes, ministros, presidentes del tercer
mundo ya derrocados. (Pausa corta). A esa suite llegó Visconti. No, no,
mucho antes de su enfermedad. Claro que lo conocí. Bueno, conocer no es la
palabra exacta. (Recuerda). Siempre con un cigarrillo muy delgado y color
rosa, entre su boca. Mi papá lo atendía personalmente. ¡Conde! (Con gran
pompa). ¡Conde! ¡Lo que usted diga, Conde! ¡Así será, Conde! Conde lo
llamaban todos. A Visconti le gustaba el agua bien caliente para su baño. A
Visconti le gustaba la infusión de manzanilla al atardecer. (Pausa corta). Yo,
una vez, lo vi bañarse. No, mi papá no lo supo. Yo me escondía del botones
que me perseguía con no de esos carritos donde se llevan las maletas a las
habitaciones. Corrí… corrí por uno de los pasillos y entre a la Suite
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Presidencial, a las siete, dos, uno. Escuché como pasaba rápido por el pasillo,
el carrito que empujaba el botones mientras me perseguía. El botones me
llamaba… Sofía… Sofía… Sofía. Hasta que oí su voz lejana… Sofía. (Pausa
corta). Adentro, en la suite, se escuchaban murmullos. Murmullos desde el
cuarto de baño. Me acerqué… en silencio. Estaba él. Estaba el Conde Visconti
en la bañera dorada. Todo era vapor en ese baño. No estaba solo. Cerca, otro
hombre, también desnudo… muy joven… bebía algo amarillo y espeso en una
larga copa de cristal. Era la copa más larga y más amarilla y más espesa del
mundo. (Para sí). Murmullos… murmullos. (Pausa larga). Mucho tiempo
después, en esa misma suite… tal vez un año después, entró él… el botones.
Yo pensé que era otro de sus juegos… uno más amplio… un juego de
desórdenes. Tumbé las lámparas… tiré las manzanas de la fuente… las
sábanas volaron y se quedaron flotando en la habitación como nubes. Quebré
el gran espejo. Él… él… él avanzaba… avanzaba… el juego se quedó sin
salidas. El juego fue mi miedo… mi terror… mis jadeos… mi mudez. El
cuarto fue una selva, la piel del botones eran escarabajos… sus manos malezas
chamuscadas… herrumbres, todo giró… el piano blanco… los cuadros con
Condes y Marquesas, la alfombra roja y me fue haciendo un lago de salivas en
todo el cuerpo. (Pausa corta). Luego él… él se fue. Se fue del hotel para
siempre. Tuve miedo y esa Suite Presidencial se cerró para mí en mi vientre
con toda la bañera dorada, con la risa cascada del Conde Visconti. Mi vientre
fue mar y gris. Mi vientre fue creciendo de Condes y manzanas, de espejos
quebrados y se llenó por completo de la copa larga con todos los amarillos
espesos de la tierra. De dolor. Por eso el pasaje Barajas-Londres, Londres-
Barajas. (Pausa). En el avión, vi a un matrimonio tomados de la manos…
también vi a una mujer con una estola morada y… vi a otra mujer con una
falda con dibujos de bacterias azules. (Pausa corta). Yo… yo trataba que
nadie me viera. Sentía que en mi cara se veía lo que iba a hacer. (Pausa
corta). Cuando llegué a la clínica… ya estaba ahí el matrimonio que vi en el
avión. Seguían con las manos entrelazadas, pero ahora esperando en el sofá
deshilachado del consultorio. (Pausa corta). En la habitación me tomaron el
pulso… me sacaron la sangre y me citaron para las seis de la mañana del otro
día. Al salir ya no estaba el matrimonio de las manos entrelazadas pero…
saliendo presurosa de otro consultorio, vi a la mujer de la estola morada.
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(Pausa corta). Caminé… caminé y caminé… no sabía qué hacer hasta el otro
día. Pasé frente a un teatro y compré este boleto, el de La Traviata. El de La
Traviata… para recordar… para recordar, mar, porque de tanto vivir en
hoteles, mar, ya no tenía recuerdos… mar. Y sabía que lo iba a olvidar todo.
Siempre me sentí una prostituta, sí, porque las prostitutas son las únicas que
no tienen recuerdos. Si los tuvieran, no podrían vivir. Por eso no recuerdo.
Entré y vi la ópera. (Pausa). A las seis de la mañana estuve ahí. Y… no sé por
qué, yo sabía que en otro cuarto estaría el matrimonio con las manos
entrelazadas y que en otro estaría la mujer de la estola morada y… ya
semidormida… le pregunté a la enfermera que me colocaba las piernas sobre
unos parales de metal, helados, le pregunté si en alguna de las habitaciones
estaba una mujer con una falda con dibujos de bacterias azules. Ella sonrío, no
como enfermera, sino como la aeromoza del avión y… y me dormí. (Pausa
corta). Al día siguiente tomé el avión de regreso. Londres-Barajas. (Pausa
corta). Muchos años después la vi, sí, sí, mar, vi a la otra mujer, a la de la
falda con dibujos de bacterias azules. La vi en Costa Rica, en la plaza mayor
de San José. (Ríe). No, mar, claro que no, ya no llevaba la falda con dibujos
de bacterias azules. Ahora llevaba un pantalón, marrón, de pinzas, y una blusa
beige, muy ancha. Ella caminaba por la plaza y llevaba un niño de la mano
que intentaba patear a las palomas a su paso. Me le acerqué y le dije,
sonriente, qué lindo es. ¿Cómo se llama su hijo? Me respondió, orgullosa,
Juan Bautista. Le volví a sonreír y me alejé. Juan Bautista, repetía y repetía
para mis adentros. (Entrega sus regalos al mar). Toma, son tuyos. (Pausa
corta). No, no, no es todo. Falta. Mira. (Saca un arrugado papel de la caja).
Fue… fue en Nicaragua. En otro hotel, por supuesto. No… no… no sé. No, lo
siento, no sé de fechas. Háblame de habitaciones de hotel. Pregúntame por
números de habitaciones, cuando quieras saber sobre mi hogar. Pregunta
sobre el Salón Verde o el Salón Rosado, del bar, de la piscina, cuando desees
saber mi domicilio. Mi cobijo fue siempre breve, pues vivíamos en hoteles
donde mi papá era gerente. ¿Qué? ¿Fechas? Fechas menos, no soy de fechas,
soy de temporadas. Está bien, está bien, me calmo, pero no vuelvas a hacerme
esas preguntas. Lo sé… lo sé… sé que no lo hiciste para molestarme. (Camina
ansiosa). Hace calor, mucho calor, más del necesario, calor, calor, calor. (Se
quita el sombrero y el paltó y lo coloca cuidadosamente en la silla). Este…
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sin haberlo visto. ¿Quién podía llamarse Show y ser tan de esperas? ¿Quién
podía llamarse Show, amarme, y ser tan efímero? ¿Quién, mar, quién? ¿Quién
podías llamarse Show y abandonar? ¿Quién era Show, esa eternidad de amor
no manifiesta? ¿Quién podía llamarse Show y ser mi carcelero, el que me hizo
estar encerrada días y días sin comer, parada a la puerta, abriéndola de repente
para ver si lo sorprendía con su ramo de flores? (Pausa corta). Me
hospitalizaron. En vez de flores, inyecciones. En vez de mi amado Show,
electro shows. Sí, sí, mar, no te tapes los oídos, no hagas silencio, escucha,
tienes que oír. Tienes que oír porque entonces llegaron ellos, los buitres de
blancos que me picaban los senos, los brazos, los dedos de los pies con sus
picos, sus agujas. Los buitres de blancos amarraron los brazos a mis espaldas
y mar, mar… mar… el dolor en los dientes, el dolor en la vena por donde se
iba mi sangre, el dolor en las sienes y ellos y sus ruidos y sus alas negras que
se metían por mis narices y la cabeza se me volvió dolor con ojos de buitres
que me miraban por dentro, que me violaban los sueños, revoloteaban por mis
sueños, como si mis sueños fueran carne muerta, putrefacta, en el desierto de
un hotel sin nombre y perdido en un laberinto. (Pausa). Show. (Para sí).
Show. (Pausa corta. Sonríe). Ahora la carta es tuya, mar, es mi regalo. (Lanza
la carta al mar). Calor, calor, calor. ¿No tienes calor, mar? ¿Ah? Sí, sí, sí, lo
sé, ya va a pasar. Ya se desmayará la tarde en tu horizonte. (Pausa.
Responde). ¿Más? (Ríe a carcajadas). Claro que sí, mar, hay un regalo más.
Pareces un muchachito, pidiendo más regalos. (Saca de la caja de cartón,
una pequeña bolsa plástica, vacía). ¿Qué te parece? Sí. Es hermosa. Hermosa,
esa es la palabra. Hermosa. (Pausa corta). Era de ella... de Luciana. Aquí
están sus poemas. No, no… (Pausa corta). Me los quitaron. (Para sí). Sólo
me dejaron la bolsa… esta bolsa. (Ríe espléndidamente). Pero una bolsa, a
veces es como uno… es exactamente como uno mismo. ¿No te parece? Fíjate.
Sí… si… pero escucha. Si a ti, mar, te sacaran todos los peces… toda la sal…
todos los corales… la arena entera, tú seguirías siendo mar, aunque estuvieses
vacío por dentro. Y ella (refiriéndose a la bolsa) aquí, en esta bolsa, sigue
siendo Luciana. Aquí yo guardaba todos los poemas de amor que me escribía.
Recuerdo uno, ¿te lo digo? Escucha. Es bien lindo. (Mira hacia la bolsa
vacía).
“Al borde del aroma
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de tus senos,
mi luna se vacía
escritura de orgasmos.”
(Ríe y baila). Sí… sí… era hermosa y me escribía poemas… sólo hacia eso.
También era hija de hoteles… ciudadana de hoteles… humana de hoteles…
habitante de un planeta llamado hotel. (Pausa corta). Empezamos a salir. A
entender otro mundo… nuestro mundo. A entender que un beso no podía ser
un anillo de vacíos. A descubrir que nuestros senos podían ser un torrencial…
o una lluvia mansa, entre las sábanas. Que un vientre que escucha nuestra
palabra, tiene el aroma de la vida y que juntas, volveríamos a nacer… a
regresar del adiós. Nuestra travesía fue un para siempre, nuestro juramento un
para siempre… nuestra piel un para siempre y… y nos amamos, mar, como
nos amamos, nos amamos en un solo océano que comprendía al planeta
entero. ¡Cómo nos amamos de grande… y de pequeño! (Pausa. Espera. Se
alegra y ríe). Sabía que tú sí lo entenderías. Es que tú eres el mar, pero
también eres la mar. Sí, nos amamos, mar. Encontré mi residencia perpetua en
sus senos y ella encontró una religión de amor entre los míos. Fue así…
perfecto… amor cóncavo y convexo… perfecto. Para siempre. (Pausa. Se
angustia). ¿Entonces? Entonces, mar, de nuevo las sombras… la temible
partida… el nuevo cambio de hotel… las sombras… los buitres asomándose
por todos los paisajes de nuestros cuerpos… los buitres acechaban desde el
escaparte… los buitres se escondían, pero oíamos sus graznidos carroñeros
debajo de nuestra cama y entonces decidimos no separarnos … decidimos que
nuestra unión sería eterna en dos frascos de pastillas y… fue un beso y una
pastilla para Luciana… y un beso y una pastilla para mi… un beso y una
pastilla para Luciana… un beso y una pastilla para mí y… y el frasco vacío.
Y, vestidas de blanco, lindas, adornada de flores, como princesas, nos
acostamos juntas y nos tomamos de la mano. (Pausa corta). Pero ella partió
sola… yo no pude… no me dejaron ir con ella, no me alcanzó el sueño para
seguirla porque las sondas de los buitres me obligaron a vivir… las garras de
los buitres se introdujeron en mi boca y me forzaron a expulsar en arcadas
todo mi sueño con ella. Luciana… Luciana partió… sola… sola… sin mí,
mar, sin mí… pero… pero yo sé que está esperándome… esperándome…
porque yo soy su hotel eterno y ella es mi hotel perpetuo y ahí no estamos
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APAGÓN LENTO
CABARET
(Lujoso baño de damas de un cabaret. Una mesa con espejo ovalado,
rococó. Sobre la mesa: diversos artículos de tocador para damas. Un platito
donde se depositan las propinas. Al otro lado del ambiente, gran espejos. Al
fondo los W.C.
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Como él). Aquí mismo, en este país. Es un pueblito que está en el interior del
país. Un pueblito pobre, pero decente. (Pausa corta. Recordando). Me
hablaste de tu mamá. De tu mamá que trabajaba en casa de una familia muy
rica. Pero que tu mamá no era sirvienta. Que ahí la consideraban una más de la
familia. Que en esa casa de ricos, la querían mucho porque toda la vida había
trabajado ahí, desde niña. Pero que igual, tú no querías que siguiese
trabajando. Que te la ibas a traer cuando las cosas se acomodaran. Cuando
tuvieras tus propias cuatro paredes. Así dijiste. (Transición, como él). Me la
traeré cuando tenga mis propias cuatro paredes. Es que cuando se está
arrendado, se anda como los tuminicos. Sí, como esos pajaritos que hacen un
nidito y apenas salen a volar, viene un pájaro más grande y se los roba.
(Transición, como ella, recordando). Me contaste que ya habías salido del
cuartel, que ya habías pagado el servicio militar… que saliste como Cabo
Primero con conducta irreprochable. Que ahora estabas haciendo cursos de
investigación o yo no sé qué, para el gobierno. Que trabajabas para el
gobierno como investigador, algo así. No lo entendí. Sí entendí que vivías de
Gradillas a Sociedad, en una pensión. (Ríe). Que te gustaban las películas de
vaquero. (Transición, como él). ¿María Cristina? (Respondiendo como ella).
Sí. (Como él). ¿Cómo la canción? (Como ella, canta). “María Cristina me
quiere gobernar/ y yo le sigo, le sigo la corriente/ porque no quiero que diga la
gente/ que María Cristina, me quiere gobernar. (Ríe. Responde). Sí, como la
canción. (Pausa. Recordando, como ella). Sonreí y me alejé. Lo dejé ahí,
plantado, sin hablarle más. Es… es que yo quería un Ministro… un
banquero… un General de la República… (Transición, como si hablara con
él). ¿Lo entiendes? (Se escucha música de Sonora Matancera. María Cristina
canta y baila La Luna se llama Lola, de Francisco Vighi. Termina de cantar y
bailar). Ay, Alejandro… Alejandro Ramírez… aunque yo te ignoraba, tú
seguiste viniendo. (Transición. Como él). ¿Tú conoces una canción que se
llama Espinita? (Como ella. Despreciándolo). No, no la conozco. ¿No tienes
otra cosa qué hacer? Por favor, no me molestes. Ahorita estoy esperando a
alguien… tengo una cita con un General. Pero tú, tranquilo, respetuoso,
sonreías y seguías ahí parado frente a mi mesa. Entonces yo me levantaba y te
dejaba ahí. (Ríe). Hasta fuiste una vez a mi camerino. (Como él). Buenas
noches, Espinita. Te traje café con leche y pancito dulce, por si no has cenado,
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Espinita. (Como ella). Salga, por favor, en mi camerino no puede estar. (Como
él). Bueno, me voy, aquí en la mesita le dejo el café y el pancito. ¿La puedo
esperar para acompañarla a su casa, cuando termine de trabajar? (Como ella.
Furiosa) ¡Fuera! (Transición rápida, sonríe, recordando). Y te ibas, pero al
día siguiente estabas esperándome. Sonriendo con tu mueca de niño regañado.
(Recuerda. Canta “Espinita” letra de Nana Mouskouri).
COSITA LINDA
Anoche,
Anoche soñé contigo,
Soñé una cosa bonita,
Que cosa maravillosa.
Ay cosita linda, mamá...
Soñaba,
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Ay merencumbé pa bailar...
Anoche,
Anoche soñé contigo,
Soñé una cosa bonita,
Que cosa maravillosa.
Ay cosita linda, mamá...
Vidita,
Tan lindo tu cuerpecito,
Bailando, este meneíto,
Yo sé que lo me dirás...
Anoche,
Anoche soñé contigo...
Vidita,
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Ay merencumbé pa bailar...
Anoche,
Anoche soñé contigo,
Soñé una cosa bonita,
Que cosa maravillosa.
(Pausa). No volví a ver al Ministro. No se dejaba ver. Luego, al tiempo,
apareció un Senador… y me amó… y me prometió… y amaba mi voz…
pero… después… después compromisos, compromisos, compromisos.
Tampoco me recibió más. Seguí cantando, bailando en el Cabaret, y la gente
me admiraba, me aplaudía y… apareció un Embajador, y me amó, y me
llevaría por el mundo, cantando, triunfando. El Embajador también me llevó a
la Isla… y había un baile de gala… y yo estaba de su brazo. Él sí, él si me
amaba. Y en la fiesta, el General Presidente me miró. Me miró, te lo aseguro,
me miró y me sentí grande, así, grandísima, como si yo fuera todo el país.
(Pausa. Transición. Como una secretaria). Lo lamento, señorita, el Embajador
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cuando se trabaja con hielo, con agua, todo es ganancia. (Como ella). Fuiste
vendedor de arepa, vendedor de raspado, vendedor de medias para caballeros
en el mercado. (Ríe) Hasta barbero fuiste. Pero igual, no alcanzaba. No
alcanzaba para nada y yo casi para parir. Entonces, un día, llegaste muy serio
y me dijiste. Fui a la policía. Me van a dar otra oportunidad. Ganaré un sueldo
y cobraré quince y último. Es más de lo que gano como vendedor. Trabajaré
en los sótanos de la Seguridad Nacional, donde tienen a los presos. Limpiando
los calabozos, pero eso es por ahora. Lo importante es que ya esté adentro, eso
me dijeron. Después me darán el chance como agente y si las cosas siguen
bien, terminaré mi curso de detective. Mira, ya tenemos un sueldito, ya verás
que saldremos adelante y… y… compraste la cuna… y los teteros y… le
pusimos a nuestro hijo José Gregorio y… yo… yo fui feliz, Alejandro. Te lo
juro. Por primera vez en mi vida, fui feliz. Te amé… te amo. Cantaba ahora
solamente para ti y para José Gregorio y yo era feliz. Y… luego… llegó ese
día… ese día en que afuera… afuera de nuestro rancho… cientos y cientos de
personas gritaban: “Sale, esbirro. Esbirro del General. Sale antes que te
quememos el rancho con toda tu familia adentro. Sale, maldito, la dictadura
cayó y todos los de la Seguridad Nacional van a morir. Sale ya, maldito.” Y…
y… no salgas Alejandro, deja que salga yo y les explique que tú solo limpias
calabozos, que tú no eres ningún torturador. Ellos tienen que entenderlo. Esa
gente no sabe nada, están azuzados por unos vecinos envidiosos. Envidian el
corralito del niño, envidian la cocina de kerosene de dos hornillas, el perolón
de agua y los pañales nuevos de José Gregorio secándose al sol… “Esbirro…
esbirro… esbirrooooo”. Era como si todo el país te gritara. Entones, entraron
ellos… te sacaron… te perdiste entre sus pedradas… entre sus patadas… entre
sus cabillazos… entre sus puños y sus gritos y… y no te volví a ver, hasta que
saliste en el periódico, en el suelo, y un gentío delante de ti que te arrastraba
por los pies… Y me dolió todo… todo… como si esa isla a donde iba, a donde
me llevaban, me exprimiera los senos, me los chupara con una boca llena de
cuchillos. Alejandro… Alejandro mi Embajador de Turmero. Alejandro mi
Ministro de ramito de flores. Alejandro mi General cargador de latas de agua
para el nuestro rancho. ¿Por qué te llevaron, mi Alejandro? ¿Por qué te
arrastraron si tú nunca tuviste una isla y mucho menos un país? Tú solo tenías
a nuestro hijo, y a mí, a tu María Cristina. Tú solo me tenías a mí, a la Espinita
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de tu corazón. (Del fondo salen dos señoras muy bien trajeadas. Una de ellas
observa molesta a María Cristina. Esta, apenada, se quita rápidamente el
abrigo y se lo devuelve. Al quitarse el abrigo, podemos ver que María
Cristina tiene un uniforme gris que dice atrás “PERSONAL DE LIMPIEZA”).
Perdón… perdóneme señora… no le diga nada al dueño de esta discoteca…
por favor… se lo suplico… si él sabe que me puse su abrigo, me botaría.
Necesito este trabajo. Me lo puse porque una vez, hace muchos años, yo
también tuve un abrigo bien bonito. No como el suyo, claro, el suyo es más
bonito. Fui cantante… cantante famosa… hace años… muchos años…
perdóneme por favor. (La señora del abrigo, cargándolo con asco, sale. La
otra señora va a salir, se devuelve, y deja caer en un platico para propina,
unas monedas. Luego sale. María Cristina agarra un coleto y comienza a
limpiar el piso. Habla por lo bajo). Ladies and gentleman, damas y
caballeros… ahora les cantaré mi gran éxito… (Mientras coletea, canta, “Mis
Noches sin ti”, versos de María Teresa Márquez y música de Demetrio Ortiz).
Sufro al pensar que el destino logró separarnos,
guardo tan bellos recuerdos que no olvidaré,
sueños que juntos forjaron tu alma y la mía,
en las horas de dicha infinita que añoro en mi canto,
y no han de volver.
(Apagón lento).
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de barro, así como también casas muy pobres que van siendo barridas por la
feroz corriente de las aguas. Se escuchan gritos de dolor y auxilio. La
proyección cesa. Se ilumina el escenario y, abajo, como naciendo de las
entrañas del barro, sale Gladys, casi asfixiada. Gladys logra respirar. Mira
hacia arriba. Comienza a arrastrarse tratando de alcanzar la cumbre del
cerro. Una vez ahí, se logra poner de pie con dificultad y comienza a mirar al
horizonte y a la parte baja del cerro.
nosotros los héroes de las películas de aventuras. El llanto no se hizo para los
héroes y tú, María, hija mía, y tú, Juan, hijo mío, y yo, Gladys, su madre, lo
somos. Vamos, María, hija mía de mi alma. Ánimo, María, miniatura de la
noche lunada de este cerro. María, pequeñita, almibarada de estrellas, ven a
mí. Guíate por mi voz. Ven. Te tengo una sorpresa, María. ¡Encontré un
cepillo! Apúrate. Quiero peinarte, María, porque tú tienes guardada mi risa
entre tus cabellos. (CORRE HACIA EL OTRO HOYO QUE HA ABIERTO
EN EL BARRO, SE AGACHA Y LE HABLA) Aguanta, Juan. Aguanta,
Juan, sólo un poco. Los héroes siempre llegamos al final, somos los buenos de
esta película. Tú estarás a mi lado, Juan, tú eres el hijo de la heroína, el
coprotagonista. Sal ya de este barro y siente el aire. (SE LEVANTA.
RESPIRA HONDO. TRANQUILA) Juan, hoy el aire está vivo y hondo. (SE
AGACHA Y VUELVA A HABLAR AL HOYO. FELIZ) Sal ya debajo de
ese barro, Juan, porque después de esta lluvia de tres días, la vida está más
fresca. Juan, negro y blanco de mis ojos, déjame que te vea. Juan, gusto y
dulzura de barro en el remolino de mi vientre, termina de salir. (CORRE
HACIA EL OTRO HOYO Y LE HABLA) Y tú, María, hija mía, basta de
llanto. Tú eres la estrella invitada de esta película. Ahora no lo entiendes
porque sólo tienes diez años, pero cuando crezcas, María, cuando cumplas
veinte años, te quedarás con el galán de la película y vivirán felices para
siempre después del beso final. Ten fe, María. Ten fe porque Dios habita en
Hollywood y jamás se equivoca. Apúrate, María, no te quedes ahí abajo,
porque al crecer te espera el beso final, el zoom in sobre tu rostro, el fundido
donde irás en limusina blanca, de lujo, que te paseará por Madrid, París o
Nueva York. Vamos, seca tu llanto, María, acuérdate que los productores son
muy estrictos y no quiero que corten las gloriosas escenas que te esperan.
Vamos, sal ya, María, debajo de ese barro. Mira, tengo otro regalo para ti.
Adivina. No, no, María, no es un caballo de madera verde, no. Es un espejo.
Sí, es para ti. Es un espejo para que puedas ver toda la luz y la ternura de tu
rostro de diez años. María, María, jazmín fragante, estrella descolgada del
cielo moreno de mis pechos, sal ya de ese barro. (CORRE HACIA EL OTRO
HOYO Y LE HABLA) Juan, Juan, hijo mío, despierta. Despierta, Juan, no
vuelvas a dormirte, no dejes que te arrulle la nana de esta tierra empapada y
pastosa. Es una trampa, Juan, no caigas en ella. Vamos, Juan, despierta,
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porque tú eres el heredero de toda esta comarca de fango. Tú debes seguir este
camino de héroes. Abre los ojos, Juan, porque es tu deber triunfar sobre todos
los deslaves y avalanchas con los que nos ha bendecido la naturaleza en estos
cerros. Tú, Juan, no debes detenerte por nimiedades infantiles. Sí, infantiles,
¿acaso no te das cuenta que se llama el efecto de El Niño? Sí. Este deslave no
es más que un efecto especial que se inventaron los productores para que
nuestro horror sea un éxito de taquilla. No importa el agua ni el barro que
tragues, Juan, pues en la edición de la película siempre saldrás triunfante, bien
maquillado y glamoroso. Sigue nadando, Juan, bajo este barro, sigue, a ti te
toca rescatar la esmeralda perdida de nuestros desasosiegos. Somos los
últimos sobrevivientes del Diluvio Universal, somos la negación de Noé, pues
en estos barrios nunca nos hizo falta su Arca. Somos más fuertes que esa Arca
de maderas podridas, pues no necesitamos de palomas que nos traigan hojas
de olivo para saber que ha dejado de llover. Nosotros tenemos perros que en
su boca traen el resto de una mano del niño del vecino o el resto del pie de la
niña de la vecina. ¡Qué vuelen los perros, Juan! ¡Que vuelen con su costillar
tan flaco como el nuestro y que comiencen a traernos los restos de las
personas de este barrio! No quiero excusas, Juan. No quiero que me vengas
ahora con que tienes apenas cinco años. No, Juan, tú eres un héroe. Aguanta,
Juan, aguanta héroe de derrumbes y deslaves, héroe que baraja y le gana en
caída y mesa limpia a los designios del destino. Juan, héroe que se interpone a
los enemigos que se ocultan para que no podamos encontrar las Minas del Rey
Salomón. Aguanta, Juan, no te mueras, te digo que aguantes. Tú puedes, tú
puedes, porque apenas te parí, te enseñé a respirar bajo un charco. Apenas
saliste de mi vientre yo te hundí la cabeza bajo el barro y conté hasta diez.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho nueve y diez. Y te saqué la
cabeza y tosiste y me miraste con tus ojos mansos y de seguidas relampagueó
tu sonrisota donde se quebraron todas las tempestades de la tierra. Enseguida
supe que eras un buen prospecto para protagonizar esta película. Me dije, Juan
sí sobrevivirá a las inundaciones. Este niño sí, él es un héroe. Entonces te
besé, Juan, te besé, y tú guardaste mis besos entre tus ojos enlodados. Cuando
cumpliste tu primer año te enseñé a disfrutar de los ríos de orine que corren
desde nuestro cerro para abajo. Fuiste precoz, Juan, porque nomás a los dos
años aprendiste, por ti solo, a alimentarte de los despojos en el basurero de allá
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abajo. A los tres, detuviste con tu pie, las latas herrumbradas que rodaban y las
convertiste en tus juguetes preferidos. Eres mi orgullo, Juan, porque nunca te
has quejado. Eres el niño más fuerte de este barrio. Eres el niño del brazo
derecho quebrado y vuelto a construir con ramas y yerbas. Eres el niño con
borra de café en la frente para detener la hemorragia que te causó una roca. Y
así, a tus cuatro años, ya eras Juan el niño biónico. Juan, te cuento un secreto.
Las madres de este barrio me envidian. Sí, te lo aseguro, ninguna ha tenido un
niño tan fuerte como tú. Ninguno de sus hijos ha resistido. ¡Aguanta, carajito!
Disfruta del barro en tus entrañas, que te arda el fango en el pecho al respirar.
¡Que te arda todo este barrio en los pulmones, pues si tú respiras y resistes y te
salvas, este barrio se volverá a levantar como todos los años! (PAUSA. ALGO
LE LLAMA LA ATENCIÓN EN UNA PARTE DEL BARRO. GATEA. SE
ACERCA A ESE ALGO Y DESENTIERRA UNA FOTO DE UN HOMBRE,
ENMARCADA. LA OBSERVA. LA ABRASA) Carlos, Carlos. (AL HOYO
DONDE LE HA HABLADO A JUAN) Sí, sí Juan, es la foto de tu padre.
(COMO SI LE CONTESTARA A JUAN) Claro que lo amé, pero no quiero
pensar en él. (COMO SI LE CONTESTARA AL HOYO) ¿Qué por qué?
Primero, porque no tengo tiempo para recordarlo y segundo no le perdono que
el año pasado se haya ido dejándome embarazada de tu hermana Carmencita.
Además, Carlos no era de esta casta de héroes que somos nosotros. El no era
de esta ralea de inmortales, de protagonistas perpetuos de derrumbes y redadas
policiales. Y eso que apenas nos casamos, yo le enseñé todo, como a ti. Le
enseñé que el hambre es el anonimato y por lo tanto no debía quejarse. Le
instruí que la enfermedad no es una cualidad de nosotros, los héroes de este
barrio. (COMO SI LE CONTESTARA AL HOYO) Es verdad, eso es verdad.
Era muy inteligente, eso sí. No lo voy a negar. Era un artista. Era diestro en el
arte de arrebatar carteras cabalgando en una moto. Era un contorsionista
insigne a la hora de inclinarse como El Llanero Solitario sobre Plata, para
evitar los disparos de la policía. El dominó el arte de convertirse en gato para
ir de tejado en tejado e introducirse por los balcones de los malos y una vez
adentro cargar con un Dvd, dos televisores, seis celulares y un vhs. Pero hasta
ahí. Luego se confundió. (COMO SI LE CONTESTARA AL HOYO) Sí, se
confundió por ambicioso. (COMO SI LE CONTESTARA AL HOYO) No, no
lo defiendas, Juan. Tu padre era un ambicioso y por ello cedió a las
46
TELON.