Vergel Primera Parte
Vergel Primera Parte
Vergel Primera Parte
Unas muchachas cruzaban la calle. Una de ellas confesaba algo a las otras dos.
Algo angustioso quizá. No logré escuchar mucho; daba pequeños tumbos sobre el
pavimento, como un hombre que camina sobre la superficie lunar, y a veces flotaba por
varios minutos como si estuviera lleno de helio. Una de las muchachas escuchaba
atentamente, llevándola del brazo como a alguien enfermo, y la otra caminaba distraída,
con sus ojos clavados en el piso, simulando meditar, pero lo que hacía en realidad era
alegrarse muy en el fondo por haber tenido razón; razón sobre cada punto, acertando con
severa precisión. De las tres, siempre había sido ella la que había presentido que no
estaba algo del todo bien con Darío. Desde un principio le habían asustado sus ojos
huidizos, sus movimientos felinos y la manera poco usual en la que parecía esconder cada
cosa que decía tras una sonrisa poco habitual. Sumergida hasta la cintura en ello,
adelantaba el paso. Los ojos de la afectada se hallaban cristalizados. Rodeados por
espesas pestañas, hundidos en sus cuencas, escurridizos como los de un animal asustado;
sus cejas rectas, pobladas, algo separadas, con puntiagudos cabellos en su principio, se
hallaban contraídas en su frente, formando aquella cicatriz propia de los rostros
habituados al sufrimiento; su labio inferior temblaba, como si vibrara en él un acorde, y
en sus comisuras una sombra representaba una afectación, que era expresada no por lo
que decía, sino por cierta entonación. Era dolor; dolor puro lo que sentía.
Escuché poco y nada de su conversación mientras fungía limpiar la mierda de la
suela de mi bota, pero la sustancia vital en aquel acento doloroso de su voz, bien hubiera
podido decirlo todo. Darío, me quedó grabado ese nombre. No era la primera vez…,
pensó, lo sé y sus ojos hurgaron por un momento los de sus amigas.
La chica del Estanco pasó tan cerca de mí que el aroma de su perfume me golpeó el
olfato. Olía a lavanda, a ropa recién lavada ese día y a Ron; pero bajo todo eso una estela
de un perfume muy fino y sutil de hombre, tal vez de un amigo que le abrazó con fuerza.
Pero su piel olía a crema humectante barata y en su cabello llevaba impregnado el olor
dulzón de una crema para peinar que intentó ocultar inútilmente aplicándose exceso de
splash de flores que es más alcohol que aceites.
No hubiera imaginado nunca que esos mismos olores estarían impregnados en mi
apartamento.
Seguí mi camino a rastras pensando que la historia de un solo hombre es la
historia de la humanidad, que nada se separa de nada.
¿Qué puede esconder el corazón de una mujer como esa, tan joven que sus escasas
primaveras no suman, juntándolas con las de las jóvenes a las que confía sus suspiros,
treinta y seis? Un cariño que es negado, no significaría tanto. Atrás han quedado los
tiempos en los que el mundo calla cuando habla el corazón. Las largas noches imaginando
que una bestia, una de verdad, una con tal plenitud en el alma, la lleve a vagabundear por
los senderos prohibidos, donde se esconden sus más profundos deseos, eran los rastros
perdidos de las viejas novelas. Las películas y los teatros lo han explotado lo suficiente, y
en esas minas del factor humano llegaron en el siglo diecinueve suficientemente a su
fondo. El hombre se encontró en el centro mismo de la tierra, contemplando el magma, y
se sentó a ver pacientemente cómo se constituían todos los minerales del alma humana.
Finalmente se cansó, y buscó una ruta directa para el ascenso, pero se perdió en una gruta
y aún sigue ahí, quien sabe a qué profundidad, avanzando sin remedio entre las
hendiduras de su interior, rogando por una luz o por un desvío afortunado para al fin salir
a la superficie. La juventud ruega por ser utilizada, manipulada y sometida con tal
destreza, que alimente su dicha masoquista con la poesía de los momentos más sublimes,
no importa lo mucho que bregue por aparentar lo contrario; cada interacción, tristemente
no vendrían siendo más que ajustes de cuentas, muestras de un carácter bestial y
sometimientos eventuales. La juventud hambrienta de mundo, desea con todo el corazón,
un ser que le enseñe sobre lo que hay más allá de los muros lacónicos de las imposiciones;
pero esta criatura tan sólo desea aferrarse a cualquier sombra que le prometa lanzarla por
encima de la valla, importándole poco la caída que vendrá después; que sea avaro de
sensaciones, que se quiera comer el mundo y que le dé una probada a ella, a la boca, como
se alimenta a un niño. Es esto lo que ella conoce como amor, como religión, como estado,
como patriotismo.
Poquísimos pecadores dispuestos al pecado, y aún menos liberadores a liberarse a
sí mismos. Es más fácil matar a un hombre, quitar una vida, romper un corazón con la
intención inequívoca de hacerlo, si ese corazón demuestra un cariño incondicional, pues
dudamos ante la posibilidad de haber encontrado, que dar un paso al estar frente a un
precipicio. No valoramos nuestra vida en absoluto, pero nos negamos a perderla por algún
retorcido sentido de moralidad, ya que apuntar el arma con dirección a otro se nos hace
sumamente fácil. Es extraño, ni siquiera te apuntas ti mismo para confesar una derrota.
¿Entiendes la vida y lo que ello implica? ¿Conoces acaso la sumatoria de todos los males?
Aferrarse al misterio implica agotarlo, dinamitar la duda, nada más; levantar la tapa de la
olla para ver lo que se está cociendo sin esperar a que sirva el plato en la mesa, separar
de la ecuación cualquier discurso espiritual o material. Un hombre así tiene como única
opción el camino de su propia liberación. ¿Lo entiendes? La libertad no es más que tomar
una decisión y aprender a vivir con las consecuencias.
Es mucho más fácil dar la espalda y seguir esperando en la mesa, pero es imposible
para algunos darle la espalda la posibilidad de conocer ¿Acaso no es eso la esencia de la
modernidad? Pregúntale a la vejez y te dirá que ha traicionado su propio corazón por la
tentación, por la avaricia, por el miedo o la desconfianza, pero jamás por el más puro
desdén por los sentimientos de los demás. Si le preguntamos a una juventud, nos dirá que
ha roto un par de corazones por distracción, por temor y por desconfianza, pero jamás
porque vio en la vejez el amor y prefirió darse a la fuga. Para la juventud su corazón
siempre será de otro, otro inexistente ya, aunque desconocido, porque la juventud tiene la
costumbre de perseguir fantasmas; la vejez, convertirse en uno. Para ella, es mucho más
cómodo vivir en el pasado, porque la sumatoria de todos los males es vivir en soledad,
rodeada por el despropósito, aunque haga alarde de ansias del futuro.
Esa clase de juventud encontró Darío, pero no supo aprovechar a una mujer dócil y
entregada, dividida a la vez por esa criatura que es capaz de cortar varias cabezas con
solo vislumbrar un leve gesto de su hombre. Esta clase de mujer toma aquellas acciones
como muestra de entrega y abnegación, pues no es capaz de distinguir la línea entre una
buena y una mala decisión, cegada por la entrega. No porque fuera mujer, sino porque era
joven; un muchacho habría hecho exactamente lo mismo.
Ella fue quien puso el frío cañón del revólver en la nuca de aquel hombre, pero fui
yo, sin siquiera poner mis manos sobre el arma, el que finalmente disparó.
El hombre cayó. Su cara contra la tierra húmeda de la zanja a la horilla de la
carretera, olió el rocío que apenas se comenzaba a acentuar sobre la hierba. Después del
beso frío del acero, un calor, una palpitación y un dolor agudo como el pinchazo de una
aguja que le atravesó el cuello de forma descendente. Intentó levantarse, pero sólo logró
darse la vuelta hasta quedar boca arriba y con su mano derecha presionó la herida. Con
su cabeza hacia atrás, los músculos de su cuello se estiraron y su manzana de adán
semejaba una montaña que subía y bajaba como una marea. Sintió luego como si le
martillaran la cara varias veces con la potencia de quien mide un clavo, y con las dos
manos sobre el mango de la herramienta, asesta un golpe seco hasta introducirlo
completamente en la madera. Saboreó varios dientes que intentaban flotar vagamente en
sangre y saliva, y luego los sacó de su boca en un vómito espeso que se deslizó por la
comisura de la misma, tocó el lóbulo de su oreja y cayó en la zanja donde yacía su cabeza.
Me acerqué lo suficiente para ver en sus ojos y no vi más que resignación y fracaso
Acaricié suavemente el antebrazo. El duro músculo que sostenía el arma con
firmeza prácticamente se derritió al contacto y la dejó caer, vacía, a los pies del cuerpo.
La recogí con un pañuelo y la introduje en una bolsa plástica que traía en el bolcillo del
pantalón, para luego envolverla en un suéter y seguidamente introducir todo en una bolsa
más grande. Los ojos negros y pequeños, con pestañas cortas, delineados a la egipcia, que
los hacían parecer más pequeños aun, miraron todo este proceder abriéndose y
cerrándose pesadamente.
Contrario a lo que todos creen, matar a un hombre adormece. Estás quitando una
vida después de todo, es lógico que se extinga algo tuyo también.
Después de leer aquello, un pensamiento se le agolpó en la cabeza y no pudo evitar
echare una mirada a aquello tumbado sobre la cama. Ya no era Freddy, no se parecía a él,
era el exacto retrato de un asesino. Todo en él comenzó a irradiar maldad. Se asustó tanto
que salió del cuarto como quien escapa de un oscuro sótano. ¿Eso soy yo?, se preguntó con
la voz quebrada. Fue el silencio el que le respondió.
No pudieron hallar su cuerpo. La cabeza la encontraron colgada de una de las
ramas de los árboles cercanos. Sus ojos habían sido extirpados y los habían metido dentro
de la boca, la lengua cercenada, dijeron, posiblemente por la mordida de algún animal;
pero su cuerpo jamás lo hallaron. Revisaron los alrededores, recopilaron testimonios,
aunque en vano. Al parecer desistieron de la búsqueda en un par de meses en los cuales no
encontraron pista alguna. Era un caso aislado, dijeron, y se le atribuyó el homicidio a uno
de los grupos que operaban al margen de la ley en la zona. Lo que nunca se logró
esclarecer, era cómo víctima y homicida habían llegado al lugar de los hechos, evadiendo
la estricta seguridad que manejaba la hacienda Vergel.
Al salir al camino, verifiqué mi ropa: zapatos, pantalón, camisa. Luego revisé
brazos, manos y cara; ni una sola mancha. Me quité los guantes y peiné mis cabellos con
los dedos de camino a la salida, no sin antes borrar un par de huellas con pequeñas
ramas, que luego fui cortando en pequeños pedacitos y lanzándolos a un lado del camino.
Vi pasar a lo lejos la camioneta que hacía la ronda, repleta de hombres armados con sus
chalecos puestos y brillantes fusiles en las manos. Todos iban enmascarados. La luna
estaba alta. Iluminaba entre las antenas, roja. Un halo de luz la rodeaba. Estaba redonda
y brillante, brillante como… ¿has visto alguna vez la sangre bajo la luz de la luna? Se ve
negra; no puedes evitar llevarte un poco a la boca para comprobar su sabor metálico.
Parece otra cosa, una sustancia viscosa que se impregna en la piel. A través de los guantes
puedes sentir su tibieza mientras hay vida en ella, luego, cuando se enfría, y se extingue
toda la vitalidad, deja por fin de moverse entre tus dedos y se pega al látex. Se seca, se
seca y la mirada se extravía también. Extiendes tu mano para que la luz de la luna caiga
sobre ella, y se ve negra.
Me ha parecido un acto muy cruel de mi parte dejar la deuda sin saldar. Es mi
deber como ser rencoroso y vengativo, hacerle todo el mal posible. No físico, cualquiera
puede propinar un golpe a la carne de manera fútil y primitiva. Sin dejar de estar en mi
cintura, y acudiendo al genio que poseo – que no es poco, debo decir- he decidido herirla
de maneras que nunca ha imaginado; hacerle daño de verdad, dominarla, manipularla,
sodomizarla psicológicamente, romper su espíritu y su voluntad; fracturarle el alma y
alimentar su deseo de sentir cada vez más dolor, hasta el punto en que se lo inflija a sí
misma cuando yo me haya hartado.
Me senté a observar mientras se cortaba así misma los dedos, excitada, aturdida
por el dolor. Le sonreí y rió a carcajadas sin detenerse. Cuando terminó de cortar los
dedos de su mano derecha, lanzó a mis pies el pequeño cuchillo de cocina y mordió con
brusquedad el dedo meñique de su mano izquierda hasta desprenderlo. De su boca manó
su sangré. Temblaba, convulsa, sin apartar de mí sus ojos, El cuello, Le dije, y lancé cerca
de sus pies el pequeño cuchillo. No lo meditó ni un poco. Hundió en su carne el metal y se
abrió la garganta de un tajo, dejó caer el cuchillo y se tumbó suavemente sobre la hierba.
Me acerqué a ella y miré sus ojos mientras se escapaban de ellos la vida. Besé sus labios
hasta que sus pupilas se dilataron. Sentí su lengua intentando tocar la mía
temblorosamente. La mordí hasta arrancarla.
Me senté a su lado pensando que esto era el mal por el mal, porque no había hecho
gran cosa aparte de subestimarme, y al hacerlo, no ha calculado adecuadamente mi
capacidad de hacer el mal, y sólo ha excitado mis ganas de revolverle los sesos. Besarla e
incitarla a que me odie tantas veces como sea posible, con el único fin, de que cuando me
vea o se acuerde de mí, sus pensamientos hagan un cataclismo en su cabeza, y corra a mis
brazos en busca del dolor que alimentaría sus ganas de vivir. Lo he hecho varias veces ya,
pero no con tanto arte… Su error no fue acercase a mí, su error fue creer que sabía jugar
con alguien como yo, bajo mis reglas. Sufrió, pero por lo menos me aseguré de que lo haya
disfrutado tanto que hasta su lengua se tornó dulce.
Por supuesto no todo necio puede hacer sentir a una mujer aquello, pues en este
mundo lo que abundan son los jóvenes que se buscan a sí mismos en una mujer o en un
hombre, y no saben apreciar la sensualidad que acarrea la juventud ávida de poemas
indoloros; una mujer se enamora con unas cartas, pues el género epistolar es una ciencia
ardua, que necesita de un ejecutor hábil, un maestro en los sentimientos; experto en los
símiles que llenan el corazón de regocijo y que no abundan en la vida mundana. Lo que sí
abundan son las acciones contrariadas de un hombre o de una mujer enamorada, que, en
el borde de un abismo de pasión, le niega sus besos y su sexo a la bestia por la cual se
siente extremadamente poseída en alma y cuerpo. Sienten temor, pero aquel temor que
impulsa, al encontrar a alguien que sabe leer los poemas que se dibujan en los
pensamientos dulces que la invaden. Porque todo el mundo sabe que la juventud de una
mujer es deliciosa por ser breve y que la de un hombre es bella por ser enrevesada. Por
ello, hasta los pensamientos que juzga amargos y desesperanzadores, reposan un lapsus
breve mientras nos hundimos lentamente en el mal desconocido.
Por eso, un ser humano así, que se maneje en esos mundos, aparentemente
desligados, en esta historia sería inverosímil, necesitamos un ser despiadado,
descorazonado, avaro, vil, etc. Por eso Darío es, como todos los criminales menores de
este país, lo que llamaríamos un “hombre de acción”. Un hombre con falta de buena
educación, pero astuto. Con pocos recursos, pero recursivos. Con algo de escrúpulo
fingido, pero con el dedo siempre en el gatillo, y, por supuesto, con la mano siempre
cerrada para acariciar a su mujer, pues no aprendió otra forma de sentirse hombre. Es
por eso que Darío debe morir y yo tomar su nombre. Sólo eso merece ser llamado para
nosotros El Mal.
Los jóvenes tristes, pensativos, entregados a la meditación constante, son un
delicioso manjar para el ser inteligente, porque el artista que guarda dentro, el que
siempre está en ayuno -inteligencia y poder de creación, van tan de la mano como la
relación saber-poder-, confunde esa meditación y esa tristeza con ganas de ser
comprendido. O ¿tal vez no sea completamente una confusión?…
Por otro lado, una mujer bella no tiene la obligación de ser inteligente, ni siquiera
dulce, puede ser una piedra cuando se le recite unos versos de Baudelaire y tener la
cabeza llena de espuma, igual siempre encontrará a un hombre dispuesto a preñarla. Pero
-y a eso quiero llegar- a una mujer que se entrega a la delicadeza del silencio y la soledad
—una Emily Brönte, digamos—, poco agraciada en el encanto de la coquetería, que es una
tumba, cuya lápida se encuentra un epitafio medianamente borrado por el clima inhóspito
de la confusión de las reflexiones, que hasta tratar de caminar correctamente le es un
suplicio ¿qué hombre en sus cinco sentidos, de esos que pocos quedan, que conocen el
peso del mal sexo y la liviandad de una buena noche entre las piernas profundas de la
mismísima Afrodita, quiere cargar con una mujer así? Pues uno que busca lo
suprasensible y ni este mundo ni sus delicias lo llenan ya. Un hombre que ha considerado
prematuramente el suicido y que hasta ello le llega a aburrir. ¡Sus passion predominante é
la giovin principiante!1
Se puede decir que conozco todos los perfiles de los hombres y mujeres, y que los
juzgo con mano dura; que soy partidario de los impulsos, de las pasiones, de las angustias
y de la soledad y del silencio; que mi carácter ha sido forjado a través de los libros y que
por ello no sé cómo comportarme frente a la gente y se me tilda de desdeñoso por ello
frecuentemente. Lo soy; pero sólo porque los amantes de las etiquetas necesitan ponerle
nombre a mi silencio para estar tranquilos.
Lo que ignoran es que seres como yo son necesarios, pues ¿quién los vería con
sobriedad y los retrataría tal cual cómo son?
¿Puedo llegar a sentir sin racionalizar? No sé, eso a veces me parece uno de los
mayores absurdos de la existencia humana. Pues ahí yace la eterna discusión entre el
poder de las pasiones y del intelecto y sólo el imbécil intenta difamar una u otra facultad
humana. Pero todos sentimos alguna vez el impulso de intentarlo una vez en la vida:
olvidarse de todo análisis frío y ser un poco más animal. ¿A quién se le sancionaría la
noble empresa de buscar dentro de sí aquel instinto elemental del afecto mundano?,
¿acaso no lo hacemos todo el tiempo? Cuando nos entregamos a los vicios del mundo o a
las malas mañas de recelar, envidiar, odiar y fraternizas incluso ¿no estamos haciendo uso
de aquella facultad?...
No es otra cosa que el encanto de la tiranía, que a tantos hombres los seduce y los
invita a saltar de insondables alturas, aun en contra de su razón primaria. La tiranía y el
don bestial de la maldad, el atractivo ocre de las bajas pasiones.
“Si desde la primera mirada una joven no nos causa una impresión tan profunda
que nos evoque el Ideal, entonces, en general, la realidad no es particularmente digna de
ser deseada. Si, por el contrario, produce esta impresión, entonces, aunque seamos
duchos, se nota un sentido de opresión. Yo aconsejo siempre a quien no esté seguro ni de
su mano ni de su vista ni de su victoria que intente todos sus ataques en este primer
estudio, en el que, al estar oprimido, goza de fuerzas sobrenaturales, ya que esta opresión
es una singular mezcla de simpatía y egoísmo.2” decía Kierkegaard.
En otro tiempo no sería más fácil ni más enriquecedor, pues digo, si se quiere saber
qué diferencia hay entre un ser de cinco generaciones atrás y los de hoy, no hay más que
tomar una pala e irse al cementerio, podremos ver que aquellos están Vivos-muertos y
estos Muertos-vivos…
Pero ya basta de tanta reflexión.
No pudieron hallar su cuerpo. La cabeza la encontraron colgada de una de las
ramas de los árboles cercanos. Sus ojos habían sido extirpados y los habían metido dentro
de la boca, la lengua cercenada, dijeron, posiblemente por la mordida de algún animal;
pero su cuerpo jamás lo hallaron. Revisaron los alrededores, recopilaron testimonios,
aunque en vano. Al parecer desistieron de la búsqueda en un par de meses en los cuales no
encontraron pista alguna. Era un caso aislado, dijeron, y se le atribuyó el homicidio a uno
de los grupos que operaban al margen de la ley en la zona. Lo que nunca se logró
esclarecer, era cómo víctima y homicida habían llegado al lugar de los hechos, evadiendo
la estricta seguridad que manejaba la hacienda Vergel.
Al salir al camino, verifiqué mi ropa: zapatos, pantalón, camisa. Luego revisé
brazos, manos y cara; ni una sola mancha. Me quité los guantes y peiné mis cabellos con
los dedos de camino a la salida, no sin antes borrar un par de huellas con pequeñas
ramas, que luego fui cortando en pequeños pedacitos y lanzándolos a un lado del camino.
Vi pasar a lo lejos la camioneta que hacía la ronda, repleta de hombres armados con sus
chalecos puestos y brillantes fusiles en las manos. Todos iban enmascarados. La luna
estaba alta. Iluminaba entre las antenas, roja. Un halo de luz la rodeaba. Estaba redonda
y brillante, brillante como… ¿has visto alguna vez la sangre bajo la luz de la luna? Se ve
negra; no puedes evitar llevarte un poco a la boca para comprobar su sabor metálico.
Parece otra cosa, una sustancia viscosa que se impregna en la piel. A través de los guantes
puedes sentir su tibieza mientras hay vida en ella, luego, cuando se enfría, y se extingue
toda la vitalidad, deja por fin de moverse entre tus dedos y se pega al látex. Se seca, se
seca y la mirada se extravía también. Extiendes tu mano para que la luz de la luna caiga
sobre ella, y se ve negra.
Me ha parecido un acto muy cruel de mi parte dejar la deuda sin saldar. Es mi
deber como ser rencoroso y vengativo, hacerle todo el mal posible. No físico, cualquiera
puede propinar un golpe a la carne de manera fútil y primitiva. Sin dejar de estar en mi
cintura, y acudiendo al genio que poseo – que no es poco, debo decir- he decidido herirla
de maneras que nunca ha imaginado; hacerle daño de verdad, dominarla, manipularla,
sodomizarla psicológicamente, romper su espíritu y su voluntad; fracturarle el alma y
alimentar su deseo de sentir cada vez más dolor, hasta el punto en que se lo inflija a sí
misma cuando yo me haya hartado.
Me senté a observar mientras se cortaba así misma los dedos, excitada, aturdida
por el dolor. Le sonreí y rió a carcajadas sin detenerse. Cuando terminó de cortar los
dedos de su mano derecha, lanzó a mis pies el pequeño cuchillo de cocina y mordió con
brusquedad el dedo meñique de su mano izquierda hasta desprenderlo. De su boca manó
su sangré. Temblaba, convulsa, sin apartar de mí sus ojos, El cuello, Le dije, y lancé cerca
de sus pies el pequeño cuchillo. No lo meditó ni un poco. Hundió en su carne el metal y se
abrió la garganta de un tajo, dejó caer el cuchillo y se tumbó suavemente sobre la hierba.
Me acerqué a ella y miré sus ojos mientras se escapaban de ellos la vida. Besé sus labios
hasta que sus pupilas se dilataron. Sentí su lengua intentando tocar la mía
temblorosamente. La mordí hasta arrancarla.
Me senté a su lado pensando que esto era el mal por el mal, porque no había hecho
gran cosa aparte de subestimarme, y al hacerlo, no ha calculado adecuadamente mi
capacidad de hacer el mal, y sólo ha excitado mis ganas de revolverle los sesos. Besarla e
incitarla a que me odie tantas veces como sea posible, con el único fin, de que cuando me
vea o se acuerde de mí, sus pensamientos hagan un cataclismo en su cabeza, y corra a mis
brazos en busca del dolor que alimentaría sus ganas de vivir. Lo he hecho varias veces ya,
pero no con tanto arte… Su error no fue acercase a mí, su error fue creer que sabía jugar
con alguien como yo, bajo mis reglas. Sufrió, pero por lo menos me aseguré de que lo haya
disfrutado tanto que hasta su lengua se tornó dulce.
Por supuesto no todo necio puede hacer sentir a una mujer aquello, pues en este
mundo lo que abundan son los jóvenes que se buscan a sí mismos en una mujer o en un
hombre, y no saben apreciar la sensualidad que acarrea la juventud ávida de poemas
indoloros; una mujer se enamora con unas cartas, pues el género epistolar es una ciencia
ardua, que necesita de un ejecutor hábil, un maestro en los sentimientos; experto en los
símiles que llenan el corazón de regocijo y que no abundan en la vida mundana. Lo que sí
abundan son las acciones contrariadas de un hombre o de una mujer enamorada, que, en
el borde de un abismo de pasión, le niega sus besos y su sexo a la bestia por la cual se
siente extremadamente poseída en alma y cuerpo. Sienten temor, pero aquel temor que
impulsa, al encontrar a alguien que sabe leer los poemas que se dibujan en los
pensamientos dulces que la invaden. Porque todo el mundo sabe que la juventud de una
mujer es deliciosa por ser breve y que la de un hombre es bella por ser enrevesada. Por
ello, hasta los pensamientos que juzga amargos y desesperanzadores, reposan un lapsus
breve mientras nos hundimos lentamente en el mal desconocido.
Por eso, un ser humano así, que se maneje en esos mundos, aparentemente
desligados, en esta historia sería inverosímil, necesitamos un ser despiadado,
descorazonado, avaro, vil, etc. Por eso Darío es, como todos los criminales menores de
este país, lo que llamaríamos un “hombre de acción”. Un hombre con falta de buena
educación, pero astuto. Con pocos recursos, pero recursivos. Con algo de escrúpulo
fingido, pero con el dedo siempre en el gatillo, y, por supuesto, con la mano siempre
cerrada para acariciar a su mujer, pues no aprendió otra forma de sentirse hombre. Es
por eso que Darío debe morir y yo tomar su nombre. Sólo eso merece ser llamado para
nosotros El Mal.
Los jóvenes tristes, pensativos, entregados a la meditación constante, son un
delicioso manjar para el ser inteligente, porque el artista que guarda dentro, el que
siempre está en ayuno -inteligencia y poder de creación, van tan de la mano como la
relación saber-poder-, confunde esa meditación y esa tristeza con ganas de ser
comprendido. O ¿tal vez no sea completamente una confusión?…
Por otro lado, una mujer bella no tiene la obligación de ser inteligente, ni siquiera
dulce, puede ser una piedra cuando se le recite unos versos de Baudelaire y tener la
cabeza llena de espuma, igual siempre encontrará a un hombre dispuesto a preñarla. Pero
-y a eso quiero llegar- a una mujer que se entrega a la delicadeza del silencio y la soledad
—una Emily Brönte, digamos—, poco agraciada en el encanto de la coquetería, que es una
tumba, cuya lápida se encuentra un epitafio medianamente borrado por el clima inhóspito
de la confusión de las reflexiones, que hasta tratar de caminar correctamente le es un
suplicio ¿qué hombre en sus cinco sentidos, de esos que pocos quedan, que conocen el
peso del mal sexo y la liviandad de una buena noche entre las piernas profundas de la
mismísima Afrodita, quiere cargar con una mujer así? Pues uno que busca lo
suprasensible y ni este mundo ni sus delicias lo llenan ya. Un hombre que ha considerado
prematuramente el suicido y que hasta ello le llega a aburrir. ¡Sus passion predominante é
la giovin principiante!1
Se puede decir que conozco todos los perfiles de los hombres y mujeres, y que los
juzgo con mano dura; que soy partidario de los impulsos, de las pasiones, de las angustias
y de la soledad y del silencio; que mi carácter ha sido forjado a través de los libros y que
por ello no sé cómo comportarme frente a la gente y se me tilda de desdeñoso por ello
frecuentemente. Lo soy; pero sólo porque los amantes de las etiquetas necesitan ponerle
nombre a mi silencio para estar tranquilos.
Lo que ignoran es que seres como yo son necesarios, pues ¿quién los vería con
sobriedad y los retrataría tal cual cómo son?
¿Puedo llegar a sentir sin racionalizar? No sé, eso a veces me parece uno de los
mayores absurdos de la existencia humana. Pues ahí yace la eterna discusión entre el
poder de las pasiones y del intelecto y sólo el imbécil intenta difamar una u otra facultad
humana. Pero todos sentimos alguna vez el impulso de intentarlo una vez en la vida:
olvidarse de todo análisis frío y ser un poco más animal. ¿A quién se le sancionaría la
noble empresa de buscar dentro de sí aquel instinto elemental del afecto mundano?,
¿acaso no lo hacemos todo el tiempo? Cuando nos entregamos a los vicios del mundo o a
las malas mañas de recelar, envidiar, odiar y fraternizas incluso ¿no estamos haciendo uso
de aquella facultad?...
No es otra cosa que el encanto de la tiranía, que a tantos hombres los seduce y los
invita a saltar de insondables alturas, aun en contra de su razón primaria. La tiranía y el
don bestial de la maldad, el atractivo ocre de las bajas pasiones.
“Si desde la primera mirada una joven no nos causa una impresión tan profunda
que nos evoque el Ideal, entonces, en general, la realidad no es particularmente digna de
ser deseada. Si, por el contrario, produce esta impresión, entonces, aunque seamos
duchos, se nota un sentido de opresión. Yo aconsejo siempre a quien no esté seguro ni de
su mano ni de su vista ni de su victoria que intente todos sus ataques en este primer
estudio, en el que, al estar oprimido, goza de fuerzas sobrenaturales, ya que esta opresión
es una singular mezcla de simpatía y egoísmo.2” decía Kierkegaard.
En otro tiempo no sería más fácil ni más enriquecedor, pues digo, si se quiere saber
qué diferencia hay entre un ser de cinco generaciones atrás y los de hoy, no hay más que
tomar una pala e irse al cementerio, podremos ver que aquellos están Vivos-muertos y
estos Muertos-vivos…
Pero ya basta de tanta reflexión.
Se estremeció en la cama. Le pareció haber escuchado algo no supo dónde. Tal
vez desde dentro. Se dirigió al baño en calzoncillos y fue directo frente a la taza y orinó
unas cuantas gotas; se guardó la verga medio húmeda que quedó reposada en el muslo
izquierdo y una gota apareció en la tela que se expandió como un diminuto botón de loto.
Al volver a la sala se percató de que la bruma había subido unos cuantos centímetros y que
la hoja que había dejado en la silla ya no estaba. No se asustó. Sólo sintió la incomodidad
de ser burlado. Caminó lentamente de vuelta al baño. <<Pero mira que ojeras tienes; estás
cansado amigo>>, se dijo. En el espejo se reflejó una sombra que pasó justo detrás de él y
que dobló el codo de la pared hacia la cocina. Ensayó acercarse a su propio reflejo hasta
que sintió debajo del ombligo el frío de la losa del lavamanos. Esperó el ruido de algo.
Nada. Sólo el soplo de la brisa que entraba por la ventana y el sonido de la lluvia ¿A dónde
vas?, Le pareció oír. Pero luego un cúmulo de voces inundó el apartamento, sonidos que
salían de todas partes a la vez y que transitaban hasta perderse de nuevo detrás de las
paredes. Me llamo Freddy…, Murmuró, Lo sé, Le respondieron. Pero hizo caso omiso, y se
enjuagó la cara en el lavamanos y dejó correr el agua fría por su cuello y su pecho. Su
rostro parecía cada vez más cadavérico. Cerró los ojos.
¿A dónde vas?, le preguntó la sombra, pero él no pareció oírle y siguió de largo
hacia el baño. Con la mano apoyada en la pared gimió hasta hacer brotar de sí dos o tres
gotas de orina, luego se enjugó la cara y suspiró profundo mientras susurraba algo inaudible
para ella. Cerró los ojos y se quedó quieto con las manos sujetas en el lavamanos en medio
de un sueño profundo.
En un rincón, a altas horas, un murmullo hace eco; restos de lo que parece ser
una respiración se entrecorta empañando los cristales; una conversación inentendible se
desarrolla en un solo cuerpo, cuando varias tonalidades de una voz chirriante salen de la
misma garganta. Se podría ver, si alguien pasara por allí en ese instante, un perfil
hermoso, que deja traslucir una melancolía que embellece las facciones; una contextura
delgada, de caballero delicado, de esos que pocos se ven ahora, porque cierto es: la
delgadez no sólo es síntoma de austeridad o descuido, sino, herencia de mesura, de
elegancia, e inclusive, para el ojo parisiense, evidencia inequívoca de astucia, pues se
reemplaza la fuerza física con la retórica más sublime; sin embargo es una sombra tétrica
que se mueve de esquina a esquina, con las manos enlazadas a la espalda y encorvada,
como un dios que mira al mundo con asco reflexivo. La sombra suspira - ¡Vaya que
suspira! – y de entre la poca luz que se filtra por el diminuto balcón que da a la calle,
recoge el ánimo para girar ciento ochenta grados y seguir deslizándose sumida en la más
profunda agónica meditación. Es como una primavera que en cuarentena se encuentra y a
falta de todo aquello que la hace bella – el lector sabrá – evoca la Oda de Klopstock; con
todas las voces de su agonía intenta llamar a los pájaros de invierno: <<Ach, schon
rauscht, schon rauscht/ Himmel und Erde vom gnägigen Regen!/ Nun ist – wie dürs tete
sie! – die Erd´erquickt,/ und der Himel der Segensfüll´ entlastet.>>6
¡A cuantos vicios se entrega el hombre, el pensar es el que más deterioro le causa,
y le da un aspecto cadavérico sin haber pisado las puertas del agotamiento!
Finalmente, la sombra cae; se funde con la sombra de una silla, en la cual reposa
desde ahora el dueño y al fin deja ver su aspecto ante el abismo (el artista supremo), quien
lo pinta ante los ojos del fatuo como el San Pedro de Alcantará de Agustín Samora, sólo
que, en lugar de un cráneo, sostengo un anillo dorado como el sol y oblongo como el
retrato de un amado que juró amar más allá de la muerte. Soy víctima de multiples
reflexiones… y de los papeles que se esparcen por el suelo, escojo el menos garabateado;
y, ya de pie, apoyado sobre la pared, con la letra más menuda posible, escribo. No me
detengo, no me detengo, no me detengo...
Dejé el lápiz y me dirigí a la ventana; pero al avanzar cinco pasos di media vuelta
y volví al mismo lugar, no sin antes recoger otra hoja del suelo. Sentí pasos que se
acercaban hacia mí. Era un hombre dentro de mi apartamento. Un ladrón, creo. Nos
quedamos viendo frente a frente por un instante. Ninguno de los se atrevía a hacer el
primer movimiento. Lo inspeccioné, lo medí, lo pesé. No tenía miedo, sentía curiosidad ¿y
si lo mato? Pensé, y en un instante, antes si quiera de pensarlo, mis dientes se clavaron en
su garganta. No me di cuenta en qué momento, pero cuando me levanté tenía la navaja que
llevaba él en mis manos, y pude comprender entonces la magnitud de lo hecho, aunque no
tenía recuerdo alguno. Estaba tendido en el piso, abierto como un gran pez... ni aun
sabiendo que ello era mi perdición sentí miedo, más bien sentía curiosidad. Conocía a
aquel que yacía despedazado frente a mí. Tomé uno de sus ojos y lo levanté para mirarlo
de cerca. Aquellas rasgaduras en su iris. Su pupila pareció dilatarse cuando logré
reconocerlo. Alguien me sonreía desde un rincón de la sala.
El miedo comienza como un susurro vago, un frío trémulo que recorre las
vértebras, retuerce las vísceras. Es como un suspiro trasgo que sostiene el corazón…
“Quiquihica”… así se les llamaba a las víctimas de las ceremonias rituales por los
habitantes indígenas de las mesetas de Bogotá… “Quiquihita”… la muerte de cada
elegido abría un nuevo ciclo de ciento ochenta y cinco lunas