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Vergel Primera Parte

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VERGEL

<< Lámparas que se apagan, esperanzas que se encienden: la aurora.  


Lámparas que se encienden, esperanzas que se apagan: la noche. >>  
Omar Khayyam  
  
<<El asiento del alma es donde el mundo interior y el
exterior se tocan. Pues nadie se conoce a sí mismo, si sólo es
él mismo y no otro al mismo tiempo. >>  
Novalis  
  
<<...como Scherezade salvó su vida contando historias, así
salvo la mía o la mantengo a fuerza de escribir. >>  
Sören Kierkerggard  
Primera parte
  
“Los amigos más cercanos son los laureles sobre los que se duermen
tus desesperanzas. Si los hay, querido, son un alivio insuperable.”  
Anónimo  
  
¡He escrito esta novela tantas veces!... creo que la seguiré escribiendo hasta el fin de
mis días. Me parece tan irónico que no se me dijera a tiempo que es imposible escribir algo,
y  se me permitiera ingresar sin previo aviso en el interior de esta rueda imposible de
detener ya; que si se logra, resulta una tarea que se va dificultando con los años; que hay
que joderse para escribir un relato decente. 
La cosa se complica cuando trabajas para erigir un monumento, o por lo menos
iniciar sus planos. Cada vez que uno se lo propone, cuando un pensamiento se le precipita a
bocajarro, la mayoría de las veces no se tiene la habilidad de sustraerlo íntegro y colocarlo
sobre la mesa con el mismo misticismo con el que se revela el tarot. Uno es lector primero,
y le toca entrar en un trance, dirigiéndose hacia un espacio inhabitable entre este mundo, y
seguramente otros más. Después de todo el escritor es un místico, un brujo —su materia
prima es el símbolo—; un constructor de portales o un cerrajero de puertas ya construidas
¡yo qué sé! El hecho es que debe hacerse a un lado y dejar la puerta abierta. Si existe la
suficiente liquidez, se escurre el autor entre las páginas y sólo quedan frente a frente, el
lector y la palabra. Aquella relación de mundo, palabra y escribiente, finalmente cumple su
ciclo cuando llega al lector. Ahora se gravita alrededor de aquel sujeto tumbado
plácidamente en la cama, hojeando página tras página, sin encontrar real interés en lo que
se vislumbra desde ese otro lado. Pero total, si ha de pasar así has de dejar que pase. Te
aventurarás con el tiempo a escribir por el simple hecho de necesitar hacerlo, sin importar
el hambre, la sed, la angustia ni la desesperación que se pueda llegar a sentir, mientras se va
construyendo, muesca a muesca, las jambas para soportar el dintel. 
Lo he vivido también: cuando te sientas abrazado en ansias para realizar el acto
creador, con innumerables hojas repletas de notas, nombres y observaciones puntuales, todo
se convierte en una confusión en tu cabeza. Es como pasar la mano por encima de la pintura
fresca de un cuadro, embarrarlo todo, hasta dejar sobre el lienzo una estela marrón de lo
que un segundo antes fueron formas que compusieron la escena del drama universal. Te
evoca el principio mítico de la humanidad, al que ya no tenemos acceso, más que cuando
nos levantamos de la tasa del baño, y absortos, vemos que en su remolino algo nuestro se
va, en aquella elipsis, para no volver. Tal vez sea la evocación del sentimiento, de que ese
es, cuando mucho, el único instante de contemplación que nos pertenece de verdad… ni
siquiera puedes dormir bien, una corriente de ideas te acosa; deambulas por la casa
inspeccionando con desasosiego tus memorias contenidas en los electrodomésticos y los
muebles viejos que heredaste, y que, por un motivo u otro, llevan impresas marcas ajenas.
Por ejemplo, los surcos poco profundos de unas uñas que dilataron una agónica ansiedad
durante una acalorada discusión. Consultando la extensa biblioteca de emociones, te agobia
el desencuentro contigo mismo ¿Qué haces? Nada. Corres la tasa de café ya frío hasta
ocultar aquellas marcas. No quieres seguir pensando en ello, porque con el tiempo sabes
que pensar en esas rasgaduras, se convertirá en un sentimiento que terminará por
dominarte. Es normal. Te estás convirtiendo en alguien más sensitivo. Es decir; ya no eres
tú, eres otro, y finalmente podrás comenzar a escribir.   
  
Gracias a esa habilidad puedo estar en mi cama, en medio de una solitaria plaza,
rodeado de palomas y ratas o en la comida con los padres de Carmen, donde me pasó algo
curioso. Estando en la mesa con ellos, sentí que una fuerza me sacó del cuerpo como quien
jala una servilleta del servilletero, lo que de inmediato me empujó a buscarme en el reflejo
de los cubiertos finos dispuestos a los lados del plato —ese me pareció un detalle
presuntuoso— y en el amplio y limpio vidrio del estante de las copas frente a mí, para
intentar reconocerme. Estaba asustado, lo confieso. Sentí inexplicablemente la frialdad de
mi cuerpo aun estando fuera de él, y me vi duplicado innumerables veces en el filo
reluciente de los pequeños vasos contenidos allí; pero en cada reflejo tenía un semblante
diferente. En la ceremonia de la cena, cuando platos iban y venían tan rápido que apenas
podía olerlos a medias, no podía evitar mirar a intervalos a mis
acompañantes, que hablando de chucherías tecnológicas, llenaban el ambiente con una
exposición lícita de alguna nueva adquisición o un nuevo gusto, y pasaban tan rápido a otro
tema, que me era imposible llevar el ritmo de la conversación. Me sentía en el centro
mismo de una tromba. Noté que mi corazón latía más rápido cada vez, hasta que lo sentí
dando fuerte contra mis costillas. Me miré el pecho, y sobre la camisa que llevaba puesta,
podía ver los golpes de mi corazón como quien golpea con rabia a una puerta. ¿Y mi
soledad?, Me pregunté mientras aquella opresión crecía, ¿Cómo es que he cambiado mi
espacio de intimidad por la frialdad de la compañía humana?  
Después de un par de sonidos incomprensibles para mí, el papá de Carmen me
interrumpió: …Y tú, joven, ¿Qué tienes planeado para el futuro? preguntó mientras se
llevaba un gran bocado de espaguetis a la boca, de la cual cayó una sustancia viscosa sobre
el plato sin que se diera cuenta, y que yo seguí con la mirada en la caída, hasta cuando la
puso de nuevo en su boca, al cargar el tenedor de comida. Hacía chirriar los cubiertos
contra el plato. Le daba vuelta a los espaguetis, pero no levantaba el tenedor. Lo vi hacer lo
mismo un par de veces, hasta que me di cuenta de que esperaba una respuesta, Pues señor,
verá, dejar algo enorme que nadie entienda y morirme, Dije casi para mí.  
Su esposa sonrió incomoda. Quiso darle una patadita bajo la mesa a Carmen, pero
me la dio a mí. Yo levanté la cabeza y la miré, ella miraba a Carmen con esa cara que pone
ella, esa de gallina. Carmen me miró y luego miró a su madre; yo tomé una servilleta de la
mesa y me limpié el zapato en el que se marcaba la huella de las sandalias de la señora. Su
rostro se enrojeció. En medio de ese silencio incomodo, el señor nos miró a todos como
buscando el chiste, pero luego volvió a lo suyo, llenándose la boca de comida hasta que la
salsa le escurría por las comisuras de los labios. Después se abstuvo de dirigirme la palabra
y se limitó a hacerme mala cara el resto de la noche.  
“¿Por qué?” preguntarás con tu habitual insolencia ¿Por qué? Pues
porque “parece que la historia de todos los hombres, no será para mí, más que una
novela...”   
Me limité a seguir mirándome en el reflejo en el estante de las copas. No tenía
apetito; sentía una piedra en el estómago. Mis ojos pasaron de ahí a la inquisitiva mirada de
Carmen, que inspeccionaba mi semblante como buscando algún síntoma extraño. No, no
me mires así, tú sabes que de los dos soy el más fatalista, y que me encanta cuando una
puerta se abre lentamente desprevenida, porque me gusta imaginar que aquella brisa nace
en un campo lejano cuando un hombre levanta la mano para secarse el sudor de la frente,
o cuando se la lleva al pecho aquel que sufre una pérdida, es víctima de una afrenta o,
simplemente, es inmensamente feliz en aquellos momentos de tristeza absoluta. Yo percibo
el optimismo como aburrido conformismo. ¿Quién puede ver el vaso medio lleno cuando le
hace falta la mitad? ¿A quién medio besan, medio abrazan, medio entienden… y es
completamente feliz? Y sé, con toda seguridad, que nadie puede brindarte los
acontecimientos necesarios para entregarte a las cavilaciones profundas; aquellos
insondables abismos en los que los ecos de cualquier exclamación, retumban y te mira el
abismo como sólo puede devolverte la mirada el rostro de la melancolía. Ya me da miedo
mirar a la gente a los ojos; tengo la amarga sensación de saber qué están pensando todo
el tiempo. Escucho voces que no logro rastrear. Siempre me están susurrando al oído
prosa y verso como letanías de un bosque secreto…  
Tengo algo dentro que siempre se está quemando. Todo lo que sé es que me puedo
ir en cualquier momento y que no hará ninguna diferencia. Yo no quiero perpetuarme, no
quiero que me conozcan a través de este apellido que ni siquiera es mío. Soy reacio a toda
pretensión de dinastía.  
El papá de Carmen me invitó a fumar un cigarrillo, pero me negué. Estaba seguro de
que buscaba el momento para desquitarse; yo preferí no darle el gusto. Me inventé una
excusa sin fundamento, Mañana me toca trabajar muy temprano, Dije. Carmen se despidió
muy seria, y después de un beso sin ganas, de esos que dejan los labios terrosos, comenzó a
quejarse, Las cagaste, Dijo, Lo sé, Respondí, y me alejé en la noche incierta de la ciudad.  
 
No tenía que volver a casa temprano. Para ser sincero no tenía que volver a ninguna
parte en absoluto. En realidad, de lo que menos tenía ganas, era de ir a clases al día
siguiente; pero comencé a pensar que había faltado mucho ya, tanto, que ya no podía
recordar la última clase que di. Ya me habían llamado la atención varias veces en la
Dirección de Programa. Pero me comenzaba a dar igual. Caminando en la oscuridad
comencé a fantasear con posibles escenarios en los que Pati decía siempre lo mismo: Pasa
¿por qué faltas tanto a clases, Freddy? ¿Te sientes mal? ¿Tienes algún problema con el
que podamos ayudar?, Y de pronto se escucharía en la oficina del fondo, que alguien se
levantaba de su escritorio, corría una silla que le estorbaba el paso, y aparecería ante
nosotros este tipo de amplia barriga, con su cara asurada con esmero, y le colocaría una
mano en el hombro a Patricia, para hacerle saber que, a partir de ahí, él se haría cargo. Al
final de una larga discusión, yo acabaría por renunciar... Ahora tenía menos ganas de ir.  
Había girado en la esquina que no era. No sabía por cuánto tiempo había caminado
en la dirección opuesta. Al parecer, sin darme cuenta, giré en redondo por la esquina
de Fidel, y había salido dos cuadras atrás de la casa de Carmen. Quise volver a pasar, tal
vez hablar con ella y decirle una última cosa antes de irme a mi apartamento; pero los focos
estaban apagados ya.  
Caminé un largo trecho pensando en qué hubiera podido decirle, y qué hubiera
respondido ella. No cabía la más mínima posibilidad de construir un escenario en el que
ambos saliéramos ilesos ¿por qué? Por el simple hecho de estarse vaciando mutuamente
con cada conversación. De tanto conocernos habíamos encontrado entre nosotros,
diferencias insalvables. Lo mejor sería perder por un rato la memoria...   
Entre una linde y otra, no hay más que un sinfín de acontecimientos inmemoriales,
que se van desdibujando, que, aunque insignificantes ante las pulsiones de la humanidad,
no hacen más que alimentar el brío del espectáculo. Cada muerte, cada nacimiento, cada
manifestación de frustración, de amor u odio, son, en esencia, ínfimas ante el gran teatro
universal. Una gran guerra, una revolución épica, no hacen más que manchar su época
con algo de entretenimiento. Los viejos siempre habrán de emocionarse recordando, se
escribirán libros, se compondrán canciones e himnos, celebrando el haber vivido esos
pujes de la codicia y la soberbia humana o haber sobrevivido las agresiones con las que la
naturaleza se desquita de nosotros. Los jóvenes, los jóvenes cumplen su ciclo. se
emocionan ante cualquier narración, caen presa de lo mítico, y en estos tiempos se
fascinan por cualquier fenómeno terrestre; se empujan unos contra otros para presenciar,
desde la primera fila, el drama de turno; pero a medida que crecen se van haciendo cada
vez más cobardes; les pesa la vida, se les diluye el licor en la sangre, que antes les
imprimía el coraje de permanecer sobrios y, simplemente, un día aceptarían con
abnegación el hecho de tener que subir las escaleras con dificultad.  
Ya no existe esa pujanza en las entrañas, que los convida a medir sus fuerzas con
otras fuerzas más vigorosas; aquella inclinación a la extinción, antes de condenarse a la
inutilidad. Algunos estamos dispuestos a aceptar todo menos eso, inclusive dejar entrar a
la simplicidad, porque en su orden retendríamos las ansias. Quien buscara más allá, no
encontraría más que confusión, y el resuello de algo que no se atrevería a mirar, tal vez
una voz que te grita que cerca, muy cerca de todas las fronteras referenciales, de toda
convencionalidad, una selva gira en sí misma como una isla flotante. La azalea púrpura
que crece ahí, conserva la humedad del llanto celestial de todas las fuerzas ocultas que
mueven nuestro mundo. Fieras en constante lucha mantienen la rotación incesante de la
isla; el caos que generan, alimenta la atmosfera pesada donde yace un placer inentendible
aún. En el interior de la selva se sobrevive de la carroña, pues no hay planta que dé un
fruto más dulce que la carne podrida. Y si se presta peculiar atención al cielo de la noche,
se podrán ver los hilos de las Parcas brillar; hiladas infinitas que conectan todos nuestros
actos con aquella porción de Kama, destellan como una constelación, haciendo un mapa
íntimo de la intrincada red.  
No basta con leer a Hobbes o a Smith, para saber que esa isla es el reflejo de esto
que percibimos como mundo, la única diferencia es que las bestias que la habitan no
justifican sus actos con retórica, su lenguaje está hecho de garras y dientes, sentidos y
músculos, en armonía perfecta con el hambre. Sentir el apetito no la tortura, pues es un
placer saciarlo.  
Cuando Átropos corta algunos de los hilos con sus manos oscuras y temblorosas,
los mares se agitan, los cielos se opacan, Euro, Céfiro, Bóreas y Austro se enfurecen, al
tiempo que la tierra se abre y cae sobre las grietas una lluvia horizontal pegajosa,
haciendo retoñar zarzas en llamas al pie de cada monte, que hablan, pero no son
escuchadas, pues su lenguaje fuerte en un principio, se ha hecho débil. Sólo Cloto calma el
vilo de la existencia, ya que preside el comienzo de otro, dejando a la isla en calma
después de la muerte, trayendo a un “no-nacido” un “no-creado”, para que cumpla su
ciclo.  
Es así como se puede viajar entre la suerte de los hombres y a ese recorrido nos
atrevemos a llamarle libertad. Quizá ese resplandor, fue el último destello de humanidad
que pudo ver la mujer de Lot.  
  
(Esto último era tan encriptado, que Carmen dejó los papeles en su lugar.)*  
 
Dejó el libro viejo sobre la mesa. Estuvo toda la noche dando pasos por la
habitación, leyendo, dejando pequeñas notas desperdigadas en hojas sueltas que dejaba caer
como flores, y ahora que llega la mañana, los ojos le arden y le pesan. Siente todo su
cuerpo como un gran amasijo de hierro, y hasta casi escucha chirriar todas sus
articulaciones mientras camina hacia la ventana. ¡El día es hermoso¡¡qué vaina! Las
personas que se aventuraban a salir a sus respectivos trabajos, tenían que sortear una serie
de peripecias que les hacía confundir la mala noche siempre anterior, con un castigo
insomne, comenzando por la espesa niebla de hoy que les impide ver con claridad más allá
de las narices, y que dota de una adorable lejanía todo cuanto nos rodea. Las aves
seguramente emigraban del litoral convertido en tempano, donde se daban un festín noche
tras noche, a un nosédónde, metiéndose y acurrucándose en extensas bandadas en el interior
de sí mismas, pero nadie las veía nunca, pues no se tomaban el tiempo de levantar la
mirada. Los perros callejeros también se reunían en manadas numerosas haciéndose bolitas
peludas muy juntas para soportar el frío, y ante el transitar de la gente, no hacían más de
levantar la cabeza, poner las orejas en punta y echarse de nuevo, antes de apretar los ojos.  
 Un olor a fango subía con la niebla, junto con luciérnagas que se confundían con
luceros estrellando la noche y la luna siempre llena y hoy un poco más roja. Las únicas que
emigraban eran las ratas y ratones que, acosados por el nauseabundo hedor, se refugiaban
poco más allá de la línea de basura que separa esta ciudad de la otra; pero regresaban
inequívocamente a la casa de cada una antes de terminar el día, cuando el aire frío que traía
la niebla apelmazaba el ritmo de las cosas. Extrañamente la luna jamás escondía si rostro ni
de día ni de noche, y eso confundía a los animales de la noche, que se topaban con los
animales diurnos, mirándose uno y otro con curiosidad.  
Tengo días así, en los que no me hace falta nada; sin embargo, una sensación de
anhelo supura en lo hondo, y me pregunto qué será… Un miedo se me acumula en las
rodillas, subiendo hasta llegar a mi estómago, convirtiéndose luego en un frío. Los carros,
las casas, las personas, y la televisión todavía encendida mirando a la nada; las grades
antenas en la distancia y el intrincado cableado de los postes altos, que forman una espesa
red que le recuerda a uno que vivirá aprisionado en la tierra, y que ni muertos salvaremos
los escollos para iniciar un viaje de ascensión. Siempre, irrefrenablemente, iremos en
descenso.  
Saboreó su saliva y la sintió amarga por culpa de la fila interminable de cigarrillos y
en su garganta ahora supuraba una resequedad acumulada durante la noche. Miró el reloj
con sus ojos encendidos. Unos segundos antes de que sonara la alarma, lo siguió con la
memoria; su sonido le invadió la cabeza. Como presagiándola, cuando su sonido inundó la
sala, tensó la mandíbula y se dirigió al baño.  
Bajo la ducha se le vinieron a la memoria escenas de una ciudad en ruinas,
devastada por la guerra, la historia de una niña que intenta salvar a su hermano pequeño;
casas y casas con gente viviendo entre sus escombros, o más bien, sobreviviendo en los
sótanos o detrás de las paredes a medio derrumbar, pero no pudo recordar el nombre de la
niña por más que se esforzó. Comenzaba a olvidarlo todo. Se asustó, le entró un soplo frío
en el corazón que no supo de dónde venía, y algo susurraba desde dentro de su
cabeza ¿Qué buscas? Se le humedecieron los ojos entonces. Apoyó las manos en el
baldosín y vio el agua bajar por su picha, haciendo un arco y caer en el orificio del
desagüe.   
Salió temprano, como de costumbre, palpitándole las sienes y ardiéndole aún más
los ojos. Sintió en el pecho el helado beso de la mañana, que parecía más un crepúsculo, un
final, que el comienzo de algo. Miró en lo alto, a un lado y a otro, y vio la luna y al sol
frente a frente, cada uno en el límite de su dominio. ¿Qué límites eran estos, en los que se
encontraba? Lo ignoraba por completo. Subió la corredera de su chamarra hasta que sintió
la punzada del pequeño metal en el mentón. Suspiró de sueño arqueando las cejas,
esperando un enorme bostezo guardado desde la noche anterior; pero nunca llegó; primero
bostezó el lector. Ese intento fallido de un bostezo, terminó en un encogimiento de hombros
y en un progresivo desinflamiento, que lo obligó a bajar la mirada. Intentó encontrar sus
zapatos traslúcidos por la neblina. Se le olvidó embetunarlos de nuevo. Sin embargo, su
vista se quedó a medio camino, subiendo desde poco más arriba de sus rodillas, por el
pantalón de pana como la mosca-Dios, enfocándose en el bolsillo derecho, donde le hacía
bulto la cartera con treinta mil pesos, y siguió ascendiendo sobre su chamarra negra de piel,
retrocediendo hasta hundirse de nuevo en sus ojos cristalinos y seguir más allá, hasta el
centro de su cráneo, haciéndolo tragar en seco una bola enorme de saliva que apareció en su
boca de la nada.  
Sabía que tenía que regresar a su piso de nuevo a por las llaves, que se le habían
olvidado en un cuenco ordinario sobre el televisor, y que se le hacía ya muy tarde.  Entre la
indecisión de si subir o esperar el bus, se giró y recorrió los trece pisos con la mirada, contó
los escalones uno por uno, y se pensó subiendo ya, y viendo los números de bronce de los
pisos colgando a un lado de las puertas. En una danza de espiral ascendente casi
interminable, se le alborotaban las náuseas viejísimas acumuladas desde la niñez, cuando su
único tío lo hacía girar tomándolo con fuerza de sus pequeñas manos. Después de unos
minutos que le parecieron fugaces, esperando la llegada del bus y a la vez deseando su
retraso, se decidió a subir; pero al dar un paso, un vacío tan enorme como un precipicio, lo
hizo apretar todos los dientes unos contra otros y astillar el molar que se le venía
deshaciendo hacía meses, hasta distorsionar su rostro en una mueca. Había metió los pies
en un charco. Se mojó por completo el zapato y la bota del pantalón. Al sentir el millar de
punzadas del agua fría en los pies, dio un pequeño salto y azotó el piso con violencia un par
de veces para escurrirse, mientras buscaba con la lengua el fragmento de muela dentro de
su boca, y mientras las ondas luminarias del charco iban desapareciendo, los perros
levantaron las orejas y mirando de reojo, ahogaron un ladrido hasta que se dieron cuenta
que era él: el tipo que le echaba las salchichas. Uno de ellos se levantó, se arqueó como un
gato que se frota contra una pierna, se estiró en un movimiento de yoga y buscó otro lugar
en el cual acomodarse. Él acorraló el fragmento, lo sostuvo con los incisivos, esparciendo
una sustancia arenosa en la punta de la lengua y lo escupió lo más lejos que pudo. No se
detuvo mucho en ello. Suspiró y enfrentó la entrada del edificio con el sentimiento extraño
de dirigirse a unas gigantescas fauces que lo engullirían como a una píldora.   
Ya comenzaba a lloviznar de nuevo y el sol tímido, se veía achocolatado en las
alturas. Al pasar el mogote de la entrada, la luz herida por las tinieblas del día, fue
reemplazada con la luz artificial de las cuatro lámparas de led en el techo que, situadas en
cada esquina y que, con la ayuda de las paredes blancas y las baldosas cristalinas, no
dejaban sombra en ningún rincón, golpeando agresivamente la pupila aun a través del
vidrio de la puerta. Esperó el pitido de la entrada. Bajó la mirada y subió los hombros antes
de entrar a la recepción, al tiempo que con un leve gesto saludó a Pablo, el portero, quien le
contestó el saludo con una sonrisa distraída y pareció leerle el pensamiento, pues cuando lo
vio entrar de nuevo, abrió la gaveta y sacó de allí un pequeño y brillante llavero redondo
con el número 1301, ofreciéndoselo con la misma sonrisa displicente. Él le hizo un gesto de
aprobación con la cabeza y se dirigió a las escaleras con una sensación de culpa que no
entendió. Pablo lo siguió con la mirada cuando pasó de largo hasta que giró en las
escaleras, y después lo siguió por el monitor de la única cámara hasta que giró una segunda
vez y se perdió en el ascenso continuo. Se interesó en cómo las huellas húmedas en la
baldosa se iban borrando con rapidez como si un aire cálido las hiciera evaporar; pero
rápidamente sus pensamientos regresaron al embarazo de su nueva mujer, por lo que se
explayó en la mesa y se acomodó lo más que pudo para cerrar los ojos un momento y alejar
de su mente todo pensamiento de compromiso y obligación.  
El ascenso fue lento y ceremonioso, con pasos contados y precisos, con leves
miradas abajo y un continuo apoyo en la pared cada tanto, cuando el aire se le iba de los
pulmones a los riñones y sentía que se le congelaban.  
En el trayecto intentó recordar nombre por nombre a los inquilinos: Martín, José
Manuel el viejo y su hija Yolima; Romina y Sergio, la pareja argentina sin hijos… los fue
mencionando uno por uno según iba subiendo, pero todos le parecieron tan impersonales y
lejanos, con tal impedimento de darles un rostro que, para él, justamente en esa ocasión,
todos tenían la misma sonrisa amplia y los mismos grandes ojos vidriosos. Vio brillar el
número a un lado de su puerta. Metió la llave de repuesto sintiendo en sus vibraciones el
movimiento mecanizado de la cerradura, mientras la giraba tres veces hasta que la misma
cedió en un rotundo sonido sordo y sus bisagras inaudibles se acomodaron en una
invitación elegante cuando aplicó un poco de fuerza con el pulgar, haciendo salir la puerta
de la llave. Antes de entrar recorrió con la vista la sala como buscando algo en los rincones,
con una sensación lúgubre y un temblor en el labio inferior, que lamió con obsesión, pero
sólo halló una delgada bruma que recorría el suelo.  
Sin mirar se quitó los zapatos con los pies y los hizo a un lado hasta que el calzado
chocó contra la pared, mientras las bisagras se reacomodaban, hasta escuchar el “clic” que
separa una dimensión de otra. Sintió el suelo frío a través de las medias de camino al
cuarto. Eso fue todo. Se metió en la cama y se quedó dormido con la ropa puesta sin darse
cuenta. A las seis lo llamaron de la Universidad y lo interrogaron por su ausencia. Me
siento un poco indispuesto, Dijo, Mañana estaré allá sin falta, Y se quedó un momento
esperando: Está bien. Que te mejores, Pensó escuchar; pero se lo había dicho a sí mismo,
pues el único sonido que hubo antes del tuteo del teléfono, fue el choque seco del auricular
contra la caja de las teclas. En un movimiento automático lo desconectó y apagó su
celular.  
Se quedó sentado en la cama, despeinado por la batalla del ensueño. Sintió que
durmió por años. Con la mano pesada como una tranca, limpiaba la gruesa telaraña de sus
ojos, tratando de recordar qué había soñado o si llegó a soñar algo. Dejó caer la mano sobre
su rodilla y luego se dejó caer todo de nuevo en la cama, apretando con desesperación una
esquina de la sábana desperdigada entre la cabecera y el suelo. Era la viva imagen del
éxtasis. Yo me recuesto de nuevo en la cama y me pregunto innumerables cosas; pero
ninguna de ellas tiene la profundidad suficiente para hacerme olvidar el frío, el hambre y
la sed. Siempre tengo sed. Supongo que es a falta de emociones fuertes que me torno
melancólico y que no soporto la compañía humana. Me quedo viendo fijamente la mancha
de humedad en el techo por horas. Me digo… ¿Qué me digo? La mancha se está
descascarando de a poco en una metamorfosis continua y viene a dar en el suelo. A veces
creo escuchar cómo crepita y lentamente se va transformando en otra cosa y luego en otra
y en otra. Puedo pasar horas viendo la mancha sin mover un solo musculo, pensando en
meterme en ella, viendo casi con nitidez extraordinaria el otro espacio, luego mis ojos se
van cerrando lentamente y abriéndose aún más lento, con las líneas de las pestañas que
pesadamente filtran primero la luz, luego las formas, luego detalles. Puedo sentir cómo
mis pupilas se dilatan y relajan dejando entrar las cosas… ya no se pasean por la
habitación, sino que reducen su espectro de visión a un círculo pequeño, en el que orbitan
hasta que se vuelven a cubrir con el velo de mis parpados… con una idea fija en el fondo
de mi mente. A pesar de la vaguedad de otros pensamientos, siempre la melodía, la
melodía… la melodía…   
…Yo tengo una novela que retumba en mi cabeza como una melodía incesante. En
ocasiones he intentado escribirla; pero siempre resulta ser un poema. Los extensos textos
que leo sólo la alimentan con la lumbre del artista indómito —no leo un solo libro cuyo
autor haya sido dócil—, pero no adquiere la intensidad suficiente como para liquidarse a
sí misma, inmolarse sin el menor reparo. Es que genera respuesta tras respuesta a
preguntas vacías, eso no es para nada una buena novela. Una novela es una gran y
rotunda y sublime pregunta. Un por qué, un cómo, un cuándo, un qué, todo al tiempo. Es
una pregunta en la que rotula cada existencia. No importa la extensión, en la que te robe
el autor meses de tu vida con incontables páginas, te revuelva los sesos, te embriague, te
haga caer de lleno en la ansiedad o si te muestra el oscuro umbral de la animalidad, pues
siempre logra cerrar la puerta a tiempo. Nunca te muestra el sendero correcto, hasta que
cruzas la Linde de la última página. Cuando el telón llega abajo, en lugar de aplaudir,
sonreímos para nosotros mismos sentados cómodamente, hasta que nos hacemos la gran
pregunta: ¿qué de bueno? ¿qué de maravilloso tiene la vida, para que nos aferremos tanto
a la esperanza ignominiosa de vivirla y ya, sin un sentido claro? Tal vez a algunos les robe
un par de noches, en las que la paranoia los aleje del sueño, pero todo se queda allá
finalmente, del otro lado de las páginas, pues la pregunta acaba por dispersarse y nosotros
quedamos igual, porque todo finalmente se reacomoda en ese estado descabellado, de
embotellamiento: ni vivos ni muertos, con miedo a sentir miedo, ya que sentirlo
significaría, finalmente, que estamos vivos y por ende destinados a un día ya no estarlo
más.  
Le tememos al gran drama… ¡El gran drama!, a eso me refiero. Eso me digo. Hablo
de lo que quizá fascinaba a Whitman mientras veía en la soledad del bosque a las Pléyades
y las sintió suyas: “…prosigue el poderoso drama y tú puedes contribuir con un
verso.” Pues confieso que anoche soñé con mi verso y salté de la cama como si un rayo me
hubiera caído en la cabeza; corrí a mi escritorio, busqué desesperadamente papel y lápiz
mientras se repetía y repetía una frase en mi cabeza y en la oscuridad, con los ojos
vendados aún por el sueño, escribí sobre las páginas de un libro abierto antes de
quedarme dormido por completo.  
“¡Drama! Porque por más elevado que sea el juicio intelectual para tomar
decisiones y evaluar posibilidades, la vida no dejará de ser jamás la mayor de las
incertidumbres, el más poderoso drama…” Pero recuerdo que anoche no dormí, entonces
¿Cuándo escribí mi verso?...  
Se acomodó en la cama y sentado ya, comenzó a bajar lentamente la corredera de su
chamarra empapada de sudor.  
 
 …Viendo un ángel sobre una tumba, que me devolvía la mirada con una sonrisa
piadosa, y que me recordaba a alguien —no sé exactamente a quién—, ladeando la cabeza
de bello mármol pulido, me encontraba yo bajo la sombra de un almendro joven que
parecía abrazar la tumba desconocida. Sus raíces habían trepado por la lápida como si
quisieran hundirla en la tierra en una constante lucha, pero ella se mantenía firme como
un Sansón, resistiendo el peso de los años. No podía dejar de pensar que, con el tiempo
indudablemente cedería, que el almendro crecería hasta volverse un coloso y su sombra y
frescura se extenderían más allá de los límites de sí mismo. En el caso más poético los
átomos de cada uno se fusionarían, la tumba sería parte íntegra del árbol como el pilar
que sostendría toda la belleza de su naturaleza. La tumba, por supuesto que carecía de flor
alguna desde hacía décadas, si no contamos las que caían sobre ella, directamente del
árbol. Su epitafio quedó plasmado en mi memoria, y si me diera a la tarea de recitar
aquellos versos, realmente mal logrados, se perdería el encanto de aquella extraña
intimidad, porque hay cosas así: mal hechas, mal logradas, inacabadas, rotas, pero que
impactan por la perseverancia de su sinrazón. Dejaría por fuera de aquel poema, la arena
levantada por la brisa, al cuidador dormido en la banca de cemento, con sus piernas
dorándose en el abrasador sol de la tarde, que después de subir a lo más alto, baja como
quien se desliza cuesta abajo por una pendiente levemente ondulada, quemando el trópico
manglar; la mujer de negro, con el pañuelo y el paraguas que se inclina para cambiar las
flores marchitas de una lápida y el perro que olisquea entre los callejones, con la intención
inequívoca de cagar bajo el frescor de la sombra de los mausoleos.  
Sudaba como si se me estuviera evaporando la sangre. La camisa que llevaba era
de tela gruesa, y remangarla hasta mis antebrazos, hacía el efecto contrario, pues el vapor
que emana el cuerpo se condensaba alrededor de piel sin poder salir. Sentía arder mi cara
y mi pecho y detrás de mi cuello sentía el piquete que siente el viajero cuando es tragado el
desierto. Por un momento temí hacer combustión espontánea en pleno cementerio e
incendiarlo todo: las dos cuadras de lado y lado de gente acostada que ya es un puñado de
tierra.  
Nunca le he dicho a nadie por qué visito el cementerio tan frecuentemente —tal vez
sea para buscar ser poseído o sólo por el silencio y la paz que se respira aquí—. Pero de
un tiempo para acá siempre hago el mismo recorrido: tomo el camino central hasta el
fondo, me detengo frente a la pared y de allí recorro en culebrilla los angostos pasillos de
lápidas. Su tumba, que pequeña, medio adornada con una mala reproducción de unas
guirnaldas en cemento que se está cayendo, no impresiona a los ojos que andan en busca
de la pomposidad pos-mortem, pero que a mí me inspira una lástima desconocida. No
destaca, debo decir, de todo el pasillo largo y angosto en el que se encuentra; comparte
con tres almitas más su lápida; el nombre de ella se encuentra dispuesto en medio de
todos, debajo de Manuela, arriba de Carolina y María. La fecha de su natalicio y de su
defunción, tan sólo suman la edad de oro de las primeras mujeres turcas que llegaron acá
en barco, y que cuando vieron por primera vez el manglar, rezongaron plegarias en su
idioma melodioso. Maldiciones tal vez, que alguien escuchó y creyó que eran alabanzas a
esta nueva tierra.  
No hay epitafio, ni siquiera un “Aquí yace el alma de…” la adorna, y las únicas
flores que ha tenido en el tiempo que llevo frecuentándola, son las cartas que le dejo todos
los domingos sin falta. En una que otra ocasión la sorprendo con una carta que no entrego
a su verdadero destinatario; ahí la encuentro al domingo siguiente: hecha jirones por
culpa del azote de la inclemencia.  
Siempre una tristeza me invade, sustrayendo de mí toda fuerza útil. Intento poner
un límite para ello; pero soy de la raza lejana, entonces, como sabrá quién lo sabe todo, le
temo a lo mínimo y es allí cuando adopto una postura solemne y camino entre las tumbas,
de loza en loza, buscando un sepulcro hermoso para retratar. Busco los más grandes e
imponentes, preguntándome si allá abajo, a unos cuantos metros, la bullaranga de los
pasos les corta el sueño a los dormidos y los hace acomodarse de lado, si los arrulla la
caída de las hojas y el recorrido serpenteante de las hormigas. En la distancia, en un
rincón al final del terreno baldío, la caída del sol alzó la sombra de un castillo gótico
desvencijado, que parecía evocar todos los cuentos de Hoffman y todas las leyendas
inglesas. Mi corazón, sin mí, anduvo como por sobre las aguas de la lejanía y fue a dar
frente a la desportillada entrada del mausoleo sin nombre. Fui hechizado en ese instante.
Encontré una tórtola asustadiza dentro que, al verme, voló sobre mi cabeza dándose a la
huida, y posándose en una rama del almendro, que para ese entonces había multiplicado
su extensión, dejando a sus crías indefensas entre las ramitas de su nido, que extrañamente
no se agitaron. Su madre gorgoteaba desde la rama, custodiando inquisitivamente cada
uno de mis movimientos. Me acerqué a la entrada derrumbada, cuyas rejas oxidadas y
desprendidas de sus goznes hacía ya tiempo, habían cedido ante el embate de la brisa
nítrica que las fue machacando con cada suspiro del mar. Enamorado de la quietud de los
retoños, puse un pie dentro, fue cuando un fuerte olor a mármol, cemento, tierra húmeda y
cal me invadió el paladar. Evidencia irrefutable de la estancia del ser humano en algún
lugar que antes poseía una especie de sacralidad ineluctable. En la semi-obscuridad, un
agujero en lo alto dejaba entrar un rayo de luz como una espada que perlaba el polvo
contenido allí. Un impulso extraño me hizo poner los pies en aquella isla. Aunque estaba
aterrorizado, mi cuerpo se negaba, desde su profunda esencia, a la inacción. Permanecí
un rato dentro sin saber muy bien el motivo, tal vez tratando de observar hasta el más
mínimo detalle: la liana de tela de araña que colgaba de la esquina superior y las grietas
en lo que quedaba del techo. El nido de las crías estaba en uno de los soportes de una
escalera cuya madera se había podrido hacía tiempo, pues se podía ver el moho y el polvo
del comején cubriendo sus obscuros senderos; había pequeños fragmentos de yeso seco y
un saco pequeño con algo de cemento. Al parecer habían trabajado un tiempo en las
reparaciones, pero habían desistido. Al mirar con más detalle uno de los rincones, pude
ver entonces una hoja de papel amarillento debajo de uno de los soportes de la escalera.
Sin darme cuenta, en un momento de desequilibrio, apoyé mi mano con todo el peso de mi
cuerpo en un escalón de la madera pútrida y ésta se partió en dos… ¿partió en dos?, más
bien se deshizo como un castillo de arena, sólo quedando de ella los enormes clavos que la
constituían. Di un brinco de tal alcance, que fui a parar contra la pared de otro mausoleo
justo frente a este. Desde allí pude ver como aquel castillo se fue derrumbando y ser
tragado por la tierra hasta no quedar de él más que la cruz que lo coronaba, que se
balanceó un par de veces y luego cayó como si la hubieran fulminado de un disparo. Tardé
varios minutos en reponerme del susto y cuando volví en mí, recogí el nido, puse en él a las
crías que brincaban y aleteaban con sus inútiles alas y tomé el papel; me propuse
esconderlos y salir lo más rápido posible del lugar, pues me daba una pena horrible tal
alboroto, que de seguro haría venir al vigilante o al menos lo despertaría. Al salir del
callejón me percaté de que ni el durmiente de la banca, ni la señora de luto ni el perro se
encontraban cerca. Me acerqué a la puerta de salida, y a lo lejos logré ver al vigilante
dormido, echándose fresco con el cuaderno en el que anotaban los cambios de turno
“¿Quién duerme con este calor?” me pregunté mientras aceleraba un poco más el paso.
Me limpié la camisa y el pantalón y ya con el nido en las manos y el papel en mi bolsillo,
alcancé la puerta principal; pasé junto al vigilante que sentado en un rincón abanicaba
con más fuerza el cuaderno y dormitaba, mientras una gota gruesa de sudor le bajaba por
el cerquillo, le hacía una curva en la mandíbula y llegaba a la punta de su barbilla,
para luego caer sobre su camisa. Se pueden levantar los muertos y aun así no se
despertaría, ¿cómo puede dormir y abanicarse al mismo tiempo?...  
Al llegar a la calle giré a la derecha y me detuve en la esquina. No sabía qué hacer
con el nido y las crías de tórtola, por lo que lo dejé todo en el suelo mientras desdoblaba el
papel:  
  
     <<Luisa Bartola Vitola (agosto 24 de 19…– enero 6 de 19…)  
     Manuel Guillén Vitola  
     “Madre! Tu amor siempre en mi corazón, y tu piedad y tus preceptos siempre la norma
de mis acciones  
     La razón y la fe me evidencian que tu alma inmemorial me ve, me oye, me inspira y me
guarda, por lo que desde el cielo sigues siendo tú mi ángel estelar en este mundo. Que así
sea hasta que nos reunamos en el seno del Eterno”>>.  
  
Di dos pasos hacia atrás y escuché un chillido. Sabía que era uno de los polluelos.
Me limpié la suela del zapato con la orilla de la acera y dejé lo que quedaba del animalito.
Me dirigí de nuevo hacia aquel lugar, pero en la entrada me encontré de frente con un
séquito macilento que acompañaba un ataúd. Entre ellos distinguí una figura, un joven con
barba de tres días que llevaba la mirada a rastras y el entrecejo fruncido. Sus manos,
metidas en los bolcillos del pantalón, le daba el toque final de un hombre asediado por el
infortunio.  
Todo fue rápido. Por alguna razón me oculté a mí mismo el motivo de mi visita al
cementerio y después quise huir; pero vacilé tanto que todos me pudieron ver, aunque me
quedé oculto entre los árboles… todos me quedaron mirando de arriba abajo como a un
vagamundo, tal vez por mis ropas sucias. Tomé el polluelo de la tórtola y lo dejé sobre una
tumba alta, dirigiéndome luego a la puerta del cementerio. Pude ver cómo la madre
descendía al encuentro con su cría.  
Al despertarse en ese instante, recordó que se le olvidó cerrar bien la puerta, pero
cuando se dirigía a la sala, sintió agitación en la cocina. Se quedó inmóvil. Trató de
agudizar el oído, pero la distancia del cuarto a la cocina era larga y el sonido se desvanecía.
Sintió unos pasos que se detuvieron frente a la puerta y vio la sombra de alguien por debajo
cortando el hilo de luz. La puerta se abrió lentamente, entrando primero la sombra larga que
llegó a sus pies y subió rectando por la cama y la pared cubriéndolo de oscuridad, para
luego entrar Carmen. Sin decir una sola palabra se tumbó de rodillas abrazándolo por la
cintura y escondiendo la cara en su vientre, rompió a llorar.  
Cuando levantó la mirada vio los ojos inexpresivos de él hurgándola, hasta que,
como si un aguacero repentino le hubiera caído encima, esos mismos ojos se cristalizaron y
sus labios se contrajeron levemente. Lo siento mi vida, Dijo ella, Lo sé, Fue lo único que
respondió, y se acomodó de nuevo en la cama, con su cara hacia la pared.  
Se despertó más tarde, cuando el sol ya entraba sin permiso por el cuarto. Carmen
había aseado la habitación y había abierto las cortinas. Vio los élitros de polvo brillar sobre
las cosas. Se le vino un cúmulo de recuerdos a la garganta que lo aprisionó como una pinza
al rojo vivo. Apretó los ojos muy fuertes para contenerlos; pero fue inútil… sentía que
todos los nervios de su cuerpo estaban expuestos en el mesón frío de una carnicería. Tuvo
que sentarse en la cama un momento.  
 
<<Cerca de Cali, miércoles 15 de enero…  
  
Freddy, mí muy amado Freddy. No sabes tú, amigo mío, cuánto deseaba
volver a tener noticias tuyas. ¿Cuánto hace ya?, ¿siete, ocho meses? Pues recién
anteayer me llegaron tus últimas cartas, que vi que tenían fecha de hace dos meses.
Por motivos que no me son dados mencionar aquí, me vi obligado a viajar a una
apartada hacienda a las afueras de Cali. La casera, la amabilísima señora G* me
remitió tu correspondencia. Pero al fin leí tus envíos, el manuscrito de tu novela y
las cartas y déjame decirte que me preocupas, amigo mío. Me pregunto si estas
durmiendo a las horas, si comes oportunamente, en fin, si no has descuidado tu
vitalidad, por culpa de algún sobreesfuerzo, porque te leo y te me presentas
obsesivo. Quisiera verte una última vez, hablar contigo, lastimosamente mis oficios
me tendrán aprisionado unos meses más, en esta hacienda llena de personas
quisquillosas y mal educadas.  
Cuando no estoy escribiendo cartas a mis amigos editores para que acepten
leer tu manuscrito, me paseo por los alrededores cuando nadie me ve, para fumar
marihuana. Desde lo alto de un empinado risco, logro ver un pequeño pueblo en las
faldas de una montaña enana, con sus techos de tejas rojas y alguna que otra casita
de palma apartada de las demás, y si ladeo mi vista, me encuentro con un
extensísimo valle donde pastan numerosas reses. El paseo me es reparador, y al
volver, veo de lejos a los jinetes con sus sombreros de jipijapa roídos,
ensombrecidos en el horizonte, que luego llegan hasta las puertas de la hacienda
con el sudor corriéndoles por el rostro y acumulárseles en el cuello en forma de
costra. Tienen gruesas manos, con dedos gordos y sus palmas son de una aspereza
de lija, de tanto sujetar las riendas de los caballos. ¡Son un espectáculo! Todos son
toscos y rudos, y apuestan como beben y beben como deben, no esperando la
mínima ocasión para pedirte prestado unos pesos con cualquier pretexto, o
venderte un par de botas, un sombrero o un cuchillo de descuartizar. Parecen
amables a primera vista, pero si te descuidas son capaces de dejarte en cueros.
Creen firmemente que todos los citadinos son estúpidos.  
A pesar de toda la barahúnda alegre que por las noches invade la hacienda,
cuando todos los trabajadores regresan y cantan y bailan y consumen pimpinas de
aguardiente junto a sus mujeres, la melancolía no da tregua. Esa melancolía tiene
raíces muy profundas, supongo. Y ahora se suma la sensación de que toda nuestra
infancia juntos, no fue para ti más que “sólo un sueño del que no puedes
acordarte”.  
Cuando todo acaba, y los borrachos regresan a sus lugares y el silencio es
particularmente magnifico, me largo a mi cuarto y reviso mis apuntes. Ayer,
precisamente, encontré unas cuantas líneas escritas en una hoja suelta, eso me
condujo en línea recta hacia tu manuscrito, que afortunadamente tenía a la mano, y
el cual me dispuse a releer, hasta que tuve que interrumpirme para reflexionar
sobre una cuestión que, aprovechando la oportunidad, te expongo:  
Si bien dicen por ahí que, en esa otra aventura que es la novela, cada
personaje es un misterio por develar, que ni el mismo autor llega a conocer a
ciencia cierta, el más mínimo rasgo característico de uno de ellos, también es
cierto que cada personaje se bifurca, no sin antes sustraer, con el fin de sobrevivir
más allá de la novela, parte de la esencia del autor, y del ensueño de la propia
trama, aquello que le haga falta. Es un método de conocerse un poco desde otros
ángulos. ¡Menos mal que esos fantasmas se nos aparecen tan vívidos a nosotros los
lectores, y que podemos dar testimonio de algún escape artístico! Pues, si no ¿de
qué vivirían los críticos literarios? En este caso es la novela la que ha
transformado a su autor —no es un caso aislado—, dejándolo irreconocible hasta
para sus más cercanos. ¿Será que cada obra es, en todo caso, de carácter
psicoanalítico?  
Ahora entendemos los regaños de mi padre al encontrarnos devorando
libros debajo de la cama.  
 Si pongo en juego el manuscrito con tus cartas, siento que transitas por
senderos llenos de peligro, ahondas en cosas horripilantes y que te enfrentas a los
abismos insondables del propio ser. ¡Me imagino cuánto has sufrido pensando en
todo eso! Lo único que te suplico, es que no te conviertas en una de esas criaturas
de las que tanto nos burlábamos antaño, aquellos “generales de las letras” que no
son más que charlatanes que no llegaron a madurar artísticamente, y que son sólo
tímidos hasta la médula, y por ello, o tienden a ser demasiado conservadores o muy
libertinos con sus obras. Los unos no se atreven a cruzar los límites sin límites del
arte, y los otros sólo son simple vulgares, que tienen tatuado el lema de “la
escritura como provocación”. Esas criaturas son llamativas por su falta de pasión
por la vida y su intensa entrega al oficio, que no es más que buscar dentro del
corazón del Leviatán, que no construyen medio verso admirable pues desconocen la
agitación bajo las aguas mansas de la noosfera. Oficio inútil y desgarrador es el
del hombre si no aprende a ir más allá de todo límite. ¡Ah, pero queridísimo mío!
No importa lo lejos que alcances a llegar, jamás olvides que eres humano y eso, ya
en sí, forja unos pesados grilletes. A menos que se sepa morir, tu alma
permanecerá aprisionada, enfermando, marchitándose sin poder detener el
tiempo.  
Ya que me pides opinión sobre tu obra, sólo he de decir, antes que nada, que
ninguna ha podido plasmar de lleno las angustias del corazón de un hombre o de
una mujer, que tienden a ser o muy blancas o muy negras, y que lo que conocemos
como obras maestras no son, a duras penas, un aspecto de dicho corazón, donde
nos encontramos a nosotros mismos, dependiendo a dónde se inclinen nuestras
pasiones. No porque seamos nosotros, sino porque nos buscamos con tanta pasión
en aquel mundo, que terminamos por convertirnos en otra persona. Es trabajo del
artista plasmarlo; pero esta criatura de turbulentos pensamientos nunca llega a
concluir su tarea, pues en lugar de dejarle un sinfín de suspiros al lector, de
llevárselo consigo a lo más bajo y profundo de los acontecimientos de la
humanidad, para siempre, lo deja caer de nuevo en la realidad, cuando coloca mal
una sílaba o, en una oración sin pasión, el párrafo completo pierde brío. Debería
existir, pues, una novela que durará toda una vida, y si no, que con dos o tres
cortos capítulos, estremeciera la psique del buen lector, ¿existen obras así? Todas;
exceptuando todas. Porque a una obra no se le escribe bien o mal dependiendo su
siglo; a una obra se le aprecia y se le llega a amar uno o dos siglos después,
cuando el corazón de por lo menos un individuo, se encuentra con palabras más
sabias que las dichas en su tiempo. Además, si le sumamos el hecho de que a una
novela jamás se llega a escribir definitivamente mientras no muera su creador. Se
es maniaco con esas cosas. Se escribe y reescribe cada vez que se sienta uno a
meditar un poco. Opino yo, que aquella sensación de acabar una novela es ajena a
un bien escritor, es más bien asunto de escribientes, ya que acabar la novela es
equivalente a matarla, y la novela tiene, por derecho propio, a permanecer viva,
justamente por ello se vuelve esquiva ante la pretensión del autor de finiquitarla de
una buena vez. Lo clásico siempre será mejor por ello: autor muerto, obra viva.
Esto es tan cierto que si quieres, amigo, enriquecer aún más tu ingenio con una
afirmación de lo que he dicho, aquí te la obsequio, que es, por supuesto, de otro
tiempo:  
       
     “A menudo se reniega de los maestros supremos; se rebela uno contra ellos; se
enumeran sus defectos; se los acusa de ser aburridos, de una obra demasiado
extensa, de extravagancia, de mal gusto, al tiempo que se los saquea,
engalanándose con plumas ajenas; pero en vano nos debatimos bajo su yugo. Todo
se tiñe de sus colores; por doquier encontramos sus huellas; inventan palabras y
nombres que van a enriquecer el vocabulario general de los pueblos; sus
expresiones se convierten en proverbiales, sus personajes ficticios se truecan con
personajes reales, que tienen herederos y linaje. Abren horizontes de donde brotan
haces de luz; siembran ideas, gérmenes de otras mil; proporcionan motivos de
inspiración, temas, estilos a todas las artes: sus temas son las minas o las entrañas
del espíritu humano” (François de Chateaubriand: Memorias de ultratumba, libro
XII, capítulo I, 1822)”  
  
Puedo darte todos los consejos que puedan ayudarte, pero el único peligro
del que no podré defenderte, es abrir demasiadas puertas que luego no puedas
cerrar. Sólo puedo decirte que los amigos más cercanos son los laureles sobre los
que duermen tus desesperanzas. Si los hay, querido, son un alivio insuperable.
Todo solitario lo sabe. Calma pues, ese ímpetu amigo mío, porque leo tus cartas y
releo tu correspondencia pasada y me inquieta el cambio en tan poco tiempo, y
temo que la obsesión te invada y te cause males.  
Yo por mi parte me marcho. Vine a morir a un lugar como este. Te lo
confieso a ti y sólo a ti, porque creo que eres la única persona que podría entender
mi decisión. Ya resolví los preparativos del sepelio y otras tantas cuestiones
legales… amigo mío, mi hermano, dispuse todo para que te quedes con todos mis
libros y mis documentos más íntimos. Tuve que quemar muchas cartas mías, tuyas,
de mi madre y de ella; pero te dejo lo más relevante para que ingenies con ello
alguna enrevesada novela o sólo para que te hagan compañía.  
Adiós amigo, adiós, la próxima vez que me veas no seré más que un bulto de
carne, un envoltorio sin ser, una nada…  
Tu amigo: Julián Guillén. >>  
Se les ve a los habitantes abrigados hasta las cinco de la tarde, intentando
superarse en su monotonía, angustiados por la incesante llovizna que lo empapa todo,
desde que se pronuncia el alba. Entonces, como quien se despoja de una pesada armadura,
empiezan a desvestirse obstinadamente, dejando desparramadas las prendas. Se disponen
a sacar las sillas, taburetes y mecedoras a las terrazas, arrastrándolas con pereza, con la
esperanza de pescar alguna leve brisa. Lo hacen con el mismo estrepitoso compás de un
desfile de bandas, melancólico, macilento y descorazonado. Triste orquesta, hacen resonar
las chancletas en el taconeo, tic, tac, tic, tac.   
La noche, que es para descansar, para retener las angustias del día, bajo el
silencio del sueño ajeno, se convierte en un carnaval de bostezos. Se les ve mirar al cielo
estrellado, mientras agitan sus abanicos de mano refunfuñando y musitando plegarias,
rogando que se acabe pronto la noche, escurridos en sus asientos. Los niños se acomodan
alrededor, preguntando con la mirada las cosas de la edad. Los perros olfatean los bichos,
que aturdidos salen de sus guaridas y se pasean por instinto, buscando la frescura de los
rincones de los muebles. Los perros olfatean y estornudan, erizándoseles, los pelos del
cogote, frunciendo el hocico, sacando la enorme lengua roja para humedecerse la nariz en
un intento por borrar el olor metálico que secretan. Se van, dan un par de vueltas y se
tumban en el piso de panza sin dejar de resollar. La luna brilla intensa en lo alto del cielo.
Se ven pasar por la calle, en su bicicleta al chancero, a los amantes clandestinos, con sus
caras abrillantadas por la calor y la supurante lívido, y su sombra se alarga, es empujada
y absorbida luego, en cada tramo, por la luz amarilla de las farolas. En su circunferencia,
se logra ver el vaho que emana el suelo. Se vuelven una sombra inalcanzable, recta,
dirigida hacia la oscuridad, hasta detener su marcha frente algún motel clandestino
—“Manglares”, se lee en luces azules de neón—, disimulado por endurecidos jardines
lúgubres, de aspecto irresoluto. Él toca el timbre, una reja escondida tras unas plantas
colgantes se abre, una mano sale indicándoles que pueden pasar, y mientras la reja se
cierra tras ellos y las plantas se reacomodan, el vigilante de la cuadra aparece en la
esquina, hace sonar su silbato mientras utiliza el macizo garrote como bastón. Canta entre
silbatazo y silbatazo alguna canción descorazonadamente: “… y ella es como una canción,
/ una canción que al viento silbar incompleta,/ murió en la falda de una colina
cualquiera…” Hace su ruta saludando para cobrar la cuota semanal. Las personas mugen
un saludo, le levantan la mano en señal de espera y un niño corre a la sala, levanta el
centro de mesa del comedor, saca un billete que luego le alarga entre los barrotes de la
verja. El vigilante se lleva la mano a la gorra en señal de despedida. Otros detienen el
movimiento de la mecedora para decirle que “toda junta la semana que viene, Carlos”;
renuevan el aleteo del abanico de mano, junto con el hipnótico ritmo de la mecedora, la
pierna que arrastra la chancleta y siguen implorando una brisa.  
Niños, como una jauría, parecen oler a la distancia a su padre, que regresa a casa.
Entonces, al verlo azul, se lanzan veloces en una carrera salvaje a su encuentro. Nenes y
niñas se exigen en esta olímpica prueba de cariño, agitando los brazos, pues todos quieren
siempre ser el primero en estamparle el beso como señal de adoración. Por ese instante
son indomables bestias en el hipódromo, pequeños galgos tras una misma presa. El
primero se le cuelga al cuello clavándole un beso debajo de la oreja, mientras ríe
estrepitosamente. Los otros le arrebatan la bolsa donde trae los panes, reclamándola cada
uno como suya y luchando por el derecho supremo de llevarla a casa, que es el segundo
premio. El hombre, inclinándose con el peso del ganador en su cuello y su espalda
cansada, recibe el ceremonioso beso de cada uno, que van pidiendo en orden mientras se
calma aquel frenesí. Es el cazador que regresa victorioso cada noche a casa, trayendo
consigo aquella presa de levadura y harina. El más pequeño de todos siempre llora, pues
nunca, en cinco años, ha logrado ser el primero, pero el hombre lo busca encontrándolo
apartado en medio de un sollozo jadeante y a escondidas le entrega un caramelo y le agita
los cabellos “no llores campeón”, le dice. El niño esconde su cara en la entrepierna y lo
agarra fuerte de los bolsillos del pantalón, subiendo sus piecitos en las enormes botas del
hombre, haciéndose arrastrar de espaldas hasta la casa, como el muñeco de un
ventrílocuo, en un movimiento para él retrospectivo, riendo luego a cada paso gigantesco,
arqueándose en el trayecto para ver el mundo al revés y la casa y a la madre sonriente
cruzada de brazos en la entrada. “Ajá mija”, Dice él, Ajá mijo, Responde ella, y le clava
un beso en los labios y corre a la cocina a destaparle la comida, ponerle sobre el arroz
blanco, a un lado de la carne, tres tajadas maduras para endulzarle aquel alimento, para
después servirle el jugo.  
Yo me asomo por la ventana para ver aquel espectáculo: aquellas puertas y
ventanas iluminadas por el televisor; sombras que van y vienen trayendo grandes vasos
plásticos llenos de agua hasta el tope. Juntándose en un círculo a comer y a reír con las
bocas llenas y a lanzarse bolitas de pan. Más allá, los tendederos repletos de ropa en los
patios y en las rejas de las ventanas o tendidas en los balcones, ya no tienen la vida de
otros tiempos, cuando los vientos las agitaban; en los techos, pares de zapatos que el gato
tiene que sortear cuando pasa de un tejado a otro y que se me pierde al girar, para saltar
hacia la carpa roja de alguna tienda, donde el tendero sale de detrás del mostrador para
abanicarse la prominente barriga peluda con la camisilla que se acaba de quitar, que
suspirando mira a lo alto buscando el aleteo de algún pájaro que detone el rumor de una
corriente de viento, pero me ve a mí viéndolo desde mi ventana. Veo el humo de mi
cigarrillo subir lentamente y me encuentro con todas las estrellas y los astros, con la
enorme luna que parece un plato y que cada día está más cerca. El humo sube sin
interrupción. No se desarregla. Sube como un hilo irrompible, dando la sensación de
poder ser tomado con los dedos y anudarlo. Sudo como un puerco mientras escucho el
constante murmullo de la gente de mi cuadra, el jadeo de los perros... El abanico que
tengo en la sala gira solitario y la televisión, silenciosa, lo mira insistentemente, hasta
parece buscar el tufo que despide. Encuentro de repente al gato que se había perdido;
ahora está junto al perro, frotándose contra su pata. Un niño deja su pedazo de pan sobre
sus muslos, se limpia la mano en el suéter, y con la punta del dedo le presiona entre las
costillas a otro, como quien oprime el suich de la luz. El otro niño da un salto y ríe, le
indican con un gesto que guarde silencio y mire a Tom frotarse con tierna camaradería
contra Boby. Abre la boca en señal de sorpresa, tornea los ojos y se lleva la mano a la
mejilla donde el pan es una pelota.  
Veo a los amantes salir de nuevo por el oscuro jardín. La distancia se ha duplicado
entre ellos. Siempre la distancia se duplica después del sexo. Caminan cada uno sumido en
sus pensamientos; pero luego él la toma por la cintura, y bajo la luz de un poste, le
estampa un beso en los labios, le acaricia el mentón, le aparta un mechón de cabello de la
cara y la mira directo a los ojos por un segundo. Luego se van y se pierden en la oscuridad
de un callejón.  
Miro mi habitación. Como todos los habitantes de aquí, enciendo la televisión con
el único propósito de sentir que se desarrolla un drama espectacular dentro de mi propia
vida, y como cada uno de ellos, ni siquiera lo miro, ni siquiera me siento frente a él, sólo
observo sentado en el alfeizar de la ventana, los diferentes tonos de luz que emana y que
crean figuras nuevas a partir de los pocos objetos que aún viven conmigo en este cuarto.
Es un movimiento mecánico al regresar del trabajo, pasar frente a él, tomar el control del
sofá, encenderlo y pasar de largo a sentarme en la ventana mientras me desabotono la
camisa, y me aflojo la correa del pantalón, para fumar cómodo un par de cigarrillos.
Realizo el mismo rito del hombre de abajo: regresar a casa. Con la diferencia de que él lo
hace en medio de la barahúnda de cinco hijos que han estado maquinando formas de
impresionarlo. Yo no disimulo mi cansancio, él sí. A pesar del cansancio le cubre los ojos
como un velo, se muestra siempre dispuesto a escucharlos a todos; inclusive a la mujer,
que ya en la cama, le refiere innumerables detalles de los chiquillos, a lo que él, con el
antebrazo sobre los ojos, responde entre un sueño narcótico, con gemidos cada vez más
tardíos, hasta que irremediablemente se queda dormido.  
 
 ¿Estoy arriba o abajo? Lo último que recuerdo es haber caminado sin rumbo por
estas calles angostas. Miro hacia arriba y veo la cortina salir a través de la ventana. Loa
ojos me arden y siento en mis manos un tacto extraño. Estoy completamente seguro que
estas no son las ropas on las que salí...esta camisa huele a nuevo y el pantalón aún tiene el
doblez marcado y los zapatos me aprietan un poco. Pero estoy muy cansado para meditar
sobre ello, se me está escurriendo la fuerza con cada paso que doy hacia el edificio. no
puedo dejar de ver a la ventana. Tengo el presentimiento de que hay alguien esperándome,
observándome impaciente desde allí. Nunca cierro esa ventana; sólo corro un poco la
cortina para que la luz no entre del todo. Antes lo hacía, pero un día me puse a pensar que,
viviendo en el último piso del edificio, nadie pasaría de largo los doce pisos de abajo y
entraría aquí a encontrarse conmigo, quien lo miraría como a una pobre alma que no sabe
a dónde diablos ha subido. Sería entonces la excusa perfecta para disparar el revolver que
dejó Julián: Il trionfo della morte de D´annunzio, que dispara siempre certero al corazón.
Pero nunca nadie viene. Y tengo siempre la costumbre de mirar hacia arriba, fijo a mi
ventana, antes de entrar al edificio derruido, con la extraña sensación de estar siendo
observado por alguien desde aquí mismo, que me espera impaciente por varias horas con
un café entre las manos, y devora con furia una galleta rancia de las que guardo en mi
mesa de noche. Cuando me siento en la ventana, miro insistentemente hacia la entrada del
edificio, esperando impaciente la figura extraña que habita hace años junto a mí este
apartamento, verlo entrar en el edificio, calcular el trayecto de las escaleras que iría
subiendo fofo y distraído hasta meter la llave en la puerta, encender el televisor y pasar de
largo hacia la ventana, juntándose conmigo en este lugar físicamente imposible de habitar
al mismo tiempo, y empezar a pensar esto que estoy pensando una y otra vez, en un ciclo
interminable de incertidumbre... seguiría ese ciclo infinidad de veces hasta que alguien
ajeno a los dos tocara la puerta y rebasara el umbral. 
Como si fuera la primera vez, tomo un libro que llevo leyendo hace años, lo abro en
una página cualquiera, y no comienzo sino cuando logro recordar exactamente la última
palabra que leí, que cayendo como pesados ladrillos, seguramente me haría recordar otro
libro, otro autor, otro olor, otro sonido o, quizá alguna imagen verde de una hierba
agitada por las brisas de un agosto lejano en mi memoria y que hacían en ella un efecto de
gamuza. Entonces vería los élitros esparcidos, y cómo algunos suben decididamente y
otros bajan cayendo sobre mis ropas, quedando impresos sus besos llenos de zumbidos. Y
más allá de este bosque íntimo, vería alzarse las palmas y los cocoteros que casi tocan el
cielo, en una curva, como un brazo que extiende para señalar un pájaro que refleja su
sombra en el suelo o una nube que se parece exageradamente a algo que jamás he visto.
Esa familiaridad estorbosa es la que anhelo. Daría todo por volver a aquel lugar. Yo
miraba sus límites luchando con la claridad del sol, con la boca abierta, con el gesto
curioso de quien ve una obra que nadie nunca podría explicar. Las veía tan solitarias en el
azul, tan blancas y espumosas, que me entraba un susto y las rodillas se me enfriaban.
Luego toda la tarde la pasaba solo, pensando en un ayer que no había ocurrido todavía,
recordando un futuro desde donde hoy recuerdo un ayer, hasta que la voz de mi mamá me
llamaba para el segundo baño del día, y todo daba un salto olímpico hasta el instante en el
que me empolvaba el pecho y abotonaba la camisa… luego otro salto olímpico y ya era un
hombre con una cerveza en la mano y un cigarrillo en la boca, escuchando salsa desde un
rincón de un moridero. ¿Cuándo pasó todo esto? Ayer apenas era un niño que se tumbaba
de espaldas en la hierba y cerraba los ojos para escuchar el zumbido de los árboles y el
ladrido de los perros y que se llevaba la mano al rostro para verificar que todavía estaba
ahí, que seguía vivo. Hoy me llevo la mano a la cara y encuentro un rostro frío e
inexpresivo, puntiagudo, cargado de cicatrices…  
Levanto la mano como señal para que me traigan otra cerveza, y un tipo gordo,
vestido con un suéter que tiene impreso el nombre del lugar: “La esquina del viejo
Migue”, se acerca con la bebida entre las manos, me mira y maúlla. Maúlla porque parece
más un gato que un hombre. Yo imagino que es para que le cancele la cerveza de
inmediato porque aquí no se le fía a nadie. Le alargo el billete arrugado y húmedo, y se
devuelve hacia la barra meneando la cola al ritmo de la música que inunda el lugar… hay
una chica en el bar. Se llama Carmen. 
Pensé que estaba pensando algo que cambiaría el rumbo de cosmos, pero sólo
estoy borracho en el fondo del estanco, deseando estar aún más borracho. La chica en la
barra me mira como si quisiera hablarme, pero lo único que puedo hacer es esconder la
mirada, hacerla aún más fría y fruncir un poco en seño. Sin embargo la chica se acerca y
me dice que se llama Carmen. Se llama Carmen y yo le digo otro nombre. Le digo que me
llamo Adrián, no sé por qué, y esa noche se va conmigo a mi apartamento. 
Al llegar le hablo de D´annunzio y pareciera que le estoy hablando en chino, Este
fue el libro que encontraron en la cabecera del Poeta el día que se disparó en el corazón, Le
digo, pero sigue viéndome como si me conociera y no dice nada. Y nos quedamos los dos
mirando por la ventana y fumando cigarrillos sin decir una sola palabra, hasta que llega
la mañana. Te veo después Adrián, Me dice antes de irse. Tres semanas después, entre
risas, luego de haber hecho el amor, finalmente le digo que me llamo Sebastián. Sonríe y
dice mi nuevo nombre mientras me besa. Un día me dirás tu nombre real, Me dice, tal vez,
Le digo yo, y apoya su cabeza contra mi pecho. Puedo sentir el olor de su cabello: crema
de peinar de uva y arándanos, y debajo, el sudor de su cuero cabelludo, esa esencia de
hembra. Quiero que se vaya, pero no sé cómo decirle, así que me aparto disimuladamente
y me siento en la cama. Sólo quiero que esté segura, que no le pase nada. No quiero que
nadie más desaparezca. 
Al día siguiente o un día cualquiera, en el que la rutina se volvió macilenta, Julián
dejó la taza de café sobre la mesa y caminó hacia la ventana como el animal que escucha
el llamado de la selva. Giró el rostro hacia mí como extrañado de mi presencia y saltó en
limpio, igual que si hubiera sido succionado desde afuera. Cuando finalmente cayó, me
asomé para ver qué había sido de él y al bajar la mirada, me di cuenta, a pesar de que
otros sólo veían horrorizados un caos de vísceras y huesos molidos por el golpe, de que
aún seguía cayendo, sólo que en otras direcciones. Luego volvió a subir los trece pisos
como si nada, a terminar su café. Desde ese día nadie entra porque quiere aquí; sólo
Carmen que finge irse, que finge regresar, pero nunca pasa del umbral. 
Pero no sucedió así. No saltó en realidad por esta ventana, sino que se lanzó de un
precipicio cerca de Cali. Un precipicio que él mismo había construido con una silla, un
árbol de ciruela y una cabuya que compró esa misma mañana. Lo encontraron días
después, ya casi todo devorado por las hormigas y las ratas. Dicen que golpeó varias
veces contra las paredes del “acantilado”, dejando piel y pedazos de carne y varias uñas,
porque dejó la cuerda suficientemente larga como para evitar agarrarse de alguna rama si
se arrepentía en su agonía. La versión oficial fue que se cayó accidentalmente cerro abajo,
mientras paseaba como todas las tardes. 
Carmen me acompañó a su sepelio. Se veía tan desganada, aturdida. Aquel peinado
no le sentaba en absoluto, pero conservaba aún aquellas incomparables ojeras que la
hacían lucir todavía más sufrida pero interesante. 
Todos estábamos de negro, escuchando las palabras del padre. La mamá de Julián
al verme, arqueó las cejas y fingió un dolor más grande e hizo perder su propia mirada en
la nada. Puse la mano sobre su hombro, pero las palabras no me salieron, sólo hice una
leve mueca que ella pareció escuchar y me miró a los ojos con sus ojos cristalinos, llenos
de agua, agua empozada desde hacía mucho, que ya se estaba tornado verdosa. Me
pregunté por los años que llevaba acumulando agua. Mientras sentía que esos ojos me
reconocían cada vez más y más, se ahondaba la tristeza en su iris verde, y en sus
profundas pupilas, que se dilataban cada vez más y más. ¡Eran tan parecidas a las de
Mamá! 
Cuando me acerqué al cajón, me imaginé reajustados con artística delicadeza,
aquellos restos que dirigirían al nicho familiar para morir una vez más. Era un buen día
para volver a morir. Era septiembre y por fin la luna había cedido, haciendo bajar la
marea y a las criaturas regresar al mar; aunque el sol seguía extrañamente apagado.
Vimos al mismo hombre, con sus ropas sucias mirarnos entre los árboles y le reconocí. No
sabría decir quién es, pero algo en su semblante, en su gesto al andar me causó aquella
sensación de déjá vu. Me pareció haber soñado con él. Hasta hubiera podido haber dicho
su nombre sin equivocarme, pero cuando iba a acercarme para detallarlo, Carmen me
tomó del brazo con fuerza intentando arrastrarme dentro del cementerio. La miré a ella, a
sus ojos cansados y luego me volví hacia aquel hombre, pero ya no estaba. 
 
Al día siguiente o un día cualquiera, en el que la rutina se volvió macilenta, Julián
dejó la taza de café sobre la mesa y caminó hacia la ventana como el animal que escucha
el llamado de la selva. Giró el rostro hacia mí como extrañado de mi presencia y saltó en
limpio, igual que si hubiera sido succionado desde afuera. Cuando finalmente cayó, me
asomé para ver qué había sido de él y al bajar la mirada, me di cuenta, a pesar de que
otros sólo veían horrorizados un caos de vísceras y huesos molidos por el golpe, de que
aún seguía cayendo, sólo que en otras direcciones. Luego volvió a subir los trece pisos
como si nada, a terminar su café. Desde ese día nadie entra porque quiere aquí; sólo
Carmen que finge irse, que finge regresar, pero nunca pasa del umbral. 
Pero no sucedió así. No saltó en realidad por esta ventana, sino que se lanzó de un
precipicio cerca de Cali. Un precipicio que él mismo había construido con una silla, un
árbol de ciruela y una cabuya que compró esa misma mañana. Lo encontraron días
después, ya casi todo devorado por las hormigas y las ratas. Dicen que golpeó varias
veces contra las paredes del “acantilado”, dejando piel y pedazos de carne y varias uñas,
porque dejó la cuerda suficientemente larga como para evitar agarrarse de alguna rama si
se arrepentía en su agonía. La versión oficial fue que se cayó accidentalmente cerro abajo,
mientras paseaba como todas las tardes. 
Carmen me acompañó a su sepelio. Se veía tan desganada, aturdida. Aquel peinado
no le sentaba en absoluto, pero conservaba aún aquellas incomparables ojeras que la
hacían lucir todavía más sufrida pero interesante. 
Todos estábamos de negro, escuchando las palabras del padre. La mamá de Julián
al verme, arqueó las cejas y fingió un dolor más grande e hizo perder su propia mirada en
la nada. Puse la mano sobre su hombro, pero las palabras no me salieron, sólo hice una
leve mueca que ella pareció escuchar y me miró a los ojos con sus ojos cristalinos, llenos
de agua, agua empozada desde hacía mucho, que ya se estaba tornado verdosa. Me
pregunté por los años que llevaba acumulando agua. Mientras sentía que esos ojos me
reconocían cada vez más y más, se ahondaba la tristeza en su iris verde, y en sus
profundas pupilas, que se dilataban cada vez más y más. ¡Eran tan parecidas a las de
Mamá! 
Cuando me acerqué al cajón, me imaginé reajustados con artística delicadeza,
aquellos restos que dirigirían al nicho familiar para morir una vez más. Era un buen día
para volver a morir. Era septiembre y por fin la luna había cedido, haciendo bajar la
marea y a las criaturas regresar al mar; aunque el sol seguía extrañamente apagado.
Vimos al mismo hombre, con sus ropas sucias mirarnos entre los árboles y le reconocí. No
sabría decir quién es, pero algo en su semblante, en su gesto al andar me causó aquella
sensación de déjá vu. Me pareció haber soñado con él. Hasta hubiera podido haber dicho
su nombre sin equivocarme, pero cuando iba a acercarme para detallarlo, Carmen me
tomó del brazo con fuerza intentando arrastrarme dentro del cementerio. La miré a ella, a
sus ojos cansados y luego me volví hacia aquel hombre, pero ya no estaba. 
 
 

Unas muchachas cruzaban la calle. Una de ellas confesaba algo a las otras dos.
Algo angustioso quizá. No logré escuchar mucho; daba pequeños tumbos sobre el
pavimento, como un hombre que camina sobre la superficie lunar, y a veces flotaba por
varios minutos como si estuviera lleno de helio. Una de las muchachas escuchaba
atentamente, llevándola del brazo como a alguien enfermo, y la otra caminaba distraída,
con sus ojos clavados en el piso, simulando meditar, pero lo que hacía en realidad era
alegrarse muy en el fondo por haber tenido razón; razón sobre cada punto, acertando con
severa precisión. De las tres, siempre había sido ella la que había presentido que no
estaba algo del todo bien con Darío. Desde un principio le habían asustado sus ojos
huidizos, sus movimientos felinos y la manera poco usual en la que parecía esconder cada
cosa que decía tras una sonrisa poco habitual. Sumergida hasta la cintura en ello,
adelantaba el paso. Los ojos de la afectada se hallaban cristalizados. Rodeados por
espesas pestañas, hundidos en sus cuencas, escurridizos como los de un animal asustado;
sus cejas rectas, pobladas, algo separadas, con puntiagudos cabellos en su principio, se
hallaban contraídas en su frente, formando aquella cicatriz propia de los rostros
habituados al sufrimiento; su labio inferior temblaba, como si vibrara en él un acorde, y
en sus comisuras una sombra representaba una afectación, que era expresada no por lo
que decía, sino por cierta entonación. Era dolor; dolor puro lo que sentía.   
Escuché poco y nada de su conversación mientras fungía limpiar la mierda de la
suela de mi bota, pero la sustancia vital en aquel acento doloroso de su voz, bien hubiera
podido decirlo todo. Darío, me quedó grabado ese nombre. No era la primera vez…,
pensó, lo sé y sus ojos hurgaron por un momento los de sus amigas. 
La chica del Estanco pasó tan cerca de mí que el aroma de su perfume me golpeó el
olfato. Olía a lavanda, a ropa recién lavada ese día y a Ron; pero bajo todo eso una estela
de un perfume muy fino y sutil de hombre, tal vez de un amigo que le abrazó con fuerza.
Pero su piel olía a crema humectante barata y en su cabello llevaba impregnado el olor
dulzón de una crema para peinar que intentó ocultar inútilmente aplicándose exceso de
splash de flores que es más alcohol que aceites. 
No hubiera imaginado nunca que esos mismos olores estarían impregnados en mi
apartamento. 
Seguí mi camino a rastras pensando que la historia de un solo hombre es la
historia de la humanidad, que nada se separa de nada. 
¿Qué puede esconder el corazón de una mujer como esa, tan joven que sus escasas
primaveras no suman, juntándolas con las de las jóvenes a las que confía sus suspiros,
treinta y seis? Un cariño que es negado, no significaría tanto. Atrás han quedado los
tiempos en los que el mundo calla cuando habla el corazón. Las largas noches imaginando
que una bestia, una de verdad, una con tal plenitud en el alma, la lleve a vagabundear por
los senderos prohibidos, donde se esconden sus más profundos deseos, eran los rastros
perdidos de las viejas novelas. Las películas y los teatros lo han explotado lo suficiente, y
en esas minas del factor humano llegaron en el siglo diecinueve suficientemente a su
fondo. El hombre se encontró en el centro mismo de la tierra, contemplando el magma, y
se sentó a ver pacientemente cómo se constituían todos los minerales del alma humana.
Finalmente se cansó, y buscó una ruta directa para el ascenso, pero se perdió en una gruta
y aún sigue ahí, quien sabe a qué profundidad, avanzando sin remedio entre las
hendiduras de su interior, rogando por una luz o por un desvío afortunado para al fin salir
a la superficie. La juventud ruega por ser utilizada, manipulada y sometida con tal
destreza, que alimente su dicha masoquista con la poesía de los momentos más sublimes,
no importa lo mucho que bregue por aparentar lo contrario; cada interacción, tristemente
no vendrían siendo más que ajustes de cuentas, muestras de un carácter bestial y
sometimientos eventuales. La juventud hambrienta de mundo, desea con todo el corazón,
un ser que le enseñe sobre lo que hay más allá de los muros lacónicos de las imposiciones;
pero esta criatura tan sólo desea aferrarse a cualquier sombra que le prometa lanzarla por
encima de la valla, importándole poco la caída que vendrá después; que sea avaro de
sensaciones, que se quiera comer el mundo y que le dé una probada a ella, a la boca, como
se alimenta a un niño. Es esto lo que ella conoce como amor, como religión, como estado,
como patriotismo. 
Poquísimos pecadores dispuestos al pecado, y aún menos liberadores a liberarse a
sí mismos. Es más fácil matar a un hombre, quitar una vida, romper un corazón con la
intención inequívoca de hacerlo, si ese corazón demuestra un cariño incondicional, pues
dudamos ante la posibilidad de haber encontrado, que dar un paso al estar frente a un
precipicio. No valoramos nuestra vida en absoluto, pero nos negamos a perderla por algún
retorcido sentido de moralidad, ya que apuntar el arma con dirección a otro se nos hace
sumamente fácil. Es extraño, ni siquiera te apuntas ti mismo para confesar una derrota.
¿Entiendes la vida y lo que ello implica? ¿Conoces acaso la sumatoria de todos los males?
Aferrarse al misterio implica agotarlo, dinamitar la duda, nada más; levantar la tapa de la
olla para ver lo que se está cociendo sin esperar a que sirva el plato en la mesa, separar
de la ecuación cualquier discurso espiritual o material. Un hombre así tiene como única
opción el camino de su propia liberación. ¿Lo entiendes? La libertad no es más que tomar
una decisión y aprender a vivir con las consecuencias.  
Es mucho más fácil dar la espalda y seguir esperando en la mesa, pero es imposible
para algunos darle la espalda la posibilidad de conocer ¿Acaso no es eso la esencia de la
modernidad? Pregúntale a la vejez y te dirá que ha traicionado su propio corazón por la
tentación, por la avaricia, por el miedo o la desconfianza, pero jamás por el más puro
desdén por los sentimientos de los demás. Si le preguntamos a una juventud, nos dirá que
ha roto un par de corazones por distracción, por temor y por desconfianza, pero jamás
porque vio en la vejez el amor y prefirió darse a la fuga. Para la juventud su corazón
siempre será de otro, otro inexistente ya, aunque desconocido, porque la juventud tiene la
costumbre de perseguir fantasmas; la vejez, convertirse en uno. Para ella, es mucho más
cómodo vivir en el pasado, porque la sumatoria de todos los males es vivir en soledad,
rodeada por el despropósito, aunque haga alarde de ansias del futuro. 
Esa clase de juventud encontró Darío, pero no supo aprovechar a una mujer dócil y
entregada, dividida a la vez por esa criatura que es capaz de cortar varias cabezas con
solo vislumbrar un leve gesto de su hombre. Esta clase de mujer toma aquellas acciones
como muestra de entrega y abnegación, pues no es capaz de distinguir la línea entre una
buena y una mala decisión, cegada por la entrega. No porque fuera mujer, sino porque era
joven; un muchacho habría hecho exactamente lo mismo. 
Ella fue quien puso el frío cañón del revólver en la nuca de aquel hombre, pero fui
yo, sin siquiera poner mis manos sobre el arma, el que finalmente disparó. 
El hombre cayó. Su cara contra la tierra húmeda de la zanja a la horilla de la
carretera, olió el rocío que apenas se comenzaba a acentuar sobre la hierba. Después del
beso frío del acero, un calor, una palpitación y un dolor agudo como el pinchazo de una
aguja que le atravesó el cuello de forma descendente. Intentó levantarse, pero sólo logró
darse la vuelta hasta quedar boca arriba y con su mano derecha presionó la herida. Con
su cabeza hacia atrás, los músculos de su cuello se estiraron y su manzana de adán
semejaba una montaña que subía y bajaba como una marea. Sintió luego como si le
martillaran la cara varias veces con la potencia de quien mide un clavo, y con las dos
manos sobre el mango de la herramienta, asesta un golpe seco hasta introducirlo
completamente en la madera. Saboreó varios dientes que intentaban flotar vagamente en
sangre y saliva, y luego los sacó de su boca en un vómito espeso que se deslizó por la
comisura de la misma, tocó el lóbulo de su oreja y cayó en la zanja donde yacía su cabeza. 
Me acerqué lo suficiente para ver en sus ojos y no vi más que resignación y fracaso 
Acaricié suavemente el antebrazo. El duro músculo que sostenía el arma con
firmeza prácticamente se derritió al contacto y la dejó caer, vacía, a los pies del cuerpo.
La recogí con un pañuelo y la introduje en una bolsa plástica que traía en el bolcillo del
pantalón, para luego envolverla en un suéter y seguidamente introducir todo en una bolsa
más grande. Los ojos negros y pequeños, con pestañas cortas, delineados a la egipcia, que
los hacían parecer más pequeños aun, miraron todo este proceder abriéndose y
cerrándose pesadamente. 
Contrario a lo que todos creen, matar a un hombre adormece. Estás quitando una
vida después de todo, es lógico que se extinga algo tuyo también.  
 
Después de leer aquello, un pensamiento se le agolpó en la cabeza y no pudo evitar
echare una mirada a aquello tumbado sobre la cama. Ya no era Freddy, no se parecía a él,
era el exacto retrato de un asesino. Todo en él comenzó a irradiar maldad. Se asustó tanto
que salió del cuarto como quien escapa de un oscuro sótano. ¿Eso soy yo?, se preguntó con
la voz quebrada. Fue el silencio el que le respondió. 
No pudieron hallar su cuerpo. La cabeza la encontraron colgada de una de las
ramas de los árboles cercanos. Sus ojos habían sido extirpados y los habían metido dentro
de la boca, la lengua cercenada, dijeron, posiblemente por la mordida de algún animal;
pero su cuerpo jamás lo hallaron. Revisaron los alrededores, recopilaron testimonios,
aunque en vano. Al parecer desistieron de la búsqueda en un par de meses en los cuales no
encontraron pista alguna. Era un caso aislado, dijeron, y se le atribuyó el homicidio a uno
de los grupos que operaban al margen de la ley en la zona. Lo que nunca se logró
esclarecer, era cómo víctima y homicida habían llegado al lugar de los hechos, evadiendo
la estricta seguridad que manejaba la hacienda Vergel. 
Al salir al camino, verifiqué mi ropa: zapatos, pantalón, camisa. Luego revisé
brazos, manos y cara; ni una sola mancha. Me quité los guantes y peiné mis cabellos con
los dedos de camino a la salida, no sin antes borrar un par de huellas con pequeñas
ramas, que luego fui cortando en pequeños pedacitos y lanzándolos a un lado del camino.
Vi pasar a lo lejos la camioneta que hacía la ronda, repleta de hombres armados con sus
chalecos puestos y brillantes fusiles en las manos. Todos iban enmascarados. La luna
estaba alta. Iluminaba entre las antenas, roja. Un halo de luz la rodeaba. Estaba redonda
y brillante, brillante como… ¿has visto alguna vez la sangre bajo la luz de la luna? Se ve
negra; no puedes evitar llevarte un poco a la boca para comprobar su sabor metálico.
Parece otra cosa, una sustancia viscosa que se impregna en la piel. A través de los guantes
puedes sentir su tibieza mientras hay vida en ella, luego, cuando se enfría, y se extingue
toda la vitalidad, deja por fin de moverse entre tus dedos y se pega al látex. Se seca, se
seca y la mirada se extravía también. Extiendes tu mano para que la luz de la luna caiga
sobre ella, y se ve negra. 
Me ha parecido un acto muy cruel de mi parte dejar la deuda sin saldar. Es mi
deber como ser rencoroso y vengativo, hacerle todo el mal posible. No físico, cualquiera
puede propinar un golpe a la carne de manera fútil y primitiva. Sin dejar de estar en mi
cintura, y acudiendo al genio que poseo – que no es poco, debo decir- he decidido herirla
de maneras que nunca ha imaginado; hacerle daño de verdad, dominarla, manipularla,
sodomizarla psicológicamente, romper su espíritu y su voluntad; fracturarle el alma y
alimentar su deseo de sentir cada vez más dolor, hasta el punto en que se lo inflija a sí
misma cuando yo me haya hartado. 
Me senté a observar mientras se cortaba así misma los dedos, excitada, aturdida
por el dolor. Le sonreí y rió a carcajadas sin detenerse. Cuando terminó de cortar los
dedos de su mano derecha, lanzó a mis pies el pequeño cuchillo de cocina y mordió con
brusquedad el dedo meñique de su mano izquierda hasta desprenderlo. De su boca manó
su sangré. Temblaba, convulsa, sin apartar de mí sus ojos, El cuello, Le dije, y lancé cerca
de sus pies el pequeño cuchillo. No lo meditó ni un poco. Hundió en su carne el metal y se
abrió la garganta de un tajo, dejó caer el cuchillo y se tumbó suavemente sobre la hierba.
Me acerqué a ella y miré sus ojos mientras se escapaban de ellos la vida. Besé sus labios
hasta que sus pupilas se dilataron. Sentí su lengua intentando tocar la mía
temblorosamente. La mordí hasta arrancarla. 
Me senté a su lado pensando que esto era el mal por el mal, porque no había hecho
gran cosa aparte de subestimarme, y al hacerlo, no ha calculado adecuadamente mi
capacidad de hacer el mal, y sólo ha excitado mis ganas de revolverle los sesos. Besarla e
incitarla a que me odie tantas veces como sea posible, con el único fin, de que cuando me
vea o se acuerde de mí, sus pensamientos hagan un cataclismo en su cabeza, y corra a mis
brazos en busca del dolor que alimentaría sus ganas de vivir. Lo he hecho varias veces ya,
pero no con tanto arte… Su error no fue acercase a mí, su error fue creer que sabía jugar
con alguien como yo, bajo mis reglas. Sufrió, pero por lo menos me aseguré de que lo haya
disfrutado tanto que hasta su lengua se tornó dulce. 
Por supuesto no todo necio puede hacer sentir a una mujer aquello, pues en este
mundo lo que abundan son los jóvenes que se buscan a sí mismos en una mujer o en un
hombre, y no saben apreciar la sensualidad que acarrea la juventud ávida de poemas
indoloros; una mujer se enamora con unas cartas, pues el género epistolar es una ciencia
ardua, que necesita de un ejecutor hábil, un maestro en los sentimientos; experto en los
símiles que llenan el corazón de regocijo y que no abundan en la vida mundana. Lo que sí
abundan son las acciones contrariadas de un hombre o de una mujer enamorada, que, en
el borde de un abismo de pasión, le niega sus besos y su sexo a la bestia por la cual se
siente extremadamente poseída en alma y cuerpo. Sienten temor, pero aquel temor que
impulsa, al encontrar a alguien que sabe leer los poemas que se dibujan en los
pensamientos dulces que la invaden. Porque todo el mundo sabe que la juventud de una
mujer es deliciosa por ser breve y que la de un hombre es bella por ser enrevesada. Por
ello, hasta los pensamientos que juzga amargos y desesperanzadores, reposan un lapsus
breve mientras nos hundimos lentamente en el mal desconocido. 
Por eso, un ser humano así, que se maneje en esos mundos, aparentemente
desligados, en esta historia sería inverosímil, necesitamos un ser despiadado,
descorazonado, avaro, vil, etc. Por eso Darío es, como todos los criminales menores de
este país, lo que llamaríamos un “hombre de acción”. Un hombre con falta de buena
educación, pero astuto. Con pocos recursos, pero recursivos. Con algo de escrúpulo
fingido, pero con el dedo siempre en el gatillo, y, por supuesto, con la mano siempre
cerrada para acariciar a su mujer, pues no aprendió otra forma de sentirse hombre. Es
por eso que Darío debe morir y yo tomar su nombre. Sólo eso merece ser llamado para
nosotros El Mal. 
Los jóvenes tristes, pensativos, entregados a la meditación constante, son un
delicioso manjar para el ser inteligente, porque el artista que guarda dentro, el que
siempre está en ayuno -inteligencia y poder de creación, van tan de la mano como la
relación saber-poder-, confunde esa meditación y esa tristeza con ganas de ser
comprendido. O ¿tal vez no sea completamente una confusión?… 
Por otro lado, una mujer bella no tiene la obligación de ser inteligente, ni siquiera
dulce, puede ser una piedra cuando se le recite unos versos de Baudelaire y tener la
cabeza llena de espuma, igual siempre encontrará a un hombre dispuesto a preñarla. Pero
-y a eso quiero llegar- a una mujer que se entrega a la delicadeza del silencio y la soledad
—una Emily Brönte, digamos—, poco agraciada en el encanto de la coquetería, que es una
tumba, cuya lápida se encuentra un epitafio medianamente borrado por el clima inhóspito
de la confusión de las reflexiones, que hasta tratar de caminar correctamente le es un
suplicio ¿qué hombre en sus cinco sentidos, de esos que pocos quedan, que conocen el
peso del mal sexo y la liviandad de una buena noche entre las piernas profundas de la
mismísima Afrodita, quiere cargar con una mujer así? Pues uno que busca lo
suprasensible y ni este mundo ni sus delicias lo llenan ya. Un hombre que ha considerado
prematuramente el suicido y que hasta ello le llega a aburrir. ¡Sus passion predominante é
la giovin principiante!1 
Se puede decir que conozco todos los perfiles de los hombres y mujeres, y que los
juzgo con mano dura; que soy partidario de los impulsos, de las pasiones, de las angustias
y de la soledad y del silencio; que mi carácter ha sido forjado a través de los libros y que
por ello no sé cómo comportarme frente a la gente y se me tilda de desdeñoso por ello
frecuentemente. Lo soy; pero sólo porque los amantes de las etiquetas necesitan ponerle
nombre a mi silencio para estar tranquilos. 
Lo que ignoran es que seres como yo son necesarios, pues ¿quién los vería con
sobriedad y los retrataría tal cual cómo son? 
¿Puedo llegar a sentir sin racionalizar? No sé, eso a veces me parece uno de los
mayores absurdos de la existencia humana. Pues ahí yace la eterna discusión entre el
poder de las pasiones y del intelecto y sólo el imbécil intenta difamar una u otra facultad
humana. Pero todos sentimos alguna vez el impulso de intentarlo una vez en la vida:
olvidarse de todo análisis frío y ser un poco más animal. ¿A quién se le sancionaría la
noble empresa de buscar dentro de sí aquel instinto elemental del afecto mundano?,
¿acaso no lo hacemos todo el tiempo? Cuando nos entregamos a los vicios del mundo o a
las malas mañas de recelar, envidiar, odiar y fraternizas incluso ¿no estamos haciendo uso
de aquella facultad?... 
No es otra cosa que el encanto de la tiranía, que a tantos hombres los seduce y los
invita a saltar de insondables alturas, aun en contra de su razón primaria. La tiranía y el
don bestial de la maldad, el atractivo ocre de las bajas pasiones. 
“Si desde la primera mirada una joven no nos causa una impresión tan profunda
que nos evoque el Ideal, entonces, en general, la realidad no es particularmente digna de
ser deseada. Si, por el contrario, produce esta impresión, entonces, aunque seamos
duchos, se nota un sentido de opresión. Yo aconsejo siempre a quien no esté seguro ni de
su mano ni de su vista ni de su victoria que intente todos sus ataques en este primer
estudio, en el que, al estar oprimido, goza de fuerzas sobrenaturales, ya que esta opresión
es una singular mezcla de simpatía y egoísmo.2” decía Kierkegaard. 
En otro tiempo no sería más fácil ni más enriquecedor, pues digo, si se quiere saber
qué diferencia hay entre un ser de cinco generaciones atrás y los de hoy, no hay más que
tomar una pala e irse al cementerio, podremos ver que aquellos están Vivos-muertos y
estos Muertos-vivos…  
Pero ya basta de tanta reflexión.  
No pudieron hallar su cuerpo. La cabeza la encontraron colgada de una de las
ramas de los árboles cercanos. Sus ojos habían sido extirpados y los habían metido dentro
de la boca, la lengua cercenada, dijeron, posiblemente por la mordida de algún animal;
pero su cuerpo jamás lo hallaron. Revisaron los alrededores, recopilaron testimonios,
aunque en vano. Al parecer desistieron de la búsqueda en un par de meses en los cuales no
encontraron pista alguna. Era un caso aislado, dijeron, y se le atribuyó el homicidio a uno
de los grupos que operaban al margen de la ley en la zona. Lo que nunca se logró
esclarecer, era cómo víctima y homicida habían llegado al lugar de los hechos, evadiendo
la estricta seguridad que manejaba la hacienda Vergel. 
Al salir al camino, verifiqué mi ropa: zapatos, pantalón, camisa. Luego revisé
brazos, manos y cara; ni una sola mancha. Me quité los guantes y peiné mis cabellos con
los dedos de camino a la salida, no sin antes borrar un par de huellas con pequeñas
ramas, que luego fui cortando en pequeños pedacitos y lanzándolos a un lado del camino.
Vi pasar a lo lejos la camioneta que hacía la ronda, repleta de hombres armados con sus
chalecos puestos y brillantes fusiles en las manos. Todos iban enmascarados. La luna
estaba alta. Iluminaba entre las antenas, roja. Un halo de luz la rodeaba. Estaba redonda
y brillante, brillante como… ¿has visto alguna vez la sangre bajo la luz de la luna? Se ve
negra; no puedes evitar llevarte un poco a la boca para comprobar su sabor metálico.
Parece otra cosa, una sustancia viscosa que se impregna en la piel. A través de los guantes
puedes sentir su tibieza mientras hay vida en ella, luego, cuando se enfría, y se extingue
toda la vitalidad, deja por fin de moverse entre tus dedos y se pega al látex. Se seca, se
seca y la mirada se extravía también. Extiendes tu mano para que la luz de la luna caiga
sobre ella, y se ve negra. 
Me ha parecido un acto muy cruel de mi parte dejar la deuda sin saldar. Es mi
deber como ser rencoroso y vengativo, hacerle todo el mal posible. No físico, cualquiera
puede propinar un golpe a la carne de manera fútil y primitiva. Sin dejar de estar en mi
cintura, y acudiendo al genio que poseo – que no es poco, debo decir- he decidido herirla
de maneras que nunca ha imaginado; hacerle daño de verdad, dominarla, manipularla,
sodomizarla psicológicamente, romper su espíritu y su voluntad; fracturarle el alma y
alimentar su deseo de sentir cada vez más dolor, hasta el punto en que se lo inflija a sí
misma cuando yo me haya hartado. 
Me senté a observar mientras se cortaba así misma los dedos, excitada, aturdida
por el dolor. Le sonreí y rió a carcajadas sin detenerse. Cuando terminó de cortar los
dedos de su mano derecha, lanzó a mis pies el pequeño cuchillo de cocina y mordió con
brusquedad el dedo meñique de su mano izquierda hasta desprenderlo. De su boca manó
su sangré. Temblaba, convulsa, sin apartar de mí sus ojos, El cuello, Le dije, y lancé cerca
de sus pies el pequeño cuchillo. No lo meditó ni un poco. Hundió en su carne el metal y se
abrió la garganta de un tajo, dejó caer el cuchillo y se tumbó suavemente sobre la hierba.
Me acerqué a ella y miré sus ojos mientras se escapaban de ellos la vida. Besé sus labios
hasta que sus pupilas se dilataron. Sentí su lengua intentando tocar la mía
temblorosamente. La mordí hasta arrancarla. 
Me senté a su lado pensando que esto era el mal por el mal, porque no había hecho
gran cosa aparte de subestimarme, y al hacerlo, no ha calculado adecuadamente mi
capacidad de hacer el mal, y sólo ha excitado mis ganas de revolverle los sesos. Besarla e
incitarla a que me odie tantas veces como sea posible, con el único fin, de que cuando me
vea o se acuerde de mí, sus pensamientos hagan un cataclismo en su cabeza, y corra a mis
brazos en busca del dolor que alimentaría sus ganas de vivir. Lo he hecho varias veces ya,
pero no con tanto arte… Su error no fue acercase a mí, su error fue creer que sabía jugar
con alguien como yo, bajo mis reglas. Sufrió, pero por lo menos me aseguré de que lo haya
disfrutado tanto que hasta su lengua se tornó dulce. 
Por supuesto no todo necio puede hacer sentir a una mujer aquello, pues en este
mundo lo que abundan son los jóvenes que se buscan a sí mismos en una mujer o en un
hombre, y no saben apreciar la sensualidad que acarrea la juventud ávida de poemas
indoloros; una mujer se enamora con unas cartas, pues el género epistolar es una ciencia
ardua, que necesita de un ejecutor hábil, un maestro en los sentimientos; experto en los
símiles que llenan el corazón de regocijo y que no abundan en la vida mundana. Lo que sí
abundan son las acciones contrariadas de un hombre o de una mujer enamorada, que, en
el borde de un abismo de pasión, le niega sus besos y su sexo a la bestia por la cual se
siente extremadamente poseída en alma y cuerpo. Sienten temor, pero aquel temor que
impulsa, al encontrar a alguien que sabe leer los poemas que se dibujan en los
pensamientos dulces que la invaden. Porque todo el mundo sabe que la juventud de una
mujer es deliciosa por ser breve y que la de un hombre es bella por ser enrevesada. Por
ello, hasta los pensamientos que juzga amargos y desesperanzadores, reposan un lapsus
breve mientras nos hundimos lentamente en el mal desconocido. 
Por eso, un ser humano así, que se maneje en esos mundos, aparentemente
desligados, en esta historia sería inverosímil, necesitamos un ser despiadado,
descorazonado, avaro, vil, etc. Por eso Darío es, como todos los criminales menores de
este país, lo que llamaríamos un “hombre de acción”. Un hombre con falta de buena
educación, pero astuto. Con pocos recursos, pero recursivos. Con algo de escrúpulo
fingido, pero con el dedo siempre en el gatillo, y, por supuesto, con la mano siempre
cerrada para acariciar a su mujer, pues no aprendió otra forma de sentirse hombre. Es
por eso que Darío debe morir y yo tomar su nombre. Sólo eso merece ser llamado para
nosotros El Mal. 
Los jóvenes tristes, pensativos, entregados a la meditación constante, son un
delicioso manjar para el ser inteligente, porque el artista que guarda dentro, el que
siempre está en ayuno -inteligencia y poder de creación, van tan de la mano como la
relación saber-poder-, confunde esa meditación y esa tristeza con ganas de ser
comprendido. O ¿tal vez no sea completamente una confusión?… 
Por otro lado, una mujer bella no tiene la obligación de ser inteligente, ni siquiera
dulce, puede ser una piedra cuando se le recite unos versos de Baudelaire y tener la
cabeza llena de espuma, igual siempre encontrará a un hombre dispuesto a preñarla. Pero
-y a eso quiero llegar- a una mujer que se entrega a la delicadeza del silencio y la soledad
—una Emily Brönte, digamos—, poco agraciada en el encanto de la coquetería, que es una
tumba, cuya lápida se encuentra un epitafio medianamente borrado por el clima inhóspito
de la confusión de las reflexiones, que hasta tratar de caminar correctamente le es un
suplicio ¿qué hombre en sus cinco sentidos, de esos que pocos quedan, que conocen el
peso del mal sexo y la liviandad de una buena noche entre las piernas profundas de la
mismísima Afrodita, quiere cargar con una mujer así? Pues uno que busca lo
suprasensible y ni este mundo ni sus delicias lo llenan ya. Un hombre que ha considerado
prematuramente el suicido y que hasta ello le llega a aburrir. ¡Sus passion predominante é
la giovin principiante!1 
Se puede decir que conozco todos los perfiles de los hombres y mujeres, y que los
juzgo con mano dura; que soy partidario de los impulsos, de las pasiones, de las angustias
y de la soledad y del silencio; que mi carácter ha sido forjado a través de los libros y que
por ello no sé cómo comportarme frente a la gente y se me tilda de desdeñoso por ello
frecuentemente. Lo soy; pero sólo porque los amantes de las etiquetas necesitan ponerle
nombre a mi silencio para estar tranquilos. 
Lo que ignoran es que seres como yo son necesarios, pues ¿quién los vería con
sobriedad y los retrataría tal cual cómo son? 
¿Puedo llegar a sentir sin racionalizar? No sé, eso a veces me parece uno de los
mayores absurdos de la existencia humana. Pues ahí yace la eterna discusión entre el
poder de las pasiones y del intelecto y sólo el imbécil intenta difamar una u otra facultad
humana. Pero todos sentimos alguna vez el impulso de intentarlo una vez en la vida:
olvidarse de todo análisis frío y ser un poco más animal. ¿A quién se le sancionaría la
noble empresa de buscar dentro de sí aquel instinto elemental del afecto mundano?,
¿acaso no lo hacemos todo el tiempo? Cuando nos entregamos a los vicios del mundo o a
las malas mañas de recelar, envidiar, odiar y fraternizas incluso ¿no estamos haciendo uso
de aquella facultad?... 
No es otra cosa que el encanto de la tiranía, que a tantos hombres los seduce y los
invita a saltar de insondables alturas, aun en contra de su razón primaria. La tiranía y el
don bestial de la maldad, el atractivo ocre de las bajas pasiones. 
“Si desde la primera mirada una joven no nos causa una impresión tan profunda
que nos evoque el Ideal, entonces, en general, la realidad no es particularmente digna de
ser deseada. Si, por el contrario, produce esta impresión, entonces, aunque seamos
duchos, se nota un sentido de opresión. Yo aconsejo siempre a quien no esté seguro ni de
su mano ni de su vista ni de su victoria que intente todos sus ataques en este primer
estudio, en el que, al estar oprimido, goza de fuerzas sobrenaturales, ya que esta opresión
es una singular mezcla de simpatía y egoísmo.2” decía Kierkegaard. 
En otro tiempo no sería más fácil ni más enriquecedor, pues digo, si se quiere saber
qué diferencia hay entre un ser de cinco generaciones atrás y los de hoy, no hay más que
tomar una pala e irse al cementerio, podremos ver que aquellos están Vivos-muertos y
estos Muertos-vivos…  
Pero ya basta de tanta reflexión.  
Se estremeció en la cama. Le pareció haber escuchado algo no supo dónde. Tal
vez desde dentro. Se dirigió al baño en calzoncillos y fue directo frente a la taza y orinó
unas cuantas gotas; se guardó la verga medio húmeda que quedó reposada en el muslo
izquierdo y una gota apareció en la tela que se expandió como un diminuto botón de loto.
Al volver a la sala se percató de que la bruma había subido unos cuantos centímetros y que
la hoja que había dejado en la silla ya no estaba. No se asustó. Sólo sintió la incomodidad
de ser burlado. Caminó lentamente de vuelta al baño. <<Pero mira que ojeras tienes; estás
cansado amigo>>, se dijo. En el espejo se reflejó una sombra que pasó justo detrás de él y
que dobló el codo de la pared hacia la cocina. Ensayó acercarse a su propio reflejo hasta
que sintió debajo del ombligo el frío de la losa del lavamanos. Esperó el ruido de algo.
Nada. Sólo el soplo de la brisa que entraba por la ventana y el sonido de la lluvia ¿A dónde
vas?, Le pareció oír. Pero luego un cúmulo de voces inundó el apartamento, sonidos que
salían de todas partes a la vez y que transitaban hasta perderse de nuevo detrás de las
paredes. Me llamo Freddy…, Murmuró, Lo sé, Le respondieron. Pero hizo caso omiso, y se
enjuagó la cara en el lavamanos y dejó correr el agua fría por su cuello y su pecho. Su
rostro parecía cada vez más cadavérico. Cerró los ojos. 
                 ¿A dónde vas?, le preguntó la sombra, pero él no pareció oírle y siguió de largo
hacia el baño. Con la mano apoyada en la pared gimió hasta hacer brotar de sí dos o tres
gotas de orina, luego se enjugó la cara y suspiró profundo mientras susurraba algo inaudible
para ella. Cerró los ojos y se quedó quieto con las manos sujetas en el lavamanos en medio
de un sueño profundo. 
                 En un rincón, a altas horas, un murmullo hace eco; restos de lo que parece ser
una respiración se entrecorta empañando los cristales; una conversación inentendible se
desarrolla en un solo cuerpo, cuando varias tonalidades de una voz chirriante salen de la
misma garganta. Se podría ver, si alguien pasara por allí en ese instante, un perfil
hermoso, que deja traslucir una melancolía que embellece las facciones; una contextura
delgada, de caballero delicado, de esos que pocos se ven ahora, porque cierto es: la
delgadez no sólo es síntoma de austeridad o descuido, sino, herencia de mesura, de
elegancia, e inclusive, para el ojo parisiense, evidencia inequívoca de astucia, pues se
reemplaza la fuerza física con la retórica más sublime; sin embargo es una sombra tétrica
que se mueve de esquina a esquina, con las manos enlazadas a la espalda y encorvada,
como un dios que mira al mundo con asco reflexivo. La sombra suspira - ¡Vaya que
suspira! – y de entre la poca luz que se filtra por el diminuto balcón que da a la calle,
recoge el ánimo para girar ciento ochenta grados y seguir deslizándose sumida en la más
profunda agónica meditación. Es como una primavera que en cuarentena se encuentra y a
falta de todo aquello que la hace bella – el lector sabrá – evoca la Oda de Klopstock; con
todas las voces de su agonía intenta llamar a los pájaros de invierno: <<Ach, schon
rauscht, schon rauscht/ Himmel und Erde vom gnägigen Regen!/ Nun ist – wie dürs tete
sie! – die Erd´erquickt,/ und der Himel der Segensfüll´ entlastet.>>6 
¡A cuantos vicios se entrega el hombre, el pensar es el que más deterioro le causa,
y le da un aspecto cadavérico sin haber pisado las puertas del agotamiento! 
Finalmente, la sombra cae; se funde con la sombra de una silla, en la cual reposa
desde ahora el dueño y al fin deja ver su aspecto ante el abismo (el artista supremo), quien
lo pinta ante los ojos del fatuo como el San Pedro de Alcantará de Agustín Samora, sólo
que, en lugar de un cráneo, sostengo un anillo dorado como el sol y oblongo como el
retrato de un amado que juró amar más allá de la muerte. Soy víctima de multiples
reflexiones… y de los papeles que se esparcen por el suelo, escojo el menos garabateado;
y, ya de pie, apoyado sobre la pared, con la letra más menuda posible, escribo. No me
detengo, no me detengo, no me detengo... 
 
Dejé el lápiz y me dirigí a la ventana; pero al avanzar cinco pasos di media vuelta
y volví al mismo lugar, no sin antes recoger otra hoja del suelo. Sentí pasos que se
acercaban hacia mí. Era un hombre dentro de mi apartamento. Un ladrón, creo. Nos
quedamos viendo frente a frente por un instante. Ninguno de los se atrevía a hacer el
primer movimiento. Lo inspeccioné, lo medí, lo pesé. No tenía miedo, sentía curiosidad ¿y
si lo mato? Pensé, y en un instante, antes si quiera de pensarlo, mis dientes se clavaron en
su garganta. No me di cuenta en qué momento, pero cuando me levanté tenía la navaja que
llevaba él en mis manos, y pude comprender entonces la magnitud de lo hecho, aunque no
tenía recuerdo alguno. Estaba tendido en el piso, abierto como un gran pez... ni aun
sabiendo que ello era mi perdición sentí miedo, más bien sentía curiosidad. Conocía a
aquel que yacía despedazado frente a mí. Tomé uno de sus ojos y lo levanté para mirarlo
de cerca. Aquellas rasgaduras en su iris. Su pupila pareció dilatarse cuando logré
reconocerlo. Alguien me sonreía desde un rincón de la sala. 
El miedo comienza como un susurro vago, un frío trémulo que recorre las
vértebras, retuerce las vísceras. Es como un suspiro trasgo que sostiene el corazón…
“Quiquihica”… así se les llamaba a las víctimas de las ceremonias rituales por los
habitantes indígenas de las mesetas de Bogotá… “Quiquihita”… la muerte de cada
elegido abría un nuevo ciclo de ciento ochenta y cinco lunas 

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