El Renacimiento - Bertrand Jestaz
El Renacimiento - Bertrand Jestaz
El Renacimiento - Bertrand Jestaz
Síntesis del libro de Bertrand Jestaz “El arte del Renacimiento” Ed. Akal, Madrid, 1991
1. El Renacimiento
El Renacimiento fue un movimiento. Por esta razón escapa a todas aquellas tentativas de
definición que lo abordan como una situación y le atribuyen una imagen fija. Como todo movimiento, se
define, en primer lugar, por oposición. En arte, se declaró contra un estilo que había dejado de gustar,
que en Italia nunca había satisfecho plenamente y que se atribuía a los bárbaros que habían provocado
la ruina de la civilización romana. Surgió así la noción de gótico cargada de un desprecio que se dirigía
tanto al estilo como a su origen extranjero. El concepto aparece ya claramente formulado por el primer
biógrafo de Brunelleschi; Rafael lo retoma en la carta que escribió a León X sobre las antigüedades de
Roma (1519), y Vasari, en la introducción a las Vidas de los grandes artistas, lo condena oficialmente
hablando de „esos malditos monumentos‟, esas obras „monstruosas y bárbaras‟ que no crean más que
„confusión y desorden‟…
El desdén por el gótico llegó a convertirse en verdadero rencor porque el Renacimiento, por otra
parte, se definió reclamando una vuelta a la Antigüedad. Participaba así de un movimiento intelectual
más vasto que había penetrado el pensamiento político y que dominaba igualmente las letras.
Lógicamente, la noción e incluso el término renacimiento aparecieron por primera vez bajo la pluma de
los escritores y humanistas del siglo XV, pero no cabe duda que estaban también presentes en el espíritu
de los artistas y Vasari los consagrara para siempre en la Historia del Arte.
La Antigüedad en general, y el arte antiguo en particular, fue un modelo que el hombre
renacentista se propuso recrear. Por ello el propósito del Renacimiento se plantea a menudo como una
explicación según la cual éste no habría sido más que el resultado de una pasión por la Antigüedad. El
culto a la Antigüedad resultó de una elección deliberada, de una opción racional. Si queremos determinar
las razones profanas de una revolución tan decisiva en la concepción y percepción del arte, hay que
buscarlas en una evolución de la sensibilidad misma. Vasari ya expuso la idea de que había en la
Toscana una necesidad latente de naturalismo. El naturalismo tenía que volverse necesariamente hacia
el arte antiguo, su más alta expresión, y buscar en él una fuente de aprendizaje. El amor por la
naturaleza no implica una esclavitud de la realidad y la Antigüedad había sabido controlarlo y canalizarlo
sometiéndolo a los principios de su idealismo. La naturaleza y el arte antiguo eran complementarios, se
corregían mutuamente, y el Renacimiento los reverenciará del mismo modo, percibiendo siempre a uno a
través del otro.
Antes incluso de ser admirada por su arte, la Antigüedad era conocida esencialmente por su
literatura. El Renacimiento fue también el resurgir de las letras, la época de los filólogos y humanistas. Si
bien se ha intentado mostrar al Renacimiento artístico como hijo del humanismo, es preciso tener en
mente que esto no era así ya que los humanistas serían intelectuales, generalmente pedantes y rara vez
sensibles al arte. El arte y el humanismo caminaron en paralelo y constituyen los dos aspectos más
brillantes del Renacimiento, pero sus contactos fueron generalmente superficiales. La erudición de un
proyecto artístico no es lo que explica la calidad de una obra. De ahí que la investigación alcance a
explicar todo su contenido excepto, precisamente, la belleza; este tipo de investigación da cuenta de los
pretextos y no de la sustancia. A fin de cuentas, el milagro del Renacimiento fue lograr que el arte
resistiera a tanta ciencia.
Después del humanismo, la religión es sin duda la mayor causa de malentendidos respecto al
Renacimiento. El culto a la Antigüedad, el desarrollo del arte profano o la libertad de costumbres la han
hecho a menudo pasar por una época de incredulidad consagrada a la sola búsqueda del placer. Nada
más falso. Rara vez se conoció un periodo tan profundamente preocupado por la religión, tan atento a su
salud, tan penetrado en su fe. Esto lo demostró dando a la luz las dos mayores corrientes espirituales
que existieran desde el Cristianismo: la Reforma y la Contrarreforma. Si el arte tuvo en ocasiones
manifestaciones profanas, lo cierto es que la mayoría fueron religiosas. Y aunque superficialmente la
Reforma pueda parecer una prolongación religiosa del Renacimiento, en realidad favorecía poco al arte.
La creación artística no fue modificada sino aniquilada. No existe un arte de la Reforma. Por el contrario,
la Contrarreforma, incluso en este periodo, el proyecto artístico fue el pretexto de la creación y no la
fuente, y el compromiso que el arte estableció con la Contrarreforma rara vez coincidió con la calidad.
Todo movimiento implica una evolución. Toda definición, toda exposición pasa por la observación
de su desarrollo histórico. Se impone, por tanto, una primera constatación: el Renacimiento se originó en
Italia a principios del siglo XV y únicamente allí se desarrolló durante todo el siglo. Solo en el siglo XVI se
difundió por Europa de una manera desigual según los países, de ahí el desfase entre el tiempo y el
espacio. Este hecho pone claramente de relieve que el Renacimiento no define una época en sentido
absoluto, sino un proyecto, o, en materia de arte, un estilo. De hecho no abarba ni toda una época ni
todo un espacio. Incluso Italia del siglo XV fue en parte gótica. En el XVI, en Europa, el Renacimiento fue
una especie de lujo y el gótico continuó siendo una tradición latente.
Este estilo tuvo su propia evolución, y así, en Italia, el movimiento que pusieron en marcha varios
intelectuales de la elite se convirtió progresivamente en un asunto de todos y terminó por alcanzar su
objetivo, tras lo cual, naturalmente, intentó superarlo. De este modo se perfilan claramente tres fases en
el Renacimiento italiano. La primera, una fase ascendente, conquistó progresivamente las posiciones
deseadas. La segunda fue de posesión y dominio. En otros tiempos la definieron como la edad de oro del
Renacimiento, y la imagen sería perfecta si no implicara la idea de una irremediable decadencia ulterior.
Podemos definirla como la edad del clasicismo teniendo en cuenta que el término no expresa
simplemente la imitación de la Antigüedad, sino más bien la observación de una doctrina que por
definición representará un modelo ideal. La tercera no fue una decadencia, sino una continuación, el
desarrollo, la puesta a prueba o la superación de los principios establecidos, lo que finalmente había de
llevar a una nueva forma de clasicismo. Si tomamos el término Renacimiento al pie de la letra, podríamos
circunscribirlo, a las dos primeras fases (tendencia dominante en Italia) o incluso sólo la primera, puesto
que es la única que pone en práctica el devenir implícito en la idea de su nacimiento.
Europa permanece prácticamente insensible al Renacimiento durante todo el siglo XV, lo
descubre a principios del siglo XVI y no lo adopta sino progresivamente a lo largo del siglo, sobre todo
durante su tercera fase. Recibe así, al mismo tiempo, los principios del clasicismo y su respuesta, el
manierismo, en ocasiones conociendo incluso el segundo antes que el primero.
La escultura aparece a menudo como el terreno preferido del Renacimiento, aquel en que la
imitación de lo antiguo podía imponerse del modo más natural y sencillo. Este espejismo se disipa
rápidamente si consideramos las condiciones creativas de la época, es decir, los proyectos que le
incumbían y el lugar que se le asignó. En el siglo XV la Iglesia era prácticamente la única destinataria de
obras de arte y la escultura no tenía otro objeto que la decoración de pórticos, altares y tumbas, Cristo,
la Virgen, los santos eran los únicos temas posibles. El desnudo no podía ser abordado más que en las
figuras de Adán, Eva o San Sebastián, y el individuo en forma de estatua yacente.
El nacimiento del arte profano fue muy lento. Inicialmente se produjo en Florencia a mediados de
siglo con el renacimiento del retrato, sin duda bajo la influencia de la Antigüedad. La aparición de un
monumento público en 1453, el de Gattamelata en Padua, fue un fenómeno excepcional imitado
únicamente por otro condottiero, el Colleoni en Venecia (1495). Habrá que esperar a finales del siglo XVI
para ver aparecer en Florencia, con la estatua de Cosme I de Juan de Bolonia (1595), el monumento
ecuestre del soberano, imitación del Marco Aurelio antiguo, que se convertirá en los tiempos modernos en
uno de los temas principales de la escultura como arte oficial. Es en la decoración de residencias
privadas donde hay que estudiar el desarrollo de la escultura profana. Aparece en el patio de los palacios:
una estatua en el centro, como el David de Donatello, y relieves en la parte superior de las arquerías. Y
en los dos casos hay que señalar que lo hacen en el palacio de Cosme de Médicis el Viejo en Florencia,
sin duda una residencia de vanguardia. La estatua aislada, por el contrario, se difunde e incluso se
multiplica con la moda romana de exponer antigüedades en los patios, como en los palacios Della Valle o
Farnese en el siglo XVI. Saldrá de ellos para convertirse en objeto de admiración pública tardíamente y,
una vez más, lo hará en Florencia.
La escultura llegará a los jardines en el siglo XVI gracias a las fuentes. De nuevo Florencia y los
Médicis, con la obra de Tribolo en las villas de Careggi y Castello, parecen haber desempeñado un papel
primordial antes de que Roma diera a esta invención un impulso espectacular. La fuente, por lo demás,
seguirá siendo una especialidad florentina con la creación de los jardines de Boboli detrás del Palacio
Pitti o, a partir de 1570, con la construcción de un lugar como Pratolino, donde la decoración de los
jardines tiene más importancia que la arquitectura de la residencia. Incluso ocupará un lugar en la
ciudad y se convertirá en una nueva forma de monumento público con la fuente de Neptuno en la gran
plaza de Bolonia (1563-1567) y con la plaza de la Signoria en Florencia (acabada en 1575).
Si revisamos los proyectos del Renacimiento, advertimos que la escultura estuvo casi siempre
dominada por la vocación religiosa o decorativa. Rara vez tuvo por objetivo una creación en sí, como la
imaginamos en la época moderna. Parece que la primera obra creada sin encargo, por ella misma y por la
sola voluntad del artista, fue el Rapto de las Sabinas de Juan de Bolonia (1582), concebida por la
complejidad del agrupamiento de figuras y arbitrariamente bautizada después, pues era necesario que
una obra tuviera un tema. Más aún que el pintor, por la naturaleza de su trabajo y la inversión que
suponía, el escultor estaba sometido a la voluntad de sus clientes y a la destinación que pretendían dan
a sus obras. La escultura del siglo XV fue, por consiguiente, casi enteramente religiosa, mientras el siglo
XVI se distingue por la afirmación progresiva de una escultura profana. Con el cambio de siglo,
efectivamente, se produce un giro, de tal modo que el progreso de las formas antiguas y la evolución
general del individuo abren nuevos campos para la escultura. A partir de todo lo expuesto podemos
preguntarnos si la escultura no fue esencialmente un fenómeno florentino, Roma sólo tuvo fuentes; Milán
y Venecia, ni siquiera. En el fondo, únicamente Florencia supo encarnar todas sus ideas en mármol o en
bronce.
Como en arquitectura, Florencia desempeñó en escultura un papel fundamental, aun siendo
escasos los vestigios de la Antigüedad. Las coincidencias entre el Renacimiento y la Antigüedad, por otra
parte, no deben considerarse como una simple relación de causa y efecto. Roma, capital del arte antiguo,
no produjo ningún escultor. El arte antiguo no explicaría nada del Renacimiento, excepto que siempre
fue sentido como un ideal. Fueron los toscanos los primeros en tener esa noción. Es importante
determinar, al mismo tiempo, lo que el Renacimiento debe a la Antigüedad y lo que le distingue. Las
cualidades de la escultura antigua eran el naturalismo, que implicaba la práctica del desnudo y del
retrato, y el idealismo, que corregía a la naturaleza sometiéndola a un canon de proporciones y a una
actitud convencional, el deslizamiento de caderas. La característica fundamental del relieve era la
expresión del tema en la forma, es decir, la relación de las figuras por los gestos y el juego de miradas.
Los proyectos del siglo XV, esencialmente religiosos, no permitían inspirarse en nada. La sed de
naturalismo que había despertado en Toscana solo pudo calmarse progresivamente con la imitación de
las formas antiguas. Se reforzó al entrar en contacto con el arte antiguo, pero de este asimiló las formas
más que el espíritu. El siglo XVI gozó de condiciones más favorables, pero no profundizó en las razones
de su admiración. En resumidas cuentas, el Renacimiento imitó más las apariencias que los principios
de la escultura antigua.
De los principios, retuvo el deslizamiento de caderas, esa forma de esculpir una figura haciendo
que descanse sobre una pierna bajando el hombro del mismo lado. Pero en ella veía solamente un
contraste (contrapposto) entre las dos partes del cuerpo, y no el sutil equilibrio en el entrecruzamiento
(chiasme) de los ejes diagonales, lo que los distinguía de los griegos. Además, dio poca importancia a la
orientación de la cabeza, que para Policleto debía estar girada hacia el lado de la pierna de apoyo. En
cuanto al canon, no retuvo más que una idea simplista de la proporción modular sin comprender jamás
la noción de relación entre cada elemento y el conjunto, esencia del pensamiento griego. Realmente no
asimiló más que el arte de componer relieves.
De las apariencias adoptó, en primer lugar, los temas: el desnudo viril, que se difunde
progresivamente bajo pretextos iconográficos (Cristo Resurrector, David) hasta convertirse en un tema
aceptado en el siglo XVI, el retrato del busto y la estatua ecuestre. El desnudo femenino, que pasa
fácilmente por un símbolo del arte renacentista, es prácticamente desconocido en el siglo XV. Alberti, en
su tratado De Statua (hacia 1465) considera exclusivamente las proporciones del hombre e ignora a la
mujer. La idea del desnudo femenino se propagó con el gusto por el arte antiguo y encontró justificación
primera en la imitación o evocación de la Antigüedad. Habrá que esperar al segundo tercio del siglo XVI
para que la mujer desnuda aparezca con frecuencia en la escultura –y es probable que, hasta el final,
suscitara en el público una emoción que no era puramente artística.
El escultor renacentista adopta además un material apreciado en la Antigüedad y que la Edad
Media prácticamente había abandonado: el bronce. En este aspecto, también Florencia desempeña un
papel primordial, con las puertas del Baptisterio y las grandes figuras de Ghiberti y Donatello, y su gusto
se difunde rápidamente. Desde el punto de vista técnico, el aporte del Renacimiento fue capital para la
evolución del relieve. Desde comienzos del siglo XV Donatello adoptó la perspectiva lineal, que permite
representar el espacio con tanta verosimilitud como en pintura, y una concepción nueva del relieve
llamado „aplastado‟(schiacciato), que reduce al máximo las zonas hundidas y los salientes, permite efectos
gráficos y acerca un más el relieve al cuadro. Las dos innovaciones, adquisiciones del Renacimiento,
distinguen sus obras de la producción anterior. De un modo más general el Renacimiento introduce en la
concepción misma de la escultura principios nuevos que pueden ayudar a definirlo. A falta del canon de
los antiguos griegos, irremediablemente perdido desde el principio (la alusión que a él hacía Vitruvio
desvirtuaba incluso el sentido, haciendo pensar en un sistema modular), el Renacimiento puso de moda
un canon heredado de la tradición bizantina que calculaba las proporciones del cuerpo a partir de la
longitud de la cara, fijando normalmente su altura total en nueve módulos y un tercio. Se trataba más de
una fórmula de taller que de un canon en el verdadero sentido del término. La práctica, por lo demás,
tendía a alejarse de la teoría, pues el manierismo puso de moda un canon mucho más estilizado, de
cabeza pequeña, cuello y miembros largos, donde la altura total superaba a menudo las diez caras. La
calidad de una fórmula descansa únicamente sobre su eficacia. Nunca, en resumen, alcanzaron los
escultores renacentistas el nivel de abstracción ideal de los griegos. Antepusieron su ambición artística a
otros aspectos.
La búsqueda de movimiento fue uno de ellos. El deslizamiento de caderas era una manera de
animar la inmovilidad, pero no era suficiente. El siglo XVI buscó las actitudes más forzadas, las torsiones
menos naturales. Hizo del contrapposto una dislocación del cuerpo, uno de los rasgos fundamentales del
manierismo. Se hizo frecuente ver un hombro alineado sobre la pierna opuesta y la cabeza girada en
sentido contrario, sin tener en cuenta el equilibrio y las posibilidades de la columna vertebral.
La ambición más original y elevada del Renacimiento fue hacer de la escultura algo igualmente
bello desde todos los ángulos y renunciar deliberadamente a la frontalidad. La torsión de las figuras fue,
naturalmente, uno de los medios empleados para conseguirlo, como el Prisionero rebelde de Miguel Ángel;
pero pronto los límites se dejaron sentir. El agrupamiento de dos figuras ofrecía posibilidades más ricas.
A partir de 1455-1460 aproximadamente, Donatello lo intentó colocando a los pies de su Judith un Goliat
sentado en sentido inverso. El resultado fue desafortunado, pero la idea había sido lanzada.
Entre la imitación, en ocasiones servil, de la antigüedad y las sabias búsquedas del manierismo,
¿encontró la escultura del Renacimiento su personalidad? Para convencerse, bastará determinar hasta
qué punto se distingue claramente de la que la precede como de la que le sigue. El naturalismo la separa
radicalmente del arte gótico. La atención que presta a la realidad, la preocupación por ofrecer de ella una
imagen verosímil sugerente confieren una sensibilidad a los seres, a su carne, a sus impulsos que la
hacen profundamente conmovedora. Pero nunca – o casi nunca, ya que Donatello y Miguel Ángel
franquearon en ocasiones los límites- se pliega enteramente a la voluntad de expresión. A diferencia del
arte barroco, no pretende someter la forma al discurso, pues cuenta con la religión del estilo. Con el
manierismo sus excesos se manifestarán incluso en un abuso de estilo, en una concepción ideal que
prescindirá de toda expresión y que acabará incluso por alejarse de la naturaleza. En resumen, el
Renacimiento a veces se dejó llevar totalmente por su gusto por el estilo, pero es justamente este culto a
las formas y su amor por la vida lo que le confieren su valor específico, su originalidad y su belleza.