Final Troyano
Final Troyano
Final Troyano
Laura Riding
It is wel wist how that the Grekes stronge
In armes with a thousand shippes wente
To Troyéwardés1.
INDICE
PREFACIO...................................................................................................................1
Desde La Torre Escea.................................................................................................15
En La Estancia De Helena..........................................................................................42
La Tregua....................................................................................................................66
El Invierno..................................................................................................................66
Con La Rapidez De La Primavera..............................................................................66
La Paz..........................................................................................................................66
INDICE DE LOS PRINCIPALES PERSONAJES.....................................................66
EPILOGO...................................................................................................................66
PREFACIO
1
Es bien sabido cómo los griegos fuertes en armas con un millar de naves fueron rumbo a Troya...
-1-
La colina solitaria visible desde el Helesponto donde antaño se alzó la grandiosa Troya es
actualmente un contorno inanimado sobre el mapa arqueológico del mundo; y pobres villorrios
turcos pueblan la tierra que en su tiempo fue la Tróade de Príamo. En tiempos de Alejandro un
fulgor de reminiscencias continuaba brillando sobre Troya. El propio Alejandro se sintió llevado a
correr desnudo en tomo a la tumba de Aquiles en Sigeo, no lejos de allí, inspirado por la convicción
mística de ser su descendiente, a través del hijo de Aquiles, Neoptólemo, y de Andrómaca, esposa
de Héctor.
Hacía ya tiempo que el tirano Pisistrato había tomado Sigeo para Atenas; en su corte, según
se dice, se fijó por primera vez el canon de los poemas homéricos. Pero los atenienses no se
establecieron nunca en Troya. Sestos, junto al Helesponto, frente a Abidos, fue su último bastión.
Abidos había estado tradicionalmente enfrentada tanto a Atenas como a Sestos. El 482 a.C., Jerjes
tendió sus grandes puentes de naves entre ambas ciudades; de trescientas sesenta naves, el uno, de
trescientas catorce, el otro. En la lucha que enfrentó a Atenas y Esparta en el siglo siguiente, Abidos
se alineó con los espartanos. Sestos todavía continuaba adscrita durante algún tiempo a los destinos
de Atenas. Después, tanto Sestos como Abidos fueron transformándose gradualmente en lugares
muertos; tan muertos como llegó a estarlo Troya casi inmediatamente después del desastre troyano.
Las asociaciones históricas nos son relativamente familiares, pero su identidad geográfica se
nos aparece difusa. Tendemos a considerar Asia Menor como un arrabal de Europa; del mismo
modo que también conferimos un aspecto arrabalero a los Balcanes, tal vez por su exposición a las
influencias turcas. Si nos remontamos por la nomenclatura de su historia, finalmente alcanzaremos
un monótono punto de reposo con Troya. Sin embargo, Troya fue la viva culminación de la
verdadera historia de Asia Menor. Tras su caída, nada volvió a ocurrir en este extremo europeo de
Asia capaz de dejar una impronta memorable en la imaginación histórica. Ni siquiera la gloria de
las colonias jónicas, en el reborde oriental de Asia Menor, consigue estimular nuestro interés;
reconocemos un astuto espíritu de empresa y una inteligente teorización, pero en nuestra simpatía,
al igual que en nuestro tema, hay algo abstracto. Evocamos el nombre de Safo, pero pensamos en
Lesbos como una piedra preciosa en una montura deslustrada; igual que la misma Safo llegó a ser
preciosa en medios distintos al suyo. Todo esto se convirtió de pronto en tierra muerta, después de
Troya. No tanto porque aquí ocurrieran pocas cosas, sino porque lo que ocurrió ofrece o bien un
atractivo abstracto o una grandiosidad desharrapada. En realidad, que Jerjes visitase el templo de
Atenea en Troya el 480 a.C. es más interesante que los puentes que tendió algunos años antes sobre
el Helesponto; que Alejandro rindiera una visita de homenaje a Troya antes de la batalla del
Gránico es esencialmente más interesante que la batalla en sí, aunque nunca cumpliera sus
promesas de sacar a Troya de la oscuridad. Pausanias, el espartano, mantuvo negociaciones secretas
con los persas desde Colona. Justiniano, el romano, utilizó la isla de Ténedos con fines estratégicos.
Pero las asociaciones imaginarias que nos evocan Ténedos y Colona son de las llamadas
legendarias: que Tenes era rey de Ténedos cuando los griegos acudieron a atacar Troya -hijo de
aquel Cicno de Colona quien según algunos relatos fue muerto por Aquiles y del cual también se
dice que a su muerte fue transformado en cisne-.
Antes de la llegada de los romanos al Asia Menor, Troya había alcanzado una mezquina
dignidad como dirigente honoraria de una federación religiosa de ciudades vecinas. Tras la
imposición de la «paz romana» en la zona, la ciudad gozó de una mediocre prosperidad. Sula la
declaró ciudad libre y otro tanto hizo a su vez Julio César. César visitó Troya en el curso de la
persecución de Pompeyo después de Farsalia, el 48 a.C.; se dice que Augusto estuvo allí el 20 a.C.
César consideró la posibilidad de convertirla en centro del Imperio y algo parecido pensó Augusto,
con la idea de que el prestigio de sus asociaciones (la legendaria descendencia de la casa juliana del
troyano Eneas) podría constituir el fundamento sentimental adecuado para una capital con
perspectivas sobre las extensiones tanto oriental como occidental del Imperio. Pero Oriente y
Occidente no habían de quedar así unidos y las antiguas asociaciones de Troya no volverían a
evocarse después de Juliano, el último de los emperadores paganos. El Imperio se escindió en dos;
-2-
en el siglo III d.C., cuando la mitad oriental pasó a constituir la totalidad del Imperio, su capital fue
Bizancio y no Troya. Luego, en el siglo VIII, los árabes comenzaron a erigirse en señores de la
región extinguida que antaño fuera la Tróade. Ésta estuvo sometida durante algún tiempo al
dominio cristiano durante las Cruzadas, pero en el siglo XIV triunfaron los turcos, que incluso
llegaron a pasar a Europa (a través de Sestos), y, un siglo después, impusieron finalmente la «paz
islámica» en el Asia Menor. Bajo ella reposa Troya, con la certeza de que nada significativo volverá
a suceder allí, excepto incidentes de carácter arqueológico.
En efecto, aunque nada ha ocurrido en Troya desde la brusca desaparición del nombre de los
troyanos de la historia legítima, en la última parte del segundo milenio, algo ha ido cambiando en
nuestra relación con Troya. Muy lentamente, con gran recato y casi a ciegas, hemos comenzado a
rescatar su inmensa experiencia, como algo que también necesitamos, a nuestra peculiar manera. Y
la primera etapa de esta resurrección ha sido necesariamente arqueológica: la arqueología como
fase rudimentaria de la memoria. Heinrich Schliemann abrigaba la pionera convicción de que la
pequeña colina que actualmente recibe el nombre de Hissarlik constituía la auténtica localización
de la antigua Troya, la Ilión de los griegos, la Ilium de los romanos. El doctor W. Dorpfeld
perfeccionó las pacientes y entusiastas excavaciones de Schliemann aplicando métodos
arqueológicos más eruditos. A partir de 1932 han seguido realizándose investigaciones en Hissarlik,
se han desenterrado nuevas piezas de cerámica y se ha adelantado una teoría según la cual la Troya
micénica, la de la Gran Guerra, tal vez no correspondería al sexto estrato del depósito arqueológico,
como dictaminó Dorpfeld (Schliemann habla depositado su fe en el segundo estrato), sino en una
sección del séptimo estrato, puesto que en el sexto no se aprecian indicios de destrucción
catastrófica como sucede en la citada sección del séptimo nivel.
Mi propio interés por la antigua Troya ha ido encaminado sobre todo a intentar descubrir un
esquema histórico coherente en el cual situar los restos legendarios (personales, verbales), más que
a la reflexión sobre los restos físicos: los cascotes, las piedras, los variados frutos de las ruinas de
Hissarlik. Sin embargo, profeso un cálido y agradecido respeto hacia los pensadores arqueológicos.
Sin ellos, cualquier historia moderna de Troya se quedaría en un mero romance literario. Y si, por
mi parte, sigo inclinándome a considerar el sexto estrato del depósito arqueológico como la
probable Troya de Príamo, con ello no pretendo arrogarme ningún derecho a participar en el debate
arqueológico, pues no puedo tenerlo; igual que tampoco reivindicaría ningún derecho a polemizar
sobre cualquier aspecto textual u otra vertiente exclusivamente erudita de la cuestión troyana.
He escrito esta historia impulsada por un irresistible instinto de simpatía, un sentido de
empatía a larga distancia que tal vez pueda parecer prematuro si se contrasta con el estado de
nuestros conocimientos arqueológicos, pero que, medido por otros raseros, podría juzgarse muy
oportuno. Según estos otros criterios, ya ha transcurrido tiempo más que suficiente para plantearse
la resurrección de la experiencia de Troya bajo una forma viva. Los estudiosos se muestran
característicamente cautos a la hora de las conclusiones, y hacen bien, pues es de su competencia
trazar la pauta de la memoria de los hechos. Un poeta tiene la responsabilidad -no la «libertad»- de
esbozar una pauta de veracidad. Lo cual, más que cautela, requiere osadía. Soy consciente de
haberme arriesgado a cometer no sólo graves errores factuales, sino también graves errores en
relación a la veracidad de los hechos. Pero si hubiese estado más segura de mi historia, no habría
escrito un tratado erudito, sino un poema sobre la guerra de Troya. Que haya escrito sólo una
novela, una descripción provisional en prosa de esta primera experiencia concentrada de alcance
mundial, debe entenderse como mi presentación de excusas por sus insuficiencias en el terreno de
los hechos y de la veracidad. Una novela, cualesquiera que puedan ser sus defectos, al menos posee
la atractiva virtud de la cotidianeidad. Y son los aspectos más cotidianos de la historia de Troya los
que requieren comprensión, esfuerzos para entenderlos; estamos ya demasiado trivialmente
familiarizados con sus aspectos espectaculares.
Pero es preciso llegar a conocer a muchos personajes y la historia particular de cada uno,
hasta el nivel ancestral incluso; y muchos lugares e historias de lugares. Recuerde el lector: ésta es
-3-
la historia de un mundo. La guerra de Troya constituyó, en intenso grado, el mundo de su época;
posteriormente, la historia volvería a extenderse sobre la tierra difusa con un ritmo reposado. De no
poseer una cualidad universal, no encontraríamos tal efecto de integridad en la historia de Troya.
He hecho lo posible por ofrecer una historia redonda, con la simplicidad de su integridad. En estos
momentos necesitamos una perspectiva íntegra, pero no es mí deseo añadir una etiqueta moral a
una finalidad ya suficiente. Mi narración se justifica suficientemente por el hecho de que existe una
hisroria de Troya que contar. Una historia que ha sido narrada repetidas veces, pero nunca, creo yo,
con una intención perseverante de integridad o precisión geográfica. Al fardo de nombres de
personas he tenido que añadir otro de nombres geográficos; pero confio en que paulatinamente
todos ellos se integrarán en el relato y ocuparán su lugar dentro del mismo. En general he preferido
las formas latinas a las griegas, en los casos en que el latín sonaba más familiar, y a menudo he
empleado las formas inglesas en aquellos casos en que hubiera resultado pedante usar las griegas.
He preferido Diomedes a Diomede por sus resonancias más domésticas, menos poéticas2.
II
¿Qué misteriosa diferencia nos separa de los largo tiempo difuntos, esa diferencia por la
cual nos parece desafiar una solemne ley del decoro cuando intentamos discernir qué clase de
personas fueron, cómo vivieron en otra época? La investigación de los hechos históricos resulta
bastante inocente. La ordenación de los sucesos pasados en una secuencia lógica no nos crea la
sensación de estar dialogando con fantasmales desconocidos; nos limitamos a reforzar nuestra ya
viva convicción de la diferencia que separa el hoy del entonces. Estamos al corriente del pasado,
pero nuestra fe está puesta en el presente. Estamos dispuestos a leer historias del pasado, pero no a
conocer gentes del pasado. La diferencia es demasiado grande, demasiado terrible: ellas están
muertas, nosotros vivos. ¿De dónde viene esta diferencia? ¿Acaso no pisaron la misma tierra, no
hablaron lenguas que se hallan contenidas en las nuestras? ¿Por qué no abarca nuestra conciencia
sus vidas junto con la nuestra? Cuando una época queda atrás, ¿nada resta de ella más allá de su
historia y de sus tumbas?
Realmente seria terrible volver a vivir el pasado. Rehuimos con razón una identificación
demasiado íntima de nuestras personas con los muertos. Y, no obstante, algunos de ellos poseen una
curiosa realidad para nosotros; sus nombres evocan resonancias familiares en nuestra mente y no
nos hacen pensar en absoluto en una profanación cuando cedemos a la curiosidad que nos
despiertan. La misteriosa diferencia que nos separa de ellos reside sólo en que no podemos, no
tenemos que sufrir lo que ellos sufrieron. Podemos repetir los placeres del pasado, pero revivir sus
sufrimientos sería desperdiciar y estropear nuestras vidas. No vivimos sin desgracias y, en muchos
aspectos, éstas son tal vez más crueles que las que en su tiempo sufrieron los muertos; pero las
desgracias que suframos tienen que ser las nuestras, o no podríamos soportarlas. Muchas personas
ahora vivas han soportado, durante la gran guerra europea, sufrimientos que habrían resultado
inconcebibles para quienes vivieron la guerra de Troya, hace más de tres milenios; como tampoco
podemos imaginarnos soportando, hasta un décimo año, la incertidumbre de ese conflicto desnudo
y solitario. Creemos en estos sufrimientos, no en aquellos. Y, sin embargo, cuando nos remontamos
hacia atrás con la mirada, no todo nos parece frío y ajeno. Reconocemos premoniciones de nosotros
mismos en algunos elementos del pasado, vemos en ellos algo de nuestra propia lozanía.
Somos la época más joven, al ser inmunes al conjuro de la desgracia en un grado que nunca
se dio en otras épocas. No nos someteremos fácilmente a los procesos aniquiladores. Los elementos
pasajeros de nuestra vida son instantáneamente pasajeros. Nuestros edificios no poseen la solidez
que prepara la decadencia histórica, sino que, más bien, ya resultan fríos y distantes en su viva
En la traducción se ha procurado emplear las formas más usuales castellanizadas de los nombres
2
-4-
fealdad; así destruimos el pasado que podríamos llegar a constituir. Ahora concebimos la belleza de
un modo distinto. La estéril simplicidad del diseño y la construcción modernas debe explicarse
como evasión deliberada de la belleza en los objetos destructibles, no como un sentido simplificado
de la belleza. Nuestro sentido de la belleza es, de hecho, tan intrincado, está tan lleno de dobleces,
que no comprometemos nuestras almas, nuestra fe en nosotros mismos, en ninguna obra con un
futuro, aun remoto, de corrupción. Por esto el sentimental alimentado al calor de la historia emplea
el adjetivo «des-almado» (soulless, frío, sin alma) para referirse a las producciones concretas de la
vida moderna. Es una designación adecuada. No nos prodigamos a través de nuestros instrumentos
tangibles. Y de este modo hemos reducido, de hecho, el número de nuestros sufrimientos. Sufrimos
con menos amplitud, de forma más concentrada: menos en nuestros cuerpos y trayectorias físicas,
más en nuestra mente. Nos resistimos a la experiencia que resulta en mero desgaste. Rehuimos el
dolor que sólo deja el residuo de la vejez. Somos jóvenes. Nuestras mentes poseen una tenacidad
salvadora frente a nuestros acontecimientos.
Cuando nos remontamos hacia atrás con la mirada, desdeñamos -a menos que seamos
deshonestamente serviles- la mayor parte de cuanto vislumbramos en la abundancia teñida de
muerte de la historia. Todo aparece tan repugnantemente viejo... Y nosotros somos jóvenes.
Vivimos en el extremo final de la historia, pero somos jóvenes. Nuestros sufrimientos no nos
abruman como abrumaban a las poblaciones del pasado los suyos. Contemplamos con falso temor
los monstruosos preparativos de guerra que se desarrollan a nuestro alrededor: sabiendo que, en
realidad, nada puede matarnos. Nuestras mentes poseen la sensibilidad para detectar el peligro,
combinada con un alto grado de inmunidad al mismo, propia de los cuerpos de los jóvenes. A
nuestras espaldas en el tiempo contemplamos las rancias tentativas de vida de otras épocas. Pero no
todo el pasado se despliega como un panorama muerto ante las miradas modernas. Discernimos
vidas todavía activas, historias aún jóvenes en elocuencia... Para mí, la historia de Troya posee una
frescura física y una juventud que concuerdan como ninguna otra historia del pasado con nuestra
mentalidad de hoy.
Para mí, ese brillante caos de un mundo que se plasmó en la guerra de Troya se sitúa en el
tramo inicial de la historia, del mismo modo que nosotros nos situamos en su tramo final. No se
trata meramente de un tema capaz de suscitar un interés erudito, literario o sentimental; es algo en
lo cual creer como creemos en nosotros mismos. No para aliviar sus desgracias: creo en ellos, no en
sus desgracias. Ellos son para mí los preeminentemente firmes de corazón, igual que nosotros
somos los preeminentemente firmes de espíritu. Lo que viene a ser lo mismo, sólo que sobre ellos
recayó la responsabilidad de inaugurar el mundo inteligente, en tanto que nosotros tenemos la
responsabilidad de llegar a conclusiones inteligentes. A sus espaldas en el tiempo sólo veo
incertidumbres y obcecación, aquellos que no querían vivir y no vivirían. De aquel tiempo, ellos
fueron, creo, los primeros que se atrevieron a vivir, en el sentido amplio de la palabra. Pero después
de ellos volvió la penumbra. Me descubro contemplando nuestra historia oficialmente histórica
como una crónica ajena. ¿No se supone que la historia es nuestra historia, el pasado nuestro
pasado? ¿Y qué parte de ella podemos leer en la intimidad de la autoidentificación? A mí, casi me
parece como si, después del llamado periodo legendario de la historia dentro del cual se sitúa la
guerra de Troya, las gentes hubieran vivido teorías de vida, más que la vida; todo el pasado
histórico fue un encadenamiento de experimentos, en el cual un presente teórico sucedió a otro
presente teórico. Intentaré expresarlo de forma más sencilla. Me tomo tan en serio este tiempo -las
personas ahora vivas- que lo considero un momento final y definitivo del tiempo. ¿Será que no me
tomo ninguna otra época con la seriedad suficiente para considerar que sus gentes realmente
estuvieron vivas, tal como creo que estamos realmente vivos, realmente despiertos a la vida, en la
actualidad? Para responder a ello, he desandado fielmente el lento paso del tiempo. Y así fue como
llegué, de hecho, hasta Troya, en busca de un pasado vivo, con la necesidad de establecer contacto
con los más tempranos gestos inteligentes y sinceros de vida. Aquello fue una cosa seria; lo de
ahora es una cosa seria. El resto -el lento intervalo adolescente- fue elaboradamente insincero.
-5-
Además, no creo que durase tanto como suponemos que duró. El viaje de regreso hasta Troya a
través de la historia es un recorrido a través de un sueño. Fue un sueño prolongado, tedioso,
mientras lo soñábamos (como ocurre con los sueños), pero ahora podemos recorrerlo a la velocidad
de un viaje, desde el hoy hasta el ayer.
Y así llegué hasta Troya. No a través de una predilección por lo clásico; un año atrás habría
considerado la cosa más improbable del mundo que en breve pudiera encontrarme estudiando
dónde estaba situado el palacio de Príamo, o cómo se explica que Héctor, el más valiente de los
troyanos, se dejara perseguir ignominiosamente alrededor de sus propias altivas murallas. Como
forma literaria, considero la novela histórica una hazaña repelente, o al menos algo parasitaria, sólo
podemos manifestarnos con gracia y sabiduría y sinceridad cuando narramos nuestra realidad. Sin
embargo, aparentemente estaba escribiendo una novela histórica, y lo hacia sin ningún sentimiento
de vergüenza o de horror. Las horas que pasaba pensando en la muerte de Héctor -la muerte más
escandalosa de la historia- estaban impregnadas de un entusiasmo tan agudo que, a medida que iba
perfilándose mi familiaridad con el suceso, esa antigua desgracia comenzó a traducirse en algo
dulce e inmediato. ¿Habré sido, entonces, despiadada o repulsiva? Pero no me complace que
Héctor sufriera esa muerte. Detesto la muerte que tuvo como jamás podría haberla detestado él
mismo, puesto que fue la suya. Mi placer está en descubrir, entre todas esas agonías, una
disposición para la vida que profetiza la nuestra; estaban decididos a vivir, en el sentido amplio de
la palabra. Lo que ahora somos es lo que ellos querían; incluso estas parcheadas vidas nuestras.
Porque creo que hemos aprendido a ser felices; a vivir y, sin embargo, ser felices. ¿Puedo describir
este presente caos arbitrario del mundo como una escena de felicidad? Sus desgracias son
vindicativamente colosales. Yo misma me he visto arrastrada por ellas lejos de mi querido,
fulgurante hogar mallorquín (como habría dicho Homero), donde escribí este libro, hasta el
lluvioso, cultivado estoicismo de Londres. Y sin embargo soy feliz, con la certeza de que lo que
ahora vivimos tiene el sabor esencial de la vida, de que así sabe en verdad la vida. Que el sabor
contenga muchos ramalazos salobres es irrelevante; estamos saboreando lo que anhelábamos
gustar. Esta es la comida debida. Y en la guerra de Troya, el hambre debida hizo naufragar el
mundo prematuro.
He dicho que no llegué a Troya impulsada por ninguna predilección por lo clásico. Sucedió
que empecé a pensar en Criseida, como podría haber empezado a pensar en mi niñez, en la cómoda
ociosidad del ser mayor, si hubiera sido una niñez nítida y memorable. En cualquier caso, la propia
niñez no puede adentramos profundamente en la memoria. E incluso Criseida es un nombre que se
sitúa en la superficie de una historia. Los nombres de todas las mujeres del pasado profundo tienen
resonancias legendarias, pero ninguno parece tan legendario como el de Criseida; ni siquiera
Homero -para cuya imaginación debió de ser al menos legendariamente real- la menciona 3. Me
puse a leer lo que Chaucer, aun no siendo mujer, recordó, o evocó erróneamente, de ella. Por
mucho que queramos discutir la figura de Criseida, tendremos que reconocer que Chaucer
realmente evocó su presencia: anhelamos conocerla, la realidad de Criseida resplandece detrás de la
vulgar historia de su deserción para unirse a Diomedes. Luego Shakespeare (si en efecto fue el
único autor de Troilus and Criseida) vetó su presencia. No fue Criseida quien dijo:
-6-
Ah, poor our sex! This fault in us I find,
The error of our eye directs our mind:
What error leads must err; O, then conclude,
Minds sway'a' by eyes are full of turpitude4.
Esta sofisticación teatral, esta gazmoña, mezquina filosofía, no es Criseida, sino la coqueta
universal de la escena isabelina en cuya persona se perdonan magnánimamente a las mujeres sus
tortuosos descarríos. No. Con ello no basta. Como tampoco basta con limitarse a presentar la
imagen de Criseida, aunque sea con ternura, y confiar luego en que la fantasía le dé vida, como
hizo Chaucer.
¿Pero tan importante es Criseida? Lo es. No existe historia más inacabada que la suya y lo
que no está acabado debe terminarse. Así se hacen las leyendas: cuando unas historias quedan
inacabadas porque la vida que había en ellas no llegó a su término. La propia historia de la guerra
de Troya nunca se acabo. Parte de la vida universal representada en la guerra troyana escapó al
desenlace mortal y quedó en suspenso en forma de leyendas. Mirando atrás, en busca de un pasado
familiar, me encontré con Criseida, y con Troya. Y al principio me encontré entre leyendas de
personas, leyendas de lugares; luego, a través de mi placer de encontrarme en un pasado que no
estaba muerto, sino que constituía un temprano coraje de esta vida de hoy, las leyendas adquirieron
vida en forma de personas, de lugares. La historia, las historias, comenzaron a avanzar hacia el
desenlace que entonces fue imposible porque la época era demasiado pronta. Hoy alguien me ha
preguntado: «¿Qué sentimiento te inspira Criseida?». La palabra con mayor poder asociativo que
me viene a la mente para referirme a Criseida -y, también, a toda la época de Troya- es «valor».
Ninguna otra época ha materializado con tan singular intensidad esta cualidad, el valor más que
fatalista de estar vivo. Este representa, para mí, la primera aproximación articulada a la existencia
inteligente. Luego sigue la prolongada conjuración del temor: la historia «propiamente dicha», en la
cual se articulan todos los temores de la vida. Y sólo después, sólo ahora, sigue la existencia en la
cual tanto valor sobrevive a tanto temor. La primera fase de cualquier experiencia es la
demostración de que existe el valor de vivirla. Así concibo el mundo de Criseida en relación al
mundo que ahora tenemos.
* * *
¿Pero cómo puede comprobarse la veracidad de las leyendas? ¿Cómo podemos saber si no
estamos otorgando el color de la verdad a una mentira? Lord Raglan, en su reciente libro The Hero
nos pide que sustituyamos por la ignorancia científica el conocimiento de la guerra de Troya que
nos aportan las leyendas, que rechacemos estas leyendas en ausencia de otras pruebas personales
más precisas de los acontecimientos de esos años insistentes. ¿Diríamos que los cielos ahora
astronómicos eran míticos antes de llegar a comprenderlos en términos astronómicos; que, en
aquellos aspectos en los que no comprendemos con exactitud la naturaleza de nuestra envoltura
celeste, nuestra ignorancia de la misma equivale a una negación de su realidad? La realidad de las
cosas no depende de nuestro conocimiento exacto de ellas. La veracidad de la leyenda de Troya
debe medirse por la insistencia con que atrae nuestra atención, al margen de que carezcamos de
detalles históricos compatibles. Si la insistencia es suficientemente poderosa, los detalles
compatibles inevitablemente aparecen; igual que, análogamente, debemos suponer en nuestra
envoltura celeste una insistencia en su realidad capaz de producir los detalles científicos
4
¡Troilo, adiós! un ojo todavía te mira; /pero con mi corazón el otro ojo ve... / ¡ah, pobre sexo
nuestro! este defecto en nosotras encuentro, / el error de nuestra mirada dirige nuestra mente: /
aquello que el error guía debe errar; oh, concluid pues / lar mentes movidas por las miradas están
llenas de ruindad
-7-
compatibles. Nuestros conocimientos astrológicos no proceden sólo de nuestra capacidad de saber,
sino también de la insistencia de nuestra envoltura celeste en ser conocida. Las leyendas en sí no
son ni verdad ni mentira; representan otras tantas invitaciones al conocimiento. No es posible
hablar propiamente de la «veracidad» de las leyendas. Pero podemos distinguir entre aquellas que
constituyen meras resurrecciones fantasiosas de temas muertos y las leyendas que esconden
misterios vivos. Estas pueden mantenerse ininteligibles durante siglos, pero permanecen. La prueba
de la integridad de una leyenda está en su misma pervivencia como leyenda, como algo todavía por
aclarar.
Lord Raglan, haciendo mofa de la realidad del sitio de Troya, dice:
Se nos presenta una historia de Grecia que se inicia, de forma muy vacilante, hacia
el 1250 a.C., para florecer en una considerable abundancia de detalles hacia el
1200 a.C. y ofrecernos los pormenores más completos e íntimos de un período de
unos veinte años, así como unos cuantos datos sobre los cincuenta años siguientes, y
luego perderse completamente durante casi cuatro siglos. Se nos dice que hacia el
año 1000 a.C. «toda Grecia, excepto Atenas, quedó sometida al dominio dorio y
volvió a caer rápidamente en la barbarie; ni la tradición ni la arqueología nos
permiten vislumbrar qué ocurrió». Se nos pide que creamos que los acontecimientos
más importantes de la historia de Grecia, la conquista de los jonios y los aqueos y la
colonización de Asia Menor, quedaron totalmente olvidados, mientras el recuerdo de
la conquista doria sólo se conservaba en algunas vagas anécdotas sobre unos
supuestos hijos de Hércules. En cambio un acontecimiento anterior, el sitio de
Troya, obviamente menos importante, puesto que no tuvo efectos permanentes, se
habría recordado en todo detalle.
Lo absurdo de este supuesto...
¿Qué nos dice con ello sino que las leyendas de Troya han persistido por encima de la
persistencia de la historia? Ellas son, de hecho, los resultados permanentes del sitio de Troya.
¿Hemos de negar la realidad de unos acontecimientos supuestos porque ocurrieron antes que otros
acontecimientos que han dejado escasas huellas legendarias? ¿No ocurre acaso en nuestra
experiencia personal que determinados sucesos más lejanos superan en importancia dramática a
otros posteriores? Si nuestros pensamientos y nuestra conversación vuelven obstinadamente sobre
ellos, contradiciendo la ley racional del interés (según la cual los acontecimientos posteriores son
más importantes por el hecho de serlo), ¿no es ello una muestra de que han pervivido
obsesivamente hasta nuestra madurez y que tenemos una deuda de finalización pendiente con ellos?
Los actos deliberados de la memoria pueden ser triviales... cuando sólo obedecen al propósito
mecánico de recordar. Pero los actos instintivos de la memoria implican un vínculo entre lo anterior
y lo posterior. Y así hemos recordado a Helena y a Héctor y a Aquiles... y, con mayor perplejidad, a
Criseida. No existe persona alguna en cuya mente no se conserve algún eco de la guerra de Troya,
aunque no sea más que un palpitar de confuso reconocimiento al escuchar o leer un nombre de esa
historia. Imaginemos que no se conociera la Ilíada, que se hubiera perdido para nuestra literatura de
la memoria, y que en nuestro registro de asociaciones faltasen todos esos nombres evocadores de
prodigios; estoy segura de que sentiríamos un vacío más inquietante que si de pronto quedase
borrado todo el historial de Roma. Escipión, Sula, Augusto y los demás son nombres petrificados
en comparación. Sus historias representan la humanización de las estatuas y vuelven a convertirse
en estatuas después de pensarlos como hombres y mujeres, porque en su momento obraron como
tales. Están muertos. Pero decid para vuestros adentros «¡Helena!» o «¡Príamo!» o «¡Paris!» o
«¡Aquiles!». Y os será imposible evitar una inflexión de entusiasmo. Ahí sigue habiendo vida.
¿Quiénes son? (No, ¿quiénes fueron?) La propia Roma no podría haber prescindido de ellos. La
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guerra de Troya fue el telón de fondo realista que se otorgó Roma cuando quiso acceder a la
grandeza legendaria.
Lord Raglan protesta: «Ningún autor antiguo sabe dar otra razón del sitio de Troya más allá
del rapto de Helena». Cabe imaginar una refutación parecida de la realidad de la gran guerra
moderna: «Ningún diario contemporáneo sabe dar ninguna razón de la misma excepto el asesinato
del archiduque de Austria Francisco Fernando en Sarajevo». La explicación de los acontecimientos
en términos de causas generales es un método histórico sumamente moderno; de hecho, todavía no
ha llegado a nuestros periódicos. Si se les encomendase la tarea de informar sobre la guerra de
Troya, sin duda comunicarían al público que todo empezó con el rapto de Helena. Tenemos que
pensar en la Ilíada y las demás descripciones épicas de la guerra de Troya en que basaron sus
relatos los «autores antiguos» posteriores como los escasos, lentos periódicos de su tiempo. Su
función era contar lo ocurrido, no por qué ocurrió.
«El estudioso se empapa de literatura homérica y de nada más», sigue protestando Lord
Raglan; los métodos escolásticos, dice, son «puramente subjetivos»...
Consideremos los métodos puramente subjetivos del difunto Walter Leaf, a quien considero
como el troyano entre los griegos del mundo de los eruditos homéricos. Leaf poseía, más que
ningún otro estudioso de Homero, una perspectiva geográfica de la guerra de Troya. Lord Raglan
habla de él como si fuese el autor de una serie de reconstrucciones ficticias y no de una serie de
trabajos de geógrafo en los cuales se contrastan los datos acumulados sobre los lugares homéricos
bajo el prisma de su coherencia geográfica y arqueológica. Según los estudiosos, dice Lord Raglan,
«debemos dudar de la mayor parte de cuanto escribió Homero». Ésta puede ser la opinión de Lord
Raglan como estudioso de Homero; Walter Leaf nunca la compartió, y tampoco puede aplicarse el
término dudar al espíritu con que en general han recurrido los estudiosos a la Ilíada como guía de la
guerra de Troya. Éstos se han mostrado singularmente parcos al tratar de todo el aspecto narrativo
de la guerra, una preocupación que tenía que comprometerlos necesariamente con reacciones de
credulidad o incredulidad.
Refiriéndose a los aspectos narrativos de la Ilíada susceptibles de provocar dudas
razonables, Walter Leaf dice de Homero:
Y si observamos que concuerda con los hechos en otros aspectos, nuestra confianza
en la existencia de una base histórica de los poemas no debe verse materialmente
socavada... De hecho, la última palabra al respecto la pronunció Tucídides hace
más de dos mil años, en los famosos capítulos iniciales que han servido de
fundamento a la historia moderna. No tenemos ningún derecho, dice, a mostrarnos
injustificadamente incrédulos y a juzgar la importancia de las ciudades antiguas por
la pequeñez de sus restos...
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completa devoción de sus estudios, se aproxima más que ningún otro estudioso de Homero a salvar
las barreras del conocimiento para acceder a la convicción. El siguiente pasaje ofrece cualidades
casi «narrativas»:
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eficazmente, con las fuerzas bajo su mando, pero podrían reducirla al hambre y la
pobreza si la incomunicaban de sus fuentes de riqueza. Incluso para ello se
requeriría el esfuerzo combinado de toda Grecia. Pero se trataba de una causa
común; la presión procedente del norte comenzaba a hacer de la expansión hacia el
este una cuestión de vida o muerte para Grecia.
Éste es el plan de campaña que la Ilíada describe en curso de ejecución; y parece un
plan sumamente racional dadas las circunstancias. Se trata de un combate «entre
una ballena y un elefante»; los griegos dominan el mar, pero no se atreven a
aventurarse demasiado lejos de él. En la Ilíada no aparecen indicios de ninguna
expedición tierra adentro más allá de las tres millas que separan las murallas de
Troya de la costa. A menudo hablamos del «sitio de Troya»; pero en Homero no hay
tal sitio de Troya; la única acción que podría describirse como tal es la tentativa de
tomar por asalto, no Troya, sino el campamento griego.
Sin embargo, en todo momento tenemos presente que esto no pasa de ser una sugerencia
intelectual; que no se espera que creamos la totalidad de la descripción, sino sólo que concentremos
la atención en los detalles fácticos que la integran. Lord Raglan simplifica en exceso el problema
homérico y, con ello, las intenciones de los estudiosos. Ninguno de ellos ha intentado escribir la
historia de Troya. Por otra parte, el material homérico constituye una historia; sus autores conocían
suficientes datos fácticos que justificaban la especulación narrativa. El problema homérico está en
desentrañar los elementos basados en los hechos de los elementos narrativos, no en encontrar una
forma moderna de creer en las antiguas historias; como tampoco es el problema en que lo convierte
Lord Raglan, esto es, el de encontrar una forma moderna de no creer en ellas. El problema de la
determinación de la verdadera historia de Troya no es en absoluto un problema para eruditos. Es un
problema para poetas, que requiere un delicado equilibrio entre la sensibilidad para captar el pasado
y la sensibilidad para captar el presente, ya que una historia de sucesos pasados debe incluir la
forma presente desde la cual se contemplan. Un estudioso no puede permitirse esta elasticidad; sólo
puede contar con su sensibilidad para captar el pasado.
El plano y la descripción homérica de Troya, contrastados según los cánones arqueológicos,
se ajustan tranquilizadoramente a los hechos; y la parte de la Iliada conocida como «Catálogo
troyano», examinada a la luz de un escrutinio geográfico y tribal de la Tróade, se revela más fiel a
los hechos que los estudios troyanos de Estrabón, el meticuloso geógrafo de Augusto. Sin embargo,
existen discrepancias inaceptables en la descripción de los aliados griegos; las cuales sugieren la
intervención de un autor distinto, de fecha más tardía, deseoso de conferir a la historia de la guerra
de Troya un interés particular para un auditorio beocio, aunque probablemente en el momento de la
guerra no existían los beocios. (Cuando ha sido necesario designarlos de algún modo he empleado
el término «cadmeo».) Lo cual indica otro grado de desbroce a realizar por el estudioso -para
separar no sólo los hechos de la legítima narración, sino también los hechos modernizados de los
hechos antiguos- allí donde el narrador moderno se ha valido de su sentido de su presente para
contrastarlo con su sentido del pasado.
¿Es posible que todos hayamos estado perdiendo el tiempo con cosas que nunca ocurrieron?
Pero, si nada sucedió en ese período de transición entre la prehistoria y la historia, entonces algo
parecido a lo que se ha calculado e imaginado debería haber ocurrido. La historia gobierna la
historia; pero ésta es una regla que se aplica tanto en retrospectiva como mirando hacia adelante.
No podemos prescindir de nuestra crónica troyana porque no podemos prescindir de un comienzo
inteligente.
Pasemos por alto la propia imprecisión de Lord Raglan en su presentación de los hechos
(por ejemplo, su descripción de los griegos frente a Troya como un ejército «feudal», su aparente
desconocimiento de que durante la guerra los troyanos controlaban toda la costa norte de la Tróade,
excepto la estrecha franja ocupada por el campamento griego) y examinemos, sin indebidos
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reproches eruditos, su principal aseveración. En efecto, su interés no se centra, en realidad, en los
hechos, sino que únicamente está encaminado a aligerar las responsabilidades que pesan sobre la
conciencia histórica. Lord Raglan desearía que considerásemos nuestro legado homérico como
exclusivamente literario, que leyésemos la Ilíada como unos poemas sagrados. Aplicando el mismo
rasero, debería desautorizar por completo la realidad histórica de la Biblia: ¡no hay primitivos
judíos, ni primitivos cristianos, sólo los judíos y cristianos posteriores! Desautorizar la realidad de
la guerra de Troya equivale a desautorizar la existencia de los troyanos de quienes habló Homero.
Muy bien, pues; no hay antiguos troyanos, sólo los troyanos posteriores. Ojalá mi relato sirva para
que sean descubiertos entre nosotros y para que su nombre deje de asociarse con los colegiales que
no lloran cuando muere su madre.
L. R.
-Pensadlo: nosotros somos Troya, somos troyanos. Los demás pueblos nos tratan como un
misterio. Mueven la cabeza con gesto perspicaz y dicen «Troyano, supongo», cuando uno de
nosotros se presenta entre ellos, como un pescador podría intentar conjeturar el nombre de algún
monstruo atrapado en su red. «Troyano, supongo. » Pero al «troyano» nosotros lo conocemos. Nos
envidian nuestra cordura, nuestra imperturbabilidad, nuestros elevados criterios, a cuya altura
parecemos vivir sin violencia ni oratoria. Se supone que no entendemos las bromas, sin embargo de
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una muestra sutil de humor dicen que es «muy troyana». No acaban de creer en nosotros, porque
nunca hemos intentado que lo hicieran. Pero, sin nosotros se sentirían intranquilos. Para ellos
somos todo cuanto consideran natural que sean los seres inteligentes. Sin embargo, por serlo, no les
parecemos naturales del todo.
-Somos Troya. Esto es lo que somos. Somos un pueblo maduro que vuelve la espalda a los
ancianos infantiles de Oriente y levanta el pecho frente a los adolescentes seniles de Occidente.
Grecia es joven y está cansada. Nosotros no somos jóvenes ni estamos cansados.
-Helena es el espíritu ansioso de Grecia que ha venido en busca de tranquilidad a Troya.
Helena no acudió junto a Paris, sino a Troya. Y nosotros somos Troya.
-Lo siento -dijo Criseida, volviéndose hacia Clitio mientras tomaba asiento otra vez-.
Timetes hará correr por toda Troya que he hablado en favor de la paz. Es exactamente el tipo de
discurso que gusta a los derrotistas. No era mi intención adoptar un tono tan fúnebre. Pero es
estimulante dejar el tema de la victoria. Se nos ha obligado a tener presente la victoria; carros
ensangrentados cargados de ella procedentes del campo de batalla cada noche. Si al menos
pudiésemos pensar en otra cosa aparte de las batallas...; si sólo pudiésemos acordarnos de
nosotros...
-No veo por qué los pocos patriotas que quedan entre nosotros han de ser tachados de
militaristas sedientos de sangre -replicó pendenciero Timetes-. Yo, al menos, no puedo olvidar que
desde la Torre Escea se divisa el panorama de una batalla, no un festival, como parecen creer
algunos de entre nosotros.
-Criseida siente el máximo respeto por tu patriotismo, te lo aseguro -dijo benévolamente el
rey Príamo-. Sólo quería decir que la gente podría malinterpretarla y pensar que propugnaba la paz
sólo porque no se ha explayado sobre las glorias de la guerra. Sin embargo, ha hablado de las
glorias de Troya, un tema que no debería serle desagradable a un patriota. Y es cierto, Timetes, que
a veces comentas con demasiada libertad lo que sucede en el Consejo entre los ciudadanos
corrientes, que ya están suficientemente nerviosos sin necesidad de eso. Creas la impresión de que
existen diferencias de opinión... ¿Cómo podría haber diferencias de opinión entre nosotros? -
Dirigió una tierna mirada a sus compañeros, luego se volvió con ojos agradecidos hacia Criseida.-
Ha sido un admirable pequeño discurso, Criseida. Sé a qué te referías.
-No me refería exactamente a las glorias de Troya, como vos habéis dicho, buen Príamo.
Quería indicar que no deberíamos olvidar nuestro particular carácter y que toda la seguridad y
confianza que tenemos procede de la satisfacción de ser el tipo de pueblo que somos, no de ninguna
fe en nuestras capacidades heroicas.
-Claro, claro -dijo Príamo-. No debemos olvidar nuestro carácter nacional.
-Yo me refería al carácter personal, más bien -puntualizó Criseida.
-Eso, eso -respondió Príamo algo impaciente, pero sin brusquedad.
-Ya estamos otra vez en plena reunión familiar -bufó Timetes-. ¡Si me necesitáis estaré en el
colegio sacerdotal! -Y abandonó con paso airado la cámara del Consejo.
-No está del todo errado -señaló Antenor-. Tenemos una tendencia a adoptar el tono familiar.
Nuestras deliberaciones no se desarrollan siempre en el espíritu oficial que tal vez correspondería a
nuestras responsabilidades.
-Realmente no puede esperarse que nos pasemos un día tras otro reunidos charlando y que
mantengamos en todo momento un tono oficial -protestó Criseida. Antenor no le gustaba.
Amparándose en su edad, con frecuencia lanzaba refinados pequeños ataques como ése contra
Príamo, quien fingía no advertirlos. Querido Príamo. De no ser por él, todos habrían enloquecido
tiempo atrás. Además, Criseida lo percibía instintivamente, Antenor también era contrario a las
mujeres, aunque, con Helena y Laódice y Andrómaca y ella misma siempre presentes, no podía
mostrarse abiertamente ofensivo.
Desde luego habían sido las mujeres quienes habían mantenido la dignidad de Troya durante
todos esos años. Era una suerte que los hombres no tuvieran tiempo de pensar. Por la mañana
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partían rumbo al campo de batalla; al anochecer, los que quedaban acudían a las mujeres en busca
de diversión. Les daba igual qué mujeres. Y a las mujeres había dejado de preocuparles la pérdida
de sus hombres concretos. Se habían convertido en enfermeras, dispuestas a cuidar de cualquiera.
En cuanto a los hombres más viejos que no salían a combatir, se habían vuelto un poco
malhumorados y poco galantes, añoraban la pomposa tranquilidad de la vejez de la cual se veían
privados y, sin embargo, les avergonzaba reconocer que estaban cansados de la guerra. Timetes era
un caso extremo. Pero todos los sacerdotes del Sol eran más o menos como él: arrogantes,
convencidos de detentar un monopolio de patriotismo sólo porque el culto de Apolo había pasado a
ser el culto oficial del ejército, y muy celosos de su prestigio, pues sabían que todo el mundo estaba
hastiado de la guerra. Claro que les había ido bien con la guerra, cómo no con casi nueve años de
ofrendas diarias y la particular protección real del culto; era necesario para la compostura moral del
pueblo que la idea de la guerra estuviese asociada a un culto religioso más que al campo de batalla.
Pero la responsabilidad de mantener vivo el espíritu bélico en tiempos de guerra era delicada. No
podían exhortar al pueblo a mayores sacrificios de los que ya hacia. No podían ensalzar la guerra
ante unas gentes para quienes había llegado a ser una repulsivamente familiar vecina. Lo más que
podían hacer -e incluso esto requería tacto- era alabar el aguante del pueblo. En secreto, añoraban la
paz. El cultivo del espíritu bélico resultaba una actividad más atractiva en tiempos de paz.
Los hombres de Cibeles estaban cortados según un patrón totalmente distinto. Hicetaón -
cuya modesta nobleza de carácter constituía la regla más que la excepción- no se refugiaba
continuamente en su colegio sacerdotal, como hacía Timetes. Sus compañeros de sacerdocio
esperaban de él una actividad destacada como consejero, que les compensara de haberlo sacrificado
a Príamo. Los hombres de Cibeles tenían auténtico trabajo entre manos: toda la organización y
administración de las actividades agrícolas. Gran parte de la labranza de los campos de los
alrededores de Troya estaba a cargo de mujeres, ayudadas sólo por esclavos; incluso habían tenido
que enviar mujeres a las montañas para cuidar de los rebaños. Se avergonzarían, por tanto, de
pasarse el día sentados en su colegio refunfuñando, a la espera del último chisme del Consejo;
Hicetaón se entrevistaba una vez al día con ellos y luego conferenciaba con Príamo. El culto de
Cibeles nunca había sido cuestión de juego; era una institución plenamente troyana, mientras que el
culto del Sol tenía un tono característicamente griego. Y era bien sabido que, en el conflicto
dinástico entre Príamo y Eneas, los hombres del Sol apoyaban en secreto las pretensiones de Eneas.
Príamo y Eneas eran ambos descendientes de Tros, padre de Ilo y de su hermano menor
Asáraco, los fundadores de Troya. Pero la rama asáraca de la familia, a la cual pertenecía Eneas,
había vuelto a Dárdano, la antigua sede de la familia fundada por su primer antecesor, Dárdano. La
línea de sucesión más joven nunca había olvidado que Dárdano era arcadio; tan fuerte era, de
hecho, esta tradición sentimental, que los dardáneos más distinguidos todavía hacían trasladar sus
restos a Arcadia para ser enterrados allí. Los troyanos, en cambio, preferían dedicar su devoción
ancestral a Batiea, la esposa frigia de Dárdano; sus huesos supuestamente se hallaban enterrados
bajo el monumento que llevaba su nombre, en torno al cual se reunían cada mañana los soldados
antes de salir a la batalla. Y además también mantenían la lamentable disputa en torno a las
imágenes de los dioses. Dárdano había transportado consigo de Arcadia algunas imágenes de los
grandes dioses, o más bien así lo había hecho Crisa, su esposa arcadia, e Ilo se los había llevado a
Troya. Pero Eneas, que había mantenido un largo regateo con Príamo sobre sus dignidades antes de
acceder a unirse a los troyanos, había condicionado su participación al abandono de las imágenes
que siempre se habían considerado auténticas en Troya, en favor de las consagradas en Dárdano
como auténticas imágenes rivales. Príamo había llegado a un hábil compromiso al respecto: había
aceptado sustituir la imagen de Apolo del templo del Sol por la imagen dardánea, pero rechazando
cualquier otro cambio. Los hombres del Sol estuvieron más que complacidos de abandonar una
sencilla vieja imagen por otra más elegante -a todas luces una reciente importación griega- y a
Príamo en realidad no le importaba. Pero se mantuvo firme en su negativa a que la imagen de
Atenea de Eneas ocupase el lugar de la que se alzaba en la capilla de Cibeles; sabía que el cambio
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seria mal acogido y no estaba dispuesto a hacer nada susceptible de perturbar de algún modo la
asociación establecida en Troya entre Cibeles y Atenea. Allí se cultivaba en Atenea el espíritu de la
prudencia y el buen sentido domésticos, a tal extremo que todas sus demás vertientes -diosa de la
guerra e ídolo cívico griego- quedaban olvidadas; su transformación en una deidad nativa había
sido tan lograda que la Atenea de la cual se sabía que apoyaba exclusivamente el bando griego no
parecía guardar relación alguna con su Atenea.
De modo que Eneas había instalado un altar privado de Atenea en casa de Antenor, en
Troya, donde residía como invitado. A menudo se iba a su casa a consultar a su Palas; de hecho,
continuamente estaba recibiendo ayuda de uno u otro dios, como si fuese un héroe griego. Un tipo
vanidoso, irascible, prepotente. Y, evidentemente, un gran favorito de los hombres del Sol, que le
llamaban «el alma de los troyanos», mientras describían a Héctor, con insidiosa insolencia, como
«la mano». Se sabía que Aquiles había mantenido un encuentro secreto con Eneas en el monte Ida
el primer año de la guerra, para pactar con él su participación en la guerra con el bando griego a
cambio de la ayuda de los griegos para sentarlo en el trono troyano. Sólo las dificultades en cuanto
al rango que le correspondería a Eneas entre los jefes griegos les habían impedido llegar a un
acuerdo. Y antes de que Aquiles dejara de luchar, Eneas siempre lo buscaba a él en la batalla, y
Aquiles buscaba a Eneas; una combinación apropiada, pues sólo el valor de uno podía medirse con
el engreimiento del otro. El engreimiento de Paris -el hijo de Príamo y marido troyano de la griega
Helena- era un sonriente destello comparado con la llamarada crepitante de Eneas. El odio
particularmente vengativo de Eneas contra Paris era otra de las cosas que hacían de él un aliado
incómodo.
Eneas había acompañado a Paris en su expedición a Esparta; ambos formaban parte de la
escolta de honor que Príamo había asignado a Menelao, rey de Esparta, en su viaje de regreso tras
su visita a Troya, ostensiblemente para rendir homenaje al santuario secundario en honor de
Prometeo que allí se mantenía (el culto de Prometeo era muy importante en Esparta) y de hecho
para concertar amplias adquisiciones de cereales y otras reservas en vistas a evitar una hambruna
que intentaban provocar los especuladores en su tierra. La escolta troyana se adelantó hasta Esparta
mientras asuntos de estado retenían a Menelao en Creta y Helena recibió órdenes de ofrecerles una
cálida acogida y de agasajarlos. Y se decía que Eneas, que para empezar había obligado a Príamo a
incluirlo como miembro de la escolta al acudir presuroso a Troya a congraciarse con Menelao
(probablemente con la esperanza de recibir ayuda de los griegos en sus proyectos sobre el trono
troyano), se había tomado mal el gusto de Helena por la compañía de Paris y había intentado
imponer agresivamente su propio cortejo. Sin duda le había dado a entender que la casa reinante de
Troya estaba condenada a quedar desplazada por su propia casa de Dárdano, ignorando por
completo el hecho de que Helena había huido con Paris por amor, y cansada de Menelao, y no con
ningún designio de mejorar su condición, pues ¿acaso no era reina de Esparta? Eneas nunca la
había perdonado. Por eso insistía continuamente en que debían devolverla a Nlenelao.
Y luego, Timetes siempre pedía la opinión de Eneas sobre las solemnidades marciales que
continuamente estaba celebrando el templo: qué incidentes de la batalla requerían una acción de
gracias especial, y si creía que tal o cual memorial sagrado sería del agrado de los soldados. Así,
Eneas había sido el impulsor de los recientes horribles remozamientos apolíneos añadidos a la
«Batiea», como llamaban al monumento situado extramuros. Todas las manifestaciones artísticas
más ostentosas de Troya estaban relacionadas de algún modo con la tradición apolínea. Los
hombres del Sol habían establecido tiempo atrás una identificación entre Apolo y el dios del Sol
Helios, una derivación del Horus egipcio. En realidad, Helios era un concepto más troyano que
Apolo, un principio amplio, remoto, impersonal, en tanto que Apolo era una deidad fuertemente
personalizada. Antes de que se dotara a Helios de atributos claramente apolíneos, entre ambos sólo
se establecía un paralelismo de cortesía; la imagen de Apolo ocupaba el templo de Helios más bien
en una relación de invitado y anfitrión. Helios no tenía otra función al margen de la existencia
divina que la designada en el lenguaje formal del ritual heliano, como «sobrellevar las horas».
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Desde el inicio de la guerra había habido algunas tentativas de devolver al templo del Sol su
antiguo significado como morada de Helios y de iniciar los misterios de supervivencia heliana,
como una forma de distraer la atención de los aspectos apolíneos del culto del Sol. Y desde luego se
estaba abriendo una brecha cada vez más ancha en la largo tiempo consagrada identificación entre
Helios y Apolo. Pero los misterios de supervivencia no habían durado; en primer lugar, porque los
troyanos no eran dados a los arrebatos metafísicos, y en segundo lugar, porque Timetes había
monopolizado progresivamente las ceremonias para pronunciar tediosos discursos teológicos. Y,
puesto que toda la línea de estos discursos era, en efecto, la misma identificación trascendental
entre Apolo y Helios que constituía uno de los rasgos principales de los nuevos cultos orfeicos
secretos que acababan de hacer su aparición en Grecia, la situación volvía a ser prácticamente la
misma de antes, con la única diferencia, quizás, de que las gentes del Sol se sentían un poco
cohibidas con su devoción al ostensiblemente griego Apolo. Saltaba a la vista para todo el mundo
que las gentes del Sol simpatizaban con todo lo griego e intentaban emular en helenidad a los
griegos. Siempre se habían considerado superiores a las gentes de Cibeles. Les irritaba
particularmente el papel que en el ritual cibélico desempeñaba Dioniso, al cual consideraban un
vulgar competidor de Apolo; las celebraciones y festivales dionisíacos atraían siempre un
abundante interés popular. Dioniso, como se esforzaban en señalar, era meramente una versión del
Osiris egipcio y no podía tener gran relevancia para el pensamiento religioso troyano; con lo cual se
olvidaban por completo de su propio Helios-Horus, cuya barca dorada era incluso la misma barca
del Sol que aparecía en el Libro de las Puertas egipcio (aunque ahora se estaba abandonando esta
convención en favor de un carro tirado por caballos). Tenían que mostrarse discretos -sobre todo
ahora- en su oposición a Cibeles, que era una deidad auténticamente autóctona; salían del paso
tratándola como un símbolo poético de la agricultura y haciendo de Atis la figura personal, y su
protegida. La tradición cibélica estricta consideraba apócrifo todo el elemento de Atis: todo el mito
del amante-pastor, etc.; era típico de los griegos que al adoptar el culto de Cibeles destacasen el
elemento de Aris y desarrollasen la noción de un sacerdocio de eunucos. Todo el mundo sabía que
no eran verdaderos eunucos; todo el mundo sabía que eran en verdad, y era un escándalo. Las
gentes del Sol, para demostrar que no guardaban rencor a las gentes de Cibeles, dedicaban a sus
muchachos más bellos a la orden de Atis, que supuestamente debía constituir el vinculo de unión
entre ambos cultos. Los sacerdotes de Atis se escabullían continuamente de su santuario al colegio
de sacerdotes del Sol y viceversa, y todo el mundo sabía por qué, y la situación había empeorado
mucho desde el inicio de la guerra; no se hacía nada para impedirlo, como tampoco se
obstaculizaba ninguna otra cosa patrocinada por las gentes del Sol, puesto que, al margen de su
prestigio oficial, éstos gozaban del apoyo de la nueva clase adinerada que estaba financiando la
guerra.
El concepto de Cibeles había pasado a representar a las mujeres, a los campesinos, a las
clases trabajadoras y a la antigua aristocracia, una curiosa combinación. Las gentes del Sol, que
deseaban ser tenidas por progresistas, eran las personas insulsas, vulgarmente alertas. Pero alguien
tenía que ser vulgar, sobre todo en tiempos de guerra. Y alguna persona como Timetes tenía que
formar parte del Consejo, aunque sólo fuese para recordarles que se estaba librando una guerra. Los
troyanos no eran en modo alguno un pueblo poco práctico; pero cuanto más práctico el espíritu con
que se dedicaban a algo, más tendían a no tomárselo en serio, como si temieran perder el sentido de
las proporciones si lo hacían. Timetes constantemente les estaba instando a comprender la gravedad
de tal o cual asunto; para Timetes todo, y nada, era serio, para los auténticos troyanos todo era serio
a su peculiar manera. Criseida advirtió que no era la única en sentirse aliviada por la partida de
Timetes. Hasta Acalegón, ese viejo patriota resentido, se alegraba de haberse librado de él. Había
patriotismos y patriotismos, y su versión particular era una digna aversión hacia la causa ostensible
de la guerra. Consideraba la severa continuación de la guerra como la necesaria expiación de su
frívolo origen; detestaba la mera visión de Helena, mientras que a Timetes, a todas las gentes del
Sol, de hecho, más bien les gustaba pensar en ella, por tratarse de algo griego. Uno de los hombres
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del Sol era el autor de ese poema en el que Helena, la más bella de las mujeres, era otorgada a Paris
por Afrodita en los esponsales de Tetis y Peleo: un puro helenismo y de un absoluto mal gusto, ya
que ponía en una situación incómoda a todo el mundo, y a Helena más que a nadie. Es decir, a todo
el mundo excepto a Paris. Naturalmente éste se complacía en la explicación de que su nombre
significaba «sabiduría» y en verse presentado como juez en una disputa entre diosas. Siendo
Aquiles el hijo de Tetis y Peleo, todo resultaba muy tonto, pero a Paris no le importaba; «un
absurdo significativo», lo llamó, permitiendo que el autor saliera mejor librado de lo que merecía.
Pobre Helena. Y el pequeño Ideo, su hijo de Paris, que tanto se parecía a su padre. Saltaba a la vista
que sufría por la hija que había dejado en Esparta. Helena se portaba realmente bien; era una de las
pocas cosas que hacían soportable la guerra.
Clitio se acercó renqueando a Hicetaón. Clitio era el secretario particular de Príamo y tenía
la misión de tomar nota de todas las cuestiones importantes que se planteasen en los debates del
Consejo, para que Príamo pudiera repasarlas a solas por la noche. Durante los debates mismos,
Príamo se concentraba sobre todo en el mantenimiento de un ambiente amable.
-Respecto a esas mulas de labranza -dijo Clitio-, no he acabado de entenderlo bien. Habéis
dicho que no había ninguna mula como la mula paflagonia. ¿Era un ataque contra Pilémenes o
realmente sugerías que deberíamos hacer traer más mulas de Paflagonia?
-Sabes muy bien que Hicetaón nunca se burla de nadie -replicó Lampo, que estaba sentado
junto a aquél. A Lampo le habían cercenado un brazo en el sexto año de la guerra; por eso era
miembro del Consejo, aun siendo tan joven. Pántoo también era bastante joven y Helicaón, el
marido de Laódice (e hijo de Antenor), aún más. Pero Pántoo estaba al frente de todos los espías y
mensajeros, de todas las comunicaciones, tanto regulares como irregulares, con los griegos; asistía
muy raramente a los consejos y cuando lo hacía tenía pocas informaciones o consejos que dar.
Algunas personas decían que comunicaba deliberadamente una impresión de ineficiencia e
indiferencia porque desconfiaba de Timetes, con quien había estudiado para sacerdote, y por
aversión al cual había dimitido del colegio en los primeros años de la guerra. Desde luego, era la
persona que estaba en condiciones de saber si Timetes mantenía contactos secretos con los griegos
o no. Pántoo realmente parecía un poco incompetente; y no obstante, Príamo confiaba en él. Se
rumoreaba que podía vérsele a menudo en los terrenos del palacio a altas horas de la noche. ¿Iba a
entrevistarse en privado con Príamo, o a intrigar con Climena? Climena era una de las mujeres
griegas que acompañaban a Helena, una sobrina huérfana de Menelao a quien Helena trataba como
a una hermana menor; las otras, Etra y Grea, eran esclavas, Etra por adversidades de la fortuna,
Grea, de nacimiento.
Muchos guardianes del palacio podían corroborar que a veces se veía entrar a Pántoo en su
recinto a mitad de la noche. Y no era ningún secreto que había perdido tiempo atrás todo interés por
su más bien aburrida esposa, Frontis. Había quien decía que esa intriga era una mera cobertura; que
era a Príamo, y no a Climena, a quien iba a visitar Pántoo. Una teoría nada improbable, pues en
esos tiempos, en que resultaba difícil saber quién de entre los troyanos no se había pasado a los
griegos, era arriesgado exponerse a la menor posibilidad de ser escuchado por oídos extraños
tratándose de un aspecto tan crucial de la guerra como era el Servicio de Información y
Comunicación. Pero también se decía que Climena había ayudado mucho a Pántoo
proporcionándole detalles sobre la personalidad de los jefes griegos, sus enemistades privadas, sus
sensibilidades características, etc.; que si algún griego resentido se pasaba al bando troyano, se
consultaba a Climena antes de dar crédito a la información que pudiera ofrecer. Que, al cabo de
nueve años, sus conocimientos de lo que sucedía entre los griegos pudieran estar tal vez algo
desfasados, era otra cuestión. En cualquier caso, eso se decía. Y era cierto que los troyanos estaban
al corriente de todos los más íntimos escándalos griegos; un tipo de información que sólo podía
proporcionar una mujer en la posición de Climena. La propia Helena estaba por encima de las
habladurías. Nadie hubiera osado ofenderla pidiéndole lo que podría ser una información
traicionera contra su propio pueblo; todo el mundo reconocía cuán penosa era su posición. Por otra
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parte, la relación de Pántoo con Climena también podía ser, a fin de cuentas, la habitual. Climena
era muy hermosa y una persona tan conmovedoramente vinculada a la historia de la propia Helena
debía de ejercer una fuerte fascinación sobre Pántoo, él mismo de origen griego y, sin embargo,
incapaz de ver a Grecia como su hogar. No había quedado totalmente olvidado que Antenor había
traído a Pántoo de Grecia, recomendándolo a Príamo como su hijo adoptivo. Pántoo no estaba
familiarizado con los chismes de las distintas cortes griegas porque, antes de que Antenor se lo
llevara, había llevado una vida tranquila en Focis.
Helicaón era una persona enfermiza, más bien estúpida, pero bastante adaptable, a quien
Príamo había encomendado, por consideración hacia Laódice y Antenor, lo que se denominaba
amablemente «la sección de contabilidad». Los hombres bajo el mando de Helicaón eran,
simplemente, soldados rasos que habían sufrido heridas de poca importancia o se habían revelado
poco dignos de confianza en la batalla, a los cuales era más prudente emplear en un trabajo
semimilitar, en vez de enviarlos de regreso a sus casas, donde podrían propagar ideas peligrosas
sobre la verdadera situación en las puertas de Troya. Las poblaciones de las provincias y de los
estados aliados habían aprendido a considerar la guerra como una enorme operación financiera:
habían cedido estimulantes cantidades de armas, suministros y hombres, por los que primero habían
percibido fabulosos precios, luego fabulosos intereses y finalmente fabulosas promesas. No se
informaba oficialmente de las muertes, ni siquiera en Troya, aunque allí todo el mundo estaba
perfectamente al corriente de cuanto ocurría. No se permitía salir a ninguna persona de Troya en
dirección al interior a menos que se tratase de un mensajero acreditado del rey. Allí todavía
recordaban con cariño a los hombres que llevaban años alejados de los hogares, pensando que
estaban labrando su fortuna. «Es una guerra larga», explicaban los mensajeros del rey en cada
ciudad, como diciendo: «Es una empresa muy compleja y se necesita tiempo para hacer fortuna». Y
se enrolaban más hombres, apelando tanto a su curiosidad por averiguar qué estaba pasando en
Troya, como a la esperanza de encontrar a los familiares que no habían regresado.
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temperamento se debía en parte a las características de su tierra: altas cadenas montañosas, puertos
difíciles; habían logrado defenderse de la conquista extranjera sólo a base de astutas artes
defensivas. Desde luego, ofrecían una extraña apariencia entre los demás soldados, con sus cascos
de cuero trenzado, sus botas de cuero y sus escudos y armas exageradamente diminutos; sin
embargo, eran unos aliados valiosos.
Lo de las mulas era muy cierto; una extraña raza de reproducción endógena, con cascos
enteros, inteligentes e infatigables. En la Tróade, se obtenían las mulas mediante el cruce de la
yegua local con el asno salvaje del sur de Frigia. Pero empezaban a escasear los caballos y, además,
había habido una enfermedad entre los asnos sementales. Tendrían que hacer venir nuevos asnos de
Frigia y de las tierras del sur, de lugares tan distantes como Paflagonia. El problema más grave lo
planteaban las yeguas: habían tenido que coger yeguas de cría de las caballerizas de Democoonte
en Abidos para producir mulas, un acto equivalente a robar caballos de tiro para dedicarlos a tareas
de labranza. Y Democoonte había abandonado recientemente su actividad de criador para
incorporarse a la lucha en Troya. En cualquier caso, pronto tendrían que ir a buscar caballos al
norte de Frigia. Democoonte era hijo de Príamo y de nadie sabía qué madre.
-¿De verdad piensas que vale la pena importar mulas de Paflagonia -insistió Clitio-, en vez
de criarlas aquí como hemos venido haciendo todos estos años?
En vista de lo cual, Hicetaón explicó en detalle toda la situación. El único problema era
saber si podían contar con naves y hombres de confianza para el transporte. Al mismo tiempo,
señaló, podrían importarse grandes cantidades de madera de boj para los ejes de los carros; los
torneros venían quejándose desde hacía tiempo de lo inadecuado de las maderas sucedáneas para
este fin y, por otra parte, también empezaban a escasear cada vez más otros tipos de madera, de la
clase que podía comprarse en Sinope: arce para vasijas y nogal para mesas y madera adecuada para
la construcción de naves. La sugerencia había partido de Pilémenes, sin duda con el comercio
paflagón en mente, pero las ventajas de la expedición eran obvias. También podrían abastecerse de
estaño escita. Y de azufre rojo, que ya resultaba bastante costoso incluso antes de la guerra, por los
peligros de su extracción a causa de los humos. Todos los tintes se habían encarecido y escaseaban
mucho; no era de extrañar con la decoración de los nuevos carros y los constantes retoques
impuestos por el desgaste de la batalla: era necesario presentar una imagen animosa ante el
enemigo. Y después estaban los templos, que precisaban hacia tiempo una redecoración. Pilémenes
también había dicho que en la «antigua Gangra», como llamaba a la capital de Paflagonia donde
reinaba su familia, podrían obtener plata de las tierras de Halizonia, al este de Paflagonia, y
reservas de lentisco negro, también de Halizonia, donde crecía la nepente que les serviría para sus
barriles de vino además de como pigmento. Evidentemente, no era posible pensar en el arte como
tal en aquellos tiempos. Algún día, tal vez, el mundo troyano volvería a ser el hogar de las artes. En
cualquier caso, podían tener la certeza de que nada nuevo en el dominio artístico estaba ocurriendo
en Grecia. Los griegos describían condescendientemente el arte troyano como «energía primitiva»,
lo cual sólo podía indicar que su propio espíritu artístico imitativo desfallecía a cada paso; en
efecto, en otras materias, los griegos no vacilaban en acusar a la cultura troyana de un excesivo
refinamiento. Habían buscado su inspiración en los cretenses, hasta que Creta perdió sus
características distintivas. Durante esos años de guerra, los griegos habían quedado cortados de su
única otra fuente de inspiración. Al hablar de arte, Hicetaón dedicó un gentil cumplido a Helena; y
cuando Hicetaón hacia un cumplido sus palabras eran sinceras. También era muy propio de
Hicetaón hablar bien de las personas en su ausencia; cuando se hallaban presentes se limitaba a ser
cortés. La guerra, dijo, que había hecho reposar el arte del color, también le había ofrecido un tierno
regazo sobre el cual soñar. Se refería, evidentemente, al paño bordado de Helena, sobre el cual ésta
había ejecutado unas escenas de batalla realmente espléndidas, tan exquisitamente trabajadas que
era imposible distinguir qué lado era el derecho y cuál el revés. Helena nunca iba a ninguna parte
sin él. Cuando se trasladaba de un punto a otro del palacio, sus mujeres la seguían transportándolo,
y sus manos volvían a afanarse en cuanto se sentaba. Parecía protegerla de la tristeza; cuando se
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inclinaba sobre él, en su rostro había una serenidad como de contenida sonrisa. Tal vez lo
consideraba un acto de penitencia, o puede que lo necesitase, en su soledad, para mostrarse más a
sus anchas entre los troyanos de lo que su conciencia, y sus diferencias de temperamento respecto a
ellos, le permitían. O tal vez era simplemente un artificio social para tranquilizar a quienes la
rodeaban. Las dificultades de lenguaje estaban siempre presentes y si tenían la impresión de que
ella estaba alegremente entretenida con su paño, se olvidarían de su presencia y no se molestarían
en hablar griego por deferencia a ella. Antes de la guerra, el griego era la lengua culta, pero ahora la
gente evitaba hablarlo y usaban el dialecto frigio, universalmente hablado en todo el mundo
troyano. Hasta las gentes del Sol habían renunciado al griego en sus rituales, aunque seguían
hablándolo entre ellos en el colegio sacerdotal. Como quiera que fuere, Helena continuaba atareada
con su paño como si cada puntada hiciera más próximo el final de la guerra. Incluso existía una
expresión proverbial al respecto: «la última puntada de la guerra». Nadie
sabía a qué uso estaba destinado el paño. Algunos decían que Helena pensaba entregárselo a su hija
Hermione, como parte de la dote. El abuelo de Hermione, Tindáreo, la había prometido, de muy
pequeña, con su primo Orestes, hijo de Agamenón, rey de Micenas; ahora pronto cumpliría quince
años, y Orestes diecisiete... ya no debía faltar mucho. Tal vez imaginaba, con bastante tristeza, que
su hija les mostraría el paño a sus hijos. «Y todo esto sucedió por culpa de vuestra abuela», les
diría, recorriendo las escenas con el dedo. Pero también diría: «Y todo este trabajo es obra de
vuestra abuela». Si Menelao permitía que Hermione recordara alguna vez a su madre...
Clitio tomó unas cuantas notas sobre las sugerencias de Hicetaón y después se acercó a una
ventana para comprobar si ocurría algo fuera de lo corriente en el campo de batalla. Entre sus
obligaciones estaba la de actuar como una suerte de heraldo, liberando a Príamo y los demás del
fastidio de mantener una continua vigilancia. De hecho, muy poco de lo que ocurría se divisaba
desde la torre, sobre todo cuando la lucha era general. A veces se desarrollaban combates
individuales, personajes importantes de un bando se enfrentaban con personajes importantes del
otro y entonces todos los que se encontraban cerca dejaban de luchar y dejaban un claro a su
alrededor; era fácil seguir el desarrollo de estos incidentes e identificar a los personajes, al menos a
los troyanos. Lampo se unió a Clitio ante la ventana. Era un personaje taciturno pero de carácter
abierto e ingenioso, a quien todos apreciaban. Al estallar la guerra era neófito en el Colegio de
Cibeles y, más concretamente, discípulo de Hicetaón. Los cibelenses habían dedicado de inmediato
-y voluntariamente- a varios de sus hombres más jóvenes a la guerra, mientras los apolíneos, que
tanto alardeaban de su patriotismo, evitaban virtuosamente el contacto con las realidades profanas
de la guerra, hasta el menos valioso monaguillo. Ahora Lampo no era ni sacerdote ni soldado. Un
sacerdote tenía que tener intacto el cuerpo. Además, Lampo se había convertido, si no en un
escéptico, al menos si en un «pasivo». La pasividad era una filosofía peculiarmente troyana surgida
a partir de la guerra. Sus autores eran hombres con una natural dignidad de creencias, inválidos de
guerra, como Lampo, con varios años de combate a sus espaldas, acosados privadamente por un
tufo de derrota que los había perseguido desde el campo de batalla. No podían dudar del trasfondo
divino de la vida humana, porque su orgulloso espíritu les impedía creer en la destrucción; pero no
obstante, orgullosos, estaban preparados para la destrucción. Y habían contagiado con su actitud a
la mayor parte de las personas razonables de Troya.
Entre Lampo y Clitio existía una relación que no podía calificarse propiamente de amistad.
Lampo era hijo de una familia noble y Clitio era el hijo ilegitimo de una criada del palacio. De
niño, Clitio había sido un juguete en el palacio, por su bella cabeza y su invalidez -había nacido con
una pierna bastante más corta que la otra y a fuerza de renquear inclinado se le había encorvado el
cuerpo-, y Príamo lo había adiestrado más tarde para desempeñar tareas de secretario porque creía
poder confiar plenamente en él. Clitio trataba a Príamo con una reverencia casi religiosa y Príamo
trataba a Clitio como al que hubiese podio ser su hijo adoptivo, si no hubiera tenido ya demasiados
hijos propios y si aquél hubiese sido de más noble cuna. De hecho, tiempo atrás se había rumoreado
que Clitio en realidad era hijo de Priarno, pero ahora ya nadie lo mencionaba. Y era cierto que
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Hécuba, la reina de Príamo, siempre lo había detestado; pero tal vez eso sólo se debía a que Príamo
empezó a interesarse por él justo cuando París, que siempre había sido el preferido de Hécuba, fue
enviado al campo a hacerse hombre.
Troilo era una criatura entonces y Hécuba siempre solía enloquecer un poco después de dar
a luz, y volviéndose contra la criatura hasta que tenía al menos tres o cuatro años y concentrando
sus afectos en otro de sus hijos. Pero siempre había querido más a Paris que a ningún otro; nunca se
había repuesto realmente de su antipatía posnatal contra Troilo, tal vez porque fue su último hijo y
ella ya era vieja y en aquella época ya estaba permanentemente desequilibrada. Pobre Príamo, había
sufrido mucho con Hécuba, sobre todo porque la apreciaba de verdad. No toleraba la idea de
atribuir todas sus violentas emociones a la locura, sino que intentaba mantener una simpatía
racional hacia sus caprichos y conciliar una afectuosa indulgencia con el respeto que creía deberle
como esposa y como reina, así como con su sentido de justicia como padre, y su dignidad como rey.
Podía perdonársele que hubiera buscado consuelo en la dulce Laótoe, que había llegado a ser su
esposa extraoficial, y la madre de Licaón y Polidoro. De todos los hijos, quien más había sufrido
había sido Troilo. Era brillante y apuesto, pero parecía haber heredado la inestabilidad de su madre;
y había demasiados años de diferencia entre él y Príamo para que éste pudiera sentirse capaz de
ayudarle de algún modo. Y puesto que al nacer Troilo sus hermanos y hermanas supervivientes eran
todos bastante mayores que él (Paris, el que le seguía inmediatamente, tenía casi nueve años), éste
había gozado de1 triste privilegio de vivir su propia solitaria independencia, en vez de estar
sometido a la alegre disciplina de ser un niño entre varios. Las únicas dos personas de la mansión
palaciega que le habían tratado con cariño alguna vez eran Casandra y Clitio. Pero Casandra no
ejercía una influencia saludable sobre un niño tan impresionable como Troilo y la adoración que
sentía por ella no era sólo la que naturalmente podría sentir un hermano por una hermosa hermana
mayor. Ella no se había interesado en absoluto por él hasta que fue adolescente; Troilo tenía
diecisiete años cuando Casandra lo tomó por primera vez como confidente, y entonces ella misma
ya tenía veintiocho y era una mujer madura, extraordinariamente exigente y sexualmente histérica.
Nadie había insinuado que existiera una relación incestuosa entre ellos, pero la extravagancia de su
mutuo afecto incomodaba a los demás. Ello ocurrió durante el primer año de la guerra, después del
desagradable escándalo del templo del Sol, cuando sólo el hecho de tratarse de la hija de Príamo
impidió que la gente tratase a Casandra como una descastada.
El incidente hizo que todos la mirasen con horror. Pues aunque antes de suceder eso era
cuestión generalmente aceptada que Casandra tenía un temperamento peligrosamente excitable,
nadie habría negado que era muy sabia para las profecías. De niños, su madre la había llevado una
vez con su hermano Heleno al templo de Apolo en Timbrea, situado a corta distancia en el sureste
de Troya. Era un templo dedicado a Apolo para recordar que había tocado la lira durante la
construcción de las murallas de Troya -así rezaba la leyenda- para hacer más llevadero el trabajo.
Se decía que hasta las serpientes, cautivadas por la música, bailaban entre las piedras y aplaudían a
los hombres; en el templo siempre había serpientes en recuerdo de este hecho, aunque también se
creía que la colina de Timbrea había sido sagrada para las serpientes desde la antigüedad. A Hécuba
se le ocurrió que las serpientes, actuando en nombre de Apolo, habían manifestado un
extraordinario interés por los niños. Y en consecuencia invitó a un adivino tracio, que gozaba de la
hospitalidad de Príamo en aquella época, a instruirlos en el arte profético. Heleno había continuado
practicándolo como aficionado; Casandra se lo tomaba mucho más en serio y creía gozar de la
inspiración divina. Pero desde el incidente de Timetes nadie se permitía respetar sus profecías y, de
haber estado un poquitín más cuerda y no ser tan egocéntrica e insensible, ella misma habría
comprendido que, después de lo ocurrido, la discreción si no la dignidad, exigía que se refiriera lo
menos posible a los asunros relacionados con Apolo. La versión oficial decía que Casandra había
sufrido la alucinación de que el dios había atentado contra su virginidad mientras se encontraba sola
en el templo. Pero se sabía que Timetes había estado involucrado de algún modo en el asunto, lo
cual bastaba para indicar exactamente lo ocurrido; Timetes era un notorio viejo libertino. Príamo de
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ningún modo podía tomar cartas en un escándalo que implicaba al sumo sacerdote de un colegio
sagrado y a un miembro de la familia real, de modo que no se hizo nada al respecto, sólo se
prohibió que Timetes y Casandra volvieran a encontrarse nunca reunidos en una misma habitación.
Ésta era la verdadera razón de la exclusión de Casandra de las reuniones del Consejo, mientras que
la presencia de las demás mujeres de la familia, y también de Criseida, era siempre bien recibida. El
motivo formal era que los permanentes pronósticos de desastres de Casandra deprimían a todo el
mundo; sin embargo, dado que para sus adentros todos abrigaban una latente superstición de
desastre, de hecho resultaba más bien reconfortante que alguien manifestase en voz alta esa
superstición, para así poder rechazarla alegremente por el momento...
La amistad de Clitio por Troilo era de carácter menos espectacular. Tenía sólo pocos años
más que aquél y de niños habían jugado juntos, hasta que Clitio alcanzó la edad en que la etiqueta
de palacio le obligaba a aprender a mantenerse en su lugar de criado. Pero Troilo nunca perdió la
costumbre de acudir a Clitio en busca de ayuda siempre que le ocurría algo desagradable, igual que
de niño le llevaba sus juguetes para que se los arreglara. Y cuando Clitio llegó a ocupar un puesto
oficial como secretario confidencial de Príamo, estuvo en condiciones de dar satisfacción a una
serie de pequeñas quejas de Troilo. A éste siempre le rondaba una queja u otra por la cabeza. De
hecho, habría sido un joven realmente principesco de no ser por su expresión pendenciera y la
postura ligeramente cabizbaja que adoptaba, como una persona que hubiese sufrido ataques que no
estaba en su mano evitar. Esta actitud y estos modales agraviados de Troilo resultaban
particularmente atractivos para las mujeres, en tanto que en general inspiraba antipatía a los
hombres. Clitio, quizás por ser lisiado, era sumamente proclive a simpatizar con las dificultades o
sufrimientos de los demás, aunque la responsabilidad de su cargo y su honradez de carácter le
impedían cometer ninguna irregularidad en sus esfuerzos por ayudarlos. Esta susceptibilidad le
atraía también hacia Lampo, y viceversa. Pero Lampo le inspiraba un afectuoso respeto ante una
personalidad genuinamente inclinada a la tristeza; con Troilo se trataba más bien de un sentimiento
de compasión hacia un joven amo obsesionado con petulantes desvaríos.
-Algo raro está ocurriendo ahí fuera -le dijo Lampo a Clitio-. Parece como si la guerra
estuviese a punto de terminar con una amistosa charla general. Tal vez Paris ha perdido su bonito
escudo y ha pedido ayuda a todo el ejército griego para encontrarlo.
Era verdad que la lucha había cesado y parecían haberse iniciado varias conversaciones. Se
quedaron observando en silencio durante un rato.
-Probablemente sólo están organizando uno de esos combates personales para deleite de los
soldados rasos -comentó Clitio-. Ya verás. Dentro de poco Príamo recibirá a un heraldo de Héctor
que solicitará su autorización y corderos para el sacrificio y los oficios de un sacerdote. Pero no
preocupemos a Príamo con ello hasta que realmente suceda algo.
-Puede que tengas razón. Si, están alineando los caballos y depositan todas las armas juntas
en el suelo. Es una suerte que no esté aquí Timetes; así Hicetaón podrá hacerse cargo del asunto.
Cada vez que Timetes sale al campo, la ceremonia se convierte en un festival griego, con nuestros
hombres observándola de lejos como extranjeros. La causa de que no hayamos conseguido llevar la
guerra a un claro desenlace en uno u otro sentido es que no hemos logrado que los griegos nos
respeten como una nación diferenciada. No han luchado con suficiente energía y nosotros, con
noble urbanidad, no les hemos respondido de verdad. Ambos bandos han estado jugueteando con
ideas de mutua consanguineidad durante nueve años. Cada año se reciben propuestas de uno u otro
jefe griego para que Príamo le dé una de sus hijas en matrimonio, cosa que difícilmente podemos
considerar como un insulto diplomático puesto que no mantenemos ningún tipo de relaciones
diplomáticas con ellos, ya que estamos en guerra. Y en consecuencia, Príamo se ve obligado, como
caballero y como rey, a tratar cada proposición como un asunto estrictamente personal y señalar
que por el momento no puede considerar la candidatura de un pretendiente que combate en el
ejército de sus enemigos. Este año fue Aquiles que quería a Políxena. Al parecer está locamente
enamorado de ella. Pero, ¿qué puede saber de ella, a menos que uno de los agentes de Timetes le
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haya metido la idea en la cabeza? El traidor Calcante se ha convertido en un patriota griego tan
ferviente que es poco probable que aliente las contemporizaciones amorosas con sus
conciudadanos. Y todo el mundo sabe que Aquiles no es un hombre casamentero. El año pasado fue
Agapenor, el arcadio, quien pidió la mano de Casandra. Casandra todavía es una mujer
desconcertantemente atractiva, pero es poco probable que alguien que no la ha visto nunca, y que
debe de haber oído rumores de sus rarezas, considerase seriamente hacer de ella su reina; aunque
entre los griegos parece haberse extendido la idea de que cualquier antiguo pretendiente de Helena
tiene derecho a recibir de nosotros algún tipo de compensación en especie. Ahí tienes a Diomedes,
por ejemplo, que pretendía a Laódice, antes de que ésta se casase con Helicaón; y ahora jura por
Criseida, dicen, como su parte del botín, y Calcante ha otorgado su sello de aprobación al
matrimonio enviando un mensaje una vez al mes aproximadamente, en el sentido de que el padre
de Criseida y su prometido Diomedes están dispuestos a acogerla cuando quiera que a los troyanos
les resulte demasiado incómoda su presencia entre ellos. Lo cual, evidentemente, tiene por objeto
recordarnos que su padre fue un traidor y que ella puede acabar siéndolo también. Sabe
perfectamente que Criseida es una de las pocas luces que brillan en la oscuridad troyana de los
últimos tiempos y que Príamo quedaría desolado sin ella. Tú y Criseida y Helena y el viejo Príamo
y el valiente Hicetaón sois las únicas cabezas cuerdas que aún quedan, entre nosotros y entre los
griegos. Y aquí estoy chismorreando sobre los griegos como un troyano cualquiera, y sobre los
troyanos como un griego cualquiera. No me extraña que Príamo no confíe en mí.
-No seas bobo, Lampo, sabes muy bien que Príamo tiene una gran opinión de ti, no sólo por
la consideración en que te tiene Hicetaón, sino también porque comprende que sufres, en tu propio
espíritu, como desgracias personales, todas las desgracias públicas de Troya, y con una sencillez
que le gusta identificar con el auténtico estilo troyano. Si no te ha asignado ninguna función
concreta en el Consejo, ha sido a causa de tu propia modestia, o de tu empecinada melancolía. Sólo
la pasada primavera volvió a ponerte a prueba, cuando te pidió que fueras conservador de los
archivos de guerra, puesto que los únicos archivos que teníamos eran los de Calcante y éste se los
llevó consigo al pasarse a los griegos, y porque consideró que seria una forma de dar un buen uso al
brazo derecho que te ha sido conservado. Tan pocos entre nosotros, aparte de los sacerdotes,
sabemos escribir. Personalmente, me habría encantado que hubieses aceptado, porque así habría
podido ayudarte y trabajar contigo. Pero replicaste que tenias una mentalidad demasiado joven para
hacerte cargo de una tarea que requería tanta sabiduría y el corazón demasiado viejo para un trabajo
que exigía tanta energía. Y Príamo, siempre cortés, respondió que había sido un error pedir mayores
servicios a quien ya había derramado su sangre en el río de la desgracia nacional, para que pueda
transformarse en un río de la buena fortuna; que tu mera presencia en las reuniones del Consejo ya
constituía un consuelo para todos nosotros y quizás también un poco para ti. Recuerdo muy bien lo
que dijo, porque fue el día que Criseida vino a vivir al palacio, después de que su casa fuese
atacada por la muchedumbre enardecida por la traición de Calcante. Príamo la invitó a asistir a la
reunión del Consejo, para demostrar que confiaba en ella. Y entonces escogieron a Dares, porque
los sacerdotes de Hefesto tenían que ser honrados de algún modo, y él dijo que llevaba un diario
privado desde el inicio de la guerra. Una pandilla de insensatos, esos adoradores del dios del
yunque. De hecho, por lo que he podido ver del trabajo de Dares desde que se hizo cargo de él, su
crónica sigue siendo poco más que un diario privado, lleno de chismorreos y trivialidades, continúa
siempre presente la pluma del oficioso pequeño artesano. Dicen que no ha renunciado a sus
intereses en la fragua de su hermano desde que se hizo sacerdote. De hecho, la congregación de
Hefesto es poco más que un gremio de artesanos. Y también pro-griega, en ambiciosa competencia
con los hombres del Sol. Todas las obligaciones de cortesía parecen recaer sobre nosotros en estos
asuntos. Dicen que Hefesto está a favor de los griegos, pero no suprimimos el culto; nuestra
dignidad no nos lo permite. Luego, supongo que nuestra dignidad tampoco nos permite ganar la
guerra, puesto que los hombres dignos no se oponen a los dioses.
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En ese momento entró Helena en la sala, seguida por su sirvienta Grea, que empujaba la
cesta de labor dorada con ruedas que la acompañaba a todas partes. Antes de que nadie tuviera
tiempo de saludar a Helena, aparecieron dos heraldos del campo de batalla, tal como anticipara
Clitio.
-Señor Príamo -dijo el primero-, nos envía Héctor el del alto yelmo, vuestro temible hijo;
solicita dos corderos, y vino, y vasijas adecuadas, pues debe hacer unos votos. Y vuestra reverenda
presencia. Menelao de Helena y Paris de Helena se han retado a combate y el vencedor se quedará
con la mujer y con todo el tesoro de la mujer, y entonces cesará la guerra.
Príamo suspiró. Estaba acostumbrado a esas soluciones repentinas; siempre se sugerían en
los momentos en que todos estaban más cansados que de costumbre del combate y se consideraba
necesario introducir algún incidente estimulante para reavivar la energía marcial. Sin duda, a
Helena la afectaba más oír usar su nombre como una vana figura retórica que la sensación de correr
algún auténtico riesgo de ser devuelta a Menelao. Criseida le dirigió una sonrisa consoladora,
tranquilizante, como diciéndole: «Ninguno de nosotros admite que pueda plantearse tu separación
de nosotros». Pero Helena casi no pareció advertirlo. Estaba muy ocupada preparando su paño, con
ayuda de Grea; se había despojado de la suave pañoleta blanca para tener libres los brazos. El
contraste físico entre Helena y Criseida era marcado. Ambas eran claras de tez y sin embargo cada
una causaba una impresión de belleza asombrosamente distinta.
La belleza de Criseida, pese a toda su blancura, tenía una cualidad oscura. Era más baja, de
estatura más compacta; sus largas cejas, muy marcadas, casi se unían en el centro, de una forma
que parecía hacer centellear sus ojos cuando fijaba la mirada sobre algo. Sin mirarlos, uno diría que
eran castaños, verdes, grises, cualquier cosa menos azules, aunque en realidad eran de un profundo
azul vibrante y cambiante; en tanto que uno recordaba los ojos de Helena, de un castaño suave,
como vagamente azules. Helena era alta, de tez más blanca, de ademanes lentos y flexibles, menos
precisos que los de Criseida.
La primera en hablar fue Criseida, puesto que nadie más parecía tener nada que decir y, sin
duda, era preciso hacer algo. Los heraldos esperaban.
-¿Qué sucede ahí fuera, puedes averiguarlo? -le preguntó a Clitio.
-Han depositado todas las armas en una pila en el suelo y los soldados se están mezclando y
los jefes parecen prestar considerable atención a su aspecto. Por su manera de manejar los peines
salta a la vista que todos están decididos a convertir el asunto en un espectáculo. Los griegos
exhiben sus mejores espinilleras, como de costumbre, se restriegan las argollas de los tobillos,
etcétera. Y hace un rato, un pequeño grupo se alejó hacia el campamento griego.
-Sí -dijo el segundo heraldo-, eran Taltibio y Euríbates. Agamenón los envió en busca de un
cordero macho para el sacrificio a Zeus. Héctor, cortés, se ofreció a proporcionar todos los animales
necesarios, pero Menelao, en su tono agudo y chillón, pronunció un altanero discurso sobre la
abundancia y variedad de alimentos y caballos y armaduras resplandecientes que tienen en el
campamento griego y acaso les perdonaría Zeus que, habiendo cuidado tan bien de si mismos en la
tosca tierra de Troya, no hubiesen cuidado de prever para él esos instrumentos de piedad de tierno
balido de sus rebaños en la penumbra de sus huecas naves.
El primer heraldo le dio un codazo por detrás al segundo. Estaba hablando más de lo
necesario y de forma más bien indiscreta; no era demasiado correcto hablar de ese modo de
Menelao en presencia de Helena.
Príamo cavilaba cansado. Salir al campo de batalla y participar en esa farsa de devociones
era una pesada perspectiva. Nada de eso pondría fin a la guerra. Era una guerra, no un duelo
personal, y el final sólo podía ser una muerte enorme, como la muerte de un pueblo. Todas las
animosidades personales quedaban ensombrecidas bajo las enormes fuerzas casi sin nombre que
ahora impulsaban la guerra; la furia de los propios dioses se había comunicado a la guerra y debía
agotarse en ella. La posición de Príamo era parecida a la de Zeus: de haber podido, habría detenido
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la guerra, pero la lógica (Atenea) y el orgullo (Hera) y el sentimiento (Afrodita) no le dejaban otra
alternativa que acelerar su terrible curso.
-Creo haber oído mencionar antes a Taltibio y Euribates -dijo Príamo perdido en sus
pensamientos.
-Acompañaban a Menelao y a Odiseo cuando se presentaron ante nosotros antes de iniciarse
las hostilidades para intentar convencernos de que les entregásemos a Helena -dijo Antenor-.
Entonces eran muchachos. Recordaréis que recibí a Menelao y a Odiseo en mi casa.
-Así fue, así fue -asintió Príamo.
-Recientemente Agamenón envió a Taltibio y a Euríbates a quitarle a Briseida de Lirneso a
Aquiles -intervino el segundo heraldo-. Agamenón se empeñó en hacerla ocupar el lugar de
Criseida, a la que fue obligado a renunciar por la política religiosa; es la hija del sacerdote de Apolo
Esminteo en Crises. Aquiles la capturó junto con Briseida en Lirneso, adonde Criseida había
acudido para participar en un festival de Artemisa, cuando estuvo en el sur a principios de este año,
asolando el país. Se quedó a Briseida y le cedió Criseida a Agamenón, quien le cogió mucho apego.
A Aquiles no le importaba demasiado Briseida, pero naturalmente se sintió ultrajado en su
prestigio. Y dicen que de no haber intervenido Patroclo, Aquiles habría matado a Taltibio y
Euríbates, tan indignado estaba. En realidad todavía no se le ha pasado el enfado.
-¿Nos prometéis, señor Príamo, el vino y la vasija y las copas y los corderos? -preguntó el
primer heraldo, deseoso de hacer callar al segundo-. ¿Y vuestra presencia santificante?
-Si, acudiré -dijo resignado Príamo-. Supongo que no hay más remedio. Acompaña al
muchacho, Clitio, y ocúpate de que consiga todo lo necesario. Será mejor que hables con Dares
para las vasijas; su hermano va a regalarme una fuente y unos cubiletes de oro y tal vez desee
aprovechar esta ocasión para exhibirlos en público. Y los corderos. Los de costumbre, supongo.
-Sí, señor rey: un macho blanco para el Sol y una hembra negra para la Tierra -recitó el
primer heraldo. A todo el mundo le pareció cómica su diligente solemnidad, que contrastaba con la
cansada indiferencia de Príamo. Príamo sonrió.
-No te molestes -dijo levantando la mano-. Estamos al corriente de los requisitos.
Clitio salió renqueando, seguido de los heraldos.
-Tú, espera un momento -le dijo Príamo al segundo heraldo-. No, con uno bastará.
Príamo quería hacer hablar al segundo heraldo. El otro salió con Clitio con una cierta
reticencia; era evidente que no estaba de acuerdo.
-Nos reuniremos con vosotros en la puerta -gritó Príamo a sus espaldas.
-A las únicas personas que el buen Príamo trata de forma realmente poco amable es a los
heraldos -dijo Criseida-. Siempre os burláis de ellos, ¿verdad?
-Porque siempre actúan como si nada hubiera de hacerse si no nos estuvieran recordando
que hay una guerra. Piensan que aquí nos pasamos el tiempo dormitando absortos en nuestras
cavilaciones... y entonces aparecen ellos y nos dan un golpecito en el hombro. Pero, en realidad,
ocurre algo parecido. ¡Hicetaón! Esos corderos, será mejor que te ocupes tú de ellos. Y quiero que
todos me acompañéis a efectuar los ritos.
-¿No se ofenderá Timetes?
-Así aprenderá a no correr continuamente al colegio. -Príamo ordenó que se acercara el
segundo heraldo.- ¿Así que la guerra realmente se va a acabar?
El heraldo sonrió satisfecho.
-Bueno -dijo ladeando la cabeza-, Paris se ha quitado la piel de pantera y ha tomado
prestada la coraza de su hermano Licaón, y las grebas de otro -ha insistido en conseguir un par con
piedras preciosas en las argollas de los tobillos-. Y el casco de otro; el penacho de crin tenía que ser
morado, insistió. Y el escudo de no sé quién. Los portadores de armas de Héctor le han
proporcionado una espada con incrustaciones de piedras preciosas en la empuñadura -una que
Héctor nunca usa- y dos hermosas lanzas.
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Príamo pasó por alto el tono en que el heraldo había hablado de Paris; era difícil encontrar
el tono adecuado para referirse a Paris.
-Resulta curiosa la idea de Paris vistiendo una armadura -dijo Príamo-. De joven siempre
fue el héroe que recibía la guirnalda en los combates de toros y, desde que empezó la guerra, me he
acostumbrado a imaginármelo en su piel de pantera, con un carcaj dorado en el costado izquierdo.
Es un bonito espectáculo verlo arrojar sus flechas; la postura del arquero le sienta realmente bien a
su figura elástica. Pero le gustará mantener un combate directo con uno de los griegos importantes.
Como arquero, su puesto suele estar entre la infantería ligera, detrás de la línea de frente
fuertemente armada, con lo cual supongo que tiene que disparar bastante al azar. -De pronto Príamo
recordó que Helena estaba presente.- ¿No estarás preocupada, verdad, querida Helena? -le preguntó
dulcemente, volviéndose hacia ella-. Estas cosas nunca llegan realmente a nada, ya sabes.
Helena inclinó la cabeza. Las hazañas marciales de Paris nunca llegaban a nada, no, pensó
para sus adentros.
Mientras tanto, Hicetaón había salido en busca de los corderos y Príamo se había levantado
del trono central elevado, de yeso jaspeado de azul, con motitas de oro, y los demás habían
abandonado sus bancos adosados a las paredes, todos excepto Helena y la vieja Grea.
-Acércate a la ventana con nosotros, querida -dijo Príamo-. Es un panorama interesante.
Siempre es mejor para los nervios saber exactamente qué está pasando.
Helena le obedeció, aunque hubiera preferido quedarse sentada al margen, en privada
incertidumbre. Príamo insistió en colocarla delante de él, mientras mantenía al heraldo a su lado y
lo hacia hablar.
-Fue Paris quien empezó -explicó el heraldo-. No sé por qué, excepto que estaba de
extraordinario humor esta mañana antes de comenzar la batalla, bromeaba con los soldados y
juraba por Helena que habíamos dejado que esta guerra se volviera demasiado lenta y que él nos
enseñaría cómo llevarla adelante. Total que, casi antes de que llegara a calentarse la lucha, y sin que
nadie tuviera tiempo de advertir qué sucedía, ya se había adelantado y hacia chasquear los dedos en
dirección a Menelao, mientras le gritaba: «Ven aquí, vieja lengua de cascabel, vamos a hablar de
este asunto». Y Menelao, que en general no se despega de su carro, saltó al suelo, con el rostro
encendido y amenazando a Paris con los puños mientras chillaba «ladrones troyanos». Entonces
Paris le volvió insultantemente la espalda a Menelao, que empezó a seguirlo, refunfuñando como
una vieja en el mercado. Y entonces se acercó Ayax con su enorme mole, gruñéndole a todo el
mundo, y los soldados de ambos ejércitos, sin entender qué ocurría, comenzaron a luchar sin orden
ni concierto, hasta que Agamenón intervino en el bando griego y Héctor en el nuestro, y
mantuvieron un diálogo más o menos formal. El resultado fue que comenzaron a engalanar
cuidadosamente a Menelao y a Paris para el combate. Paris con aspecto bastante malhumorado,
pues no tenía intención de llegar a nada parecido.
Helena volvió la cara, rehuyendo las miradas de los demás.
-La guerra es como la religión, o como cualquier otra de las cosas de las que los hombres
hablan con tanta solemnidad -dijo Criseida-. Bastante impresionante desde lejos, pero aburrida
como un juego de mesa vista de cerca.
-¿Dónde está Andrómaca esta mañana? -preguntó Príamo-. Tal vez le guste ver que su
Héctor no lucha por una vez. -Envió un esclavo en busca de Andrómaca.- Es innegable que estos
griegos son gente tenaz. Aunque Agamenón es más bien delgado para un guerrero, y Menelao
bastante gordo. Y ese gigante es Áyax, ¿no?
-Y ahí tenéis a Áyax el Pequeño charlando con Menelao ahora -puntualizó el heraldo-. Un
valiente pequeñajo, magnifico con la espada.
-Es el hombre que me regaló esto -dijo Lampo, señalando tristemente su muñón.
-¿Y no fue uno de tus pretendientes, Helena? -preguntó Laódice-. Recuerdo que nos
hablaste de él una vez; fue cuando tu Ideo quería una serpiente como animalito doméstico y tú
dijiste que Áyax el Pequeño tenía una serpiente-dragón libia domesticada de cinco cúbitos de
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longitud que lo seguía a todas partes como un perro, y que él quiso casarse contigo, pero tú no
estabas dispuesta a tener una serpiente arrastrándose por el suelo de tu casa, por mansa que fuese.
Ninguna mujer, le advertiste a Ideo, querría casarse con él si se paseaba escoltado por una
serpiente.
Helena se rió al oír esto.
-Sí, es la pura verdad. Fue uno de mis pretendientes. Y esperaba que los demás aceptasen a
la serpiente como la cosa más natural, como le ocurre a todo el mundo con sus animalitos. Ayax el
Grande también fue pretendiente mío, pero lo rechacé porque era supuestamente invulnerable,
debido a que Hércules lo envolvió de niño en su piel de león. Pensé que un marido invulnerable
sería una gran responsabilidad. Siempre existe algún rincón secreto que no es invulnerable, y si
ocurre algo, se supone que la esposa ha desvelado el secreto.
-Cuánto me gusta oírte hablar, querida -dijo Príamo-. Al pensar en tu gente se te suelta la
lengua.
-La verdad es que me gusta que me habléis troyano y me deis la oportunidad de hablarlo -
dijo Helena.
Continuaron asomados a la ventana hasta que apareció Andrómaca; Príamo le hizo sitio.
-Va a celebrarse un combate individual entre Paris y Menelao -le dijo Príamo-, y Héctor se
encarga de organizar nuestra participación. He pensado que te gustaría verlo. ¡Con cuánta nobleza
planta cara a los jefes griegos!
Andrómaca le cogió la mano a Helena y la acarició.
-Me alegra que Paris tenga una oportunidad de combatir solo. Es tan buen arquero que ha
sido preciso sacrificar su dignidad en aras de su habilidad.
-Ese que se pasea arriba y abajo entre sus soldados es Odiseo -dijo Antenor-. Al parecer es
muy considerado con ellos y dicen que todos le tienen una total devoción. Nunca va a ninguna parte
sin una escolta; eso distrae la atención de sus piernas cortas y pone de relieve la amplitud de su
pecho y sus hombros. Cuando nos visitó con Menelao en esa embajada siempre resultaba el más
alto y más imponente cuando todos estábamos sentados a la mesa, aunque de pie, sin su escolta, y
sin hablar, tenía un aire bastante insignificante. Su rostro carecía de expresión, excepto cuando
empezaba a hablar y entonces... ¡qué voz! ¡Y qué cabeza! Un personaje muy enérgico e interesante.
Uno realmente no lo ve como un griego, sino más bien como un ciudadano del mundo. Y no
debemos olvidar que se mostró sumamente reacio a entrar en guerra contra nosotros. Cuando los
visitamos en esa embajada a propósito de Hesione, antes del inicio de la guerra, cuando los griegos
todavía estaban ocupados agrupando sus fuerzas, viajé a Itaca, como recordaréis, para averiguar si
podíamos contar con su neutralidad, la cual hubiese disuadido a muchos otros de participar.
Expresó su mayor admiración por todo lo troyano y condenó en términos nada equívocos el espíritu
de indolencia y de desorganización que había invadido a Grecia; lamentó que éste sólo pudiera
traducirse en acción a base de comunicar el despecho personal de un reyezuelo a toda una serie de
otros reyezuelos, cuya recién adquirida grandeza no duraría más que la guerra promovida por su
vanidad. A Troya, señaló, nunca se le había ocurrido iniciar una guerra porque Telamón se hubiera
llevado a Hesione. En cuanto a unirse a los demás, me dio su palabra de que se mantendría al
margen tanto tiempo como pudiese, con la esperanza de poder influir así en favor de la paz; aunque
en última instancia tal vez se sintiese obligado a incorporarse a la lucha, para poder intervenir, una
vez acabada la guerra, en la creación de una Grecia organizada. Ese era su sueño: una Grecia unida
como preludio de un Estado universal del que cada país fuese miembro en igualdad de condiciones.
Todavía hablaba de eso cuando se hospedó en mi casa con Menelao; de eso y de sus planes para
ampliar las fronteras de nuestro propio mundo a través de una exploración organizada.
-Hmm, hmm -dijo Príamo-, te llevaré conmigo al campo de batalla y tal vez consigas verlo
un momento.
Antenor había evitado cuidadosamente toda mención de Calcante; Calcante le había
acompañado en la embajada a propósito de Hesione. Entonces -cuando Helena apenas llevaba un
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año entre ellos y nadie sabia si no acabaría cansándose de Paris o Paris de ella- Príamo pensó que
tal vez podrían resolver pacíficamente la situación cambiando a Helena por su propia hermana
Hesione, que Telamón, el padre de Áyax el Grande, se había llevado a Salamina después de
desafiar, junto con Hércules, a Laomedonte en Troya. Hércules mató a todos los hijos de
Laomedonte excepto a Príamo, al que Hesione salvó enviando un esclavo, desde la cueva junto al
mar donde se hallaba escondida con sus hermanas, para anunciar que estaba dispuesta a entregarse
a Hércules si éste perdonaba la vida a su hermano menor. Príamo se salvó así, gracias al
autosacrificio de su hermana; y Hércules la entregó a Telamón como concubina. Durante todos esos
años había parecido inútil intentar rescatarla, pero el plan de intercambiarla por Helena parecía
digno de consideración.
Sin embargo, en Salamina, Antenor y Calcante se encontraron con que Telamón había
muerto y su hijo Áyax ocupaba el poder; y Áyax era uno de los que más deseaban la guerra. No
habían podido ver a Hesione. Conque cruzaron al Anca y se entrevistaron con Erecteo, el ateniense,
pero sin resultado; y después se dirigieron a Tebas de Cadmia, para hablar con Penéleo, el cual se
negó a recibirlos. Y entonces Calcante dijo que tenía que ir a Fócide, ya que estaban tan cerca, para
consultar al oráculo de Apolo en Delfos. Y Antenor le acompañó; y allí salvó a Pántoo de Esquedio,
el rey, que estaba furioso contra la familia de Pántoo y lo hubiera matado; para lo cual lo adoptó,
marchándose inmediatamente con él y sus dos hijos.
De Delfos, la embajada continuó rumbo al sur, hasta Eantea, desde donde se dirigieron a
Itaca, atravesando el golfo de Corinto. Pero Calcante se quedó en Delfos, pues todavía no estaba
seguro de saber interpretar el significado del oráculo, el cual, según dijo a su regreso, nunca llegó a
aclarársele, aunque sin duda debió de ser entonces cuando recibió la revelación de que la guerra les
iría bien a los troyanos hasta el décimo año y luego se volvería contra ellos. En todo caso, en
Delfos conoció a Agamenón, que también había acudido a consultar al oráculo; y ahora resultaba
evidente que habían entablado amistad a raíz de ese encuentro. En aquel momento pareció que
Calcante estaba sinceramente empeñado en intentar impedir la guerra, permaneciendo entre los
griegos hasta el último momento, cuando ya estaban reuniendo sus fuerzas, en Aulide, en Cadmia,
y no zarpando para Troya hasta que ya no pareció quedar ninguna esperanza. ¿Pero quién sabia qué
había pasado en Delfos y en Aulide? ¿Y cuántas entrevistas secretas pudo haber mantenido por toda
Grecia, entre el momento de su partida de Delfos y el de su reaparición en Aulide? Sin duda había
pactado con los griegos que se pasaría a su bando cuando se agotase el período de buena suerte para
los troyanos, manteniendo, tal vez, en secreto el momento exacto por si había malinterpretado los
augurios. Desde luego, los troyanos habían tardado en perder fuerzas; ya estaba bien entrado el
noveno año y seguían defendiéndose con firmeza. Calcante nunca había tenido demasiado éxito con
las profecías. No era su intención permanecer tanto tiempo sin su hija; ahora ya llevaba muchos
meses con los griegos. Era una lástima que no se le hubiera ocurrido llevarse consigo a Criseida.
Pero tal vez mejor para él, pues probablemente ella habría comunicado sus intenciones a los
troyanos si le hubiera hecho confidencias. El y los griegos debían de esperar que otros desertarían
con él. Quizás confiaba en Timetes. Pero Timetes debió de preferir esperar a comprobar si Calcante
en verdad tenía razón y entre tanto él mismo había pasado a ser el sumo sacerdote.
-Odiseo es un famoso buscarruidos -dijo Criseida, en respuesta a las magnánimas alabanzas
que le había dedicado Antenor.
-Creo que el hecho de estar en guerra no debería volvernos ciegos a las virtudes de nuestros
enemigos -replicó secamente Antenor.
-No me refería a nuestra actitud hacia nuestros enemigos. Y no creo que hayamos quedado
cortos en las cortesías que hacen tan repugnantemente decente esta guerra. Nos tratamos
mutuamente como cirujanos. Es preciso realizar la operación y nadie se atreve a detestar al cirujano
por el dolor que causa; en medio de nuestras lamentaciones no debemos olvidar nuestro deber de
tratarlo con amabilidad. Sólo decía que, lisa y llanamente, Odiseo es un provocador. Ni siquiera los
griegos confían en él. Y hablando de los pretendientes de Helena, ¿no los organizó acaso en una
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sociedad y convenció a su padre, Tindáreo, para que no aceptase a ninguno que no perteneciese a la
misma y logró todo tipo de acuerdos ventajosos gracias a su posición estratégica? Climena me lo
contó todo. Y luego dejó bien atado con Tindáreo que, si Helena lo rechazaba, se quedaría con su
prima Penélope. ¿No es así, Helena?
-Basta, no quiero que molestéis ahora a Helena con estas viejas, viejísimas historias -dijo
Príamo-. Ya tiene bastantes preocupaciones con lo que tenemos aquí a nuestros pies. De algún
modo, con la guerra incluso cosas que ocurrieron hace sólo algunos años parecen ya casi míticas,
historias que uno ha escuchado en boca de alguna persona ya olvidada y cuya veracidad resulta tan
difusa como nuestro recuerdo de ellas.
-Y sin embargo todas al alcance de la memoria de los vivos -dijo Lampo-. Ya convertidas en
mito y, sin embargo, al alcance de la memoria de los vivos. Algo parecido debió de ocurrir con los
dioses. Se hicieron inmortales cuando aún subsistía la memoria de su mortalidad. Penteo y Dioniso
eran ambos nietos de Cadmo; sin embargo, Dioniso llegó a ser dios y Penteo fue sólo rey de Tebas.
Y Penteo fue descuartizado por orden de su propia madre por haberse burlado del culto de su
sobrino Dioniso. Y así son también nuestros tiempos; no sabemos qué parte de nosotros es mítica y
cuál es natural. Cuando alguien se proponga escribir una historia de nuestra historia, dentro de un
centenar de años, por ejemplo, nos verá como una absurda mezcla de cosas factibles e increíbles. Y
mientras siga contándose nuestra historia siempre ocurrirá igual; siempre constituiremos esta
historia demasiado real que ahora somos. Si, somos demasiado reales, incluso para nosotros
mismos. Las cosas se ven más borrosas cuando hay exceso de luz que cuando ésta es escasa.
-Creo que sería prudente no irritar a los griegos haciéndoles esperar más de lo necesario -
sugirió el viejo Acalegón, que tenía un gran sentido de las buenas formas y a quien la informalidad
de Príamo empezaba a poner muy nervioso.
-Oh, no te preocupes. Tienen que recorrer un camino lleno de surcos hasta esas naves
huecas. Tendré tiempo de sobra de llegar hasta allí cuando les vea cruzar otra vez el horizonte.
-¿No te olvidas de la tumba de Laomedonte? -insistió Acalegón. Príamo no realizaba nunca
ningún acto importante sin visitar previamente la tumba de su padre. Príamo no veneraba
extraordinariamente la memoria de su padre. Pero Laomedonte había sufrido muchas violencias y
desgracias y cometido muchos errores que escapaban a su control; y las visitas de Príamo a la
tumba de su padre en ocasiones como ésa siempre estaban inspiradas por un espíritu de desesperada
premonición, que había heredado de aquél. «Es más fácil que las cosas salgan mal que bien», solía
decir a menudo Príamo, recordando que esas palabras habían dado fortaleza a su padre ante muchos
avatares del destino.
-¿Y quién es ése a quien Odiseo ha buscado con tanto interés? -preguntó Príamo, después de
responder a la inoportuna intervención de Acalegón con una tranquilizadora inclinación de cabeza.
-Ése es Idomeneo, el cretense -explicó el heraldo-. Le prometieron el mismo rango que
Agamenón si se unía a la guerra, pero luego Agamenón no quiso aceptarlo; sólo conoce una forma
de resolver un conflicto de voluntades y ésta es imponer la suya. Le he oído decir a menudo,
cuando nos han enviado con algún mensaje para los griegos y han discutido entre ellos al respecto,
que «Agamenón no pacta», una frase que él considera que suena muy bien y que en general hace
callar a los demás, creándoles la sensación de haber estado sugiriendo algo ligeramente
deshonroso... De modo que Idomeneo no está muy satisfecho y Odiseo siempre procura fingir que
le consulta... Y creo que fue otro de los pretendientes de la dama Helena,¿no es así? -añadió,
mirando de reojo a Helena para demostrar que sabia que estaba tomándose una libertad.
Lo cual le hizo pensar a Príamo que ya iba siendo hora de ponerse en marcha, conque se
volvió a Antenor y dijo:
-Supongo que podríamos empezar a salir; el pueblo querrá vernos y las calles estarán
repletas de gente. -Acalegón esperaba una señal de Príamo.- Si, Acalegón, acompáñanos hasta el
palacio y despidenos desde allí. No te llevaré al campo de batalla, porque entonces tendría que
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llevar a los demás. Y no quiero que los griegos piensen que damos demasiada importancia al
combate. ¿Algún mensaje para Paris? -dirigiéndose a Helena.
-Decidle sólo que lo estaré observando.
En la sala sólo quedaron Lampo y las cuatro mujeres. No se dijeron nada durante largo rato,
mientras cada una acompañaba mecánicamente con el pensamiento a Príamo a través de cada fase
de los preparativos, como para anticipar el momento en que reaparecería ante la puerta de la
muralla, bajo sus propios ojos. Recorrería el pasillo subterráneo desde la torre hasta el palacio,
donde Casandra saldría corriendo a su encuentro, probablemente llorando: «Ya dé de qué se trata, y
también sé cómo acabará. ¡Una desgracia! ¡Una desgracia! Más valdría haber hecho hace tiempo la
paz». Y él la apartaría diciendo, probablemente: «Vamos, hija, no te alteres; es una mera
formalidad». Y entonces se dirigiría a casa de Hécuba, sólo para preguntarle: «¿Cómo está mi
Hécuba?». Y Hécuba lloraría extravagantemente y parecería muy, muy vieja y necia. Y Príamo se
inclinaría sobre ella y le cogería la mano diciendo: «¡Qué viejos somos, tú y yo, tan viejos que
podríamos ser nuestros propios abuelos!». Luego iría a la casa de Laótoe, quien le ayudaría a
vestirse, y le gastaría alguna broma recomendándole que no se dejase raptar por los griegos ni
permitiera que lo convirtiesen a su causa: «Ya sabes cuánto te cuesta negarle nada a nadie, Príamo».
Luego unos instantes con los niños, que estarían jugando en el patio de la casa de Laótoe;
Ideo, de Helena, probablemente estaría estorbando algún juego entre Escamandrio, de Andrómaca,
y Polidoro, de Laótoe. Polidoro se mostraba bastante dominante con Escamandrio, que era mucho
más pequeño, y el pequeño Ideo siempre acababa empeorando las cosas entre ellos. Príamo había
estado pensando en la posibilidad de mandar a Polidoro a Tracia con su hija Ilione y su marido
Poliméstor, donde tal vez estaría menos consentido que en casa. En cuanto a Ideo, había heredado
muchas peculiaridades de Paris, y Helena sabia tratarlas mejor que nadie. Tal vez Escamandrio y
Polidoro estarían practicando el lanzamiento de piedras e Ideo correría a recoger las piedras para
hacer «una montaña» con ellas, después de apoderarse ya de las pilas que los chicos mayores
habían recogido para sus hondas. «Es mi montaña -diría- y no te atrevas a tocarla porque yo soy su
dios y es una montaña sagrada.» Y Príamo le diría que las montañas las hacia la Madre Tierra y no
los niñitos, y que las personas no podían erigirse en dioses sino que tenían que esperar que otras
personas las nombraran dioses por sus maravillosas acciones o por su conducta excepcionalmente
buena o noble. E intentaría hacerle comprender que lanzar piedras con honda era una cosa muy
interesante y difícil, haciéndolo él mismo, y ni de lejos tan bien como Polidoro y Escamandrio
«Estoy viejo y he perdido la costumbre, ¿comprendes? -diría-. Ahora, fijate en Polidoro y
Escamandrio y a lo mejor, Si te portas bien con ellos, te dejarán intentarlo alguna vez.»
Mientras tanto, la gente se habría arremolinado frente al palacio y la guardia habría
formado. Y se escucharía ese rumor de sandalias sobre el empedrado que siempre acompaña a las
multitudes que aguardan, como una expresión de toda su inestabilidad y su antagonismo en
potencia. Y, por fin, se pondría en marcha la procesión: primero, los heraldos, seguidos por esclavos
con el cuenco de oro y las copas de oro sobre bandejas de bronce, y un esclavo con un pellejo de
cabra lleno de vino cargado a la espalda, y a continuación Hicetaón, acompañado de un sacerdote
menor, en el sagrado carro de Cibeles, tirado por un asno blanco, seguido del carro cubierto con los
corderos, tirado por un asno negro, y luego, a una cierta distancia precedidos por doce guardias de a
pie, con las lanzas empuñadas muy rectas, y seguidos por media docena más, Príamo en un carro y
Antenor en otro, figuras sobrias tras los abigarrados paños que cubrían los carruajes, un espectáculo
mucho menos magnifico que los relucientes conductores que mantenían tensas las riendas de los
temblorosos caballos. Ni un aplauso de la multitud, en su mayor parte niños y viejos; los niños
decepcionados por lo escuálido de la procesión, los viejos volviéndole la espalda en cuanto había
pasado para discutir entre ellos, cada uno con un matiz distinto de descontento. Y Príamo saludando
tristemente con la cabeza cada vez que descubría una sonrisa de bienvenida o un brazo que se
agitaba. Al llegar junto a la puerta, Príamo se separaría de los demás y se alejaría con Antenor hacia
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la tumba de Laomedonte, escoltado por unos pocos guardias de a pie; luego regresaría a la puerta. Y
a continuación avanzarían lentamente hacia el campo de batalla. Ahora podían empezar a mirar.
-Ahí está Troilo que sale a su encuentro -dijo Lampo.
-Troilo ha estado raro estos últimos días -comentó Andrómaca.
-No hay ningún misterio en ello -dijo Laódice con un retintín-. Y estoy segura de que no es
ningún misterio para Criseida.
-Si te refieres a que Troilo se está enamorando de mí -respondió afectuosamente Criseida-,
desde luego no es ningún misterio. Y pienso que es de lo más injusto. Aunque yo correspondiese a
su amor, me es a todas luces imposible aceptar las atenciones del hijo del rey al cual ha traicionado
mi padre, más aún gozando, como gozo, de la confianza y la hospitalidad de Príamo. Troya no lo
aceptaría, aunque Príamo lo hiciese. Troilo debe comprenderlo, de modo que la única posibilidad es
que esté intentando establecer entre nosotros el tipo de relación que constituiría una afrenta todavía
mayor a la gentileza de Príamo que un matrimonio poco político.
-Si Troilo realmente te amase y tú realmente le amases a él, Príamo sería el primero en
insistir para que se celebrase el matrimonio -dijo Lampo-. Te aprecia y siempre le ha preocupado
que sus hijos se casasen con mujeres que les convengan. Por eso le irrita tanto la guerra: porque
Helena es la mujer adecuada para Paris. Y Troilo es un caso mucho más complicado que Paris. Y
una boda real nos vendría bien a todos; tendría unas reminiscencias de preguerra.
-Queda el problema de si Troilo es el hombre adecuado para mí -dijo Criseida-. Yo no tengo
la paciencia y la dulzura de carácter de Helena.
-No existe el hombre adecuado para ninguna mujer -intervino Helena tras una pausa,
consciente de que esperaban que hiciera algún comentario-. Por mucho que una lo ame. Todos me
compadecéis porque pensáis que me engaño con Paris. Si tuviera que volver a elegir -una y otra
vez- elegiría a Paris, y a Paris, y una vez más a Paris. Y no por creerlo el «hombre adecuado», sino
porque consideraría que es la misión de mi vida, aunque supiera de antemano que esta misión
estaba condenada al fracaso. Y no es una cuestión de paciencia y de dulzura de carácter, sino de
amor, y de obstinación, de no preocuparse de cuál será el resultado. Cuando una mujer enamorada
piensa mucho en su felicidad futura, seguro que no está demasiado enamorada.
-Yo no me tomo el amor tan en serio como tú -dijo Criseida, no sin gentileza-, tal vez
porque me tomo más en serio muchísimas otras cosas. Y lo que me tomo más en serio en el mundo
es el cambio. Cambio de fortuna, cambio de sentimientos y de ideas, cambio en la apariencia de las
cosas de un día al otro, cambio de año en año en el significado que para nosotros tienen las cosas. Y
en la forma de adaptarse al cambio, porque tiene que haber cambios. Y cómo mantenerse firme a
través de él. Esto significa la guerra para mí: cambio. Se están produciendo unos cambios
gigantescos, como si hubiesen desaparecido los dioses y nos hubiésemos quedado solos; pensad en
cuán solos nos ha hecho sentirnos la guerra. No me refiero simplemente a la sensación de que por
lo general los dioses apoyan al otro bando, digan lo que quieran los sacerdotes, excepto aquellos
que nos parecen tan reales que casi no los consideramos dioses, como la madre Cibeles, que es
parte integrante de nuestra vida, igual que lo es el suelo que pisamos, o el vigilante Zeus, a quien
notamos preocupado por todo esto con la misma actitud orgullosa y ofendida con que se preocupa
Príamo. Me refiero al sentimiento de haber perdido nuestra vieja sensación de insignificancia y que
de pronto todo se ha vuelto grande e importante, que nosotros mismos nos hemos vuelto grandes e
importantes, que Troya misma, este lugar, de pronto ha adquirido mayor importancia que los cielos.
Y el interrogante de si sabremos estar a la altura de la responsabilidad que parece haber recaído
sobre nosotros de ser tan... tan responsables. Y los griegos deben de tener alguna sensación
equivalente, sólo que en ellos será una sensación de entusiasmo y agresividad y osadía... y
nerviosismo; por eso alardean tanto de tener a los dioses de su parte, porque están nerviosos. Me
paso las horas pensando y pensando en estas cosas, e intentando entenderlo todo. Hasta la guerra
parece irrelevante, como si nos ocultase lo que realmente está ocurriendo. Es como una nube sobre
Troya. Y nosotros estamos metidos dentro de la nube. Pero la guerra también nos permite vernos
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como sí estuviésemos fuera de la nube. Y entonces pienso: «Cuando se levante la nube, ¿tal vez no
existirá ya Troya? ¿Habrán transcurrido un millar de años, porque no habremos podido resistir la
tensión de estar a solas con nosotros mismos?». Mi padre, Calcante, perdonad que lo mencione,
cuando yo exclamaba «¡Mira, el monte Ida se ha convertido en bruma!», solía responderme: «No,
pequeña, el monte Ida está despejado como el día, para él sólo, debajo de esa bruma». Pero,
¿podremos mantenernos despejados como el día para nosotros solos? ¿O nos disolveremos en la
bruma que nos rodea... ¿Y qué lugar ocupa el amor... en todos estos pensamientos? Si todo hubiese
acabado, y nada nos importase ya, tal vez podríamos ocuparnos del amor, O si uno fuese tan joven
que todavía no hubiese empezado a preocuparse...
-Siempre, desde que tuve edad suficiente para tener sentimientos propios, he sentido que
todo estaba más o menos acabado -dijo Helena-, que nada se podía hacer excepto acostumbrarse a
aceptar las cosas tal como son con el ánimo más sereno y digno posible.
-Bueno -dijo impulsivamente Laódice-, yo no creo que nada tenga importancia aparte de
tener alguna ocupación. Por eso las mujeres le han dado tanta importancia al amor, porque, en
comparación con los hombres, no tienen demasiadas cosas que hacer. No es demasiado importante
a quién se ama, con tal de amar a alguien. Ésta es una de las cosas más molestas de la guerra para
nosotras, las mujeres: mantiene alejados a los hombres. Y el poco tiempo que pasan con nosotras
son incapaces de pensar en otra cosa que no sea la guerra, o en descansar, lo cual significa
haraganear como patanes, preguntándose qué les darán para comer. Y nosotras lo único que
podemos hacer es aburrirnos y ser fieles.
-Algunas de nosotras ni siquiera somos fieles -dijo cortante Criseida.
Laódice enrojeció y Criseida se arrepintió en cuanto lo hubo dicho. Laódice era tan cariñosa
y sencilla que dolía tratarla con brusquedad. Pero tenía ideas irritantes sobre las mujeres, ideas más
propias de la hija de un tendero que de la hija de un rey. Y en esos momentos estaba jugando un
juego muy peligroso, tanto que nadie podía tomárselo en serio; costaba pensar que una personita
tan encantadora como Laódice pudiera hacer algo tan francamente vergonzoso.
Andrómaca sólo comentó:
-Las mujeres que están en los campos no tienen tiempo de aburrirse o de pensar en ser
infieles.
Y entonces Lampo, que había estado repartiendo su atención en lo que decían las mujeres y
lo que sucedía abajo, anunció:
-Ahora ya no falta mucho. Parece que Agamenón va a oficiar como su propio sacerdote;
acaba de cortar el bucle sagrado de la cabeza de su cordero y los heraldos lo están repartiendo entre
los jefes de ambos lados. Lo curioso de todos estos votos solemnes es que los preciosos
mechoncitos de pelo siempre acaban perdiéndose, y el viento los arrastra hasta una persona o un
objeto que nada tienen que ver con el asunto, con lo cual, si no se cumple el voto, la ira de los
dioses cae sobre un inocente pastor o sobre un árbol. La ira de los dioses es tan precisa... y tan
mecánica. Sólo cabe deducir que tienen una noción muy limitada de lo que sucede. Todo debe de
resultarles muy difuso.
-Supongo que, desde la perspectiva de los dioses, todo lo que para nosotros está ocurriendo
ahora sucedió hace mucho tiempo -dijo Andrómaca-. Por fuerza tiene que parecerles muy difuso.
-Ahora le toca a nuestro Hicetaón -dijo Criseida-. Siempre trata a los corderos con tanto
cuidado que una no tiene la sensación de que los esté matando, sino que por el contrario parece
estarles rindiendo muy altos honores.
-Helicaón debe de ser ese que está junto a Antenor -dijo Laódice-. ¿Por qué algunos hijos
resultan tan ridículos al lado de sus padres, incluso vistos desde tan lejos? Seguro que como de
costumbre sonríe como si quisiera disculparse. Me he esforzado tanto por hacerle dejar esta
costumbre... supongo que es cosa de los músculos de la boca.
-Si se bebieran el vino en vez de derramarlo así por el suelo, no se sentirían tan tristes -
comentó Criseida-. Ahora repiten el juramento: «Que nuestra sangre y nuestro cerebro así se
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derramen y nuestras esposas sólo paran bastardos». En realidad, «Que haya confusión entre las
camas». ¡Una alegre maldición!
-El pobre Príamo no puede soportarlo -dijo Andrómaca-. Ya se vuelve a casa, detrás de los
corderos muertos.
-No es que no pueda soportarlo -puntualizó Criseida-, sino que todo es muy tonto.
-Seguro que no puede considerar la posible muerte de un hijo querido como un asunto tonto
-replicó severamente Andrómaca.
-No la muerte de un hijo -respondió Criseida-, sino el hecho de convertirla en un juego de
honor. Todas estas solemnidades previas siempre acaban reduciendo la solemnidad del asunto en si.
Lo mismo ocurre con la religión: ha llegado a convertirse primordialmente en una cuestión de
preliminares y los preliminares consumen todas las emociones.
-Lo cual es bueno -dijo Andrómaca-. Demasiadas emociones falsean la propia sinceridad.
-Es muy cierto en el caso de la mayoría de la gente -replicó Criseida, pero resulta humillante
ser tratada como la mayoría.
Lampo dijo:
-La mayor parte del tiempo todos somos «la mayoría de la gente»
-Eso depende de si tu vanidad es capaz de soportar o no la tensión de ser «diferente».
Personalmente, jamás me he sentido humillada por que se me considerase más inteligente de lo que
se juzga aceptable en una mujer. También podrías decir que la guerra humilla a Troya por ser
distinta del resto del mundo.
-Lo cual tal vez no se aparte demasiado de la verdad -dijo Lampo.
-Bueno, ya veremos si nuestra vanidad puede soportarlo o no -respondió Criseida.
-¡Oh, no mires, Helena! -exclamó Laódice.
Héctor y Odiseo habían estado midiendo el terreno para el combate y Héctor había echado
luego las suertes en su casco. Andrómaca se alegró al ver todas las miradas posadas en él. Era un
casco nuevo que ella le había hecho, de bronce pero sobriamente adornado y con un penacho
blanco; los habituales cascos rebuscados, con sus ostentosos penachos, no le sentaban bien a la cara
vulgar y fuerte de Héctor. Y ahora Héctor estaba sacando una suerte y con ello quedaría decidido
quién sería el primero en empuñar la lanza, si Paris o Menelao. Y mientras sacaba la suerte apartó
la mirada, de acuerdo con las formas, y todos los soldados se pusieron de pie.
-No mires, Helena; ¡yo te iré contando lo que pasa! -exclamó Laódice. Pero Helena no
apartó la mirada.
Héctor examinó la piedrecita lisa y, después de identificar la señal que había rascado sobre
ella como referencia a Paris, se la mostró a Odiseo y luego se la tiró al elegido. Un soldado que
estaba junto a Paris, a cuyos pies cayó la piedra, se agachó a recogerla como recuerdo.
-¡Es Paris! -gritó Laódice, como si Helena no pudiera verlo perfectamente por sí misma.
Todos los soldados se sentaron, cada ejército detrás de la línea trazada con este fin. Paris y
Menelao se quedaron solos con sus escuderos, que estuvieron afanándose varios minutos a su
alrededor. Entonces Menelao hizo una señal, y Paris hizo una señal, y Agamenón y Héctor
intercambiaron una última señal.
-Vuélvete, Helena -insistió Laódice-. Yo te avisaré si algo va mal.
-Laódice, por favor, recuerda que Helena es la esposa de un soldado -dijo Andrómaca.
-No tienes que ponerte tan desdeñosa por que mi Helicaón nunca luche -dijo malhumorada
Laódice-. Paris tampoco es un luchador tan notable.
Mientras tanto, Menelao y Paris ya se habían acercado a saludarse. Luego empuñaron las
lanzas y Paris arrojó una de las suyas. Se quedó corto. Esto pareció infundir valor a Menelao. Alzó
su lanza al cielo, como invocando a los dioses, y la arrojó furiosamente contra Paris. La lanza
atravesó las capas de piel de buey de su escudo y se clavó en el peto. Laódice se tapó los ojos.
-Lo sabía, lo sabía -gimió-. Oh, mi pobre Helena.
-No pasa nada -dijo serenamente Helena.
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Menelao había empezado a dar gritos de júbilo, pero la lanza había entrado inclinada y al
parecer no había causado daño debajo, excepto tal vez a la túnica. Paris la arrancó y la arrojó al
suelo, sin duda dirigiendo una de sus irritantes sonrisas a Menelao. Este perdió el control. Clavó la
punta de su otra lanza en tierra y se adelantó desenvainando la espada. La cimera del casco de Paris
recibió toda la fuerza del golpe y la espada se rompió en pedazos.
-Ahora Paris tiene ocasión de lanzarse sobre él con todas sus fuerzas -exclamó Andrómaca.
Pero Paris estaba disfrutando con la pesadumbre de Menelao por haber sacrificado su espada a su
ira. En un combate como ése, un soldado sensato no intentaba partir en dos a un hombre que lucía
un casco. Sabía que su espada era su arma más valiosa y que no debía arriesgaría en bravuconadas.
-Creo que Menelao se ha vuelto realmente peligroso ahora -dijo Helena. Y esta vez apartó la
mirada. Y fue una suerte que lo hiciera. Pues, mientras Paris, medio embobado, esperaba a ver qué
haría a continuación Menelao, éste se abalanzó de pronto sobre él, se agarró al penacho de su yelmo
y lo arrastró así cogido por el suelo hasta el lugar donde se agolpaban los lacedemonios. Esa tal vez
fuese una forma adecuada de tratar al seductor de su esposa, pero resultaba inadmisible en un
combate formal. Antenor se adelantó hacia los griegos, levantando la mano en señal de protesta,
pero Héctor le retuvo. Los griegos estaban dando vítores.
Paris llevaba el casco atado al cuello con la tira habitual, una correa de piel de buey forrada
de lino para que no le rozara. (Esas almohadillas del casco llevaban un bordado corriente y los
soldados siempre llevaban otra de recambio bajo el casco, porque al sudar debajo del mentón se
humedecían y molestaban, y se desgastaban con facilidad.) Menelao parecía decidido a arrastrar a
Paris hasta ahogarlo. Éste se aferraba con ambas manos a la correa, pero no parecía conseguir
soltarla. Helena volvía a observarlo. Paris seguía debatiéndose, todavía estaba vivo. Pero aunque se
soltase, quedaría desarmado; la correa de la vaina de la espada se le había deslizado del hombro
hasta los pies, y había abandonado su escudo y su otra lanza. Y Menelao no estaría de humor para
reanudar de nuevo el combate. Sin duda cogería una espada de manos de sus escuderos, que
permanecían alerta, y remataría a Paris sin darle oportunidad de volver al bando troyano para
rearmarse.
No había nada que comentar. El rostro de Helena adoptó la antigua expresión, la que exhibía
cuando olvidaba que se encontraba entre amigos. Criseida la llamaba la expresión de haced-
conmigo-lo-que-queráis. Era la única cosa de Helena que molestaba a Criseida; porque, según
decía, era tan resignada que la hacia inasequible. Esa expresión las dejó más paralizadas que la
visión de la impotencia de Paris. Creseida se repetía una y otra vez, como un conjuro: «Y la guerra
continuará. Y la guerra continuara».
-¡Se ha soltado! -exclamó Laódice, abrazando a Helena. Pero ésta no cambió de expresión.
¿Qué haría ahora Paris? Era como si estuviese muy cerca de él, mirándolo con su expresión de
haced-conmigo-lo-que-queráis.
En su estúpida furia, Menelao tardó unos instantes en advertir que sostenía un casco vacío
en la mano. Y antes de que pudiera volverse, Paris había echado a correr. Menelao no tardó en
seguirlo, todavía agarrado al casco. Pero Paris había desaparecido. Menelao se quedó gesticulando
en dirección a Héctor, que se abrió de brazos con gesto de ignorancia; y entonces se acercó
Agamenón, seguido de otros griegos.
-Probablemente están reivindicando el triunfo, como de costumbre -dijo Criseida-. Desde
luego, ha sido un espectáculo indecente. Los griegos deberían haberlo interrumpido en cuanto Paris
cayó al suelo. ¡Qué desastre! En fin... -Iba a decir: «En fin, Helena, las cosas nunca pueden
resolverse de esta forma». Pero Helena ya estaba en la otra punta de la habitación, recogiendo su
paño con ayuda de Grea, que había permanecido todo el rato en un rincón murmurando para sus
adentros.
-Vuelvo a palacio a esperar a Paris -dijo Helena.
-Pero puede volver a salir a luchar de un momento a otro -protestó Andrómaca.
Helena sacudió la cabeza y salió seguida de Grea.
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-No me gusta que se vaya sola en este estado -dijo Andrómaca-, pero no servirá de nada
ofrecerse a acompañarla. Se quedará sentada rígidamente en su cuarto esperando que vuelva Paris...
o que la entreguen a los griegos.
-Sabe que nunca la entregaremos -replicó Laódice-. Y en cuanto a Paris... todos conocemos
a nuestro Paris, y creo que ella conoce a su Paris. Ya va rumbo a casa -porque ahí va ciertamente un
carro- y pronto le estará contando cuánto se ha divertido.
-No tiene por qué ser Paris el que va en el carro -protestó Andrómaca-. Puede ser cualquier
otro.
-En cualquier caso -dijo Lampo-, es evidente que los griegos han aceptado repetir el
combate y que los nuestros están buscando a Paris. Y que Paris no aparece.
-En cuanto a esto -dijo Criseida-, sería una tontería empezar de nuevo. ¡Que continúe la
guerra! La guerra no es sólo una disputa entre los maridos de Helena.
Lampo estaba deprimido.
-De nada sirve decir que la guerra es esto y no aquello. Ninguno de nosotros sabe ya qué es
la guerra. Ni siquiera podemos decir que es un sueño, porque en un sueño en realidad uno sabe en
todo momento que despertará, que sólo se trata de un sueño. No hay despertar de esto y lo sabemos.
Cuando acabe la guerra, también estaremos acabados. Por esto insistimos en prolongarla.
-Acaba con tu fúnebre cháchara -respondió Laódice-. Criseida ya se pone bastante solemne
cuando le entra la vena, pero hay algo estimulante en sus palabras. Mientras que tú nos haces sentir
a todos como fantasmas.
-No es una mala sensación. Al menos no causa dolor. De todas formas, me voy. Hicetaón ya
debe de haber regresado y hay una ceremonia en el huerto de Tión esta tarde. Supongo que habrá
mucho público, puesto que en general no suelen combatir por la tarde después de un espectáculo
como éste. Aunque poco puedo ayudarles... Pero Hicetaón siempre tiene la delicadeza de
encontrarme tareas que pueden hacerse con un solo brazo.
-¡Vaya, es verdad! -exclamó Criseida-. Es la ceremonia de los primeros panes. ¿Ya ha
llegado otra vez el momento de la nueva molienda? Antes esperábamos con gusto la llegada del
invierno, como un descanso de la guerra. Y ahora lo tememos, por el retraso que representa y
porque no sabemos qué hacer cuando no podemos pensar continuamente en la guerra.
Lampo va se había ido. Laódice interrumpió a Criseida diciendo:
-Tengo hambre. Vamos a comer todas con mi padre; habrá tenido que invitar a Antenor y
agradecerá nuestra compañía. Seguramente los demás tardarán en regresar.
-No creo que hayan terminado ahí fuera -objetó Andrómaca-. Y quiero verlo todo hasta el
final.
-¡La esposa de Héctor como siempre! ¿Y tú, Criseida?
-Me quedaré con Andrómaca... gracias -respondió Criseida-. Llámame la esposa de la guerra
si quieres.
-Pobre Laódice -dijo Andrómaca cuando ésta hubo salido-, la guerra no le ha sentado nada
bien. A otras nos favorece. A mí, por ejemplo. Y a ti. En mi vida me había sentido tan bien. Y tú
estás cada vez más bella.
-No creo -dijo Criseida-. Lo que pasa es que estoy permanentemente excitada y la
excitación me favorece. Laódice se aburre tanto con todo esto... no creo que pueda culpársela de
nada que pueda hacer. Pero, más que de la guerra, está aburrida de Helicaón.
-Sé a qué te refieres -dijo Andrómaca-, pero no hablemos de ello. Creo que trae mala suerte.
-Ahí fuera siguen discutiendo -anunció Criseida.
-Me parece que será inevitable que alguien acabe cometiendo algún error -dijo Andrómaca-.
Algunos de los soldados griegos están provocando deliberadamente a los nuestros y sus jefes fingen
no verlo.
-Por la posición en que se han colocado Pándaro y sus arqueros, yo diría que sólo aguardan
una oportunidad.
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-Es muy propio de Pándaro cometer una irregularidad. Siempre se comporta como si la
guerra fuese cuestión de deslumbrar al bando contrario, como si la guerra existiese para que él
pueda exhibir su sentido del humor. Héctor me contó que una vez Pándaro desafió a Penéleo, el jefe
cadmeo, otro de los pretendientes de Helena, creo. Y todo el mundo quedó muy sorprendido, ya que
Pándaro nunca participa en combates individuales ni interviene en ningún enfrentamiento
encarnizado, como miembro del grupo de despreocupados arqueros de Apolo, y el más sorprendido
fue Peneleo; ya sabes lo tímidos que son esos leñadores cadmeos. Pero no se atrevió a negarse y
Pándaro se mantuvo muy serio hasta el último instante, cuando ya habían empuñado las lanzas; y
entonces dio media vuelta y huyó, fingiendo estar aterrado. Pero a los griegos no les cayó
demasiado bien la broma.
-¡Mira, lo sabía! -Criseida tiró de Andrómaca.- Ese es Menelao, ¿verdad? Han disparado por
encima de las cabezas de esos soldados griegos que se estaban acercando demasiado y Menelao ha
corrido hacia los arqueros agitando el puño, y parece que le han dado en el muslo.
-No creo que sea nada -dijo Andrómaca, examinando la escena-, pero se ha tirado al suelo y
probablemente lo convertirá en una epopeya. -Se soltó del brazo de Criseida y se apartó de la
ventana.- No vale la pena seguir mirando.
-«La esposa de Héctor», como diría Laódice. Te gusta que los combates sean combates,
¿verdad?
-Si por eso tengo que descuidar la comida de mi Escamandrio, sí.
Criseida pronto se alejó también de la ventana. Ocupó el asiento de Príamo, como hacía
siempre que estaba sola en la cámara de la torre. «El sillón de la calma», lo llamaba. Y entonces se
burlaba de si misma por tomarse todo el asunto de la guerra como si fuese su propia historia. «Ni
siquiera Príamo se permite pensar así -se decía, acariciando el trono-. Querido viejo Príamo.» Si
alguna vez tenía un perro, un enorme, noble, torpe mastín, bueno casi hasta la estupidez, lo llamaría
Príamo. No en ningún lugar de Troya, naturalmente. ¿Si la mandaban junto a su padre después de
todo? Pero Príamo jamás lo permitiría... a menos que ella misma se lo pidiese. Cosa tan poco
probable como... como que tuviera un perro. Sólo la gente con una cierta jovialidad forzada tenían
perros. Y aunque un día tuviera que marcharse de Troya y la llevasen a vivir a Grecia y se buscara
un perro -la gente solía hacerlo cuando empezaban a tener ideas difusas sobre la vida, sobre dónde
estaban y quiénes eran-, no deshonraría a Príamo en Grecia poniéndole su nombre a un perro. Pero
sin duda lo llamaría por un nombre troyano... Lo llamaría Troilo. Pero para eso tendría que ser un
perro esbelto y apuesto, caprichoso y rapaz, presa de crisis de mal humor, que gruñera mucho, pero
sin ser realmente peligroso; un perro cretense. Para entonces ya habrían olvidado quién era Troilo;
era uno de los menos conocidos entre los hijos de Príamo. Y ahora la luz había cambiado y le daba
en la nuca a través de la ventanita de la pared sureste que miraba sobre Troya; en las otras tres
ventanas, el cielo palideció. Criseida se estremeció, como si hubiera recibido una corriente de aire
frío, y no la luz, en la espalda. Débil y mortecina, la luz que emanaba de Troya.
¡Qué pensamientos tan feos tenía! Pero a veces no podía evitar sentirse extranjera entre
ellos, sobre todo cuando estaba calmada; tal vez incluso Príamo, sentado en el «sillón de la calma»,
se sentía en cierto modo un extraño. Pero entonces se debería a que, en su realeza, estaba menos
implicado, emocionalmente, en todo aquello que cualquiera de los demás. Ella había perdido su
hogar, y a su padre, y sus amigos, y no se atrevía a salir del recinto del palacio; toda su mente había
quedado restringida a una exagerada conciencia de la guerra y de su importancia, y de su propia
troyanidad. Por su posición, era más conscientemente troyana que ningún otro... y, sin embargo,
también una extraña. Era como el sentimiento que solía provocarle la pequeña ciudad de la isla de
Ténedos, donde acostumbraban a pasar la mitad del año cuando todavía vivía su madre, antes de la
guerra. El hermano de su madre era sacerdote del templo de Apolo allí y había sido uno de los
favoritos de Tenes, el hijo de Proclea, la hermana de Príamo, que gobernaba la isla en aquel tiempo;
así que se sentían casi como en casa. Ahora la isla no tenía señor. Aquiles había matado a Tenes y
no era conveniente apartar hombres de la defensa de Troya para defender la isla de las continuas
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incursiones de los griegos. Cuánto le gustaba ese lugar, y cómo despreciaba a los visitantes
veraniegos cuando hablaban de su belleza con lugares comunes poéticos, como «hogar diurno de
Artemisa», una frase que se pasaban de unos a otros; o cuando alababan el aroma «ambrosiaco» de
su aire, como si en algún momento de sus vidas hubiesen tenido el privilegio de sentarse a la mesa
de los dioses y probar los manjares divinos. Se sentía distinta de esa gente. Ellos tenían su propia
casa, en vez de unas habitaciones en casa de alguna hospitalaria autoridad local, y se alimentaban
con la misma sopa de pescado de que se nutrían las gentes del lugar durante todo el año; no con
platos ambrosiacos especialmente preparados en honor de los refinados gustos continentales. Y
tenían amistad con las gentes del lugar, y no se referían a ellas como «los nativos», sino por sus
nombres; y se preocupaban si había habido poco trabajo durante el año, si se habían recibido menos
pedidos que de costumbre de los jarrones de agua pintados que habían hecho famosas a las mujeres
de la isla (los hombres se dedicaban principalmente a la pesca). Y cuando había disputas, como la
discusión sobre los derechos sobre el agua del arroyo que bajaba de las colinas, por ejemplo,
surgida cuando un isleño emprendedor intentó instalar un molino de agua como los que había visto
durante una expedición mercantil a Media y otros intentaron impedirselo porque el agua era
«suya», decían, negándose a aceptar que el agua les llegaría igual y que resultaba muchísimo más
económico que las mujeres dispusieran de tiempo para la rentable tarea de pintar jarrones, en vez de
tener que perderlo moliendo el grano a mano... entonces tomaban partido, se alineaban con los
partidarios del molino de agua; los problemas eran tan importantes para ellos como cualquier
asunto internacional, o más importantes, al presentarse más concentrados. Lo entendían todo tan
bien, todas las obcecaciones y enemistades, y las peculiaridades caracteriales de los adversarios, y
la manera de abordarlas... Incluso lo entendían mejor que las propias gentes y hasta se excitaban
más que ellas, porque ellas se enfrentaban con esos asuntos de forma cotidiana y podían decirse
«¡Paciencia, paciencia!», mientras que ellos mismos los captaban de forma más instantánea y se
sentían más involucrados. E incluso por este motivo eran, en cierto modo, extranjeros. Y así le
ocurría en Troya. Era una extraña porque se sentía más involucrada que los demás con cuanto
ocurría. Su mente se enfrentaba desnuda a los hechos; ellos vivían envueltos en los lentos detalles
cotidianos. Ellos vivían los hechos; ella era consciente de ellos, de una forma cruel, articulada.
La actitud de Troilo hacia ella la hacia sentirse todavía más extranjera. Sabia que ejercía
sobre él la fascinación de lo diferente. Antes de la traición de su padre, Troilo le prestaba muy poca
atención, aunque ella visitaba a menudo el palacio dada la elevada posición de Calcante como sumo
sacerdote del Sol.
Y entonces, Troilo entró en la cámara. Había subido la escalera corriendo ruidosamente,
como una persona que quisiera anunciar su llegada a alguien que sabía que estaría esperándolo.
-¡Supuse que te encontraría aquí!
-¿Ocurre algo?
-Oh, no. Paris está a salvo en la estancia de Helena y el último comunicado de los heraldos
es que por hoy han dado por terminada la batalla y que mañana reanudaremos la «lucha hasta el
final». He vuelto con Príamo y te he estado esperando en el palacio. Y al ver que no llegabas he
salido cabalgando hasta la Puerta, porque si hubiera cogido el pasillo subterráneo alguien podría
haberlo advertido y eso te habría comprometido. Como ves, estoy cumpliendo mi promesa de no
hacer ninguna tontería.
-No era una promesa de organizar encuentros secretos conmigo -replicó Criseida.
-Te juro que no tengo ninguna intención deshonrosa. Eres tú quien me obliga a actuar así, al
no permitirme hablar con Príamo.
-Ya sabes que no es posible, dadas las circunstancias. Además, ni siquiera te he dicho que te
ame.
-Has dicho que me aprecias.
-Bueno, no lo digas en ese tono quisquilloso. Sí, te aprecio.
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-Pues no deberías haber dicho tanto si no pensabas nada más. Pero, en el fondo, no me
importa, mientras sientas alguna cosa por mí. Toda mi vida ha sido igual, con la gente diciendo que
«me aprecia», y ya estoy bastante acostumbrado. Siempre he sido el que estaba de más en el
palacio, el hijo sobrero. Y no es como sí ocurriera algo conmigo. Soy al menos tan valiente e
inteligente y apuesto como cualquiera de los demás. Pero si tú me quisieras, sólo para ti, aunque
fuese muy poco, podría tener la sensación de que te pertenezco, en vez de no pertenecer a nadie en
particular...
-En cierto modo has pertenecido a Casandra, ¿no?
-Si, pero de un modo muy desgraciado. Y quiero romper con eso. Me asusta. Cuando estoy
con Casandra me siento como devorado. Quiero escapar de la red familiar y ella me ahoga con sus
mallas. Oh, Criseida, quiero ser libre, libre de respirar, de sentir que soy alguien. Y tú eres la única
que puede ayudarme.
-No puedes lograrlo pasando simplemente a depender de mí en vez de depender de tu
familia; eso no es ser libre.
-Si, puedo conseguirlo, porque tú eres libre. Podrías dejarme respirar el aire que tú respiras.
-El aire que yo respiro es el aire de Troya.
-Tú crees que lo es, pero es tu propio aire. El aire de Troya está viciado... no, ni siquiera eso.
Todo carece de aire, carece de olor, está gastado. Estamos gastados. Y, sin embargo, aquí estamos
todos reunidos. Tan inteligentes, tan sabios y más sensibles que los demás pueblos. Y sin nada más
que hacer, sin poder avanzar más. Nos burlamos de los griegos. No están seguros de sí mismos; un
instante están totalmente a favor de esto y el instante siguiente, totalmente a favor de lo otro. Pero
en cualquier caso siguen moviéndose y entre ellos siempre sucede algo nuevo. Y todos los demás:
los egipcios, y los orientales; al menos continúan repitiendo una y otra vez lo que siempre han
venido haciendo. Y esos nuevos hebreos, con su repentina seguridad y su astucia, abriéndose paso
por todas partes, intentando convertir su pequeño país en la barrera de peaje entre Egipto y el
norte... distintos de los demás pueblos, sin ningún encanto ni dulzura. Nosotros también somos
distintos de los demás pueblos, pero, a diferencia de ellos, tenemos encanto y dulzura. Y estamos
muy seguros de nosotros mismos. Pero no hacemos nada. Siempre me sorprende que tengamos
aliados, que no nos encontremos solos y abandonados, como merecemos. Supongo que se sienten
tan perdidos como nosotros. Esta es una parte perdida del mundo... Para mí, la única salida eres tú.
-Hablas como si yo fuera un nuevo país al cual viajar.
-¡Lo eres!
-¿Y qué haría, con un solo habitante?
-Al menos no estarías totalmente despoblada, como ahora. Ya sabes cuán sola estás en
realidad aquí. Sabes que eres distinta. ¡Sabes que eres desgraciada!
-¡Oh, Troilo, es verdad: soy desgraciada!
El se había sentado en el rodapié del trono de Príamo y desde allí jugueteaba con los
pliegues del vestido de Criseida. Entonces se levantó y le puso las manos en los hombros.
-Y yo también soy desgraciado -dijo, mirándola a los ojos. Y luego la besó. Ella se
incorporó y lo apartó bruscamente.
-Es horrible. No quería decir eso. No vuelvas a hablarme de ese modo, jamás. Somos
traidores, los dos. Tú no debes olvidar que eres el hijo de Príamo y yo no debo olvidar que soy la
hija de Calcante. -Lloraba-. Oh, estoy tan, tan avergonzada... -Y se alejó rápidamente hacia la
escalera. Una vez allí, se volvió.- Espera un poco, y luego regresa a palacio por donde has venido.
-¡Naturalmente, mi Criseida! -Y se atrevió a sonreírle. Pero qué enternecedor resultaba
cuando sonreía de ese modo, sin ningún rastro de resentimiento en la cara.
Criseida sacudió airadamente la cabeza y empezó a bajar.
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En La Estancia De Helena
En la terraza más elevada de la fortaleza, junto al limite oriental de la muralla norte, que en
ese punto alcanzaba casi la misma altura que la terraza, se alzaba el palacio de Príamo. El gran
salón de gobierno ocupaba la parte principal del palacio y el resto estaba dedicado a salas de
guardia y dependencias. Hubo una época en que las habitaciones reales se encontraban allí, pero
Príamo vivía ahora con Laótoe, en una de las viviendas familiares agrupadas a los pies de la ancha
escalinata que descendía al sur del patio exterior del palacio. La casa de Hécuba también estaba
situada allí. Casandra y Troilo vivían allí con su madre, y Príamo no dejaba pasar ni un día sin
visitar a Hécuba; pero ella ya no era su esposa, sino sólo su reina. Héctor y Andrómaca también
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vivían en una de esas casas, Laódice y Helicaón, en otra. Y una tercera albergaba a Paris y Helena;
y en una estancia de esa casa estaba sentada Helena esperando a Paris.
Sólo la acompañaba Etra. Helena la prefería a sus restantes sirvientas cuando se sentía
abatida. Etra no la quería; jamás se hubiera permitido un desfallecimiento delante de Etra. De
hecho, se había llevado a Etra hasta allí como una forma de autocastigo. Todo el mundo la tenía por
una persona virtuosa y consideraba el hecho de haber abandonado a Menelao como un acto del
destino más que como un pecado personal: una compulsión irrevocable, más importante, más
apremiante que su lealtad hacia Menelao, la habría impulsado a fugarse con Paris. Todo el mundo
captaba ese aire de misterio en Helena y lo respetaba, juzgándola sólo por lo que era y no por lo
que había hecho; todo el mundo excepto Etra, y Helena lo sabía Que Helena fuese dulce y buena y
bella no la ayudaba a congraciarse con Etra. Las primeras palabras que le dijo Etra cuando Teseo la
confió a su cargo, fueron: «Infortunada niña, deja de llorar. Esto jamás te habría ocurrido si no
hubieses nacido para la desgracia. Y quienes nacen para la desgracia no tienen derecho a quejarse.
Atraen la desgracia sobre sí invitando a los dioses a hacerles sufrir. Por esto eres tan hermosa y por
esto te raptó Teseo»
Egeo, que hace muchos años fue rey de Atenas, llegó al sur de Argólida siendo joven,
después de que su trono fuese usurpado por su tío. Allí se casó con Etra, cuyo padre era el rey de
Trecén, y prometió volver a buscarla cuando hubiese recuperado su trono. Pero olvidó a Etra y se
casó otras tres veces en Atenas. Poco después del tercer matrimonio de Egeo, Teseo, su hijo de Etra,
se presentó en Atenas y su padre lo reconoció por una espada y un par de sandalias que él había
dejado en prenda a Etra. Egeo entonces nombró heredero a Teseo, frustrando las expectativas de su
tercera esposa, Medea, para su hijo Medo, y de sus hermanos y sobrinos, quienes se habían negado
a reconocer a Medo. Poco después moría Egeo y Teseo, ocupado en diversas aventuras, no intentó
imponer su autoridad durante muchos años. Sin embargo, llevó a su madre a Atenas, donde ésta
intrigó a su favor durante sus largas ausencias. Finalmente, los enemigos de Teseo expulsaron de
Atenas a Etra, que se refugió en Afidna, en el norte del Atica. Allí la visitaba, a veces, Teseo; y allí
llevó a Helena tras una incursión contra Esparta. Etra sabía algo de lo que estaban al corriente muy
pocas personas: que Ifigenia en realidad era hija de Helena y de Teseo. Los hermanos de Helena,
Cástor y Pólux, invadieron el Atica poco después de su captura y la rescataron, llevándose a Etra
como esclava. Pero Helena ya estaba encinta. Cuando nació Ifigenia, Clitemnestra, la hermana
mayor de Helena, que habla quedado viuda a principios de ese mismo año, la adoptó. Ni siquiera
Agamenón, que poco después se casaría con Clitemnestra, sabia que la niña no era suya. Y tampoco
lo sabia Paris, ni ninguna persona en Troya... excepto Etra.
Cuando Calcante regresó de Áulide trajo consigo la historia de la huida de Ifigenia de
manos de los sacerdotes. Según una profecía, Ifigenia debía ser sacrificada a la diosa Artemisa
como garantía de unos vientos favorables. La profecía enfureció a Agamenón, que se fue a incubar
su ira en una de las naves, ordenando a los sacerdotes una nueva profecía. Pero Menelao, que
conocía el secreto del nacimiento de Ifigenia, y probablemente para vengarse de Helena, insistió en
que se la enviasen con el pretexto de que le habían profetizado que un casamiento entre Ifigenia y
Aquiles les aseguraría vientos favorables; es posible, incluso, que fuese Menelao quien sugirió la
idea del sacrificio a los sacerdotes. Odiseo ya le llevaba este mensaje a Clitemnestra cuando
Agamenón abandonó la nave para entrevistarse nuevamente con los sacerdotes. Se enfureció tanto
al saber lo que habían hecho que estuvo a punto de retirar a sus hombres y volverse a Micenas. Pero
Aquiles le aseguró en privado que ya había pactado con los sacerdotes la devolución de Ifigenia.
Ella llegaría cubierta con un velo; y nadie asistiría al sacrificio fuera de los sacerdotes. Aquiles
haría correr la voz de que se iba a Harma a buscar a una bella esclava que le habían prometido. Y
mientras tanto Ifigenia seria trasladada en secreto a su casa. La noche siguiente se supondría que ya
había regresado con la esclava; en adelante tomarían a Ifigenia por su esclava y nadie sospecharía
cómo se había resuelto el asunto. Ella era casi una niña y era poco probable que alguno de los que
habían estado alguna vez en Micenas se hubiese molestado en fijarse en ella.
- 40 -
Aquiles había salvado a Ifigenia y entre ellos surgió ternura. Ifigenia amaba a Aquiles con el
temor de ser enviada a vivir entre desconocidos, puesto que él la mantenía escondida; Aquiles
amaba a Ifigenia como si él mismo fuese un niño, que buscaba refugio a su lado de todas las
complejas animosidades que empezaban a incubarse entre los jefes griegos en Aulide. Entonces
llegó Patroclo, bienamado de Aquiles, e Ifigenia quedó olvidada, aunque Aquiles continuó
tratándola con gentileza. Patroclo, un joven pariente de Aquiles, había huido de su hogar en Opus
de Locria para refugiarse bajo la protección de Peleo, padre de Aquiles y rey de Ftía; había matado
por accidente a un amigo en Opus. Aquiles, que amaba a Patroclo como un segundo yo capaz de
vivir tal vez en feliz ignorancia de la maldición que ahora pesaba sobre el mundo, le había
convencido para que no se enrolase en esa misteriosa guerra extranjera. Pero Patroclo había
empezado a impacientarse en Ftía y añoraba a Aquiles.
Los griegos no se llevaron a Ifigenia a Troya. Cuando finalmente zarparon de Áulide, poco
antes de cumplirse un año de la llegada de Ifigenia (pues el estudio de los vientos y de los presagios
divinos sólo estaba destinado a distraer a los que ya se encontraban en Áulide hasta que se hubiera
reclutado a todos los aliados posibles), ella ya tenía un hijo de Aquiles: Neoptólemo. Su madre lo
envió a la isla de Esciros, donde lo confió al cuidado de Deidamía, la hija del mismo rey Licomedes
de Esciros que había matado a Teseo cuando se refugió allí tras su última tentativa fracasada de
imponerse en Atenas. Se decía que Deidamía amaba a Aquiles, y a Neoptólemo por amor a él; que
no le importaba que Neoptólemo fuese en realidad el hijo de una esclava cadmea, como decían
algunos. En cualquier caso, ninguna mujer con los derechos de una madre libre se presentaría
nunca a reclamar al niño. En efecto, después de nacer Neoptólemo, cuando los griegos por fin
estuvieron listos para zarpar rumbo a Troya, Aquiles vendió a Ifigenia a unos mercaderes escitas,
que también se disponían a partir rumbo al Helesponto. Su destino era Táuride, una península de la
costa norte del mar Euxino, una tierra famosa por los terribles ritos con que allí se rendía culto a
Artemisa. Los escitas estaban seguros de poder vender a Ifigenia por un alto precio en Táuride,
puesto que habían recibido especial encargo de llevar hasta allí en el viaje de regreso a varias bellas
muchachas griegas que serían preparadas para oficiar como sacerdotisas de Artemisa. Los taurios
preferían a mujeres extranjeras para este oficio, porque sus propias mujeres eran bastas y sin gracia.
Cuando alguna nave extranjera naufragaba en su costa, consagraban al sacerdocio a las mujeres -si
por azar las había- y decapitaban a los hombres; las cabezas de los extranjeros y enemigos,
empaladas en el extremo de largas varas, supuestamente complacían a la Artemisa Tauria, que
también era sólo cabeza, después de que Zeus la condenara, por ser más sabia que él, a saberlo todo
y no sentir nada. Aquiles decidió que para Ifigenia sería mejor destino encontrarse entre esas gentes
que vivir, tal vez durante años, en un campamento de soldados. No cabía pensar en devolverla a
Micenas; revelar el fraude de su supuesto sacrificio, aunque éste se hubiese realizado en vano, seria
poco prudente desde muchos puntos de vista.
Entre tanto, Clitemnestra habría averiguado el verdadero motivo por el cual habían
mandado a buscar a Ifigenia; se habría consolado con la leyenda de que Artemisa se había
apoderado de Ifigenia en el momento en que iba a caer la daga del sacerdote; Agamenón no se
habría atrevido a comunicarle la verdad en términos más claros a través de un mensajero. Y
Clitemnestra no habría podido explicar a las personas que la rodeaban que lloraba doblemente a
Ifigenia, con el dolor de Helena y con el propio. Y Agamenón no habría podido explicar a quienes
le rodeaban que se culpaba de haber dado muerte doblemente a Ifigenia: al conspirar con Aquiles
para convertirla en una esclava sin nombre, y al permitir que se la llevasen de forma irrecuperable a
un distante y bárbaro país. Y Menelao o habría podido explicar su secreto placer al pensar que
hahía provocado, así lo creía él, la muerte de una hija de Helena; una venganza que no podría
haberse tomado con Hermione, que también era hija suya.
Helena, al escuchar el relato de Calcante, no pudo permitirse escuchar como madre de
Ifigenia. Y tampoco pudo dudar de la veracidad del relato, puesto que Calcante lo había escuchado
confidencialmente de boca de los sacerdotes que habían colaborado en el fraude. Pero se lo contó a
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Etra, para castigarse por ser la madre de Ifigenia, y porque sabía que Etra no le ofrecería ningún
consuelo. El frío silencio de Etra la salvaguardó de cualquier tentación de apiadarse de sí misma. Se
lo contaba todo a Etra y Etra se lo contaba todo a ella; sobrias confidencias sin amor. Ambas habían
sufrido y ambas necesitaban hacer frente a sus sufrimientos sin asombro ni excitación, para hallar la
dignidad en el embotamiento. El mundo podía convertirlas en objeto de escándalo o de compasión,
pero ellas mismas no podían hacerlo; los desventurados no podían regodearse en su desgracia sin
resultar despreciables. Y la belleza de Helena tampoco le daba derecho a recibir mayor es simpatías
que Etra. También Etra había sido y seguía siendo hermosa; la vejez sólo había eliminado la
deshonrosa súplica de indulgencia de la belleza.
Cuando podía permitirse un descanso, Helena buscaba la compañía de Climena; con
Climena era una mujer, y no la esposa griega del troyano Paris. Pero el placer de una mujer al
sentirse mujer, la sensación de no hallarse sometida a las circunstancias mundanas de la que nunca
podría gozar plenamente un hombre, era necesariamente rara para Helena. Climena tal vez se
hallaría siempre a salvo de las circunstancias porque poseía una inocente capacidad de prestar
poquísima atención a la vida que se desarrollaba a su alrededor. Era indiferente que se encontrase
en Grecia o en Troya: en todas partes sería sólo una mujer, nada menos y nada más. Pero la vida de
Helena estaba condicionada en un grado inalterable. No podía permitirse olvidar que era una griega
en el exilio; y Etra no se lo dejaba olvidar. Tenía que mantenerse constantemente alerta a lo que
sucedía a su alrededor, a lo que podía suceder en cualquier momento. ¿Y si, de pronto, los griegos y
los troyanos llegaban a un acuerdo de paz, y ella era entregada a los griegos porque era griega, y
esposa del griego Menelao antes que del troyano Paris? Helena advertía que esta necesidad de ser
siempre consciente de las circunstancias iba desgastando el encanto de ser ella misma, reduciendo
todas sus energías y emoción a una sola determinación: no cansarse. Esa era la gran diferencia entre
los griegos y los troyanos: los griegos no sabían cuándo parar, mientras que los troyanos tenían una
apacible capacidad de cansarse, que constituía su cordura. Sí, los griegos estaban locos. Los griegos
estaban ávidos de destino. No vivían; cumplían sus destinos, se alimentaban vorazmente de sus
destinos, temían perder un instante que podría ser fatalmente suyo, por penoso o detestable que
fuese. Y Helena no podía evitar una sensación de sombrío triunfo al sentirse, de instante en instante,
en íntima posesión de su destino. Los griegos podrían parecer temerarios y sin conciencia a los
demás; pero siempre iban en busca, con ciega perseverancia, del siguiente accidente y el siguiente,
eslabones en su fatal camino. Lo primero que había amado en Paris había sido su temperamento
despreocupado; parecía abrirle horizontes luminosos, un futuro libremente elegido en vez de
oscuramente prescrito. Pero, después de todo, Paris sólo había significado ociosidad. Y Troya sólo
había significado un lujo al cual ella, como griega, no tenía derecho. Su mente era troyana, pero su
cuerpo era griego. En Troya era algo posterior a sí misma, algo que no tenía derecho a ser, a causa
de la compulsión de su cuerpo a ser actor del destino. Quizás los dioses la habían enviado hasta allí
como una maldición contra los troyanos, por haber intentado dejar atrás sus destinos.
-Será mejor quitar la manta de la cama -le dijo a Etra-. Hace tanto calor...
-Pero él volverá a enfriarse, si se acuesta destapado después del baño -replicó Etra-. Sobre
todo hoy; vendrá sudoroso. Decidimos insistir en hacerle cubrirse con la manta la próxima vez.
-Sobre todo hoy -dijo Helena- me parece importante no llevarle la contraria. Sabrá que me
avergüenzo de él e intentará distraerme con quejas. -Las dos doblaron la manta.- Será mejor que me
traigas el aceite del baño; yo misma le daré un masaje mientras descansa. Grea sólo lo irritaría en el
humor en que por fuerza ha de estar.
-Mancharás la sábana -dijo Etra-. Y hemos puesto una de las mejores que tienes. Nada
estropea tanto el lino como arrancarle las manchas de aceite; los hombres lo agujerean a golpes.
-Prefiero arriesgarme a perder la sábana. La situación ya será suficientemente difícil de por
si. Ve a buscar el aceite. No, no traigas todo el frasco. Vierte un poquito aquí. -Cogió un frasquito
de plata, que puso boca abajo sobre la palma de su mano para asegurarse de que estaba vacío, y se
lo dio a Etra. El tapón, sujeto al cuello de la botella con una corta cadena, tintineó contra la pared
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del frasco mientras Etra se alejaba con él. Helena empezó a recorrer la estancia palpando
nerviosamente los adornos, apartando repetidas veces la cortina que cubría la puerta para asomarse
al patio. Paris acudiría enseguida a su lado. Tenía sus propias habitaciones en la parte delantera de
la casa, abiertas a un patio exactamente igual que las de Helena; un estrecho pasadizo comunicaba
ambos patios. Pero todo el tiempo que permanecía en casa lo pasaba en las habitaciones de Helena;
de hecho, había instalado a Pándaro en las suyas, ya que cada uno de los hijos de Príamo debía
hospedar a uno de los importantes aliados. Helena se habla opuesto a ello porque Pándaro tenía
amistad con Eneas, el cual era sabido que detestaba a Paris. Pero Pándaro divertía a Paris, y Helena
había llegado a agradecer gradualmente su compañía.
Por mediación de Pándaro habían invitado a Criseida a vivir con ellos cuando Príamo la
tomó bajo su protección. Criseida y Pándaro eran parientes lejanos, pues un antepasado de la madre
de Criseida procedía de la misma familia zélea a la cual pertenecía Pándaro. Los cuatro solían pasar
las veladas juntos en la estancia de Helena, que era el cuarto más agradable de la casa, lleno de
preciosos tapices y adornos; y Pándaro ejercía una influencia favorable sobre Paris, quien de no ser
por él se habría entretenido discutiendo con Criseida sobre todos los temas posibles. Las
dependencias de Helena tenían una segunda planta, donde dormían los esclavos y las siervas de
Helena, y allí habían dejado libre un cuarto para Criseida; pero era demasiado pequeño y
demasiado basto para ofrecer algo más que un lugar donde dormir y vestirse. Desde el primer
momento, Helena había insistido para que Criseida se instalase en su aposento cuando ella estaba
en casa y, a medida que fueron intimando, Criseida aprendió a pasar por alto, en atención a Helena,
las cosas que le molestaban de Paris y que le hubieran hecho preferir su propio cuartito desnudo de
no haberse sentido tan bien con Helena. Todos los objetos personales de valor que había llevado
consigo, como jarrones, tapices, bandejas y figurillas, fueron a parar paulatinamente al cuarto de
Helena.
Los tesoros personales de Helena, que ésta se había llevado consigo de Esparta, consistían
principalmente en joyas y vasijas llenas de oro en polvo; las joyas, heredadas de su madre, Leda, y
el oro en polvo, el equivalente a la mitad estricta de su dote matrimonial. Paris era contrario a que
se llevase el oro. «Mi padre -le había dicho- es propietario de una cuarta parte de todo el polvo de
oro extraído del río Pactolo, en virtud de un tratado con el rey de Hyde, cuyos productos atraviesan
nuestro país hasta el Helesponto sin pagar aranceles. En los almacenes del palacio hay quinientas o
mil vasijas llenas. Un esclavo confundió una vez una de las vasijas con un recipiente de aserrín y lo
esparció por el suelo del salón de Príamo antes de un banquete. Pero en vez de mandar azotar al
esclavo, Príamo le dio las gracias y dijo que era una excelente idea; ahora, siempre que se celebra
un banquete de mucha pompa, hace esparcir polvo de oro por el suelo, y de ello se encarga el
mismo esclavo, al cual no debe de hacerle ninguna gracia. "Porque -como dice Príamo- no debemos
distinguir tanto entre polvo y polvo, sino sobre todo entre hombre y hombre." Aunque no por ello
deja de vigilar que su cuarta parte no esté adulterada con aserrín. Pero Príamo te querrá igual tanto
si llegas con las manos vacías como si le llevas todos los tesoros de Esparta.» Y Helena le había
respondido: «Me presentaré ante Príamo con las manos vacías. Guardaré este oro para pagarme el
regreso a Esparta si alguna vez se cansan de mi en Troya»
Helena siempre temía que se rompiera alguno de los tesoros de Criseida. Con Paris, que
apreciaba con inteligente interés los objetos domésticos y de adorno, estaban a salvo. Pero Pándaro
era destructivo; se ponía a forcejear con Paris y Helena no se atrevía a reñirlos, Pándaro era su
invitado, y un invitado agradable, aunque Helena no lo consideraba digno de confianza. Había
observado que la habilidad en el manejo del arco solía ir acompañada de una cierta crueldad;
Pándaro había hecho de Paris un experto en ese arte... Una vez, mientras perseguía a Criseida por el
cuarto para susurrarle al oído algo que ella no quería escuchar, Pándaro derribó una de las piezas
preferidas de Criseida, un gran jarrón pintado de Ténedos, con un complicado dibujo de pulpos y
mar. Se rompió, pero Helena había conservado un fragmento en el cual se veía una parte de la
cabeza del pulpo y dos de los tentáculos enroscados entre olas encrespadas; era de un brillante
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marrón rojizo, con los tentáculos negros orlados de blanco, y ponía una bonita nota de color sobre
su tocador entre los frascos de ungüento de electrón y las horquillas de oro.
Otro tesoro de Criseida era un jarrón revestido de frita azul y con incrustaciones de
pequeñas conchas brillantes que formaban la figura de un delfín, y con estrellas trazadas con
minúsculos fragmentos de conchas. En este jarrón, Helena había dispuesto, sobre finas varillas de
madera, varias joyas suyas: pequeñas fruslerías de oro fino; una de las varillas se remataba con
cortas ramas de madera sobre las cuales había prendido discos de oro con estampaciones de flores,
hojas, estrellas y dibujos geométricos. El jarrón reposaba sobre un largo arcón de roble donde
guardaba la ropa blanca. Sobre el mismo arcón Helena tenía también su balanza de farmacia de oro,
con las pesas de marfil talladas en forma de animales; una figurilla de mármol de Cibeles con un
león en el regazo y otra figurilla de porcelana egipcia, que representaba a un hombre con cabeza de
perro. Sobre el arcón había colgado una máscara de oro de Paris. «Cuando muera -le había dicho él
al dársela- pondrán esta máscara sobre la tapa de mi ataúd. Y cuando entres en tu cuarto no echarás
de menos a Paris sino a su máscara.» Un extremo del arcón llegaba hasta la cama. Y en ese extremo
se alzaba una lámpara con un pedestal de yeso púrpura y un tazón de oro abarquillado para el vino
destinado a evitarle a Paris el esfuerzo de incorporarse mientras descansaba, pues podían
acercárselo a los labios para que bebiera.
Helena y Etra se sentaron a esperar en un banco de piedra que ocupaba toda la longitud de
una de las paredes, unido al techo por semicolumnas de madera que se ensanchaban en la parte
superior. Las columnas estaban pintadas de negro, con dibujos de triángulos entrelazados en azul,
bermellón y blanco. Entre los pilares, el revestimiento de las paredes también estaba pintado hasta
media altura. Un panel representaba una escena con unas mujeres que azuzaban a unos toros; el
panel central llevaba un dibujo de flores y hojas; y en el tercero se veía una cacería del león. La
escena de los toros era una copia de un famoso original cretense; todas las casas que se preciaban
tenían una copia del mismo, u otro parecido, en algún lugar. La mayoría de los decoradores, tanto
en Grecia como en Troya, eran cretenses, al igual que los fabricantes de ornamentos; eran
excelentes artesanos y sus copias siempre tenían un aire novedoso original. De hecho, esos
artesanos eran lo único que quedaba ya de la antigua Creta. El panel central era obra de una
esclava; la misma, se decía, que había engendrado a Clitio. Había estado trabajando un año entero
en la pieza, con gran cuidado y dedicación, de manera que las flores parecían bordadas más que
pintadas. En la parte superior, el fondo, pintado de rosa y varias tonalidades de marrón, destacaba
sobre las apretadas matas de flores de la base: crocus y jacintos y lotos; unas ramas de sauce
colgaban sobre unas juncias y juncos, sendas ramas de tamarindo floridas enmarcaban el cuadro
por ambos lados, y el follaje se abría un poco en el centro para descubrir una garza empenachada.
El tercer cuadro era antiguo; muchas de las líneas estaban desdibujadas, gran parte de la
pintura estaba descolorida y se habían descascarado algunas partes. Era evidente que los otros dos
paneles estaban pintados sobre pinturas más antiguas que habían ido desconchándose
progresivamente hasta hacer imposible su restauración. Sin duda, la cacería del león debía de haber
sido restaurada de tiempo en tiempo. Seguramente debía tener algún significado religioso, pues
sobre uno de los leones antes había ido montada una figura -algo parecido a un pañuelo pendía
sobre su flanco-; y los hombres que estaban cerca de ese león, en vez de atacarlo, se habían
postrado. Paris decía que la figura que montaba el león debía de ser Cibeles y que el cuadro
significaba que Cibeles domaba y humillaba la virilidad, simbolizada por el león, usándola para sus
fines; ése era también el significado del dócil león que yacía sobre el regazo de Cibeles en la
figurilla de mármol. Y Paris, naturalmente, también tenía un chiste al respecto. En el sur de Frigia
había una célebre orden de sacerdotes eunucos consagrados a Cibeles, muy despreciada por las
otras órdenes más civilizadas. Se les atribuían poderes milagrosos, como el de permanecer sin sufrir
daño en la famosa Cueva de los Vapores, en la que los espectadores solían hacer entrar pájaros o
animales, para verlos caer muertos en el acto. El chiste de Paris era el siguiente: llamaba león a
cualquier hombre que estuviera dominado por una mujer y león inmortal a todos los hombres de
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modales afeminados. Era un chiste sin sentido si no se conocía la alusión; bastante enigmático, y un
poquito aburrido, como casi todo el humor de Paris. Aunque en realidad no resultaba aburrido
cuando él mismo lo contaba, porque entonces una lo miraba a él. Una juguetona desenvoltura
inundaba su rostro, como sí no hubiese nada más agradable en el mundo que perder el tiempo
escuchándolo.
Siempre constituía un placer contemplar a Paris, con su piel resplandeciente de orgulloso
buen humor, sus ojos verdes fijos, no en la persona con quien hablaba, sino en el objeto del cual
hablaba, que en general solía estar situado justo por encima de la cabeza del interlocutor, o a su
lado, o en algún rincón desocupado de la habitación. Cuando una se acercaba mucho a él, quedaba
sorprendida por la exagerada simplicidad, la sobriedad casi, de sus facciones y de su cuerpo, pues a
una distancia coloquial parecía una persona de rebuscada gracia y complicada elegancia; una
advertía entonces que su atractivo se aproximaba más a la fascinación que ejerce un animal, sin
esfuerzo e inconsciente, en el sentido de que era indiferente al efecto que causaba. Y tampoco podía
decirse en justicia de él que fuera afeminado. Al contrario, podía describírsele como «masculino»
igual que se describía como «femenina» a la mujer que acentuaba los atributos físicos que poseía en
tanto que mujer. Al igual que muchas mujeres daban por sentado que representaban algo de
indiscutible valor, sin sentirse obligadas a ofrecer más pruebas de ello que su belleza física, también
Paris reivindicaba una virtud absoluta en nombre de los atributos físicos que como hombre poseía.
Su cuerpo era la realidad, pera necesario hacer o decir nada más? Y cuando hacía o decía algo,
siempre lo hacía con un aire indolente, como si la acción o las palabras resultasen superfluas ante la
realidad irresistible de su existencia física. La impresión de llevar una existencia mágica que de él
se desprendía no era, por tanto, producto de un arte, sino de una espontánea aceptación de si mismo
como un cumplido ser vivo.
Helena se acicaló los ricitos que caían sobre su frente bajo la cinta. Se peinaba exactamente
igual que las mujeres de la pintura del toro. En Esparta se peinaba al estilo espartano habitual, con
el pelo recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Al llegar a Troya, al principio llevaba el pelo a
la manera troyana, recogido bajo una redecilla, con sólo algunas hebras asomando sobre las orejas
y algunos bucles en la nuca. Entonces Paris había insistido para que usara algunas de las bandas
antiguas que había llevado consigo y con ellas resultaba más apropiado el pelo suelto y descubierto.
A Príamo le había gustado ese peinado; admiraba las antiguas usanzas. Había sacado de los tesoros
reales especialmente para ella una elaborada diadema antigua con piedras preciosas, cuya forma
recordaba las que a veces se encontraban en los sepulcros en ruinas, copias funerarias de originales
preciosos, puesto que se trataba justamente de un original precioso. Se componía de millares de
piezas; la banda estaba cubierta de rubíes, esmeraldas y cristales orientales, y largos colgantes
flexibles, formados por piezas articuladas de oro en forma de diminutas hojas, caían sobre las
orejas, y otros más cortos sobre la frente. Etra, desde su llegada a Troya, había adoptado el peinado
de las mujeres troyanas mayores llamado «bolsa frigia», con el pelo totalmente envuelto en un paño
listado arrollado a la cabeza, que pendía suelto sobre la nuca.
Al cabo de un rato, Helena se levantó y se acercó a su tocador, donde cogió un espejo de
ágata azulada muy pulimentada con un marco de electrón. El electrón, con el doble de contenido de
oro que de plata, tenía el lacerante resplandor del sol sobre la nieve; Helena siempre volvía a
abandonar de inmediato ese espejo porque el marco la distraía. Cogió dos tazones de plata bruñida
como un espejo, de reflejo nítido y oscuro; si sostenía uno frente a ella y desplazaba el otro por
detrás, podía verse todo el contorno de la cabeza. Luego volvió al banco, conservando
distraídamente uno de los tazones en la mano y mirándose en él de vez en cuando.
-Hoy he visto al pequeño Múnico -dijo Etra-. Está muy sano y su nodriza lo adora.
-¿El ya come como es debido y toma gran cantidad de leche? -preguntó Helena.
-Sí, y le he dado algún dinero más para que le compre ropas nuevas al niño; sus ropitas de
recién nacido se le están quedando pequeñas.
-Es curioso que Laódice no pregunte nunca por él.
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-No se atreve. Ni siquiera le gusta reconocer ante sí misma que nosotras lo sabemos. Le
prometimos olvidarlo.
-Me pregunto qué pensará hacer finalmente con él -comentó Helena.
-Creo que espera que Demofonte se lo lleve consigo de regreso a Grecia cuando acabe la
guerra. A lo mejor ella también piensa irse con Demofonte.
-Laódice, como tantísimas mujeres, vive irresponsablemente al día, sin intentar relacionar
un día con el siguiente. Es extraordinario, en realidad, que no haya cometido mayores desmanes.
-Sólo las mujeres que se toman demasiado en serio sus vidas cometen desmanes... y causan
daño -declaró Etra-. Una mujer no debería intentar tener una vida propia a menos que esté dispuesta
a sufrir. Las mujeres viven mejor si se limitan a estar de paso, sin dejar rastro después. En las
mujeres hay encerrada una fuerza que todavía no comprendemos y mientras no la entendamos lo
más prudente es mantenerla encerrada. Porque, ¿qué sucede? La dejamos libre y provocas
desastres, y el desastre vuelve a recaer sobre nosotras porque somos su origen. Poseemos un cierto
tipo de poder, pero no sabemos controlarlo. Dejamos que se nos escape y los dioses se apoderan de
él y lo vuelven contra nosotras. Por esto las llamadas mujeres fuertes son siempre las desgraciadas.
Laódice probablemente saldrá incólume de ésta. Cualquier sospecha que pudiera recaer sobre ella
ya ha quedado atrás.
-Yo no me describiría exactamente como una mujer fuerte -dijo Helena.
-No, no eres exactamente fuerte, pero tienes una paciencia terriblemente obstinada. No
pensaba tanto en ti, sino en Criseida. Es peligrosa de un modo distinto. Ella comprende el poder
que lleva dentro y realmente sabe cómo controlarlo y valerse de él para hacer cosas. Pero es tan
impaciente como paciente eres tú. Ha ejercido una enorme influencia en el breve tiempo que lleva
en palacio: os ha obligado a todos a hacer un esfuerzo y formularos preguntas y buscarles
respuesta. Pero se tarda más en hallar respuesta a una pregunta que en llegar a planteársela. Y para
mí es evidente que Criseida, con su impaciencia por hallar respuesta a las preguntas, ha forzado
muchas respuestas equivocadas. Descubrirá que muchas preguntas deben quedar sin respuesta
durante largo tiempo... cuando averigüe que la respuesta del momento siempre tiene que ser
errónea. Y lo descubrirá sobre todo a través de Troilo.
-Oh, no creo que exista un fuerte amor entre ellos -dijo Helena-. Pero aunque así fuera, no
veo que pueda haber nada de malo en ello. Al contrario, Criseida seria una buena integrante de la
familia... y también leal.
-Yo no estoy tan segura de eso -dijo Etra-. Es posible que su troyanismo sea sólo una fase
pasajera. En este momento resulta excitante ser troyana, pero no siempre será igual. Troilo se siente
atraído por ella porque también vive en una intolerable cima de suspenso. Se pasaría a los griegos si
con ellos pudiese hacer algo que no fuese luchar; porque desea un cambio, cualquier tipo de
cambio, y no me sorprendería que Criseida acabase siguiendo los pasos de su padre; no por traición
sino porque le hallan fallado las respuestas que aquí ha encontrado para todas sus preguntas. Entre
los griegos podría continuar buscando la verdad con igual afán sin necesidad de ponerse tan seria.
Entre nosotros, lo que cuenta es el acto de inteligencia y no el resultado en forma de conocimiento
o sabiduría; no nos importa creer en una mentira siempre que sea suficientemente interesante para
poder considerarla verdadera durante algún tiempo. Pero los troyanos son distintos. Conceden una
importancia casi divina a cuanto hacen y cuanto piensan y, así, entre el deseo de estar en lo cierto y
el temor a equivocarse, casi nunca llegan a ninguna conclusión. Dicen que siempre puede confiarse
en la promesa de un troyano y nunca en la de un griego. ¿Pero cuántas veces está dispuesto a
comprometerse un troyano? Un griego al menos hace promesas, aunque no las cumpla, y una
promesa siempre es algo a partir de lo cual seguir construyendo.
-Creo que tienes razón en cuanto a la diferencia entre la mentalidad troyana y la mentalidad
griega; los griegos viven con su imaginación, mientras que los troyanos siempre procuran ver las
cosas como en realidad son. Y en algunos casos logran alcanzar la verdad, y en otros no. Pero,
cuando no lo consiguen, se niegan a aceptar sucedáneos. Por eso su visión del mundo es mucho
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más reducida que la nuestra. Se concentran en unas pocas seguridades muy por encima de ninguna
conclusión a la cual podamos llegar nosotros, pero una vez asimiladas, una se queda con la
sensación de que el resto es un vacio y añora volver al mundo más amplio, donde hay espacio y
variedad y perplejidad... Tal vez tengas razón en cuanto a Criseida. Pero no hará nada sin haberlo
razonado honorablemente primero. Es impaciente, si, pero no impulsiva. Aunque se pasase a los
griegos, su acto tendría un sentido que lo convertiría en el proceder correcto para ella, y todos lo
sentiríamos así. Pero creo que no eres del todo justa con Laódice. Sabe que ha cometido un gran
pecado y se nota que a veces eso la entristece mucho. En cierto modo, y no lo digo en broma, ésa
fue su manera de participar en la guerra. Ve a todos los hombres luchando, y a todas las mujeres
atareadas en alguna cosa, y ella ni siquiera sabe coser bien, u ocuparse reflexionando sobre lo que
está sucediendo. Y entonces sintió un deseo desesperado de hacer algo, cualquier cosa. Y cuando se
autorizó a Demofonte a entrevistarse aquí contigo para hablar de tu posible intercambio con un
prisionero troyano, y por casualidad ella estaba presente, tuvo la sensación de estar participando en
algo; fue un episodio claro por el cual interesarse. Después, cada vez que Demofonte volvía durante
una tregua para intentar convencerte para que me abandonases, ella se las arreglaba para estar aquí.
Y a continuación su interés comenzó a concentrarse exclusivamente en él. Y una vez Demofonte se
presentó cuando yo no estaba en casa y tú los dejaste juntos. Ese fue el lado vengativo de tu lealtad
al rehusar abandonarme; venganza contra la familia de Príamo a través de mí y, por tanto, más
dolorosa que cualquier venganza que hubieses podido tomarte directamente contra mí. Oh, pones
mucho cuidado en protegerme a mí de todos los problemas que puedes... excepto los que me creo
yo misma. Porque te gusta verme forjar mis propias desgracias, y volverme a observar una y otra
vez. Ah, Etra, perdóname. Sé que me eres fiel a tu propia cruel manera.
Era cierto que al dejar a Demofonte y Laódice a solas Etra había ignorado deliberadamente
la actitud que sabía hubiera adoptado Helena. Pero lo hizo por motivos más personales que una
venganza indirecta contra Helena. Que Laódice y Demofonte caerían uno en brazos del otro en
cuanto se encontrasen a solas era evidente; y para ella constituía un motivo de solemne satisfacción,
después de haberse visto arrastrada tan lejos de su hogar por causa de Helena, primero de Afidna y
de Esparta después, verse convertida ahora en el instrumento de la unión, en Troya, de su propia
sangre -pues Demofonte era su nieto, hijo de Teseo y de Antiope, la amazona- con la sangre de la
misma familia que detentaba la clave del destino de Helena y del suyo propio. En el pequeño
Múnico veía cerrarse la línea de la suerte en un círculo del destino. Era como sí ella lo hubiese
creado, a través de su fiel adhesión al camino indicado. Ese era el secreto de la fidelidad con que
había liberado a Laódice de la carga de Múnico; le había encontrado un hogar con una familia
modesta en una terraza inferior de la fortaleza y Helena, con el dinero que le daba para el cuidado
de Múnico, la apoyaba en su idea de consumación, en vez de ser apoyada por ella en el
mantenimiento del honor de la casa de Príamo. Y ése era también el secreto de su fidelidad a
Helena, cuando se negó a que Demofonte pactase su liberación; con ello se mantenía fiel al camino
indicado y mantenía también a Helena en su propio curso fatal.
-¡Ahí viene Paris! -Helena se levantó, pero no se adelantó a correr la cortina. Etra salió en
busca de Grea. La mano de Paris asomó a través de la cortina. Estaba hablando con un esclavo que
había corrido tras él con un mensaje de Príamo.
-Dile a mi noble padre que considero que sería poco digno por mi parte regresar ahora.
Tenemos que hacerles comprender a esos griegos que no tenemos prisa. Dile que mi retirada ha
sido elegante. Afrodita esparció una bruma olorosa sobre mi. He permanecido tan ignorante como
todos los demás de lo que me había ocurrido, hasta que me he encontrado en mi propio umbral.
Dile que cuando haya descansado acudiré al salón y lo explicaré todo. -Y entonces corrió la
cortina-. ¡Ah, Helena! Qué alegría encontrarte aquí! Pensé que tal vez estarías en la torre, mirando.
Helena se le acercó y le quitó el casco.
-He estado en la torre.
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-Supongo que estás enfadada conmigo. Pero, créeme, era lo único que podía hacer. Era una
contienda de tirones de pelo, no un combate. Y uno pierde el interés. Menelao tiene un pelo
bastante bonito, pero demasiado negro para ser auténtico. ¿Siempre lo ha tenido oscuro?
-No.
-¡Perro astuto! Supongo que pensó que tenía que embellecerse para que sus compañeros se
indignasen ante la idea de que un griego tan apuesto pudiese sufrir una afrenta de... un troyano tan
apuesto. Me ha divertido bastante poder verlo tan de cerca. ¿Siempre ha tenido la nariz tan roja y
redonda?
-Sí.
Paris se sentó al borde de la cama y Etra y Grea le ayudaron a despojarse de su arnés.
-Una hermosa pieza, cuidad de que vuelva a manos de Licaón. Un magnifico y alto
mocetón. Es bonito tener tantos hermanos a quienes pedir prestadas las cosas. No sé de quién es el
cinturón, pero la hebilla es de oro; probablemente pertenece a otro de mis hermanos. El cinto de
Licaón no me abrochaba y han tenido que buscarme otro. Lo mejor será dárselo a Helicaón; podrá
fingir que sus hombres lo han encontrado en la llanura, entre el botín general. Y también el aro. -El
aro era una sarta de delgadas planchas de cobre que colgaban por debajo de la cintura como
protección contra los proyectiles.- No entiendo por qué no usan esa armadura cretense con escamas,
en vez de ensamblar todas estas incómodas piezas. Se adapta con tanta flexibilidad a los
movimientos del cuerpo, siguiendo casi las contracciones musculares... Idomeneo, el cretense, la
usa, pero es casi el único. Y lo consideran un anticuado extravagante. Pero es lo bastante apuesto
para poder permitirse parecer excéntrico. Fue uno de tus pretendientes, ¿no?
-Me han hecho muchas preguntas sobre mis pretendientes hoy.
-Supongo que al ver a Menelao la gente se extraña.
-Me pareció mejor que los demás. No se daba aires, como ellos. No podía, porque no tenía
hogar.
-¡Pobre viejo Menelao! Todavía tiene una expresión de desamparo en la mirada, ahora que
lo pienso. Agamenón lo ha tratado siempre bastante mal, ¿verdad?
-Sí, desde el principio. Cuando Tiestes expulsó de Micenas a los hijos de su hermano Atreo,
mi padre les ofreció hospitalidad. Menelao no fue un pretendiente formal, sino más bien como un
miembro de la familia, sobre todo teniendo en cuenta que Clitemnestra ya se había casado con
Agamenón. Lo curioso es que fui yo quien le propuso el matrimonio. Las buenas formas le
impedían tomar la iniciativa, puesto que era poco menos que un pordiosero. Agamenón se proponía
volver a Micenas. Entre tanto había muerto Tiestes y su hijo, Egisto, era muy impopular; se sabia
que era fruto de una relación incestuosa entre Tiestes y su hija Pelopia, y lo consideraban un mal
aguero. Agamenón no quería compartir el gobierno de Micenas con Menelao y, en su condición de
hermano mayor, tenía derecho a no ser generoso. A sugerencia mía, mi padre se ofreció a nombrar
heredero a Menelao. Mis hermanos Cástor y Pólux habían muerto y yo no tenía otros hermanos.
Era un arreglo que resolvía el problema de mi padre, y también el mío, pues tenía muy pocos
deseos de dejar Esparta, como me hubiese visto obligada a hacer si me casaba con uno de los
pretendientes.
-Nunca he conseguido hacerme a la idea de que Cástor y Pólux eran hermanos tuyos -dijo
Paris, desperezándose en la cama con afable sensualidad, despojado ya de toda su armadura-. Sus
nombres tienen resonancias tan legendarias... que resulta difícil pensar en ellos como personas
reales.
-Lo bastante reales para rescatarme de manos de Teseo -dijo Helena con una modesta
sonrisa-. A menos que tampoco me consideres real.
-Oh, más que real, querida mía. No se necesita gran cosa para que una persona sea lo que
llamamos «real». Pero deberían de formar una rara pareja, de todos modos. Tuvieron una suerte
más bien misteriosa, ¿no? Nunca me has hablado mucho de ello.
- 48 -
Helena cubrió a Paris con la manta. Sólo llevaba una corta túnica y no creía conveniente que
se enfriase demasiado violentamente antes del baño; Etra había dejado la estancia para acelerar los
preparativos pero todavía no había vuelto a anunciar que ya estaba listo. Si le hablaba de Cástor y
Pólux tal vez conseguiría que se olvidase de quitarse la manta; Paris siempre se mostraba dócil si
una lo mantenía entretenido.
-Fue una muerte triste y absurda -dijo-. Una discusión por algunas cabezas de ganado con
los dos hijos del rey de Mesenia con quienes habían partido de aventura a la Arcadia. Cástor murió
y Pólux se mató de pesar. Habían corrido tantas aventuras a lo largo de su vida que les resultaba
intolerable la perspectiva de establecerse tranquilamente en Esparta y descargar a mi padre de las
responsabilidades del gobierno. Sí, formaban una curiosa pareja. Y en realidad no eran hermanos
míos. Llegaron a Esparta como esclavos, transportados por unos fenicios que dijeron haberlos
comprado a los hebreos, los cuales a su vez decían haberlos capturado de los filisteos,
perdonándoles la vida por su belleza y su asombroso parecido. Debían de tener unos trece años
cuando mi madre los compró. Nunca los trató como esclavos y mi padre finalmente le permitió
adoptarlos. Pero siempre los consideramos unos seres semifantásticos. Cástor tenía unas dotes
mágicas con los caballos; siempre escogía a los más salvajes, que sólo él era capaz de dominar.
Ninguno de los dos era físicamente demasiado fuerte, pero Pólux era capaz de vencer a un hombre
dos veces más fuerte que él en la lucha. Lo más extraordinario era el silencio con que se movían;
eran capaces de levantar un objeto pesado y dejarlo otra vez, o de sacar algo de una alacena repleta
sin hacer el menor ruido. Y su mutua devoción causaba temor. Cuando eran bastante jóvenes se
marcharon con los argonautas y volvieron más raros que nunca. Ninguno de nosotros acababa de
quererlos, porque eran fríos y obstinados y, en algunos aspectos, espantosamente codiciosos. Y, sin
embargo, su muerte fue un duro golpe.
-Bueno, esperaba que me riñeses, y aquí estás contándome un fascinante episodio de tu
historia familiar.
-No quiero fascinarte ni reñirte -replicó Helena-. Pero a veces, cuando hablas de mis
pretendientes y de mi vida pasada y de Menelao, lo haces como si todo fuese una broma, como si
creyeses que no tengo ningún pasado serio. Incluso Menelao no es un chiste. Sus modales son poco
agradables, pero tuvo que sufrir muchas injusticias de Agamenón y ha quedado amargado. En
justicia tiene derecho a una buena parte de la riqueza que Agamenón heredó de Atreo. De no haber
sido por mi padre y por haberse casado conmigo, habría sido un paria. Es lo que debe de haberle
dolido más de que yo me marchase, más, en realidad, que el hecho de perderme; debió de sentir que
conmigo perdía también su derecho sobre Lacedemonia, puesto que es rey en virtud de mi sangre,
no de la suya. Este es probablemente el principal motivo que ha impulsado a Agamenón a acudir a
Troya. Sabe que Menelao no es demasiado apreciado en Esparta y teme que si no consiguen que yo
regrese, Menelao acabe siendo expulsado y él se vea obligado a darle acogida en Micenas.
Etra entró a anunciar que el baño estaba preparado; pero Helena conocía bien a Paris y no lo
apresuró. Le hizo una señal con la cabeza a Etra y volvió a tapar a Paris con la manta, para guiarlo
suave e imperceptiblemente hasta el momento del baño.
-Toma, tu vino. -Paris siempre tomaba un poquitín de vino antes del baño; le gustaba
entretenerse con esos detalles ceremoniales. Helena dobló bajo su cabeza la manta que le servía de
almohada para incorporarlo un poco, al tiempo que acercaba el tazón a sus labios.
-¡Qué lista eres, Helena! Siempre sabes exactamente cuánta agua debes poner.
-Las mejores recetas de medicamentos, bebidas y comida siempre dicen cuán poco y no
cuánto hay que poner de esto o aquello. -Cogió una fina pañoleta de lana de encima del arcón.-¿Ya
estás descansado para el baño? -Retiró la manta y le cogió la mano para incorporarlo. Procura no
estar brusco con Grea hoy -le recomendó mientras mantenía la pañoleta extendida haciéndole muy
difícil resistirse a la invitación de levantarse y dejarse envolver con ella-. Esperaba verte llegar de
peor humor, pero nunca eres amable con Grea, ni siquiera en tus mejores días.
- 49 -
-Pero si estoy de un humor encantador, querida -replicó Paris, que se había sentado al borde
de la cama-. Sólo temía que te tomases a la tremenda mi retirada de la batalla. Me niego a perder mi
sentido de la mesura simplemente porque así lo han hecho los griegos, organizando un zafarrancho
universal porque una mujer ha cambiado de marido. De acuerdo... seré amable con Grea. Pero cada
vez que la miro y tengo que pronunciar su nombre me acuerdo de las Greas de la vieja leyenda, las
tres viejas que tenían el pelo gris de nacimiento, y un solo diente que debían compartir entre todas.
Y no puedo dejar de tomarle el pelo a propósito de eso y preguntarle si no la atormenta nunca la
conciencia por haberse fugado con el único diente de la familia. Y entonces ella se pone a temblar,
porque no tiene las ideas muy claras, preguntándose si realmente habrá hecho algo malo. Pero no le
deseo ningún mal a la pobre viejecita.
-Claro, tú no quieres mal a nadie Paris. Pero tampoco dejas claro que quieras
particularmente bien a nadie. Ahora, vete ya, sí no quieres que me enfade. Luego te daré aquí el
masaje con el aceite.
Paris salió diciendo:
-Quiero bien a todo el mundo en general, pero me es totalmente imposible entrar en detalles.
Mientras Paris estaba en el baño, Helena mandó a Etra a buscarle algo de comida.
-Un poco de queso y un par de rebanadas de pan tostado, y algunos higos, y uno o dos
pasteles de miel. Y un poco de vino tinto. Y un poco de agua fresca. -Etra se agachó a coger el
jarrón de agua que estaba en el suelo, junto al arcón, Era un ánfora de cerámica gris del antiguo
estilo; Helena la había encontrado en las dependencias de los esclavos y se la había apropiado para
su propio uso particular. Los esclavos se reían para sus adentros de que Helena sólo se la dejara
tocar a Etra.
-¿Estás segura de que con eso bastará? -preguntó Etra.
-Oh, sí. Querrá conservar el apetito para esta noche, con la expectativa de un festín en algún
lugar. Querrá aparecer en público para demostrar que no le importa.
Paris volvió del baño todavía chorreante bajo la pañoleta.
-Que Pluto se lleve a la estúpida vieja y la convierta en trece cestas llenas de nada. Ha
intentado meterme en el baño aunque sabe perfectamente que me gusta tomarlo de pie, y he tenido
que apartar la tina de un puntapié, y se ha roto, y ella se ha echado a llorar. Y luego, cuando, de pie
en el suelo, me ha echado el agua por encima, no se escurría lo bastante de prisa, y le he dicho que
era por culpa de sus lágrimas que se habían mezclado con el agua y la sal había tapado los agujeros
del desagüe. Y entonces se ha puesto a llorar otra vez. Pero tendremos que aumentar un poco la
inclinación del suelo; es muy molesto tener que chapotear en el agua que está pisando la esclava.
-Pobre vieja Grea -dijo Helena, mientras le quitaba la pañoleta a Paris para secarlo con ella
a modo de toalla-. Debió de pensar que estarías cansado y preferirías tomar el baño sentado. Pero
no creo que podamos hacer nada en cuanto al suelo. Habría que levantar todas las piedras. Seguro
que tiene la inclinación habitual.
Paris se tumbó y Helena lo untó con aceite perfumado del frasquito de plata. La sábana en
efecto se manchó y Helena estaba ajustando otra limpia cuando entró Etra con la comida de Paris.
Dejó la bandeja sobre una mesita que Helena había acercado a la cama y, obedeciendo a una señal
de ésta, salió de la habitación.
-Parezco Adonis -dijo Paris, aceptando todas esas atenciones con abierto placer-. Estoy
condenado a pasar una tercera parte de mi tiempo en el mundo subterráneo de la guerra y otra
tercera parte en la sociedad humana. Pero para el último tercio, vuelvo junto a mi Helena-Afrodita
que me limpia el polvo de la guerra y de la vida... hasta que vuelve a embestirme el jabalí de la
costumbre y soy nuevamente un hombre muerto, es decir vivo. Y mi corazón sangra por tener que
dejarte y donde cae una gota de sangre florece una anémona. Cada flor tiene su pequeña historia
que contar.
-Primero come y luego hablaremos de tonterías.
- 50 -
-No son tonterías -dijo Paris, mientras espolvoreaba el queso blanco con harina. Estaba
indolentemente recostado contra la cabecera de la cama con una bandeja de plata en las rodillas, de
la que Helena iba cogiendo bocados para ofrecérselos-. No, realmente no son tonterías. Estas
leyendas extranjeras que nos traen los fenicios son tan importantes para la decoración del espíritu
como todos los adornos que nos venden para la decoración del cuerpo. Tu pulsera de serpiente
supuestamente sirve para prevenir la fiebre; el más sencillo adorno tiene su historia y así decora
tanto la mente como el cuerpo. Pitón es la serpiente de la enfermedad que sale de las marismas del
delta del Nilo cuando lo inundan las aguas, igual que las pequeñas víboras se arrastran hasta Troya
desde la llanura cuando llegan las lluvias, trayendo consigo la fiebre que brota de las bocas de todas
las ranas muertas. Es preciso curar la enfermedad y por eso la serpiente, que es la enfermedad,
también representa la salud; ¡muy sencillo! Ya ves lo importante que es conocer todas las historias.
Sobre todo cuando hay guerra y nos vemos privados de tantas decoraciones naturales; necesitamos
algo para reposar la mente, ya que no la mirada. Recuerdas cómo era aquí la primavera antes de la
guerra... los tamarindos en flor en los bosquecillos junto a los ríos; y cuando subíamos al monte Ida
en verano, el susurro de las hierbas bajo su propio viento secreto, y cómo había que subir hasta el
limite de la nieve para llegar a las flores. O la vista del puerto desde el promontorio de Reteo, con
las amapolas y las laureolas plateadas floreciendo hacia el sur... Todo esto nos lo han robado los
griegos. Y su valor es muy superior a lo que nos roban con los aranceles que hacen pagar a las
naves neutrales que entran y salen del Helesponto.
-¿No crees que no es por aquí por donde debes empezar a calcular las pérdidas? -le reprochó
Helena.
-¿Te refieres a todos los muertos? Pero eso sólo son pérdidas de personas. Y nunca falta
gente, por muchos que mueran o que se marchen. Lo que cuenta es todo lo demás, las cosas que no
pueden medirse con números, sino sólo por el vacio que te dejan en el espíritu. Naturalmente, uno
se acostumbra a las personas y las echa de menos cuando ya no están aquí. Se ha roto un hábito.
Pero uno no tarda en acostumbrarse a su ausencia. Hemos tenido que romper otros hábitos... cosas
de las que no resulta tan fácil prescindir como de las persona Las amapolas y las laureolas, por
ejemplo. Y no sólo para contemplarlas. Piensa en lo desproveída que te sentirías si no las tuvieses
entre tus medicinas.
-Oh, no debes preocuparte por mis medicinas; no necesitaré reabastecerme en mucho,
mucho tiempo. Se necesita muy poca cantidad de la sustancia adecuada para curar de algo a una
persona. Ocurre igual que al hablar: una vez encontradas las palabras adecuadas, no es preciso decir
demasiado para hacerse entender. Cuando un médico prueba muchas medicinas, señal de que no ha
dado con la adecuada; igual que cuando la gente habla mucho, en general es porque no escoge con
demasiado cuidado sus palabras. Y las amapolas pueden segar creciendo entre el trigo en los
campos del sur. Nada te impide cruzar la Puerta Dardánida y gozar de esa vista. Tal vez
organicemos una excursión un día que no haya batalla... todos en un carro y nos saciaremos de
olores de campo.
-No seas tan niña, Helena. Estaba hablando de la idea en sí... las amapolas y la laureola eran
un símbolo. Por otra parte, no creo que la amapola corva sirva como medicina, ¿me equivoco? ¿No
tiene que usarse la amapola adormidera? Y probablemente también existe un tipo especial de
laureola, con usos medicinales.
-No, la laureola de Reteo ya sirve. Se emplea más que la amapola, porque resulta cuy eficaz
contra los resfriados y pleuresías. Conque, después de todo, tal vez un día te pida que te escabullas
hasta allí y me cortes unas cuantas, burlando a los griegos. Pero es curioso cuán pocas llamadas
recibo últimamente... cada vez menos. En general se usa gran cantidad de laureola, y en cambio se
necesita sólo un poco de extracto de amapola para aliviar el dolor o la inflamación; una no se
atrevería a usar demasiada porque es bastante venenosa. La guerra parece actuar como un
estimulante sobre la salud de la gente, quizás porque ya suceden suficientes cosas en el plano físico
allí afuera en la llanura. En tiempos de paz la gente enferma a menudo deliberadamente, creo, sólo
- 51 -
para que les ocurra algo en el plano físico. ¿Recuerdas cuán populares eran mis emplastos y
lociones al principio, cuando la gente descubrió que tenía un cierto dominio de estas materias?
-Ah, si -asintió Paris con simpatía, como si Helena se hubiese quejado-. Lo cual corrobora
mi idea: estar enfermo es otro de los placeres de los que nos ha privado la guerra. Piensa en lo
terrible que sería perder para siempre todas las exquisitas sensaciones de caer enfermo y volver a
sanar. Y que la noble laureola se convirtiese en una simple adelfilla silvestre bajo nuestros ojos.
¿Qué hacen? ¿Machacan todas esas bonitas florecitas moradas?
-Oh, no -dijo Helena, sin prestar atención al absurdo suspiro de Paris-. En medicina sólo se
usa la corteza seca. Te la he dado muchas veces cuando has estado resfriado; para hacerte sudar. Y a
Hécuba para su reumatismo. Y los emplastos que le puse en el pecho a Ideo el invierno pasado
llevaban laureola. Lo único que realmente me empieza a faltar es heléboro... y la mejor clase
procede de Antícira, junto al monte Eta.
-¿Y para qué sirve el heléboro?
-Para los dolores de cabeza y el insomnio, y para el mal humor y la desesperación -
respondió Helena sin alterarse.
Paris se limpió las manos con un trozo de pan y se echó a reír con tanta fuerza que se le
cayó la bandeja de las rodillas.
-No es necesario que me demuestres que no necesitas una dosis de heléboro.
Etra había entrado a retirar la bandeja y Helena se acercó a la puerta para sujetarle la
cortina. Cuando volvió junto a la cama y se sentó otra vez en su taburete, su expresión quedó fijada
en una serena impasibilidad. Paris ya se había bañado y había comido; ninguna exigencia recaería
sobre ella hasta que decidiera levantarse y vestirse.
-Dolores de cabeza e insomnios, mal humor y desesperación -repetía Paris-. La historia de la
guerra escrita con heléboro. Pero, ¿por qué me miras de pronto con esa cara de haz-conmigo-lo-
que-te-plazca? A veces te comportas como sí mí compañía fuese un castigo. Al contrario, es la
mejor compañía de Troya. -Se tumbó en la cama y estiró los brazos.- Oh, madre Cibeles, vuelve a
hacer tuya la tierra. Dicen que se alimenta de lecha de amapola, ¡dicen cada cosa! De todos modos,
Madre de los dulces sueños, regresa del otro confín del mundo. Dicen que de su carro tiran
serpientes cubiertas de escamas. Por eso tarda tanto en volver, supongo. Oh, piensa en lo bonito que
será todo el año próximo, cuando haya terminado la guerra; piensa en las vacaciones que nos
tomaremos. Pasearemos por la orilla del Simoís, para contemplar los almendros en flor; es el valla
más precioso de la Tróade. Pero ahora todo el mundo se pasea con la mirada puesta en el
Helesponto; como si no existiese otro panorama digno de contemplación excepto el de las naves
griegas saliendo del Helesponto con las velas izadas, rumbo a sus casas. Con la isla de Imbro
centelleando como una peca en el extremo noroccidental de la mirada y el pico de Samotracia
marcando la línea del inicio del blanco ciego del ojo. Suelo imaginar que cada noche, al ponerse el
sol, Poseidón sale del mar y sube hasta el monte Samotracia, y Zeus se posa en el monte Gargara, a
nuestras espaldas, hablan solemnemente de la guerra y llegan a tal y tal acuerdo y conclusión... y
luego se marchan otra vez, convencidos de haber saldado el asunto. Y al día siguiente, la guerra
prosigue como siempre, y ellos vuelven para resolverlo todo otra vez. Y nosotros hacemos igual:
salimos a la llanura, griegos y troyanos, convencidos de poder zanjarlo todo de una vez para
siempre, y al día siguiente nos sorprende descubrir que todavía sigue la guerra. Peroro nosotros ni
los dioses decidiremos, porque no existe la posibilidad de llegar a tomar una decisión. La única
forma de que acabe la guerra es que los griegos empiecen a interesarse por otra cosa que les llame
más la atención, y que nosotros nos interesemos por otra cosa que nos llame más la atención. Los
griegos podrían acabarla cuando quisieran porque pueden volver a Grecia. Nuestro problema es que
no podemos levantarnos y marcharnos. No tenemos ningún otro lugar adonde ir, y esto es válido
tanto en el plano mental como en el físico.
-¿No irás a la ceremonia de los primeros panes esta tarde? -preguntó Helena-. Había
pensado llevar a Ideo.
- 52 -
-Desde luego que no. Todo el mundo me halagaría a propósito de mi escapada, pero por la
noche, con menos luz, tendrán el valor de mostrarse un poco ofensivos. Es posible responder con
adulación a las ofensas, pero no puede responderse con ofensas a la adulación. Eso está bastante
claro. Y no me gustan esas orgías de bailes y cantos populares. Si quieren ponerse anticuados,
entonces que miren realmente muy atrás. En el lago Cigea, por ejemplo, tienen una ceremonia de
los primeros panes verdaderamente antigua; en honor de Artemisa y no de Cibeles. Siempre ocurre
algo excitante cuando interviene Artemisa. Para empezar, la ceremonia se desarrolla a la luz de la
luna. Cincuenta vírgenes salen retorciéndose y lamentándose, cada una con un cesto lleno de
piedras, pesado, en la cabeza. Y a eso lo llamo yo bailar: sus cuerpos trabajan de verdad. No a
menear la punta de los pies o hacer aletear los dedos. Continúan bailando durante una hora y las
que dejan caer las piedras o se desploman son desnudadas y les afeitan la cabeza y deben
consagrarse durante un año a los trabajos de construcción de la gran tumba que están levantando en
Hide en honor de la concubina de algún rey anterior que en su tiempo salvó a la ciudad atrayendo la
atención del enemigo hacia su persona. Hace años que están construyendo esa tumba con mármol
blanco de la isla de Mármara en la Prepóntide; nosotros detentamos el monopolio y es un material
caro. En fin, esas muchachas tienen que trabajar allí un año entero, o más si no se comportan.
Comportarse significa prostituirse con los devotos del culto. Cuando todo acaba, llenan de panes
dulces los cestos de las muchachas que no los han dejado caer y ellas los ofrecen a los distintos
jóvenes que les interesan. Y naturalmente existe una gran rivalidad entre los jóvenes, que intentan
conseguir el mayor número posible de panes, y al final todo suele acabar con una gran pelea
general. Pero supongo que no es el tipo de espectáculo al cual te gustaría llevar a Ideo.
-No, gracias. Ya es suficientemente precoz. -Helena, que había oído pasos en el patio, se
levantó y se dirigió a la puerta.- ¡Criseida! ¡Qué tarde vienes! Te esperaba a comer. ¿Tomarás algo
conmigo ahora?
-Oí decir que Paris había vuelto y he comido con Andrómaca. He pensado que estaría
exhausto y preferiría no ver a nadie. ¿Pero no me digas que todavía no has comido nada, Helena?
Supongo que Paris te ha tenido sirviéndole durante todo este rato.
-Deja de poner a Helena contra mi -gritó Paris desde la cama-. Ya sabes que es inútil. Y
entra a charlar conmigo.
Criseida entró en el cuarto, sin saludar de inmediato a Paris.
-En realidad no tenía mucha hambre -explicó Helena-. Si quieres, haré traer un poco de pan
y salchichón.
-¡Un poco de pan y salchichón! Como si fueses una esclava.
-¡Pero si me gusta el salchichón! -Y Helena dio dos palmadas. Un esclavo salió al patio por
la puerta de una antecocina.- ¡Un poco de pan y salchichón!
Criseida se acercó a la cama y contempló a Paris con desaprobación.
-¿Y bien?
-¿Y bien? Al juego del «y bien» pueden jugar dos. Supongo que viste el combate. ¿Alguna
queja? ¡Qué vestido tan bonito! Me gustaría que Helena se pusiese alguna vez algo que no fuese
blanco. Parece una divinidad visitante.
-Por lo que a ti respecta, me niego a dejarme arrastrar a expresar mi opinión sobre el asunto
de esta mañana. Fue una entrevista exclusivamente privada entre tú y Menelao. En cuanto a como
viste Helena, opino que es exactamente como debe vestir.
Helena se vestía más o menos al estilo espartano, con una recta túnica de lino brillante hasta
los pies, sujeta con un broche en cada hombro encima otra túnica más corta y más suelta de fina
lana casi trasparente, cuyos pliegues le caían por encima de los muslos, sujetada por el broche del
hombro izquierdo, con el brazo derecho por encima y más caída en el lado derecho que en el
izquierdo. Los broches en los hombros no estaban de moda en Troya, donde la túnica exterior tenía
mangas hasta los codos; pero a veces la manga estaba cortada hasta el hombro y la abertura se
cerraba con una hilera de pequeños brochecitos; las mangas de Criseida estaban adornadas de este
- 53 -
modo. Su túnica exterior era de un profundo azul marino y los broches de las mangas, de plata. Una
faja de cordón o plata la sujetaba a la cintura, ablusándola; y un fleco de hilo de plata rozaba las
rodillas, para subrayar el contraste con la túnica interior, que era de un azul más intenso. La
redecilla que le cubría el pelo era una malla de color plata y azul, y un cordón de plata sujetaba a
los tobillos las sandalias de paja azul trenzada sobre suelas de papiro (las suelas para sandalias eran
una de las principales exportaciones egipcias). Las sandalias de Helena eran simplemente unas
suelas sujetas con una tira blanca sobre el empeine.
El vestido de Criseida era realmente más elaborado que el de Helena. Y, sin embargo,
Helena tenía una apariencia menos severa. No sólo porque siempre llevaba una larga y mullida
pañoleta, sino también debido a que la deliberada elegancia de las ropas de Criseida subrayaba la
intencionalidad de sus movimientos y sus palabras. También llevaba más joyas que Helena -con el
aire de haber escogido exactamente el anillo y el collar y los pendientes adecuados para cada
vestido y ocasión-, mientras que Helena a veces lucía sólo un par de enormes prendedores en los
hombros o un largo collar de grandes cuentas de ámbar de forma irregular. Al contemplarla, uno
tenía la sensación de algo acabado, elocuentemente en reposo; nada más se podía esperar, y a nadie
se le ocurría pedir más. Pero al contemplar a Criseida, una sentía nacer una excitante expectación:
¿qué haría, qué diría ahora? Helena se veía siempre igual, Criseida, nunca. Aunque volviera a
ponerse el mismo vestido, Criseida no sólo lo llevaba con un collar, cinturón o pulsera distintos,
sino también con otra expresión.
-Pareces estar muy fresco -le dijo Criseida a Paris-. Afuera hace un tiempo insoportable, con
calurosas brumas de la montaña suspendidas como monstruos enfermos. De nada sirve una
sombrilla en un día como éste. Si al menos lloviera... No haría ningún daño, ahora que ya se ha
recogido la primera cosecha.
-¿Irás a la ceremonia de los panes esta tarde? -le preguntó Helena, mientras mordisqueaba
obedientemente el pan con salchichón que acababa de llevarle una esclava-. En principio debe
comenzar a la hora undécima después de la salida del sol, pero cuesta saber qué hora es en un día
como éste. En Esparta tenemos un método muy ingenioso para conocer la hora. Llenamos de agua
una jarra que tiene un minúsculo orificio en la base y el agua va goteando lentamente en un tazón
con un largo pico, y cuando éste está lleno, el agua cae, a través del pico, en otro tazón, y así
sucesivamente. Cada tazón representa una hora. Siempre he querido montarme uno aquí, pero Paris
se niega en redondo. Dice que no debemos intentar superar los misterios de la naturaleza.
No creo que la columna solar sea uno de los misterios de la naturaleza -dijo Criseida-.
Aunque comprendo a qué se refiere. Uno se siente importante cuando intenta adivinar dónde debe
caer la sombra en un día nublado. Pero no debes temer llegar tarde a la celebración, porque hoy no
habrá muchas. Han reanudado el combate.
Helena dejó de mordisquear su comida y apretó con fuerza el amuleto de jade en forma de
sapo que colgaba en el extremo de su collar y miró a Paris. Éste, que se había incorporado sobre un
codo, dejó caer la cabeza en el hueco del brazo.
-¡Qué lástima! Habría sido una jornada tan interesante para la memoria si no hubieran hecho
nada más. Ahora acabará resultando tan monótona y sangrienta como cualquier otro día de lucha. -
Extendió los dedos de la mano izquierda, como si el anillo que llevaba en el cuarto dedo hubiese
adquirido un repentino interés. Llevaba un engaste grabado en forma de escarabajo, de jade verde
con dos grullas que se daban la espalda, con los cuellos cuidadosamente arqueados en la misma
dirección, cada una con una pata levantada, sus penachos como aureolas de polvo.- Supongo que
tener cordura significa ser condescendiente con el arte de otros pueblos. Bonito anillo, de todos
modos. ¿Lo has observado alguna vez? Artesanía egipcia.
Criseida se inclinó sobre el anillo que él le tendía.
-¡Hmmm! -murmuró-. Probablemente está hecho en Troya. Dos grullas troyanas
sacrificadas al dios de la conversación. La charla parece más interesante si la salpicamos de
nombres extranjeros. Tengo un precioso abanico rosa, de plumas de flamenco. Artesanía troyana.
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De modo que mi doncella sólo lo saca los días de cada día Los días de fiestas tiene que sacar mi
abanico de plumas de avestruz de Nínive, para así sentirse más importante. La cultura,. al
aristocrático cielo de las esclavas y sirvientas.
-¡Eres pesada, Criseida! -protestó Paris-. Ahora voy a dormir. Duermes demasiado poco. Si
durmieras más, te tomarías la vida con más alegría. Hay dos clases de personas: aquellas a las
cuales les gusta dormirse y aquellas a las cuales les gusta despertarse. No está bien estar demasiado
despierto; uno se convierte en una fuente de presión para los demás. Habría que procurar no
convertirse en una presión para los demás.
Les volvió la espalda.
-Iba camino del salón -le dijo Criseida a Helena-. Acompáñame. Príamo no desea volver a la
torre y todos se han reunido en el salón... excepto Andrómaca. Siempre nos hacemos una idea más
clara de lo que está ocurriendo en base a los mensajes que cuando confiamos en nuestros propios
ojos. A menos que prefieras reunirte con Andrómaca en la torre.
-No puedo estar con nadie en ningún sitio -dijo Helena, volviendo la cara.
-Y aquí tienes un ejemplo de cómo no convertirse en una fuente de presión para los demás -
dijo molesta Criseida, dirigiéndose a Paris.
Abrazó a Helena y se marchó rápidamente. Helena no se movió hasta que entró Etra, quien
al verla de pie, le acercó una silla y la hizo sentar.
-Quiero que sigas a Criseida. Se dirige al salón. Siéntate a su lado. Dile que me mande un
mensaje a través de ti cuando tengan alguna noticia clara. Y manda a Grea a ver a Andrómaca. Si
no está en su casa, la encontrará en la torre. Grea debe ir a la torre y permanecer allí junto a
Andrómaca hasta que se produzca alguna novedad importante. Sabrá traerme un mensaje sencillo.
Los mensajeros no comunicarán públicamente las peores noticias; no comunicarán las muertes.
Pero Andrómaca siempre sabe descubrir a quién han muerto.
-¿Por qué no envías a Climena y no a Grea? Se le olvidará el recado a mitad de camino.
-No si sólo tiene que informarme de las muertes. Es lo único de lo que habla o que sabe
comprender. Si un día mataran a Paris en una batalla, de pronto me diría, mientras me ayudaba a
desvestirme antes de acostarme: «Hoy han matado a Paris».
-Y tú dirías: «¡Así es!» -la imitó quedamente Paris bajo las sábanas. Pero Helena pareció no
oírlo.
-Entonces, al menos deja que mande a Climena aquí a tu lado -dijo Etra-. Tendría que estar
supervisando la cocción del pan, pero ya sabes qué significa eso. Sólo tontea y los hombres no la
obedecen, y distrae a las mujeres bromeando con ellas. No comprendo por qué la envías allí.
-Me doy perfecta cuenta de que no ayuda gran cosa en la cocción del pan. Me gusta
escuchar su cháchara cuando no hay angustia en el ambiente, pero resulta molesto cuando ocurre
algo grave.
Cuando Etra salió, Helena arrastró su cesta de labor, que estaha junta a su tocador, hasta el
taburete cercano a la cama; luego se sentó e hizo correr la tela sobre su regazo hasta encontrar el
lugar donde había interrumpido la labor. Llevaba unos cinco minutos bordando cuando Paris se
volteó lánguidamente sobre el costado derecho
-¡Hola! He estado soñando. Es agradable despertar entre sueño y sueño. Hay quien dice que
sólo soñamos unos pocos instantes antes de despertar por la mañana, aunque nos parezca que
hemos estado solando toda la noche. Pero es bonito despertar entre sueño y sueño; justo lo
suficiente para saber que en realidad estabas soñando y notar que pasas de un sueño a otro. ¿Por
qué será, Helena, que cada vez que te veo trabajar en ese maldito paño lo vivo como un reproche
personal? Si estuvieras haciendo algo para ti, la cosa cambiaría. Resulta tan deprimente... como si
estuvieras bordando un sudario para el mundo entero.
-Siento que te deprima. No puedo estar animada a placer. ¿Prefieras que lo deje?
-Oh, no, Me gusta más que sigas con él. Así me parece estar hablando solo. Me gusta hablar
solo... cuando tengo quien que me escuche, Te contaré, es decir, me contaré, mi sueño. Tenía mucha
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sed y había salido a la Pequeña Llanura, entre la Torre del Noreste y las Puertas Esceas y, aunque
parezca increíble, no había guerra. Tenía una sed horrible, pero no tenía deseos de volver en busca
de algo que beber. Hacia un viento espantoso; uno de esos mortales vientos de febrero que te hieren
por todos lados como uno o dos centenares de guadañas. Sólo tenía una idea fija: llegar a Grecia y
beber un trago de agua. Crucé el Pequeño Escamandro hasta la Gran Llanura y, como esperaba, del
manantial de la llanura brotaba vino en vez de agua. De modo que intenté dirigirme al norte,
vadeando las marismas, pero el viento me obligó a retroceder. Entonces atravesé el Gran
Escamandro y las colinas de la costa occidental y con templé el mar Egeo, y de pronto el volcán de
Tenedos empezó a escupir fuego y el humo ennegreció el mar y avanzó basta la costa, arrastrando
centenares de alciones chamuscados. Y uno de ellos se levantó transformado en mujer y dijo: «Oh,
¿por qué no me habrá dejado seguir siendo un alción?». Y entonces yo le dije «Tú debes de ser
Alcione, la que fingió que Zeus era su esposo». «Y lo era -replicó indignada ella-. Pero temía que
Hera se enfadase. Por eso tuve que disfrazarme. Pero ahora ella debe saberlo. Supongo que él se ha
cansado de mí.» Y no me quedó más remedio que traérmela conmigo. Cuando vio los remolinos del
Gran Escamandro se asustó y empezó a llorar lamentándose: «¡Si pudiera volver a ser pájaro otra
vez!». Pero se calmó cuando la conduje hasta el vado. Y mientras tanto yo no paraba de pensar:
«¿Qué dirá Helena?». Y por eso intenté demorar el regreso. Llegamos a la orilla del Pequeño
Escamandro y nos sentamos; de pronto estaba finalizando ya la primavera, las charcas del río
estaban cubiertas de islas de ranúnculos amarillos sobre las cuales tomaban el sol las tortugas. «No
deberías lamentarte de no ser ya un ave -le dije-. Piensa en las cosas horribles que hacen las aves.
Las águilas se lanzan en picado y atrapan a estas pobres inocentes tortugas y después las arrojan al
suelo desde gran altura para romperles el caparazón y comerse la carne blanda que hay debajo. Por
no hablar de los alciones que sacan del mar a los indefensos pececillos.» Ella respondió: «Los
humanos hacen cosas mucho peores, pues no sólo capturan sus alimentos sino que los cocinan y los
sirven como si comer fuese una virtud». Lo cual me pareció un comentario sumamente aburrido.
»De modo que cruzamos a la otra orilla y avanzamos junto a la muralla sin hablarnos. Yo no
quería entrar por las Puertas Esceas. La llevé más allá de la Torre del Noreste, hasta la Puerta del
Este. Subimos hasta la fortaleza y podría haberme detenido a beber algo en la torre, pero me había
olvidado por completo de mi sed. Y luego bajamos por la estrecha rampa que comunica la torre con
el camino que pasa por detrás de la muralla oriental. Y yo seguía preguntándome, mientras
contemplaba las casas: «¿Dónde la meteré?». Primero pensé en llevarla a casa de Timetes, porque
era una de las más cercanas a la Puerta del Este y así podría evitar que demasiadas personas me
viesen en su compañía. El podría decir que la había encontrado junto a su puerta trasera; Zeus
podría haberla dejado en el templo de Apolo que está justo detrás y ella habría bajado a ofrecerse a
Timetes. Pero entonces me dije: «Timetes y mi tía Cila no pueden verme». ¿Conoces la historia de
su hijo Munipo? Cila y mi madre estaban las dos encinta y Timetes indujo a Esaco, el augur, a
profetizar que aquel año nacería un hijo de sangre real que causaría la ruina de Troya; porque
Calcante, para congraciarse con mi padre, había profetizado que el hijo que tendría Hécuba haría
famosa a Troya en el mundo entero, y en todos los tiempos. Eran cosas que ocurrían
continuamente. Timetes tenía celos, no sólo del puesto de sumo sacerdote que ocupaba Calcante,
sino también de su fama como augur; Timetes no tuvo nunca don de palabra. Conque siempre se
valía de Esaco como un arma contra él; Calcante hacía una profecía un poco exagerada y enseguida
Esaco hacía otra algo más siniestra... que en general resultaba más exacta que la da Calcante.
»Pero esa vez Timetes fue demasiado lejos y Príamo estaba verdaderamente molesto. Y
Calcante volvió con satisfacción la profecía de Esaco contra el propio hijo de Timetes, puesto que
Cila, al ser hermana de Príamo, también tenía sangre real. Las controversias duraron largo tiempo,
mientras Calcante insistía en que el pequeño Munipo debía ser sacrificado por el bien de Troya y
Timetes se veía obligado a empeñarse en volver el dedo de la profecía contra mí. Príamo no estaba
dispuesto a permitir que me hicieran nada, pero tampoco quería que sufriese ningún daño el hijo de
su hermana. Sin embargo, Calcante sobornó a la nodriza de Munipo para que lo envenenara, y
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Timetes y Cila tuvieron que fingir creer que se trataba de una muerte natural ante la necesidad de
silenciar el escándalo por el bien del templo; los hombres del Sol no eran demasiado populares en
aquellos tiempos. Lo peor de todo fue que Esaco era uno de los muchos hijos accidentales de mi
padre, y de una mujer de Percote, bija del famoso augur de Percote. La única venganza que pudo
permitirse Cila fue contar la verdad sobre Esaco. Hécuba, naturalmente, lo hizo desterrar de Troya,
con gran dolor de mi padre. Es extraordinario que mi padre quiera tanto a todos sus hijos. En
realidad, tiene tantos deseos de tener hijos a quienes querer que está dispuesto a reconocer a
cualquiera como hijo suyo. Estoy seguro de que la mitad de los niños enviados a Troya por mujeres
con quienes ha tenido alguna relación en un momento a otro en realidad no son hijos suyos. Pero él
nunca parece poner en duda... la legitimidad de su ilegitimidad; supongo que así habría que
llamarla.
»En fin, junto a la casa de Timetes estaba la de Calcante. Y me dije: «La dejaré con
Criseida» y subimos las escaleras de la casa. Y entonces caí en la cuenta de que Criseida ya no
estaría allí. Es una casa mucho más grande que la de Timetes, como sabes, pero de aspecto mucho
más desvencijado; desde que es sumo sacerdote, Timetes le ha puesto toda una fachada de piedras
perfectamente pulimentadas a su casa, con piedras angulares cuidadosamente cinceladas hasta la
altura del techo en las esquinas. Pero en mi sueño, la vieja casa de Calcante era muy lujosa y en ella
vivía nada menos que mi tía soltera Etila. Era lógico que ella estuviera allí, puesto que, desde que la
convirtieron en hospital, ha estado al frente del mismo. Ella seguía al mando del lugar, aunque éste
ya no era un hospital, sino una magnífica casa de prostitutas; una bonita ironía para Etila, si
tenemos en cuenta cuán beata es. En fin, yo no podía condenar a Alcione a llevar una vida de
prostituta, de modo que volvimos a bajar la escalera. Y de pronto nos encontramos frente a la casa
de Antenor. Y yo me dije: «Antenor se precia de ser el principal anfitrión de los visitantes
extranjeros, ¿por qué no habría de recibir a Alcione?». Ya sabes cómo se pavonea siempre hablando
de su «casa de muchas habitaciones». Pero cuando entramos, encontramos a Eneas en el portal
interior y nos lanzó una mirada tan desdeñosa a Alcione y a mi que no pude evitar decirle: «Te
presento a Alcione, mi nueva esposa». Y sólo los dioses saben qué ocurrió a continuación. Bueno,
¿qué me dices de mi sueño?
-Parece demasiado largo para una cabezada tan breve -respondió Helena.
-Cuanto más breve la cabezada, más largo el sueño. ¿Es un proverbio o me lo he inventado
yo? Ya sabes lo que pasa con los sueños. Al contarlos, uno siempre tiene que ampliarlos un poco,
para darles veracidad, de lo contrario la gente pensaría que estabas mintiendo. Pero, ¿no sientes
celos de Alcione como sucesora tuya?
-Querido Paris, cuando empieces a pensar en tener otra mujer yo habré dejado de ser una
buena esposa. Eres demasiado perezoso para buscarte otra mientras yo continúe complaciéndote.
Paris levantó la cabeza verdaderamente sorprendido.
-Vaya, creo que es la primera vez que te oigo autoalabarte.
-No es una alabanza -replicó Helena-, sólo mi falta de sentido de humor. Soy incapaz de
bromear sobre el matrimonio y menos aún sobre el nuestro. Tal vez les resulte fácil a los maridos y
esposas que no se conocen demasiado bien. Pero tú y yo nos conocemos de sobra, creo, para que
este tipo de bromas tengan sentido, o ni siquiera gracia.
Paris alargó el brazo y le acarició el codo izquierdo con la palma de la mano.
-Es muy cierto. Pero, ¿cómo sabes que yo te conozco muy bien?. Desde luego, no te presto
atención de un modo demasiado evidente.
Helena le puso una mano en el brazo.
-Cuando huimos de Esparta y llegamos a Giteo, en el golfo sur, en busca de una nave, me
preguntaste, justo cuando nos disponíamos a zarpar: «Oh, Helena, ¿estás segura?». Y yo te dije:
«Oh, Paris, ¿estás seguro tú, puesto que me lo preguntas?». Y los dos nos quedamos tristes y
dejamos partir la nave sin nosotros. Y en vista de que pasarían varios días antes de que volviera a
zarpar otra nave puesto que queríamos pasar inadvertidos en Giteo, nos fuimos a la cercana islita de
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Cránae, para hablar de todo ello. Y cada vez que nos poníamos a hablar, acabábamos charlando de
todo excepto de nosotros mismos; eso parecía haber quedado zanjado tiempo atrás. Y desde
entonces siempre ha sido igual: la vida que llevamos juntos, día tras día, no es la realidad, sino una
cosa más antigua. A veces tengo la impresión de que quizás haya una vida posterior que será la
felicidad de este viejo asunto ya saldado entre nosotros. Pero de momento lo máximo a que
podemos aspirar es a mantenernos con vida el uno al otro, sin pensar en la felicidad, y sé que yo lo
hago contigo, y que tú lo haces conmigo, aunque es posible que ni tú ni ninguna otra persona lo
crea.
-Resulta bastante difícil de creer -dijo serenamente Paris y atrajo la cabeza de ella con la
mano y se inclinó a besarla. Y en ese mismo instante entró Casandra en la estancia.
Casandra tenía dos años más que Paris, y parecían prácticamente da la misma edad. Ambos
estaban en esa época de no ser ni jóvenes ni viejos que se expresa a través de una energía más que
de una belleza, y ambos poseían una apuesta prestancia sin un marcado atractivo del rostro.
Casandra tenía el pelo grueso, oscuro y desaliñado y lo llevaba muy corto y sin redecilla; y en sus
pequeños ojos negros había una inmutable luminosidad. La nariz era aniñadamente corta y roma, la
boca pequeña, los labios carnosos, de modo que cuando cerraba la boca formaban un mudo disco
entre el mentón y la nariz; las mejillas, ruborosas y estrechas, dos airadas manchas entre la boca y
las cejas, donde trazaban una marcada curva bajo el ángulo del ojo. De hecho, toda su cara tenía
dimensiones infantiles. Y, no obstante, su cabeza era grande y su cuerpo alto y grueso; toda la
energía que se concentraba en su pequeño rostro parecía emanar de su cuerpo. Habría sido una cara
casi estúpida, sin ningún interés, de no haber estado animada por una energía física tan constante,
que no daba una oportunidad de reposo a sus facciones. Se vestía de forma descuidada,
generalmente de rojo. Nacía atemperada la impresión de que se trataba de un poderoso,
incontrolable instrumento del desorden inmediato que su presencia provocaba. Príamo no le había
vedado el acceso a las reuniones del Consejo únicamente a causa de Timetes; siempre que Casandra
estaba presente en cualquier lugar, automáticamente se convertía en el centro total de atención.
Producía en las personas más o menos el mismo efecto que podría tener un perro inquieto: se
apropiaba de toda su curiosidad dispersa, obligándolas a permanecer inevitablemente alertas a sus
movimientos.
-Dondequiera que voy encuentro una nueva frivolidad; aquí es el patriotismo y allí es el
amor.
-No -replicó Paris-, aquí es el amor y allí es el patriotismo.
Le sonrió a Helena, ignorando a Casandra; y Casandra lo ignoró a él.
-Nadie quiere escucharme -le dijo a Helena-. ¿Lo harás tú?
-Claro que te escucharé, Casandra. Siéntate.
Se levantó y acercó la silla y, después de invitar a sentarse a Casandra, volvió a acomodarse
en su taburete. Había dejado su paño encima de la cama y Paris lo había cogido, y lo estaba
examinando detenidamente trozo a trozo.
-Dime, Casandra -Helena juntó las manos y se inclinó con gesto interrogante.
-No tengo ningún chisme que contar, y no deseo ayuda en ningún problema privado. Los
problemas privados no existen. Los problemas públicos no existen. Troya no existe. Troya es un
fantasma, el espíritu inmortal de un cuerpo mortal. Hemos recibido la herida de muerte y no
podemos morir. Igual que Quirón cedió su inmortalidad a Prometeo, necesitamos que alguien sea
inmortal en nuestro lugar. Y sólo estás tú, Helena. Tienes que volver junto a los griegos para que
podamos morir en paz.
Helena miró a Paris, deseando que dijera algo. Pero él se había pinchado el dedo con la
aguja y se lo estaba chupando con gestos exagerados.
-Me está bien empleado por vanidoso -dijo-. Me he estado buscando, pero todos se parecían
a Héctor y Aquiles y Agamenón, e incluso he imaginado que un héroe regordete era Menelao. Y
entonces he creído encontrarme. Y la aguja me ha castigado.
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Helena consideró que no podía dejar sin respuesta a Casandra.
-Si los troyanos quisieran que volviese junto a los griegos, lo haría, Casandra. Sólo tienen
que decirmelo. Pero seria una traición abandonarlos en caso contrario. Soy menos importante de lo
que crees, Casandra. Puede que haya obrado mal, pero desde luego no a escala prometeica.
-Las profecías dicen que los griegos acabarán poseyéndote al final. ¡Vete ahora! No
prolongues nuestras mortales agonías. Ahora te queremos, pero pronto te odiaremos.
-Creo que tú, al menos, ya me odias -dijo Helena con repentino apasionamiento.
-No tengo ningún tipo de sentimiento personal hacia ti. -La voz de Casandra subió de tono-.
Ni te quiero ni te odio. Mi corazón es de los dioses. Siento lo que ellos sienten.
-Oyeme bien, Casandra -dijo Paris, incorporándose un poquito más-. No permitiré que nadie
moleste a Helena de este modo... y desde luego no tú.
-Supongo que vas a decirme que estoy loca, como hacen los demás cuando no les complace
el sabor de mis profecías.
-No me mires con tanta avidez. Ya sé que te gusta que te digan que estás loca; te hace pensar
que la gente reconoce tus curiosas relaciones con los dioses.
Casandra se levantó enfadada, como si se dispusiera a marcharse.
-No he venido para ser insultada, sino para expresar una honesta opinión.
Helena se incorporó, volviéndoles la cara tanto a Casandra como a Paris.
-¿Por qué no dijiste antes que estabas expresando una opinión y no una profecía? Puedes
tener todas las opiniones que te venga en gana e incluso podría admirarte por sostenerlas frente a la
dulzura de Helena, como nadie más ha sido capaz de sostenerlas. Pero si se trata de irrumpir en la
habitación de Helena sin haber sido invitada y amenazarla con profecías... No, no, no creo que estés
loca. Pero lo que si pienso es que eres violentamente molesta. Y también pienso que ofreces un
buen ejemplo del efecto que ejerce la religión sobre la mente cuando uno no se la toma con
numerosas sonrisas.
Eso contuvo a Casandra; volvió a sentarse, ferozmente decidida a no dejar pasar sin
respuesta un ataque contra la religión.
-¿Quieres decir que la religión es una broma?
Helena se acercó a la puerta y se quedó mirando hacia afuera desde el umbral.
-Bueno, no exactamente una broma -respondió Paris, mientras acariciaba la manta
pensativo-. Pero no debemos olvidar que la religión está integrada por mitos, y que los mitos
representan todas las cosas que no entendemos claramente sobre nosotros mismos y nuestro mundo.
Nos envolvemos en esta aureola brumosa, formada por nuestros pensamientos y sentimientos más
indefinidos, y con ella llenamos el panorama que de lo contrario permanecería incompleto. No me
interpretes mal; no desearía un mundo sin mitos, igual que no desearía una habitación sin muebles.
Tenemos unos niveles de lujo a cuya altura debemos mantenernos.
-Lujos, si -dijo Casandra en un tono curiosamente razonable, pues le gustaba discutir sobre
religión-. Además de nosotros, están los dioses. Piensa en lo mezquino y triste que sería el mundo
sin los dioses. Son nuestras identidades superiores. Somos meros fragmentos del inmenso misterio.
Los mitos se alzan gigantescos delante de nosotros y a nuestras espaldas, como sombras cuyos
extensos contornos sólo podemos intuir, porque la visión de nuestros ojos sólo es mortal. Sólo en
una inspirada ceguera vemos más allá de la visión mortal; como también fueron ciegos los grandes
adivinos del pasado. Ya conoces la historia del famoso adivino Fineo, a quien consultaron los
argonautas cuando se detuvieron en Salmidesos, en Tracia, camino de Cólquide en busca del
vellocino de oro. Era ciego, pero no totalmente ciego: veía justo lo suficiente para advertir que no
podía ver. Y los temblorosos pequeños destellos de luz que llegaban hasta él eran harpías aladas que
intentaban robarle su poder profético. Y él rogaba a todo el mundo que lo dejara ciego, librándolo
así de las harpías. Pero la gente se burlaba de él, porque en su opinión estaba tan ciego como debía
estarlo un ciego. Sólo Hércules lo entendió, porque su espíritu se extendía hasta las sombras
divinas. Solo Hércules tuvo el valor de dejar ciego al ciego Fineo. No dicen como lo hizo.
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-Lo más sencillo habría sido arrancarle los ojos -dijo Paris, alegremente preocupado con el
aspecto práctico de la historia.
-Hércules no habría hecho nada tan cruelmente cómico. En cualquier caso, lo importante es
que entendió qué quería decir Fineo. Y entonces Fineo les dijo cómo pasar sin peligro entre las
rocas Simplégadas Pero, claro, Hércules era más que un hombre. Era un mito. Y no es cuestión de
creer o no creer, sino de reconocer que los mitos existen igual que existimos nosotros, más vivos
que nosotros. Son seres demasiado vivos para considerarlos como personas corrientes.
-Es extraordinario que puedas llegar a ser tan sensata, Casandra, cuando te limitas a hablar,
sin pensar en la acción. No te reprocho que te fascinen los mitos y en verdad eres una mujer muy
instruida... si se pueden considerar los mitos como una rama del conocimiento. Nadie que no
conozca todas las sutilezas mitológicas puede considerarse una persona culta. Pero el problema
surge cuando no logramos distinguir entre un mito y otro. Igual que algunos muebles o cerámicas
antiguos son bellos a su manera, y los conservamos con aprecio junto a nuestras magnificencias
recientes, también algunos de los antiguos mitos siguen resultando conmevedores y atractivos. Que
un jarrón fuese hecho antes de que empezáramos a usar el torno y el horno de alfarero no significa,
necesariamente, que sea bello. Al mismo tiempo, algunos de esos antiguos jarrones poseen su
propia magnificencia. Y lo mismo ocurre con nuestros mitos. La mayoría de los antiguos son tan
bastos y burdos como la mayor parte de las piezas de cerámica antigua que se conservan. Sólo
podemos considerarlos como explicaciones erróneas de fenómenos naturales. Y, de hecho, hemos
conservado muy pocos de esos antiguos mitos. Es extraordinario el abismo que separa la
civilización primitiva de la reciente: toda la fase intermedia parece haberse perdido... o puede que
no hubiera una fase intermedia. Y me parece concebible que nuestros mitos puedan conservarse
ahora durante cientos de años sin demasiados cambios, hasta que empiecen a mirarnos como seres
primitivos, y entonces probablemente descubrirán algunos antiguos mitos realmente primitivos y
los mezclarán indiscriminadamente con nuestros mitos más civilizados y los describirán a todos
como explicaciones erróneas de fenómenos naturales. Cuando la verdad, evidentemente, es que
nuestros mitos recientes son explicaciones erróneas de fenómenos espirituales. Pero entonces
tendrán sus propias explicaciones erróneas de fenómenos espirituales.
-No tienes ningún derecho a burlarte de los antiguos mitos. Son muy sencillos, es cierto.
Pero sin esta simplicidad fundamental, todos nuestros mitos mas complejos sólo nos llevarían al
desconcierto.
-Prefiero un desconcierto complejo a uno sencillo.
-No he dicho que los mitos, antiguos o recientes, me parezcan desconcertantes. ¿Y cuál de
los antiguos mitos crees que es sólo «una explicación errónea de fenómenos»? El mito de Artemisa
es bastante antiguo, y es uno de tus preferidos. ¿Dirías que es sólo una explicación errónea de la
luna?
-Oh, no, no, no. No considero a Artemisa como un mito sino como una verdad. Aquí es
donde las personas supuestamente no religiosas somos más piadosas que todos vosotros, los
fanáticos de la religión. Y ésta es la razón de que Artemisa no haya sido nunca una deidad muy
popular. En general dejáis su devoción para los tipos raros... como los taurios, o las amazonas, o yo
mismo. Hay fenómenos naturales y fenómenos espirituales -centenares de cada clase- y verdades.
Una o dos o seis. Y Artemisa es una de ellas.
-¿Y qué entiendes por verdad? ¿Qué mayor verdad puede haber que la de un dios?
-Oh, un dios -dijo Paris con un ademán desdeñoso, como si estuviera derribando toda una
hilera de dioses-. Un dios es una presunción. Una verdad, en cambio... bueno, es algo que se basta
perfectamente por si mismo. Zeus por si solo no seria suficiente. Y, por eso, ahí están Hera, su
esposa, y Atenea, y Apolo, y todos los demás... según el apetito de cada cual. Pero Artemisa por si
sola es suficiente, para un apetito discreto; o Cibeles, para el apetito más abundante. En algunos
lugares dotan a Artemisa de numerosos senos, o le ponen una lanza en la mano y llenan el cuadro
de venados y perros para darle un aire especializado, y en Efeso se la considero la diosa de las
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abejas, con la sagrada misión de popularizar la popular miel efesia y también de ahuyentar a los
ladrones del templo; allí guardan todas las ganancias que les proporcionan las abejas. Pero, a pesar
de todo, Artemisa sigue siendo Artemisa, claramente no integrada en la divina familia. Sólo
Artemisa, a secas.
-Bobadas -exclamó Casandra, desbordante de conocimientos de divinos linajes-. De acuerdo
en que una escuela la considera una deidad mayor y otra una deidad menor, pero no existe
absolutamente ningún motivo para considerarla una ley autónoma. Pareces olvidar que nació en la
isla de Delos en el mismo parto que Apolo, del vientre de Leto.
-Bobadas -repitió Paris, en una burlona imitación de la actitud de Casandra-. Dicen que
Apolo nació en Delos y Artemisa en otra isla: Ortigia, cerca de Delos. Pero también dicen que
Artemisa asistió a Leto en el parto de Apolo. Lo cual significa que Leto invocó su ayuda al dar a
luz, tal como hacen nuestras mujeres. Probablemente lo que ocurrió fue que en Ortigia había un
templo de Artemisa y Leto fue a hacer una ofrenda allí antes del nacimiento de Apolo. Y a los
griegos no acabó de gustarles la idea de que Apolo hubiese nacido bajo la protección de una diosa
extranjera, de modo que la convirtieron en su hermana gemela.
-Es muy curioso que, si no son gemelos, sean prácticamente los únicos dos dioses que están
de nuestra parte.
-Oh, Apolo está de parte de todos. Y Artemisa, de nadie.
Helena estaba saludando a alguien en la puerta.
-Adelante, adelante -invitó Paris-. ¡Pero si es Otrioneo! Sí, Casandra está aquí.
Otrioneo entró en el cuarto y Helena lo siguió lentamente. Era un hitita, de mediana edad,
de mentalidad simple, astuto, honrado y ambicioso. Los hititas, que durante muy largos años habían
constituido un reino poderoso con su centro en la región situada al oeste del río Halis, a orillas del
mar Euxino, y que se extendía hacia el sur hasta el ámbito de influencia egipcia y casi hasta las
costas del Egeo, llevaban un cierto tiempo en un estado de desintegración; centenares de familias
hititas habían emigrado, y Otrioneo pertenecía a una de las que se habían establecido en Sidón, en
Fenicia, bajo la protección del rey de aquel lugar. En el extranjero tenían fama de forasteros
emprendedores que, aun sin adaptarse a las costumbres del país en el cual se instalaban, eran
personas de trato fácil a causa de su honradez y franqueza. Otrioneo sólo se había incorporado
recientemente a la guerra, procedente de Chirim, en Chipre, donde actuaba como gobernador en
nombre del rey de Sidón. Tenía la ambición de llegar a ser rey de Chipre y había llegado a la
conclusión -tal vez correcta- de que sí participaba en la guerra con el bando vencedor, que a esas
alturas el mundo empezaba a considerar que sería el bando troyano, y recibía en recompensa la
mano de Casandra, la maravillosa hija-profetisa de Príamo, sólo un titulo de rey seria digno de él y
de su esposa a su regreso a Chipre. No conocía la peculiar historia de Casandra y estaba dispuesto a
aceptar con agrado como prueba de sus dotes proféticas lo que otras personas atribuían a la locura.
Casandra se había prometido gustosa con él, la complacía el respeto con que la trataba y anticipaba
con agrado una vida lejos de Troya, donde nadie podría burlarse de ella ni humillarla.
-Mi buen viejo Otrioneo -dijo Paris-. ¿No estás combatiendo? Así me gusta. Casandra y yo
hemos estado librando una batallita particular... a propósito de la religión.
Otrioneo le dirigió una orgullosa sonrisa a Casandra, como para indicarle que tenía la
certeza de que en materia de religión era imposible que nadie llegase a derrotaría.
-No, no me he quedado. Cuando vine a Troya le dije a tu padre que quería luchar diez horas
a la semana, no más. Creo que con esto, y escogiendo con gran cuidado a los contrincantes, puede
contarse con una probabilidad favorable de supervivencia. A fin de cuentas, más que como héroe,
he venido a Troya como marido. -Volvió e sonreír a Casandra, quien le devolvió amistosamente la
sonrisa.
-Siénrate, Otrioneo -dijo Paris-. ¡Qué bonita reunión familiar formarnos! -Otrioneo se sentó
en el taburete de Helena y ella se acerco otro.- ¿Conque al final han continuado luchando? Creí que
mi mágica desaparición habría dejado un asombrado silencio a mis espaldas.
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-¿No te has enterado de lo de Pándaro? Algunos soldados griegos habían cogido sus lanzas
del montón de armas y estaban intentando provocarnos para que cometiéramos una insensatez...
durante la confusión mientras todo el mundo te buscaba. Y aunque Héctor ordenó a nuestros
hombres que no prestasen atención a las artimañas de los griegos, para que la mala suerte de
romper la tregua recayese sobre ellos y no sobre nosotros, nuestros arqueros lanzaron algunas
flechas por encima de sus cabezas en señal de advertencia; los arqueros de ambos bandos habían
conservado los arcos y los carcajes desde el primer momento. Y entonces Menelao se acerca a
protestar por las flechas, y Laodoco le susurró a Pándaro, junto al cual se encontraba casualmente:
«Una buena ocasión de matar a Menelao y acabar con la guerra». Laodoco al parecer se cuenta
entre quienes piensan que la historia de la guerra es la historia de Helena y Menelao y Paris. La
mayoría preferimos adoptar una visión internacional. Personalmente, no comprendo cómo puede
hablarse de un elemento personal en una guerra de estas dimensiones. Los griegos envidian el
control de los troyanos sobre el Helesponto, las tierras tan ricas en oro y otros minerales y
productos a las que se accede a través de Troya. ¿No estáis de acuerdo?
-Claro, claro -dijo Paris en un alarde de seriedad-. Cualquier insinuación de que pueda haber
un elemento personal en esta guerra es ana vulgar fantasía. Pero no es posible evitar que la gente se
haga una idea simplificada de las cosas. Laodoco imita en todo a su padre y, por tanto, naturalmente
culpa de todo a Helena. Antenor nunca ha apreciado a Helena... tal vez porque yo no le gusto.
Helicaón siempre se ha mantenido constante en su actitud amistosa, pero Antenor lo considera un
pusilánime, cosa que indudablemente es. Agenor, el hijo menor, está loco por la guerra y su padre
alienta al muchacho... con la esperanza de que lo maten en la batalla y así poder vanagloriarse de
haber perdido un hijo en la guerra. Pero Laodoco es más charlatán que luchador; si quieres saber
qué le ronda por la cabeza a Antenor, sólo tienes que acercar la oreja a Laodoco. Pero, en cambio,
es imposible sacarle una palabra a Laocoonte, el hijo mayor. El único verdaderamente agradable es
Pólibo. ¿Así que Laodoco le dio un codazo a Pándaro, eh? Sin embargo, no creo que Antenor
estuviera de acuerdo con la muerte de Menelao; entonces no tendrían a quién devolver a Helena. A
lo mejor la intención era incitar un mayor furor de los griegos contra nosotros. Entonces Antenor
podría presentarse ante ellos en nuestro nombre y suplicar misericordia. Pero tú debes comprender
todo esto mejor que yo, con tu mayor experiencia en la visión internacional de los acontecimientos.
Cualquier persona menos cándida que Otrioneo habría advertido que el tono de Paris no era
exactamente el que debería usarse con un futuro cuñado; pero Otrioneo estaba más que
predispuesto a creer que era tratado como uno de la familia.
-Resulta muy interesante observar a partir de cuán pequeños sucesos surgen los grandes
acontecimientos. En general no nos damos cuenta del gran papel que desempeña el capricho en una
guerra. No creo que Pándaro obrase en serio, ni tampoco Laodoco. Pero Pándaro no pudo resistir la
tentación de juguetear con su arco y acariciarlo; siempre está repitiendo que está fabricado con los
cuernos de una cabra salvaje que él mismo mató. Encuentro enternecedoras estas simples vanidades
en los grandes hombres. Es una de las cosas que hace que Héctor parezca menos grande de lo que
podría ser, su ausencia de infantilismo.
-Sí -lo secundó Casandra-. Esa cualidad mágica de la juventud, el toque divino. Más
frecuente entre los griegos que entre nosotros. Porque ellos cultivan con mayor asiduidad la
comunión con los dioses.
-Debes recordar que Héctor ya ha cruzado la línea que separa la juventud de la vejez -le dijo
Paris a Otrioneo, con bastante amabilidad, para evitar responderle con rudeza a Casandra-. Y
también que ha conseguido mantener unida a Troya durante tanto tiempo precisamente porque no
es uno de sus relucientes grandes hombres, sino un ser humano modesto, consciente y
absolutamente sensato. Si alguna voz, en un momento de agotamiento cae sobre él ese divino toque
juvenil, ése será el fin de Troya.
Helena dirigió una mirada agradecida a Paris.
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-El único reproche que podríamos hacerle a Héctor -dijo- sería que llegase a permitir que los
griegos nos priven de él. Porque no dejará que lo maten hasta que él lo quiera.
-Oh, no hay peligro de que Héctor caiga víctima de ningún combatiente griego -afirmó
Otrioneo en tono entendido, ansioso de rehabilitarse-. No hay otro luchador que pueda compararse
con Héctor, siempre lo repito. ¿Y por qué? Pues porque sabe combinar tan bien la prudencia con el
valor. Y ahí está todo el secreto del combare inteligente, ¿no crees?
-Oigamos lo de Pándaro -dijo Paris, no del todo amable.
Otrioneo abandonó con agrado el tema de Héctor.
-Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. La flecha emplumada salió del carcaj y, antes
incluso de que Pándaro supiera qué estaba haciendo, el arco estaba tensado, el tendón de buey
palpitaba, los hombres que le cubrían se apartaron un poco y la flecha emprendió sibilante el vuelo.
-Oh, ¿conque estaban cubriendo a Pándaro? ¿Me ha parecido que habías dicho que todo
ocurrió más o menos por accidente?
-Bueno, ya sabes cómo suceden estas cosas; a un grupo se le ocurre de pronto la misma idea
y todos actúan como un solo hombre. Pero la prueba de que en realidad todo fue un accidente, es
decir, que no fue premeditado, es que Menelao no murió.
-¿Pero resultó herido? -preguntó Helena.
-Una herida superficial por debajo de la cadera. Todos lo vimos porque, después de
imprecarnos un poco, se tendió en el suelo allí mismo, como un hombre desahuciado, y Macaón, el
médico griego que siempre les acompaña, acudió presuroso a su lado. Descubrió el muslo y extrajo
la saeta y todo el mundo pudo observar que sólo la punta de metal había penetrado en la carne; las
púas habían quedado fuera. Macaón succionó la herida y extrajo un ungüento de la bolsa de
medicamentos que lleva colgada como un carcaj y lo extendió sobre la herida, que pronto dejó de
sangrar. Pero Menelao continuaba quejándose, de modo que Macaón lo subió a su carro y regresó
con él al campamento griego. Si Menelao se lo hubiera tomado a la ligera no habría pasado gran
cosa, porque todo el mundo ya tenía bastante por hoy. Pero Agamenón no podía dejarlo pasar
fácilmente después de eso, aunque Héctor le presentó excusas. Y el propio Héctor se enfadó,
porque cuando dijo que haría cuanto pudiera por averiguar quién había lanzado la flecha y privarlo
del honor de volver a luchar contra los griegos, Agamenón sonrió con una mueca desagradable y
respondió que eso no constituiría ningún castigo para un hombre tan cobarde como para atacar a
uno de los grandes combatientes del enemigo durante una tregua.. Héctor se lo tomó muy a pecho,
lo cual me pareció una lástima. Agamenón se habría retirado gustoso si Héctor hubiese pasado por
alto su insolencia. Pero Héctor declaró que, para un troyano, no podía existir mayor castigo que
verse privado del honor de defender a Troya. Tras lo cual Agamenón le volvió completamente la
espalda y Héctor apenas pudo impedir que las fuerzas troyanas entrasen en acción; aunque yo, por
mi parte, estaba decidido a regresar a Troya sí se reanudaba la batalla. Y entonces Agamenón fue
consultando a un jefe tras otro para averiguar cuál era la opinión general sobre la reanudación del
combate. No creo que ninguno de ellos estuviese a favor; algunos soldados griegos les habían dicho
a algunos de los nuestros que estaban preparando un gran festín, para celebrar la terminación de la
empalizada.
-Supongo que empezaremos a planear un ataque contra el gran campamento, ahora que está
bien defendido -dijo Paris-. Todos estos años, mientras hubiera sido sencillísimo atravesar la llanura
y arrojarlos al Helesponto, hemos considerado el campamento como terreno sagrado del enemigo.
Una actitud muy troyana por nuestra parte.
-Los dioses dispusieron que los griegos nos atacaran, no que nosotros les atacásemos a ellos
-dijo Casandra-. El escenario de nuestra humillación debe situarse cerca de nuestras propias
murallas.
-Si un soldado raso hablara así, lo mataríamos en el acto -replicó Paris- Pero cuando tú lo
haces se espera que lo aceptemos como las palabras de un dios a un hombre.
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-Debe resultar difícil recordar que Casandra la mujer es a veces Casandra la profetisa-dijo
Otrioneo en tono conciliador.
-Así es -respondió agriamente Paris.
-Pero estoy seguro de que Casandra no se refiere a nada que deba causarnos ansiedad en
cuanto al desenlace final. Tengo la certeza de que sólo quiere decir que debemos aproximarnos a la
victoria, que sólo puede ser nuestra, con espíritu solemne y humilde.
Dirigió una mirada interrogante a Casandra, que se movió nerviosa en su silla. En presencia
de Otrioneo era inquietantemente consciente de la contradicción entre sus trágicas profecías y su
deseo de que la guerra tuviese un final feliz para Troya y así ella pudiera marcharse con Otrioneo a
Chipre. Raras veces hablaba de ese modo delante de Otrioneo y Helena sintió lástima por los dos.
-Tengo la segundad de que Casandra es tan leal como cabe esperar de una hija de Príamo,
aunque lógicamente ve las cosas bajo un prisma distinto -dijo Helena.
-Si, eso es -ratificó Otrioneo, aferrándose encantado a la delicada frase de Helena-.
Casandra lógicamente ve las cosas bajo un prisma distinto, un prisma más eterno.
Miró a Casandra en busca de aprobación, pero Helena impidió que ésta le respondiese
apresurándose a hablar de Macaón.
-En general intentan mantener a Macaón lejos de todo peligro, ¿no es así? Es muy valioso
para ellos como médico. He oído que es particularmente hábil cuando se trata de arrancar saetas
profundamente clavadas. Dicen que su hermano Podalirio también aprendió el arte de la medicina
de su padre. Pero nunca he oído decir que destacase demasiado en él. Gobiernan en Trica, en el
extremo norte de Ptía, el país de Aquiles. Afirman ser hijos de Esculapio, como sabéis. Cuando
Paris y yo estuvimos en Egipto camino de Troya -porque Paris tardó mucho en sentirse con valor
suficiente para traerme a Troya- se interesaron mucho por mis conocimientos sobre los
medicamentos. Pero cuando les dije que los había aprendida con un médico que había estudiado
con el famoso Esculapio, rieron y comentaron que lo mismo les había dicho un famoso sanador
griego, pero que aquél no podía ser otro que su propio dios-perro, que cuenta con la ayuda de la
serpiente sagrada Cnuf en sus tareas. Y cuando me preguntaron si visto alguna vez a Esculapio y les
respondí que no, pero que había visto figuras que representaban su imagen en casa de muchos
médicos, y les conté que un perro yacía a sus pies y que acariciaba con una mano la cabeza de una
serpiente, naturalmente quedaron convencidos de que nuestro Esculapio era una replica de su dios.
¿Y quién sabe? Supuestamente aprendió su arte de Quirón y muchas personas han jurado haber
tenido a Quirón como maestro en su juventud. ¿Acaso no se vanagloria Aquiles de que el anciano
Quirón lo instruyó de niño y que desde entonces nunca ha tenido necesidad de aprender nada
nuevo? Por lo que cuentan de la simpleza de Aquiles, no cuesta creer que no haya pasado de la
niñez en su aprendizaje. Si Macaón y Podalirio reivindican como padre a Esculapio, nadie puede
corroborarlo ni negarlo. Mi propia madre afirmaba ser hija de Zeus; las mujeres, sobre todo las que
llevan muchos años casadas, olvidan que yacieron con sus maridos tal o cual noche y, cuando se
encuentran encintas, naturalmente tienen que ofrecer alguna explicación. Pero desde luego se oye
citar a Esculapio en muchos contextos plausibles; como cuando se dice que formaba parte de la
famosa expedición calidonia, cuando muchos hombres famosos acudieron al sur de Etolia para
ayudar a Eneo a desembarazar a su país de una plaga de jabalíes que obstaculizaban la siembra de
las cosechas. Mis hermarnos Cástor y Pólux formaban parte del grupo... y el famoso arcadio
Atlante, que superaba en fuerza a todos los hombres.
-Un día -dijo Otrioneo, contemplando alegremente a Casandra- tenemos que ir a Grecia. ¡La
patria de los dioses y de los héroes! De los héroes legendarios, quiero decir... -se apresuro a añadir,
temiendo ofender las sensibilidades troyanas de París y Casandra-. En esta orilla del Egeo mas bien
tendemos a considerar nuestros dioses como algo natural, en particular Cibeles, a la cual, y eso me
reconforta, rinden un culto común los troyanos y los hititas. Hay algo fascinante en los dioses
extranjeros, sobre todo cuando ni se plantea la posibilidad de creer en ellos.
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Casandra se movió incómoda al oír estas palabras y, para impedir un exabrupto de Paris,
hizo volver a Otrioneo al relato de la batalla.
-¿Así que a Agamenón no le resultó tan fácil reavivar el espíritu combativo? -preguntó
Paris.
-Ciertamente, no -respodió Otrioneo-. Al principio la respuesta fue tan dudosa que su auriga
Eurimedonte mantuvo el carro encarado hacia el campamento griego, para que nosotros tuviésemos
la impresión de que Agmenón prácticamente había decidido aplazar el combate y poner así a salvo
su dignidad si la mayoría de los jefes eran contrarios a luchar. Resulta interesante observar, cuando
uno sabe un poco de griego, cuán rimbombantes son los nombres de todos los subalternos; casi
todos los aurigas parecen llamarse «Eurimedonte», que significa hombre de vasto dominio y poder,
¿no es así?
El tema le gustó a Paris.
-Oh, a todo el mundo gusta darse ínfulas a través de sus subordinados y pensar que tiene a
su servicio a alguien que es poco menos que un dios. Ahí tiene al secretario de mi padre, Clitio, que
lleva el nombre de uno de sus hermanos, y el hermano mayor de Clitio, hijo de dos esclavos,
adoptó el nombre de «Caletor» cuando Príamo, a petición de Clitio, ordenó su manumisión y lo
dejó ser soldado. Caletor es un nombre que sugiere un vago parentesco con la familia de Perseo;
supuestamente fue hijo de la hija de Perseo, Gorgófone, y de Ébalo, rey de Esparta, y por tanto
hermano de Tindáreo, el padre de Helena, pero Helena dice que jamás oyó hablar del susodicho
hermano. Uno de los jefes griegos se hace llamar Afáreo, hijo de Caletor, y de ahí puede haberle
venido la sugerencia del nombre al hermano de Clitio, pero el nombre de Afáreo va asociado a un
hija del primer matrimonio de Gorgófone, de modo que todo resulta muy confuso. Dicen que
Gorgófone es la primera viuda que volvió a casarse y Clitemnestra, la hermana de Helena, la
segunda. Al mismo tiempo, volver a casarse en vida del marido es una de las costumbres más viejas
del mundo.
A Helena no le gustó esa ocurrencia tal vez inintencionada y retomó el tema de los nombres.
Había estado dirigiendo de vez en cuando ansiosas miradas hacia la puerta, pero la combinación de
personas presentes en su habitación era delicada y, como anfitriona, se consideraba responsable de
mantener un tono de amigable desenvoltura y naturalidad. Los sentimientos que le inspiraba la
presencia de Casandra y Otrioneo la interesaban lo suficiente para distraerla de su impaciencia por
verles marcharse. En efecto, la compulsión de la cortesía, de aceptar una visita prolongada y llenar
con un comentario agradable cualquier incómoda pausa en la conversación, se imponía de
inmediato sobre su deseo de estar sola. Incluso estaba satisfecha de su éxito y complacida con
Paris, por haberla ayudado un poco.
-En Grecia, «Hércules» es un nombre corriente para los esclavos -dijo.
-Naturalmente -apostilló Paris-. Y Hércules se lo merece. Sentía una pasión por la
autoflagelación. Toda su vida fue una sucesión de expiaciones de humillación como esclavo de otra
persona, a través de períodos de diversos actos violentos, la mayoría inintencionados y causados
sólo por su fuerza fuera de lo común. En cierto modo, es muy justo que sea el patronímico de los
esclavos, puesto que éstos pertenecen a una raza condenada a expiar su superior fuerza física en el
cumplimiento de tareas serviles y degradantes. De hecho, la existencia de los esclavos demuestra el
alto valor que concede nuestra civilización a las capacidades mentales frente a las físicas.
-Tienes mucha razón, es muy cierto -dijo Otrioneo-. Yo, por ejemplo, tenía un hermano en
Sidón, un espléndido bruto, alto y apuesto, algo mayor que yo y el legítimo jefe de la familia y
heredero del puesto de gobernador de Chitim qué había obtenido mi padre. Pero, evidentemente,
carecía de dotes administrativas y por fortuna murió joven. Ya antes de su muerte, mi padre me
había escogido como heredero, como puedo probar con una de las tablillas que traje conmigo a
Troya para demostrar mi identidad. Una de ellas, como sabéis, es una concesión oficial del rey de
Sidón, con caracteres fenicios grabados sobre arcilla, y la otra, tal vez la más valiosa, es un disco en
nuestra escritura hitita; mi padre estampó con su propia mano los caracteres en la arcilla. Considero
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la autoridad de mi padre por encima de la del rey en este asunto, porque me protege de cualquier
controversia con los hijos de mi hermano. Y considero ambos documentos más importantes que
todas las pepitas que traje conmigo a Troya, y creo que fue en virtud de éstos, y no por las pruebas
del control que ejerzo sobre una buena parte de los recursos de Chipre, que Príamo se sintió
inclinado a contemplar con buenos ojos unas pretensiones que de lo contrario hubiesen resultado
presuntuosas. -Y al decir esto le sonrió a Casandra de un modo que a ella tal vez le gustase cuando
estaban a solas, pero al que sería responder con un silencio más bien desdeñoso en presencia de
otras personas. De modo que Helena volvió a intervenir lealmente.
-Seguro que Príamo no habría necesitado esas confirmaciones -dijo-. Sabe juzgar bien los
caracteres y nada le impresiona tanto como una natural integridad, sobre todo cuando está en juego
la felicidad de uno de sus hijos. Lo que menos le impresiona es la fama de un nombre. Hay muchas
mujeres que no se casan con el hombre sino con el nombre. Se ha abusado tanto de la costumbre de
llamarse, formalmente, hijo del tal-y-tal que ahora la gente suele evitar mencionar el nombre de su
padre cuando quiere que se piense que fue concebida en circunstancias honorables. Pero la vanidad
de los nombres resulta particularmente absurda cuando se trata de dar nombre a los caballos.
Incluso Héctor no se ha salvado de ella; le ha puesto «Lampo» a su caballo favorito, tal vez en
memoria de uno de los hermanos de Príamo aniquilados por Hércules, o tal vez por uno de los hijos
de Egipto.
-¿Egipto? -repitió en tono interrogante Otrioneo-. Es un nombre que debería conocer, pero
no acabo de situarlo.
-Forma parte de una época bastante obscura de la historia de Grecia -explicó Helena-. Era el
tataranieto de la misteriosa Io, amada de Zeus y expulsada por Hera, bajo la forma de una vaca, a
Egipto, donde inició la dinastía que más tarde volvería a Grecia con las hijas de Dánan y los hijos
de Egipto, su hermano gemelo. ¿No has oído contar nunca la historia del casamiento de las hijas de
uno con los hijos del otro, y la destrucción de los maridos por las esposas en la noche de bodas,
excepto uno, Linceo, que reinó en Argos después de Dánao? Pero Lampo fue uno de los que
perecieron. Entonces, uno de los caballos de Eos, la diosa del alba, recibió el nombre de Lampo. El
relato cuenta que ésta salvó a otro hermano de Príamo, Titono, de la violencia de Hércules y puede
que también salvase a Lampo, transformándolo en caballo, igual que se dice que convirtió a Tirono
en un grillo. Pero ya veis cuán absurda puede acabar resultando esta afición a los nombres
altisonantes.
-Para mí -intervino Paris-, los caballos son las criaturas con menos carácter de toda la
naturaleza. Todas sus virtudes son virtudes de los hombres; no tienen ningún sentido caballuno de
sus actos. Incluso prefiero las mulas, aunque estoy de acuerdo con quienes consideran ritualmente
impura la crianza de mulas. En el caso de las mulas nunca se plantea la cuestión de un posible
origen celestial, como ocurre a menudo con los caballos. Ese absurdo asunto de nuestra familia y
los caballos de Zeus. Nuestro tatarabuelo Tros tuvo un hijo llamado Ganimedes que murió joven.
Todavía puede verse su tumba en el monte Olimpo, entre Misia y el norte de Frigia, si uno consigue
sortear sin peligro los grupos de bandoloros que se refugian allí. Pero la tradición familiar cuenta
que Zeus se lo llevó al cielo para que fuese su copero en lugar de Hebe, que se había vuelto
demasiado orgullosa para desempeñar eso oficio; a partir de entonces ella permaneció inactiva
durante largo tiempo hasta que Hércules llegó al cielo y entonces se casó con él y sentó cabeza. El
caballo de Héctor, Lampo, pertenece a la estirpe que Zeus supuestamente le dio a Tros para
consolarlo de la pérdida de Ganimedes. Y una de las causas de la enemistad entre las ramas troyana
y dardánida de la familia fue su envidia de nuestros supuestos caballos celestiales. Entonces
Anquises, el padre de Eneas, robó la raza sobornando a uno de los guardianes de nuestro criadero
de Abidos para que le dejara aparear seis de sus yeguas con nuestros sementales. Y Eneas tuvo la
insolencia de traer dos caballos de esta estirpe a Troya y encima vanagloriarse de ellos.
Casandra, que tenía un prejuicio supersticioso en favor de la rama dardánida de la familia,
se sintió en el deber de protestar.
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-Esta clase de envidias existen en todas las familias. Pero no debes olvidar que el verdadero
problema entre nosotros ha sido nuestro rechazo a reconocer en sus imágenes sagradas las que
Dárdano trajo de Grecia y a permitir la participación equitativa de la rama dardánida en el gobierno
del reino.
-Si querían participar en el gobierno del reino debieron quedarse en Troya en vez de volver
a Dárdano. Cuando Ilo llegó hasta aquí y fundó Troya, Tros le permitió llevarse todos los caballos
preciosos pero no las imágenes, porque decía que Dardania entraría en decadencia si se retiraban
las imágenes. Estas sólo fueron trasladadas aquí tras la muerte de Tros. Y entonces se produjo el
gran incendio, en el que murió Asáraco, el hermano de Ilo, e Ilo quedó ciego. Pero Ilo se salvó y,
con él, sus hijos Laomedonte y Temiste, y Capis, el hijo de Asáraco. Y los supervivientes se
adentraron hasta un punto más alejado del monte Ida, donde vivían las gentes que Ilo encontró en
Troya antes de bajar a instalarse sobre nuestra colina. Debieron de ser tiempos de desazón. Capis
finalmente regresó a Dárdano, llevándose consigo a Temiste, al cual hizo desposar, y entonces
murió Ilo, y transcurrieron muchos años antes de que Laomedonte volviera a bajar de la colina e
iniciara la reconstrucción, después de someter a la tribu que entretanto la había ocupado. Pero la
prueba de todo ello es que durante largo tiempo los dardánidas afirmaron que Capis se había
llevado las imágenes a Dardania otra vez y ahora dicen que éstas no salieron nunca de allí. Desearía
que Príamo no hubiese cedido nunca ni siquiera hasta el punto de permitir que su imagen de Apolo
ocupara el lugar de la nuestra. Creo que es de mal agüero; aunque fuera cierto, lo cual no es
posible, que la suya sea la verdadera.
-Cuando las personas tienen firmes convicciones en un asunto tan serio -replicó fríamente
Casandra-, éstas deberían ser respetadas y dejar la decisión en manos de las autoridades
competentes, que en este caso son los sacerdotes, y no convertirla en objeto de mezquinas envidias
humanas. Y creo que los sacerdotes han indicado claramente la voluntad de los dioses, al colocar el
Apolo dardáneo en el lugar del nuestro.
Helena intervino una vez más, ahora con más impaciencia que cortesía, porque empezaba a
resultarle difícil contener su inquietud a propósito de la batalla.
-Debes seguir contándonos cómo se renaudó la batalla, Otrioneo -dijo-. Seguro que pronto
vendrá Emnon con algún mensaje del salón. La he mandado allí a pedirle a Criseida que nos
mantenga informados. Sería útil saber qué ocurrió al principio.
-Temo que no podré contaros gran cosa -respondió Otrioneo-, pues me marché bastante
pronto. Por los preliminares desde luego fueron muy interesantes, por como pusieron de relieve los
distintos temperamentos de los jefes griegos. Agamenón, muy sabiamente, acudió primero a
Idomeneo. Tengo entendido que le prometió compartir con él el mando si se incorporaba a la guerra
e Idomeneo, de buena fe, llenó ocho naves con sus obstinados cretenses; el mayor contingente
individual, creo, a excepción de las ochenta de Diomedes, y las noventa del viejo Néstor, y las cien
del propio Agamenón. Y luego Agamenón no cumplió su promesa. De modo que Idomeneo
representa naturalmente la opinión contraria. Y Agamenón sabe que goza de gran influencia entre
los demás y que, tratándose de un personaje honorable, jamás le faltaría por mera inquina.
-Si -dijo Paris-, Agamenón parece bastante astuto. Por ejemplo, sabe que Diomedes no se
atrevería a llevarle la contraria en nada porque sus dos reinos lindan de forma delicada. Agamenón
controla las tierras del norte a través de su capital de Corinto, que domina el ventoso istmo y, con
ello, todas las comunicaciones con el Atica; y a través de su capital de Sición controla buena parte
de la costa meridional del golfo de Corinto. Luego, a través de su capital de Micenas y la fortaleza
tributaria de Tirin, mantiene bajo control lo que sucede en Argólide, donde Diomedes ya tiene
bastantes problemas para mantener unido su desmembrado reino. Nauplia, el principal puerto de
Argólide, se considera independiente. Los hombres de la isla de Egina y los del extremo sur de la
península de Argólide, todos dicen ser aqueos y no argivos, con lo cual indican que consideran que
las provincias de Argólide se hallan bajo la autoridad suprema de Agamenón, quien se ha apropiado
del titulo racial general de «aqueo», aunque evidentemente los argivos poseen tanta sangre aquea
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como las gentes de Agamenón. Los reyezuelos argivos se reafirman así frente a Diomedes. Y en
cuanto al viejo Néstor... al margen de estar casado con una hermana suya, Agamenón sabe que
Néstor es demasiado orgulloso para aceptar compartir el mando. Y tampoco cometería la insensatez
de hacer nada contrario a la opinión de Néstor. ¿Y cómo respondió Idomeneo?
-Se notaba que Agamenón estaba intentando halagarlo, pero no le dio oportunidad de
hacerlo. Le hizo una señal a su sobrino Meriones y a los demás capitanes, y éstos reunieron a todos
los cretenses y les dieron orden de recoger sus armas. Y entonces Agamenón se dirigió a los dos
Ayantes, que se encontraban juntos, y antes de que pudiera llegar junto a ellos, ya habían empezado
a armarse. Una curiosa pareja, el fornido salamino y el pequeño locrio, con su coraza de lino, como
un corpiño de niño. Considero a Idomeneo y a Ayax el Grande como los únicos hombres de estatura
heroica de todo el ejército griego. Dicen que Aquiles es un hombre de noble figura. Pero nunca lo
he visto, puesto que no ha luchado ni en una sola batalla desde mi llegada a Troya. Sin embargo,
me parece raro que el rey de una pequeña isla como Salamina, situada a la sombra de Atenas, pueda
ser una persona importante. Creta ya es otro asunto, pues creo que tiene aproximadamente la
extensión de Chipre.
-Oh, su padre, Telamón, fue un hombre muy importante en su tiempo -explicó Helena-.
Telamón y su hermano Peleo eran hijos del rey de Egina. Su padre los desterró cuando mataron a su
hermano mayor y Telamón se instaló en Salamina y con el tiempo llegó a controlarla. Telamón
también era un gran amigo de Hércules; ¿sabias que Hércules le entregó a la tía de Paris, Hesione,
cuando vencieron a Laomedonte en Troya? Teucro, el famoso arquero griego, es hijo de Telamón y
de Hesione, y por tanto a la vez hermanastro de Áxax y primo de Paris. Y Telamón fue uno de los
argonautas y también tomó parte, con mis hermanos, en la cacería de Calidón. Pero, por favor,
continúa hablándonos de la batalla. Todas estas personas son todavía tan nuevas para ti que
supongo que no puedes dejar de hacerte preguntas sobre cada una de ellas. Y desde luego son los
hombres más importantes de Grecia.
-Bueno, Agamenón, hasta donde alcanzo a recordar, después de acercarse a los Ayanres se
dirigió al viejo Néstor. Este estaba aleccionando a sus hombres, como de costumbre; de hecho,
aunque él mismo nunca toma realmente el mando, son los combatientes mejor organizados entre los
griegos. Siempre mantienen muy juntos sus carros y lanzan fugaces ataques contra el enemigo, de
modo que cuando uno de nuestros hombres se concentra en uno de los suyos, tiene que enfrentarse
a todo el grupo. Néstor es de tu parte de Grecia, ¿verdad?
-Oh, no -respondió Helena-. Su reino está muy al Oeste de Esparta, siguiendo la costa, y su
capital Pilos se encuentra aproximadamente en el punto central de la misma. Controla la mayor
parte de las tierras situadas al sur de ella y algunas hacia el norte, hasta las fronteras de Elis. En su
época, fue vencedor en muchas pequeñas guerras y también estuvo en la cacería de Calidón, y con
los argonautas. Se dice que él y su pueblo son muy ricos. Depositan grandes cantidades de polvo de
oro en las tumbas de sus muertos. Adoptamos de ellos esta costumbre, aunque las vasijas que
usamos para ello son mucho más pequeñas. Lo sé porque teníamos un jarrón funerario de los suyos.
Era muy alto, con un pico para verter el polvo y con un dibujo excepcionalmente hermoso,
recuerdo, unas palmeras con hojas de hiedra enlazadas alrededor del tronco y formando volutas
entre los árboles.
-Qué fascinantes recuerdos evoca en ti cada nombre -dijo Otrioneo.
Trataba a Helena de un modo algo condescendiente; no acababa de creer en el respeto con
que veía que la trataban. Pero Helena comprendía su incertidumbre respecto a su persona e incluso
simpatizaba con ella.
-Sí -respondió benévola-. Comprenderás que los conozca a todos tan bien. Y Odiseo, ¿qué
hacia?
-Creo que Agamenón siente un secreto terror de Odiseo, de modo que siempre que habla
con él emplea un tono brusco, para disimular su azoramiento. Odiseo no se movió, aunque se quedó
escuchando con actitud indiferente. De modo que Agamenón continuó su camino tan pronto pudo y
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a continuación se acercó a Diomedes, el argivo. Y no es necesario que nadie me cuente nada de
Odiseo: Odiseo de Itaca, hijo de Laertes, padre de Telémaco -recitó Otrioneo, dirigiéndole una
sonrisa triunfal a Casandra. Pero ésta hacia un rato que no seguía la conversación. Había cerrado
los ojos, tal vez sólo con la intención de mostrarse abstraída y distante, y lentamente se había
dormido en una postura un poco desgarbada, con las rodillas separadas y el mentón caldo sobre el
pecho.
-Dejadla -dijo Paris-. Pocas veces se permite un descanso.
-No -comentó Otrioneo-. Tiene una vitalidad asombrosa. Emplea más energía emocional en
un día que la mayoría de las personas en toda una vida. Supongo que se debe a que continuamente
la inundan nuevas inspiraciones.
-Pero te equivocas en cuanto a Odiseo -dijo Paris, que no tenía demasiado interés en hablar
de Casandra-. Su madre, Antíclea, ya estaba encinta de él cuando se casó con Laertes, que al
parecer se mostró muy indulgente al respecto. Antíclea era hija de Autólico, el famoso ladrón del
Parnaso. Odiseo consiguió esa cicatriz en la rodilla, de la cual está tan orgulloso, durante una visita
a su abuelo, a causa de un jabalí. Su verdadero padre es Sísifo, el hermano de Anticlea. Sísifo era
peor que su padre, si cabe. Se apoderó del gobierno de Corinto con la ayuda de Medea, y también
de todo el comercio del istmo, y robó a una escala mucho mayor que su padre. Cuando se quiere
describir a una persona particularmente malvada, se dice que es un «sísifo». Y Sísifo tenía un hijo
espantoso, Glauco, que se instaló en Cadmia y atracaba a los viajeros que hacían la ruta del Atica a
Tebas. Tenía unas yeguas que alimentaba con la carne de las victimas y a las cuales no permitía
aparearse, para mantenerlas en el estado más salvaje posible. Y un día, según dicen, en que no hubo
ninguna víctima, sus yeguas se lo comieron. Pero, por amor de todos los dioses, continúa con tu
relato, o tendremos a dos mujeres dormidas en lugar de una.
Pero no había ningún peligro de que Helena se quedase dormida. Tenía la intuición de que
debía de haber ocurrido algo malo; tal vez Criseida no había dejado salir a Etra, para ocultarle
alguna mala noticia; y empezaba a estar preocupada por Grea. La batalla ya duraba suficiente rato
para que hubieran ocurrido muchas cosas espantosas. Y no estaba escuchando, era cierto. Pero,
¿qué podía decir Paris, qué podía decir Otrioneo, para llenar el vacío hasta que llegasen las
primeras noticias, cuando lo único que importaba eran las propias noticias de la batalla?
-Sólo estaba esperando que Otrioneo nos cuente cómo empezó la batalla y qué alcanzó a ver
de ella -dijo con desgana-. Estabas diciendo que, después de Odiseo, Agamenón se dirigió a
Diomedes.
-Así es, así es -dijo Otrioneo con forzada presteza-. Diomedes escuchó la regañina de
Agamenón sin un murmullo, ya fuese por miedo o por prudencia política. Resultaba muy fácil
escuchar algunas de sus palabras, porque estábamos bastante próximos unos a otros y Diomedes
estaba emplazado justo enfrente de mi propia posición. Agamenón no parecía avergonzarse de
hablarles a sus héroes como si fuesen cobardes que debían ser empujados al combate; le
preocupaba más impresionarnos con sus dotes oratorias. «Tu padre, Tideo -le dijo a Diomedes-,
cuando en Micenas no pudimos contribuir a la guerra contra Tebas de los cadmeos, cruzó el Asopo
con un puñado de argivos y él solo puso en desbandada a una pandilla de jóvenes cadmeos.
¿Diomedes no honrará la sombra de Tideo, escabulléndose de la batalla como un niño cadmeo?»
Pero Penéleo, el cadmeo, lo oyó y tuvo unas airadas palabras con Agamenón. Y el viejo Capaneo, el
argivo, tomó la palabra y dijo: «Yo estaba entre los que marchaban contra Tebas con Tideo y
acudieron con él a Micenas a pedir ayuda a los temerosos aqueos. Y creo que Esculapio no me
devolvió a la vida, cuando me llevaron hasta él indefenso después de caer de la muralla de Tebas,
que fui el primero en escalar, para que ahora me vea obligado a escuchar los insultos contra el hijo
de Tideo en boca de quienes abandonaron a su padre cuando los necesitaba». Y para disimular su
turbación, Agamenón empezó a atacar a Menesteo, el ateniense, que goza de tanta fama por su
habilidad para agrupar a sus caballos y cuyos hombres lanzan ese agudo grito de batalla; seria de
esperar que, después de tantos años, los griegos hubieran comprendido que sus poderosos gritos y
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aullidos no producen entre las fuerzas troyanas el mismo efecto aterrador que tal vez causen en
Grecia, en sus propias batallas intestinas. En fin, Agamenón se volvió hacia Menesteo y continuó
declamando: «¿Es éste el mismo Menesteo que en su juventud expulsó a Teseo de Atenas?». Pero
Menesreo, que es un tipo susceptible, no se entretuvo defendiendo su dignidad. Se montó en su
carro y sin más formalidades se lanzó contra el primer troyano que encontró, que resultó ser
Héctor...
Helena se levantó.
-¿Héctor está herido? Y has estado aquí todo este rato...
Otrioneo alzó una mano hacia el hombro de Helena, con la intención de calmarla y hacerla
sentar otra vez, pero ella le apartó el brazo con un gesto airado, para ella.
-Claro que no está herido. Naturalmente fue una sorpresa, porque los griegos no habían
dado ninguna indicación clara de que pensaran luchar. Pero Héctor no es un hombre que se deje
coger así desprevenido. Alguien le puso una lanza en la mano... y ése fue el fin de Menesteo. Y
entonces en ambos bandos se produjo una carrera general en busca de armas; jamás había visto
comenzar con tanto desorden una batalla. Yo me había apartado a un lado mientras mi auriga
enganchaba los caballos. Antes de marcharme, Antiloco, el hijo de Néstor, había matado a uno de
los jefes troyanos de menor importancia; nadie parecía saber su nombre, pero en cualquier caso
llevaba una armadura de cierto valor, porque los griegos se disputaron su cuerpo. Elefenor, el
eubeo, casi había conseguido llevárselo, cuando Agenor, de cuyo valor y osadía se enorgullece con
razón Antenor, lo derribo. Y entonces Áyax el Grande derríbó, de una ligera lanzada, a un asustado
muchachito troyano que le cortó el paso. Porque quería atacar a Antifo, el hijo de Príamo, a quien
rescatamos hace poco. Pero mientras Ayax arrancaba la lanza del cuerpo del desventurado
muchacho, uno de los hombres de Odiseo intentó coger el cadáver y el dardo que Antifo había
lanzado contra Áyax lo tocó a él. Ante lo cual, Odiseo se abalanzó furioso contra Antifo. Pero
Democoonte, a quien llaman «cara de caballo», acudió en ayuda de Antifo, que en aquel momento
era objeto del ataque conjunto de Áyax y Odiseo. Y la lanza de Ayax cayó oblicuamente sin tocar a
Antifo, pero el dardo de Odiseo penetró en la sien de Democoonre. Y entonces la batalla se
enardeció y yo monté en mi carro, pero no pude evitar entretenerme un poco, pues la imagen
memorable siempre es la de la batalla en la que uno no toma parte.
Cuando Otrioneo narró la muerte de Democoonte, Helena, que se paseaba inquieta de un
lado a otro, se detuvo. Y cuando aquél acabó de hablar ya había despertado a Casandra.
-¡Casandra! ¡Han matado a Democoonte! ¡Paris! Tienes que levantarte. Tu y Casandra
debéis acudir a la capilla del palacio y ofrecer sacrificios.
Casandra parpadeó molesta.
-Yo, desde luego, no pienso recomendar a ningún bastardo a los dioses, sólo porque es hijo
de mi padre.
-Oh, lo siento -dijo Otrioneo-. No sabia...
-Es lo menos que podemos hacer, Casandra -dijo Paris, momentáneamente suavizado por la
angustia de Helena-. No era un mal tipo. No estuvo bien alejarlo de Abidos y sus caballos. No
estaba hecho para esta vida. Y a Príamo le gustará que lo hagamos, cuando se entere de su muerte. -
En efecto, Príamo no permitía que le comunicasen la muerte de ninguna persona próxima mientras
se estaba librando una batalla.
-¡No lo haré de ningún modo! -Y Casandra cerró los labios en un apretado disco y sus ojos
se volvieron pequeños y crueles como los de un pájaro.
-Está bien -dijo Paris ya calmado-. Tal vez resulte algo extravagante.
Helena hizo un esfuerzo por olvidar a Democoonte.
-Y me pregunto quién debía ser el muchachito al cual mató Ayax -dijo pensando en voz
alta-. ¿Y no fue Elefenor uno de mis pretendientes? Sí, Elefenor fue uno de ellos.
-Naturalmente -dijo Paris-, muchísimas de las bajas griegas se deben a su codicioso afán por
apoderarse de las armas. Les interesan más los cadáveres que los enemigos vivos. Después de todo,
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debe de ser una situación sumamente difícil para ellos. Su principal problema es que trajeron
demasiados hombres a Troya, y demasiado pocas armaduras. Casi un millar de naves, contando las
que están varadas en la costa contraria. Y si contamos un promedio de treinta verdaderos
combatientes por nave, excluyendo los esclavos, cocineros, artesanos, etc., y luego restamos la
mitad, teniendo en cuenta los que han regresado cada año a Grecia... tenemos quince mil. Y si los
dividimos por dos para incluir las bajas y restamos un par de millares más a cuenta de las
enfermedades, que deben de causar importantes estragos por las noticias que tenemos sobre las
condiciones en el campamento griego... nos quedan unos cinco mil. De vez en cuando reciben
nuevos suministros de armas de Grecia, pero no pueden permitírselo demasiado a menudo. Pobres
griegos. Casi me dan lástima. Y tienen que volver a ese inmundo campamento después de la batalla.
-Si -asintió Casandra con pasión-. Y sin templos para rendir culto como es debido. ¿Por qué
no podemos dejarles acudir a nuestros templos, en los momentos de tregua? Los dioses estarían
encantados y nos mirarían con mayor simpatía.
-¡Oh, queréis... queréis callaros por favor! -Helena, que se había sentado en el taburete que
tenía junto al tocador, hizo un gesto brusco con el codo y un peine de oro con púas de hueso (uno
que se habla traído de Egipto, pues los peines corrientes eran de madera) cayó al suelo, con un
escalofriante tintineo contra el mosaico.- Otrioneo, al menos cuéntanos lo poco que todavía llegaste
a ver de la batalla. He estado aquí sentada esperando ansiosamente poder escucharlo...
-Si tan impaciente estás, ¿por qué no te vas al salón... o a la torre? -preguntó, no demasiado
amablemente, Paris-. Nadie te lo impide.
-Se extrañarían de no verte conmigo.
-Temo que no tengo mucho más que contar -dijo Otrioneo con voz culpable.
-Me parece muy poco apropiado que actúes como si fueses la única que se toma en serio la
causa troyana -le dijo vengativa Casandra a Helena.
Otrioneo decidió que lo mejor que podía hacer era contar lo poco que aún le quedaba por
narrar.
-Lo último que vi no fue un espectáculo agradable. Piroo, un jefe de nuestros aliados tracios,
golpeó en el pie a un jefe oleo con una pesada piedra que habla cogido del suelo y lo hizo caer
dando gemidos, con el tobillo destrozado. Entonces Piroo le abrió el vientre con la lanza y los que
luchaban a su alrededor se enredaron los pies desnudos con sus vísceras. Y el viejo Néstor, cuando
lo vio, quedó afectado, y habría enviado a uno de sus hombres contra Piroo, pero Toante, el etolio,
lo alcanzó primero, en el pecho. Los tracios se llevaron a Piroo y, cerca de mi carro, le quitaron la
coraza. Vi borbotear el aire de sus pulmones por la herida... con burbujas rojas. Y entonces nos
alejamos.
-Piroo supone una cierta pérdida -dijo Paris-. ¿Y Héctor? ¿Qué hacía Héctor durante todo
este rato?
-Héctor no combatió demasiado mientras yo estuve allí. Se movía entre las líneas intentando
poner orden entre los hombres, porque los griegos comenzaron sin ningún tipo de aviso, y ya
conoces sus manías sobre estas formalidades. Había impedido que los hombres se rearmasen, para
no dar motivo de queja a los griegos... cuando era muy evidente que era al menos bastante probable
que éstos reanudaran el combate. Y ellos desde luego no respetan las formalidades. Me temo que
Casandra está en lo cierto en cuanto a Héctor: le interesa más el arte de la guerra que su objeto, el
cual, en definitiva, es lograr un desenlace satisfactorio por cualquier medio.
Por unos instantes nadie advirtió que Héctor estaba de pie en el umbral, sujetando la cortina.
-¡Por cualquier medio! -repitió pausadamente. La voz profunda, orgullosa retumbó en la
habitación como si llegara desde lejos y todos callaron sobresaltados. Helena fue la primera en
moverse.
-¡Héctor! -exclamó mientras corría a su lado. Le puso una mano en el brazo y él la cubrió
con la suya-. ¿Ha terminado todo?
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-Mi querida Helena, no. Ni siquiera ha empezado. He vuelto para comunicarle
personalmente a mi padre que ésta puede ser la última batalla de la guerra y para dar personalmente
las instrucciones sobre el orden en que deben ir saliendo las reservas. Y para hablar con los jefes
que no se supone que deban luchar hoy, en particular Eurípilo de Teutrania, que inspira una
supersticiosa reverencia a los soldados rasos como nieto de Hércules. En una batalla, Otrioneo,
intervienen muchos factores además del mero combate. Está muy bien en tu caso, que tienes tiempo
de quedarte aquí sentado criticando...
Otrioneo se levantó, después de decidir que su mejor defensa sería considerarse ofendido.
-Soy un huésped de Troya -dijo, mientras avanzaba hacia la puerta y cruzaba altivamente la
cortina-, y no creo que deban desdeñarse mis servicios en el combare.
-¿Cómo te atreves a traer tus vulgaridades del combate hasta el seno de la familia! -exclamó
Casandra y salió a grandes zancadas en pos de Otrioneo.
Héctor les habría seguido para intentar hacer las paces, pero Helena lo hizo entrar, mientras
corría totalmente la cortina.
-No pierdas el tiempo con ellos, Héctor. Siéntate y descansa un instante. Te traeré un poco
de agua para la cara. ¿O quieres darte rápidamente un baño? Yo misma te lo daré, ¡será un
momento!
-Sí, Héctor, siéntate -dijo Paris-. Vete a prepararlo, Helena. Luchará mejor gracias al baño.
Pero Héctor la detuvo.
-No. No he vuelto a tomar un baño y a charlar. ¿Sabes dónde está Andrómaca? No está en
casa y no consigo encontrar a Escamandrio. Me gustaría verlos antes de regresar.
-Andrómaca está en la Torre Escea -respondió Helena-. Y supongo que se habrá llevado con
ella a Escamandrio.
-Entonces volveré a la llanura por las Puertas Esceas, aunque por la Puerta del Este podría
alcanzar nuestras líneas por la retaguardia en vez de introducirme directamente en el flanco oeste;
los griegos han estado intentando cruzar el Pequeño Escamandrio y nos están obligando a
replegarnos progresivamente hacia la Pequeña Llanura.
-Entonces las cosas van mal, ¿verdad? -dijo Helena, dejando caer la cabeza.
-Oh, es una batalla, ya sabes -le dijo jovialmente Héctor-. Y ahora tengo que irme.
-Supongo que debería bajar y unirme al combate -dijo Paris sin demasiado entusiasmo.
-Como tú quieras -le respondió Héctor y apartó la cortina-. No te preocupes, Helena, aunque
ésta fuese la última batalla, y nosotros la perdiésemos, lo peor que podría ocurrir seria un pacto
honorable. No es como si los griegos pudiesen invadir nuestras murallas; siempre dejaremos
suficientes hombres dentro para impedir que lo intenten. Estás tan a salvo de ser capturada como
las murallas de Troya; no debes dudar de las murallas de Troya. ¡Vamos, ofréceme una sonrisa de
despedida!
-No estaba preocupada por mi, sino por ti, Héctor. Siempre tienes que mostrarte más fuerte
que ningún otro.
-Oh, eso no me resulta difícil, porque soy más fuerte que ningún otro. -Y salió arqueando
los brazos para exhibir sus músculos con falsa vanidad. Realmente parecían los brazos más fuertes,
más invencibles del mundo; pero, a fin de cuentas, sólo eran un par de brazos.- Ahora sonríes, ¡así
me gusta!
Se había vuelto a mirar a Helena y no vio a Grea, que acababa de entrar jadeante en el patio.
Ella tropezó contra él y cayó. Héctor se detuvo para ayudarla a incorporarse y luego salió del patio
en un par de largas, rápidas zancadas, dejándola farfullante y temblorosa.
-No lo he hecho a propósito... era el señor Héctor, ¿verdad? Pero no lo he hecho a propósito.
Y él que tenía tanta prisa, además.
-Vamos, vamos -le dijo Helena, que había salido al patio para tranquilizarla-. El señor
Héctor siempre tendría un minuto para ayudar a levantarse a una pobre vieja como tú. ¿Y qué
noticias me traes de la torre?
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-Han matado a Democoonte y Diomedes ha herido a Pándaro y ahora lo traen a casa.
-¡Entonces date prisa! Diles a sus esclavos que le preparen la cama y cuida de que esté bien
limpia y mullida.
Mientras Grea corría hacia las habitaciones de Pándaro, Helena dio una palmada para llamar
a un esclavo. En eso momento, en el pasillo que unía los dos patios apareció Etra y se detuvo a
escuchar a Grea.
-No te entretengas contándoselo a Etra, Grea -le gritó Helena-. Etra, te necesito. -Al esclavo
le dijo:- Pon dos calderos llenos de agua en el fuego y deja que uno se enfríe pero mantén el otro
hirviendo. Etra, prepárame mis medicinas y vendas. Pándaro está herido y lo traen hacia aquí.
-Entonces será mejor que pidas más agua, y más vendas -dijo Etra-. Porque acaban de
susurrarle a Criseida que Diomedes ha herido a Troilo y ella ha dado órdenes de que te lo traigan.
Ha dicho que no se atreve a abandonar el salón, para que Príamo no sospeche que uno de sus hijos
está herido.
Helena se llevó una mano a la frente.
-¿Pero dónde lo pondré? Será preferible acomodarlo en mí cuarto, para poder atenderlo
mejor. Paris y yo ocuparemos el cuarto de Criseida y habrá que despejar otro para ella. A Paris no le
gustará. Todavía está descansando.
-Tienes que decidirte rápido -dijo Etra-. El mensaje fue enviado cuando Troilo ya estaba
dentro de las murallas, desde el centro de curas de la Torre del Noreste. Paris sin duda ya ha
recibido suficientes atenciones tuyas por hoy. Es bueno que tengas otra cosa en qué ocuparte.
-¡Oh, Helena, Helena! -canturreó Paris desde el cuarto-. Ven a ayudarme a vestirme. Creo
que bajaré a echar un vistazo a la batalla. Tráeme eso bonito arco de sauce que Pándaro le hizo al
pequeño Ideo el otro día. Le gustará pensar que ha sido usado en una verdadera batalla.
La Tregua
Aquel día, como muchas otras delirantes jornadas, tuvo un final tranquilo para los troyanos.
La guerra se hacía más febril de día en día; los griegos estaban cada vez más enloquecidos, no
parecían ver ya a los troyanos, sino que diríase que luchaban contra sus propios fantasmas. A Troya
llegaron inquietantes noticias de los encuentros de los griegos con los dioses durante la batalla.
Pero los troyanos no habían visto a ningún dios. Vivían encerrados en la febril envoltura de la
guerra, presos de su propia determinación de no enloquecer A veces aferrarse a la cordura, no
moverse al ritmo delirante de la hora viva, es como una locura suspendida, mortal. Los griegos
perseguían constantemente nuevas, ignoradas fortunas. ¿Qué mantenía tan anclados en el presente a
los troyanos?
A los dioses les correspondía el papel de dejarse desgarrar como nubes por pasiones que los
mortales eran demasiado firmemente insignificantes para sentir; los troyanos, a diferencia de los
griegos, no podían olvidar su propia insignificancia mortal. No podían convertirse en dioses,
mantener combates con los dioses, en aras de la divinidad de un instante fugaz. Morir una muerte
humana confería inmortalidad; pero quienes, imitando a los dioses, combatían con dioses, se
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convertían en no-nacidos, desconstruían su humanidad, se evaporaban en el aire invisible a partir
del cual cuajó inicialmente la vida. haber progresado tanto a partir de la Nada, ser ellos mismos,
aunque sólo fuesen esos sencillos fragmentos rescatados de la grandiosa confusión, era algo a
defender. Troya vivía rígidamente encerrada en esta convicción, más rígida que sus lisas, compactas
murallas. Y, sin embargo, los troyanos no podían por más que envidiar a los griegos; porque éstos,
pese a su desvarío, o tal vez a causa de él, se dejaban absorber por la guerra. Podían entrogarse
temerariamente a la lucha, sin preocuparse de si al final saldrían cambiados, si es que llegaban a
salir de ella. Diomedes, después de clavar la punta de su lanza en la boca de Pándaro y de derribar a
Eneas, que había desmontado para proteger a Pándaro con su escudo, pudo volverse a luchar contra
Afrodita, dando voces contra la falsa hija de Dione, dejando para su amigo Deipilo la
gloria de capturar los magníficos caballos de Eneas. Eso era verdadera furia, y éxtasis. Los griegos
eran capaces de amenazarse y gritarse y lanzarse furiosas recriminaciones, o de cubrirse de mutuas
alabanzas con igual violencia; sabían hacer de cada día una vivencia distinta y llenar un día con
muchas distintas vivencias.
Transcurriría algún tiempo antes de que Pándaro pudiera volver a hablar y Troilo a caminar.
Helena estaría ocupada atendiéndolos; Paris se pondría celoso e irritable, la casa estaría demasiado
llena de gente. Criseida había tomado una decisión. No quería ayudar a Helena a cuidar a Troilo,
cosa que no podría evitar si permanecía en la casa. Y, como hija del traidor Calcante, tampoco
quería hacer recaer sobre ninguna otra casa la vergüenza de tener que ofrecerle hospitalidad.
Aquel día la batalla había concluido con un combate cuerpo a cuerpo entre Héctor y Ayax el
Grande. Heleno lo sugirió cuando el polvo de la reseca llanura y la desaparición del sol hicieron
difuso y desesperado el combato general, mientras ninguno de ambos bandos parecía dispuesto a
tomar la iniciativa de dar por terminada la batalla. Heleno, evidentemente, dijo hablar a instancias
de Apolo. De hecho, tenía el encargo permanente de su hermana gemela Casandra de valerse de su
prestigio como profeta para involucrar a Héctor en un combate individual con alguno de los griegos
en cuanto se presentase cualquier ocasión propicia. De modo que Héctor lanzó el desafío. Al
principio, ninguno de los griegos respondió. Luego Menelao se adelantó un poco, con la seguridad
de que sería disuadido de inmediato; no era el hombre adecuado para enfrentarse a Héctor en
nombre de todos los griegos. Una sonrisa irónica se propagó entre su bando cuando Agamenón le
hizo volver atrás; les parecía realmente divertido. Después, como era de esperar, el viejo Néstor
pronunció una arenga; habló de cómo él de joven, se había adelantado al instante en respuesta al
desafío de Ereutalión, en el conflicto entre los pilios y los arcadios frente a las murallas de Lea. Y
sólo entonces se ofrecieron contrincantes dignos de Héctor, nueve en total: el propio Agamenón,
Diomedes, los dos Avantes, Idomeneo y su compañero Meriones, y Lurípilo de Ormenión (no el
otro Lurípilo de Teurrania que era nieto de Hércules e hijo de la hija de Príamo, Astioque), y Toante
de Calidón, en Etolia, y finalmente Odiseo, un combatiente astuto aunque no valeroso. Echaron
suertes en el casco de Agamenón y salió elegido Ayax el Grande, cosa que complació a todos, y a
Ayax y a Héctor más que a ninguno.
Ayax tenía el casco rasgado, y también Héctor, y se castigaban con enormes piedras que
caían lenta y dolorosamente. Pero combatían como muñecos más que como hombres, forcejeando
sólo a la espera de que se acabaran los últimos minutos de luz. De pronto, impulsados por un
mismo instinto, ambos se detuvieron, casi sonrientes; había caído la noche. Y simultáneamente, de
ambos bandos se adelanto un heraldo: Luríbares, el escudero jorobado de Odiseo, y, en el bando
troyano, Ideo, hijo de Dares, cuyo hermano mayor había muerto atravesado por la lanza de
Diomedes a primera hora de la tarde. Entonces Ayax y Héctor se sonrieron friamente, como
hermanastros, según la descripción de Héctor al contarlo. Y él le entregó a Ayax su espada con
incrustaciones y Ayax a su vez le dio el ceñidor, de cuero púrpura, tachonado de clavos de oro y
forrado con un centenar de piezas de cobre ensambladas para darle flexibilidad, que llevaba atado a
la cintura, debajo de la coraza.
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Héctor le entregó el ceñidor a Deifobo, el más próximo en edad de todos sus hermanos y
con quien supuestamente compartía el mando, aunque Deifobo llevaba una temporada alejado del
campo de batalla. Se había puesto abiertamente al frente de una conspiracion para destronar a su
padre en su propio favor y no estaba dispuesto a tomar parte alguna en la guerra excepto como rey
de Troya. «Héctor puede caer en cualquier momento -decía-, y Príamo es viejo y se le están
ablandando las ideas. ¿Quién será nuestro rey cuando llegue el momento critico?» Lo había dicho
tal cual delante del propio Príamo, quien tenía dos respuestas para ello. Una vez señaló, casi con
complacencia: «El momento critico ya ha pasado». Y a menudo repetía: «¿Por qué no te proclamas
rey, Deifobo? Seguro que Troya no se quedará por ello sin Príamo, ni Príamo sin Troya». Pero era a
Héctor, y no a Príamo, a quien Deifobo veía como un obstáculo en su camino; ya llevaba años
aguardando que Héctor cayese en una batalla. Puede que no tuviera intención, tal vez, de firmar una
paz deshonrosa con los griegos. Su deseo declarado era derrotarlos rápida y definitivamente, como
en efecto podrían haber hecho los troyanos al principio si hubiesen sabido enfurecerse ante la idea
de ser atacados en su propio territorio por esos saqueadores griegos, que desembarcaban en
desordenado tropel de sus naves corsarias. Ataque y repulsa, una simple sucesión de
acontecimientos, y fácil de cumplir si los griegos hubiesen acudido con la sola intención de atacar.
Pero su propósito era destruir y las personas se retraen, se refugian en sus propios pensamientos, y
sus cuerpos se vuelven entonces irreales, en presencia de una voluntad de destruirlas. Las espadas
cuelgan como briznas de paja en manos de quienes son contemplados como hombres muertos por
sus enemigos, y a su vez se ven con la perspicacia sin matices de los muertos. Tienen que aprender
a estar vivos, a volver a la vida. a hacer revivir el metal en sus manos y sus propios nombres en sus
corazones. Era como si tuviesen que aprender por primera vez -y tal vez fuese la última- qué
significaba ser troyano.
De modo que aquella noche, durante la reunión del Consejo en el salón de Príamo, Héctor
arrojó el ceñidor de Ayax sobre las rodillas de Deifobo y le dijo:
-Consérvalo. Tal vez sirva para recordar a los griegos que en un tiempo se relacionaron con
nosotros como hombres de honor, cuando te presentes ante ellos, tal vez dentro de poco, para
reclamar mi cuerpo.
Y Deifobo, sosteniendo con dureza la mirada de Héctor, sin una sonrisa, se levantó y se
abrochó con gesto sombrío el ceñidor en torno al propio tallo.
Antes de retirarse ambos bandos de la llanura, habían concertado una tregua, aunque no
había quedado claro de cuántos días de duración. Los griegos tenían la exasperante costumbre de
proponer a cada paso treguas de duración indefinida. Luego, según su propia conveniencia y sin
previo aviso, de pronto salían de su campamento completamente aperados para la batalla. En
aquella ocasión los troyanos deseaban particularmente una tregua bastante larga, de duración bien
definida. Muchas cuestiones de gobierno habían permanecido descuidadas durante largo tiempo;
tenían que celebrar conversaciones con los aliados, debían entrevistar a los enviados y recaudadores
de impuestos llegados de distantes provincias, debían partir nuevos enviados, había que sugerir
nuevas levas... y tocaba celebrar los festivales de otoño para solaz de quienes todavía no estaban
afectados por la parálisis de la guerra. «Finjamos que todavía existen personas así entre nosotros -
dijo Príamo-. Ojos capaces de captar el avance del año. Y que los dioses nos perdonen si sólo es
una fícción.» Se habían reunido para considerar de qué torma propondrían la tregua. Pero Criseída
ya había tomado su decisión antes de la reunión del Consejo: se trasladaría al campamento griego
durante la tregua.
Por qué no había de ser ella quien se entregara como rehén a los griegos, para así poder
hablar allí con su padre, y hacerle comprender que era definitiva e irreversiblemente troyana... y
ofrecer a los griegos, con su presencia, una percepción directa de las realidades troyanas,
arrebatarles su insolente confianza de que luchaban contra tantasmas, y llevarse luego, tal vez, a
Troya una visión irresistiblemente cómica de los griegos capaz de provocar risas que harían
desmoronarse la guerra en un cúmulo de trivialidades, como ocurre con el pasado legendario, o el
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futuro ficticio, cuando la imaginación se refugia en el honrado presente... la guerra era el pasado de
Troya, y su futuro, la pena que tenía que pagar por haber osado detenerse entre pasado y futuro y
reivindicar un presente fijo, apoyándose en el derecho que le otorgaba su capacidad de mantener su
equilibrio. ¿Qué había pasado? ¿Acaso no había mantenido Troya su equilibrio? No, Troya se
mantenía firme, Troya era equivalente a la verdad. ¿Sería acaso que Troya era una medida
demasiado pequeña de la verdad, un recipiente demasiado reducido para contener la creciente
substancia del tiempo? En ningún otro lugar podía darse certidumbre mayor que la que proliferaba
en la colina de Troya. Pero, ¿y si los pensamientos troyanos eran demasiado íntimos?, ¿y si el
recipiente resultaba demasiado estrecho cuando el resto de la abundancia de la vida irrumpiera en
él?... ¿y si se rompía? Porque la mente debe tener cabida tanto para lo falso como para lo
verdadero; para lo falso a fin de probar, declarar al menos su falsedad. ¿Sería posible que la misma
veracidad de Troya hubiera debilitado el deseo troyano de vivir? ¿Por qué no se levantaban, se
desperezaban, bostezaban, inspiraban y arrojaban a los griegos al mar?... Oh, podían hacerlo, no era
cuestión de luchar con mayor bravura, sino de reafirmar, ante si mismos, su propia importancia. ¿O
tenían intención de renunciar a su importancia? ¿Pero, entonces, en favor de quién? De los griegos,
no... Los griegos eran demasiado egoístas para ponerse al servicio de un significado que podría
dejarlos vacíos, como Troya se estaba viendo abandonada, tal vez, por el significado que había
llegado a simbolizaría...
Criseida apretó los dedos contra las sienes. Sentía la mente comprimida y en suspenso,
como una pelota deseosa de ser lanzada. Tenía que acudir junto a los griegos, verlos, hablar con
ellos. Seguía atentamente la conversación, a la espera del momento propicio para anunciar su
propósito. Holicaón ya casi había terminado de comunicar las bajas. Después de cada nombre, se
levantaba una persona y recitaba una elegía. El primero de la lista había sido Democoonte. El
propio Príamo se levantó.
-A él, a quien en vida no pude reconocer como hijo sin vergúenza, ahora podré llorarlo con
lágrimas honorables. Que pueda tener a su cargo los caballos del cielo y aprender a sonreír de
nuevo al contemplarlos pastando blanca cebada y espelta en los campos celestiales.
Le siguió Fegeo, el hijo de Dares, y también tomó la palabra el padre del muerto.
-Quisiera escribir su nombre en los anales de la guerra con una mano que no tiemble con
mayor amargura que al inscribir los nombres de los otros que han caído en este día. Y quiera
Hefesto salvar su alma de las tinieblas.
Luego siguieron Odío, de Halizonia, y Fosro, el meonio, Fereclo, el famoso arquitecto
naval, y Abas y Pólido, hijos de Euridamas, el augur; el viejo Acalegón habló para ellos.
-Suspire por ellos la lechuza tres voces sagrada que guarda los suspiros de Atenea y de
Artemisa y de la Isis del sur.
Luego, Janto y Toón, hijos de Fénope de Abidos. Héctor se levantó a hablar para ellos.
-Su padre, mi amigo y durante muchos años nuestro huésped aquí en Troya, los siguió al
regazo de Cibeles cuando conoció sus muertos en el día de hoy. Que el espíritu de Fénope
permanezca siempre vivo en nosotros en la batalla y que Focris, el hijo de Fénope que aún nos
queda, pueda llorarlos largo tiempo, y también a su padre.
Siguieron Equemon y Cromio, y nuevamente Príamo se levantó.
-Que su madre me perdone si, en realidad, alguna vez la amé.
-Pues eran dos hermanos de Lesbos que habían acudido a Troya diciendo que Príamo era su
padre.
Luego siguió Pedeo y durante varios segundos nadie se levantó a hablar para él. Era un hijo
bastardo de Antenor, criado cariñosamente con sus propios hijos por su esposa Teano, sacerdotisa
de Atenea. Todos esperaban que hablase Antenor; pero fue Pólibo, como siempre en guerra con su
padre, quien tomó la palabra.
-Quieran los dioses tratarlo con igual compasión que a cualquier otro hijo de Antenor.
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Antenor enrojeció, mudo e indignado en su asiento. Luego siguió Deicoonte, el amigo de
Eneas, quien habló para él.
-Quiera Apolo acogerlo en su eterna luz. Y que la sangre de los gemelos pileos en quienes
vengué su muerte me defienda de las iras de Apolo por no estar a su lado para defenderlo.
Eneas se sentó con dificultad; todavía estaba un poco resentido de la piedra con que
Diomedes le había golpeado la cadera, pero probablemente exageraba el daño sufrido. Héctor
habría podido buscar, sin exagerar, compasión por la herida recibida en el cuello; en cierto
momento, durante el combate con Ayax, éste lo había rozado con su lanza. Pero se había anudado
un suave pañuelo al cuello, para ocultar la herida, y movía continuamente la cabeza, para disipar
cualquier posible preocupación por la misma.
«Esto ya no puede durar mucho -se dijo Criseida-; Helicaón sin duda suprimirá el mayor
número de nombres posible.»
El nombre que se anunció a continuación, Pilémenes de Paflagonia, provocó un silencio
general, no de dolor, pues Pilémenes no se había granjeado gran aprecio, sino porque los
paflagonios eran valiosos aliados. En la mente de todos flotaba la pregunta: «¿Los paflagonios
tendrían ánimos para continuar ahora en Troya y seguir honrando el pacto cerrado por su jefe
muerto con Príamo?».
Se levantó Hicetaón.
-Los paflagonios han enviado un mensajero al Colegio de Cibeles con la petición de que
mañana se celebre un sacrificio adecuado en honor de Pilémenes, momento en el cual renovarán,
según dicen, los compromisos de Pilémenes con Príamo.
Al oir esto, Timetes, el sacerdote de Apolo, inquirió sin levantarse:
-¿No puedo ser arriesgado confiar unos juramentos tan vitales a las solemnidades de un
culto privado?
A ello le respondió Príamo, y no Hicotaón:
-Tengo la seguridad de que un juramento ante Cibeles es tan vinculante para los paflagonios
como para nosotros.
Otrioneo, el hitita, no pudo resistir el deseo de intervenir.
-O para los hititas. Cibeles ha sido siempre nuestra más reverenciada divinidad. Los
sentimientos que inspira un dios femenino son, por alguna razón, mucho más bondadosos que los
que abrigamos hacia un dios masculino. Cibeles es la diosa primigenia de nuestra raza hitita
originaria, aunque en los inicios era sólo la diosa del cedro, la Señora de la Casa, y no la Señora de
toda la tierra. La diosa del árbol sólo empezó a recibir el nombre de Cibeles con la llegada de la
influencia troyana hasta Carquémide, nuestro último bastión. De todos nuestros dioses, es la única
que hemos conservado en nuestra dispersión. Se ha perdido el dios guerrero de la tormenta, y los
que nos dieron los medos y los indios, igual que el dios-toro y los baños de sangre con los que
renovábamos nuestra virilidad; algunos dicen que este dios nos llegó de Creta, cuando los minoicos
invadieron las costas fenicias tiempo atrás, otros dicen que procede del culto a Mitra de los medos.
Tales son las fortunas de la fe... tan curiosas como las fortunas de la guerra.
Entonces tomó la palabra el joven Polidamas, uno de los dos hijos de Pántoo que huyeron
con él de Delfos, y fueron rescatados los tres por Antenor.
-No me parece demasiado respetuoso con los muertos hablar de esta guisa.
Polidamas estaba sentado junto a Héctor, quien lo tenía por su guerrero predilecto, y
Otrioneo miró molesto a Héctor, como si lo culpara de haber inducido al otro a hablar. Pero Héctor
dijo:
-Paciencia, Polidamas. A los muertos sin duda no los molestaría ver incorporados sus
nombres a la chismografía viva. -Y Otrioneo tuvo que conformarse con esto.
Sarpedón, el jefe licio, se volvió hacia Héctor:
-Esta tarde no has querido escuchar mis palabras de gratitud cuando Odiseo se abalanzó
contra mí y mis hombres, después de que yo diera muerte a Tlepólemo de Rodas. Escúchalas ahora
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y ten por cierto que no me porté como un cobarde ante Odiseo, sino que estaba resentido de una
herida que me infligió Tlepólomo en el muslo; mis hombres acababan de arrancarme la lanza.
Fueron ellos, y no yo, quienes quisieron que fuese transportado bajo el roble protector y desde allí
te vi defender de la muerte a nuestro grupo licio, pero no sin que antes cayeran para no volver a
levantarse varios amigos queridos. Quiera Zeus amarlos como yo los amaba.
-¿Acaso puede aceptar gratitud, o abrigar sospechas, un corazón agradecido? -respondió
Héctor-. ¿No atacaste tú a Diomedes cuando se abalanzó sobre mí en su carro mientras yo, que
había desmontado del mio, defendía los cuerpos de Anfios y Sélago contra Ayax el Grande?
-Que Apolo los acoja en su eterna luz -recitó piadosamente Timetes- y haga susurrar
eternamente sus nobles nombres al río Peso que les dio la vida.
Glauco, el licio, había escuchado con desagrado el diálogo entre Héctor y Sarpedón, pues
afirmaba ser el legítimo rey de Licia y estaba molesto por la consideración de que gozaba aquél en
Troya. Glauco era hijo, y Sarpedón sobrino, de Hipóloco, quien había heredado el reino de Licia de
su padre Belerofonre, hermano mayor de Sísifo, el que engendró al Glauco que fue devorado por
sus propias yeguas. Hipóloco le bahía dejado su reino a Sarpedón porque éste parecía un joven con
un coraje y dignidad naturales, mientras su propio hijo, Glauco, daba muestras de la degeneración
aurólica que era la causa de la codicia de Sísifo, de la bestialidad del Glauco graciano, de la brutal
astucia de Odiseo. Sarpedón había intentado tratar a Glauco como a un principesco hermano menor,
poro éste se había puesto al frente de un grupo de oposición y habían llegado a Troya como
enemigos, cada uno capitaneando un grupo separado de licios.
-Si queréis podemos interrumpir la lectura de las bajas -bufó Glauco- para iniciar un festival
de halagos. La mitad menos fsmosa de los presentes, y las mujeres, podríamos fingir ser griegos y
llenar de alabanzas a los troyanos, que tan graciosamente ceden la victoria en el campo de batalla,
aunque por los aires que se dan en casa diriase que la han conquistado.
Criseida aguardaba ansiosa el inicio del debate sobro la tregua, pero consideró que no podía
dejar pasar sin una protesta el intento de Glauco de acelerar las cosas en ese tono.
-Creo que a ti no te seria difícil hacer el papel de griego -dijo.
-Y si las mujeres pudiesen convertirse en griegos por una hora... honorablemente, no para
traicionarlos ante Troya -añadió Andrómaca-, entonces veríais el espectáculo tan largamente
ansiado: las naves griegas regresando a sus casas. Pues no puede haber ningún deshonor en
volverse a casa. ¡Oh, si Cibeles quisiera concedernos un sortilegio para hacerlos soñar con sus
hogares!
«Cibeles, concédeme un sortilegio para lograr que los griegos regresen a sus hogares», rogó
para sus adentros Criseida.
-No debemos acariciar estas ideas fantásticas -le dijo tristemente Príamo a Andrómaca-. Nos
hacen olvidar lo que tenemos entre manos. ¡Helicaón, prosigue!
Y Helicaón continuó recitando los nombres de los muertos: Acamante, el tracio, y Axilo de
Arisbe, y Pidires de Percote... Elato de Podaso, la alta ciudadela lelegia del rey Altes, el padre de
Laótoe, situada en las proximidades del golfo de Adramitenia, frente a Lesbos, con el río Sarninís
mojándolo los talones. Laótoe habló para ellos:
-Que la paz de Artemisa inunde sus cráneos vacíos y se levanten de entre los muertos con
nuevas cabezas... y la cabeza de Altes les salude con cariño cuando accedan a la perfección.
-Tu padre era un buen hombre -le dijo Criseida-. Ni siquiera Aquiles se atrevió a matarlo
cuando atacó Pedaso a principios del verano.
El padre de Laótoe había bajado hasta la costa cuando Aquiles desembarcó con sus
hombres, acompañado de una pequeña escolta, todos desarmados. «Esta es Pedaso -les dijo-, por
donde entran en la Tróade muchos hombres y provisiones, que se dirigen al norte en ayuda de
Troya en dos rápidas jornadas por el camino de la costa. Y yo soy Altes, rey de los lelegios, y padre
de Laótoe, la joven esposa de Príamo en su vejez. Atacadnos si así lo deseáis, pero si lo hacéis
habrá dos Trovas y los griegos tendrán que luchar en dos guerras. Pues la Tróade es una sola
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familia y dondequiera que dirijas la mirada, un nuevo hermano se levanta a defender el hogar. Os
encontráis lejos de vuestros hogares y no podéis multiplicaros. Marchaos y en prenda yo os daré
algo que os recuerde que estuvisreis aquí y os marchasteis, dejando una segunda guerra sin luchar:
os daré a mi otra hija, la única que todavía pueden contemplar mis ojos moribundos.» Y Aquiles se
la llevó. Se decía que incluso se sentía avergonzado de llevársela; había tenido que escoger entre
esa vergüenza y la vergüenza mayor de iniciar una segunda guerra de Troya en el sur. Entonces
Altos volvió a la cónica Pedaso, para morir.
-Que el Hombre del Sol glorifique su corazón -dijo impaciente Timetes.
-Ven a sentarte a mi lado, Laótoe -la llamó Príamo. Ella acercó su taburete al trono de
Príamo. Todos estaban sentados en un desorganizado corro alrededor del fuego abierto, rodeado de
columnas, que ardía en el fondo del salón. Cada columna llevaba incorporado un asiento de piedra,
de cara al fuego. El de Príamo, de ónice, era un poco más elevado que los demás; se apoyaba contra
la columna del fondo, de cara a la puerta. Habia diez columnas y diez asientos fijos, ocupados por
Príamo y los más ancianos. El resto de los hombres, y las mujeres, se sentaban en taburetes donde
mejor les parecía, las mujeres más cerca del fuego; esas noches de finales de otoño podían llegar a
ser misteriosamente frías y en el vasto salón desnudo flotaban islas de aire helado, entre los puntos
donde los esclavos sostenían las antorchas montadas sobre largas varas. Los asientos de piedra
estaban recubiertos de pieles y los altos, sólidos brazos, que bajaban en volutas hasta el suelo,
convertían a cada uno de ellos en un amplio refugio. Poro los que ocupaban los taburetes estaban
desproregidos frente a las bocanadas de aire frío que inesperadamente soplaban entre ellos; las
mujeres se apretaban cada vez más las pañoletas y los hombres se levantaban de vez en cuando para
pasearse con inútil energía.
El comentario de Criseida sobre la incursión de Aquiles en el sur no pudo dejar de
recordarle a Andrómaca a su propio padre, su propio hogar de Tebas, en la llanura justo al otro lado
del extremo oriental del golfo de Adramirenia.
-Aquiles no fue tan misericordioso en Tebas -dijo-. Su padre Etión había caído muerto en
esa incursión. Sin embargo, Aquiles había tratado con nobleza el cadáver de su padre y había
permitido que fuese incinerado con el ritual apropiado, arrojando buena parte de las armaduras
capturadas a la pira. Pero se había llevado a su madre. «Por el honor de Agamenón», había dicho,
tal vez con malicia, pues no era muy honorable esclavizar a una vieja reina y discutir su rescate,
como se vería obligado a hacer Agamenón. Príamo había pagado sin rechistar el enorme rescate
exigido por Agamenón; podría haber sacado a relucir perfectamente la mezquindad de los presentes
de rescate con que los griegos pagaban la libertad de sus prisioneros. La madre de Andrómaca no
había sobrevivido mucho tiempo después de su liberación. No sólo debía llorar a su marido, sino
también a sus sietes hijos, a quienes Aquiles había descubierto entre las colinas del noroeste de
Tebas, con todos los rebaños de la Cilicia adramitenia a su cargo. Allí encontró también a Eneas,
entre el ganado dardánida, y tal vez intentó seducirlo para que se uniese a los griegos, casi con
éxito, según contaban, sólo que no pudo garantizarle el prestigio y el rango que estaría dispuesto a
concederle Agamenón. Y también allí se apoderó de los dos hijos que había tenido Hécuba de su
primer marido, un pequeño señor del sur de Frigia del cual había sido huésped Príamo durante sus
viajes de juventud por la Tróade y a quien Hécuba había matado por amor a Príamo. Los habían
enviado al corazón del monte Ida con dos finalidades: para que condujesen gran parte de los
rebaños troyanos lejos del alcance de los griegos y para que localizasen a Eneas y lo instasen a
acudir a Troya con la ayuda de los dardánidas. Lo habían encontrado muy al sur, decían, entre los
bosques de pinos del bajo Ida, donde los pinos se funden con los olivares de la costa de
Adramitenia. ¿Había ido hasta allí a sabiendas de que vería a Aquiles y con la promesa de que no
sería capturado? Desde luego, lo habían sorprendido en compañía de Aquiles y su grupo, y él había
revelado sus nombres a los griegos, que los habían capturado y luego dejaron continuar libremente
a Eneas su camino hacia las colinas altas; ¿tal vez todavía no estaba decidido a incorporar a los
dardánidos a la defensa de Troya? Era posible que Aquiles hubiese conservado a Antifo e Iso como
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sus propios cautivos personales, sin entregarlos a Agamenón y aceptando un rescate muy pequeño
de Príamo a cambio de su regreso a Troya, porque se avergonzaba del papel que él mismo había
desempeñado en el doble juego de Eneas.
Las habituales interpretaciones de la conducta griega no eran aplicables al caso de Aquiles.
Los griegos, por naturaleza, no eran un pueblo coherente; los griegos que se comportaban
coherentemente solían ser personas desagradables. Además, era raro encontrar a un griego
realmente triste, o realmente alegre. Podían mostrarse sombríos, o exaltados, pero no se entregaban
fácilmente al pesar, o al júbilo, con el espíritu libre. Y tampoco parecían entender el sentimiento de
vergúenza; les preocupaban muy poco las consecuencias de una acción, o la impresión que causaría
más adelante. Siempre tenían el pensamiento puesto en el futuro, pero no en un mañana definido
como finalidad del tiempo. Esta ceguera al mañana inmediato les había permitido mantener su
solitaria posición en los confines de Troya. Aquiles era un griego diferente en todos esos aspectos,
en particular por la influencia de la vergüenza en sus tratos con sus enemigos.
La vergüenza había inspirado, por ejemplo, su indignación contra Agamenón a causa de
Briseida. Cuando Aquiles capturó a Briseida y Criseida, en su ataque contra Limoso, le había
jurado al rey Mines que ningún hombre tocaría a Briseida, su esposa, contra su voluntad; y en
virtud de este juramento, Mines había rendido la ciudad sin presentar batalla. Fue un ataque
inesperado; Aquiles avanzó hacia el noroeste, adentrándose en las estribaciones del Ida, después de
la incursión contra Tebas, y de pronto descendió a atacar Limoso, donde se celebraba un festival de
Artemisa. Algunos de los hombres de Minos desobedecieron su orden de rendirse pacíficamente a
los griegos y ofrecieron resistencia, y en la confusión resultante muchos cayeron muertos, Mines
entre ellos, y también más griegos de los que Aquiles podía permirirse perder. Pero aun así no
olvidó el juramento que le hiciera a Mines. Destinó para Agamenón a Criseida, hija del sacerdote
de Apolo de Crises, que había acudido a Limoso para el festival, y él se quedó con Briseida, para
evitar que sufriera el fatal destino de una mujer cautiva. Y a continuación siguió camino rumbo a
Pedaso. Las bajas sufridas en Limoso no podían explicar por sí solas su partida de Pedaso sin más
botín que la hija de Erión. Erión había apelado a su instinto de coherencia: atacar Pedaso habría
supuesto iniciar un segundo conflicto, introducir a la guerra en un nuevo e imprevisible derrotero.
Otro griego tal vez no hubiese respondido tan fácilmente a esa apelación. De Pedaso, Aquiles se tue
a Lesbos y luego se apresuró a regresar al Helesponto.
Helicaón acabó de leer rápidamente el resto de las bajas. Nombró a un auriga de Héctor y a
otro que no lograría sobrevivir más allá de esa noche.
-Vivirá -dijo Andrómaca-. Está acostado en nuestra casa y Helena le ha estado limpiando la
herida.
A continuación nombró a Piroo de la tracia Eno, y después a Adrasto de Hyde, en Meonia,
donde el río Hermo cría peces dulces, no contaminados por el acre sabor del mar. Fueron los
últimos de la lista de Helicaón.
-Que el carro de Cibeles se los lleve lejos de este penoso tiempo -dijo Príamo-. Un
crepúsculo de muerte consume ahora nuestros días.
-Ha sido la amenaza de la tormenta que nos ha enloquecido a todos hoy... y a mí más que a
ninguno -dijo Héctor-. Secos relámpagos crepitaban entre nosotros y la batalla se desmembró en un
caos. En cierto momento llegué hasta las nuevas murallas de arcilla de los griegos y me encontré
solo con mis caballos, ningún griego contra el cual luchar, ningún troyano a quien defender. Les
dije palabras absurdas y cariñosas, como hace Andrómaca cuando les da de comer, o como un
hombre que perdido en el bosque habla con familiaridad a los árboles, para encontrar consuelo al
sentir su propia voz. Creo que apenas sabíamos quiénes éramos, ni sentíamos alejarse las lanzas de
nuestras manos. este fue uno de los motivos que me hicieron regresar a Troya, era necesario que la
cabeza se me despejara.
-Cuando acudiste a verme a la torre -dijo Andrómaca- tenías los ojos de plata, no azules, y
tan fríos y encendidos que Escamandrio se asustó, hasta que te quitaste el casco y bajaste la cabeza
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hacia él, mientras bromeabas: «A ver cuántos pelos grises nuevos consigues encontrarme hoy, pero
cuidado con contar ninguno de los viejos». Estaba tan preocupada por ti que no pude resistir más
tiempo sola en la torre. Para distraerme, fui a buscar a Teano y sugerí un sacrificio a Atenea. Eso
nos tuvo ocupadas un rato mientras traían las terneras y buscábamos un paño nuevo para colgarlo
en el santuario. Helena, aunque estaba atareada atendiendo a Troilo y a Pándaro, nos invitó a buscar
algo que pudiera servirnos entre sus cosas. Nos dejó coger una pañoleta preciosa, comprada en
Sidón, durante el viaje hasta Troya. Fue una ceremonia impresionante y todos quedamos más
calmados después; también aquí crepitaban los relámpagos sin lluvia. Creo que el tiempo afecta
mucho más a las mujeres que a los hombres, quizás porque los hombres se parecen más al tiempo.
Y las mujeres son como la tierra sobre la cual cae el tiempo.
-Si supiésemos dividir correctamente el mundo -dijo Lampo-, podríamos juntarlo mejor. El
tiempo contra la tierra, o los hombres contra las mujeres, o los griegos contra los troyanos, o la
muerte contra la vida; estamos divididos en centenares de mitades y ningún par de mitades forma
una totalidad.
-En cualquier caso, Helena ofreció una magnífica pañoleta para el sacrificio -dijo Climena-.
De ella ha sacado muchas de las ideas para el paño que ella misma está haciendo. Lleva bordada
una gran silueta de una mujer, con el cuerpo relleno de bordados con representaciones de todo
cuanto contiene el mundo, que desbordan graciosamente el contorno. En la base lleva una leyenda
en caracteres fenicios que al parecer dice que el mundo es una mujer virgen, que sin embargo es la
madre de cuanto hay en él. -Se volvió hacia Criseida, junto a la cual estaba sentada.- ¿No te parece
estupendo ser mujer? ¡Dicen cosas tan maravillosas de nosotras, aunque no hacemos nada para
merecerlas!
-Hay muchas maneras de hacer cosas que no se ven -dijo con reproche Criseida-. Las
mujeres hacen cosas en el nivel subterráneo y los hombres sólo en el nivel superficial de la vida.
-Y, por tanto -dijo, tanteando el terreno, Antenor-, seria mejor que las mujeres se
mantuviesen en el nivel que les corresponde.
-Todos estamos muy agresivos unos con otros últimamente -comentó Príamo meneando la
cabeza-. ¡Veamos! Hemos propuesto a los griegos una tregua de duración indefinida, de dos
semanas si quieren, para poder ocuparnos de los asuntos civiles y recoger el resto de nuestra
cosecha. Paris ha ido incluso más lejos: está dispuesto a devolver a los griegos la totalidad del
tesoro de Helena si regresan ahora mismo a sus casas, y es de suponer que cuenta con el
consentimiento de Helena. Una generosa oferta, puesto que Helena nos ha dicho que todo cuanto se
llevó consigo de Esparta le pertenecía por legítimo derecho. Y nosotros les hemos ofrecido, si lo
aceptan, setenta voces el valor de eso tesoro en la forma que prefieran.
-Lo más probable es que no quieran ni oir hablar de una tregua definitiva -dijo Paris-. Sólo
les hice esa oferta para molestarlos. Quieren convencerse de que están luchando por una cosa
importante, un principio y no una rencilla. ¿Y cuál es el principio? Que no les gusta Grecia y creen
que deben encontrar una nueva Grecia. En realidad, nadie puedo reprochárselo. Es una tierra
rebelde y que en general no consiguo mantenerse unida. Y si a alguien tienen que echarle la culpa,
¿por qué no a nosotros?
Paris se volvió hacia Memnón.
-¿Por qué no nos retiramos definitivamente y les cedemos el terreno? Tú podrías invitarnos
a Media y ayudarnos a encontrar un hogar en algún lugar vecino. Después de todo, no tenemos más
excusa para estar aquí que el hecho de que nos gusta. Y todavía no hemos respondido con un firme
«si» a la pregunta de si nos gusta lo suficiente para indignarnos cuando se discute nuestro derecho a
este lugar. Lo cierto es que no somos un grupo demasiado decidido, ¿no os parece?
Memnón se acarició la barba con oriental afabilidad. ¿Quién era Memnón y por qué se había
unido a la guerra? Se paseaba con arrogancia, vestido con la exagerada exquisitez de los medos,
cortés por una decisión de sentirse siempre a sus anchas. Al llegar había dicho ser hijo del hermano
de Príamo, Titono; contó que Hércules había perdonado en secreto la vida a Titono, el cual se había
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adentrado muy lejos hacia el Oriente en busca de fortuna, hasta que llegó a Susa de los medos y allí
alcanzó gran poder y fortuna. Un relato improbable y, como todas las mentiras orientales, inútil.
Porque Memnón llegó con una poderosa fuerza de. Astutos susos y mal educados asirios y entre sus
hombres había incluso un grupo de nerviosos, feroces etíopes, razón suficiente para que Príamo le
ofreciese una buena acogida, aunque no cabía duda de que el motivo que lo había llevado hasta allí
era la intención de participar en el botín, cualquiera que fuese el bando vencedor.
Mientras tanto, Clitio y su hermano Caletor habían acercado sus taburetes a Criseida y
Climena y los cuatro discutían en privado.
-A Príamo no le gustará que hagas una visita a los griegos, Criseida -estaba diciendo Clitio-.
Temerá que tal vez intenten retenerte contra tu voluntad. Naturalmente se lo diré en el momento
oportuno, va que así lo deseas, y se verá obligado a consentir, para demostrar que confía en ti, pero
yo estoy totalmente en contra.
-Y Criseida ha prometido llevarme con ella -reveló Climena con irresponsable placer-. Oh,
confío que será una larga tregua. Será muy divertido y esto y segura de que nos trataran con gran
cortesía y organizarán toda clase de festejos y diversiones para nosotras. ¡Y vaya rapapolvo que
pienso darle al tío Menelao por declarar la guerra contra su propia esposa! -Climena era una joven
rolliza, de negros cabellos y rojas mejillas, cuya sed de alegría resultaba difícil no aceptar con
indulgencia.
Criseida le respondió a Clitio:
-Aunque los griegos, bajo la influencia de mi padre, intentasen pasar por alto mis deseos, no
podrían prescindir del hecho de que soy troyana, acudiría allí como rehén oficial y no podrían hacer
caso omiso de eso, a menos, naturalmente, que decidiera quedarme con ellos por propia voluntad.
Es un riesgo que deben asumir quienes creen en mi.
-Tal vez tampoco puedan prescindir del hecho de haber recibido la visita de dos adorables
damas a cuya compañía no renunciaría voluntariamente ningún hombre -dijo bromeando Caletor.
Climena se rió, Criseida frunció el ceño, y Clitio replicó:
-Recuerda, Caletor, que Príamo me hizo hombre libre a pesar de tu baja cuna, no a causa de
ella. Sin duda me debes el esfuerzo de comportarte como el hermano del secretario de confianza de
Príamo, en vez de manifestar tu verdadera personalidad de ex-esclavo. Vuelve a tu sitio entre los
guardias de la puerta.
Caletor obedeció como si hubiese recibido la orden del mismo Príamo; Clitio raras veces
hablaba con severidad a nadie. Instantes después de que Caletor se uniera a los soldados que
holgazaneaban junto a la puerta, éstos se pusieron firmes en dos rígidas filas para dar paso al salón
a Ideo y su escoira. Clitio corrió a situarse al lado de Príamo.
-Rechazan el tesoro, señor Príamo -anunció Ideo- y aunque les ofrecieseis cien veces su
valor, también lo rechazarían, dicen. Entregadles a Helena y no pedirán nada más; Helena es su
corazón, dicen, sin el cual no podrían regresar a Grecia, por repletas de tesoros que estuviesen sus
naves.
-Naves vacías, pechos vacíos. Parece un fragmento de un discurso de Néstor -dijo Paris
arrastrando las palabras.
-En realidad lo es -respondió inocentemente Ideo.
-Un valiente discurso -comentó Antenor-. Es preciso admirar su fidelidad a los aspectos
difíciles de la guerra.
-Lo cual ciertamente parece un fragmento de un discurso de Antenor -replicó Paris.
-¡Ideo, continúa! -les interrumpió Príamo.
-Y dicen que si insistís en una tregua de duración definida, entonces ofrecen una tregua
hasta mañana al amanecer... la misma que rige cada noche entre nosotros. Y como prueba de
nuestra buena fe piden un rehén, cuyo rango no sea inferior al del rehén que nos enviarán a cambio:
Demofonte, hijo de Teseo.
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Un disgustado murmullo recorrió la sala. Laódice, al oir mencionar el nombre de
Demofonte, levantó rápidamente la cabeza, para ver si todas las miradas se habían vuelto hacia ella.
¿Era ése otro insulto de los griegos: enviar como huésped al amante de la hija de Príamo, y padre
de su hijo? ¿Había hablado Demofonte de esos temas prohibidos con sus compañeros,
incumpliendo el juramento prestado a su abuela Etra?
-Esto sólo puede significar que quieren darnos a entender que no tienen verdadera intención
de luchar durante algún tiempo -dijo Héctor-, para que relajemos nuestra vigilancia. Propongo que
respondamos aceptando esta falsa tregua y que enviemos un rehén por esta noche. Pero que
también mantengamos fuerzas apostadas en la llanura durante toda la noche y un millar de
hogueras encendidas entre sus murallas y las nuestras. Yo montaré guardia personalmente en las
proximidades de su campamento, donde se estrecha la distancia entre los dos Escamandros. Así, los
griegos podrán declarar una nueva tregua al amanecer, si quieren... o podrán ahorrarse el esfuerzo
de dar esos gritos de batalla con que suelen invitarnos al combate.
-Y yo destacaré un espía -dijo Pántoo-. Una noche oscura como ésta los tentará al engaño.
Clitio se inclinó entonces a susurrarle algo al oído a Príamo, sin duda a propósito de
Criseida, porque Príamo de inmediato la miró, preocupado y desconcertado. Y Criseida asintió sin
sonreír, en señal de que en verdad deseaba ser enviada como rehén a los griegos.
-Lo más digno -dijo Paris- seria no prestar absolutamente ninguna atención a esta absurda
propuesta. Lo más probable es que no hayan conseguido ponerse de acuerdo entre ellos y nos
envían esta respuesta con la esperanza de que no sepamos cómo interpretarla y volvamos a
intentarlo mañana, dándoles más tiempo para sus disputas.
-No comprendo -dijo Timetes- cómo podemos dudar de la seriedad de unos enemigos que
durante estos nueve largos años no han hecho más que perseguir heroicamente una sola resolución.
-Y, ante esta única piadosa resolución de capturar Troya -respondió con falsa modestia
Paris-, ¿qué otra cosa podían hacer sino matar al mayor número posible de los nuestros, como tan
heroicamente han venido haciendo durante estos nueve largos años? No podrían haber conseguido
su propósito intentando enrablar amistad con nosotros, dada nuestra poco heroica resolución de
mantener nuestras propias pretensiones frente a las suyas. Aunque debo de ser un consuelo para
ellos sabor que al menos tienen unos cuantos amigos entre nosotros. La simpatía de un enemigo es
aún más dulce que la simpatía de un dios.
Príamo se levantó, lenta y deliberadamente, para anunciar su decisión:
-Tengo intención de aceptar literalmente su propuesta. -Después de hacer callar así cualquier
inútil palabrería, volvió a sentarse.- ¡Héctor! Me parece bien hacer lo que has dicho. ¡Pántoo! Es
una prudente idea destacar a un espía. -Aquí Clitio le susurró algo al oído.- Me dicen que nuestro
apreciado Eumedes, que ha donado una parte tan grande de su riqueza para la guerra, ha
manifestado hace tiempo el deseo de ver conferido algún honor a su hijo Dolón. Puesto que la tarea
difícilmente puede ser arriesgada y sin embargo es meritoria, considero que podría ser apropiado
confiársela a Dolón... si la considera digna de él, claro.
Dolón, un joven feo y necio, murmuró unas palabras de aceptación con una vaga sonrisa. Si
hubiese sido un hombre fornido, o al menos capaz de expresarse con claridad, a nadie le habría
importado que su padre fuese un vulgar mercader enriquecido mediante el aprovisionamiento de las
fuerzas de muchos de los aliados. Pero resultaba difícil conferir honores a una persona de cuerpo y
mente igualmente incapaces de acogerlos con familiaridad. Todo el mundo comprendía la
embarazosa situación de Príamo; era sabido que Eumedes empezaba a estar molesto porque todavía
no se había encontrado en Troya un servicio seguro y honorable para su hijo, una combinación
difícil de lograr en aquellos tiempos. El nombramiento molestó lógicamente a Pántoo, porque quién
sabía cuántas cosas podían llegar a depender esa noche de la conducta de un espía. Pero, dadas las
circunstancias, sólo pudo acatar con una reverencia la decisión de Príamo; a Dolón le dirigió una
distante y formal inclinación de cabeza.
A continuación Príamo procedió a nombrar al rehén.
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-Le pediremos a Criseida que sea garante de nuestra palabra ante los griegos. ¿Querrás pasar
con ellos esta noche, Criseida? -Ese era un nombre que nadie habría convertido en vehículo de las
buenas intenciones troyanas por irreprochable que fuese la troyanídad del carácter privado de
Criseida. Comenzó a insinuarse una sensación de malestar general, cuidadosamente desviada de su
persona. Incluso cuando se levantó a hablar, todos miraron al suelo, para no dirigir hacia ella todos
los interrogantes de sus miradas.
-Es un honor que no podría rechazar sin faltar a la confianza que habéis depositado en mí -
respondió en un tono que acentuó en todo el mundo la sensación de extrañeza por que fuese
precisamente ella, de entro todos, quien debiese sellar la tregua. Luego cambió de tono-. Me
gustaría llevarme a Climena para que me acompañe. Tiene muchas ganas de ir. -Esto puso fin a la
incomodidad general. Climena miró suplicante a Príamo, como una niña pidiendo unas vacaciones.
Príamo sonrió.
-Claro que puede ir contigo. Casi os envidio. Seguro que os tratarán estupendamente.
-¡Oh, sil -exclamó Climena-. Y no nos sonsacarán ninguna información, pero no podrán
ocultarnos nada, ¿verdad, Criseida?
-Yo os escoltaré hasta allí -dijo Pántoo con perceptible precipitación-. Y estaré allí al
amanecer para traeros de regreso.
Era una misión que le habría correspondido de todos modos, pero quienes lo escuchaban no
pudieron por más que recordar todo cuanto se murmuraba a propósito de Pántoo y Climena.
El salón empezó a vaciarse gradualmente, empezando con la salida de quienes irían a la
llanura para iniciar los preparativos. Cuando Criseida y Climena salieron de las murallas, en la
llanura ya empezaban a arder de trecho en trecho las hogueras troyanas. Sin su presencia, el
descenso por la empinada ladera desde las murallas hasta la llanura habría sido una inmersión a
ciegas en la oscuridad de la noche, pues no se veían las estrellas, ni la luna, y una cerrada penumbra
que presagiaba tormenta se cernía por todas partes. Pero a la luz de las hogueras de la llanura,
avanzaron cómodamente en compañía de sus propias sombras. Hasta los árboles se vislumbraban
en difusos, amigables grupos: el roble vigilante que se alzaba un poco más abajo de la colina cerca
de la orilla del Pequeño Escamandro, y la familia de higueras próximas y, un poco más allá, pegado
a la orilla, el nido de tamariscos que recordaban la florida languidez con que seguía abriéndose
paso hacia el norte en primavera el pequeño riachuelo... troncos de pino flotaban quedamente hacia
la costa dándose codazos cual amigos intercambiando tácitos secretos. Ese punto de la Pequeña
Llanura, tan pegado a la muralla noroeste, era el que más inquietaba a las mujeres. Porque mientras
se libraba la batalla en la Gran Llanura, al otro lado del Pequeño Escamandro, ningún hombre
quedaba apostado allí, ya que el combate parecía discurrir desconectado de las murallas y de la
fortaleza misma; y cuando la batalla avanzaba hasta la Pequeña Llanura, la situación ya se había
hecho demasiado tensa para que ningún punto concreto de las murallas pudiera parecer más
importante que el lugar en el cual se concentraba tan vívidamente el combate. Los pensamientos de
las mujeres se centraban más en esos elementos inmutables del panorama; en ellas latía alerta el
sentido de la propiedad, mientras para los hombros la guerra había llegado a estar integrada
exclusivamente por esos intervalos sangrientos que para las mujeres suponían la interrupción de
todo sentimiento, incluso del sentido de la propiedad y de la realidad doméstica. Pero, cuando la
lucha se daba momentáneamente por terminada, eran las mujeres quienes pensaban como soldados;
era una imprudencia no mantener una guardia permanente en tal o cual punto. Y aunque su
nerviosismo podía no tener ningún efecto práctico, con la concreta sensibilidad al peligro de las
mujeres forjaban los hombres su propio impronunciable miedo, y así podían acostarse por la noche
con sinceras dudas sobre el mañana y abandonarse a la humilde necesidad de dormir.
Dejaron atrás el monumento de la Batiea y avanzaron en línea recta hacia el norte, doblando
luego para cruzar el Pequeño Escamandro justo por el punto en que recibía al Simois por el este.
Esto los llevó hasta el montículo de lío; aquí crecía un segundo grupo de higueras, al norte del
montículo, donde el riachuelo del Escamandro se separaba del curso noroeste del Pequeño
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Escamandro y se escurría hacia el norte, en dirección al puerto por donde habían entrado las naves
griegas y donde éstas comenzaban a alinearse a lo largo de la costa, adentrándose hacia el Oeste por
las marismas del delta del Pequeño Escamandro, con las cabañas del campamento pegadas a ellas
dándoles la espalda. Allí, en el montículo de Ilo brotaba también el manantial del cual bebieron
juntos troyanos y griegos durante una batalla, su natural enemistad anulada por su sed natural. Al
Oeste discurría el Gran Escamandro en dirección norte hasta su desembocadura, mientras el
Pequeño Escamandro formaba un ángulo cada vez más próximo con la tentación de unirsele, para
luego, de pronto, buscar por fin su propio camino vacilante hasta el mar. Pocas cosas hablaban de
Troya en las tierras circundantes; la ciudad de la colina se alzaba grandiosa por sus propias fuerzas
y hablaba por sí sola sin llamativos ecos; la naturaleza permanecía muda a su alrededor. La yerma
llanura, salpicada de marismas, y los escuálidos ríos, sin inspiración; «Ciega Troya -había cantado
un bardo- que sólo ella se ve, con sus bellezas en el interior.» Un panorama ciego, el que se
divisaba desde Troya. Pero hacia el oeste, siguiendo la costa del Helesponto, la naturaleza
comenzaba a revivir progresivamente; bosques de encinas y pinos suavizaban las colinas costeras;
los puertos se hacían más generosos, con desembarcaderos invitadores desde el mar: Abydos,
Lámpasco, Parión. Cuando la costa terminaba de describir la curva alrededor de la llanura del
Gránico, rica en cereales, en dirección a la desembocadura del Esopo, la Tróade había empezado a
elevarse hacia el sur al amparo de una naturaleza más elocuente. Zelea, junto a la estribación más
septentrional del monte Ida, separada de la costa por una suave cadena montañosa, encabezaba el
largo, generoso curso del Esopo desde el racimo de montañas al norte de Tebas, veteadas de plata y
plomo. Al oeste del nacimiento del Esopo se extendía la fértil llanura del alto Escamandro, ocupada
por los atareados poblados de Dardania, uno de los cuales llevaba con orgullo el nombre de
Dárdano, poco más que una mansión rural torpemente al mando de una naturaleza diligente. No se
conocía allí la enfermedad de las marismas, ni las inundaciones inexplicables; y, en el sur, se alzaba
la cima del Ida con la sonrisa inexpresivamenre benévola de una abuela chocha. El rostro de Troya
no aparecía, pues, favorecedoramente difuminado; se perfilaba con consciente silueta, sin ningún
lugar sobre el cual proyectar su belleza más allá de sí misma.
La procesión que avanzaba hacia el campamento griego se detuvo antes de cruzar el
Pequeño Escamandro en dirección al triángulo cenagoso entre el Pequeño Escamandro y el
riachuelo del Escamandro donde señoreaban los griegos. Más al norte, en la orilla occidental del
Pequeño Escamandro, Héctor estaba preparando su campamento para pasar la noche. Otros grupos
ya se habían apostado en la llanura, que presentaba un aspecto de inquietante populosidad bajo el
destello de sus hogueras. Los más próximos al montículo eran un grupo de tracios que se habían
incorporado sólo recientemente a la guerra. Su jefe era un radiante, atolondrado muchacho, hijo de
un atolondrado padre que consideraba que la guerra sería para él una escuela de virilidad. Durante
la batalla, sus capitanes hacían poca cosa aparte de proteger a su príncipe de todo daño; a su carro,
con camones de plata y varas de oro, de las manchas, a sus caballos, blancos y soberbios, del sudor
y la fatiga; a su armadura de oro, de cualquier uso profanador. Pero Héctor no podía impedirles el
acceso al campo de batalla, aunque a menudo causaban graves obstrucciones; el joven príncipe se
hallaba bajo la protección de Príamo y cada nuevo aliado constituía un augurio de buena suerte.
Con característica diligencia, se habían apresurado a tomar posesión de ese punto favorable,
próximo al vado que permitía regresar a la Pequeña Llanura.
Dolón formaba parte de la escolta de Pántoo y Climena se burlaba continuamente de él
mientras avanzaban. Ahora habían entrado en el triángulo griego y la tierra comenzaba a
reblandecerse y a enmudecer bajo sus pies. Las mujeres iban en un gran carruaje de mimbre,
cerrado por detrás con una puerta; iban sentadas sobre taburetes bajos sujetos a cada lado y Pántoo
llevaba las riendas. El resto de la escolta iba montada, a excepción de Dolón, que no sabia montar a
caballo; tristemente sentado en el suelo del carro, éste se sentía transportado a un ignoto y poco
amable territorio.
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-Lo más agradable de ser un espía -le estaba diciendo Climena- es que no recibes órdenes de
nadie. Puedes deslizarte en la dirección que te plazca, y desaparecer, y cuanto más te pierdes, más
cosas puedes averiguar.
A Dolón parecía gustarle que lo asustaran y Pántoo no intentó hacer callar a Climena. Desde
luego, no pensaba confiar en Dolón esa noche; lo único que le preocupaba era que los griegos
pudiesen apresarlo de algún modo y lo obligaran a hablar.
Los griegos les habían visto acercarse; en el extremo oriental de la muralla, el principal
punto de acceso, aparecieron unas antorchas en respuesta a las suyas. Cerca del foso que rodeaba la
muralla, Pántoo detuvo a los caballos y, cogiendo la mano de Climena, la atrajo hacia la parte
delantera del carro. Estuvieron murmurando durante varios minutos y Criseida empezó a
impacientarse.
-¿Le estás pidiendo a Climena que vigile atentamente mis conversaciones con los griegos? -
preguntó, sin poder determinar con certeza qué ocurría realmente entre ellos. Pántoo tal vez era
demasiado ambicioso y egoísta para no calcular los peligros de conceder cualquier poder sobre él a
una mujer de cabeza vacía como Climena, y Climena tal vez era demasiado vivaz en sus afectos
para estar dispuesta a someterse a las restricciones que necesariamente implicaría una relación con
Pántoo.
Los dos se volvieron, divertidos. Era imposible hablar con cIaridad en presencia de Dolón,
pero Pántoo le dio a entender a Criseida lo que quería decir.
-No estábamos hablando de ti, pero tampoco hablábamos de nosotros. No sabemos de qué
hablábamos. Juro que es una verdad troyana.
-¿No es curioso cuán poco interés pueden sentir dos personas una por otra -dijo Climena- y
sin embargo ser amigas? No, no quería decir eso. Quiero decir no ser amigas y sin embargo tener
interés una por otra. Es absurdo, ¿verdad? Y sin embargo es precisamente por esto que resulta tan
agradable... porque sólo es un absurdo.
-Te envidio este lujo -dijo Criseida, sin ninguna ironía-. ¿Pero no deberíamos empezar a
poner caras impasibles para saludar con ellas a los griegos?
Los griegos ya debían de saber quién acudía a visitarlos. Un rato atrás, Ideo había saludado
a Pántoo desde lejos camino de Troya con Demofonte y su escolta. El padre de Criseida estaría allí
para recibirla y tendría a su lado a Diomedes, con quien quería que ella se casase. Criseida tenía
curiosidad por ver a Diomedes. Su padre habría escogido con cuidado un griego para ella; no
porque fuese un padre amante, ni por una capacidad instintiva para juzgar el carácter de las
personas, sino porque el temor que le inspiraba su hija lo hacia anticiparse a sus opiniones. No hay
temor más profético que aquél que los hijos tienen el poder de inspirar en sus padres. Diomedes sin
duda sería el hombre que podría haber sido su marido si los tiempos, o su propio corazón, hubiesen
seguido un rumbo distinto. Si una tuviera más de una vida, más de una identidad, las cosas que
podrían haber sido constituirían las vidas de las otras identidades. ¿Y cuál era la verdadera
identidad? ¿Y no vivían a veces algunas personas las vidas de sus otras identidades en vez de las de
su inevitable identidad personal? ¿Cómo verificar si una había escogido la realidad? A través de
una interrupción, cuando dejaba de ocurrir nada nuevo y todo pasaba a formar parte del mismo
panorama bien conocido, idéntico en su repetición. En ello residía la perversidad de los griegos:
habían llevado a Troya una fuerza de cambio que descomponía la antigua imagen de las cosas en
visiones que requerían otros ojos para poder verlas. Pero para Troya sería mejor desvanecerse que
crear nuevas identidades, irreconocibles en los viejos espejos. Pues los espejos seguirían siendo
viejos, incapaces de olvido.
El intercambio de rehenes y las formalidades de la entrada concluyeron pronto. Criseida
contemplaba con amargo placer las muestras de cotidiana provisionalidad que observaba a su
alrededor: las precarias murallas de arcilla, que apenas superaban la altura del casco de un hombre,
las precarias cabañas cubiertas de juncos alineadas una junto a otra como las que construían los
pobres, con el desesperado ánimo que da el ser muchos. Sin embargo, qué diferencia en el interior
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de las chozas: alfombras y raras pieles y alegres tapices. Pero, dominándolo rodo, el olor animal de
los hombres, ese aire impuro, demasiado vivo que emitían los hombres en inesperadas,
inconscientes vaharadas extranjeras, transformándolos en extraños a quienes una incluía dentro de
la propia especie en virtud de algún irremediable error universal. Tal era la impresión
abrumadoramente dominante: hombres, hombres, más que personas. Y suciedad; la cabaña en que
una se sentaba, el lugar donde so detenía, claros aceptables, pero aparentemente rodeados de
fantasmas de inmundicia que acechaban en el espacio contiguo, en la cabaña de al lado. Y la charla,
charla y más charla, ningún otro sonido; voces que se silenciaban entre sí, sin ningún murmullo
circundante con el cual pudieran fundirse las palabras, sólo el sordo golpeteo del mar a sus
espaldas, que debía ser ignorado como él los ignoraba. Atravesando el riachuelo, hacia el este, los
caballos y el ganado tenían otro burdo campamento; incluso sus animales estaban sometidos al
mismo conjuro: de no saber dónde estaban, ni preocuparse por ello.
El grupo de cabañas hacia donde se dirigían ocupaba el centro de la larga hilera: la de
Agamenón, más grande que las demás, en medio, la de Odiseo a su izquierda y la de Néstor a la
derecha. Frente a algunas de las chozas se veían largas angarillas vacías, de burda construcción,
cubiertas de viejas manchas de sangre, y de otras recientes; en ellas transportaban a los cadáveres
desde la llanura, a falta del más cómodo sistema de los carros de labranza, empleado por los
troyanos para retirar a sus muertos. Frente a una choza había una angarilla todavía con su cadáver;
una mujer, arrodil!ada a su lado, lo estaba lavando. Nadie intentó ocultarles el espectáculo y
Criseida no desvió la mirada; un griego muerto, putrefacto, desnudo... esa visión no podía tener
ningún significado humano para una mujer troyana. Y esos griegos vivos entre los cuales caminaba,
tan deseosos de halagarla, de complacerla, de agradar, no podían tener mayor significado humano
que sus cadáveres desnudos. A su padre lo consideraba más griego que al resto. Caminaba
compungido a su lado; un viejo triste y excitado, incapaz de encontrar las palabras adecuadas,
enmudecido por la insinuación de Criseida de que ninguna palabra que pudiera pronunciar sería la
adecuada. Al otro lado tenía a Diomedes y éste le inspiraba mayor simpatía. No había contado
ningún chiste sin gracia, como había hecho Agamenón con la idea de disipar la turbación que les
había sobrecogido a todos ante el encuentro; ni la miraba con sonriente desconfianza, como había
hecho Odiseo; ni la atosigaba con su locuaz cortesía, como había hecho Néstor; ni actuaba con
insultante pomposidad, como había hecho Áyax el Grande cuando salió de su cabaña -la primera de
la larga hilera al entrar en el campamento-; Áyax y sus hombres tenían encomendada la vigilancia
del riachuelo y del ganado y las provisiones situadas al otro lado. Enseguida había advertido que
Diomedes le tenía sincera lástima y sentirse compadecida era una nueva experiencia para ella. En
Troya nadie habría osado compadecerla. O una persona, tal vez: Troilo; pero más como reflejo de
su propia aurocompasión. Diomedes, en cuanto la miró por primera vez, pareció percibir
instantáneamente todas sus dificultades. Aunque su padre lo había elegido como su futuro marido,
nada en su actitud sugería una prerrogativa formal; su modo de tratarla sólo revelaba una
preocupación por ella como persona. No tardó mucho en advertir que Diomedes era tan débil como
Troilo, aunque de un modo distinto. Troilo poseía la debilidad del espíritu que permanece preso de
su propia interpretación de las cosas; Diomedes no comprendía las cosas y eso le provocaba crisis
de sombrío desconsuelo. Y Criseida había llegado a convertirse gradualmente en el tema de esas
incoherentes cavilaciones, a través de los continuos comentarios que sobre ella hacia Calcante; y su
inesperada aparición en el campamento a todas luces había transformado lo que hasta entonces
debía de haber sido sólo una nostálgica fantasía en una desconcertante obsesión. Y Diomedes era
un hombre fuerte y recto, o impulsivo, y amable. Curiosamente, le inspiró una compasión que no
podía inspirarle Troilo.
A sus espaldas, Climene se divertía poniendo a prueba la dignidad de Ayax.
-¡Cómo! -se exclamaba-, ¿no sois capaz de nombrar en el acto al mejor guerrero entre
vosotros? ¿Por qué? ¿Es por celos, o por modestia?
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Ayax realmente no podía permitirse tratar con rudeza a un rehén y menos a una mujer que,
por añadidura, era sobrina de Menelao y de Agamenón. Siguió caminando a su lado con hosca
indignación y se habría separado del grupo al llegar a la cabaña de Agamenón si Néstor no hubiera
dicho:
-¿Es posible que Áyax no desee recibir su parte del buey sacrificado? ¿No tuvo Áyax. pues,
ninguna intervención heroica en la batalla de hoy? -Néstor no podía dejar pasar una oportunidad de
ejercitar su retórica. A Criseida le irritaba que un hombre tan viejo fuese tan alto y tuviese una voz
tan sonora. Se había sobrevivido a si mismo y los miraba condescendiente como si, pese a su
desprecio por los vivos, sin embargo estuviera condenado a continuar entre ellos ya que la muerte
no acababa de decidirse a acogerlo.
Seria otra de aquellas cenas de las que tanto habían oído hablar los troyanos; según
contaban, después de la batalla los griegos iban de choza en choza, zampándose un buey o un
cordero o un cabrito asado en cada una, victimas de un hambre errante que no sabían saciar de otro
modo. La cabaña de Agamenón, aun siendo grande, no podía dar cabida a todos cuantos se habían
acercado hasta ella para participar en el festín; más numerosos, tal vez, de lo que habrían sido de no
habérseles ofrecido también la ocasión de contemplar a las rehenes troyanas. Muchos estaban
sentados fuera, sobre los tablones de madera, un poco elevados del suelo, apoyados sobre piedras,
que ofrecían un acceso limpio a la choza; los esclavos tropezaban con ellos en su presuroso entrar y
salir recibían jocosos puntapiés. En el interior, Criseida, sentada en un catre bajo con Climena a su
lado, no sabia qué decirles a los hombres que se habían instalado a su alrededor sobre el suelo
cubierto de pieles, a su vez también inseguros del trato que debían dar a sus huéspedes. No sentía
desdén, ni indignación, al contrario, de pronto le entraron ganas de reír... y no se atrevió. Le pareció
que Diomedes lo había notado y esperaba que sabría comportarse con sensatez; casi parecía desear
que ella les diese a todos una lección de autocontrol troyano. «Y así lo haré», se dijo Criseida. Pero,
cuando empezó a hablar para romper el hielo, su voz le sonó falsamente afable.
-¡Siempre hay una hora tan deliberadamente alegre en los hogares que se crean los hombres
-dijo-, por incompetentes que sean sus estuerzos! E incluso aunque no se sientan demasiado
alegres, la estancia sigue siéndolo... de un modo desagradable a veces, diría yo. Aunque supongo
que esta noche debéis de estar bastante contentos
Le respondió Esténelo, el amigo de Diomedes. Había sido uno de los Epígonos, el grupo
que saqueó Tebas de los cadmios para vengar la muerte de sus padres en aquel lugar, y él y
Diomedes habían estado hermanados por ese juramento de venganza a partir de entonces. Esténelo
era un personaje bonachón, deseoso de congraciarse prácticamente con todo el mundo y siempre en
perfecto acuerdo con Diomedes; de ahí que se sintiera incómodo cuando aquél disentía
marcadamente con otras personas. Simpatizaba sin rodeos con Cnisoida, porque Diomedes se sentía
inclinado a amarla. Y la habría apreciado aunque hubiese sido totalmente indigna de Diomedes, o
habría estado dispuesto a ignorarla por prudente y encantadora que fuese, si alguna vez Diomedes
dejaba de interesarse por ella. En eso momento le habló con apresurada simpatía.
-Es justo lo que necesitamos por aquí, ¿verdad, Diomedes?,.. una persona que nos hable
como amiga. Porque entre nosotros desde luego ya no nos hablamos como amigos.
-¿Pero no es un servicio un poco peculiar para esperarlo de una troyana? -preguntó Criseida.
Agamenón escuchó el comentario de Esténelo y manifestó su desaprobación echándose un
extremo de la pañoleta púrpura por encima del hombro. El y Néstor y Ayax permanecían un poco
apartados de los demás, supervisando los preparativos que se desarrollaban alrededor del fuego
encendido contra la pared del fondo de la choza. Allí se afanaban, junto con varios esclavos, las tres
mujeres de Lesbos capturadas por Aquiles en la última etapa de su expedición al sur a principios de
ese año. Eran en verdad mujeres de una extraordinaria belleza, tal como decían las voces: de tez
clara y ojos oscuros, esbeltas, con una altiva y muda energía; esa forma de callar producía las
mejores bordadoras y muchos de los paños que cubrían el triste enlucido de las paredes sin duda
eran obras suyas. Dos esclavos cortaban el buey ya desollado. Y las mujeres transferían los trozos a
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otros esclavos, que los colocaban en los asadores; el fuego, bien alimentado, comenzaba a tener el
rescoldo adecuado para asar la carne. Además del buey, había también un cabrito y un cerdo, que
aguardaban su turno en el suelo para ser troceados.
Agamenón interrumpió su vigilancia para volverse a observar a los hombres que habían
formado un corro alrededor de Criseida y Climena.
-No sé a qué se refiere exactamente Esténelo cuando dice que no nos hablamos como
amigos -dijo en tono cortante y ofendido-, pero confío en que no profanaréis las leyes de la
hospitalidad convirtiendo su cuando menos poco afortunado halago en una anécdota jocosa para
diversión de los troyanos. Es cierto que puede decirse que todavía no somos compañeros de
hazañas, sino sólo de intenciones, poro yo diría que eso nos une más que nos separa.
-Muy bien dicho -aprobó Teucro, el hermanastro de Ayax el Grande-, no es probable que
seamos más amigos cuando todo haya acabado y llegue el momento de disputarnos los despojos... o
de descargar sobro alguno la responsabilidad de la derrota.
Ayax, que siempre estaba en desacuerdo con Teucro, se hizo eco de la queja de Agarnenón.
-Ahora nuestras rehenes podrán llevarse consigo no sólo un chisme de disputas sino también
de indiferente resignación ante la perspectiva de una derrota.
-Si al menos fuese indiferente... -replicó Teucro-. Pero Agamenón las ha liberado de los
compromisos de la hospitalidad al profanar él mismo sus leyes. No es propio de un anfitrión hacer
comentarios sobre una posible victoria sobre sus huéspedes.
-De todos modos no croo que ninguno de vosotros fuese capaz de complacerse en una
victoria a expensas mías -dijo Criseida, con la esperanza de que su comentario resultase lo
suficientemente ambiguo para impedir una discusión, al mismo tiempo que ponía de relieve el
hecho de su troyanidad. Porque las horas se le harían muy largas si se dedicaban a hablar delante de
ella como sí fuese una de ellos, si su presencia no evocaba en ellos ninguna reacción íntima. Era
como si al visitar a una persona en su propia casa, con la esperanza de llegar a conocerla mejor así,
y de verse más nítidamente perfilada ella misma, hubiese acabado envuelta en la maraña de la vida
doméstica, toda la propia vivacidad, y su poder de comunicación e influencia, ahogados por el
monótono ritmo de las intimidades familiares.
Pero Climena disfrutaba con rodo ello.
-¡Quién se hubiera imaginado a Criseida interviniendo en una discusión entre griegos! -dijo.
-Recuerda que prometiste no hacer demasiadas bromas, Climena -la reconvino Criseida,
señalándola con el dedo-. No queremos crear la impresión de que todo esto sólo es una diversión
para nosotros en Troya... porque no nos creerían... Y no es una diversión -añadió pausadamente,
con una seria mirada a su alrededor que los dejó a todos un poco incómodos. «Es un comentario
muy bonito -pensaron- pero justo el tipo de frase impronunciable que sólo diría una mujer.»
Diomedes estaba incómodo porque pensaba que Criseida se molestaría. Esténelo estaba
malhumorado porque había ofendido a Agamenón y había iniciado la discusión; Agamenón se
acercó al fuego para regañar a las mujeres y los esclavos. Entre tanto habían entrado más esclavos,
con pesadas jarras llenas de vino, y Agamenón comenzó a supervisar la operación de llenar las
copas, asignando laboriosamente una a cada uno de los presentes -formaban una colección irregular
de recipientes grandes y pequeños, de oro, de plata, algunos de vulgar arcilla-, mientras protestaba
por el deterioro de algunas, la suciedad de otras. Néstor estaba desorientado porque hasta ese
momento no había conseguido deslizar ninguna elocuencia en la conversación Ayax estaba furioso
con Teucro y tal vez recordaba con resentimiento su obligación de protegerlo con su escudo durante
la batalla por exigencias del honor. Teucro era arquero y, por tanto, salía al combate sin armadura.
Ayax, en su condición de hermano suyo, era su protector oficial. Le era imposible olvidar que
Teucro era hijo de una mujer troyana, la propia hermana de Príamo, Hesione, y que su padre,
Telamón, había querido hacerle compartir el gobierno de Salamina con el hijo de una concubina
capturada. Aunque Teucro nunca había reivindicado su derecho, sin embargo se había quedado en
Salamina, haciendo y diciendo cuanto le venia en gana, como si quisiera tentar deliberadamente a
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Ayax al fratricidio. De modo que cada batalla constituía una tortura para Ayax; cada vez tenía que
resistir un centenar de tentaciones de dejar que mataran a Teucro, puesto que si no lo protegía con
su escudo todos sabrían que lo había hecho de forma deliberada. Aquella misma tarde, Ayax había
tenido que sobreponerse para no aprovechar la ocasión perfecta. Teucro había apuntado contra
Héctor, pero falló y Héctor lo derribó con una piedra de canto afilado y enseguida corrió hacia él
para rematarlo antes de que pudiera levantarse. Pero Ayax estaba cerca... y su escudo se había
interpuesto automáticamente entre Héctor y su hermano. Teucro fue transportado al campamento; la
piedra le había dado en el vientre y lo había dejado plegado de dolor.
Nadie quería ser el primero en volver a tomar la palabra. Climena se levantó y se acercó al
fuego. Agamenón estaba atareado con las copas y Néstor se había reunido con Menelao y Calcante
en el catre que ocupaban en el otro extremo del cuarto; allí dormía Menelao, y Criseida estaba
sentada en la cama de Agamenón. Ayax se había sentado en un taburete en el rincón más alejado de
la chimenea; Climena cogió otro taburete y también se sentó.
-No está bien que nos invitéis a un festín y luego nos obliguéis a llevar todo el peso de la
conversación, ¿no te parece? -preguntó con un seductor mohín. Pero Ayax parecía inconmovible-.
Me pregunto cómo debe de sentirse uno al ser un gran héroe invulnerable... -insistió ella-. ¿Nunca
deseas saber qué sensación debe de causar el dolor?
Ayax cayó en la tentación de contestarle:
-Supongo que las cabezas más sabias de Troya creen en todas esas absurdas historias que en
Grecia sólo se cuentan a los niños.
-Yo pienso que es mucho peor contarles mentiras a los niños que a los mayores. No, claro
que no creemos en ellas. ¿Pero acaso no es verdad que no has sufrido ni una sola herida en todos
estos años? ¿Y te gustaría reconocer que ha sido porque eres un combatiente muy prudente? ¿No
prefieres que se piense que es debido a que Hércules te envolvió en su piel de león cuando eras
niño? ¿Pero no se olvidó de cubrir una parte? Siempre ocurre en estas leyendas. ¿La cara, tal vez?
Sí, yo diría que fue la cara. Y creo que es muy probable que si no la mantuvieras siempre tan rígida
cualquier fruslería te haría retorcerte de risa. Pero, ¿a qué viene todo ese interés de Agamenón por
esas copas? ¡Ha estado metiendo la nariz hasta el fondo de cada una!
Al oír esto, el rostro de Ayax se descompuso lentamente en una mueca. Climena se lo quedó
mirando sinceramente sorprendida.
-¡Qué te pasa! ¿Te duele algo? No... no, yo diría... pero, ¿cómo?... yo diría que... ¡estás
riendo! -Excitada, llamó a Agamenón.- ¡Agamenón! ¡Mira! ¡Ayax el Grande está riendo!
Agamenón se volvió con el ceño fruncido. Ayax hizo un gran esfuerzo para controlar la
mueca, pero su rostro todavía mostraba trazas de haber sido el reciente escenario de una emoción.
Agamenón se les acercó, pues algo inusitado tenía que haber ocurrido, concluyó, para que Ayax
manifestase alguna emocion.
-Dime ahora mismo qué ha sucedido, Ayax -ordenó con voz tensa, como preparándose para
escuchar lo peor, sin prestar la menor atención a Climena. Era tan tío suyo como Menelao, pero
nunca se habían visto mucho y Agamenón consideraba su adopción por Menelao como una muestra
más de la imprevisión doméstica de su hermano.
Climena se compadeció de Ayax, que parecía incapaz de responder. Era preferible que
Agamenón no supiera que Ayax se había reído de él, porque seguro que volverían a tener otra
pesada discusión. De modo que dijo:
-He hecho una broma tonta y parece que Ayax la ha encontrado divertida. Me he asustado al
ver que sonreía, he creído que iba a sufrir un espasmo.
-Hmm -musitó Agamenón con resentimiento-. Me extraña mucho que una rehén troyana
pueda ablandar un corazón tan severo como el de Áyax.
-Debes recordar -respondió amablemente Climena- que yo primero he sido griega y, por
tanto, tengo una sensibilidad natural hacia todas las pequeñas peculiaridades de nuestro carácter.
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Los griegos eran siempre muy sensibles a la distinción entre lo que era típicamente griego y
lo que no; intentaban superarse continuamente unos a otros en tipismo, con el resultado de que el
carácter griego destacaba sólo por su fenomenal incoherencia. Los aqueos, grupo al cual
pertenecían, por ejemplo, Agamenón, Aquiles y los Ayantes, el Grande y el Pequeño, eran
descendientes de un pueblo numeroso, misteriosamente llegado del norte, o del oeste, y que había
permanecido largo tiempo en Epiro antes de desmenbrarse en tribus aisladas que se establecieron,
en virtud del derecho de conquista, en otras partes de Grecia. El reino de Agamenón, con su centro
político en Micenas, se presentaba como el nuevo hogar racial de esa tribu antaño homogénea, y
ahora dispersa y mezclada con la sangre de los antiguos griegos. Pero Dodona, en el Epiro, estaba
considerada el centro de la religión aquea, a pesar de que el culto que allí se rendía a Zeus era de
origen antiguo y autóctono, no una importación aquea. Los arcadios se consideraban los griegos
más puros, al ser los menos afectados por la influencia aquea del norte y la influencia cretense del
sur; cosa posiblemente cierta, aunque Arcadia tenía poco peso, dada su escasa parricipación en la
turbulenta confederación en que se había convertido Grecia. Desde luego, la vida griega más activa
se desarrollaba bajo la sombra directa de los aqueos. Lacedemonia, desgarrada entre todas estas
influencias, había procurado conservar noblemente su propio carácter, pero era mayor su
prosperidad que su poder; su nueva capital, Esparta, situada ligeramente al norte de la antigua
Amicles, con su inmaculado esplendor, sólo había llegado a ser centro de una actividad
plácidamente provinciana: el adjetivo más categórico que se empleaba para describir a los
lacedemonios era el de «limpios».
Un nuevo sentimiento surgió entre Ayax y Climena, que se habían quedado solos otra vez.
Ella apoyó una mano sobre la suya.
-Espero que no estés enfadado conmigo. No he podido evitarlo.
Su mano apreró la de ella con repentina derermínacion.
-Al contrario. Me has salvado de una situación ridícula. ¡Voy a decirte una cosa! Quédate
aquí conmigo y me casaré contigo cuando volvamos a Grecia. -Empezó a hablar cada vez más
rápido.- Es muy precipitado y no sé qué dirán los demás. Pero así aprenderán; estoy harto de que
me llamen «el imperturbable Ayax». Y también está Tecmesa; tendrás que ser considerada con ella.
Es una mujer que capturé cuando atacamos el norte de Frigia al principio de la guerra, la hija de un
rey local. Se ha portado bien. Ha aceptado la situación con sensatez, y no se ha puesto histérica por
la muerte de sus hijos, como suelen hacer las demás mujeres. Aquí la mayoría de los niños mueren
durante su primer verano, ¿comprendes?, es tan malsano... Estar en Troya no puede ser demasiado
interesante para ti, y cuando todo acabe y Helena vuelva a Esparta y al lado de Menelao no habrá
demasiada alegría en esa casa. Pero no digas nada todavía; niégate simplemente a volver con
Criseida cuando llegue el momento y yo me encargaré del resto.
Pero Climena ya había empezado a brincar de entusiasmo.
-¡Criseida! -exclamó-. ¡Ya he recibido una proposición! ¡Y adivina de quién!
Áyax hizo ademán de retenerla, pero ella se zafó y se abrió paso entre los hombres sentados
en el suelo, para acomodarse entre ellos junto al sofá que ocupaba Criseida. Ayax volvió a sentarse
en su taburete, desafiantemente ensimismado. Meriones, que estaba al mando de las fuerzas
cretenses junto con Idomeneo y se contaba entre quienes encontraban particularmente molesta la
solemnidad de Áyax, aprovechó con entusiasmo esta oportunidad de ridiculizarlo.
-¡Esto sí que es raro! -exclamó-. ¡Ayax el Grande enamorado! ¡Y de una refinada muchacha
de corazón alegre que mantendrá una permanente sonrisa sobre su famosa cara impávida! Tal vez
con ello perdamos a un bravo combatiente, pero habremos ganado a un alegro compañero.
¡Esclavos! ¡Más vino para brindar por la salud de un alegre compañero!
Esto preocupó a Agamenón; los esclavos tenían instrucciones de llenar las copas sólo a
indicación suya. Agamenón controlaba casi todo el suministro de vino del campamento; esto es,
vendía el vino a los jefes, los cuales, después de separar una parte para ellos mismos, mezclaban el
resto con agua y lo repartían entre sus soldados. Eso vino adulterado recibía el nombre de «agua de
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callejón», por los callejones en que se alineaban las cabañas de los soldados rasos, en dirección a
las naves, detrás de la hilera de cabañas principales. Se decía que, en sus festines, Agamenón
siempre servía agua de callejón aguada, no vino aguado. Al menos era cierto que le dolía ofrecer
como anfitrión lo que habitualmente vendía a un buen precio. En su forma original, el vino era de
buena calidad. Una parte procedía del monte Ismaro, en Tracia, desde donde se lo enviaban los
ciconos, una tribu cuyos favores Agamenón había obtenido a cambio de no saquear su territorio. El
resto se lo enviaha Euneo, presunto hijo de Jasón, desde Lemnos. Jasón efectivamente se había
detenido en Lemnos durante su viaje de Yolco a Cólquide, donde halló, como decía el proverbio, un
tesoro blanco y uno negro, es decir, oro y la misteriosa Medea. Según contaban, Medea adivinó que
Jasón había mantenido relaciones con una mujer de Lemnos, y lanzó una maldición contra
cualquier posible hijo de ésta y sus descendientes, los cuales estarían condenados a causar
desgracias y disensiones entre los demás participantes si se incorporaban a cualquier empresa.
Euneo había apelado a esta maldición para excusarse de participar en la expedición contra Troya,
ofreciéndose a abastecerla de vino en compensación. Los supersticiosos creían que incluso el vino
estaba afectado por la maldición.
Con gesto fatigado, Agamenón indicó a los esclavos que volvieran a llenar las copas. Estaba
agotado tras el esfuerzo de seleccionar las copas, y distribuir los trozos de carne con la debida
consideración a las prerrogativas de edad y rango, y vigilar que los esclavos partiesen el pan en
trozos suficientemente pequeños antes de ponerlo en las cestas que circulaban entre los comensales,
y cuidar que los propios esclavos se encargasen de salar la carne que les tendían los invitados, de
manera que ninguno tuviese ocasión de meter mano en el cuenco de la sal y coger, en vez de un
pellizco, una cantidad suficiente para llenar una bolsita escondida... Tumbado en el catre que
Menelao y Calcant habían abandonado, lamentaba su meticulosidad, calculando, quizás, cuánto
podría haber ganado con la honrada venta de tres rondas de vino -pues ya iban por la tercera-,
mientras se preguntaba cuántas rondas más tendría que servir. O tal vez dándole vueltas a la vieja
preocupación: ¿no sería mejor izar velas y volverse a casa antes de que fuese demasiado tarde? ¿Su
prestigio en Grecia sufriría más si se marchaban ahora, sin haber conseguido ninguna de las
riquezas asiáticas pero dejando al menos gravemente debilitado por un largo tiempo el poder
troyano, o si tenía que conducirlos de regreso a casa tras una mortificante derrora?
Una idea parecida había cruzado un poco antes el pensamiento de Criseida: ¿no seria
preferible para esos hombres, desde su propio punto de vista, interrumpir la lucha en aquel
momento y volverse a sus casas? Así se lo había dicho prácticamente a Diomedes, que estaba
sentado a su lado.
-No comprendo cómo lo resistís. En Troya estamos bastante mal, pero nos sostiene una
cosa: nuestro amor a Troya y nuestra propia dignidad. ¿Pero qué amáis vosotros? No puede ser que
améis a Grecia o no hubierais permanecido tanto tiempo alejados de ella. Y tampoco es posible que
améis nuestra tierra troyana, pues ¿qué podéis saber de ella? ¿Conocéis sus riquezas? Con la
imaginación, tal vez. Pero es preciso formar parte primero de las riquezas para que éstas adquieran
verdadero sentido. Y tampoco os apreciáis demasiado entre vosotros. Debéis de sentir una cierta
lealtad, o no habríais permanecido unidos tanto tiempo. Pero entre vosotros no hay aprecio.
-Es una suerte que la guerra no se haga con palabras -dijo Teucro desde el suelo-. Todo
cuanto decís los troyanos suena tan bien... Claro que en una guerra así tendrían que ser jueces los
dioses, y es posible que tuviésemos una buena probabilidad de ganar... porque éstos responden
mejor a una súplica que al sentido común.
-Yo diría que en las palabras de Criseida hay ya sobrada emotividad -dijo Diomedes-. Pero
lo que está en juego aquí no son los sentimientos; supongo que si dependiera de los sentimientos ya
habríamos regresado a casa tiempo atrás o habríamos empezado a matarnos entre nosotros. Verás,
los griegos en realidad no sentimos nada... excepto Aquiles, tal vez. No hasta que somos muy, muy
viejos. Entonces volvemos la mirada atrás y hablamos con sentimiento de lo que recordamos.
Supongo que los troyanos sentis las cosas en todo momento. Y ello nos afecta de un modo raro.
- 92 -
Pensamos en vosotros ahí enfrente, sintiendo todas las cosas horribles que debéis de sentir y eso
exacerba nuestras ganas de luchar, y de hacer desaparecer a Troya, con todos sus sufrimientos.
Calcante, que estaba sentado en el borde de un carro con Néstor y Menelao, corrigió
tímidamente a Diomedes.
-No hacerla desaparecer exactamente, desde luego. Sin duda, habida cuenta del papel que
están desempeñando los dioses en la guerra, los griegos sabrán demostrar la benevolencia que
siempre se ha asociado al cumplimiento de la voluntad divina. ¿Pues no existe una fraternal unidad
entre todos nosotros a través de los dioses? Apolo, procedente del norte dei Olimpo, se extiende
desde Delfos hasta la Ténedos troyana y más hacia Oriente; aunque yo siempre he opinado que en
Ténedos, donde el culto tiene tanta fuerza y es mucho más antiguo que el culto de Troya, lo más
apropiado hubiese sido establecer un santuario oracular; no es imposible combinar un centro
oracular con un culto cerrado, como han demostrado los sacerdotes de Apolo en Crisa. Según han
revelado nuestras investigaciones, los pobladores originarios trajeron consigo el culto desde Creta,
donde, según creemos, había sido importado desde Rodas. Resulta sugerente repasar las formas en
que so ha presentado Apolo desde... desde...
-Desde que el sol eterno comenzó a surcar por primera vez los cielos -concluyó Criseida-.
Es extraordinario cuán parecida es la forma de hablar de todos los helianos; podría haber estado
escuchando al viejo Timetes. Timetes ocupó el puesto de sumo sacerdote de Apolo -como tal vez
todos sabéis- cuando mi padre nos abandonó. -Calcante hizo una mueca.- ¡Padre, lo único que no
entiendo es cómo tuvisteis el valor de hacerlo! Casi os admiro por ello. Desde luego, nunca fuisteis
un hombre valiente, no según nuestros criterios.
Néstor habló entonces, interrumpiendo la inaudible respuesta de Calcante.
-Temo que estos años de reclusión en Troya hayan embotado tus simpatías. Tu padre, que
además de sacerdote de Apolo es un hombre de vasta visión, se elevó con las alas de su espíritu
muy por encima de Troya y, como un águila se apodera con un relámpago de furia de su presa casi
en el mismo instante, diríamos, en que la percibe, así se aferró tu padre a su sagrada intuición; la
condena prescrita de Troya. Su espíritu se elevó por encima del monte Ida... ¿Y no fueron los
mismos pobladores de Crisa quienes asi lo bautizaron, en recuerdo del Ida cretense? A sus pies vio
la tierra condenada, que esperaba la resurrección. Tal vez vio, en divinamente propiciada
anricipación, la morada de los muchos dioses consagrada por Aquiles esta primavera en la punta de
Loto, cuando tocó por primera vez la costa sur; aquí la sagrada encina y las palomas, una segunda
Dodona. Desde el pico de Gargara curvando la mirada hacia el norte en dirección a Zelea, donde
mora vuestro Pándaro, el cual, dicen, recibió su arco de nuestro mismo Apolo.... por cuya luminosa
memoria reciben el nombre de licios, al igual que los que moran mucho más al sur, en dirección a
Chipre. Lo cual, evidentemente, es una falsa interpretación de nuestra expresión «Apolo nacido en
Licia», que significa, pura y simplemente, «engendrado por la luz». Pero habéis confundido la
palabra con vuestra propia palabra «lobo» y habéis confundido a nuestro patrón del resplandor
espiritual y físico con algún bárbaro dios-lobo, por la burda semejanza entre ambas palabras. Y,
como te estaba diciendo, tu padre...
-Mi padre -lo interrumpió Criseida, haciendo un gran esfuerzo para no resultar ofensiva- se
fue a Grecia con un alma troyana y volvió con un alma... no, no con un alma griega, pues ninguna
dosis de intervención divina podría convertir un alma troyana en griega. Tal vez sea cierto que
aquellos de entre nosotros que se pasan a vuestro bando se convierten efectivamente en águilas.
Hay dos razas de águilas, dicen; las que no tienen voz ni lengua, cuyo silencio es el olvido de Zeus,
y las que gritan mucho, cuyo ruido es el olvido del hombre. Y la segunda clase no se debilita en la
vejez, como les ocurro a otras criaturas, sino que sus picos comienzan a crecer y a curvarse
lentamente sobre su pecho, y entonces todos sus gritos penetran en sus propios corazones... Pero,
¡cómo se regodean vuestros apetitos con nuestro paisaje troyano! Habláis como hombres que nunca
hubiesen tenido su propio hogar sobre la tierra.
- 93 -
-Debes recordar -dijo Menelao con un quejoso bufido- que hemos acudido aquí para
defender nuestros hogares de una ladrona intromisión.
En ese momento Meriones sugirió otra ronda de vino para celebrar la declaración de Ayax a
Climena. Meriones, con su grotesco casco y su inquietante animación, resultaba un personaje
estrafalario entre los demás. Hasta su forma de combatir era rara: se valía indistintamente de la
espada y del arco, cambiando de una a otro durante la batalla, y a menudo también tomaba prestada
alguna lanza arrojadiza. El casco era famoso. El ladrón Autólico, abuelo de Odiseo, lo había robado
a Amíntor de Eleón, después de irrumpir en su casa, para entregarlo luego a Anfídamante de Citera,
quien se lo había dado, como regalo de cortesía, al padre de Meriones durante una visita a Creta.
Feroces colmillos de jabalí refulgían sobre el cuero y sondas hileras de dientes del mismo animal
centelleaban a ambos lados; era una de osas extravagancias en la armadura que tan aficionados oran
a alabar en sus cantos heroicos los griegos. Otra era el peto de bronce de Diomedes, aunque por lo
general, como en aquel momento, se cubría con una piel de león; o la coraza de lino de Ayax el
Pequeño, quien habia jurado no quitársela hasta terminada la guerra, tan manchada de sangre o
comida que sus dibujos cambiaban a diario; y el escudo de Néstor, que éste tenía colgado en su
choza, una réplica exacta en oro del que había usado en sus años de grandes proezas, incluidos los
daños sufridos en tal o cual ocasión; y el escudo de Ayax el Grande, tan pesado que sus hombres a
menudo tenían que ayudarle a levantarlo cuando lo soltaba durante la batalla, formado por siete
capas de piel de buey reforzadas con bronce, obra del famoso artífice de Hila, Tiquio, con el
reborde interior ribeteado de argollas para poder hacerlo girar con agilidad, a la manera de los
carios y, por último, el escudo de Agamenón, demasiado magnifico para usarlo y demasiado pesado
para un hombre de tan pobre musculatura, con diez círculos de bronce y dos docenas de clavos de
estaño y una incrustación central de mica azul con una cabeza de Gorgona grabada, con unos
dientes espantosos y una larga, gruesa lengua colgando de la boca. Este escudo estaba colgado en la
pared, encima del catre donde se había tumbado exhausto Agamenón y desde allí lo contemplaba
con horrendo desdén.
Meges, que estaba al frente de los hombres de Elis, se hizo eco de los ataques de Meriones
contra Ayax.
-Acércate, Ayax -exclamó, levantando su copa-, y deja que te felicitemos. Supongo que no
esperarás que felicitemos a Climena.
-Yo no he dicho que haya aceptado su propuesta -puntualizó Climena, como si en realidad
estuviese considerando seriamente el asunto.
-¡Climena! -La expresión de Criseida era dura, su voz indiferente.- Si no hablas en serio, no
te estás portando bien con nuestros anfitriones. Y si hablas en serio, entonces no te estás portando
bien contigo misma.
-Supongo que después de esto me llamarás traidora por tratar a un griego como a un ser
humano -replicó con inesperada energía Climena-. ¡Oh, estoy tan harta de todas estas solemnes
palabras! ¿Por qué ha de ser tan importante, o tan grave? ¿Y por qué ha de importarle a nadie aparte
de a mi misma? ¿Es que ya no existe ni un resto de vida privada? Seguro que nada de lo que yo
haga puede llegar a afectar a la guerra, o provocar malestar, o escándalo. No es como si fuese
troyana, o estuviese en una situación delicada, como tú.
-Como compañera de Helena durante diez años -dijo Criseicia-, creo que tu situación es
muy delicada.
Toda la concurrencia quedó sumida en un impotente silencio. Nadie esperaba que la noche
pudiera dar lugar a un incidente tan grave. El silencio, y el verse convertido en su centro, se lo hizo
insoportable a Ayax. Se levantó callada y violentamente y con un par de desmañadas zancadas salió
de la choza. El silencio se hizo más tenso: ¿qué haría, o diría, ahora Climena? Por un instante, ésta
no supo qué hacer. Miró a Criseida, pero ella tenía los ojos fijos en Diomedes. Miró a Diomedes; lo
vio contemplar a Criseida con turbada intensidad. Una sonrisa casi maliciosa inundó el rostro de
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Climena. Se levantó bruscamente y corrió hacia la puerta; luego se volvió, mirándolos con
impudicia.
-¿Querréis perdonarme? Ayax me estará esperando fuera, supongo; en realidad no habíamos
terminado de hablar. Ha sido una gran estupidez por mi parte interrumpir nuestra conversación
como lo he hecho y crear una situación tan innecesariamente incómoda... cuando cosas mucho más
preocupantes os aguardan.
Criseida ya no volvería a ver a Climena durante muchos meses. Enseguida todos empezaron
a hablar con poco natural animación. Los griegos no soportaban el silencio y menos aún la
preocupación por un asunto tan personal; estaban irritados consigo mismos por haberle dedicado
incluso esa breve atención. «Tenemos otras preocupaciones -pensaban todos para sus adentros
mientras borraban el incidente de sus pensamientos-, más importantes que el comportamiento de
estas dos mujeres curiosas y las fortunas amorosas de Áyax el Grande.» De este modo, los griegos
conseguían no preocuparse nunca absolutamente por nada: en cuanto una cosa empezaba a
preocuparles la descartaban como un problema personal de otro. Hasta la guerra, en cuanto a su
desenlace, la consideraban un problema personal de los troyanos. Y, de pronto, olvidaron la
presencia de Criseida entre ellos. Esta se había tapado la cara con las manos, para volver a
descubrirla un instante después. Entonces, al comprobar que nadie se fijaba en ella, excepto
Diomedes, que manifestaba su interés guardando silencio en medio del parloteo de los demás, hizo
un esfuerzo y continuó sentada, dispuesta a hablar con serenidad a quienquiera que tuviese a bien
dirigirle la palabra.
La repentina transición del silencio a una populosa charla despertó a Agamenón que se
había adormilado, Lo primero que le llamó la atención cuando se incorporó parpadeando irritado,
fue ver que los esclavos estaban llenando las copas; y, al no saber con certeza si llevaba unos
instantes o varios minutos amodorrado, no pudo determinar si ésa era la misma ronda que había
pedido Meriones, otra, o todavía otra. Se levantó y, con un débil esfuerzo por fingir que hablaba en
broma, dijo:
-¿A qué tretas os habéis estado entregando mientras vuestro jefe meditaba sobre la situación
de la guerra? ¡Apostaría que os habéis vendido mi vino a muy bajo precio!
Antíloco, con cara de inocencia, habló en nombre del resto.
-No queríamos molestarte y por eso hemos ordenado discretamente nuevas rondas de vino,
convencidos de que te ofenderías sí dejábamos flaquear tu hospitalidad. Y, además, se ha producido
un suceso bastante interesante que requería un acompañamiento festivo: Climena se ha
comprometido con Ayax y se ha retirado con él a... hacer las paces con Teemesa, seguramente. -
Antíloco era uno de de los favoritos de Aquiles; por eso se complacía tanto en molestar a
Agamenón. El y su compañero Calionte, que junto con Patroclo era el mejor amigo de Aquiles,
estaban confabulándose continuamente para perturbar su tranquilidad. Agamenón tenía que dejarles
pasar muchas cosas ya que Antiloco era el segundo hijo de Néstor y éste era el principal puntal del
prestigio de Agamenón. El hermano mayor de Antíloco, Trasimedes, también se encontraba en
Troya; una persona apagada, concentrada en la batalla, lleno de respetuosa admiración hacia su
padre. Habia un tercer hermano, Peisistrato, al cual habían enviado a Itaca, donde se educaría junto
a Telémaco, el hijo de Odiseo, mientras durase la guerra.
Agamenón se alteró al pensar en la dilapidación de su vino y los problemas que podría
causar ese asunto de Climena y Ayax, que los troyanos interpretarían probablemente como
seducción de una rehén. Toda la culpa la tenía Néstor por sugerir esa absurda tregua de una noche.
Si no hubiesen intentado hacerse los listos y les hubieran concedido a los troyanos la larga tregua
que deseaban, sin duda les habrían enviado dos inocuos rehenes varones, en vez de dos mujeres que
no podían dejar de crear problemas. Pero, evidentemente, no podía hacerle reproches a Néstor,
siempre tan bien dispuesto a justificar cualquier error de juicio de Agamenón.
-¡No puede ser, no puede ser! -bufó Agamenón-. Ya veis lo que pasa en cuanto os quito los
ojos de encima un solo instante.
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-¡Vamos, Agamenón, vamos! -dijo Odiseo con voz meliflua, mientras golpeaba secamente el
suelo con su vara. Acababa de entrar, reluciente de satisfacción tras el festín que se había estado
celebrando en la cabaña de Idomeneo.- Vaya, parecéis haber olvidado que hoy hemos luchado una
gran batalla y hemos diezmado fuertemente el número de troyanos con quienes tendremos que
enfrentarnos cuando entremos en Troya; cuanto más trabajo hagamos ahora, menos tendremos que
trabajar luego. ¡Vamos, vamos, Menelao! Esa no es la cara de un hombre que ha matado al jefe de
los paflagonios y se ha adueñado de sus caballos... con alguna ayuda de Diomedes.
-Querrás decir que Diomedes hizo a Menelao dueño de los caballos de Pilémenes con
alguna ayuda suya -lo corrigió Teucro.
-¡Vamos ya! -El robusto pecho de Odiseo jadeaba laboriosamente.- Disputando por vuestra
proflia grandeza, como de costumbre. Sin duda quién ha hecho qué no ha de tener ninguna
importancia cuando un sentido superior de unidad convierte el triunfo de uno en el triunfo de todos.
Ahí tenéis a Diomedes que dejó para Deipilo la caprura de los maravillosos caballos de Eneas,
cuando podría haberse reservado perfectamente esa gloria. Es una de las compensaciones que
ofrece la guerra por las preciosas bajas sufridas: el sentimiento de unidad en el triunfo. Que esta
ampliada conciencia nos sirva para construir una Grecia armoniosa a nuestro regreso. Poro
seguramente no estaréis de humor para escuchar una de mis arengas. Continuad vuestra diversión. -
Se había acercado a Agamenón y, de pie junto a él, los conrempló con la virtuosa sonrisa que todos
detestaban.
-Seductora perspectiva -dijo Meriones, ciertamente no en tono de diversión-. Una Grecia
armoniosa, con Odiseo azuzando a rodo el mundo, en favor del bien común. Pero, dejad que os
diga una cosa: cuanto más grande una idea, mayor vileza se requiere para llevarla a la práctica y
menos bondad hay en olla. Por eso ninguna gran idea puede ponerse en práctica sin una guerra, que
es una tarea de villanos donde las haya. De acuerdo, tal vez sea más prudente, siendo como son
nuestros semejantes, ser villano que no serlo. Pero no nos andemos con hipocresías al respecto. -La
cara de Odiseo había adoptado una expresión desagradablemente distraída; intentó iniciar una
conversación privada con Agamenón, pero éste estaba decidido a escuchar.- No nos engañemos con
la idea de que cuantos más seamos, mejores seremos. Yo al menos confio en que éramos mejores
personas en Grecia, cada uno en su pequeño país, que todos reunidos aquí, unidos en la gloriosa
empresa común de saquear un país que no pertenece a ninguno de nosotros, ni a rocíos juntos. ¿Por
qué no puede haber un bien común? Porque hay una cantidad muy reducida de bien en la vida y
cuando un gran número de personas pretenden participar de él, no hay suficiente para todos. Y, de
todos modos, sólo poquisimas personas saben qué es el bien y lo desean. Do modo que
continuemos con la guerra, a la que cada uno de nosotros se incorporó por sus propias viles
razones. Además, mi querido Odiseo, no es demasiado apropiado que tú adoptes ese tono superior
con Menelao. ¿Y qué si Diomedes le ayudó? Creo haber observado que hoy en la batalla le volviste
la espalda a Néstor cuando Paris se apropió de uno de sus caballos, y Diomedes tuvo que acogerlo
en su carro, mientras Esténelo protegía el resto de los caballos. Claro que todos conocemos bien el
tierno corazón de Menelao; dicen que le habrías perdonado la vida a Adrasto de Hyde, Menelao,
cuando su carro se volcó y yacía a tu merced, si Agamenón y Néstor no se hubiesen acercado en ese
preciso instante para recordarte rus responsabilidades. -En efecto, Meriones de ningún modo
deseaba atacar a Odiseo a cambio de un cumplido para Menelao.
Al ver que no parecía haber otra forma de hacer callar a Meriones, Agamenón so entregó a
uno de sus arrebatos.
-No puedo ni quiero tolerarlo. Seguid hablando, todos, seguid diciendo cuanto os plazca, sin
ninguna consideración hacia mis sentimientos y ningún respeto por vuestros hermanos de armas
cuyos cuerpos ahora humean en la desolada pira. ¡Todo es tan espantoso, y tan agotador! Y nadie se
lo toma a pecho excepto yo. Pensad en esos queridos compañeros que ahora estarían con nosotros
de no ser por la frenética habilidad de Héctor: Teutrante del norte, y Anquialo, y Menestes, y
Eoneo, hijo de Magnos, y el gran Menesteo de Arenas, que en su juventud hizo frente hasta al
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altivo Teseo, y Enomaos de Élide, y el querido Oresbios de Hila... cómo nos burlábamos todos de la
faja con relucientes borlas que con tanto valor lucía y cómo nos alegraría verle aparecer de pronto
en la puerta, con sus borlas y todo lo demás. -Y Agamenón dirigió una desconsolada mirada a la
puerta, aunque Oresbios no significaba gran cosa para él, ni para nadie.- Y ese adorable gigante
Porifás de Etolia. Y Menestios de Arna, muerto por Paris, y Elefenor de Eubea de cuya presencia
nos ha privado Agenor, el feroz hijo de Antenor, y el encantador Ifinoo, hijo de Dexio, cuyo dulce
aliento truncó el licio Glauco. Que esas sombras beban también un sorbo de nuestras copas
rebosantes Y hagan callar de vergüenza nuestras pendencieras lenguas. -Y con estas palabras,
Agamenón se volvió de cara a la pared y se sometió al abrazo de Odiseo; un cómico espectáculo,
pues Odiseo era dos cabezas más bajo que él y su pelo, visto por la espalda, enmarcaba un
reluciente círculo de calvicie. Poro nadie se atrevió a reír; no por respeto a Agamenón, sino porque
todos estaban cansados de altercados y deseosos de no hacer nada que pudiera prolongarlos.
-Que Apolo proyecte sus rayos sobre sus heridas y los mantenga eternamente a salvo -
aventuró Calcante.
Néstor se hizo cargo entonces de la situación.
-Sé que Agamenón no dejará de soñar despierto en los muertos, excepto para pensar
despierto en los vivos. Propongo que aquellos pocos entre nosotros que siempre mantenemos
también la mente alerta a las atronadoras pisadas.del peligro, y que no vemos caer sobre nosotros
ninguna tormenta que no hayamos previsto, nos retiremos a mi choza y contrastemos nuestras
diversas opiniones con el honrado rasero de la confianza mutua. Pero antes de que esta agradable
compañía se quede sin nosotros, o más bien debería decir, antes de que nos quedemos sin esta
agradable compañía, que Fénix nos recite una de esas encantadoras viejas leyendas que brotan de
sus marchitos labios cual hojas tiernas sobre la tierra vieja.
-¡Eso, eso! -exclamaron alegremente todos y con alivio se abrieron de piernas. No sólo se
acabaría por fin la desagradable charla, sino que tendrían el poco frecuente placer de oir devanar
sus historias al viejo Fénix.
-¡Viejo Fénix, un cuento! -reclamaron varias voces.
-Y que sea largo como la noche -dijo alguien-, porque un cuento descansa más que una
cama, si es un cuento suave y mullido, como son siempre los tuyos.
Fénix difícilmente podía negarse; raras veces se veía honrado de eso modo en la choza de
Agamenón. Había sido amigo del padre de Aquiles, Peleo, rey de Pría, junto al cual se había
refugiado cuando su propio padre, Amíntor, lo expulsó de Hélade. Entonces Aquiles era un niño y
todavía vivía Quirón, el sabio del monte Pelión. Quirón era el suegro de Peleo y Aquiles fue a
visitarlo bajo la custodia de Fénix y pasaron con él casi dos años. Desde entonces Fénix había
cuidado amorosamente a Aquiles; poco después de su regreso, Quirón murió y Peleo quedó
paralítico, pero sólo Quirón hubiera podido curarlo. Incluso cuando Peleo le asignó el gobierno de
los turbulentos dólopes, que vivían en el confín occidental de Ptía, Fénix conrinuó dividiendo su
tiempo entre su propia provincia y la política del reino, pues Aquiles estaba rodeado siempre de un
tal contingente de escrúpulos que era incapaz de actuar con la rapidez necesaria para gobernar con
eficacia. Aquiles decía: «Quirón nos concedió a cada uno unas dotes contrarias a nuestra naturaleza.
A mí, que soy indisciplinado por naturaleza, me dio carácter, y a Fénix, que por natural sólo hubiera
dedicado hermosas palabras a Aquiles, le concedió el don de la elocuencia pública». Después,
cuando Aquiles decidió unirse a Agamenón, Fénix no pudo resistir la muda súplica de la mirada de
Peleo, o su propio temor ante lo que podría ocurrirle a Aquiles si se marchaba a Troya sin la voz de
su habitual asesor. Fénix era quien había conseguido evitar hasta el momento que degenerara el
conflicto entro Agamenón y Aquiles a causa de Briseida, interponiéndose entre la hipersensibilidad
del uno y la insensatez del otro: obligando a Aquiles a vivir retirado en su cabaña y pasando tanto
rato como le era posible en presencia de Agamenón, para contrarrestar con toda la influencia a su
alcance las estúpidas estrategias contra Aquiles que le sugerían sus asesores. En su condición de
amigo de Aquiles no podía ser demasiado bien visto por Agamenón; pero aquél temía a Aquiles y,
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por tanto, estaba obligado a controlar su actitud hacia él guiándose por las indicaciones que podía
ofrecerle Fénix, precisamente por ser amigo de Aquiles.
-¡Un cuento, un cuento!
Agamenón y Odiseo se sentaron; los que habían separado las piernas volvieron a juntarlas,
como diciendo: «¡Esto es, en verdad, un asunto serio!». Fénix extrajo una pequeña flauta de hueso
de su túnica. Antíloco debía llevársela a la boca, puesto que Fénix no tenía dientes, pero éste se
encargaría de mover los dedos, mientras Antiloco suministraba el aliento. Ese arte de contar
historias en el que tan experto era Fénix difería, en método si no en su esencia, de las recitaciones
heroicas. Un cuento se narraba en el estilo coloquial más ingenioso, con divertidos cambios de
entonación y de expresión, y sin acompañamiento, excepto los improvisados movimientos de los
dedos del narrador sobre su flauta en las pausas entre los distintos episodios del cuento, para emitir
amables notas que recordaban a sus oyentes: «Esto es sólo un cuento y no hace daño a nadie». En
las recitaciones heroicas no había pausas y el narrador se acompañaba continuamente con su lira. Y
la voz mantenía el mismo tono profundo todo el raro, y el rostro, la misma expresión fija. Y el
auditorio tampoco era libre de sonreír o manifestar incredulidad. Éste quedaba en cierto modo
comprimido entre las paredes desconocidas del relato; mientras que en la narración hablada se
derribaban las paredes, se desgajaba a los sucesos de sus contextos remotos para ponerlos al
alcance familiar de la mente. Aquiles destacaba en el estilo heroico.
Fénix empezó a hablar.
-¿No os parece curioso que no podamos olvidar esa maravillosa cacería de Calidón? Juro
por la sagrada travesura de Artemisa, causante de que esta tierra fuese asolada por los jabalíes, que
hechos mucho más maravillosos han ocurrido y, sin embargo, se han deslizado limpiamente por los
agujeros de la memoria. En fin, no tiene importancia, porque me atrevería a afirmar que el
entusiasmo nos desbordaría si tuviésemos que escuchar aquellas cosas verdaderamente
maravillosas que hemos relegado al tiempo olvidado, anterior al tiempo recordado. Conque aquí los
tenemos a todos: Cástor y Pólux y Telamón y algunos dicen que Jasón y otros dicen que Teseo.
Pero los jabalíes persistieron durante largo tiempo, ofreciendo así a cada generación su debida parte
de héroes calidones. Y ya sabéis cómo se acumulan las desgracias en cuanto uno empieza a pensar
que lo peor ya ha pasado. Eneo era rey de Calidón y su esposa pertenecía a los curetas, un pueblo
vecino, y naturalmente éstos insistieron en ser los vencedores, pues no los gustaba que las
recompensas preparadas por Eneo para quienes le prestasen mayor ayuda -preciosos bloques de
rojo mineral de hierro y bandejas llenas de piedras preciosas, rebosantes de amatistas y ámbar y
cristal y turquesas y cornalina- fuesen a parar a manos de ingratos extraños. Es una verdad muy
antigua y bien conocida que los miembros de la familia tienen más derecho a la ingratitud que los
extraños. En consecuencia, todos los parientes de Eneo por parto de su esposa se precipitaron hacia
las desoladas tierras de labor donde se encontraban los jabalíes, haciendo rechinar y entrechocando
sus armas de acuerdo con su costumbre, pues era un pueblo que consideraba indigno luchar contra
sus enemigos, a los cuales les parecía más elegante asustar con un incontrolable estrépito. Pero los
jabalíes, que desconocían los métodos de batalla de los hombres, no entendieron que debían
asustarse. Así, fue Atalanta, la hija de Esqueneo de Arcadia, quien tuvo que llegar a un acuerdo con
los jabalíes, que al menos parecían entender un poco los métodos de batalla de las mujeres. Y
Meleagro, hijo de Eneo, propuso que las principales recompensas de aquel año fuesen concedidas a
Atalanta y su grupo de arcadios; lo cual era una decisión justa, pero su madre declaró que no era
natural dar preferencia a unos extranjeros, en detrimento del honor de la propia familia. ¿Y no
habéis observado, amigos, que la justicia nunca es natural? Pues sólo la conseguimos si cambiamos
de forma de pensar. Y aquí tenéis a Meleagro, pues, cambiando de forma de pensar y matando a
varios de sus tíos en nombre de la justicia.
Llegó el momento de la intervención de la flauta: i-ei-la-li; na-la-ru-ri-li-la.
-Llega un momento en que toda madre destruiría a su propio hijo, si encontrase una excusa
justa, pues no existe mujer alguna que no lamente ser madre de hombres, ¿y podemos
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reprochárselo? ¿Pero de quién podrían ser madres si no? A menos que fuesen madres de dioses,
como en efecto lo intentaron largo tiempo atrás, para luego desistir asustadas, puesto que no hay
dios que no esté dispuesto a destruir a su propia madre, y lo haga, sin necesidad de excusa alguna.
Aquí tenemos, pues, a la madre de Meleagro, encendiendo un tizón secreto del fuego que ardía el
día que aquél nació. El destino había determinado que la vida de Meleagro no debía arder durante
más tiempo que ese pequeño tizón del hogar, ante lo cual ella lo sacó del fuego y apagó la llama y
lo guardó para que pudiera convertirse en una justa tentación para ella llegado el antinatural
momento asesino. Y el leño se deshizo en fatales cenizas y la llama de la vida de Meleagro vaciló y
se apagó, sus hermanas se colgaron de las vigas de la casa y su querida esposa Cleopatra se paseaba
llorando por la ciudad con el grito ahogado del alción, como había llorado antes que ella su propia
madre cuando Apolo la raptó y se la llevó a su lecho dorado, detrás del sol...
Néstor consideró que los que debían deliberar ya podían retirarse decorosamente a su choza.
En cualquier caso, era un cuento que ya había oído demasiadas veces y sabía qué derroteros
seguiría o mataría a su esposa y volvería a casarse, y que mantendría una guerra permanente con los
sobrinos de su primera esposa, a cuyos padres había matado Meleagro, hasta que Eneo se vio
obligado a huir a Argos, llevándose consigo a su segunda esposa y a su hijo Tideo, el padre de
Diomedes. Néstor sabía que un cuento de alabanza a Diomedes exasperaría a Agamenón, que lo
consideraba un rey vasallo; en consecuencia, les hizo una señal a Agamenón y Odiseo y los tres se
retiraron sin ruido, dejando que les siguiesen quienes así lo desearan. Calcante salió a continuación
y le indicó a Criseida que lo acompañase; luego les siguieron Menelao, Diomedes y Meriones.
La cabaña de Néstor ofrecía un panorama muy distinto; podría haber sido la cámara privada
de una dama de alcurnia. Contenía verdaderas sillas, y mesitas con patas de cristal, y una cama en
vez de un catre, y un arcón con una hilera de urnas ornamentales. Criseida enseguida reconoció a
Hecamede y corrió a abrazarla. Hecamede era prima directa suya, hija del hermano de su madre,
que era sumo sacerdote en Ténedos cuando Aquiles saqueó la isla; Aquiles la había capturado y se
la había ofrecido a Néstor.
Néstor desempeñaba a conciencia su papel de anfitrión.
-Sentaos, senraos. Hecamede, querida, ofrécenos algún refrigerio... unas porciones de queso,
tal vez. Agamenón, creo que estarás más cómodo en esta silla. ¿Con una mesa delante, tal vez, para
apoyar los codos? Menelao, tenemos que tenerte un poquitín más cerca. ¡Bueno! ¿No intentaremos
decirnos nada hasta que las palabras salgan de la meto y no del balbuciente corazón?
Criseida se mantuvo apartada en el rincón donde Hecamede estaba preparando el refrigerio,
ayudándola en lo que pudo y hablándole en voz baja. Pasarían la noche juntas, sobre unas pieles
apiladas en el suelo, si conseguían que Néstor prescindiese de Hecamee en su cama; pero
Hecamedetenía pocas esperanzas de lograr ete favor. Néstor sentía frío en los huesos y necesitaba el
calor de un cuerpo joven a su lado para dormir; era un viejo inofensivo pero egoist, puntilloso en el
ritual de la comodidad. La comida estaba preparada y Criseda ayudó a Hecamede a ofrecerla, en
tazones de plata de dos asas, cada uno con un par de pájaros o animales en las asas, que se
inclinaban sobre el tazón como para comer: palomas, venados, serpientes, leones. Era un queso de
cabra insípido, recubierto de una fina capa de miel y espolvoreado con fina harina de ceada, todo
ello regado con vino no adulterado deTracia; Néstor era uno de los pocos que no tenía una cuenta
abierta con Agamenón para la compra de vino.
-¡Cómo! -exclamó Néstor con sonriente condescendencia-. ¡Nuestra gentil rehén acercando
el alimento a los labios del enemigo! Una guerra honrada con tan tiernos incidentes no puede
deparar grandes males a ninguno de los bandos.
-Por fortuna para vos -replicó Criseida en tono inflexible-, esto no puede considerarse un
incidente de la guerra... o sin duda habría encontrado el medio de mezclar veneno con la comida.
-¡Criseida! -suplicó Calcante-. Olvidas la cortesía debida...
Pero Criseida y Hecamede se habían retirado para continuar sus murmullos; y Néstor, sin
dejar alterar su temperamento de seda, inició la conversación con sus huéspedes.
- 99 -
-¡Ahora, dinos qué es lo que más te preocupa, Agamenón! Déjanos ser tu pecho. Pues
ningún pecho, incluso uno tan profundo como el tuyo, puedo sufrir tan hondos sentimientos a solas.
-Continuamente vuelve a presentárseme... -Agamenón suspiró- la vieja duda: ¿no querrán
los dioses, después de todo, que volvamos a embarcar en nuestras naves, agotada ya, en nosotros, la
ira contra los troyanos? Si Aquiles al menos...
-¡Cómo! -exclamó Menelao-. ¡Regresar ahora, sin Helena! ¡Dejándome en ridículo ante los
ojos del mundo entero!
-Los ojos del mundo no suelen vernos en nuestros momentos ridículos -dijo Meriones-. Sólo
los amigos gozan de ese privilegio.
-Por lo que más quieras, vuelve a embarcar en tu nave, Agamenón -dijo Diomedes-. Así
perderíamos muchísimo menos tiempo en discursos y deliberaciones.
-En cuanto a la intención de los dioses, gran Agamenón -intervino Calcante-, puedo
asegurarte...
-Vamos, vamos, compañeros -intervino Néstor conciliador-. Agamenón no pretendía que os
tomaseis sus palabras tan al pie de la letra. Evidentemente tiene que examinar nuestras dificultades
desde todas las perspectivas posibles. Apostaría que su máxima preocupación es saber si los
centinelas mantienen una atenta vigilancia y qué ataque por sorpresa pueden estar planeando en
este momento los troyanos junto a sus fogatas en la llanura. Pues es posible que no consideren a las
rehenes como un serio compromiso, dado que Climena es griega y Criseida, la hija de nuestro
Calcante. ¿No es así, Agamenón? ¿Y tú no dices nada, Odiseo?
-Mi mente no ha permanecido ociosa. -Odiseo se levantó y golpeó imperiosamente el suelo
con su vara- Saldré a la llanura y me deslizaré entre las fogatas para observar qué sucede. ¿Quién
me acompaña?
Diomedes se levantó al instante.
-¡Yo!
-¡Muy bien! -dijo Meriones-. ¡Yo también iré!
-No -dijo Odiseo-. Los tres haríamos demasiado ruido y llamaríamos excesivamente la
atencion.
-Entonces llévate al menos mi casco, Diomedes; si lo ven en la oscuridad creerán que eres
un siniestro sátiro llegado directamente de la Grecia antigua y correrán a decir sus oraciones. A
Odiseo en cualquier caso lo confundirán con un centauro que ha perdido su parte caballuna.
-¡Excelente! -Néstor estaba radiante-. ¡Eso es! ¿No te alegra oírlo, Agamenón? -Agamenón
intentó alargar la boca en una sonrisa.- Y una cosa, Odiseo, deténte un instante aquí al lado y dile a
mi Trasimedes que te acompañe y compruebe que sus centinelas no se hayan dormido. No debemos
dejar de hacer nada susceptible de calmar la inquietud de nuestro jefe por todos nosotros. Y será
mejor que le digas a Fénix que acabe su cuento y venga a vernos. Si he interpretado correctamente
el pensamiento de Agamenón -y me precio de saber hacerlo- su intención es dirigir una última
magnánima llamada a Aquiles. ¿No es así, Agamenón?
-Ese es mi deseo -masculló Agamenón-. ¡Pero sin compromisos!
-¡Claro que no! Magnanimidad, pero sin compromisos.
Odiseo ya había cruzado la puerta, pero Diomedes se había quedado atrás para acercarse a
decirle unas palabras a Criseida.
-Te alcanzaré en la puerta -le gritó a Odiseo-. Tendré que pasar por mi cabaña para ponerme
la armadura. Uno de los dos debería ir bien armado. ¿Tú te llevarás el arco, naturalmente?... Así son
las cosas, Criseida -le dijo-. Los dioses me hicieron griego y, por el momento, eso significa luchar
contra los troyanos, y desconfiar de los troyanos... Pero con eso no se acaba todo, ¿verdad? ¿No
existe acaso una parte de nosotros que no pertenece a los dioses... que no es griega ni troyana, sino
simplemente Diomedes, por ejemplo, y Criseida, para poner otro ejemplo? ¿Que se sitúa al margen
de todo esto y simplemente... bueno... lamenta muchísimo todo esto?
- 100 -
-No dudo que tú lo lamentas y te sientes dividido, tal como dices. Pero yo no puedo verlo de
un modo tan simple. Mi yo troyano es todo mi yo y no algo determinado por los dioses, sino lo que
yo misma he elegido ser. Para mi no existe un margen al cual poder retirarme para distanciarme de
todo y olvidar. Y eso seria como olvidar... como olvidarme de mí misma y convertirme en una no-
persona. ¿No comprendes que allí en Troya vivimos las cosas desde dentro?
-Tal vez por eso ha sucedido todo esto: para haceros salir de vuestro cascarón.
-¿Adónde, adónde podemos salir?
-¡Pues, al mundo!
-¿Y qué es el mundo?
-Bueno, supongo que son las personas; ¿no te gustan las personas?
-Muy pocas.
-Pero siguen naciendo y multiplicándose en todas partes. Es preciso hacer algo con ellas; no
podemos ignorarlas... Y ahora tongo que irme. ¿Te gusto?
-Sí.
-Pero soy griego; soy «persona», ¿no?
-No. Eros la parte muerta de un griego vivo llamado Diomedes.
-¡Vaya una cosa más alegre para decírsela a un hombre que está a punto de arriesgar su
vida! Bueno, ¡hasta luego! No puedo pedirte decentemente que me desees suerte.
-No. De hecho, confio en que te dejes matar. Por razones egoístas además de puramente
troyanas. Es un triste momento aquel en que un griego comienza a gustarle a una mujer troyana.
Diomedes se alejó presuroso. Ya se había entretenido demasiado y Odiseo estaría
esperándole. Fénix ya había entrado y Néstor estaba escuchando las conciliadoras propuestas de
Agamenón.
-Haré lo que pueda -dijo Fénix-, pero tengo la certeza de que ninguna persuasión hará mella
en Aquiles... ¡si fuera posible! Un día sin duda volverá a coger las armas, pero tomará esa decisión
él solo, repentinamente. No obstante, es sumamente grato para mí ser el portador de tan generosas
propuestas. Tal vez uno de vosotros debería acompañarme, para ser testigo de su respuesta.
Néstor se ofreció y también Calcante; pero este último estaba deseoso de hablar unos
momentos en privado con Criseida antes de que siguiera avanzando la noche...
-Llévatela contigo -dijo Néstor-. Podrás hablar con ella durante el trayecto hasta ahí y
durante el regreso. Y tú, Hecamede, atiende a las necesidades de Agamenón y Menelao. Será más
cómodo para vosotros aguardar aquí nuestro regreso... vuestros esclavos estarán atareados
limpiando después del festín.
-Supongo que deseas hablarme de Diomedes y rogarme que no vuelva a Troya -dijo
Criseida cuando salieron de la choza-. Bueno, me gusta Diomedes, si eso te interesa. Ha sido una
elección inteligente, si te sentías obligado a elegir a alguien para mí. Pero quitate de la cabeza
cualquier idea de que yo pueda abandonar Troya. Y si me dices una sola palabra más al respecto,
diré en voz muy alta lo que pienso de ti. -La perspectiva de verse insultado públicamente por su
hija silenció a Calcante, pues su dignidad entre los griegos se hallaba en situación precaria. No
volvieron a cruzar palabra en toda la noche, a pesar de que el camino hasta la cabaña de Aquiles,
que se alzaba en el limite occidental del campamento, era largo.
-¡Bienvenidos! -saludó Aquiles. Entonces vio a Criseida-. Pero, tú debes de ser Criseida, ¡te
agradezco la visita! Tenía deseos de verte, pero oí que estabas en la choza de Agamenón. -La invitó
a sentarse en el carro donde había estado tumbado y acercó pieles para los demás; pero Néstor y
Calcante permanecieron de pie.- Oh, ya veo, habéis venido con nuevas propuestas de Agamenón, se
os nota en la cara. Bueno, adelante con ellas, y después podremos sentarnos cómodamente a beber
vino juntos. Patroclo, avisa a los esclavos que traigan vino. Y de qué se trata esta vez: ¿cuántos
calderos de cobre, y trípodes, y caballos, y talentos de oro y mujeres? Siempre está intentando
devolverme las cautivas que le he regalado, y desde luego siempre escojo las más hermosas para él.
-Este es un asunto serio, Aquiles -dijo Néstor.
- 101 -
-Muy bien, entonces, si queréis que lo trate como un asunto serio, lo haré. Personalmente no
tenía ningún motivo para hacerles la guerra a los troyanos aparte de complacer a otro rey que
siempre me habla tratado como a un amigo. Los troyanos no se acercaron a la costa de Págasas para
atacar nuestros hogares y robar nuestros caballos y matar nuestros bueyes. Pero Agamenón me
llamó con voz de amigo y yo acudí. Y combatí durante casi nueve años como si luchara por mí
mismo y cuando volví de la expedición al sur este verano, le entregué todo el botín y sólo me quedé
la bola de hierro sin forjar que le quité a Etión de Tebas, y la lira de siete cuerdas con el puente de
plata, y el noble caballo Pedaso, también de Tebas, y sólo dos mujeres, y no para mi placer sino por
mi honor: Briseida de Limoso, una noble reina, y Pedásea de Pedaso, una dulce muchacha. Juré
impedir que las convirtieran en mujeres de campamento y con Pedásea he cumplido mi promesa,
pero Agamenón me quitó a Briseida cuando Calcante profetizó que su Criseida debía volver a
Tebas si no queríamos que la fiebre del verano nos consumiera a todos. Y él hizo uso de ella. Y ella
murió de pena. Creéis que no lo sé, y esperáis que crea las mentiras de Agamenón, cuando dice que
nunca la llevó a su lecho, que la mandó a Ténedos para protegerla del contacto con los soldados. Si
lo creyera, ¿creéis que no hubiera partido en el acto a Ténedos para traerla de vuelta? Y ahora lo
estoy tratando como un asunto serio. Respondí a la llamada de un amigo. Y cuando ha dejado de ser
mí amigo, me he vuelto sordo y he recordado que ningún troyano navegó nunca hasta Ptia con
malas intenciones contra mi o contra mi pueblo en su corazón. Agamenón ha hecho muchas cosas
sin mí... que haga otras más. Ha ganado muchas batallas y ha levantado una muralla alrededor del
campamento, todo ello mientras yo permanecía inmóvil. De hecho, no hay ningún motivo que me
impida regresar directamente a casa. Muy pronto, tal voz. Aunque la idea del hogar se ha vuelto
remota en nuestras mentes y el viaje se ha alargado hasta abarcar varios siglos. Pero podéis decirle
esto a Agamenón de mi parte: que si vuelve a llamarme, en ese mismo instante zarparé rumbo a mi
tierra, aunque tardo mil años en llegar hasta allí.
-Nunca comprometas tu palabra en una amenaza -dijo Fénix-. Ello te convierte en esclavo
de tu pasada ira.
-En cualquier caso, decidle que me deje en paz. Cuando Héctor llegue hasta mis propias
naves, ése será para mí el momento de luchar. Ah, aquí está el vino. Y aquí está también Pedásea; te
gustará conocerla, Criseida, y a ella le gustará conocerte a ti. Siempre que sabe que tengo visitas,
sale de su nave y hace los honores de la casa.
Pero no pudieron convencer a Néstor para que se quedara; Agamenón lo estaría esperando.
Calcante miró a Criseida.
-Si quieres irte con Néstor -dijo Aquiles-, no te preocupes por Criseida; Pedásea y Antíloco
la escoltarán sana y salva de regreso. Ella y Pedásea querrán estar juntas un rato; recordad que
Pedásea es hermana de Laótoe, la esposa de Príamo.
Cuando Néstor y Calcante se marcharon, Aquiles se apartó de las dos mujeres y se sentó
junto a los amigos que siempre lo acompañaban: Fénix, Patroclo, Antíloco y Calionte.
-Dile a mi hermana que en cierto modo soy feliz aquí. Dos mujeres de Pedaso me
acompañan y Aquiles nos ha creado un hogar aparte en una de sus naves. Es un hombre raro,
distinto de los demás. Casi demasiado integro. En cierto modo, lamentaré que se acabe la guerra,
porque entonces tendré que separarme de Aquiles. Ya sabes lo que sucede cuando una persona de
ideas simples es milagrosamente buena: resulta todavía más atractiva que una persona inteligente e
ingeniosa y alegre. En general, las personas de ideas simples no son ni muy buenas ni muy malas,
sólo tímidas y aburridas. El es como un dios menor, ¿no crees? Pero no puede decirse que sea
exactamente apuesto, ¿verdad?
-Yo creo que es más que apuesto -dijo Criseida, volviéndose a contemplar a Aquiles-. No es
posible comparar su físico con el de otros. Visto de cerca, no es un gran hombre y, sin embargo,
desprende un brillo que hace que todo cuanto le rodea resulte opaco. Pero, ¿no tienes la sensación
de que no es permanente, de que de pronto se apagará el resplandor? ¿Porque en realidad él no cree
en todo esto: ni en la guerra, ni en la vida, ni en nada?
- 102 -
-¡Alto ahí! -exclamó Aquiles-. ¿Qué estáis diciendo de mí?
-Cosas agradables, pero más bien tristes -respondió Criseida.
-Soy un tipo poco claro, ¿verdad? Es posible que lo sea. No lo sé. ¿Tú qué piensas,
Pedásea?
-Tú sabes lo que pienso, Aquiles -dijo Pedásea. Se le acercó y se sentó a su lado, con la
cabeza recostada en su hombro-. Si pudieras... querer a las mujeres.
-¡Pero si las quiero! Creo que son lo mejor que existe. -Deslizó un dedo sobre su mejilla.-
Ya sabes cuánto te aprecio.
-Quiero decir quererlas de verdad, conocerlas. Por tu propio bien. Ésa es la causa de que no
seas un hombre definido. Un hombre necesita estar cerca de alguna mujer, o se vuelve difuso y
desarraigado.
-Te diré lo que sucede. Me siento tan joven, y las mujeres me parecen tan viejas, viejas
como las rocas sobre las cuales reposa la tierra. No me atrevería a intentar buscar compañía en una
mujer; por eso entrego mi amor a muchachos efimeros como Patroclo y Antiloco y Calionte. Con
ellos no hay peligro de cometer un terrible error, o si lo cometiera, no lo notarían.
-Mira, Aquiles -dijo con petulancia Patroclo-. Seguro que comprendes que yo no sería tu
amigo si pensara que no te merezco mejor opinión que ésa... y estoy seguro de que lo mismo les
ocurre a Antíloco y Calionte.
-Claro que no lo serias -dijo tranquilamente Aquiles-. Sabes que eres tan precioso para mi
como la vida misma. Lo malo es hablar de las cosas. Procuramos decir la verdad, pero sólo
pronunciamos enigmas cuyo significado no entendemos. Por poco que digamos, siempre será más
de lo que comprendemos; las palabras se convierten en amplias sombras irreconocibles de nosotros
mismos. ¡Basta ya! Esta no es forma de entretener a Criseida.
-No he venido al campamento en busca de distracción, sino oficialmente como rehén y
privadamente para conoceros, para saber qué clase de personas sois. Los demás son más o menos
tal como esperaba. Pero me cuesta hacerme una imagen mental de ti para poder llevármela luego
conmigo. De modo que, por favor, ¿podrías dejar que todo continúe como hasta ahora? Ya me han
entretenido demasiado.
-Con las críticas y escarnios de rigor -explicó Fénix-, hasta que me han pedido que les
contase una historia, hartos ya de ellos mismos.
-¡Buena idea! Te cantaré una canción, Criseida. Te ayudará a hacerte una imagen de mí.
Calionte se levantó al instante y descolgó la lira de un soporte, y Aquiles comenzó a recitar:
- 103 -
Criseida no supo cuánto rato siguió recitando Aquiles. Se había rendido en el catre cuando
comenzó su canto y no tardó en quedarse dormida, mientras el rostro de él se fundía
melancólicamente con su canto, llevándose consigo el resto de la estancia; estaba muy cansada tras
el infructuoso esfuerzo de situar esas remotas figuras en una perspectiva inteligible. Cuando se
despertó, los demás dormían, todos excepto Aquiles. Éste había dejado la lira y, con la cabeza de
Pedásea en las rodillas, permanecía sentado con los ojos abiertos, pero sin ver, como si sólo
existiera cuando le daba vida el contacto con los demás. Fénix había ocupado el otro catre, frente al
suyo y Patroclo, Antíloco y Calionte dormitaban en el suelo en el mismo lugar que ocupaban antes.
-Ah, estás despierta. No sabía muy bien qué hacer con todos vosotros. Pero me ha parecido
que estabas cansada y que de todos modos tendrías que quedarte levantada hasta tarde si regresabas
a su lado. Sin embargo, será mejor que te acompañemos de regreso. Se tomarán muy mal que te
haya retenido tanto; tal vez piensen que he estado maquinando una traición contigo. Y amenaza
tormenta; el trueno merodea cada vez más cerca. ¿Qué tal si no molestamos a los demás? Sólo
retrasará nuestra partida. Te acercaré a la choza de Agamenón y puedes decirles que Antíloco te
acompañó; yo le recomendaré que diga lo mismo si por casualidad lo interrogan. -Depositó
suavemente la cabeza de Pedásea en el suelo, después de deslizarle una manta debajo, y luego él y
Criseida abandonaron quedamente la cabaña.
Cerca ya de la cabaña de Agamenón, Aquiles se detuvo.
-Me despediré de ti aquí y aguardaré a que hayas entrado sana y salva. Hay una luz
encendida, es decir que todavía están levantados. ¿Crees que seguirás aquí después del amanecer o
ha llegado el momento de la despedida?
-No creo que ni ellos mismos sepan qué piensan hacer. ¡Pero será mejor que nos
despidamos, Aquiles! Y deseo que vuelvas pronto al combate. Tengo la sensación de que eso está
retrasando el final de la guerra. ¡Eres un elemento tan importante de ésta! Todos vosotros tendríais
la misma reacción si Héctor se retirase de pronto.
-Lo sé. Tienes toda la razón. Y eso es lo que me impide volver a incorporarme, todavía más
que mis escrúpulos personales. En realidad deseo que las cosas tengan un desenlace indefinido.
-Yo también lo deseaba, en cierto modo, hasta que he estado aquí... hasta esta noche. Quería
que os alejaseis en vuestras naves y dejaseis que las cosas continuasen igual que antes de empezar
todo esto. En resumen habría sido como si... haber estado aquí no tuviese que cambiar el destino de
los griegos, si se marchaban ahora, igual que tampoco alteraría nuestro destino. Y algo tiene que
cambiar. Nuestros destinos deben fundirse. Nosotros tenemos una mentalidad ordenada y vosotros
la tenéis confusa. Pero también sentís una saludable insatisfacción con lo que sois, y nosotros no.
Intentamos eliminar de nuestras vidas lo que consideramos que no está bien; creemos haber
alcanzado soluciones definitivas, pero más pronto o más tarde es preciso enfrentarse al mal. Tiene
que haber más intercambio, hasta que lo que está bien lo esté porque ha durado más que lo que está
mal, no simplemente porque sabemos que eso os lo que está bien. Por alguna razón, el hecho de
conocerte me ha hecho admitir todo esto. Desprendes una sensación tan aterradora del imparable
transcurso del tiempo, de cientos y cientos de años de vida que deben ser llenados... a una le entran
ganas de darse prisa, de acabar rápido con todo, de no quedarse anclada en un sueño. Sí, vista desde
aquí, aunque sólo está a una o dos horas de distancia, Troya parece un sueño. No lo hablaría así a
ninguna persona aquí excepto a ti. Tienes que volver al combate. ¡Prométeme que lo harás!
-¡Lo haré! Lo que has dicho me ayuda a aceptar la idea. Pero es algo que tendrá que salir de
mí, no a través de insistencias externas.
-Piensa que te lo piden los troyanos, no ellos.
Aquí se interrumpió en seco su conversación. Alguien apareció en la puerta de la cabaña de
Agamenón y Criseida corrió a su encuentro para evitar a Aquiles el bochorno de ser descubierto en
su compañía. Era el propio Agamenón en persona, con Menelao pisándole los talones, pero le
prestaron escasa atención. Ambos se dirigían a la cabaña de Néstor; tenían cara de no haber
dormido y estaban preocupados. Criseida los acompañó, pues no tenía idea de dónde debía dormir.
- 104 -
La cabaña de Néstor estaba a oscuras, sin más luz que el resplandor vigilante de los tizones en el
hogar; Néstor siempre hacia encender de nuevo el fuego antes de acosrarse para mantener caldeada
la estancia. Hacamede los oyó y se deslizó fuera de la cama, envolviéndose en una pañoleta; Néstor
advirtió casi en el acto su ausencia y empezó a palpar la cama buscándola.
-¡Hecamede! -gruñó.
-Agamenón y Menelao están aquí -gritó ella desde el lado del fuego, donde se le había
reunido Criseida.
-¿Cómo? ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado? -Se incorporó en la cama y sacudió varias veces la
cabeza, parpadeando.
-No hemos podido dormir -dijo Agamenón-. Todavía no han regresado de la llanura y está a
punto de estallar una tormenta.
-¿Y qué queréis que haga yo? -preguntó malhumorado Néstor. A esas horas no resultaba
fácil desatar su elocuencia diurna.
Pero en eso mismo instante se oyeron voces en el exterior y un ruidoso grupo irrumpió en el
cuarto, precedido por un esclavo con una anrorcha. A la luz de la antorcha Criseida logró distinguir
sus caras desde el fondo de la habitación: Diomedes, Odiseo, Meges, Ayax el Grande y otros dos
que no pudo identificar.
-¿Qué ha pasado? -preguntó ansiosamente Agamenón.
-Bastantes cosas -respondió Diomedes con voz intranquila-. Estuvimos dando vueltas
durante largo tiempo sin tener suerte, pues habían mantenido las hogueras encendidas y una alerta
vigilancia junto a cada una de ellas. Pero encontramos a un loco solitario escabulléndose entre las
sombras y lo primero que nos dijo fue: «No me matéis, soy sólo un espía». El miedo le hacía
castañetear tanto los dientes, que apenas logramos entender sus palabras. Lo tranquilizamos
asegurándole que no le sucedería nada sí nos contaba cuanto supiera. No tenía gran cosa que contar,
pues se había pasado el tiempo deambulando por los espacios oscuros entre hoguera y hoguera. Le
dijimos que no podía salir tan fácilmente del paso, que tendríamos que matarlo si no nos decía algo
por lo cual mereciera la pena no hacerlo. Entonces se echó a llorar a gritos y Odiseo le rapó la boca
con una mano; eso pareció hacerlo recordar algo. Justo detrás del monte Ilo, dijo, el joven tracio
Reso y sus hombres se habían dormido, su fuego estaba casi apagado... podríamos apoderarnos del
carro con adornos de oro y nadie tendría que saber que él nos lo había dicho. No, le prometimos,
nadie lo sabría. Naturalmente, tuvimos que matar ahí mismo al idiota, aunque no mo gustó hacerlo.
Pero no creo que los troyanos lo consideren una pérdida; es un misterio qué puede haberlos
impulsado a dejar a un tipo así suelto en la llanura.
-Yo no era partidario de matarlo -dijo Odiseo-. Podría habernos sido útil si lo hubiésemos
traído al campamento para hacerlo hablar. Puedo que todo fuese comedia.
-No hay muchas personas capaces de poner cara de tontas con finalidades siniestras -dijo
Megos.
-Oh -los interrumpió frenético Agamenón-, por el temible nombre de Zeus, queréis no
volver a empezar a discutir en un momento como éste.
-No era mi intención prestar oídos a la inoportuna insolencia de Megos -dijo Odiseo-.
Además, todavía nos quedan por contar unas pocas cosas. Avanzamos a tientas pegados al
montículo, con la ayuda de los destellos de los relámpagos... aunque quiero que quede claro que yo
estaba en contra de todo el asunto y no presté ninguna ayuda a Diomedes en su aventura particular.
-Ya lo creo que no -dijo Megos.
-Llámalo como quieras -intervino Diomedes-. Lo cierto es que en aquel momento estuviste
de acuerdo conmigo en que resultaría deprimente regresar al campamento sin haber averiguado
nada, ni haber hecho nada. Recuerdo tus propias palabras: «Si no encontramos ninguna pista sobre
lo que ocurrirá mañana, tendremos que inventar una». Está bien, cuenta tú mismo lo ocurrido.
Dictis tomó la palabra. Era uno de los hombres que Criseida no había identificado al
principio: un escriba cretense encargado de recoger las crónicas griegas de las batallas.
- 105 -
-Tú siempre das una versión distinta que los demás de lo que ocurre, Odiseo.
-Esta vez no podréis decir lo mismo de mí. Me niego a pronunciar ni una palabra más al
respecto.
Menelao le pidió ayuda a Néstor:
-¿No puedes obligarlos tú a contarnos qué ha sucedido? -Pero Néstor había vuelto a
dormirse.
-Me niego a contribuir con mi presencia a otra escena humillante esta noche -declaró Áyax
el Grande-. Odiseo me ha dicho que íbamos a deliberar. Si antes del amanecer esto se convierte en
una deliberación, despertadme. -Y salió de la choza.
-¡Lo mismo digo! -anunció Megos y lo siguió.
-¡Y yo! -dijo Dictis.
-¡Esténtor! -exhortó Agamenón-. ¿No puedes acabar tú con esta cruel incertidumbre? -
Esténtor era el segundo de los dos hombres desconocidos para Criseida; ahora lo identificó como el
primer heraldo de los griegos.
-No sé más que vos, señor Agamenón. Me han hecho acompañarlos por si decidíais
despertar al campamento.
-¡Despertar al campamento! ¡Tan grave es entonces!
-Tal vez si nos vamos todos a nuestra choza y nos instalamos cómodamente, aclararemos
más pronto las cosas -sugirió Menelao.
Néstor volvió a despertarse y llamó a Hecamede. Esta se separó de Criseida y corrió a
meterse otra vez en la cama. Diomedes se acercó a Criseida, mientras los demás salían.
-Está resultando una noche desagradable para ti. ¿Ni siquiera te han ofrecido una cama? Te
traeré una silla.
Llevó dos y ambos se sentaron frente el fuego.
-¿Qué ha sucedido en realidad? -preguntó ella.
-No robé el carro ribeteado de oro, pero maté a Reso, mientras dormía. Habían dejado que
se consumiera el fuego y él estaba tumbado un poco apartado, solo, tal vez porque no podía
soportar los ronquidos. De un solo golpe le corté la joven cabeza; parecía seguir durmiendo. Un
acto inútil. Odiseo siempre ejerce una mala influencia sobre mi... se las da de sensato y uno no
puede resistir la tentación de hacer alguna tontería, para darle una lección.
-¿Os vio u oyó alguien?
-Nadie, pero encontrarán mi espada clavada en su cuello por la mañana. De pronto me
asusté, Odiseo me estaba tirando del pelo, y mo escabulli de allí sin ella, y después no me atreví a
volver a buscarla cuando advertí que la había dejado olvidada. Así que enseguida advertirán que fue
un griego... Y yo que quería que la tregua durase días y días...
-¿Por qué? Crees acaso que porque Climena...
-No digas lo que no piensas. Sabes que no soy así, como yo también sé que tú no eres como
Climena. Pero, ¿por qué no intentaste retenerla? Podrías habernos pedido ayuda.
-Algo le ocurrió en cuanto puso pie en el campamento y comprendí que se había olvidado
de Troya. Por eso, cuando se levantó para seguir a Ayax, supe que no podría hacerla regresar
conmigo. Habría muerto de añoranza. En realidad, siempre sintió nostalgia, bajo toda su alegría,
aunque no nos dábamos cuenta. Y pensé que, siendo sobrina de Menelao, Ayax la trataría de un
modo honorable.
-Sois gente rara. A nosotros, una cosa así nos enfurecería, en vez de despertar nuestra
simpatía.
-Yo también estoy furiosa, al mismo tiempo que simpatizo con ella. Pero cuando las cosas
llegan a un punto decisivo, hay que considerarlas de un modo impersonal.
-¿Croes que algún día llegarás a mirar la guerra de un modo impersonal?
-Esta noche lo he hecho.
- 106 -
Los bramidos del exterior se hicieron articulados; la tormenta estalló con monstruoso alivio
y, a sus espaldas, el mar se estremeció alarmado.
El Invierno
Otros años, ésos habrían sido los meses amables; las puertas cerradas contra el viento y el
mal tiempo, los cortinajes más gruesos sobre las aberturas, las ventanas cubiertas con vejigas, la luz
filtrándose prudentemente, dejando fuera el frío cegador; viviendo los días bajo la protección de un
deseo común de sobrevivir hasta que la primavera viniera a liberarlos a todos del espectro del
invierno; sentados muy juntos por las noches, festejando con apretada alegría, procurando no dejar
colarse las hambrientas violencias que se ocultaban emboscadas en los confines exteriores del
invierno. Los mercaderes y visitantes del verano se habrían dispersado en busca de sus propios
inviernos, las cosechas estarían domesticadas, reducidas a una benévola obediencia en las
despensas; el aceite de oliva sedimenrándose en suave claridad; la grasa de delfín y de marsopa
fundida... las jarras desportilladas y más feas se reservaban para este fin; las herramientas de hierro,
pequeñas, ligeras y afiladas, compradas a los mercaderes de Paflagonia en el mercado veraniego,
todavía con un aire de desmañada eficiencia, todavía sin la humildad del uso; nuevas piezas de oro
y plata en las arquetas de tesoros, garantías de una larga vida, en gran parte todavía por vivir; la
- 107 -
plata, tal vez, de las montañas del Tauro, mucho más al sur de Paflagonia, o incluso de las opulentas
tierras del Eufrates, y el oro de Cólquide, quizás, adonde nunca llegó Hércules, o de las minas de
Príamo en Abidena, no lejos de allí; nuevas piezas de lino, también de Cólquide, demasiado finas
para pensar en usarlas de momento; haces de fibra de cáñamo en el suelo del almacén, que las
manos de los esclavos torcerían calladamente durante sus horas de tertulia junto al fuego; collares
de ámbar varias cuentas más largos que el año anterior, con nuevas piezas transportadas por los
escitas desde el mar del Norte hasta el puerto paflagonio de Enete, donde se mezclaron con otras
chucherías importantes con destino a Troya. ¡Con destino a Troya! Patrona de riquezas y de su
confusión, todo alcanzaba aquí el refugio de su sentido unificador, bajo el conjuro de una
tranquilidad majestuosamente humana. La voz de Troya se elevaba por encima del clamor sin
palabras de la materia, y por encima del terrible silencio de los dioses: «No somos la materia de la
tierra ni el espíritu de los cielos, sino la mente que media entre una y otro; somos lo que somos y
éstos son nuestros objetivos probables, y ésas nuestras imposibilidades». ¿Y quién oía la voz de
Troya? Es importante ser capaz de escuchar la propia vocecilla y reconocerla como propia. Una
ciudad privada, de cinco mil vidas consolidadas, que se diluía en una ciudad de cincuenta mil
habitantes durante los meses dedicados al comercio y los viajes, y un estado de quinientos mil a lo
largo de todo el año, a base de ser, eso parecía, tan obstinadamente lo que era: una mera ciudad que,
sin embargo, conocía el sonido de su propia voz.
Y seguían siendo lo que eran, ahora, y se sonrían próximos en el cobijo común del invierno;
pero el ritmo de la amabilidad se había transformado en un flujo automáticamente constante de
cariñosa indulgencia, hiriente con la deliberada presión del cariño y gravado por el peso de la
monotonía de la indulgencia. En el anterior orden habitual de las cosas, la primavera y el verano
iban colmando gradualmente la cada vez más ancha grieta de las promesas al final del prolongado,
sombrío período de expectación. Ahora, la promesa era la muerte. No, la grieta empezaba a cerrarse
gradualmente; la muerte la había llenado y no parecía existir ya una próxima estación.
Ese era el cambio; se toleraban mutuamente con dolorosa invariabilidad, como en un
perpetuo invierno. Y todo parecía remontarse mucho más atrás del décimo invierno, y del primero;
incluso a cuando Hércules, largo tiempo atrás, hizo encerrarse en si misma a Troya... la maldición
de Hércules, él mismo sometido a la maldición de Hera de ser invenciblemente fuerte y encontrarse
siempre solo con su fuerza. Entonces habían empezado a desear ser doblegados, pero continuaron
luchando, no porque no se atrevieran a formular el deseo, sino porque sabían que sólo podían
acabar como acabo Hércules en el monte Eta, levantando su propia pira funeraria y tendiéndose,
vivos, sobre ella... ¿cuál viva llama que encontrara en sí misma su combustible?
En la última batalla antes del receso del invierno había caído muerto Eurípilo, el jefe
teurranio. Era nieto de Hércules y su madre era Astioque, una hija de Príamo. Había acudido a la
guerra como un hombre con un mágico poder de hacer luchar a los hombres cuando no querían
hacerlo y, según decían, de hacer perder las alas a las langostas y de obligar a los gusanos de las
viñas a hundirse en la tierrra y morir. Pero sus poderes formaban parte de la maldición de Hércules;
era demasiado fuerte, demasiado celoso de su propio espíritu. ¿Quién no sabia que un hombre con
poderes mágicos era un hombre condenado? Habla matado a Macaón, el médico griego, a quien
Paris había herido con una flecha en una batalla anterior; y muchos griegos debían de yacer ahora
moribundos en su campamento por no poder contar con Macaón. Pero Filoctetes, convencido a
finales de otoño para que acudiera a Troya, había matado a Eurípilo con una de las flechas
envenenadas que Hércules diera a su padre cuando éste era niño, junto con su arco, para que con él
encendiera la pira funeraria en el Eta cuando todos los demás rehusaran la terrible orden. Heleno, el
hermano gemelo de Casandra, había profetizado a los griegos que debían buscar a Filoctetes y,
también, a Neoprólemo, el hijo de Aquiles e Ifigenia, hija de Helena y Teseo, pues la verdadera
historia de Ifigenia comenzaba a contarse ahora en voz baja a ambos lados de la llanura.
Sí, Heleno se había pasado a los griegos; el mismo día del ataque fatal contra el
campamento griego. Al principio había luchado con los más osados, aunque no llevaba armadura,
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abandonando su arco para tomar prestada una sólida espada de un soldado tracio. Después se cansó
y volvió a coger el arco. Disparó despreocupadamente contra Menelao, sin ánimo de matar; y
Menelao, que tal vez lo advirtió, le pinchó la mano con la lanza... casi con ternura, como si le
suplicara que se entregase pacíficamente prisionero. Así lo hizo Heleno, aunque tenía cerca a
muchos que hubiesen podido rescatarlo de haber pedido auxilio. Y más tarde tampoco pidió nunca
que se pagara un rescate por él. Coger prisioneros era una de las principales diversiones de
Menelao en esa guerra; en ellos podría encontrar los amigos que no tenía entre sus propios
compañeros de armas. Y así Heleno hacía ahora sus profecías para los griegos. Traer de Esciros a
Neoptólemo, sin que Aquiles lo supiera, fue una acción precipitada, aunque no del todo insensata,
para vencer la obcecación de aquél. Muchos decían que estaba empezando a enloquecer en su
cabaña, ansioso de entrar en combate, pero sin saber cómo romper el conjuro de inactividad con
que él mismo se había maldecido. Tal vez al ver a su hijo, criado en los tiempos en que intentaba
ser un hombre como los demás, familiarizado con las mujeres, rompería el dominio de esos
compañeros que parecían alentar las desgraciadas extravagancias de su espíritu. Pues, quién,
mirando a Aquiles, no habría declarado que era todo un hombre por su cuerpo. Neoptólemo llegó y
Aquiles en efecto lo amó, incluso como a un hijo. Pero fue Patroclo, y no Neoptólemo, quien, con
su muerte, indujo a Aquiles a volver a la lucha. Y cuando por fin luchó, lo hizo con el mismo altivo,
austero fanatismo que lo había mantenido encerrado tanto tiempo en su cabaña, no con una natural
vitalidad del cuerpo.
Habla otro motivo práctico más obvio para ir en busca de Filoctetes: si lograban
convencerlo para que se trasladase a Troya, una vez más haría acudir a sus naves y sus hombres
desde la península de Págasas. Hacia mucho tiempo que no podían contar con nuevos refuerzos
procedentes de Grecia; una nueva guerra ofrece misteriosas perspectivas de riquezas y aventuras,
pero una guerra que ya dura diez años tiene un olor a rancio para la imaginación. Pero el caso de
Filoctetes era distinto. Mientras se efectuaban los preparativos para la guerra, había enviado a
Agamenón un juramento de guerra de considerable valor. Todos los paises de Grecia habían hecho
lo mismo, a fin de asegurarse los favores de Agamenón. Algunos se habían servido de estas
promesas como prenda para no convertirse en aliados activos, otros habían enviado también sus
fuerzas, considerando su juramento como una medida para la posterior participación en el botín y
en el reparto de las nuevas tierras que pudieran obtenerse. Filoctetes no envió sus naves a Aulide,
sino que les ordenó que aguardasen en Lemnos mientras él viajaba, en nombre de Agamenón,
caldeando los ánimos en favor de la guerra. En Creta consiguió inducir a Idomeneo para que se
uniese a la guerra. Después, un día, antes de iniciar juntos el viaje hacia el norte, una serpiente
venenosa mordió a Filoctetes mientras exploraba, con algunos de sus hombres, una isla deshabitada
próxima a la costa meridional de Creta; e Idomeneo zarpó para Aulide sin él, con el encargo de
decirle a Agamenón que Filoctetes los seguiría en cuanto tuviera curado el pie y de pedirle que
hiciera llegar el mismo mensaje a Medonre, que había quedado a cargo de sus naves en Lemnos.
Sucedió que Odiseo, que se dirigía a Aulide, fue arrastrado hasra Creta por una tormenta y
allí encontró a Filoctetes, cuyo pie tardaba en curar. A Odiseo se le ocurrió entonces un plan. Con
algún cuidado, no sería difícil sanar el pie de Filoctetes. Pero éste era un personaje de carácter
independiente y obstinado que sin duda formaría parte de la oposición en cualquier consejo de jefes
y, además, con una gran influencia, dada su edad y el hecho de hallarse en posesión del arco de
Hércules. Odiseo era consciente de que ya tendría bastantes dificultades para imponerse ante
Agamenón contra la halagadora persuasión de Néstor. Por eso abandonó cruelmente a Filoctetes en
una parte desolada de Lemnos.
Odiseo envió todas sus naves a Aulide desde Creta, excepto una, en la cual, fingiendo una
rara solicitud, zarpó con Filoctetes rumbo a Lemnos. Los conciudadanos de Filoctetes los seguían
de cerca en su propia nave. En Lemnos, Odiseo insistió en que Filoctetes debía decidir si quería
continuar viaje hacia Troya o si dejaría partir a Modonro al frente de sus hombres sin su presencia,
interpretando la mordedura de la serpiente como un presagio contra su intervención en la guerra:
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entonces no se esperaba que los prepararivos durasen tanto. Si no encontraba otra forma de
deshacerse de Filoctetes, pensaba Odiseo, tal vez lograría influir en su decisión consiguiendo que
algún sacerdote de Lemnos hiciese una profecía sobre la mordedura de la serpiente. Una vez
eliminado ésto del panorama, podría congraciarse con el joven Medonte y hablar en Aulide, y en la
misma Troya, con una rara confianza. Ningún otro jefe contaría con un tal apoyo de distantes
extranjeros en favor de su política; el pueblo de Filoctetes mantenía una estrecha alianza de sangre
con las tribus no aqueas del norte de Ptía, algunas de las cuales, según afirmaba Filoctetes, ya
habían enviado hombres a Áulide, donde Agamenón debía proporcionarles las naves. Si podía
llegar a Aulide y presentarse ante esos pelásgicos como el protector de confianza del joven
Medonte, se decía Odiseo, y luego interceder en su nombre ante Agamenón, para conseguirles
naves y provisiones de moderada calidad en reconocimiento de sus juramentos de guerra.... Una
generosa y honrada carrera de prestigio, unos paladines de confianza en cualquier situación
delicada. Y también pediría más naves para sí mismo, decidió Odiseo, para hacerle comprender a
Agamenón desde el principio el valor de su incorporación a la alianza. Había comprimido a sus
hombres en unas pocas naves de inferior calidad, con el propósito de darle a entender a Agamenón
que incluso había tenido dificultades para retirar esas pocas de las importantes actividades
comerciales en el mar occidental donde él y sus itacos presentaban una fuerte competencia a los
fenicios, los cuales sin duda se mantendrían neutrales en la guerra y así obtendrían una seria ventaja
en los mercados de Itaca. Pero Odiseo en realidad no temía por su actividad más lucrativa, sus
intercambios con los tratantes de esclavos de Sicilia... Las fuerzas reunidas en Aulide se vieron
retenidas no sólo por el tiempo y las prolongadas negociaciones, sino también por el gran número
de naves que fue preciso proporcionar a los aliados que no podían o no querían aportar las suyas
propias. Había habido quejas en el sentido de que el puerto de Aulide había sido una elección
absurda, puesto que era prácticamente un canal interior, que además revelaba un favoritismo hacia
los cadmeos. Pero el motivo de la elección era sencillo: las tres hondonadas del pequeño canal que
se abría detrás de Eubea formaban desde .hacia largo tiempo un notable centro de construcciones
navales, donde podían ensamblarse varias naves al mismo tiempo. La continua demanda de nuevas
naves había ocasionado, más que cualquier otra cosa, el retraso en Áulide.
El problema no había obligado a encontrar un sacerdote complaciente en Lemnos. Justo
antes de llegar a la isla, Odiseo consiguió separarse de la nave en la que viajaban los compañeros de
Filoctetes y dejarse arrastrar por un viento contrario. Luego fingió que se le estaba acabando el
agua y tocó tierra en un lugar solitario de la costa noreste, el punto más alejado del puerto de la
costa suroeste donde se hallaban varadas las naves de Filoctetes. Insistió en que Filoctetes
desembarcara con él, para que pudiera mojarse el pie en una fuente curativa secreta que dijo saber
que existía en un lugar próximo a aquel lugar; entonces dejó que los sorprendiera la noche y por la
mañana Filoctetes se encontró solo. Cuando llegó al puerto suroccídental, donde la nave de los
compañeros de Filoctetes ya se había reunido con la cincuentena que aguardaban allí, Odiseo
simplemente contó que justo antes de llegar a la costa, donde se dirigían en busca de agua, el pie de
Filoctetes había empeorado repentinamente y éste había saltado por la borda en un acceso de dolor
y desesperación; una densa niebla les había impedido encontrarlo y, de hecho, tampoco habían
podido desembarcar ese día. El joven Medonte optó por creerlo y en el acto se puso bajo la
protección de Odiseo, pero los que habían estado con Filoctetes en Creta y conocían un poco a
Odiseo y sabían que la mordedura no podía haberse agravado tanto, así de pronto, en el único día
que su nave había estado separada de la de Odiseo, comenzaron a murmurar. Y muchas de las naves
no tardaron en regresar a Olizón. Pero Medonte quedó a la espera en Lemnos con el resto de las
naves y los hombres y se unió a la flota griega cuando ésta por fin llegó hasta allí camino de Troya.
Eneas había matado a Medonte el pasado otoño y muchos griegos, que desde el principio
sospechaban que la ausencia de Filoctetes de la guerra se debía a alguna conspiración de Odiseo, se
alegraron con la profecía de Heleno que anunciaba que si iban a buscar a Filoctetes acelerarían el
desenlace de la guerra. Hacía algún tiempo que se sabia que Filoctetes seguía vivo; Odiseo había
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insinuado que probablemente había descubierto que no quería morir, una vez que el agua fría hubo
calmado el dolor de su pie, y que había nadado hasta la costa. Muerto Medonte, Filoctetes
seguramente estaría dispuesto a hacer venir más hombres y naves y reivindicar la parte del botín de
guerra que le había usurpado Medonte, aunque el grupo de Medonte tenía derecho a una pequeña
parte. Odiseo ya no podría oponerse a ello como había hecho en vida de Medonre. Defender a ésto
encajaba bien con su costumbre de manipular a las personas; según los criterios políticos de
Odiseo, muchos hombres insignificantes combinados ofrecían un apoyo más seguro que unos pocos
amigos destacados: los insignificantes no tenían que desempeñar un claro papel como hombres de
honor... ¿Pero qué había ganado Odiseo con toda su política en sus correrías anteriores a Troya? Un
nombre odiado, un supersticioso desdén que impulsaba a los hombres a tratar a toda prisa con él y
desaparecer. Aunque esta situación había elevado, al menos, su reputación de comerciante
particular de mano rápida y fabulosamente rico, para darle fama de político de mente rápida y
fabulosos recursos. Y mientras tanto el comercio, bajo la dirección de su esposa Penélope, debía de
haber seguido aportando un considerable rendimiento, aunque no tanto como antes. También sabía
que Penélope habría recurrido al habitual envite, que no habría dejado de compensar
satisfactoriamente cualquier declive en el comercio de compensar satisfactoriamente cualquier
declive en el comercio de cereales. Cuando Odiseo permanecía ausente largo tiempo en cualquier
viaje, Penélope comenzaba a alentar a sus pretendientes como que no volvería; su propia riqueza y
su riqueza potencial como viuda de Odiseo justificaban el riesgo. Probablemente habría iniciado el
juego durante su segundo año de ausencia. A esas alturas, la incertidumbre debía de haber crecido
tanto que debía de tener dificultades para evitar las peleas entre quienes se creían, uno a uno, los
presuntos elegidos... Constantes rumores de su muerte en Troya. Cierto es que, poco antes de que se
suspendieran los combates con la llegada del invierno, había sufrido una grave herida en un
costado. Pero hombres como Odiseo nunca dejan de regresar; no porque amen mucho la vida, o la
vida les ame mucho a ellos, sino porque el destino se olvida de seguir sus pasos, que no los llevan a
cometer grandes locuras ni grandes solomnidades. La herida había tardado en curar, pues Podalirio
era un médico menos hábil que su hermano Macaón, pero Odiseo se administraba en privado un
tratamiento de diranio. Años de vida en el mar y en tierras extrañas le habían enseñado a dar por
sentada la salud y un seguro regreso. Nadie moría lejos de su hogar si no lo deseaba; y en su hogar
cada cual podía morir cuando le conviniera...
Filoctetes, en su lento avance hacia el sur, había encontrado un templo abandonado de
Hefesto en una ciudad en ruinas. Un puñado de sacerdotes que vivían allí mantenían el culto; la
harapienta población estaba integrada exclusivamente por hombres. En tiempos pasados había
habido en Lemnos una extraña guerra entro los hombres y las mujeres. Los hombres habían dado
crédito a una profecía heféstea según la cual debían dar muerte a todas las recién nacidas y buscar
en adelante esposa en Tracia, más al norte, para que la sangre lemnia volviera a ser fuerte, o así lo
contaban. Desde luego, existían antiguas leyendas del poder de los lemnios; era posible que la raza
realmente hubiera declinado, o bien Lemnos perdió su prestigio con el apogeo de Troya y el
desarrollo de importantes centros de poder en el sur de Grecia. Como quiera que fuere, una
tradición hablaba de un reino de amazonas en Lemnos y no resultaba difícil creer cualquier cosa de
las mujeres, lo que estaban dispuestas a hacer o podían hacer cuando se confabulaban a solas no
tenía limite. Los habitantes de la pequeña colonia que encontró Filoctetes afirmaban ser
descendientes de los supervivientes de la famosa masacre de los hombres a manos de las mujeres
de Lemnos. Algunos de los más viejos íncluso declaraban haber vivido aquellos terribles tiempos.
Filoctetes se preocupó de averiguar en detalle cómo habían logrado vivir tanto tiempo o cómo
habían nacido los otros sin la intervención de mujeres. Los sacerdotes y los pocos que con ellos
vivían lo trataron bien y poco a poco su pie empezó a sanar. Pero, cuando estuvo curado, su piedad
de pelágico no le permitió huir de ellos y pedir ayuda a los lemnios del sur para regresar; los
sacerdotes habían profetizado con anterioridad que no debía dejarlos hasta que los propios griegos
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acudieran en su busca para enmendar el mal causado. Aguardó años y años, y así acabó sucediendo:
Odiseo por fin acudió en su busca.
Puesto que con ello se cumplía claramente la profecía, Filoctetes recibió cortésmente a
Odiseo y renunció a la venganza. Se dejó convencer para volver con ellos a Troya y decidió borrar
su enemistad hacia Odiseo y permitirle gozar de la fama de incorporar el arco de Hércules a la
guerra en un momento tan avanzado. Diomedes, que había acompañado a Odiseo, todavía cojeaba a
causa de la herida que le había causado una flecha de Paris en un pie, un día que éste se hallaba
escondido detrás de una columna en el montículo de Ilo mientras Diomedes luchaba con Troilo más
abajo... Desde allí, Paris también hirió, instantes más tarde, a Euripilo de Hiria de Etolia en el
cuello, y lo mató... Los sacerdotes que habían curado el pie de Filoctetes volvieron a abrir la herida
de Diomedes y consiguieron que luego cicatrizara perfectamente otra vez; ése fue el inicio del
afecto que uniría al viejo Filoctetes y a Diomedes. Filoctetes, todavía mucho más que Esténelo, fue
el amigo de Criseida cuando ésta, en medio de las heladas del invierno, se dirigió sin disimulos al
campamento griego y se prometió con Diomedes.
¿Será necesario contar cómo ocurrió? Contempladlo tal como lo contemplaron la propia
Criseida, y Helena y Héctor y Príamo: como un acto de dolor, de un dolor por Troya que otros no
podían sentir porque no podían manifestarlo, pues sus corazones se habían cerrado como esas flores
que se encierran en sí mismas, para abrirse sólo cuando el sol estimula cálidamente su confianza.
Había caído enferma; no podía permanecer sentada, como los demás, en un trance de
incertidumbre, cada uno con la certeza de que el final había quedado atrás, todos mirándose con
indolora ternura con la conciencia de ese final en los ojos. Había enfermado y Troilo había llegado
a odiarla por no quererlo como él deseaba, por no buscar el camino del olvido en el amor. Cada vez
lo veía más y más claro: Troya estaba ahora paralizada en lo que antaño había sido. Pero la propia
Troya no recordaría nada, permanecería enterrada bajo ese sortilegio, incapaz de despertar porque
nunca se había dormido; y los griegos tampoco se acordarían de Troya. Sólo ella había sobrevivido
para rememorar el pasado de Troya, y pensar en su futuro, sí, en su futuro, porque, después de todas
las conmociones del tiempo, Troya seguiría allí, en calma. Se reuniría con Diomedes; a su lado
podría recordar a Troya. Y Dares escribiría: «Criseida, hija del traidor Calcante, nos ha dejado en el
día de hoy, partiendo con un nombre deshonrado rumbo al campamento griego». Que fuese una
deshonra; la deshonra con que la denostaban seria un medio de recordar. Los poetas la difamarían;
después, concluido el relato, los oyentes se mirarían y preguntarían: «¿Qué fue Troya?». Y la
imagen de Troya palpitaría inolvidable en las sombras de su curiosidad. El cretense Dictis escribiría
en la crónica griega: «En el día de hoy, Criseida, hija de nuestro sacerdote Calcante, abandonó la
ciudad maldita y su fortuna volvió a renacer entre nosotros». ¡La fortuna de Criseida! Ser a través
de los tiempos un nombre increible dentro de una increíble historia. Su nombre sería corrupto; se
convertiría en un leproso entre los nombres. Pero a través de su nombre, Príamo y Héctor y Helena
y el nombre incorruptible de Troya serian repetidos familiarmente por boca de los extranjeros del
futuro. El mundo cada vez se alejaría más y más de sus primitivas apariencias. Pero Troya seguiría
siendo Troya en las profundidades del espejo de autoidenrificación, la obsesiva unificación de lo
que fue con lo que habría de ser.
Los convocó a todos a un consejo privado en el aposento de Helena; ante todo a Príamo,
Héctor, Deifobo, Laódice, Troilo, Pándaro, Hicoraón. Acudieron tantos como encontraron cabida en
el cuarto. Helena ya lo sabia. Había aceptado la deserción de Climena con irreflexivo pesar, pero la
partida de Climena se situaba al mismo nivel de significado que su propia huida de Esparta.
-El viento de la realización nos arranca de la morosidad del tiempo y nos doposita
asombradas en una nueva costa del destino -había dicho.
-La costa a la cual me dirijo -le había respondido Criseida- sólo es un lugar desde el cual
poder contemplar a Troya con mirada creyente a través del abismo del desastre. Si ahora me
quedase, ¿cómo podría no creer, cuando llegue el desastre con la primavera, que nos habíamos
refugiado en el pocho de la desventura y el olvido que calma la desesperación?
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Príamo le había dado su bendición.
-Querida, cada uno de nosotros tiene el privilegio de escoger su propia desdicha. Sé que
escoges esta superior desdicha sin motivaciones mezquinas o desleales.
-Sufro, buen Príamo -respondió ella-, y vosotros aquí no sufrís. He estado paseándome con
ganas de llorar, o gritar, pero no me sale nada.
-Los muertos no lloran por sí mismos -dijo Príamo.
-Pero si lo hicieran, amado señor, volverían a vivir.
-Es posible -respondió distraídamente Príamo, como si nada de cuanto estaban diciendo le
afectase personalmente.
Y pocas cosas lo afectaban ahora. Deifobo se había hecho cargo del trono. Héctor
permanecía sentado con la mirada fija, aguardando la ceguera y diciéndose: «La muerte es lenta
para quienes no la buscan vistiendo toda su armadura». Porque, durante el ataque al campamento,
Áyax lo había golpeado en los ojos con una enorme piedra negra y su negrura se le había infiltrado
en la vista. Polidamas, hijo de Pántoo y el más apreciado por Héctor entre los jóyenes
combatientes, lo habla transportado hasta el vado próximo al montículo de Ilo, ayudado por Eneas,
Agenor, Sarpedón y Glauco. Allí lo sacudió el primero de los accesos de vómito, que sólo habían
cesado recientemente; ahora, su orgullo físico ya no protestaba ante la suave merma diaria de la luz
exterior.
Andrómaca había muerto. Un día de combate había salido enloquecida a la llanura,
arrastrando a Escamandrio de la mano, y se había plantado frente al carro de Aquiles, gritando:
-¡La esposa de Héctor te pido que mates a Héctor! ¡Sólo la muerte a manos de Aquiles
podrá salvarlo de la ceguera! ¡Troya se ensombrece con la ceguera de Héctor! ¡Luz, Aquiles, luz!
Y Automedonte, que acompañaba a Aquiles conduciendo su carro, intentó detener a Balio y
a Janro, poro éstos ya habían pisoteado a Andrómaca, poco acostumbrados a esos repentinos
controles compasivos. Aquiles saltó del carro para salvar a Escamandrio y Automedonte recogió el
cadáver de Andrómaca. Corrieron hacia el campamento llevándoselos a los dos; Aquiles lloraba.
-No entregaré su cuerpo hasta que los troyanos me permitan llorar en su funeral. Y no
tardaré mucho en liberar a Héctor de la ceguera, tal como ella me suplicó.
Al Oeste de Abydos, al otro lado del Helesponto, habían depositado a Andrómaca y Hécuba
sobre una pira común, en el promontorio de Cinosema. Hécuba acababa de morir, de la enfermedad
del perro, el salvaje aullido nocturno que la muerte no tarda en acallar. Los muertos de la
enfermedad del pérro llenan de horror al país si el cuerpo no se quema con agua de por medio. Por
eso llevaron el cuerpo de Hécuba a Cinosema, y Aquiles acudió allí a su encuentro con el cadáver
de Andrómaca. Políxena, la hija menor de Hécuba, fue la única de la familia de Príamo que acudió
al encuentro de Aquiles y a ofrecer los ritos.
-No es verdad -le dijo Aquiles- que yo te pidiera en matrimonio: fue una propuesta de
Agamenón, no mía. Y no trato deshonrosamente a las mujeres, insultando a mi enemigo en el
campo de batalla con preocupaciones domésticas. Pero la guerra ahora ha terminado, creo... al
menos se ha convertido en un dolor común. ¿Querrás llamarte mi esposa y prometerás sobre esta
pira compartir conmigo un dolor común? ¿Querrás cuidar conmigo a Escamandrio, al cual me
propongo hacerle de padre, porque quién si no Aquiles puede querer ahora como se merece al hijo
de Héctor? Y tengo también a mi propio hijo Neoptólemo, al cual daré como hermano a
Escamandrio.
-Si me convirtiera en tu esposa -respondió Polixena-, como hija de Príamo, como hermana
de Héctor, solamente pensaría en descubrir tu parte vulnerable y no tendría reposo hasta haberte
herido allí para vengar las heridas de Troya. Eso sería indigno de mí, y de ti.
-Separémonos dignamente, entonces -dijo Aquiles y le cogió la mano-. Esta es la historia...
Es curioso que todavía sea mi secreto, pero la verdad os que hasta ahora jamás lo había compartido
con otra persona, aunque es sabido que estoy así marcado en algún lugar. Son cosas que acaban
sabiéndose, de un modo u otro, tal vez a fuerza de no contarlas, porque los buitres del rumor se
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alimentan del silencio. No es que no haya podido confiar en nadie, pero me parecía injusto hacer
cargar a nadie con el peso de este conocimiento, merecer más que la dosis natural de ansiedad de
mis amigos. Pero ahora haré cargar a Troya con el conocimiento. Jamás le he pedido tanto a un
amigo... Pues bien: mi madre hechicera me pasó por el fuego, como hizo Demérer con su hijo
Celeo, y así me dio inmunidad en todo mi cuerpo, excepto en el lugar donde mis pies tocan la
tierra; una herida en las plantas de mis pies pronto me gangrena la carne. El desafío de la tierra
contra la magia sobrenatural, así lo explicaba mi madre hechicera. En efecto, mi carne se cierra casi
de inmediato sobre todas las heridas, pero cualquier ridícula ampolla en los pies tarda meses en
curar. -Así, revelando su secreto a Polixena, Aquiles unió su destino al destino de Troya, y al de
Héctor. Esos fueron sus votos matrimoniales en Cinosema.
Cuando Políxena le contó que Aquiles adoptaría a Escamandrio, Héctor sonrió y dijo:
-Andrómaca lo hubiera querido así. -Nadie se atrevió a contradecirle o a ofrecer presentes
de rescate a Aquiles a espaldas suyás.
Y Laótoe se había ido a Tracia, a descubrir la verdad sobre Polidoro. Lo habían enviado allí
a principios del invierno, al cuidado de su tía Iliona, la hija de Príamo, y de Poliméstor, el rey tracio
que ésta había desposado. Polidoro no era feliz en Troya; demasiado mayor para jugar, era
demasiado joven para luchar, y, además, no paraba de pensar en la muerte de su adorado hermano
mayor, Licaón, muerto por Aquiles el primer día que salió al combate, poco después de la muerte
de Patroclo. Aquel día, Héctor se enfrentó por primera vez con Aquiles después de muchos meses.
Había transcurrido poco más de una semana del ataque contra el campamento, durante el cual
recibió la herida en los ojos. Hasta ese momento sólo había sufrido dolores de cabeza y alguna
crisis ocasional de mareos y vómitos; pero cuando se encontró frente a Aquiles, una bruma le
cubrió los ojos y tuvo que dejar a Aquiles para Eneas, quien lo atacó, pero cuando ya se volvía para
huir. Aquiles podría haber matado a Héctor entonces, pero advirtió que había sufrido un repentino
malestar y decidió aguardar a poder mantener un combate digno de ambos. Transcurrirían aún
varias semanas antes de que resultara evidente que el predestinado combate entre Aquiles y Héctor
tendría que adoptar otra forma, más terrible, que la natural de la batalla. Pues, comoquiera que se
desarrollase, todos sabían que el combare tenía que tener lugar.
A Eneas, Aquiles le gritó:
-¡Y tú crees poder ponerte al mando de los troyanos! -Y tampoco se dignó a correr en su
especial persecución, sino que instó a los griegos a agruparse y a avanzar firmemente contra el
grueso del ejército troyano, que en esos momentos había sobrepasado los límites griegos de la
curva septentrional del Pequeño Escamandro.
Aquiles y sus mirmidones se separaron entonces de la masa para atacar a un pequeño grupo
aislado de troyanos que intentaban cruzar el río y estaban en difcultades; el lecho del río era
particularmente desigual en ese punto y las brutales lluvias otoñales habían engrosado y animado el
débil caudal veraniego, ocultando temporalmente el acostumbrado vado. El resto de los troyanos
estaban atravesando el río por el vado próximo al montículo de Ilo, donde el lecho liso y poco
profundo permitía el paso de hombres y caballos en cualquier época, aunque en aquella ocasión
habían dejado a los caballos esperando en la llanura, puesto que la incursión en el triángulo griego
sólo era un intento de provocar una batalla.
Con la lanza que Quirón le diera a su padre, Peleo, Aquiles mató a muchos hombres en ose
punto, atacándolos desde la orilla cuando intentaban escalar la ribera, después de vadear con
dificultad profundas fosas. Pero se reservó a doce para matarlos en el funeral de Patroclo, tal como
había jurado, y los envió al campamento fuertemente custodiados. Después volvió junto al río y allí
encontró a Licaón que intentaba salir de las traidoras aguas.
-Soy Licaón -suplicó ésto-, recién rescatado de vuestras manos llegado hace sólo doce días
de Imbros, y un precioso rescate pagó mi regreso junto a mis queridos padres y a mi dulce hermano
Polidoro, que ahora mismo debe de estar forzando la vista desde las murallas, deseoso de acertar en
su intuición de que esta figura es en efecto Licaón que vuelve sano y salvo de la batalla. Es
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demasiado pronto, con el rescate todavía fresco en las arcas de Odiseo. Bajo la luna de esto mes me
capturó, en los campos del sur, una noche que yo me había deslizado fuera de la ciudad para cortar
ramas tiernas de higuera con las cuales reparar la vara rota de mi carro. Me vendió a Euneo de
Lemnos, a pesar de que éste prestó juramento de neutralidad al principio de la guerra. Entonces mi
padre ofreció a Odiseo un tazón de oro como rescate y él prometió hacerme venir de Lemnos. Al
principio, Euneo no quería dejarme partir, después de pagar un tan alto precio por mí; un gran tazón
de plata, cincelada a la manera sidonia, parte del tesoro real de Lemnos. Pero Odiseo, deseoso de
obtener el razón de oro, ordenó a su mensajero que insistiese hasta lograr mi libertad, bajo
amenazas de una incursión contra Lemnos; y así me enviaron a Imbros, cerca de allí, cuyo rey ha
mantenido relaciones de amistad con ambos bandos y había quedado encargado de custodiar el
tazón de oro hasta el momento de entregarlo al mensajero de Odiseo, cuando yo hubiese embarcado
en la nave troyana que allí me esperaba. ¿Todo eso para que Odiseo pudiera obtener una ganancia
en plata y otra en oro a mis expensas? ¿No está todavía demasiado reciente el mercadeo? Noble
Aquiles, aguarda otra ocasión, ya sea para el cautiverio o la muerte, y entonces no protestare.
Pero Aquiles, que lo había dejado hablar, no lo escuchaba. Estaba pensando en Patroclo,
cuya muerte había endurecido su brazo contra la inactividad, para actuar de inmediato, hasta llegar
a un final, de la guerra o de su propia persona. Y Licaón murió; su cuerpo cayó de espaldas en el
río. Y durante un rato, Aquiles continuó recorriendo la ribera, sin encontrar más hombres que matar.
Luego, se abrió paso entre las matas de juncias y tamariscos y descubrió un olmo de una altura
adecuada para tenderlo sobre el vado sumergido. Él y sus compañeros lo arrancaron y asidos a él
cruzaron el río para incorporarse a la batalla que se estaba desarrollando en la llanura.
Después de esto, Polidoro dejó de otear desde las murallas y tampoco quiso jugar a batallas
con el hijo de Helena, Ideo. Entonces decidieron mandarlo a Tracia, con la esperanza de que el
recuerdo de Licaón quedaría olvidado junto con la nostalgia del hogar, para dar paso a nuevas
devociones, nuevos entusiasmos. Pero cuando había transcurrido menos de un mes de su partida, un
terrible rumor llegó a oídos de Príamo: que Poliméstor había entregado a Polidoro a los griegos a
cambio de una promesa de no hacer incursiones en su país. Los griegos lo negaron repetidamente a
los mensajeros de Príamo, que acudieron con ofertas de rescate, en caso de que fuera verdad. Pero
Poliméstor daba extrañas respuestas a los mensajeros que Príamo envió a hacer averiguaciones:
Polidoro había estado enfermo y lo había enviado a tomar el aire de la montaña, o Polidoro no
había salido de su aposento desde su llegada y ver a cualquier persona que no fuera Iliona le
provocaba accesos de fiebre. El misterio finalmente se le hizo insoportable a Laótoe, que partió
para averiguar personalmente qué había sido de Polidoro. Y ésa era una de las razones de que ahora
la guerra sólo afectase a Príamo como podría afectar el mal tiempo alrededor de su casa a un
hombre desolado por el duelo que se desarrolla en su interior; ningún vendaval o riada asesina o
enloquecidos relámpagos podrían causar mayores daños que los ya sufridos allí. ¿Pero acaso
Príamo ya no confiaba en el regreso de Laótoe con Polidoro? Las profecías de Casandra impedían
abrigar esperanza. Porque ahora en Troya se daba crédito a la palabras de Casandra.
Y así permanecían inmóviles, serenos, rodeados por el desastre, a salvo del desastre; a su
alrededor se cernía la calma de lo que ya sabían que habla ocurrido; en este aspecto se anticipaban a
los dioses, todavía aturdidos y furiosos por la vorágine de acontecimientos. Y así Príamo daba por
perdido a Polidoro, y a Laótoe con él.
-Se han ido -había dicho Casandra- y no hay regreso del lugar donde se encuentran.
Troya no volvió a tener noticias de Polidoro ni de Laótoe, ni tampoco la tuvo el mundo.
Puede que Laótoe encontrara finalmenre a Polidoro, que al llegar a Tracia no descubriera que había
muerto y, enloquecida, le arrancara los ojos a Poliméstor, como contaron después algunos. Puede
que lo encontrase bajo un inocente aire de montaña no contaminado por los profanos humores de la
guerra, como, a veces, uno encuentra una oveja solitaria embobada con la vacía pureza de la altura;
y puede que los dos juntos intentaran llegar hasta Troya otra vez. Pero no era posible regresar a
Troya.
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Otrioneo había muerto a manos de Idomeneo durante el ataque al campamento. Se había
unido a los que irrumpieron por la puerta principal, sin separarse de sus carros para mayor
seguridad; un plan poco acertado, como se demostraría luego, pues esa puerta estaba vigilada por
los griegos más veloces, que se abalanzaron con asesina furia sobre la apretada masa mientras
desde la muralla llovían las flechas. El viejo Asio de Abydos, padre del buen amigo de Héctor,
Fénope, dirigió ese ataque, con Adamante, el hermano de Fénope; y les acompañaba el último hijo
de Fénope, Forcis; con lo cual las tres generaciones lucharon una junto a otra. Y allí murió
Otrioneo, y Asio y Adamante y Forcis; allí cayó, también, el cuñado de Eneas, al no acudir éste en
su ayuda, cuando se mantuvo rezagado envidiando los éxitos de Héctor en la puerta central y
buscando un lugar aparte donde conquistar su propia gloria. Deifobo, que combatía por primera vez
después de varios años (para congraciarse con los soldados tras la decisión del Consejo de
nombrarlo rey con la llegada del invierno), acudió en defensa de aquéllos. Pero Meriones lo hirió
en el brazo y su hermano Polites se lo llevó a la retaguardia del combate; Polites, que era mejor
espía que combatiente y a quien Príamo enviaba con frecuencia a Lemnos y a Imbros y a Tracia a
averiguar qué tramaban los griegos. Junto a los caballos que aguardaban depositaron el cuerpo
muerto de Otrioneo, y el de Alcároo a quien Eneas había abandonado, y a Deifobo herido, y a los
muertos de Abydos. Sin color yacían en el suelo, su brillante armadura apartada, mientras sobre
ellos relucían los caballos: resplandecientes zainos, blancos de Tracia y rojizos alazanes. Al otro
lado de la muralla griega, cerca de las naves, aguardaban otros caballos, sus colores frescos bajo la
brisa marina. Allí acudían unos presurosos instantes los soldados a secarse el sudor; y en el suelo,
sin color, yacían muchos cuerpos troyanos junto a los griegos, entre ellos los de Iso y Antifo, hijos
de Hécuba, capturados meses atrás por Aquiles en las laderas meridionales del Ida y devueltos a
Príamo a cambio de un rescate. Áyax se acercaba de vez en cuando hasta allí, abriéndose paso entre
los caballos y los cadáveres, para tomar fuerzas contra el repentino temor que lo invadía
periódicamente entre los impulsos de bravura.
-El valor de Áyax -le dijo Eunimedonte, el conductor de Néstor, en una de esas pausas- se
renueva continuamente por reflejo.
Casandra sorprendió a quienes la rodeaban; habían temido que la noticia de la muerte de
Otrioneo la enloqueciera de verdad. Pero, en cambio, pareció darle ese sentido de pertenencia a
Troya, y no a los dioses, que hasta entonces no había conseguido darlo la guerra, con su larga,
implacable lección de lealtad a lo que quedaba de Troya al mostrar cuánto podía perderse, o
irrevocablemente, día tras día. Ahora también ella habla perdido algo; a un hombre sin heroísmo,
absurdo incluso, pero prometido en juramento a ella. Continuaba haciendo profecías, pero con la
sobria inspiración de la desgracia personal; ahora veía caer tanto sobre si misma como sobre los
demás aquello que predecía. En un primer momento, la noticia le creó una nueva, pero no histérica,
agitación. Se dedicó afanosamente a estudiar los ritos apropiados para la memoria de un hitita
fenicizado que miraba con simpatía a las deidades troyanas y se entretuvo cariñosamente erigiendo
un altar especial en su aposento, sobre el cual instaló un modelo de una nave, con los costados
pintados de bermellón, que le había construido un paflagonio de Enete, ciudad de astilleros, para
indicar que Otrioneo había llegado a Troya surcando las aguas; y una imagen de madera de Cibeles
con ojos y boca de calcedonia. Después se ocupó de rendir honores funerarios a los demás: al licio
Sarpedón, muerto por Patroclo después de que aquél matara al caballo de Aquiles, Pedaso, que
Patroclo conducía, y a quien Glauco no supo ayudar; para él los ritos del rapaz Apolo. Y trabajó
calladamente con Hicetaón en la capilla de Cibeles, preparando el altar para los ritos funerarios del
hijo de aquél, Melanipo, muerto por Antiloco cuando Menelao quería cogerlo cautivo; hasta hacía
poco, Melanipo había permanecido en Percore, a cargo de un gran rebaño de bueyes que Hicetaón
había donado al Estado. Y los ritos de Pirecmos, jefe de los peonios de Tracia, de quienes algunos
decían que antiguamente pertenecían a la misma raza de la cual surgieron los aqueos y que eran
famosos por su habilidad de jinetes y por sus curiosos arcos torcidos; a Pirocmes le dedicaron
sagradamente una encina. Y también los ritos funerarios de Imbrio de Pedeo, donde vivía exiliada
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de Troya su esposa Medosicasta, una hija de Príamo, nacida bajo el estigma de la bastardia; un
hombre bienamado por Príamo.
A éstos y muchos otros encauzó suavemente hacia la muerte con las despedidas que deben
llorar los vivos, para no emprender a su vez, cuando llegue su hora, el oscuro camino en silencio,
sin vítores. Después entró en un período de sencillez, durante el cual deambulaba de casa en casa,
para comer en una, cenar en la otra, pidiendo que le hablasen, que la aceptasen como amiga, aunque
sin saber cómo dar amistad; ignorante de otra forma de manifestar su buena disposición aparto de
comer con deliberado deleite la comida que le ofrecían, regodeándose, tal vez, con un trozo de atún
conservado en vino agrio, como si en esas trivialidades del momento se encerrara el secreto de la
confraternidad humana. Y después, durante una temporada, volvió a retraerse; continuaba
agitándose como antes, sin objeto y llena de energía, poro sin dejarse arrebatar, como antes, por
caprichosas hostilidades; buscando, más bien, algo útil en lo cual ocuparse y demasiado consciente
de su inutilidad para intentar hacer nada. Esto ocurrió justo después de que la creciente pérdida de
la vista de Héctor se convirtiese en certeza de una inminente ceguera, y de que Andrómaca se
dejase arrollar por los griegos, y de la muerte de Hécuba. En esto estado de ánimo, a quien sentía
más próximo era a Troilo; renació la antigua ternura entro ellos, pero con una nueva nota de
caridad. Troilo comprendía que ella había renunciado a su rencor contra su propio pueblo, sin
encontrar, sin embargo, un vinculo de amor positivo con ellos; que ahora se sentía parte de ellos
sólo porque el triunfo de haber profetizado correctamente su ruina la convertía en parte de la ruina,
lanzándola bruscamente otra vez a su seno, distinta de ellos en su espíritu pero igual en la carne, su
arrogante espíritu divinamente condenado a ser carne. Y Troilo, que había previsto tiempo atrás el
camino que inevitablemente seguiría Criseida, y demasiado egoístamente alejado de ella para hacer
suyo su camino, había llegado a amarla con un desesperado amor de la carne y a imaginar sólo
imposibles abrazos, olvidando las imágenes de un embelesamiento más duradero que antes le
evocaba su presencia. Tal vez, si él hubiera sabido cómo trascender con ella las inmóviles
intensidades de la guerra, Criseida habría podido obrar de otro modo; juntos, e incluso en Troya,
podrían haber encontrado nueva vida y movimiento. Pero ese otro amor que sonría por ella lo
abrumaba. Sabia que ella se estaba alejando de él, pero había perdido el poder del lenguaje; las
viejas palabras que habían constituido su amor ya no tomaban forma. Y así volvió al consuelo más
antiguo de Casandra, que ahora estaba más calmada y era más amable. Sentado a su lado, gran
parte de lo ocurrido parecía diluirse... excepto esa aguzada ansia, el deseo de consumirse, con
Criseida, en acalorados arranques de olvido de si mismos, y de Troya.
Pero Casandra pronto descubrió una acción idónea para ella y para el estado de quienes la
rodeaban. Comenzó a hacer profecías, pero no como antes. Sus palabras tenían un alcance más
limitado, profetizaban los destinos de las personas más que las intenciones de los dioses, y no
buscaban imponer la piedad a través del terror, sino convertir en amiga la cosa temida a través de la
anticipación del terror. En un rincón de un antiguo almacén encontró una lira de piedra de cuatro
cuerdas; el sonido contenido, no viajero, de este instrumento se adecuaba bien a las humildes
visiones que ponia en palabras con su acompañamiento. Era bueno saber que tal persona no sufriría
más que la muerte; o que Pándaro sobreviviría a un destino no más cruel que encontrarse con que
sus tesoros habían sido saqueados cuando regresara a Zelea y tener que morir pobre en voz de
como un próspero héroe.
Casandra estaba presente cuando Criseida anunció su deseo de pasarse a los griegos. Su
actitud hacia Criseida se había suavizado igual que con los demás; de modo que ni acogió con
júbilo la noticia, como una victoria de la voluntad de los dioses sobre la voluntad humana, ni se
sintió obligada a despreciarla en virtud de una nueva fanática lealtad a Troya.
-Estas son acciones -declaró- que sanrifica Dioniso el del Sonoro Grito, que esrimula a la
mente humana a decidir muchas cosas guiada por el orgullo de su propio intelecto. Dioniso ama
como ningún otro dios una voluntad libre y vela por quienes afrontan el futuro con valentía:
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Y luego, después de enviar a un esclavo en busca de su lira, entonó un himno a Dioniso, en
el cual profetizó la larga y triste vida de Criseida entre los griegos.
-Bueno, ahora que han acabado las solemnidades -dijo Paris-, procuraremos hacer tan
agradable como podamos el poco tiempo que le queda a Criseida entre nosotros, la última vez que
veremos a quien nunca temimos perder. Pero en la realidad no puede pensar que la vamos a perder;
más bien es como si se fuera de viaje. Criseida, ¡querida mía!, sé que nunca dejarás de pensar en
nosotros. ¿No os dais cuenta? Nos llevará envueltos entre sus telas y cuando los griegos hablen de
la desaparecida Troya, ella nos sacará y nos exhibirá ante ellos, y exclamará: «¡Mentís!». ¿Qué
dicen de nosotros los griegos? «La sabiduría siempre les llega demasiado tarde a los troyanos.»
¿Pero acaso no llega siempre con retraso? Seremos sabios a través de Criseida. ¿Me oyes, Criseida?
¡Sé sabia! No discutas nunca con un griego, porque entonces te convertirías en griega. Ya sé qué es
lo que más añorarás: ¡la lluvia de Troya! La que difumina los duros contornos entre las cosas y
funde el sueño con la vigilia y la vigilia con el sueño. Y, así, la noche tiene sueños y el día fantasías
en abundancia para que una y otro resulten igualmenre inciertos. Es curioso, ¿sabes?, pero en
invierno no deseo que llegue la primavera siguiente, cuando la lluvia empezará a secarse
progresivamente hasta dar paso al verano, sino que añoro el cálido, húmedo otoño anterior, cuando
todas las estaciones parecen confundirse... Dicen que los griegos son criaturas temblorosas de
noche y ancianos intrépidos de día. Pero pronto tendrás ya ocasión de comprobarlo. No los mires
con demasiada suspicacia... a pesar del proverbio que dice que los fenicios son más dignos de
confianza que los griegos porque siempre son falsos, en tanto que los griegos ahora son falsos y al
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instante siguiente son sinceros. Y otra cosa que te sorprenderá, como me sorprendió a mi, es el
grotesco contraste entre lujo y simplicidad, en una misma casa incluso: paredes totalmente
revestidas de cobre, y puertas chapadas de oro, y montantes y dinteles de plata, y arcones
tachonados de rosetas de bronce... y Junto a ellos, los más vulgares alimentos y utensilios. O a la
inversa: vasijas de oro y paredes de adobe desnudas. No saben demasiado bien cómo combinar las
cosas. Y todavía no han desarrollado un sistema monetario civilizado como el nuestro. En los años
anteriores a la guerra, cuando todavía comerciaban con nosotros, siempre se mostraban reacios a
calcular en talentos de plata o de oro, por temor a ser engañados, y preferían llevar sus cuentas con
nosotros en términos de bueyes y trípodes... eran más duchos en la estafa con esos sistemas de
cálculo. Y otra cosa a señalar es que todos son capaces de practicar casi cualquier profesión. Un rey
no olvida cómo se usa un arado. Dicen que Dictis, el escriba griego, sabe hacer unos remos y unos
mástiles que son una maravilla; lo llaman «Dicris domador de abetos», ¿no es así? Supongo que se
debe a que ninguno se siente realmente seguro y por eso consideran tan importante tener siempre la
posibilidad de ejercer un nuevo oficio entre las riberas de la fortura y el horizonte de la penuria. Y,
en resumen, Criseida, ¡únete a los griegos! Te daremos preciosos regalos de despedida. Si, e incluso
algunos para los griegos. «Teme sobre todo a los griegos cuando presentes les lleves.» Me gusta la
forma inversa del proverbio, porque ¿acaso traen alguna vez presentes los griegos? Pero no hay
motivo para temer ya a los griegos. Esta pequeña expedición los dejará jadeando inocuamente
durante largo, largo tiempo.
Así se lanzó a hablar infatigablemente Paris, después de buscar, como de costumbre, la
cama para tumbarse. Era un hombre ordenado, cuidadoso, en su casa, pero, según decía, no podía
soportar un cobertor liso sobre una cama o un catre, «como si la estancia sólo estuviera habitada
por ella misma».
-Me gustaría que hablases menos, Paris -dijo Helena-, y dejases que cada uno lamente a su
manera el que Criseida nos deje. Criseida pensará que para ti su partida es sólo un motivo de
cháchara.
Héctor estaba sentado en el banco adosado a la pared, con Hicetaón a un lado y al otro
Príamo, que le dirigía angustiadas miradas de vez en cuando. Mantenía los ojos cerrados excepto
cuando le dirigían la palabra, aunque todavía podía distinguir las siluetas y cuando se movía no lo
hacia como un hombre ciego. Cada vez que abría los ojos, Priamo -y todos los demás- pensaba:
«¿Todavía ve?».
-¡Héctor! -Helena se volvió hacia él y Héctor abrió los ojos.- ¡Dile alguna cosa a Criseida!
Sé que se quedaría si tú consideras que no debe marcharse.
-Criseida sabe que pienso que haga lo que haga obrará bien. ¿Y quién puede decir que algo
está mal ahora? Hemos entrado en el mundo de las sombras y una cosa no difiere demasiado de
otra, excepto para la cosa misma. ¡Criseida! ¿Me perdonarás que no haya salvado a Troya?
Criseida se había alejado discretamente del brasero en torno al cual estaba sentada con
Helena, Laódice y Casandra y se había acomodado en el banco, entre Hicetaón y Héctor.
-Oh, Héctor, ¿perdonarte yo a ti? -Y recostó la cabeza en su pecho y lo abrazó, y lloró.
El le acarició el pelo, después le levantó la cabeza y la miró a la cara, mientras se esforzaba
por sonreír.
-A ver, ¡deja que te mire! Los dioses son compasivos conmigo. Tendré el recuerdo de todos
vuestros rostros en la memoria, aunque os ocurra cualquier cosa. ¡Este es un rostro muy querido!
Pero ha cambiado, ¿verdad, padre Príamo? Solías mostrar una cara distinta cada vez que uno te
miraba y ahora hay en ella una expresión fija, como si te hubieses quedado sola, todos los viejos
amigos difuminados, convertidos en extraños. No debes sentirte sola. Cualquier cosa que hagas,
cada uno de nosotros la estará haciendo a su manera. Todos hemos sido empujados al límite más
allá del límite... y ésta es la nada. Cualquier cosa que ahora hagamos, todos y cada uno de nosotros,
no será nada. ¡No es nada, Criseida! Tratémonos, pues, como solíamos tratarnos, sin rígidos
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excesos de amabilidad. Bueno, lo diré y después todos nos sentiremos mejor: ¡claro que es una
crueldad que nos dejes, niña!
-Una crueldad conmigo misma.
-Todos hemos sido crueles con nosotros mismos -dijo Priamo-. Ha sido una guerra en la que
luchábamos contra nosotros... No puedo decir que es una guerra.
-Crueles no, sinceros -dijo Hicetaón-. Hemos sido todo cuanto podíamos ser y en cada
momento hemos hecho generosa entrega de nuestras esperanzas. Sin reservarnos nada para
posteriores tiempos nuestros. Pero de acuerdo con la doctrina de Cibeles ello nos traerá nuestra
redención. Una vida plena reporta una muerte plena; Cibeles no acoge fantasmas en la madre tierra,
sino sólo a los auténticamente vivos.
Paris reanudó su perorata:
-He estado pensando en lo que has dicho a propósito de Dioniso y el rito del toro, Casandra.
¿Crees que es probable que en otros tiempos sacrificásemos un toro en la fiesta del vino nuevo, en
vez de comernos pacíficamente un toro de pasta de almendras y miel sobre un prado de pasta? ¿O
surgió ya en Tracia la costumbre del pastel?
-Yo diría que en todas partes debe de haber surgido más o menos simultáneamente un
sentimiento general de que el sacrificio del toro era un rito demasiado tétrico y solemne para un
dios tan jovial y lleno de vida como Dioniso. En Tracia, donde se ha mantenido
ininterrumpidamente el culto, sustituyeron hace tiempo el toro por una cabra... pero he observado
que en todos los lugares donde el culto se ha perdido y luego ha vuelto a revivir, han recuperado el
sacrificio ortodoxo. El uso de una cabra no parece introducir ninguna modificación importante en el
ritual, ni tampoco en las leyendas. Recuerdo haber oído una leyenda de la cabra que sin duda no era
más que una recuperación de una leyenda del toro: Dioniso se zampó una vez una cabra y, doce
años más tarde, un gran bramido rerumbó en su cabeza, y de ella manó un chorro de toda clase de
semillas rodeadas de sangre, con lo cual en el lugar donde esto ocurrió crecen plantas que el clima
y el terreno no admitirían. Salta a la vista que en la versión original debió de tratarse del bramido de
un toro y la idea de fertilizar a la tierra con sangre siempre va asociada a la sangre de toro.
Podrían haber estado enzarzados en una de sus antiguas conversaciones sobre los mitos,
sólo que Casandra había perdido su agresividad apolínea y Paris hablaba movido por un sincero
interés por esas cuestiones, sin ninguna intención oculta de molestarla. Tampoco parecía haber
muchas cosas más sobre las cuales hablar. La guerra había dejado de constituir un tema posible de
conversación; no podía existir la menor duda sobre qué estaba ocurriendo, y qué ocurriría, y la
conversación con sus cambiantes certidumbres sólo puede darse cuando existe la duda. Y tampoco
podían hablar de Criseida; eran incapaces de verse como personas en un movimiento entrelazado,
cualquier incidente del cual los haría vibrar a todos. Los días del acontecer habían quedado,
efectivamente, atrás, la vida se había solidificado bajo la presión de la muerte. Muerte, muerte,
muerte: durante años había caído dividida sobre ellos, en piadosos fragmentos. Pero de pronto los
fragmentos se hablan cohesionado en una sola masa y ellos mismos se habían soldado en una única
firmeza bajo su peso; eso era cuanto quedaba de la vida, o cuanto ésta podría ser en adelante,
aunque estaban en Troya, antaño el centro de mucha animación. La madurez angustiada se
desvanecía y ocupaba su lugar un infantil valor: el valor involuntario de levanrarse, vivir, acosrarso,
durante tanto tiempo como el día se molesrara en despertarlos y la noche en acunarlos. Se habían
vuelto niños al comenzar a vivir una corta vida; igual que la vida de los niños constituye un breve
espacio de tiempo, mientras la vida de la vejez es mortalmente larga. A sus ojos, Criseida era una
mujer adulta; era lógico que los dejara para vivir una larga vida. Nacemos niños y niños nos
volvemos para morir, mientras se contraen los años. Era preferible convertirse en seres simples que
languidecer en la lenta corrupción de la desesperación. Habían decidido que los dioses habían de
hallarlos inocentes de aurodesprecio, acogiendo el triste desenlace con un amor bien dispuesto
hacia lo que les pertenecía; porque no era acaso tan suya una Troya condenada como una Troya
triunfante.
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¡Bendita simplicidad que cegó a Héctor y transformó a Príamo de un rey derrotado en un
anciano preparado para morir! Pero el poder de la profecía todavía seguía vivo en Casandra, aunque
atemperado por el conocimiento de que era algo robado a los dioses, no un don. Y en Paris el
ingenio seguía generando caprichos del lenguaje, y Troilo todavía pensaba en Criseida, si bien con
airado desespero, y Pándaro tenía alegro el pensamiento, aunque su rostro sólo revolaba una
avergonzada jovialidad. Y Laódice todavía vacilaba entre la perezosa comodidad de continuar con
la antigua vida, por próximo que estuviera su final, y la animada comodidad del cambio, de
alimentarse de cualquier accidente de la experiencia que pudiera aportarle el aventurarse entre los
griegos: dejar Troya, con el pequeño Múnico, ahora que todavía era una mujer libre, en vez de una
hija cautiva de Príamo, disputada como parte del botín. Demofonte quizás la repudiaría; durante su
última visita a la ciudad había hablado de un modo distinto, que le hizo sentir que su amor había
sido un amor de soldado, tan fácil de olvidar como cualquier episodio de una batalla una vez
acabada la guerra. Pero, de eso estaba segura, no repudiaría a Múnico. Y ella estaba tan dispuesta
como él a olvidar lo que habla habido entre ellos. Era posible que no encontrara un nuevo amor en
el campamento, donde ahora estarían pensando en las esposas que habían dejado en el hogar...
satisfechos mientras tanto con sus jóvenes cautivas, convertidas en mujeres sensatas y todas
bastante queridas por la fuerza de la costumbre. Pero si se iba con Criseida y se confiaba a su
merced... más tarde en Grecia, cuando encontraran a sus esposas muertas, tal vez, y sin poder
sustituirlas adecuadamente por las concubinas del campamento... ella, que seria menos extraña para
ellos que cualquier mujer de su propio pueblo, por el hecho de haber estado también allí, y de la
edad adecuada para ser esposa de un hombre que ya no podría pensar en posteriores hazañas...
Todas estas conjeturas desfilaban por el pensamiento de Laódice mientras todos permanecían allí
sentados en dispersa compañía, su atención no ya concentrada en Criseida, porque ningún nuevo
suceso podía desencadenar ahora una intensidad común.
Paris estaba pensando que, ante las excentricidades de los dioses, el buen sentido aparecía
como una cualidad mortal. «¡Las cosas que ocurren en el cuerpo de un dios! Podría afirmarse que el
sistema de su mente es el destino. Pero sus cuerpos, por lo que nos cuentan, deben de carecer
totalmente de sistema, tal vez porque han hecho don del orden físico a la naturaleza y a nosotros,
convencidos de no necesitarlo. Pero a veces deben de echarlo de menos. Deben de sentir la
tentación de jugar fuerte y de perder de acuerdo con las leyes del orden físico y sin duda luego lo
lamentan. Cronos tragándose a su prole y vomitándola después. ¡Y Zeus tragándose a Metis! Puede
que fuera una buena idea, pero no puedo creer que los pesara tan poco en el estómago como una
idea en la cabeza. Aunque, pensándolo bien, sólo los dioses masculinos tienen esta costumbre; las
diosas parecen actuar con mayor normalidad. Hera sufre auténticos dolores de parto cada vez que
tiene un hijo. Aunque, en general, los dioses tienen que identificarse con animales o con fuerzas
naturales para darle algún sentido a la realidad física. Hera con cara de vaca y Artemisa con cara de
lechuza, una máscara que últimamente también ha adoptado Atenea... Imagino que el antiguo gran
diluvio del cual nos hablan fue la separación de la vida en divinidad y mortalidad. Y nosotros nos
quedamos con las aguas, y fuimos incorporados a ellas, mientras los dioses se refugiaban en la
inmaterialidad vacía y se convertían en seres compuestos de nada. Puede ser una interpretación tan
válida como cualquier otra del nombre de Zeus como "Dios de la Huida".»
Pándaro, que había permanecido sentado junto a Troilo, cerca de los pies de la cama,
intentando impedir que iniciara un ataque público contra Criseida, decidió que era inevitable que
aquél organizara un escándalo y que no prefería tener ninguna parte en él. De modo que trasladó su
taburete a un lado de la cama y se sentó de espaldas al resto de los presentes. Si Troilo no
explotaba, Deifobo, que estaba sentado algo apartado en una silla apoyada contra la pared, con los
pies sobre un extremo del arcón, con aire de indiferenre superioridad, haría algún deplorable
comentario práctico. O el viejo Antenor, sentado frente al tocador de Helena, con la mirada
apartada de los demás, mientras iba moviendo ociosamente las piezas de marfil sobro un tablero
incrustado que casualmente había encontrado allí, se volvería en cualquier momento con la perfecta
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inconveniencia. Porque Antenor seguía siendo Antenor. Se había ablandado en el momento de la
muerte en combate de su hijo Laodoco, a finales del otoño, pero sobre todo porque ello le hizo
comprender de manera directa que él mismo y su familia eran objetos legítimos de la venganza
griega, al igual que todos los demás troyanos, más que por dolor paterno o por conmiseración hacia
los sentimientos maternales de Teano. Llegado el momento final, ¿recordarian los griegos que él
había estado de su parte hasta donde le era posible desde su posición de respetado anciano troyano?
Pero después de eso había hablado con Agamenón, con quien mantuvo una reunión privada
mientras el resto de los integrantes de la embajada troyana al campamento aguardaban ante la
cabaña del jefe griego. Incluso llegó a decirse que había ayudado a Agamenón ofreciéndole
sugerencias que facilitarían una rápida entrada en Troya a principios de la primavera. Pándaro era
consciente de la facilidad con que podría crearse una desagradable confusión de emociones que
harían más penosa de lo necesario la despedida de Criseida y estaba ansioso de mantenerse al
margen. Prefería hablar de mitos con Casandra y Paris, aunque sentía un interés superficial por
estos temas.
-Intentar adivinar el significado de los mitos -dijo- es como lanzar flechas en un sueño: no
hay nada contra lo cual disparar y acabas descubriendo que te has herido a ti mismo. ¿Conocéis la
historia de los dos hijos de Poseidón que persiguieron a Artemisa y luego se encontraron
persiguiendo a un venado... y entonces, cuando apuntaron contra él, resultó que ellos eran el
venado? ¿Y al final qué importa? Todos llegaremos al país de la muerte de un modo u otro,
cualquiera que sea el camino que nos lleve allí. «Umbral de cenizas o de piedra por un igual
conducen a la casa del dolor», como cantaba un poeta. Y «El corzo que se debate en las garras del
perro de pronto se queda quieto, pues se abren las oscuras puertas de la muerte. Y detrás la luz es
seductora».
Etra y Grea hablan empezado a ofrecer vino y pasteles y frutas en conserva a los presentes.
Grea llevaba el vino y el agua, cada vasija suspendida del brazo mediante una cuerda, y los
huéspedes las inclinaban ellos mismos para llenar sus copas, mezclando vino y agua en las
proporciones deseadas. Etra fue ofreciendo a cada uno un tazón individual de conserva y una
cuchara de hueso, al tiempo que le tendía la cesta con los pasteles. Los tazones, de fondo cóncavo,
llevaban unos diminutos pies para apoyarlos y dibujos circulares en el interior. Las jarritas de
crema, con formas de animales, por cuyas bocas se vertía un fino chorro de líquido -con un orificio
tapado en el otro extremo por el cual se llenaban- iban pasando de mano en mano. La crema se
empleaba para sazonar la conserva; crema para endulzar el dulce, como decía el proverbio. El tazón
de Paris llevaba un dibujo de serpientes y hojas que él se dedicó a examinar, apartando el contenido
con la cuchara.
-Pero esto es una hoja de trébol -dijo, exhibiendo el dibujo-, no la hoja de la serpentaria,
como seria de esperar. Si nos ofrecen serpientes, sin duda tendrían que darnos también algo para las
mordeduras. ¡Y qué mezcla más espantosa, además! El áspid sin cuerno y la sagrada víbora caria,
con su horrible sonrisa. Y aquí en el fondo hay un sapo que mira con ojos fijos, recién despierto de
un sueño de mil años y de no demasiado buen humor, según parece. Aunque, en definitiva, ningún
diseño artístico concordará menos con la naturaleza de las cosas que la propia naturaleza de las
cosas. Uno pasea junto a las murallas y oye el ulular de los búhos por todas partes, ¿y cabe mayor
incoherencia que un hombre y un búho compartiendo la misma noche? Ninguno de nosotros tendría
la modestia de afirmar que la noche pertenece a los búhos, y creo que ningún búho tendría la
modestia de afirmar que la noche perrenece al hombre. De modo que aquí estamos todos, hombres
y bestias y aves, viviendo en una abundancia de tolerancia en virtud de la incoherencia entre una
cosa y otra. Pero cada raza manteniendo su propia coherencia privada consigo misma. Y entre cada
pequeña raza, barreras de incomprensión, lo que se conoce como «respeto». Abajo, en la llanura
cenagosa del Simois se presenta la raza de las cigúeñas a ocupar su refugio invernal. Dicen que
nuestra colina es demasiado ventosa y nosotros decimos que sus ciénagas son demasiado
malolientes, y así nos respetamos. En los viejos tiempos solíamos tallar pequeñas láminas de
- 122 -
mármol en forma de animales o de pájaros, y cada hogar vivía en paz con su centenar de ídolos:
respeto. Pero los animales y los pájaros no tienen ídolos para representar las razas de hombres; tal
vez porque nosotros sabemos guardar las distancias mejor que ellos. Uno no reconoce la existencia
de otras razas hasta que comienzan a inmiscuirse en sus asuntos, y creo que el hombre interfiere
menos con los animales que éstos con el hombre. Si comenzáramos a inmiscuimos en los asuntos
de los dioses, pronto habrían levantado tantas imágenes nuestras como nosotros las tenemos de
ellos: respeto. ¿Tú qué opinas, Casandra?
-Estaba pensando en lo que ha dicho Pándaro a propósito del umbral de la tierra de la
muerte, en cómo toda la religión se ha concentrado en habituar a la gente a la idea de la muerte. En
los misterios tracios de Orfeo y en Deméter, la diosa cretense de la tierra (Demérer al parecer no es
la misma persona que Cibeles, cuyo culto se ha ido perdiendo paulatinamente en Creta), todo
parece tener como finalidad habituar a los iniciados a los horrores de la muerte, mientras los
aspectos más populares de la religión se dedican a familiarizar a la gente con las bellezas de la
muerte. Y cuando una encuentra un culto dedicado a las bellezas y horrores de la vida, no le parece
una religión. Como ese antiguo culto troyano con un círculo de piedras místicas que hace las veces
de templo y que se supone es un círculo mágico dentro del cual se experimenta la sensación
instantánea de vida, con todos sus riesgos y magnificencia, como algo absoluto, más divino que la
divinidad. Los dardánidas todavía lo conservan, ¿verdad? ¿Te acuerdas del hermano de Eneas,
Bruto, que solía visitarnos antes de la guerra? Era el único miembro de esa rama de la familia que
mantenía buenas relaciones con nosotros, hasta el punto de tomar por esposa a una mujer troyana.
Me parece recordar que era algo así como un sacerdote de eso culto. Sus modales me
impresionaron... de tan modesto buen humor, como si el mero hecho de estar vivo, simplemente la
vida misma, constituyese ya un triunfo. Me gustaría que después de nosotros el gobierno de Troya
pasara a manos de este Bruto, aunque, entre Deifobo y Antenor y Eneas, no creo que tenga la
menor oportunidad. Cuando intento expresarlo en términos proféticos, surge el nombro de «Bruto»,
pero entonces interviene mi razón y sólo veo a Deifobo por aquí, o a Eneas y Antenor por allá. Y
luego una decadencia sin nombre.
Al hablar de profecías, se le encendió el rostro y se estrechó las manos sobre el regazo.
Pándaro, que con su invariable afabilidad de carácter trataba a las personas y las circunstancias
como si fueran las mismas que habla conocido el año anterior, y el anterior a aquél, no había
reparado en que Casandra ya no constituía la presencia tediosamente caótica que siempre fuera.
Ansiaba poder escapar del ambiente inflamado que probablemente comenzara a emanar de ella,
creía, si se le permitía continuar por ese derrotero. Conque se inclinó a coger el tazón que había
dejado sobro el arcón y examinó el dibujo con fingido interés. Era un dibujo bastante monótono: un
único círculo de esvásticas.
-Qué poco sugerentes resultan estos dibujos geométricos -dijo-. Supongo que es el producto
de un exceso de civilización. Empezamos a sentirnos demasiado seguros, a ser demasiado expertos,
y perdemos el primitivo sentido bellamente irregular del dibujo.
-Oh, no sé -respondió Casandra-. No creo que pueda considerarse la esvástica como un
símbolo civilizado en el sentido que tú le das. Entre los indios es un emblema muy antiguo y, según
dicen, representa el instrumento para hacer fuego: unos palos cruzados sujetos por los extremos,
con un orificio en el punto de intersección, a través del cual se movía rápidamente arriba y abajo un
tercer palito. Quizás en la escritura más antigua significaba «fuego» y luego pasó a simbolizar la
calidez de sentimientos. Supongo que ya sabéis que entre nuestros antepasados era un símbolo de
uso general para indicar buenos deseos o buenas noticias. Y lo invertían para indicar odio o mal o
malas noticias, empezando el dibujo con un trazo hacia abajo, en vez de horizontal, en la parte
superior izquierda del símbolo. Todas esas antiguas pequeñas espirales de terracota inscritas con
curiosos dibujos y esvásticas eran el sistema que empleaba entonces la gente para recordar las
cosas. Una representaba saludos de un pariente distante, otra la noticia del fallecimiento de un
amigo, etc. ¿Os los imagináis llevándoselas a casa después de un festín, docenas de ollas, todas
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exactamente iguales, repartidas como recordatorios? Lo interesante seria saber cómo llegó hasta
Troya el símbolo de la esvástica. No puede haber tenido nunca un significado religioso para
nosotros; nunca hemos conferido asociaciones místicas al fuego. Creo que llegó a esta parte del
mundo en fecha muy tardía y no, como sugieren los estudiosos, con los frigios de Tracia que
invadieron largo tiempo atrás la Tróade. Tal vez lo recibimos por intermedio de los hititas, nuestro
principal enlace con Oriente hasta que comenzó el declive de su poder. Puede que trajeran el dibujo
sobre artículos procedentes de Media, donde siempre han imitado a la India en su arto y su religión.
Pero por lo que respecra a los dibujos geométricos en general, no debes olvidar que el antiguo arte
cretense, en el que tanto nos hemos inspirado, tenía una base geométrica, aunque más adelante se
volvió más naturalista. Ya conoces el dicho: los artesanos cretenses construyeron Micenas y los
artesanos de Micenas reconstruyeron Creta. Y los carios y los licios se trasladaron a Grecia para
colaborar en la construcción de Tirinto, cuando el centro comercial so situaba más al sur, pasando
por Rodas, antes de que sus habitantes se volvieran hostiles. Sobre los objetos y cerámica de Titinto
encontrarás lo que tú llamarías un dibujo geométrico degenerado, que en realidad es un dibujo muy
primitivo de la doble hacha de Zeus. Encontrarás el mismo motivo en las decoraciones de los
templos carios, pero en todos los otros lugares el dibujo de la doble hacha es más pictórico que
decorativo.
Pándaro golpeaba rítmicamente el suelo con el pie, todavía un poco suspicaz ante el tono
suave con que hablaba Casandra y temeroso de que probablemente quisiera llegar a un punto
controvérsico capaz de enfurecer a Paris. Pero éste continuaba tumbado muy satisfecho y Casandra
dejó morir sus palabras en una sonrisa, como si olla misma considerara lo que acababa de decir
como un hecho bien sabido que no merecía respuesta. Instantes antes de que dejara de hablar,
Troilo se levantó y se acercó al banco, al cual habían aproximado sus taburetes los demás. Ea suave
conversación espasmódica que se desarrollaba allí cesó bruscamente. Pándaro pudo percibir que
todos aguardaban incómodos que Troilo dijera algo; no pudo evitar volver la cabeza y Casandra
también se volvió. Antenor seguía sentado frente al tocador de Helena y Deifobo no se había
movido de su silla, pero todos los demás se habían agrupado allí, después de colocar el brasero a
los pies de Héctor. Y Héctor parecía constituir el centro de atención; Criseida estaba
afectuosamente sentada a su lado, el tema de su paso al bando griego aparentemente olvidado, por
ella y por todos los demás. Había entrado Polidamas acompañado de Pólibo, el hijo de Antenor, y
de Eampo. Los tres permanecieron de pie cerca de la puerta, considerando ya demasiado llena la
estancia.
Habló Troilo:
-¡Quiero que todo el mundo lo sepa! No es a Troya a quien traicionará Criseida; ya casi no
queda una Troya a la cual traicionar. Me traicionará a mí, al incumplir sus promesas de amarme.
Los demás podéis tomároslo noblemente y hacerle sentir que está realizando un noble gesto, pero
yo me niego a permanecer callado. No puedo dejar pasar este momento sin declarar públicamente
que su partida es un acto de despecho contra mí. ¿Por qué? Porque me cansé de su pose altanera y
le exigí que me tratara como a un hombre y no como a un compañero de éxtasis intelectuales. Todo
hombre tiene derecho a exigirselo a la mujer que ama. Durante todo este tiempo se ha dedicado
alternativamente a mantenerme a distancia y a seducirme. O me decía que qué diría la gente si la
hija de Calcante se casaba con el hijo de Príamo, o me incitaba con altisonantes disquisiciones
sobre el significado universal de la guerra, y reconozco que durante una temporada me dejé
engatusar y yo también empecé a hablar en ese tono. Siempre me he tomado tan en serio como el
que más el significado de la guerra, pero existe una seriedad que simplemente rebasa los límites de
la sinceridad. ¡Significado universal! Y mientras tanto me escatimaba el significado que había
permitido que adoptasen mis sentimientos hacia ella. Y lo que quiero deciros es esto: Dejad que se
vaya. Pero que luego no tenga la satisfacción de decirse que todos aceptamos bien su partida. Aquí
va un recuerdo, al menos, que no gratificará su pasión de significados universales: que antes de
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marcharse Troilo le dijo que sabia que se prometió con Diomedes durante su estancia entre los
griegos como rehén de la tregua.
Sin mirar a Troilo, Criseida dijo en voz baja:
-No es verdad. Pero lo será. Si las habladurías troyanas han de unir así mi nombre al de
Diomedes, haré que así suceda honorablemente en la realidad. Consideradme, pues, comprometida
con Diomedes y creedme que lo digo con resignación, no con un cariño traidor. Si un fénix
despliega sus alas sobre un hombre, éste será rey. Y lo mismo ocurro con el rumor: si el rumor
despliega sus alas sobre mi, diciendo que voy a reunirme con Diomedes, que así sea. Diomedes es
un hombre bueno. Hay dos hombres buenos entre los griegos: Diomedes y uno que es
exageradamente bueno. Si algún mal ha de caer sobre nosotros, mejor que sea por obra de Aquiles
que de ningún otro, y si mi vida ha de unirse a un extranjero, que sea a Diomedes.
Los demás parecieron olvidarse de Troilo, absortos en la contemplación del cuadro que
encerraban las palabras de Criseida: la imagen de ella misma decidiendo su vida en virtud de una
resolución desprovista de emociones, de ellos mismos bajo una sombra maligna proyectada por
Aquiles en su bondad. Todos, excepto Antenor y Deifobo, los únicos entre los presentes en quienes
el exabrupto de Troilo podía provocar una reacción ante las circunstancias externas, ante el hecho
de que Criseida, una mujer troyana, la hija del infiel Calcante, se propusiera abandonar Troya para
desertar al campamento griego, tal vez el día siguiente, o el otro.
Deifobo dijo con autoridad, pero sin ninguna muestra de animosidad:
-Si decides pronto cuándo deseas marcharte, y creo que cuanto antes lo hagas más fácil
resultará todo para ti y para nosotros, te proporcionaré una escolta adecuada.
-Deja que Criseida se tome el tiempo que necesite, Deifobo -dijo Príamo-. Los días que
ahora nos conceda no pueden dejar de ser preciosos para nosotros... y también para ella, estoy
seguro.
-Obra exactamente según tus deseos, Criseida -le dijo Héctor-. No permitas que nadie te
obligue a actuar en virtud de sentimientos que no son los tuyos.
Antenor decidió que había llegado el momento de hablar. Se levantó.
-Pienso que será preferible que la acompañe yo, para explicar a los griegos que nosotros no
tenemos parte en esto asunto. Realmente no podemos pedirles que lo consideren un episodio
amparado por las leyes de la cortesía militar. Criseida tiene que correr el riesgo de que la traten
como una aventurera. Ni siquiera podrá reivindicar el derecho de una mujer cautiva a ser entregada
a un hombre de su propio rango. Naturalmente, haré cuanto pueda en su favor. Les haré ver que,
como hija de Calcante, difícilmente podía proceder de otra forma; aunque es poco probable que la
actitud despectiva que con tanta tenacidad ha mantenido contra su padre la haga acreedora de su
protección. Sin embargo, seria poco generoso abrumar con reproches a una persona cuya visible
adhesión a nosotros tras la partida de su padre sugiere un sentido del honor que la obligará a vivir
durante largo tiempo en incesante autorreproche. Aun así, creo que ahora debería reconocer que
habría sido preferible para ella y para todos que hubiera seguido de inmediato los pasos de su
padre. Nos habría dejado, y se habría presentado ante los griegos, con modales más femeninos.
Pero ahora procuremos despedirla pronto tan amablemente como podamos. Creo que una pequeña
ceremonia en el templo de Apolo, o en la capilla del palacio, no estaría fuera de lugar. Sé que
Timetes sabrá organizarla de forma que no ofendiera sus sentimientos; siempre sabe manejar con
sumo tacto una situación delicada. Pienso que sería más adecuado que una ceremonia en el templo
de Cibeles, puesto que Criseida se marcha a vivir entre gentes que no consideran a Cibeles una
deidad oficial. O tal vez la mejor solución seria una ceremonia en el altar de Atenea, bajo la
supervisión de mi esposa. Se lo diré a Teano si Criseida así lo desea.
-No será necesario que te molestes, Antenor, ni con la ceremonia, ni por intentar aclarar mi
situación a los griegos. Lo único que cuenta es que yo misma y las personas a quienes quiero
comprendan claramente mi posición. Estoy dispuesta a adaptarme a cualquier actitud que hacia mi
adopten los griegos. Todo eso no tiene la menor importancia. Lo importante, para mi y creo que
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también para quienes son mis amigos, es separarnos con el mismo espíritu con que hemos
convivido. No me hago reproches, como tú imaginas, y creo que tampoco hay reproche en sus
corazones. Saben que con mi partida conservaré una imagen de Troya que dentro de un mes tal vez
será ya demasiado tardo para conservarla, que al llevar esta imagen a los griegos, la conservaré
contra los griegos. Este momento, la forma en que nos encontramos aquí reunidos, es el verdadero
fin de Troya, no cualquier final que nos impongan en el futuro los griegos. Nosotros seremos
artífices de nuestro fin. ¡Por favor, a todos os lo ruego! Dejad que mis últimas horas entre vosotros
no sean distintas de las demás horas que hemos pasado juntos. Y luego cortemos en seco, sin nada
por delante, sin nada perdido, interrumpiendo la historia a la mitad: con un desenlace troyano... No
quiero que éste se prolongue. Mañana por la mañana, ¿te parece bien, Deifobo? Muy, muy
temprano. Para que todo ocurra en un mismo día. A la luz de los búhos, cuando los espíritus del día
todavía no han comenzado a montar guardia.
Ni siquiera Antenor supo cómo responder con cortesía a estas palabras. Salió de la estancia
sin saludar a nadie, salvo por un intercambio privado de palabras con Pólibo, y Deifobo también se
levantó para retirarse.
-Mañana por la mañana, entonces.
Casi inmediatamente después de su salida, entró Pántoo. Se le adivinaba en la cara que lo
habían comunicado la noticia.
-¡Un desenlace troyano! -musitó Lampo-. A mí me suena como el verdadero final de la
guerra. ¿No te importará, Criseida, si te digo que, después de tu explicación, me alegro de que te
vayas? Quiero decir que es como si por fin pudiéramos echarnos a dormir y no saber, no saber
nunca, qué ocurrirá después.
-Así lo siento yo, Lampo. Sí, vosotros dormiréis, pero yo me mantendré despierta.
-¡No os dais cuenta de cómo os dejáis embaucar! –exclamó Troilo-. Os está haciendo
exactamente lo mismo que a mi. Incitándoos a pensar en el significado universal del asunto, para
que olvidéis la simple, desagradable realidad de su engaño.
Al oir esto, Paris se levantó y se acercó a Troilo.
-Ven, hermano, será mejor que te tranquilices. Tienes una ofensa pendiente con Crisoida y
tienes perfecto derecho a ventilarla en público si así lo deseas. Pero, recuerda, es sólo una enorme
ofensa que únicamente resuena cuando la proclamas en público. Encuentro que hace un poco de
frío aquí, con tanta gente arrimada a un solo pequeño brasero. Salgamos al patio y juguemos al tejo;
eso nos calentará. ¿Tú qué dices, Lampo, y tú, Pólibo?
-No puedo quedarme mucho rato -respondió Pólibo-. Mi padre está hablando con Eneas a
propósito de unas tierras que desea obtener en Dardania y yo debería estar presente. Según me ha
dicho, su intención es enviarme allí a verlas. No he creído ni por un instante que realmente piense
enviarme allí o ni siquiera que tenga la menor intención de comprar las tierras: Croo que todos
conocemos el tema de las conversaciones entre mi padre y Eneas, en las que cada uno intenta
averiguar cuánto está dispuesto a doblegarse el otro ante los griegos llegado el momento. Me hacen
asistir de vez en cuando, para que si alguien hace preguntas yo pueda ratificar la inocencia de sus
conversaciones. No intentan meterse con nuestro hermano mayor, el taciturno Laocoonte, porque
saben que es un verdadero hombre santo, que vive absorto en sus devociones a Apolo Timbreo. A
Helicaón lo dejan en paz porque es demasiado confiado y eso lo hace indiscreto. Y Agenor les
presta muy poca atención, siempre con el pensamiento puesto en la reanudación del combate. Pero
ya saben que yo sospecho de ellos, lo cual me convierte en el lógico testigo capaz de dar fe de sus
buenas intenciones. Todo lo cual tiene su lado cómico. Mi padre le pregunta continuamente a mi
madre: «Querida, ¿a qué habitación puedes dejar de quitarle el polvo esta mañana? Eneas y yo
queríamos charlar un rato sin que nadie nos molesto». Y mi madre lo responde sin alterarse: «La
que tú prefieras, Antenor». Y ellos van a lo suyo y al poco rato ella manda una esclava a limpiar la
habitación, y mi padre, convencido de que no sabia dónde estaba él, se traslada con Eneas a otro
aposento, donde vuelve a repetirse lo mismo. Las mujeres no libran batallas, se limitan a ganarlas.
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Y como no hay batalla, los hombros no se dan cuenta de que ellas han ganado. -Era imposible
impedir que Pólibo dijera en público lo que todo el mundo pensaba en privado sobre su padre.-
Pero me quedaré a jugar unos minutos con vosotros, Paris. Eso nos reanimará.
-A mí me gustaría quedarme también -dijo Polidamas-, pero ya comprenderéis, ¡hoy es un
día bastante importante para mil ¿No lo recordáis? Hoy es el cumpleaños de Héctor. Claro que no
puedo vanagloriarme mucho de haberlo recordado, porque también es el mio. Y mi padre y yo
hemos pensado que Héctor podría pasar el día con nosotros, como siempre ha hecho. ¿Se lo
recordarás a Antenor, Pólibo? ¡Siempre se ofende tanto cuando lo dejamos al margen de cualquier
celebración familiar! Le reprocha a mi padre la ingratitud de los hijos adoptivos, «que más bien
tendrían que enseñar a los hijos de sangre el respeto debido a un padre».
-Sí, Héctor, ve, por favor -dijo Pántoo-. Nos alegraría mucho. Frontis ha estado atareada
preparando las cosas desde primera hora de la mañana. Y quizás también acuda Hicetaón, a ofrecer
oraciones por Euforbo.
Euforbo, el segundo hijo de Pántoo, habla caído muerto durante la batalla cuando Patroclo
salió a combatir vistiendo la armadura de Aquiles, con la lanza de Éaco, el abuelo de Aquiles, y no
la de Quirón, que sólo Aquiles podía empuñar. Patroclo, siguiendo el ejemplo de Aquiles, había
permanecido largo tiempo sin combatir; pero durante el asalto al campamento, cuando Héctor llegó
hasta las mismas naves y estuvo a punto de incendiarlas, Patroclo corrió en ayuda de los demás.
Fue él quien prestó apoyo a Áyax cuando los troyanos ocuparon la popa de la nave de Protesilao y
Héctor cogió la enseña; y él depositó su propia lanza en la mano de Ayax cuando Héctor partió el
asta de la suya.
-Aléjate, Ayax -le gritó-. Te quemarán junto con la nave. A ti, que siempre tienes la
prudencia de saber cuándo la cautela es la mayor bravura.
Y Ayax le replicó con desdén:
-Hay momentos en que la bravura es la mayor cautela.
Sin embargo, pronto abandonó la nave, al amparo del humo y de las violentas llamas. La
nave de Protesilao ardió por completo, si bien ninguna otra fue alcanzada por las antorchas de los
troyanos. Pero los griegos no lo interpretaron como un mal augurio. Protesilao, el jactancioso jefe
de los hombres de Filace (un pueblo asociado a Ptía, pero por lazos de amistad, no de conquista)
había sido el primer griego en desembarcar y el primero que murió a manos de Héctor; ése había
sido un mal augurio y todos consideraron el incendio de su nave como una dispersión de la nube
que siempre se había cernido sobre ella. Laodamía, la esposa de Protesilao, acudió al campamento
para su funeral y murió al iniciar el regreso, delante mismo del campamento, en la costa del
Quersoneso. Decían que los árboles que crecían en torno a su tumba lucían un follaje verde de cara
al sur, pero en el lado que daba la espalda al campamento sólo echaban hojas marchitas, listas para
desprenderse nada más brotar. Más adelante, muchos juraban que después de quemarse la nave las
hojas de esos árboles volvieron a verdear en rodas direcciones. En cualquier caso, fue este incendio
el que indujo a Patroclo a suplicarle a Aquiles que le permitiera tomar parte en la siguiente batalla.
Y la muerte de Patroclo en el campo de batalla fue lo que impulsó a Aquiles a volver a vestir su
armadura.
En efecto, Aquiles declaró:
-Aunque mi enfado con Agamenón se había diluido ante la conciencia de que estoy obligado
a combatir, en aras de los troyanos más que de los griegos, sin embargo había jurado no luchar
hasta que los troyanos llegasen hasta mis propias naves, y supe que así había ocurrido cuando
trajeron ante mí a Patroclo yacente en eterna palidez. -Luego desdeñó la copa que le ofrecía
Agamenón en señal de paz y bebió de su propia copa, un vaso sagrado dedicado a Zeus, el mismo
del que habían bebido juntos él y Patroclo al separarse antes de la fatal batalla. Aquiles se armó con
la espada de Quirón, pero el resto de su armadura lo cogió de un soldado raso, como si quisiera
vestir una armadura de duelo. Su propia armadura real no le había sido devuelta con el cuerpo de
Patroclo. Héctor se había apoderado del casco y de la famosa lanza de Éaco cuando Patroclo mató a
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su querido conductor, Cebrión, y el resto lo arrebató al cadáver de Patroclo y lo envió a Troya
después de infligirle la herida definitiva. Pero fue Euforbo, hijo de Pántoo y hermano de Polidamas,
el más apreciado compañero de combate de Héctor, quien primero hirió a Patroclo, por la espalda,
cuando aquél, con la temeridad que le daba el vestir la armadura de Aquiles, se arriesgó a escalar
con sus compañeros mirmidones la colina sobre la cual señoreaban las murallas de Troya. Y fue
Menelao, que daba muerte a tan pocos, quien mató a Euforbo.
Hicetaón se levantó en respuesta a la invitación de Pántoo.
-Hagamos cuanto esté en nuestra mano para prestar apoyo a los muertos en la muerte, y que
ellos nos apoyen en la vida.
-Naturalmente que iré -dijo Héctor, mientras se disponía a levantarse-. Es bueno recordar
que se ha nacido. Uno también recuerda que no puede dejar de morir: la servidumbre del
nacimiento y el privilegio de la muerte. Y si hemos perdido la capacidad de buscar la muerte, ella
nos busca, sin necesidad de movernos. Pero mientras podemos nos movemos, pues es más dulce
buscar la muerte, ¿me visitarás esta noche, Criseida?... ¿te sentarás un rato conmigo? Yo también te
daré un regalo para que lo lleves a los griegos: la armadura de Aquiles. Recibida de rus manos le
dirá que Héctor sigue esperando. ¿Y quién sabe? Puede que se aclare mí vista. o que Aquiles no
desdeñe el triunfo sobre un hombre ciego que antaño fue Héctor. Sé que ha jurado no celebrar el
funeral de Patroclo hasta que pueda depositar mi cabeza y mi armadura sobre la pira. Le enviaré,
pues, los medios para ello. Sería deshonrar tantos magníficos combates sostenidos que Aquiles se
presentara andrajosamente ataviado al último de ellos.
Al levantarso se apoyó sobre el bastón con que ahora caminaba, uno que había usado
durante largo tiempo Príamo, de madera de morera, con una empuñadura de reluciente serpentina;
el que ahora llevaba Príamo era de fragante palo de rosa, con empuñadura de ágata roja. Polidamas
so adelantó hacia Héctor y le tendió tímidamente un bastón que había mantenido escondido detrás
suyo
-¡Para ti, Héctor! ¡Un regalo para celebrar este día!
Héctor cogió el bastón con amable sorpresa.
-¡Vaya! También los ciegos pueden tener sus vanidades y lujos.-Lo sostuvo frente a él en
posición horizontal y deslizó las manos sobro la madera.- Este sin duda es de ébano, y
elaboradamente labrado... para que pueda entretenerme palpando los dibujos. -Después lo dejó
deslizar verticalmente entre los dedos hasta llegar a la empuñadura, que levantó acercándola mucho
a los ojos.- Porfirio, ¿verdad?
-No, cristal puro... -dijo ruboroso Polidamas-, una cabeza de león.
-¡Cristal puro, no porfirio! Pronto lograré identificar estas diferencias por el tacto. ¡Y una
cabeza de león! Tal vez la cabeza del león que mató Hércules, el que llevaba una estrella en el
corazón. Pero también sabemos que entro los antiguos era costumbre rendir homenaje a un cerdo
sagrado en nombre de la inocencia: la deidad de los niños que tenía apariencia de cerdo; y todos los
órganos de ese animal, decían, eran estrellas. Dejemos, pues, las estrellas para los antiguos, y los
niños, y los cerdos. Mi león tendrá un corazón de oro, porque es el regalo de Polidamas, un corazón
que resplandece con un brillo tanto más intenso cuanto más le pesan las penas. Seguiremos
renqueando con tres pies, mi león y yo, y si alguna vez parecemos haber perdido el humor y el buen
pie, ya sabréis cómo curarnos. La única enfermedad de los leones, dicen, es la pérdida del apetito y
la cura es la burla de los monos: cuando ven que el león le vuelve la espalda a su comida, se ríen de
él, insultándolo desde sus árboles, y el león, furioso, comienza a dar zarpazos a su presa. Así debéis
tratar a Héctor cuando vuelva ingratamente la espalda a la comida y a la antaño preciosa
conversación de la mesa: burlaos de él como merece ser ridiculizado un león enfermo. Pero
perdonad esta frivolidad y la retórica de aniversario. ¡Polidamas!, te lo agradezco de todo corazón.
Es un regalo previsor. Y ahora ya ninguno de vosotros tendrá que devanarse los sesos pensando qué
regalarme en las ocasiones de cumplido. ¡Un bastón nuevo, naturalmente! Y cada uno tendrá un día
especial reservado para salir de paseo conmigo. -Cogió el bastón que había usado hasta entonces,
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sin saber qué hacer con él.- Pero no creo estar preparado todavía para usar más de un bastón. -Se lo
alargó a Príamo.- Será mejor que te lo devuelva, padre.
Príamo meneó la cabeza.
-Prefiero que no lo hagas, Héctor. Regálalo, a quienquiera que quiera aceptarlo. No quiero
que me recuerde el momento en que por primera vez empezaste a necesitarlo.
Héctor lo ofreció con gesto interrogante.
-¿Quién quiere un bonito bastón con asociaciones algo lúgubres? ¿Tú, Pándaro? ¡Eres una
persona lo bastante alegre para no dejarte desanimar por un objeto simplemente porque su historia
es poco agradable!
Pándaro se acercó y alargó la mano para coger el bastón.
-¡Naturalmente! Yo no considero desagradable su historia. Al contrario, estaré orgulloso de
poseerlo. Lo exhibiré en Zolea a mi regreso y diré: «Éste es el bastón que ganó la guerra de Troya».
Porque en verdad estoy convencido de que los griegos no se atreverán a reanudar el combate.
Quiero decir que Aquiles probablemente se negará a luchar contra un enemigo que no puede
apuntar contra él con la mirada despojada y ahora debemos identificar a los griegos con Aquiles. El
mantiene el equilibrio tras varios meses sin luchar y piensa en su Patroclo cori mente serena,
mientras los demás están tan exhaustos y tensos como nosotros. Aceptaré el bastón como un
augurio de paz y me apovaré en él en anticipación del placer de yerme libre de la necesidad de
envejecer.
En boca de cualquier otro, tales palabras habrían causado una revulsión a mitad de camino
entre el horror ante su crueldad y el desdén hacia su mal gusto. Pero, procediendo de Pándaro, no
era posible tomárselas de un modo personal. Sabían que hablaba y actuaba siempre con la misma
despreocupada insolencia, fuera del alcance de todo juicio o desagrado activo, porque no revelaba
su personalidad en nada de cuanto decía o hacía, y porque era muy consciente de la impresión que
causaba en la gente, o que habría causado si les hubiera permitido atribuir algún significado a su
lenguaje y su conducta. Pándaro, como le había dicho Helena a Paris sólo muy poco tiempo atrás,
era como la fabulosa hiena libia: imitaba la voz humana sin tener nada humano que decir, sólo para
llamar la atención y una lo trataba casi como a cualquiera, aunque la imitación, más que engañar,
resultaba fascinante. Una se contenía antes de dejarse absorber por el engaño, quizás porque el
propio Pándaro, como la hiena, prefería la carne desenterrada de las tumbas a una presa viva; es
decir, prefería sus tétricas fantasías a cualquier contacto real con la gente. Su sombra embrujaba a
quienes le rodeaban haciéndoles dudar de su propia existencia, como la sombra de la hiena que, al
caer sobre un animal -o una persona, según los casos-, supuestamente lo sumía en un mudo trance.
Además, la presencia de Pándaro también poseía un cierto poder curativo, igual que se decía que la
carne de la hiena curaba la mordedura de un perro rabioso, y su hígado y su hiel eliminaban
diversas afecciones de los ojos. En otros tiempos, tal vez, cuando en Troya todavía se ofrecían
sacrificios humanos, Pándaro podría haber servido para que Héctor pudiera volver a ver
plenamente; uno de mirada torcida para redimir a otro de mirada demasiado recta. Y, sin embargo,
no podía decirse que Pándaro tuviese retorcido el corazón; apreciaba sinceramente a sus amigos
mientras se hallaba en su compañía y no cometería ninguna infidelidad cuando estaba lejos de ellos.
Simplemente se negaba a ver más allá de los puntos más flacos de las personas y sólo daba crédito
a los aspectos más absurdos de la vida. Para Pándaro, todo el mundo era víctima de su propio estar
vivo. Cada persona se dividía en dos: el atormentador y el atormentado. Era muy posible que, en su
fuero interno, Pándaro se rebelara a menudo contra su propio frío desdén de si mismo.
Héctor quedó desconcertado un instante, con la sensación de que los aspectos grotescos del
breve discurso de aceptación de Pándaro se centraban en él más que en aquél. Con su nuevo paso
inseguro, era incapaz de abandonar el aposento con un brusco «hasta luego» general. En
consecuencia, dijo casi en tono de disculpa
-¿No os importará que os deje? ¿O quiere acompañarme alguien? Seguro que Pántoo estará
complacido...
- 129 -
-¡Encantado! -dijo Pántoo-. Pensaba deciros lo mismo, pero me ha parecido que todos
estabais tan preocupados con...
-En absoluto -dijo Príamo-. Criseida lo ha dejado todo bien claro y nuestra única
preocupación es que pase con tranquilidad, sí no con alegría, las horas que le quedan. ¿Y si
fuésemos todos? Creo que a ella le gustará quodarse un raro a solas con Helena.
Príamo se levantó para unirse a Héctor y Polidamas, Hicetaón y Pántoo, pero Troilo impidió
que nadie más se moviera al enfrentarse desafiante a Criseida.
-¡Conque has ganado! Te has salido elegantemente con la tuya y has conseguido que todos
te traten como la heroína de la jornada. Triste victoria: derrotar a los derrotados. Has sabido escoger
bien el momento. Ahora puedes tenerlo todo: las alabanzas por haber permanecido a nuestro lado y
las alabanzas por inclinarte ante el destino cuando continuar aquí ya no resulta estimulante. -Y
después la llamó una cosa fea. Héctor levantó el bastón para golpearlo, pero Troilo en el acto se
derrumbó y se dejó caer sollozando a los pies de Criseida.- ¡Oh, perdonadme... Criseida, todos!
¿No podéis hacer que se quede? ¿No veis que no quiere irse? ¿Por qué no puede salir todo bien?
¿No podríamos pedir la paz ahora? Los griegos estarían bien dispuestos. En realidad ya no desean
recuperar a Helena. Si estableciésemos una firme alianza con ellos... si les permitiésemos participar
en nuestro comercio y tener algunas colonias aquí... Podrían quedarse con algunas de las islas
costeras... ¡Criseida, dile a Príamo que pida la paz! Hará cuanto tú lo pidas. Él podría razonar con
Deifobo. ¡Héctor! dile a Criseida que... -Sus palabras se hicieron ininteligibles otra vez, ahogadas
por los sollozos.
Casandra había corrido al lado de Troilo y se inclinaba sobre él, acongojada y solícita. Lo
obligó a incorporarse.
-¡Oh, cariño! ¡No sabes lo que dices! -Lo rodeó con el brazo y lo condujo hacia la puerta,
mientras los demás desviaban compasivamente la mirada.- Claro que estás alterado. -Cogió su
pañoleta de uno de los antiguos colgadores de terracota que había junto a la puerta y se envolvió
presurosamente con ella.- Todos estamos muy alterados. Nos iremos a visitar a alguien para distraer
el pensamienro de esto. Vamos a ver cómo está Pentesilea, la amazona. Debe de sentirse sola.
Todavía no ha tenido tiempo de hacer amistades entre nosotros.
Cuando salieron, los que se dirigían a casa de Pántoo ya no pudieron seguirlos de inmediato.
Pántoo intentó relajar la tensión acercándose a Criseida y diciéndole cordialmente, casi en privado:
-Espero que las cosas no te resulten demasiado difíciles allí. Y yo no lo consideraría un
cambio absolutamente definitivo. Si se te hace demasiado difícil, ya sabes que siempre puedes
volver con nosotros. ¡Qué digo, es posible que hayas vuelto en menos de una semana, y Climena
contigo! Puede que le esté resultando demasiado difícil. Un gran cambio para una persona que ha
vivido tantos años entre troyanos.
Helena y Laódice, que estaban sentadas cerca, escucharon sus palabras.
-No lo entiendes -dijo Helena-. Es la dificultad del cambio lo que hace imposible el regreso.
No hay sólo una hora o poco más de viaje hasta el campamento griego; se trata de recorrer un largo,
muy largo camino. El campamento es sólo el inicio del trayecto. Es el cambio dentro de una misma.
Igual que yo no podría volver con los griegos, al margen de Paris y de todo, a causa del cambio
ocurrido en mi misma. No quiero decir que Criseida llegue a convertirse nunca en griega. Pero se
convertirá en una Criseida distinta, más callada, creo.... vivirá más recluida en si misma. Es lo que
me ocurrió a mi al alejarme de Grecia. Es como morir. Hay personas que tienen que morir de esta
forma, que fueron hechas para contemplar los hechos en vez de formar parte de ellos, y si no
mueren, todo resulta demasiado doloroso. Al menos, así lo siento yo. Aunque ahora parece que
hasta he dejado de observar. Quizás Criseida coja ahora el relevo. Esta es la verdadera tarea de las
mujeres: observar, observar y almacenar en su mente lo que pueda salvarse de todos los desechos
de la vida. Pero el caso de Climena es totalmente distinto. Es la misma allí que cuando estaba entre
nosotros, estoy segura. Para ella hay poca diferencia entre una persona y otra, entre un lugar y otro.
Considero un mero accidente que entonces se quedara entro los griegos, igual que venirse conmigo
- 130 -
a Troya fue una casualidad del momento para ella. Hay personas así. De hecho, la mayoría de la
gente es así: dejan que unos pocos realicen los gestos importantes y tengan los pensamientos
importantes, y luego se adaptan de algún modo. Sólo que la mayoría no son tan honestas como
Climena: fingen dar sentido e importancia a su conducta, cuando en realidad su vida no es más que
aquello que les ocurre.
-Echo de menos a Climena -dijo Pántoo-. Era una persona que necesitaba muy claramente
que alguien cuidara de ella y no hay muchas personas así entre nosotros. Somos tan capaces de
cuidarnos solos... que la comunicación resulta difícil. Uno sólo establece intimidad con las personas
a quienes presta y de quienes recibe ayuda. He llegado a aprender a cuidarme solo, a pesar de haber
nacido griego. En Grecia la vida es una maraña de pueblos y estados, todos los cuales reciben y
prestan ayuda, aunque nadie la da de buen grado o la recibe sin suspicacia. Un método para
espiarse mutuamente, de hecho. Sin embargo, es la base de la comunicación, igual que en todos
nuestros contactos con el campamento griego ha habido un elemento de mutua necesidad, de lo
contrario no habrían sido posibles. Ellos se mostraban corteses y nos concedían el aplazamiento de
una batalla porque sabían que algún día querrían pedirnos la misma cortesia.
-Es una suerte para ti que Climena no volviera -dijo con despecho Laódice. Era una persona
irreflexiva, más que rencorosa, pero era evidente que en eso momento estaba pensando
intensamente en alguna cosa, al tiempo que luchaba por reprimirla, y ésa era su manera de dar
salida a sus sentimientos. Había estado volviendo indecisa la cabeza hacia el grupo de hombres que
charlaban en voz baja junto a la puerta, como si quisiera decir algo y sin embargo no acabara de
decidirse. Seguro que hablaban de Criseida, y también allí, entre Helena y Pántoo, Criseida era el
tema central de la conversación. Criseida, Criseida... y ella, ¿qué? ¿Por qué sólo Criseida tenía
derecho a que se la reconociera sujeta a difíciles problemas personales? Al imponerle un problema
a Pántoo, estaba manifestando veladamenrt el suyo. Desde luego había habido algo entre él y
Climena. ¿Qué edad tenía él? Polidamas tendría unos dieciocho años. No debía de tener más de
cuarenta, una edad atractiva para una muchacha coqueta como Climena.
La insinuación no molestó a Pánroo.
-Es verdad que me gustaba Climena -dijo con franqueza-, pero no del modo que tú sugieres.
No negaré que nos velamos muy a menudo e incluso intentamos enamorarnos. Ya sabes que Frontis
ya no me mira como a un esposo, desde que Timetes empezó a instigarla a fundar un colegio de
matronas dedicadas a Apolo... Espero que no ocurra ningún incidente desagradable hoy; ella le ha
pedido que acuda a ofrecer unas oraciones por Euforbo, y yo no podía dejar de invitar a Hicetaón...
Pero Climena era demasiado honesta para fingir, ¿comprendes?, y no me quedó otra alternativa que
ser tan honesto como ella. Así que la cosa no resultó. Creo que ambos éramos personas demasiado
vulgares para que surgiera nada entre nosotros. En el amor, una de las personas tiene que ser un
poco especial. Pero era agradable charlar con ella y aprendí muchísimas cosas útiles sobre los
griegos. Era sólo una niña de catorce años cuando se marchó de Esparta, pero estaba metida en
pleno corazón de los acontecimientos, teniendo como tíos a Menelao y Agamenón. En Fócide
vivíamos bastante marginados, excepto por el oráculo de Delfos. Y después continuamos
viéndonos, por el gusto de tener en vilo a la gente. Sabíamos lo que pensabais todos y en cierro
modo resultaba reconfortante sentarnos a charlar inocentemente mientras todo el mundo nos creía
uno en brazos del otro. Y Helena estaba casi siempre con nosotros, ¿no es así'? Cuando la gente
habla de escándalo nunca se toma la molestia de intentar pensar dónde se supone que están
ocurriendo todas las cosas escandalosas.
En ese momento, Príamo interrumpió a Pántoo y éste tuvo un sobresalto culpable, como si
hubiera cometido una inconveniencia al hablar durante tanto rato. Pero Príamo habla estado
comentando un plan y había tomado la palabra para exponerlo, no para reconvenir a Pántoo.
-Criseida, hemos decidido que queremos ofrecerte un festín de despedida en el salón esta
noche... si no ha de representar un esfuerzo excesivo para ti. Para nosotros sería un consuelo.
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¿Querrás concedérnoslo? Y así nadie podrá decir que nos separamos de ti con amargura y
reproches.
Tal vez sólo era un torpe esfuerzo por disculparse en nombre de Troilo, pensó Criseida, pero
no tenía derecho a negarles el consuelo de haberla despedido con pública dignidad y afecto; aunque
era inevitable que la cena resultara algo desagradable, pues entre los invitados habría muchos que
no la mirarían con afecto.
-Me gustaría que aceptases -dijo Héctor-. En realidad ha sido idea mía.
-Ya lo imaginaba -respondió ella-. Y gracias, gracias a todos. Si eso os ha de complacer... y
haré todo lo posible por actuar con naturalidad. Será duro... pero es justo que así sea.
La propuesta de un festín en honor de Criseida, frente al cual palidecían todos los demás
problemas y preocupaciones, pareció espolonear la indecisión en la mente de Laódice, que se lanzó
a hablar excitada.
-Tengo que decirlo. -Se levantó y se plantó frente a ellos con el valor desesperado de
quienes actúan impulsados por el miedo.- No está sólo Criseida, no está sólo Climena, ¿y yo qué?
Durante todo este tiempo, mientras todo el mundo podía hablar abiertamente de las cosas, yo he
tenido que callar y mantenerlo en secrero. Pero ya no puedo continuar callando. No lo hice con
mala intención. ¡Me sentía tan sola y todos estabais tan enfrascados con la guerra!; puede que yo
también lo hubiera estado si Helicaón hubiese sido un hombre combativo. Pero ya sabéis cómo es:
un esposo gentil, pero no un amigo. Sin ningún sentimiento privado que deseara compartir
conmigo, sin ningún interés por mis sentimientos privados... Y así ocurrió. Fue Demofonte, el nieto
de Etra. ¿Recordáis que solía venir para intentar conseguir que Helena renunciara a ella y olla se
negaba a partir? En fin, él comprendió desde el primer momento que ella tenía intención de
permanecer junto a Helena, pero siguió viniendo. Venia por mi. Hay un hijo. Sé que ya nunca podré
volver a vivir bien en Troya. Quiero irme, con el niño, y con Etra. Ella estará dispuesta a marcharse
ahora, creo, porque siente devoción por él... se llama Múnico. Y no quiero engañaros en ningún
sentido. No estoy segura de que Demofonte siga interesándose por ml ahora. Pero no me importa.
No puedo seguir aquí. Me parece que mi presencia envenena el ambiente y, sin embargo, sé que no
soy una mala persona. Podría conseguir ser feliz con ellos, pero nunca podría ser feliz aquí, después
de esto. Me iré a Grecia con ellos; todos sabemos que la guerra tendrá que acabar pronto. Algo
nuevo me sucederá. Pero nada nuevo podría ocurrirme aquí; no podría volver a empezar de nuevo,
y tampoco podría continuar como hasta ahora. Cuando Criseida ha dicho que se marchaba, he visto
cerrarse la puerta de salida a sus espaldas, y no he podido soportarlo, era demasiado terrible. Quiero
irme con ella. Nadie tiene que enterarse de nada en Troya hasta que me haya ido... oh, por favor, no
le digáis nada a Helicaón ni a nadie. Me mantendré alejada del festín, me esconderé en alguna
parte... ya se dónde iré, donde está Múnico... y estaré junto a la puerta por la mañana. No me pasará
nada. Demofonte cuidará de Múnico, y yo poseo suficiente oro y joyas para mantener mi
independencia entre ellos. No es como sí dejara alguna criatura aquí... Pero no debéis pensar que no
me dolerá dejaros... Pero no sé qué otra cosa puedo hacer, y ahora que por fin he hablado, ya no
tengo otra salida.
Golpeó el suelo con el pie y se arrojó precipitadamente sobre la cama. Helena, anonadada,
se quedó clavada en su sitio; Criseida le volvió la espalda y se dirigió lentamente hacia el arcón,
apenada y dolida de que su partida hubiera desencadenado eso... y molesta de que Laódice se
hubiera aprovechado tan cruelmente de la situación. Poro el enfado sólo le duró un instante.
Enseguida pensó: «¿Qué será de Laódice? La hija de Calcante cuenta con un lugar infamemente
comprado entro los griegos, pero la hija de Príamo sólo puedo presentarse ante ellos como una
cautiva voluntaria, por muchas ilusiones que ella se haga».
Se volvió a mirarlos y les habló desde el fondo de la habitación. Príamo permanecía
inmóvil, blanco e impávido; Héctor había vuelto la cara y Polidamas le tenía cogida una mano.
-¡Oh, Príamo, mi amado señor! Perdonad que mi partida cause tal desastre. Es mi castigo
por pensar que podía ser una cosa sencilla. Sólo puedo reparar el daño causado velando por
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Laódice entro los griegos. No la dejaré, ni permiriré que ella me deje. Y procurad pensar que si lo
hubieseis sabido antes, vosotros mismos la habríais enviado junto a los griegos. Es un hecho
pasado, que ocurrió largo tiempo atrás.
Las palabras de Criseida rompieron la tensión. Príamo volvió un instante la cabeza hacia la
cama donde yacía Laódice, luego la dejó caer lentamente. Era imposible compadecer a Príamo.
Tenía más de ochenta años, pero nunca había cedido a la indolencia que induce a los viejos a
descartar la inteligencia acumulada durante toda una vida porque parece necesitarse poco
entendimiento para morir; y tampoco exhibía una caótica energía, como hacen a veces los viejos,
desdeñando la gracia de la vejez por la poco airosa igualdad con los jóvenes. Sólo compadecemos a
los demás por falsas razones. Sólo habría sido posible apiadarse de él por la partida de Laódice si al
pensar en su edad, o en la situación de las fortunas troyanas, algo hubiese clamado que eso era ya
demasiado, que era preciso resguardarlo deshonestamente de algún modo de la plena comprensión
del hecho a la que, como hombre hecho, cuya mente tiene tantas partes como su vida, de natural
tendría derecho. Pero la mente de Príamo no se había estrechado reduciéndose a la sola conciencia
de su vejez, o de que era la reliquia de un reinado antaño confiado. Seguía contemplando rodo el
panorama, iluminado por la perspectiva de la edad, que a veces logra ver más porque contempla las
cosas desde una distancia unificadora. Era imposible apiadarse de Príamo por la partida de Laódice
porque fuera un hombre viejo, o un rey cuya realeza ahora erigía a su alrededor una tumba de
derrota, sino sólo porque experimentaría la impotencia de un padre incapaz de interponerse en el
triste camino que se disponía a seguir su hija, y la conciencia de un padre de haber criado a una
extraña. Sólo esto debía de sentir Príamo. Para compadecerlo era preciso hacerlo por los motivos
correctos y, cuando existe un motivo correcto de compasión, la simpatía se desvanece y concede a
la mente sufriente la dignidad de no recibir consuelo.
Príamo indicó con un gesto que deseaba marcharse. Descolgaron las pieles de los salientes,
para echárselas sobre los hombros o ponérselas bajo el brazo. Pántoo mantuvo abierta la puerta.
Príamo se volvió un instante con una renovada sonrisa.
-¡Recuerda el festín de esta noche, Criseida! Ahora mismo daré órdenes a Clitio para que lo
organice.
Príamo, Héctor, Pántoo, Polidamas e Hiceraón salieron juntos. Sin dar tiempo a que el
silencio subrayara su partida, Paris dijo:
-Ellos a su fiesta de cumpleaños y nosotros a jugar al tejo. De mayores a menores y demos
gracias a la cordura de que no sea a la inversa. Nuestro instinto, cuando nos hallamos sobro una
elevada pendiente, siempre nos impulsa a bajar. Nadie avanza deliberadamente hacia arriba.
Simplemente se encuentra allí, en virtud de alguna mágica diferencia que lo separa de sí mismo; en
realidad, quien ha subido ha sido otro, y él vuelve a precipitarse cuesta abajo al encuentro de si
mismo. ¡Oh, esos absurdos solemnes y exaltados momentos! Y nadie cree realmente en ellos.
Ninguno de nosotros tiene la fuerza necesaria para actuar como lo hacemos la mitad del tiempo.
¡Animate, Laódice! A nadie se le ocurriría considerarte responsable. Pura energía estúpida: los
poderes del cuerpo a los cuales renunciamos porque es más inteligente ser débil que fuerte. Sólo
eso: ¡poderes del cuerpo! Has realizado una extraordinaria hazaña, Laódice, al conseguir efectuar la
ruptura, y la respuesta correcta sería reírse de ti... o más bien de ello. Quizás me agradezcas, o
quizás no, que como hermano me niegue a dejarme impresionar.
Paris salió al patio, seguido de Pólibo y Lampo; Pándaro decidió no acompañarlos y cerró la
puerta con el pasador de cobre, como para señalar que ahora podían estar amigablemente a solas.
Curiosamente, Pándaro no se equivocaba en su intuición de que Helena y Criseida y Laódice se
sentirían menos cohibidas que con cualquiera de los hombres. Aunque no era en absoluto curioso
que así fuera, sino sólo que un hombre supiera captarlo con tanta precisión. Pero Pándaro era
excepcional entre los hombres por cuanto sabia sentirse inmediatamente a sus anchas, y también
dónde podría encontrar inmediato bienestar, no como suelen buscar el bienestar los hombres,
prefiriendo un malestar a otro, o como vivía Paris, envuelto en una malla de serenidad que él
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mismo se tejía al margen de cuanto lo rodeaba. Pándaro vivía de las provisiones de otros. Actuaba
como un cuervo domesticado que se acerca a una mesa y va cogiendo las nueces descascaradas
como si comiera con tanta facilidad por obra de su propia astucia y no gracias al talento de los
humanos para descascarar nueces o a la amabilidad de sus anfitriones al permitirle compartir su
comida. Que los cuatro pudieran instalarse tranquilamente ahora alrededor del brasero que Helena
había acercado al rincón del aposento ocupado por la cama era obra del talento de las mujeres para
descascarar los sucesos hasta su nuez doméstica y alimentarse de ellos con un apetito de intimidad
con los afortunados e infortunados por un igual, puesto que para ellas la vida es algo que sucede al
margen de ellas y viven para apropiársela. Esto sentía Pándaro sentado a su lado: que esas mujeres
se estaban apropiando de aquello de lo cual se habían alejado, en un gesto de autoprotección, los
hombres, con la misma naturalidad y casi con la misma alegría con que una mujer de los pobres
justifica su desgraciada cocina ante los ojos compasivos de la prosperidad haciéndola
interesantemente suya. Se regocijó con la seguridad que ellas irradiaban, de la situación inmediata
aceptada como material de consuelo porque ésa, y no otra, era la realidad. Desde fuera les llegaba
el chasquido de los rojos de granito contra el tablero de madera en torno al cual jugaban los otros y
a veces un grito de satisfacción ante una buena jugada. Pero allí adentro, la satisfacción no podía
alcanzarse con un solo gesto deliberado; residía en su propia presencia, interiorizada más que
separada, mientras saboreaban a conciencia las dificultados, exorcizando su peculiaridad, sin buscar
otros sabores, disfrutando incluso de ese sabor porque pertenecía a los alimentos que la vida les
había ofrecido en aquel momento.
-Si pudiera librarme de mi dolor de cabeza -dijo Laódice-. Hay mucho que hacer, y no podré
hacerlo si me siento tan apaleada.
Helena se levantó y se dirigió a su tocador, para volver con una pequeña vasija dividida en
dos recipientes con la negra pátina de una cerámica antigua. Destapó un orificio y vertió unas gotas
de vinagre aromático en la mano de Laódice, luego volvió a tapar la vasija y aguardó a que se
hubiera untado la frente con el vinagre, a continuación destapó el otro recipiente y vertió otro
liquido.
-Es sólo aceite macerado con resma de cedro -explicó-. El primero escuece y el segundo
alivia. Es preciso despertar el dolor para poder curarlo.
Se llevó otra vez la vasija al tocador.
-¿Aliviada? -preguntó mientras se sentaba-. Quizás te convenga acostarte un rato.
Pero Laódice estaba demasiado llena de proyectos para quedarse tumbada.
-Tenemos que hablar con Etra -dijo. Entonces, de pronto, se olvidó de sus planes. Empezaba
a despejársele la cabeza y comenzaha a sentir una admiración casi divertida por lo que se disponía a
hacer-. Creo que lo que me incitó, más que ninguna otra cosa, fue ir a ver a Múnico. Hacia mucho
tiempo que no lo veía, ni deseaba verlo, y entonces de pronto me dije: «¿Por qué no? Será
divertido, como contemplar a un animalito que una ha parido por error, sin poder creer que ha
tenido nada que ver con ello». Le llevé un cascabel de regalo, de terracota, con trociros de metal
dentro. Pensaba llevarle uno de oro, pero recordé que vivía con gente pobre y que eso provocaría
habladurías. Pero cuando lo vi... bueno, era un muchachito, no un bebé, y con unos modales
espantosos. Lanzó el cascabel furiosamente al suelo en cuanto lo tuvo en la mano y lo rompió, y
luego comenzó a toquetear bruscamente mis pendientes hasta que, disgustada, se los di, esos con
las hojas de higuera, ¿sabéis?, y también el collar, el de las estrellas de oro. ¡En verdad era como un
animalito! Y desde entonces he estado pensando cosas raras sobre mi, que debo de ser una persona
distinta de como me veo, para poder ser la madre de una criatura como ésa. Comencé a desear
cometer algún acto brutal y animal, y durante un tiempo casi creí sentir deseos de asesinar a
Helicaón, hasta que comprendí que no quería hacer una brutalidad, sino algo completa e
irrevocablemente insensato... y ahora lo he hecho. El niño es sólo un pequeño imbécil y yo soy su
madre.
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-Tal vez ahora, cuando estés todo el tiempo con él, llegará a ser mejor -sugirió Helena-. No
siempre puede saberse cómo acabará siendo un niño. Claro que es imposible obligar a un niño a
convertirse en tal o cual clase de persona, pero se le pueden ofrecer diversas opciones y es muy
probable que opte por ser una persona agradable si consigues que eso le atraiga lo suficiente. Este
ha sido mi problema con Ideo, exagerar cuán agradable resulta comportarse bien sin confundir este
placer con la excitación de las travesuras. Pues nadie puede decir con sinceridad que la bondad
resulte excitante. Sólo podemos intentar hacerles ver que la excitación no es más agradable que
estar enfermo, que siempre implica una recuperación dolorosa para nuestro aurorespeto.
-Es extraordinario pensar en lo poco que intentan cambiar las cosas las mujeres -dijo
Pántoo- con tantas oportunidades de influir sobre sus hijos y sus maridos y sobre las personas en
general. Es como si la curiosidad prevaleciera sobre su deseo de hacer mejores a las personas.
Siempre llega un momento en que abandonan y se instalan a observar qué curso tomarán los
acontecimientos, como si no les imporrara qué derrotero seguirán, con tal de tener algo que
observar. Y estos dos instintos siempre parecen contraponerse.
-Las mujeres -dijo Criseida- no existen para hacer hombres buenos a partir de un material
malo, ni hombres sabios a partir de un material necio. Existen, primo, para hacer real la vida, para
hacer reales a los hombres, pues si existe algo que sea incapaz de soportar una mujer es encontrarse
rodeada de fantasmas. Por esto las mujeres tienen hijos, para dar carne a los seres fantasmagóricos
que anidan en la semilla del hombre. «¡Fijaos -dicen-, ahora esto es así!» y aquello y aquello. Tal
voz tú no puedas verlo, pero mi partida de Troya entra dentro de la misma categoría. Para mí es
como hacer así a Troya, enfrentándome a todo lo que ha ocurrido y que contradice su realidad. Y, a
su manera, Laódice está haciendo algo parecido: está poniendo un sello de realidad a la locura que
ha caído sobre nosotros con la guerra. Por despreciable que pueda parecer su proceder, en realidad
es una forma de reducir la locura, de hacerla carne. No creo que ningún hombre pueda entender
cómo vemos nosotras las cosas, porque es tan sencillo... quiero decir que tenemos una visión
instantánea. Estuve pensando en ello mientras comparábamos las armas griegas y las troyanas el
otro día, en el depósito de armas, debajo de la Torre Escea. Los hombres comparaban la lanza
troyana cori la lanza griega, discutiendo las ventajas de una y otra y qué era preferible en realidad:
si insertar la punta de la lanza en el asta o a la inversa. Y durante todo ese rato no veían realmente
las armas, no veían los objetos que existían de forma inmediata ante sus ojos, sino sólo su propia
conversación sobre ellos. Sé que las mujeres si los vimos: un tipo de lanza, otro tipo de lanza, una
lanza troyana, una lanza griega; dos hechos distintos. Y no es que los hombros llegasen a alguna
conclusión definitiva sobre cuál tipo de lanza era mejor. Y cuando salimos del depósito de armas
teníamos una clara impresión, yo la tenía al menos, de las cosas que dejábamos allí atrás: las lanzas
fabricadas de tal y cual forma, y los cascos cuidadosamente retorcidos en la punta, con las plumas
formando un insolente ángulo. Pero para los hombres todo eso sólo existía difusamente a la sombra
de su charla o de sus acciones y seguiría acompañándolos hasta que su presencia se desvaneciera,
momento en que dirigirían su atención hacia otras cosas. Pero es inútil intentar explicarlo. Lo difícil
para los hombres no es entender a las mujeres, sino dejarlas en paz, aceptar que nada pueden
obtener de ellas excepto su presencia. Deberían conformarse con eso. Lo que pueden ofrecer las
mujeres, más que amor o influencia o estímulo o cooperación, os simplemente su presencia y esa
forma de ver las cosas que las hace reales. Es lo mismo que sucede cuando al despertar te preguntas
si estarás soñando o despierto y luego comprendes que estás despierto porque ahí están las mujeres.
-Resulta bastante plausible, siempre que no consideres humanas a las mujeres -dijo
Pándaro-. Recuerdo que durante el ataque al campamento, cuando la confusión era tal que apenas
sabíamos contra quién estábamos luchando, o dónde, de pronto apareció un águila sobre nuestras
cabezas, con una culebra en el pico. Me disponía a apuntar contra Teucro, que estaba discutiendo
con su hermano Áyax, según observé; había estado disparando resguardándose tras el escudo de
Ayax y éste empezaba a estar molesto y a sentirse cohibido en su libertad de movimientos. Ayax es
de los que combaten bastante bien cuando lo hacen, poro le gusta tomarse un descanso de vez en
- 135 -
cuando, y Teucro, que no paraba de lanzar una flecha tras otra, lo tenía inmovilizado en su sitio. Y
entonces todos vimos el águila al mismo tiempo y dejamos el combare para observarla. Estaba
luchando con la culebra, y ésta debió de llevarse la mejor parte, pues el águila la soltó cori un
chillido y la culebra cayó al mar detrás de nosotros. No fue tanto la rareza del espectáculo, aunque
estoy seguro de que ninguno de nosotros había visro nunca nada parecido, sino sobre todo el hecho
de que de pronto allí había algo más, otra cosa aparte de nosotros. Y después de eso, todos en cierto
modo comprendimos mejor qué hacíamos allí, dónde nos encontrábamos, contra quién estábamos
luchando. Los griegos lo interpretaron como un augurio y nosotros como otro distinto, pero la
explicación era lo de menos. Lo importante fue su efecto sobre todos nosotros, al hacernos ver más
claras, más reales, las cosas. En cualquier caso, lo que has dicho me ha hecho pensar que así fue.
Tal vez la repentina aparición de una mujer habría causado el mismo efecto. Lo cual no significa
que necesariamente esté de acuerdo contigo, pero es una posible analogía. Aunque si la aceptas
tendrás que reconocer la existencia de un vinculo más fuerte con las bestias que con los hombres. A
menos que reivindiques una vinculación con los dioses... aunque la repentina aparición de un dios
en aquel momento habría hecho menos y no más real la batalla. Pero, por mi, puedes darle la
explicación que quieras con tal de que sigamos contando con la presencia de las mujeres. Sin
vosotras todo seria como un poema mal compuesto, con versos que no riman, o un triste pedestal de
pizarra sin su encantadora estatuilla, o vivir a base de mejillones y pescado, como los pobres, en
vez de alimenrarse de verdadera comida... o cualquier otro ejemplo de total desolación. No podéis
tener idea del placer que representa contar con la presencia de las mujeres, porque vosotras no os
sentiríais totalmente desoladas sin nosotros. En cierto modo, vivís sin nosotros. Vosotras estáis con
nosotros pero no a la inversa y, sin embargo, ello no parece alterar mucho vuestro bienestar. Y por
esto no te echaré demasiado de menos, Criseida, si no te molesta que te lo diga, aunque desde luego
te aprecio mucho, como es natural, y pienso que eres la mujer más lista del mundo... porque en
todas partes hay mujeres, cada una de las cuales es, en cierto modo, mi prima preferida, todas
deliciosa e inmutablemente mujeriles.
Pándaro había hablado según su estilo habitual: en tono serio y halagador al principio, para
acabar con un impertinente exabrupto. Por eso, quienes le conocían bien le escuchaban cuando
empezaba a hablar y luego gradualmente iban dejando de prestarle atención a partir del primor par
de frases, devolviéndole por anticipado su impertinencia. Así lo había hecho ahora Criseida. Estaba
pensando en que tendría que persuadir a Helena para que se quedase con todas sus cosas; se
trasladaría al campamento griego sólo con algunas mudas de ropa y sus joyas. E insistiría en que
Príamo debía conservar el tesoro que había dejado su padre y que aquél se había negado a confiscar
en atención a ella, preservándolo todo para ella, excepto la casa, la cual, insistía, sólo sería ocupada
como hospital mientras durase la guerra. Quería pasarse a los griegos sin pactos, sin ordenados
cálculos... sin seguridad. En adelante su vida debería depender del azar. El telón de fondo fijo
siempre seria Troya; por distante que llegara a quedar Troya, por oscuramente que se perdiera en el
pasado, cuanto le ocurriera a ella seria dudoso, por el fugaz resplandor de los nuevos días, y Troya
se mantendría intacta, en virtud de su secesión de la autodestrucriva comunidad del tiempo. Por eso
se marchaba: para saber que Troya no se perdería. ¿No so separaban acaso a veces las mujeres de
sus amantes, para amarlos aún más al no amarlos, separando la noción del amor del momonto del
amor y de todas las corrupciones con que el tiempo magnificaba falsamente el amor, reduciéndolo
luego a un profuso
desastre?
Y entonces Criseida comprendió algo sobre su futuro, un futuro que habría sido el mismo
sin ninguna decisión previa, pero que ahora era capaz de explicarse porque se dirigía a su encuentro
en un creciente y obstinado abandono de todo proyecto de vida personal. El proyecto, si, de casarse
con Diomedes, pero si él la aceptaba en sus propios términos. Y sus términos tendrían que ser no
yacer con él como mujer, no dejarse tentar por ese ocioso juguetear con el tiempo que engendraba
más tiempo, más vida, el olvido... un trivial y excesivo derroche. Así tendría que continuar
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avanzando, tal vez, el mundo, hasta que la lectura de si mismo llegase a una iluminada conclusión y
pudiese saber qué era y qué no era. Posiblemente aún quedaban muchas nuevas ganancias y
pérdidas por vivir. Pero no para ella. Dondequiera que se situase esa conclusión de posesión y
privación contrapuestas, allí estaba ya su mente, y por muy presente que estuviera en el aquí su
cuerpo, era un cuerpo que avanzaba en busca de esa mente finalmente estacionaria. El cuerpo podía
desgasrarse... pero no debía detenerse. Su mente podría tener otro cuerpo en el distante final de la
aventura, o no tener cuerpo. ¡Qué absurdo! Como si el propio aspecto pudiera importar ya
entonces; como si pudiera existir entonces una persona físicamente exterior a una misma, que los
demás conocieran mejor que una. ¿Y cómo se puede llegar a aparentar lo que se es y a conocerse
sin mirarse en el espejo de las apariencias? A través del control de las ávidas esperanzas, del amor
excesivo; a base de tener sólo lo que una tiene porque está allí en virtud de que siempre ha estado
allí. Encontrar el mundo, no crearlo; conocimiento, no creación histérica: la histeria de la
ignorancia.
¿Y aceptaría Diomedes estas condiciones? Era probable. Al menos durante algún tiempo, el
suficiente para que ella pudiera demostrarse que eso era realmente lo que quería. El poseía la
sencillez, la pureza necesarias para ser capaz de dejarse desconcertar. Creería en ella porque ella lo
desconcertaba. Después, tal vez, todo empezaría a ser falso; él perdería su sentido personal de ella
al no poder alimentarlo físicamente. El, y los demás, se preguntarían por qué no se consagraba
como sacerdotisa, en la convicción de que su intención era mantenerse apartada del mundo puesto
que no se entregaría al mundo de ese momento o del siguiente. Troilo tenía razón; lo había
engañado, ese abandono podría haber sido para él. Le había mentido al permitirle creer que sería
para otro hombre lo que podría haber sido para él. Pero Troilo se habría sentido aún más engañado
si le hubiera dicho que no sería eso para ningún hombre. Troilo representaba el peligro de
autosepultarse en las ruinas de Troya, de predestinar a Troya a la ruina, incluso. Amamos el peligro
como amamos la idea de pasear bajo los relámpagos y una penetrante lluvia: el contacto desnudo
con los elementos. Así debió de ser la vida al principio. Pero la vida se refundía una y otra vez,
siempre monos asombrada ante su realidad. En Troya existía un sentimiento de familiaridad, una
familiaridad que se remontaba hacia atrás hasta la anterior indiferencia. Y que ahora tendría que
prolongarse hacia delante hasta la futura indiferencia. La vida no había agotado aún toda su
indiferencia.
Registraría todas las cajas que tenía arriba en su cuarto y le explicaría a Helena su
contenido. Sería un nuevo motivo de interés para Helena, ahora que había terminado de bordar su
paño. Criseida nunca le había hablado de sus cosas a Helena; las antigüedades resultaban
monótonas excepto para su propietaria. Era preciso sentir que su pervivencia más allá de su tiempo
natural se debía a la propia benevolencia y no a la excéntrica insensibilidad de los objetos ante la
ley de la sustitución, en virtud de la cual se sometía la apariencia de la vida a cada voz más
meticulosas revisiones de su forma y características... Un nuevo interés para Helena. El demasiado
famoso bordado ya estaba terminado; y era mejor para ella que así fuese. ¡La última puntada de la
guerra! A Helena no le convenía identificarse tanto con la guerra. La culpable no había sido del
todo ella, pues a los griegos les convenía convertirla en esa abstracción y, al principio, antes de que
llegaran a conocerla, era inevitable que los troyanos hiciesen otro tanto. En esas circunstancias, y
dada su propia inclinación griega al fatalismo, había llegado a. verse ella misma como una
abstraccíon.
Tampoco era bueno que Etra estuviese siempre junto a Helena, revoloteando a su lado como
una lúgubre hermana de destino, sugiriendo una infinita tristeza con la que Helena tenía contraída
una deuda por su belleza. Criseida se dijo que no era casual que cada vez que veía a Etra tuviera
que contener un impulso de escupir, como hacían las mujeres del pueblo para prevenir el mal de
ojo. Si Laódice se llevaba a Etra consigo, Helena quedaría libre. De hecho, era una persona muy
voluntariosa, o nunca podría haber huido con Paris. Poseía la lenta firmeza autohipnórica que
tienen en sueños las personas. Si, era como una mujer que viviera en un sueño. Así era también su
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belleza: difícil de integrar en un rostro cuando una no la miraba y no intentaba rememorar
cuidadosamenre la forma exacta de sus facciones. La mera impresión de Helena que quedaba
grabada en la mente no evocaba de inmediato su imagen. Muchas mujeres eran así, pero Helena
más que ninguna; vivía atrapada en un sueño, rehuyendo el presente, eternamente difuminada
imagen de una antigüedad engañosamente serena. ¡Un engaño! La antigüedad era turbulenta,
violentamente desgraciada. Helena había intentado avanzar hacia delante, romper las ataduras de lo
que convencionalmente se denominaba destino, pero que en realidad era la tentación de repetir el
pasado. Su huida con Paris indicaha que quería salir del sueño. Pero continuaba viviendo en él,
respondiendo al miedo al futuro con una autoinmoladora huida al detestable pasado.
Una voz, durante una despreocupada charla sobre los deseos que cada uno desearía ver
satisfechos, alguien mencionó el deseo de vivir durante un día en el pasado tal como era cuando era
presente. Pero el pasado nunca había sido presente. Si una se viera así metida en él, retrocedería
horrorizada, del mismo modo que se asombra, al despertar, ante los lugares irreales que ha estado
tratando como naturales en sueños. Aunque Helena no era irreal; sólo vivía en un sueño por un
malinrorprerado sentido de la generosidad. Había llegado a convencerse, tal vez a través de toda la
atmósfera de la religión griega, de que eso era lo que necesitaban los hombres, el mundo, los seres
humanos: un retorno al ritmo adormecedor de la fatalidad, entre espasmos de alertas y ansiosas
pruebas. Pero los hombres no necesitaban y ni siquiera querían eso; y tampoco era eso lo que
podían darles las mujeres. Los hombres necestraban que las mujeres estuvieran allí, caminando
frente a ellos; y lo que podían darles las mujeres era su presencia allí, más adelante, para convertir
el futuro conocimiento de la vida en un lugar al cual llegar que nunca podría perderse como un
sueño en el pasado, que seria un hogar permanente. Esa era la auténtica generosidad, más que
generosidad, incluso, pues suponía ser algo, además de dar algo: un regalo para siempre y no sólo
para el apasionado instante, zafándose del torbellino de los espíritus demasiado agitados por su
mutua presencia para permitir ver a los hombres con cuánta sencillez y sin ninguna magia se
cumplía el milagro...
«Qué distinta es Helena -pensaba Criseida-, no sólo de mí, sino de todas las demás mujeres.
Yo puedo diferenciarme de la mayoría de las mujeres en mis pensamientos, por cuanto comprendo
mejor qué significa ser mujer.» Pero Helena era físicamente distinta. Parecía hecha de aire y viento
y hojas, más que de carne; y el resultado no era una menor, sino una mayor presencia física, del
mismo modo que el cuerpo de una mujer, o incluso de un hombre, es mucho menos físico que
cualquier elemento de la propia naturaleza. Por eso so enamoraban con t~anta facilidad de ella los
hombres, a causa de esa vasta, difusa corporeidad, y luego perdían los ánimos, sin entender muy
bien por qué, y lo achacaban a la inaccesibilidad de Helena, aunque en realidad se debía a que era
tan distinta de las demás mujeres; demasiado distinta. Criseida se había dicho muchas veces:
«Helena es virtuosa, pero es una virtud que nunca se verá puesta a prueba y por esto ha llegado a
ser tan legendaria». Era inaccesible; pero no tanto por su virtud, sino sobre todo por la misma
materia de la cual estaba hecha.
Ultimamenre había sido Deifobo quien la miraba con ojos entornados en un soñoliento
éxtasis de contemplación. Se había enamorado de ella tiempo atrás, cuando él y Paris y Eneas
escoltaron a Menelao en su viaje de regreso desde Troya. Luego, en los momentos iniciales de la
guerra, el impacto público de su fuga con Pans había impedido a todos mantener un sentido
personal autónomo de su presencia. Y después Deifobo había reñido con su familia, deseoso de
asumir el control político de los asuntos troyanos; con lo cual había estado largo tiempo sin verla y
tal vez el recuerdo de ella se le había mezclado con su deseo de venganza contra todos cuantos le
habían tratado como a un bribón ambicioso, empezando por Paris. Ahora que le habían dejado
proclamarse rey, Deifobo mantenía una amistad formal con su familia y se encontraba con
frecuencia en presencia de Helena. Sus sentimientos hacia ella respondían claramente a un interés
directo por ella, disociado del resentimiento contra Paris, más libremente amoroso. Tal vez Deifobo
seria uno que no retrocedería. Sentía muy poca consideración por los aspectos ocultos de las
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personas, del mismo modo que no habría vacilado en ocupar el trono a pesar de todo el dolor que
ello causaría, inexpresable en términos de razones prácticas. Sólo se había dicho que ello no
afectaría a la integridad del prestigio real, que fortalecería la conciencia política de los troyanos,
debilitada tras diez años de cada vez más intensa conciencia militar; y consideró que sus propios
argumentos ofrecían suficiente satisfacción a la sensibilidad de los demás.
Era posible que su actitud hacia Helena se rigiera por el mismo principio. Ella había huido
con Paris, precipitando con ello una guerra que de lo contrario tal voz no se habría producido, y la
guerra probablemente acabaría con una derrora militar, lo cual convertiria en perpetua deshonra
para ella su permanencia junto a Paris. Una paz honorable no incluiría su retorno con los griegos y
ella se había encariñado con Troya, y si se convertía en la esposa de Deifobo, rey de Troya, ello
podría establecer los cimientos de una alianza digna con los griegos, una vez relegado Paris a un
halagador exilio. Algún piadoso plan de este estilo seguramente habría tomado forma en la mente
de Deifobo. Este habla llegado a ser íntimo amigo de Glauco, el cual, tras la muerte de Sarpedón,
era ahora rey de Licia, y Glauco le había impuesto una relación de amistad con Paris; los tres se
veían con frecuencia. Criseida había oído cómo Glauco le proponía a Paris, como si hablara en
broma, que se fuera con él a Licia después de la guerra, para compartir con él su reino. Estas fueron
sus palabras:
-Me sentiría demasiado solo reinando allí en solitario a una semana o dos meses de travesía
por mar de Troya, según el estado del tiempo. He llegado a sentirme tan en mi casa en Troya...
Además, con Sarpedón me habla acostumbrado a ser sólo medio rey. Y Licia será una potencia
todavía más importante que antes de la guerra, puesto que Deifobo está deseoso de repartir a partes
iguales con nosotros el comercio con Grecia, para que los griegos no vuelvan a tener motivo para
envidiar tanto a Troya. Una descentralización del poder y la riqueza y, simultáneamente, un
fortalecimiento de los vínculos económicos... es un hombre muy sabio, tu hermano. Incluso ha
estado pensando en cambiar el nombre de Troya por Janto, en correspondencia con nuestra Janto
licia, a fin de borrar cualquier prejuicio o desdén que pudiera despertar en nuestros clientes griegos
el vocablo «Troya».
Todo lo cual, incluido el plan de desembarazarse de Paris, concordaba con la política
mezquinamente sensata de Deifobo para la rehabilitación de los negocios troyanos. Y que estaba
dispuesto a renunciar a su interés por Helena parecía quedar demostrado por el intenso temor que
en ella despertaba; con todos los demás, Helena se mostraba valerosa y humilde, pero con él
exhibía un tembloroso orgullo, como si detectara en su actitud, no sólo un irónico homenaje a su
belleza, sino un insulto destructivo.
Helena y Laódice hablan estado charlando quedamente entre ellas. Pándaro se había
tumbado en la cama, con la sensación de que, a pesar de no haber sido hecho participe de los
pensamientos de Criseida o de la conversación entre las otras dos, sin embargo seguía siendo el
beneficiario, aunque no el objeto, de su gentileza. Allí tumbado parecía el producto de la disciplina
social de muchas personas, tan inasequible a los problemas de los demás, tan compacto en su pulcra
corpulencia: el casual, pero no por ello menos agradecido receptor de cualquier dosis de buen
humor que aún pudiera ofrecer la gente después de atender a las exigencias de sus preocupaciones
privadas.
Helena se levantó y Laódice enseguida la imitó.
-Tenemos que localizar a Etra e ir a ver a Múnico... advertirles que se lo llevarán -dijo
Helena-. Y el niño debería acosrumbrarse un poco a la presencia de Laódice, para que no cause
problemas mañana por la mañana. ¡Pero no dirías en serio eso de que piensas esconderte con
Múnico hasta mañana! Si eres incapaz de enfrentarre con Helicaón, puedes pasar la noche aquí
conmigo. Le diré que no te encuentras bien y que te estoy cuidando... esto es, si nadie le cuenta
antes la verdad.
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-Oh -replicó con desdén Laódice-, puedes tener la seguridad de que nadie se lo dirá. Es tan
estúpido que no podría entenderlo de ningún modo, excepto cuando tenga que hacer frente al hecho
de que realmente me he ido.
Pándaro se incorporó y dejó caer los pies al suelo.
-¡Os acompaño! Si me lo permitís. Será mi última oportunidad de ver al pequeñajo, ¿eh?
¿Te vienes también, Criseida? Será una visita de despedida a Troya, para ti y para Laódice.
-Sl, me gustaría que nos acompañases, Criseida -dijo Laódice-. Cuantos más seamos, menos
llamaremos la atención. Aunque la gente murmurará, supongo, al verme visitar por segunda vez la
casa. La última vez entré en varias de las viviendas vecinas y les dejé regalos, como si fuese una
visita caritativa. Aunque tampoco tendrá demasiada importancia; me habré ido antes de que rengan
tiempo de hacer correr el chisme.
-Creo que prefiero quedarme aquí -dijo Criseida-. Quiero ordenar las cosas en los arcones
que tengo arriba. Y luego, cuando vuelvas, Helena, las revisaremos juntas; en adelante serán tuyas.
-¡Ya hablaremos de eso! -respondió Helena con -animada firmeza.
-Puedes decirte que algún día volveré para recuperarlas. Sabrás que es imposible, pero el
engaño saciara tu fanático sentido de la honradez.
-Y mi fanática añoranza de ti.
Ya estaban junto a la puerta y se disponían a correr el cerrojo. El patio estaba vacio; Pólibo
había partido a actuar como testigo de la conversación entre su padre y Eneas; Paris y Lampo
debían de haberse ido a la fiesta de cumpleaños, probablemente.
-Oh, no volverá -dijo Pándaro-. Las mujeres nunca regresan. Se mueven en línea recta,
aunque piensen en círculos. Los hombres piensan de forma rectilínea, pero en cambio se mueven en
círculos. ¿Sabéis de algún hombre que no haya acabado por regresar a su hogar, por veloz que fuera
su huida de él?
Cuando salieron, Criseida echó el cerrojo a sus espaldas y volvió a sentarse. El aire frío que
había entrado en la estancia ocupó el lugar de los que habían salido y no notó de inmediato su
soledad. Aunque pronto se olvidó de ellos, absorta en la sensación de intensa introspección.
«Soy yo quien va a hacer esto y no debo olvidar ni por un instante que me alejaré sola de
Troya. No me llevaré conmigo ningún otro corazón. Si me han querido, su cariño debe permanecer
aquí con ellos. Y mi propio amor por ellos también debe quedar aquí. Todo debe continuar igual.
Mi partida no puede cambiarlos. Como cuando una se levanta por la noche para salir a la luz de la
luna... su gesto no afecta para nada a los que duermen. Todo habrá terminado y la luz sólo iluminará
el dulce mundo muerto. Pensaré en cómo podría haber sido todo si hubiera conseguido mis
propósitos; en cuántas cosas que ya no son habrían permanecido inalterables. Y en cierto modo,
dentro de mí, todo será como podría haber sido. Yo conseguiré mis propósitos al marcharme.»
Permaneció sentada, mientras iba recortando cada vez más la lista mental de cuanto debería
hacer antes de la caída de la noche. Pasar a despedirse de quienes querrían algo más que un par de
palabras pronunciadas en público durante la fiesta de esa noche, ofrecer regalos a los esclavos... ya
vería cómo podía organizar la tarde sin demasiado trajín. Ordenaría las cosas arriba en sus arcones
para Helena... aunque ésta tal vez se interesaría más por ellas si hurgaban en los arcones las dos
juntas, le parecerían menos valiosas sí las veía todas revueltas. Confiaba en que Helena las
apreciaría por sí mismas. Sabía que le gustaban las piezas de terracota antiguas, francamente toscas.
El metal habla sustituido ya al barro para muchos usos, aunque la cerámica era más práctica.
Comenzó a recordar las piezas curiosas que tenía arriba. Un cucharón con una ridícula asa en lugar
de mango. Un hipopótamo, barnizado de amarillo intenso; una casi los veía frotando la superficie
pintada con un trozo de diorita durante horas y horas antes de quemarla; alguna persona de aquella
familia debía de haber estado en Africa, el reino de los animales, aunque más que observarlos los
había mirado pasmado. Una vasija en forma de trompeta retorcida... imposible determinar con qué
finalidad, aunque ¿por qué no por el mero deseo de tener una vasija en forma de trompeta retorcida,
o para que el liquido cayera con la lentitud que sólo puede lograrse con una vasija en forma de
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trompeta retorcida? Un embudo con el receptáculo en forma de cigueña y el tubo curvado para
poder verter líquidos en una vasija con una abertura lareral, aunque ¿qué vasija tendría una abertura
lareral en vez de tenerla arriba o no podría ser ladeada para llenarla? Probablemente habían
fabricado una vasija a juego con el embudo. Un salero en forma de canoa vaciada del tronco de un
árbol. Un cepillo con un bonito soporte de terracota pintada. También tenía una solemne cuchillira
de esa preciosa piedra verde transparente que empleaban para fabricar utensilios; tenía un hacha y
una lanza del mismo material y varios finos fragmentos en forma de cuña. Un instrumento
fabricado con un colmillo de jabalí y un cuchillo de obsidiana de doble hoja. También muchas
chucherías que sus creadores sin duda habrían descartado si les hubieran hecho escoger los objetos
que deseaban conservar en épocas posteriores: amuletos redondos tallados a partir de la espina
dorsal de un tiburón, amuletos contra alguna enfermedad, considerados especialmente preciosos en
su tiempo. Y proyectiles para honda de calamita. Al principio de la guerra, los griegos habían
intentado recuperar eso antiguo sistema de combate, convertido ahora en pasatiempo de chiquillos,
incorporando a sus contingentes un grupo de honderos de la región situada al Oeste de Etolia y del
río Aqueloo; pero los arqueros troyanos les superaban en longitud de tiro, aunque tenían una
magnífica puntería a una distancia de veinte o treinta pasos, mientras corrían haciendo girar las
hondas sobre la cabeza, con nuevas piedras ya preparadas en los pliegues ahuecados de las capas
con que se cubrían los hombros. Y gruesas agujas y punzones de hueso, curvadas en la punta para
facilitar la penetración del material. Y un cuerno de venado, con un reborde en el extremo más
ancho para ajustarle un cordón, que las mujeres se colgaban a la cintura como un carcaj para
guardar los accesorios de costura.
Entre las piezas realmente buenas, la más hermosa era posiblemente la figura de madera
tallada de Cibeles, con la cabeza alargada como un caballo, una antigua pieza frigia. Pero la que
más admiraba Criseida era la antigua inscripción cretense, una pequeña placa triangular de oro que
había permanecido colgada durante largo tiempo en un templo de Creta; se la hablan regalado a su
padre durante una visita allí muchos años antes de la guerra. Los caracteres estaban repujados con
delicada firmeza; inteligibles para la vista sí no para la mente. Era una escritura algo parecida a la
de los hititas, con caracteres pictóricos, distinta del posterior estilo lineal o del estilo troyano,
basado en las divisiones verbales en palabras. Pero Criseida se sabía de memoria su leyenda:
«Cibeles, esposa de Cronos, reina de Creta, Madre de la Tierra... llena de vorguonza los ruidosos
cielos. Hoy, día decimocuarto del mes de Ge, en el año nonagésimo primero de la transformación
de Hostia, se perdió la batalla. Acompáñanos pues en la renovadora primavera». Era evidente qué
había ocurrido. Los combates otoñales hablan concluido ominosamente, igual que el pasado otoño
para Troya. Habían confeccionado esa placa durante el invierno, mientras aguardaban con obligada
confianza la primera batalla de la nueva primavera. A Criseida le gustaba pensar que tal vez había
alguna verdad profunda en la leyenda de que los troyanos habían acudido en ayuda de Cibeles,
«reina de Creta», en la guerra que ella y Cronos mantenían contra Zeus: Cibeles como esposa de
Cronos, el dios del Tiempo, y ambos enfrentados a Zeus, dios de los Cielos.... de las incertidumbres
que emanan de la mente de las gentes, como la tierra exhala la atmósfera del buen o mal tiempo. En
Creta todavía enseñaban a los visitantes la tumba de Zeus. Pero los cretenses tenían fama de
embusteros; no de viles embusteros, sino de embusteros por orgullo. Era sabido que Zeus había
ganado esa guerra y, sin embargo, le habían erigido una tumba, por una cuestión de honor. Y ahora
Zeus volvía a ganar. Para los griegos, Zeus presidía imparcialmente la guerra. Y era cierto, las
incertidumbres la presidían; y por eso la guerra era contra Zeus, no contra los griegos. Y lo mismo
ocurría con todas las guerras. Aunque los troyanos no le erigirían una tumha, burlándose de su
derrota. Habían buscado, por orgullo, la derrota. Cibeles, llena de vergüenza los ruidosos cielos...
Un golpe en la puerta la sobresaltó, obligándola a retroceder un largo trecho en el tiempo.
En sus pensamientos, lo que se disponía a hacer ya había adquirido la insignificancia de algo
cumplido largo tiempo atrás. Mientras se dirigía a la puerta, Criseida iba repitiéndose para sus
adentros, como intentando reavivar el sentido de la importancia inmediata del hecho: «Me uniré a
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los griegos - dejaré Troya - me uniré a los griegos». Y las personas a quienos abrió percibieron el
reflejo de estas palabras en su rostro y se lo devolvieron. Eran Polixena y Troilo.
Polixena saludó tímidamente a Criseida, abrazándola como si pidiera consuelo. Troilo
permaneció apartado desviando la mirada. Luego Polixena empezó a hablar impetuosamente:
-No puedo decirte nada que no sepas ya, Criseida. Siento como un deseo de mandar un
mensaje por mediación tuya, pero ¿cuál?, ¿y a quién? ¿A Aquiles? ¿Querrás decirle que nunca,
jamás le consideraré un enemigo, pase lo que pase? Me parece la única cosa real ocurrida en mi
vida: mi encuentro con él en el funeral de Andrómaca. Fue como volver a nacer, aunque para
convertirme en una persona con la que no puedo identificarme. ¿Tu partida no te produce la misma
impresión, de volver a nacer y no saber exactamente quién eres?
-No -respondió Criseida. Sabía que parecería una respuesta dura, aunque no era su intención
mostrarse brusca. Pero, ¿qué otra cosa podía decir? Sin embargo, eso cohibió otra vez a Polixena.
-Volveré luego... Troilo ha querido que le acompañase; no se atrevía a venir solo, me ha
dicho. Pero ahora será mejor que me marche, ¿verdad? -Miró interrogante a Troilo, quien lanzó una
mirada a Criseida.
-Como quieras, querida Polixena -dijo Criseida sin ninguna indicación de que el hecho de su
partida o su permanencia pudiese alterar en ningún sentido la importancia de la presencia de Troilo.
Ni siquiera se molestó en echar el cerrojo cuando Pollxena hubo salido. Una repentina
ráfaga de viento cerró de golpe con desafiante vehemencia la puerta, que luego continuó
golpeteando estúpidamente un rato hasta que el viento se cansó de empujarla. Criseida y Troilo, sin
prestar atención a la puerta ni a si mismos, se habían fundido en un precipitado abrazo.
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le haga de madre, puesto que Laódice nunca lo será. Entonces moriré a gusto, cuando todo vuelva a
seguir adelante como si nada hubiese ocurrido.
Helena sonrió tristemente con la mirada fija en el regazo.
-¡Como si nada hubiese ocurrido! Poro me alegra que hayas decidido marcharte, Etra, por tu
propio bien. Ha sido más difícil para ti que para mi. Tú no podías evitar detestar cada instante que
pasaba. Yo en cambio he amado cada instante. ¡Si, incluso te he amado a ti! Aunque, al final, para
las dos el resultado será el mismo: como si nada hubiese ocurrido.
Laódice tampoco se había equivocado al pronosticar que Demofonte no sentiría ninguna
responsabilidad sentimental hacia ella, aunque aceptaría como un hecho natural el cuidado de
Múnico. El padre de Demofonte, Teseo, había repudiado a Antiope después de su nacimiento; ella
era una amazona cauriva que Teseo había recibido de Hércules. De hecho, Teseo, según dijo, había
matado a Antiope obedeciendo las órdenes de un oráculo: «Las mujeres pasan, pero los hombres se
convierten en generaciones». Si así fuera, las mujeres serian libres; mientras los hombres estaban
condenados a avanzar por el cauce mortal, las mujeres serian las viajeras errantes. ¡Libertad!
Laódice mantuvo una actitud de orgullosa dignidad en el campamento griego y las primeras
semanas los griegos no frustraron su ilusión porque no acababan de saber qué hacer con ella.
Además, se encontraba bajo la protección de Criseida y, en cierto sentido, también bajo la
protección de Aquiles, puesto que ella y Criseida vivían en la nave donde éste había instalado el
hogar de Pedásea, la hermana de Laúoe, a la cual se habla llevado pacíficamente de Pédaso el
pasado verano. Todos estaban bastante molestos con Calcante, que estaba empezando a crear
problemas ahora que ya se vislumbraba el fanal de la guerra. Esperaba ser recompensado con un
importante puesto de sacerdote en algún lugar de Grecia y en ninguna parte lo querían; no podían
pedir a sus propios sacerdotes que cedieran su puesto a un conspirador troyano. Pero Criseida
gozaba de respeto entre ellos por derecho propio, además de por ser la prometida de Diomedes y la
amiga de Aquiles. Sabían que no podrían disponer de Laódice, una mujer rica en virtud del oro y
las joyas que se había llevado consigo, sin enfrentarse primero con Criseida. Palamedes, que
controlaba Nauplia, en Argólida, el único puerto de gran calado del golfo de Argólida, quería
hacerla su concubina y Heleno, hermano de Laódice y cautivo de Menelao, la presionaba para que
aceptase ese status como lo máximo a lo cual podía aspirar dadas las circunstancias.
Heleno, Palamedes y Tersites mataban el tiempo jugando a los dados -un juego inventado
por Palamedes- y mientras jugaban iban planeando una pequeña jugarreta. Heleno sabía que
Menelao, llegado el momento, confiaba vengarse de Helena llevándose a Laódice como concubina,
aunque de momento no se atrevía a mencionar sus intenciones por temor a que los demás se
opusieran acusándole de correr el riesgo de nuevas disputas domésticas después de toda la sangre
derramada con la ostensible finalidad de restablecer la tranquilidad doméstica en Esparta. Los
espartanos que hablan permanecido en su tierra y entre los cuales siempre había sido poco popular
Menelao, ¿no se molestarían con esta afrenta contra Helena, por quien todavía sentían bastante
simpatía? Aunque Menelao desde luego lo trarara con gran amabilidad y quería que se fuese a vivir
a Esparta, Heleno comprendía que ni él ni Laódice podrían ser felices allí. Palamedes les ofrecía
refugio en Nauplia y, aunque no podía tomar como esposa a Laódice, puesto que ya estaba casado,
sin duda la trataría tan bien como, en su situación, podía esperar de ella; su esposa era una persona
acomodaticia, decía, que había tratado con discrección a las concubinas que había introducido con
anterioridad en la casa. Y, por otra parte, ¿que importancia podía tener? A lo máximo que podía
aspirar en esos momontos un troyano era a una vida cómoda; era preciso moverse al compás de los
tiempos, el honor habla quedado anticuado. Además, a Palamedes nunca le faltaban recursos. En
realidad era un hombre mucho más inteligente que Odiseo, aunque toda su inteligencia se traducía
en buen humor, excepto en relación con el propio Odiseo. Palamedes procedía de una familia de
talento, de origen cretense; un antepasado suyo había creado una escritura, basada en el modelo
cretense, para la lengua argólica.
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La hostilidad de Palamedes contra Odiseo, y de éste contra aquél, databa del año anterior al
inicio de la guerra. Agamenón había enviado a Palamedes a Itaca con la misión de interesar a
Odiseo en la guerra; aquél se llevó consigo al perverso viejo Tersites -un primo de Tideo, el padre
de Diomedes- que se habla refugiado en Argólida huyendo de los conflictos dinásticos de Calidón y
al que Diomedes había negado su hospitalidad debido al papel desempeñado por su padre en la
expulsión del linaje de Tideo de allí. En Itaca, Odiseo, que no había comprendido que con
Palamedes tenía ante sí a un hombre tan inteligente como él, fingió hallarse profundamente
afectado por la perspectiva de que toda Grecia se viera envuelta en una guerra en tierras lejanas.
Convocó una conferencia de todos los cefalenos (la clase gobernante en Itaca y las islas vecinas era
aquea, pero se seguía conservando el nombre autóctono) y también invitó a asistir a Mentes, hijo
del rey de Tafos (también conocida como Esqueria), la isla situada al norte de Itaca. Su verdadera
finalidad era obligar a Mentes a jurar ante todos los cefalenos que no se aprovecharía de su
ausencia de Itaca para hacerse con el control de las islas y del comercio itaco. En efecto, los tafios
eran una potencia comercial más fuerte que Itaca, en virtud de su posición dominante en eso mar, y
la única razón de que durante tanto tiempo hubiera reinado la paz entre ellos era que ambas
potencias comerciales, por el hecho de serlo, comprendían el valor de las concesiones mutuas. Se
habían dividido claramente los mercados del mar occidental; Odiseo tenía el compromiso de no
interferirse con el comercio tafio en la zona de Levante (los tafios mantenían un amplio comercio
con Chipre, por ejemplo) y cada pueblo defendía como mejor podía su terreno frente a los fenicios.
Pero en la conferencia no se dijo ni una palabra de todo eso.
-Grecia -dijo Odiseo ante todos los reunidos- ha perdido la cabeza. Me han hecho una
llamada para que me una a su locura y han encendido una hoguera en mi alma que comienza a
consumir rápidamente mis partes más cuerdas: los órganos del sentido común. ¡Amigos!, decidid
vosotros por Odiseo, porque él no sabe qué decisión tomar, mientras ve temblar ya su arco deseoso
de dar vida a las flechas en alguna distanLe refriega. Que seáis vosotros, y no Odiseo, quienes
respondáis a Palamedes y decidáis qué significa que él y Tersites hayan llegado a Itaca no
realizando la travesía matutina desde Elis, sino con el transbordador desde tierra firme. -En efecto
existía una superstición en el sentido de que quienes llegaban a Itaca desde Acarnania, atravesando
el estrecho canal que apenas separaba la isla de tierra firme, eran portadores de mala suerte;
probablemente porque en sus pensamientos asociaban la buena fortuna con la llegada desde el mar:
naves bien cargadas, que volvían a marcharse bien cargadas.
Al dejar así la decisión en manos de su audiencia, obligándoles a hablar entre sí mientras él
fingía escuchar con poca atención, Odiseo pudo juzgar mucho mejor su actitud que si les hubiera
expuesto una decisión ya tomada. También consiguió que Mentes se comprometiera
voluntariamente, en presencia de los demás, a proteger los intereses de Itaca mientras él
permaneciera ausente en la guerra. Había previsto que no podrían dejar de incitarle a partir; del
mismo modo que ninguna familia puede resistir la excitación de una inesperada propuesta de
matrimonio, por vacilante que pueda mostrarse la propia persona objeto de la misma. Pero Odiseo
siguió fingiendo desinterés incluso después de que la conferencia preparara el terreno para una
decisión definitiva. Continuó despotricando día tras día contra el caos existente y preguntándose si
la unión en la guerra engendraría una unión en la paz, aunque Palamedes veía claramente que ya
había decidido partir y estaba ansioso de encontrarse en el centro de los acontecimientos, y sólo
demoraba el momento del compromiso final para averiguar si Palamedes no habría traído alguna
oferta secreta de Agamenón, como reserva para las fases finales de la persuasión. Palamedes no
estaba dispuesto a seguir ese juego; esperaría hasta que Odiseo se cansara de hablar. Pero éste,
enardecido por su acritud aburrida e incluso insolente, sólo seguía aumentando sus invectivas...
hasta que una mañana temprano, Palamedes y Tersites se dirigieron sigilosamente al transbordador,
confiando su provecto a un esclavo de Odiseo, como si buscasen su ayuda como guía, a sabiendas
de que éste iría a contárselo a todo correr a su amo. Evidentemente, Odiseo se apresuró a hacerlos
volver.
- 144 -
-Creí que ya habíais comprendido que desde el primer momento tenía intención de partir -
dijo.
Y Palamedes le respondió secamente:
-Así lo entendimos.
Odiseo nunca se lo había perdonado y estaba decidido a vengarse en el momento oportuno.
Ahora su ira contra Palamedes se veía aumentada por su codicia personal por el oro y las joyas de
Laódice. Palamedes podía abordarla abiertamente; pero Odiseo sabía que si él proponía tomarla
bajo su protección y llevársela a Itaca como doncella de Penélope... en fin, todos lo denostarían.
Siempre lo estaban acusando de motivaciones mercenarias. Él mismo reconocía que a menudo se
dejaba guiar por consideraciones económicas; pero sólo cuando sus sentimientos no le ofrecían una
indicación más segura. Y en esto aspecto se consideraba más cuerdo que los demás. «El problema
de Grecia es sólo... tener más energía que propósitos.» Así lo explicaba en su fuero interno.
Laódice estaba actuando imprudentemente con Palamedes y con ello hacía que a Criseida le
resultara difícil convencer a los griegos de que debían tratarla con una cierta cortesía. Podría haber
logrado persuadirlos si Laódice hubiera querido comprender que su mejor aliado seria un
comportamiento discreto, humilde incluso. No era difícil manejar a los griegos si una no llamaba
demasiado la atención; pero cuando una persona empezaba a hacerse notar, se irritaban y tomaban
conciencia de su poder sobre ella. Laódice debería haber comprendido los riesgos que corría al
trasladarse al campamento. Si hubiese rechazado discretamente a Palamedes, la cosa no habría
pasado de allí. Pero se había permitido sentirse ofendida porque un griego se atreviera a pensar en
la hija de Priamo como posible concubina y dijo muchas cosas altaneras y desdeñosas en presencia
de Tersites, que era el peor charlatán del campamento. Ahora todos empezaban a ser irritablemente
conscientes de su presencia y nada podría impedir que Agamenón, en un arranque de impaciencia,
la asignase a quien mejor le pareciera. De hecho, lo mejor que podría hacer, tal vez, era acogerse a
la protección de Palamedes, para evitar correr aún peor suerte. Palamedes era un hombre alegre, y
parecía apreciarla de verdad, pensaba Criseida. Nauplia no estaba lejos de la ciudad de Argos, y ella
y Diomedes se encargarían de dejarla cómodamente instalada en el hogar de Palamedes antes de
seguir viaje; si la cosa no salía bien, Laódice siempre podría irse a vivir con ellos en Argos. Pero
Criseida no podía pedirle a Diomedes que aceptase esa responsabilidad ahora. Sin su conocimiento,
Príamo había enviado una parre importante del tesoro confiscado a Calcante con la escolta que la
había acompañado al campamento griego; el tesoro había quedado confiado a Agamenón, bajo
juramento de que sólo lo entregaría a Diomedes, como dote de Criseida, o a la propia Criseida si el
compromiso no llegaba a formalizarse. Si Diomedes contraía una obligación con Laódice y su
tesoro quedaba bajo su cusrodia, muchos hablarían mal de él.
Palamedes había acudido una vez más a la nave de las mujeres para presionar a Laódice;
como de costumbre le acompañaban Heleno y Tersites. La popa de la nave había quedado
transformada en un limpio espacio para dormir; tomaban las comidas en tierra, Criseida a veces con
su prima Hecamede en la choza de Néstor, pero más frecuentemente con Pedásea en la choza de
Aquiles. Por la noche, la guardia de soldados que Aquiles había asignado a la nave ocupaba el
castillo de proa, pero durante el día quien quisiera podía visitar el barco. Sobre la popa había una
cubierta elevada y las mujeres tomaban allí el sol cuando el tiempo era bueno, mientras
contemplaban con indolente sonrisa la geografía de juguete que se extendía ante ellas: el angosto
estrecho y el diminuto promontorio de Sigeo en la entrada, y Samotracia elevándose cual infantil
gigante a las espaldas de Imbros; sin duda ése no podía ser el lugar donde estaban ocurriendo tantas
cosas, a menos que sólo se tratase, en definitiva, de una guerra de juguete, una historia de juguete, y
ellas sólo fuesen también juguetes de su fantasía. Excepto cuando había tormenta; entonces la tierra
parecía digna de las enormes pasiones de las personas. Pero en primavera, con cuánta
despreocupación yacía la tierra, con cuánta inocencia seguía su curso el agua, olvidados sus
arrebatos invernales, un poco más animada cuando rozaba la costa, para pronto volver a
abandonarse al sueño de la naturaleza, que ignoraba a las personas excepto en los momentos de
- 145 -
ventoso ensañamiento. Sí, el mundo de las personas era más reducido en primavera, como en virtud
de la separación entre la naturaleza y los humanos: la tierra entregada a sus asuntos y las personas a
los suyos, suprimidas las enmarañadas confusiones de la meteorología hasta que con el cansancio
otoñal del otoño, cada cosa aburrida de su propia existencia, todo volvía a quedar sumido en el
mismo desordenado caos. ¿Por eso, en primavera, se movía más de prisa la vida, cada pequeño
mundo de acontecimientos libro de seguir su propio curso autónomo?
Todavía no se había librado ninguna batalla y el cuerpo de Patroclo se pudría en una larga
caja de bronce, a la espera del prometido funeral... y de la cabeza de Héctor. Pero sin embargo
ocurrían muchas cosas, y a un ritmo más rápido que el de la batalla; se preparaban muchos
acontecimientos. Frecuentes embajadas viajaban del campamento a la ciudad y de la ciudad al
campamento. Sólo el día anterior había habido un intercambio de mensajeros privados entre
Aquiles y Héctor; una señal, como sabia Criseida, de que estaban tramando algo raro. Durante la
comida del mediodía Aquiles habla dicho:
-Los nueve años de espera se han convertido ahora en nueve días. -¿En nuevo días, pues? Y
Antenor y Eneas y Timetes se presentaban en el campamento con sospechosa frecuencia y en cada
ocasión habían mantenido una larga deliberación con Odiseo. ¿Por qué con Odiseo, concretamente?
Nada bueno podía salir de eso, aunque el resultado sería un acontecimiento decisivo. ¿Por qué se
dirigía continuamente Odiseo al taller del carpintero? ¿Qué nefasta máquina de guerra estarían
construyendo a puertas cerradas allí?
Y la noche anterior, cuando todos estaban cenando, con Palamedes también presente,
invitado por Aquiles, ¿por qué se había dejado caer por allí Odiseo, como por un simpático azar y
sin embargo tan claramente con la intención de obtener de Palamedes algo que no podía obtener de
nadie más? ¿De Palamedes, al cual odiaba? ¿Prefiriendo hablar con él en presencia de Aquiles, de
modo que el respeto que ambos sentían por éste impidiera el estallido de una pelea? ¿Por qué había
llevado Odiseo la conversación hacia el dios Baal, antiguamente objeto de culto en Argólida,
presunto padre de Dánao y de Egipto (Dánao que, huido de Africa a Argólida, era el antepasado de
los antiguos argólidas) y todavía dios protector de un culto en Nauplia? ¿Por qué esas ansias de
Odiseo de informarse sobre las imágenes apropiadas para un culto a Baal, cuando, como se
desprendía de su conversación, ya sabía tanto al respecto? ¿Por qué se había parado a comentar los
rasgos de la enorme imagen del caballo del templo de Baal de Nauplia, símbolo del caballo divino
sobre el cual supuestamente cabalgaba sobre la tierra el dios, en su papel de Señor de las Ciudades,
para pasar revista a sus posesiones? ¿Qué se escondía detrás del interés de Odiseo por la cabeza de
pez del caballo (pues Baal estaba considerado como un hijo de Poseidón, el dios del mar) y por las
moscas dibujadas sobre el cuerpo del caballo (pues Baal también era el dios de las moscas, por su
presencia en los lugares donde vivía mucha gente: «cada mosca un ojo de Baal»)? Ese y sólo ése
había sido el motivo de que buscara a Palamedes con tan mal fingida espontaneidad. Criseida había
estado dándole vueltas y más vueltas y, después de establecer una conexión con la misteriosa
actividad en el taller de carpintería, llegó a lo que más adelante resultaría ser una conclusión
correcta. Un plan absurdo, se dijo, si habla adivinado correctamente. Sin embargo, Troya debería
caer como resultado de alguna absurda monstruosidad de ese tipo; no por un serio, simplemente
triste designio de los dioses, sino bajo la sonrisa de pez de Baal, que era el espíritu de la
indiferencia humana que inducía a las personas a colaborar en su propia destrucción llegado el
horrible momento; un auroembrujo, no un verdadero dios. Su honor no le permitía intentar
descubrir en qué medida se aproximaban a la verdad sus deducciones, y en realidad tampoco
deseaba saberlo; estar al corriente de antemano habría significado colaborar en silencio en la
conspiración, al aceptar que así debía ocurrir. Troya tenía que caer, pero pensar en cómo caería era
una profanidad reservada a los griegos. Troya y todo lo troyano debía encarar el final con
inocencia, como algo que afectaba más a los demás que a ellos mismos. Porque ellos habían
existido, con firmeza; el fin de su existencia sería un suceso en las vidas de los demás, no en la
- 146 -
suya. Y así, Criseida intentó borrar de su mente todo pensamiento sobre lo que ella misma había
bautizado como «el caballo de madera».
Cuando Palamedes y Heleno y Tersites subieron a la cubierta donde estaban tomando el sol
las mujeres, Criseida y Pedásea se apresuraron a levantarse, pero Laódice continuó tumbada en su
alfombra, casi sin saludarlos apenas. Palamedes comenzó a hablar despreocupadamente en cuanto
los tres se hubieron acomodado. «Palamedes de hecho es algo así como un Paris griego», se dijo
Criseida. Más astuto, tal vez, pero con el mismo desapego de cuanto sucede a su alrededor; no tan
apuesto ni mucho menos, y sin la desenvoltura animal de Paris. Palamedes parecía incitar a hablar y
actuar alocadamente con su desconfianza en la sensatez de todo el mundo aparte de él. Ahora estaba
recostado contra la curva de la quilla, en el punto donde sobresalía por encima de la cubierta, con la
cola que la remataba arqueándose sobre su cabeza en tres desdeñosos brazos, como un penacho.
-Aquí estáis por encima del mundo, ¿eh? -dijo-. Supongo que vivir en Troya debía de causar
una sensación parecida.
-En absoluto -respondió Criseida-. Vivíamos a la altura de nuestros ojos. La mayoría de la
gente vive a la altura de sus pies... o a la altura de los pies de los dioses.
-En cualquier caso teníais vuestro bonito y orgulloso pequeño mundo particular. Vuestra
colina debe de tener la altura de más de veinte hombres, sin contar las murallas. ¿Siempre habéis
tenido esas murallas?
-Troya siempre ha tenido sus murallas; podemos detectar la presencia de cinco estructuras
anteriores a la nuestra, cada una un poco más alta que la anterior; nosotros somos la sexta ciudad.
Entre la argamasa de barro sin cocer que antaño unía las piedras de las primitivas murallas se han
encontrado cascajos con dibujos de pinos incisos sobro la terracota y con líneas rellenas de yeso
blanco. Por eso la llamamos la ciudad de los pinos. Supongo que en aquellos tiempos lo más
importante en sus vidas era el Ida, con sus reconfortantes bosques de pinos. Cuando empezamos a
vivir buscamos cosas más grandes que nosotros, que nos protejan. Y luego, poco a poco,
empezamos a buscar iguales, que nos den amistad. Esta es la fatalidad troyana; nos considerábamos
completamente normales, pero no pudimos encontrar iguales.
-¡Hmmf! -bufó Palamedes-. Siempre es un error esperar de otro que sea tan sabio o amable
como uno. Deberíais haber salido más de vuestro entorno, haber tenido vuestras propias naves,
haber viajado, en vez de esperar que la gente acudiera a vosotros; tendríais que haber aprendido a
despreciar a todo el mundo menos a vosotros mismos, como hacemos en Grecia. Es peligroso
emplear la propia elevada opinión de uno mismo como criterio para juzgar a los demás. No
debisteis tomároslo todo tan en serio. Mira a los fenicios. Un pueblo muy superior, como vosotros.
Pero eso no les preocupó. Cuando los israelitas conquistaron Canaán, hace poco más de cien años,
los fenicios debieron de decirse: «Las cosas empiezan a animarse, tendremos que movernos un
poco». «Es hora de salir a dar un paseo», como decimos en Grecia cuando por la mañana, desde la
cama, advertimos que otros ya están levantados y haciendo cosas. ¿Y cuál fue el resultado, en
términos de influencia? ¿Quién ha viajado más, quiénes son el pueblo comerciante más poderoso
del mundo en la actualidad? Los fenicios. Antes de la guerra se hablaba mucho de la «influencia
troyana». ¿Pero qué representaba, de hecho, la influencia troyana? Sólo una visión que vosotros
mismos teníais, no demasiado clara para los demás. Y, en consecuencia, era inevitable que ocurriera
todo esto. No nos importa que los dioses se muestren misteriosos; ésa es su profesión. Pero a
ningún ser humano le gusta sentir que otro ser humano constituye un misterio. Creemos en los
dioses porque son misteriosos y desconfiamos de los seres humanos sí son misteriosos. Ese era el
secreto del poder cretense, antes de que los aqueos tomaran el relevo: una radiante, lúcida
mediocridad. Luego llegaron los aqueos, las criaturas más previsibles del mundo, con su largo pelo
rubio, sus hombros rectos, su mirada inteligente y superaron a los cretenses en mediocridad. ¿No lo
comprendes? Es preciso conseguir que el mundo te comprenda, aunque sea a riesgo de ser
mediocre y vulgar. Fijaos en mi. Poseo una inteligencia superior. Pero los demás no saben hasta qué
punto soy en verdad superior. ¿Me habéis oído contar alguna vez un chiste buenísimo? Desde luego
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que no. Sin embargo, me cuento muchos para mis adentros. No, cuento chistes absolutamente
malos y así paso por ingenioso. Es lo que más respetan los griegos: un chiste verdaderamente malo.
-Excepto si es a nuestra costa -dijo el viejo Tersites-. Agamenón tenía cuarenta pasiones
cuando Cíniras de Chipre le hizo esa broma sobre las naves... y obligó a pagar por ello a todos los
demás. Aunque era rey de Pafos, en Chipre, y un fenicio, políticamente hablando, y también
sacerdote de la diosa fenicia Asrarté, Ciniras pertenece a una familia que llegó a Chipre procedente
de Cilicia; él fue el primero que unificó el culto a la Afrodita cilicia con el de Astarté. Es pariente
consanguíneo de la dinastía real de Tebas en Cilicia y, por tanto, pariente de Andrómaca. Agamenón
no debería haber intentado inducirlo a incorporarse a la guerra. Pero pensó que si Cíniras se unía a
ella, tal vez también podría tener a los fenicios de su lado. Probablemente os parecerá raro que una
persona tan incompetente como Agamenón sea el primer jefe de los griegos. Pero no es un plan
desacertado, en realidad, poner a una persona bastante estúpida al frente de las cosas. Otro más
inteligente, al comprender la complejidad de la situación, naturalmente se movería más despacio,
por temor a cometer errores. Una guerra de estas dimensiones sólo puede ponerse en marcha y
mantenerse en marcha a base de acumular un error tras otro. Si tuviéramos un jefe inteligente, una
persona que se parara a pensar a cada instante, nunca habría comenzado la guerra. En fin, Ciniras
fingió con toda seriedad que estaba dispuesto a incorporarse a la guerra en el bando griego y
prometió enviar veinticinco naves. Y así lo hizo: ¡veinticinco pequeños modelos de arcilla! ¡Ya
podéis imaginar la furia de Agamenón! ¿Y qué hizo? Con brillante estupidez hizo en cierto modo
responsables a los aliados, adoptando la pose del jefe ardoroso víctima de la desconfianza de sus
aliados. Y así, entre todos, reunieron las veinticinco naves que no había enviado Ciniras.
-No sé a qué te refieres cuando hablas de Troya -le dijo Pedásea a Palamedes-. La influencia
troyana fue siempre algo muy real para nosotros en Pédaso. De no haber sido por Troya, creo que la
gente se hubiera sentido al margen de los acontecimientos en nuestra parte del mundo... mientras en
Grecia y en Fenicia y en Egipto y en todas partes ocurrían tantas cosas. Pero con Troya allí
presente, sentíamos que nosotros éramos el punto fijo y todos los demás se movían nerviosamente a
nuestro alrededor. En eso consistía la influencia troyana: nos daba el valor para no arrojarnos en el
torbellino de los hechos sólo en busca de movimiento. Todos los demás no parecéis tener un sentido
del hogar; no os sentís en vuestra casa en el mundo. Poro cuando mi padre, Altos, envió a Laótoe a
Troya (¡espero que ahora haya dejado de vagabundear, en cuerpo y en alma!) para sellar nuestra
amistad con los troyanos, nunca dudó que mi hermana seria feliz allí; sabía que iba a un lugar que
era un hogar para quienes vivían en él.
-De todos modos -dijo Heleno-, en el pasado nos arrojábamos al torbellino de los hechos
cuando era favorable para nuestros intereses. Los troyanos participaron en la gran expedición
contra Ramsés III de Egipto, al lado de los aqueos y los dananeos y los filisrinos y todos los demás.
-Nunca hemos sido aislacionistas -dijo Criseida- ni hemos hecho alarde de nuestras
peculiaridades. Si hubiésemos vivido completamente de espaldas al resto del mundo, habríamos
llegado a no tener ningún interés, desde luego. Incluso existe un proverbio troyano al respecto: «El
extranjero trae el arco iris». Supongo que se trata de una referencia histórica al hecho de que
aprendimos nuestros diversos procedimientos de tinte de los fenicios; nuestros vecinos carios
incluso llegaron a importar reñidores de Sidón para que les enseñasen este arte. Pero también
expresa nuestra actitud general hacia los extranjeros. Pedásea tiene toda la razón. Troya dio a la
palabra «hogar» un significado más amplio que el del hogar de leña de un refugio transitorio. Decís
de nosotros: «La casa de un troyano es su taburete», para indicar que nos sentamos con insolente
seguridad dondequiera que nos encontremos. Lo cual es injusto, además de falso. Lo que sí es
cierto, en cambio, es que nos aceptamos: consideramos que tener fe en nosotros mismos es algo que
le debemos al mundo. Si los demás hicieran lo mismo habría menos violencia entre los pueblos. Así
surgen las guerras: en vez de vivir cada pueblo de sus propios recursos, cada uno se alimenta de los
de los demás, depositando mayor fe en los extraños de la que tiene en si mismo. El extranjero nos
trae el arco iris, pero no puede aportarnos nuestra propia esencia. Y en cuanto al taburete troyano...
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cuatro palos autóctonos y, muy probablemente, una tapicería mullida meditada y modestamente
adoptada de los fenicios. Hemos adoptado muchas cosas, de todas partes. Aunque no tantas como
para llegar a borrar nuestra presencia. Recuerdo que, mucho antes de la guerra, la ciudad de
Micenas le regaló a Príamo unas figuras de oro que, montadas sobre pedestales, servían para
sostener las antorchas por la noche. Imagino que algún visitante de Micenas, durante un banquete
en el salón de estado, debió de extrañarse de que en Troya todavía se usasen esclavos para sostener
las antorchas. ¿Y sabéis qué hizo Príamo? Guardó las figuras en la casa del tesoro con este
comentario: «Es cierto que la mezcla de népenthes5 extranjera con el vino de nuestras mesas
favorece la sonrisa de buena vecindad. Pero demasiadas sonrisas trastornan el corazón doméstico».
¡Querido, sabio Príamo! Poseía también un repertorio muy amplio de proverbios y relatos morales.
¿Recuerdas, Laódice, el del hombre que tenía demasiada agua para su huerto y demasiado poca
para su casa?
-¿Intentas castigarme por haberme pasado a los griegos llenándome los oídos con la
conversación troyana más enrevesada que se te ocurre? -replicó Laódice sin volverse.
-Te equivocas, Laódice -la reprendió gentilmente Heleno-, si piensas que hablando de ese
modo te congraciarás con los griegos.
-No hay ningún griego con quien tenga el menor deseo de congraciarme -dijo Laódice
mientras desplazaba malhumorada el peso de su cuerpo de un codo a otro.
-Vamos, vamos, Laódice -dijo Palamedes con una nota de compasión en la voz-. No te
servirá de nada, ya lo sabes. Si sigues actuando así, los griegos empezarán a volverse contra ti. Sin
duda debes comprender que te has puesto a su merced y que pueden hacer contigo lo que les
plazca. Que hagan una cosa u otra dependerá de cómo te portes con ellos. Al presentarte aquí
pediste cortesía. Pues entonces, ofrece cortesía.
-Por favor, que quede claro que no me preocupa lo más mínimo la actitud que puedan
adoptar los griegos hacia mi. Me sienro muy segura bajo la protección de Aquiles y de Diomedes y
de Climena.
-No debes contar demasiado con ella, Laódice -dijo Criseida-. Palamedes tiene razón. Con
tu actitud resulta muy difícil...
-¿Por qué no eres sensata, Laódice? -dijo Heleno-. Aquí tienes a Palamedes, que está tan
deseoso de convertirse en tu protector oficial... y que abriga sentimientos muy benévolos hacia ti.
No importaría que fueses tan poco amable como quisieses con todos los demás, si te entendieras
bien con él; cosa que no debería ser difícil.
Al oír esto, Laódice so incorporó y se volvió a mirarlos con el rostro encendido.
-¡No me dejaré coger en una trampa! ¿No te da vergüenza, Criseida? Le prometiste a mi
padre que no me abandonarías. Y tú, no tienes vergüenza, Heleno... ¡mira que querer reducir a la
hija de Príamo, a tu propia hermana, al destino de una vulgar concubina!
-No una vulgar concubina -dijo Palamedes en tono bastante amable-, sino un miembro
respetado del hogar del señor de Nauplia.
-¡Laódice! -le suplicó Pedásea-. Más pronto o más tarde tendrás que tragarte el orgullo y es
preferible que renuncies a él ahora, voluntariamente y, si, con orgullo, que no que alguien te lo
arrebate por la fuerza. Esa es la verdadera humillación. Yo he tenido que hacerlo y, como yo,
muchas otras mujeres cautivas.
-¡Tú! -exclamó Laódice-. jLa niña mimada de Aquiles! Él te llevará consigo a Pila y se
ocupará de que contraigas un buen matrimonio.
-¿Y ése te parece un destino tan glorioso, que la hija de Altos se convierta en la niña
mimada de Aquiles y sea trasladada a la lejana Ptía, suponiendo que Aquiles sobreviva, cosa que
por alguna razón intuyo que no sucederá? Y si no sobrevive, ¿qué será entonces de mi?
-Nadie te pide que hagas un trato deshonroso, Laódice –dijo Criseida-. No es como si
tuvieras otras alternativas entre las cuales escoger. Acudiste junto a los griegos con el deseo de que
5
Poción empleada por los antiguos griegos para hacer olvidar el dolor o el sufrimiento. (N. de la t.)
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alguien se enamorara de ti y, aunque muchos estaban muy bien dispuestos, ninguno tenía
intenciones matrimoniales. Palamedes te ha mirado con cariño desde el primer momento; los
demás, en cambio, estaban interesados sobre todo en el tesoro que trajiste y ahora ya es demasiado
tardo para interrumpir el codicioso chalaneo en torno a tu persona... a menos que te pongas bajo la
protección de Palamedes. Todas nosotras, como ha dicho Pedásea, hemos tenido que renunciar a
nuestro orgullo. Si, le prometí a Príamo que no te abandonaría y no te he abandonado. Habría
podido ayudarte más si huhieras acudido al campamento con otra acritud.
-¡Y tú me hablas de renuncia! -Laódice se levantó mientras meneaba violentamente la
cabeza.- ¡Tú que has venido a reunirte con un marido que te honrará y te respetará, y a quien los
griegos tratan casi como a una diosa!
-¿Puedo haber nadie en el mundo que quiera estar en el lugar de Criseida? -preguntó ésta.
-Me sorprendo, Laódice -dijo Tersites con su habitual tono desdeñoso-, que una mujer que
ha sido esposa una vez quiera volver a serlo. Si algo va mal en la casa, ¿quién tiene la culpa? La
esposa, nunca la concubina. Vivirás como una dama, sin las responsabilidades de una dama. No
tendrás que pasarte largas horas atendiendo a aburridas viejas amistades de la familia. Pero cuando
el señor de la casa quiera celebrar una alegre fiestecita privada con algunos de sus alegres
compañeros, tú serás quien oficie sobre la jarra de la bebida.
-¡Oh, sois odiosos! ¡Qué detestables sois todos! -Laódice abandonó corriendo la cubierta y
se alejó presurosa con paso inseguro cruzando las planchas tendidas sobre las cuadernas.
-Envía a una de rus mujeres en su busca, Pedásea -dijo Criseida-. Es arriesgado que salga
correteando por el campamento en el estado en que se encuentra. ¡Rápido!
Pedásea bajó presurosa al aposento situado bajo cubierta.
-¿No será preferible que vaya yo y no una de las mujeres? -preguntó Heleno.
-No -insistió Criseida-. Sólo la incitaría a la violencia.
-Me tomo que está destinada a la violencia. -Palamedes parecía afligido-. ¿Por qué tienes
que decir siempre lo peor que puede decirse en cada momento, Tersites?
-Cuando era joven tomé la resolución de no decir nunca nada que no fuera la verdad. Luego,
en la madurez, comprendí que si uno dice la verdad la gente no te escucha para nada. Y, por fin,
descubrí que si uno dice lo peor que puedo decirse en cada momento, no sólo te escuchan, sino que
además dices la verdad.
Una de las siervas de Pedásea ya había empezado a bajar la escalera que descendía de la
nave. Laódice comenzaba justo a perderse de vista cuando la mujer pisó tierra y echó a correr.
-Le he dicho que siga a Laódice adondequiera que vaya –dijo Pedásea, ocupando otra vez su
sirio-, que no diga nada y que se niegue a volver si se lo ordenan. Quizás se arrepienta de haber
salido corriendo así, sola, y dé gracias de que no la vean merodear por el campamento sin
compañía.
-No sé, no sé -dijo preocupada Criseida-. Temo que Laódice haga algo terrible. Aunque sería
peor si intentásemos impedirselo.
-Entonces, procuremos olvidarla hasta que nos llegue la terrible noticia -dijo
descaradamente Tersites-. Cuéntanos el relato de Príamo del hombre que tenía demasiada agua para
su huerto y demasiado poca para su casa. Ibas .a empezarlo cuando Laódice usurpó nuestra
atención.
-En todo caso -dijo Palamedes-, tendremos que aguardar aquí a que vuelva la mujer, con o
sin Laódice. No sé por qué creo que sin ella, a juzgar por la mirada perversa que le lanzó al cabo de
amarre al pasar junto a la amarra... como si quisiera poder cortar los cabos y soltarnos a la deriva.
Por un instante he llegado a sentir temor de encontrarnos flotando en una nave sin tripulación,
olvidando por completo que estamos firmemente varados en la playa. No hay nadie cerca que
pudiera oírnos; todos están durmiendo la siesta o jugando a la pelota fuera de la muralla. Una
perspectiva fascinante: ¡deslizándonos sin control rumbo a alta mar! Casi valdría la pena sólo por
ver las miradas que nos daríamos. Nuestra nave se adentró una vez en una furiosa tormenta, cuando
- 150 -
navegábamos hacia aquí, y todos ya nos hablamos resignado prácticamente a la idea de que ése era
el fin. Jamás olvidaré las claras miradas impávidas que cruzamos en aquel momento, no de horror,
sino de un humor supremo, diría yo... Decidme, ¿por qué ésta es la única nave que está varada con
la popa mirando hacia el mar?
-Oh, la respuesta es sencilla -dijo Pedásea-. Nuestros aposentos resultan más privados
situados de este lado; no habría sido tan fácil transformar el castillo de proa en una estancia cómoda
para nosotras. Fue idea de Aquiles. Poro es curioso que hayas pensado en los cabos de amarre, pues
Aquiles los inspecciona continuamente para asegurarse de que no corremos ningún peligro. Y debo
confesar que a veces, cuando el mar ruge contra la playa, no puedo evitar pensar: «¿Y si se
rompieran los cabos?». Pero están hechos de una cuerda tremendamente resistente, ¿verdad? Y no
hace mucho que los cambiaron por otros nuevos.
-Seguro que no tienes por qué preocuparte. No era mi intención asustarte. ¿No conoces el
refrán: «tan obstinado como un cabo de Biblos»? Están hechos de fibra de papiro. Los productos
fenicios suelen ser de segunda clase, excepto cuando se trata de suministros navales. Los barcos
son prácticamente lo único que respetan, porque su existencia ha llegado a depender de ellos...
¡Pero cuéntanos la historia del hombre que tenía demasiada agua para su huerto, etcétera, Criseida!
-No es una gran historia, en realidad, sólo un cuento. Pero os lo contaré. Como a estas
alturas ya sabéis rodos, había una vez un hombre que tenía demasiada agua para su huerto y
demasiado poca para su casa. Y siempre lo contaba como si fuera un motivo de orgullo. «¿No es
curioso? Junto a mi huerto pasa un arroyo y he dispuesto las cosas de manera que el agua llega a
través de pequeños canales hasta los rincones más apartados del huerto. Ya hace años que tengo el
huerto más magnifico del país; la gente acude desde ciudades distantes para admirarlo. Pero en la
casa estamos sedienros de agua. Porque, ¿quién tendría el valor de desviar el agua del arroyo del
huerto hasta la casa?» Pero el hombre tenía un hijo que había llegado a detestar el huerto, de tanto
oírle hablar a su padre de él. Y cuando el padre murió, desvió el agua del huerto hacia la casa y dejó
morir el huerto. En vez de alardear de su huerto, como hacia su padre, alardeaba de la abundancia
de agua que tenía en su casa. En el patio retozaban una docena de fuentes y su hijo llegó a detestar
el sonido del agua retozando y no soportaba oír vanagloriarse a su padre de que hasta sus esclavos
tenían cuartos de baño. La gente acudía desde ciudades distantes para ver las fuentes y admirar los
magníficos baños y el lavadero del tamaño de un estanque. Y cuando su padre murió, dividió el
arroyo en tres partes. Una la destinó al huerto, la otra la canalizó bajo tierra hasta la casa y la
tercera la dejó para sus vecinos. El huerto se hizo tan hermoso como antaño; la casa estaba tan bien
abastecida de agua como siempre, sólo que había clausurado las fuentes para cultivar bonitas
plantas en el estanque; y sus vecinos no se cansaban de agradecerle que les hubiera dejado el agua
que lo sobraba. Pero por alguna razón no gozaba de tanta fama como su padre o, anteriormente, el
padre de su padre, y el jardín y la casa tampoco eran ya demasiado famosos. A resultas de ello la
gente confiaba más en él de lo que habían confiado antes en su padre y, anteriormente, en el padre
de su padre, aunque ambos eran por natural personas muy capaces. Y así llegó a ser rey del país: en
su generación, el talento familiar no se desperdició en el esfuerzo de mantener la singularidad del
huerto o de la casa. Y ésta es la moraleja del relato: «Divide tu energía como el hijo sabio dividió el
arroyo, si no quieres hacerte famoso y convertirte en un necio». Aunque Príamo no era un viejo
aburrido y moralizador. Decía estas cosas casi como disculpándose y una podía interpretarlas como
un chiste o como una lección moral, según los gustos. Pero los últimos años dejó de narrar historias
y renunció a citar los proverbios, supongo que por considerar que los tiempos ya no permitían esos
lujos verbales. En las reuniones del Consejo, por ejemplo, Príamo era siempre el que hablaba de
manera más sencilla, y más breve.
-Entre nosotros ocurre todo lo contrario -dijo Tersites-. Cuanto más tiempo llevamos aquí,
más hablamos. Si no lo hiciéramos, nos pasaríamos el rato refunfuñando por la desolación e
incomodidad del campamento. Así, en cambio, lo consideramos prolijamente amueblado y lo está:
- 151 -
de palabras. Para vosotros es fácil ser austeros en la conversación, viviendo en una bonita ciudad,
rodeados de murallas de todas las épocas.
-Si, estábamos hablando de las murallas -dijo Palamedes-. Quería preguntaros una cosa: ¿es
verdad que cuando Hércules estuvo aquí destruyó la muralla de Laomedonte? So cuentan versiones
tan contradictorias de su pelea con el padre de Príamo...
-Oh, no -respondió Criseida-, creo que no. Verás, no fue necesario. Hércules mantenía unas
relaciones amistosas con Laomedonte y durante un tiempo él y sus hombres pudieron circular
libremente por la ciudad, hasta que de pronto él y Laomedonte comenzaron a reñir. Hércules había
estado intentando ayudar, desecando las marismas y realizando experimentos agrícolas, pero
supongo que él y sus hombres más bien comenzaban a causar molestias; estaban exhaustos tras la
guerra contra las amazonas y Laomedonte temía que quisieran instalarse en Troya. Hércules se
ofreció a marcharse si Laomedonte le daba los famosos caballos de Tros, pero éste naturalmente se
negó a renunciar a tan sagrada posesión familiar. Cuando la situación llegó a hacerse insostenible,
Laomedonte comenzó a enviar a sus hijos lejos de la ciudad, en secreto, a través de un pasadizo
oculto de la muralla norte, empezando por las hijas. Los problemas estallaron antes de que pudiera
alejar a sus hijos; hubo una masacre general dentro de las murallas y luego incendiaron la ciudad.
El fuego dañó un poco las murallas, pero Laomedonte no inició su reparación hasta justo antes de
su muerte, a pesar de que vivió largo tiempo después del incidente con Hércules. Las murallas de
Troya se han reconstruido tantas veces que resulta difícil determinar la época de las distintas partes.
Las murallas actuales no difieren mucho de las de Laomedonte; todavía se conserva incluso el
curioso pasadizo secreto por donde escaparon Hesione y sus hermanas, y una puertecita de piedra
en la entrada de la escalera secreta, con incrustraciones dispersas de lapislázuli y otras piedras
preciosas, y pepitas de oro y plata. Solían decir que mientras la puerta de Troya continuara
brillando en la oscuridad todo marcharía bien en Troya; así se expresaba el padre que, habiendo
perdido toda su riqueza, todavía conservaba a su esposa y sus hijos. Originariamente, su finalidad
era que si de pronto era necesario abandonar Troya a toda prisa, el rey todavía podría llevarse un
apreciable tesoro que encontrarla incrustado en la puerta de piedra.
-Poro, ¿por qué lapislázuli? -preguntó Palamedes-. No es una piedra muy preciosa, ¿no?
-En aquellos tiempos lo era -respondió Criseida-. Solían enviarla de Egipto, como regalo de
paz, después de recibirla del Asia central como tributo. Las cosas naturalmente pierden valor
cuando pasan a ser objeto de comercio. Un día, supongo, cuando todo sea materia legítima de
comercio, nada tendrá ya un valor especial. El oro todavía sigue siendo objeto de amistad, o la rara
medida de un valor especial, pero sin duda un día acabará convirtiéndose, como otros objetos
antaño inapreciables, en una mercancía profana, sujeta a las leyes del precio y no ya a las
misteriosas leyes del valor.
-Espero que tu interés por las murallas de Troya no signifique que los griegos tienen
intención de derribarlas -le dijo Heleno a Palamedes-. Si ése es el proyecto, entonces mas os valdrá
pedir a Apolo y a Poseidón que se encarguen del trabajo y hacer venir de su corte de Hades al viejo
Éaco, el abuelo de Aquiles, a quien estos dioses llamaron para que les ayudara a reparar las
murallas de Troya, después de llevar a cabo la aqueización de la isla de Egina, según cuenta una
leyenda. Sólo tan expertos albañiles podrían derribar las actuales murallas... si ése es el método que
habéis decidido emplear para la aqueización de Troya. ¡Piénsalo bien, amigo! ¡Su altura es casi
igual a la de cuatro hombres, construidas con enormes bloques de piedra y casi tan anchas como
altas, y por encima un parapeto de piedra de una altura igual a tres hombres y una anchura superior
a la altura de un hombre!
-Para tomar Troya en efecto se requerirá la ayuda de un dios, Heleno. Pero tengo la
impresión de que esta vez será un dios cuya intercesión hasta ahora hemos dudado en solicitar.
-Creo que sé a qué dios te refieres, Palamedes -dijo Criseida.
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-¿Quién es? -preguntó Pedásea-. ¿No han favorecido ya todos los dioses de uno u otro modo
a los griegos, con la excepción de Cibeles y Artemisa? ¿No es posible que te refieras a alguna de las
dos?
-Será mejor que no pienses en ello, Pedásea -dijo Palamedes-. Es un asunto feo: un dios
antiguamente venerado en Grecia, en cuyo templo pisábamos quedamente, pues se consideraba que
despertar al dios provocaría desastres y espanto. Y ahora Odiseo está haciendo todo lo posible por
despertarlo.
Pedásea abrió mucho los ojos, como si esperara ver descender sobre ellos al extraño dios en
cualquier momento.
-Parece que intentes hacer todo lo posible por asustar a Pedásea -le reprochó Criseida.
-La verdad es que yo mismo estoy bastante asustado hoy –dijo Palamedes con una sonrisa
compungida-. No exactamente atemorizado, poro no me gusta el ambiente que aquí se respira. Si
me dejara guiar por mi instinto, cogería una nave y me alejaría.
-No te dejarían cruzar los estrechos -dijo Criseida.
-Me deslizaría costeando Abydos, protegido por los vientos costeros y luego al amanecer
cruzaría rápidamente hasta Sestos. Estarían más que satisfechos de dejarme desembarcar allí; sobre
todo teniendo en cuenta que se quedarían con mi nave: un griego que abandonaba la guerra
recibiría sin duda una amable acogida.
-¿Y le darías a Odiseo la satisfacción de considerar que huías de él? -replicó el viejo
Tersites-. No. El peor castigo que puedes darle es obligarle a seguir maquinando contra ti. Intentará
hacerte alguna jugada sucia y quedará manchado por el resto de su vida.
Y luego los hombres comenzaron a charlar entro si, mientras Criseida permanecía recostada
pensando en Laódice, dirigiendo de vez en cuando una mirada a la costa, y Pedásea deshacía
algunas puntadas equivocadas en un paño en el que habla estado trabajando con un pequeño
punzón de coser dorado, hasta que Palamedes dijo:
-Nos abandonáis a nuestra propia conversación, como invitados pobres obligados a
prepararse ellos mismos la comida.
Criseida se incorporo.
-Estoy muy preocupada por Laódice. -Todos volvieron los ojos hacia la costa. Y muy
pronto, en efecto, apareció corriendo la mujer a quien Pedásea había enviado a acompañar a
Laódice, pero sin ella. Palamedes cruzó presuroso los tablones para salir a su encuentro.
-¡Oh, es terrible! -exclamó en dirección a la cubierta después de hablar desde lo alto de la
escalera con la mujer que estaba aún en tierra. Bajó la escalera y aguardó a que se le reunieran
Criseida y Pedásea y los dos hombres.
La mujer hablaba entre sollozos.
-No he podido seguirla. ¡Iba tan de prisa! Directa hacia el promontorio de Sigeo, dando
traspiés entre el fango del río y aparentemente sin preocuparse por sus ropas. Y al llegar a los
vados, yo cerraba los ojos; ya sabéis cuán peligroso es vadear el Gran Escamandro, y a ella no
parecía importarle nada, pero nada. Y luego subió por la colina de Sigea. Entonces comprendí qué
se proponía hacer, pero no pude darle alcance. Cuando llegó arriba pareció decepcionada, como si
hubiera olvidado que saltando desde el Sigeo no caería al mar. Pero luego, echó atrás la cabeza y se
arrojó furiosamenre ladera abajo, en el lugar más escarpado. Y cuando llegué a su lado... -la mujer
se desmayó.
Pedásea subió la escalera y llamó. Aparecieron dos mujeres y Heleno les ayudó a trasladar a
la sierva al aposento. El grupo permaneció luego indeciso junto a la orilla.
-Está segura de que Laódice estaba muerta -dijo Palamedes.
Pedásea empezó a llorar.
-Podríamos haberlo impedido, si le hubiésemos seguido la corriente. Pero no
comprendimos...
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-Creo que yo si lo comprendí -dijo Criseida-. Incluso creo que deseaba que ocurriese así,
por su bien. ¿Pero no será mejor que vuelvas a la nave, Pedásea? Ahora tenemos que pensar qué
debemos hacer... y a Aquiles no le gustará verte demasiado apesadumbrada por esto.
Heleno ayudó a Pedásea a subir a bordo y permaneció en lo alto de la escalera hasta que
estuvo a salvo en su cuarto.
-Acompáñame, Heleno -dijo Palamedes-. Voy a buscar a algunos de mis hombros... Nos
llevaremos una litera. Aunque no espero encontrarla viva. Es un mal día. Tal vez fue un error por
mi parte presionarla. Pero la amaba sinceramente. Quería protegerla de algo peor. Era como una
niña. Llegó al campamento arrebolada de malicia.
-Esto no habría ocurrido si ya hubiera comenzado el combate -dijo Criseida-. Se habrían
fijado menos en ella... Voy a pedirle a Aquiles que se ocupe de que no se enteren en Troya. Actúa
con toda la discreción posible, Palamedes. Si en verdad está muerta, entiérrala en algún lugar de la
colina; Heleno puede ejecutar los ritos. Tersites, te lo ruego, por una vez mantén sujeta la lengua.
Deja que cuando salgan de Troya no lo hagan con una nueva pena que les quite el deseo de luchar
hasta la última batalla.
-Mi querida Criseida -dijo casi con alegría Tersites-, no debes pensar que una pequeña
tragedia amorosa pueda llegar a interesar a un viejo como yo hasta el punto de inducirlo a
convertirla en tema de chismorreo. La verdad es que encontraba bastante aburrida a Laódice, y no
particularmente atractiva.
-Tendré que pedirte que no hables en ese tono de mi hermana tal vez muerta -dijo Heleno.
Pero le resultaba difícil sentir dolor por Laódice o indignación contra Tersites; aunque era un
hermano bastante cariñoso, no se permitía emociones fuertes, como si temiera mermar su energía
profética. Sin embargo, era tan suave en las profecías como en su habitual proceder, con el
resultado de que la gente solía tratar sus profecías como opiniones privadas. El reproche contra
Tersites obedecía a su deseo de acabar cuanto antes con todo el embarazoso asunto. Casi deseaba
que la mujer no se hubiera equivocado al anunciar la muerte de Laódice.
Tersites se alejó riendo entre dientes. Heleno cogió a Palamedes por el codo; ambos se
alojaron siguiendo la costa, con las cabezas gachas, en dirección a la choza de Palamedes. Criseida
se alejó presurosa por el callejón al principio del cual se alzaba la cabaña dr Aquiles y no tardó en
obtener su promesa de hacer cuanto estuviera en su mano para impedir que la noticia de la muerte
de Laódice llegara hasta Troya.
-Se lo diré a Agamenón y también a Odiseo -dijo-. Odiseo ha estado manteniendo frecuentes
deliberaciones con Antenor y Eneas últimamente. Será mejor que vaya a verlos enseguida y se lo
cuento todo, para así ser el primero en darles la noticia, antes de que nadie más se entere, y
obligarlos a compromererse ante mí a mantener el silencio al respecto en el campamento. Pero por
lo que respecta a tu deseo de no abrumar a las gentes de Troya con un nuevo dolor justo antes del
inicio de los combates de primavera, creo que ahora rengo que decirtelo, Criseida: ya no volverá a
lucharse otra batalla frente a Troya, jamás. Dentro de diez días, Héctor y yo nos enfrentaremos en
un combate individual. ¿Podrá proseguir la guerra después de eso?
-¡Poro, Aquiles! ¿Entonces Héctor ha recuperado la vista?
-Dice que si le fallan los ojos, su lanza y su espada todavía conocerán a Aquiles. Debo
enfrentarme a él para pagar la deuda contraída con el espíritu de Andrómaca, y de Patroclo. El
mismo Héctor lo propuso. Negarme hubiera significado rechazarlo por su vista nublada; Héctor
merece una muerte tan honrosa como sí su visión fuera tan clara como la primera vez que nos
enfrentamos.
-¿No crees que es posible que él te mare a ti y no tú a él... por un azar de la guerra?
-Este combate no estará regido por los azares de la guerra. La guerra ha terminado, aunque
no se haya librado ninguna batalla definitiva. Héctor y yo nos enfrentaremos por cortesía, no por
odio. Héctor sabe, y yo también lo sé, que debo celebrar una ceremonia mortal sobre su cuerpo. La
guerra ha terminado, aunque no ha llegado ningún desenlace. Troya se hundirá y volveremos a
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Grecia, tal vez más destruidos que el lugar que dejaremos atrás. Pero Héctor tendrá su final. Morirá
como lo que en su momento fue: como un héroe. Y yo también moriré como un héroe, no por mano
de Héctor, pero pronto. Mi madre hechicera me profetizó una larga vida no heroica o, de lo
contrario, una vida breve y heroica. Y por eso decidí venir a Troya. ¿Qué significa ser un héroe?
Creo que significa detenerse al llegar al momento difícil, apropiárselo, no dejarlo atrás, ni para más
adelante. Y por esto quiero morir en Troya. No porque desee ser celebrado como un héroe; los
héroes de leyenda corrían de una dificultad a otra, pero sin aferrarse a ninguna. No deseo que me
recuerden; excepto, tal vez, tú. Tú también, a tu manera, te aferras a la hora difícil, viviéndola, igual
que hago yo muriendo en ella. Continuarás aforrándote a ella mientras vivas. Volverás a vivir una y
otra vez el mismo desenlace que cuando te alejaste de Troya, abandonándola porque ya no era lo
que había sido, pero a sabiendas de que ninguna otra cosa seria nunca real para ti. Es curioso, ¿no
crees?, cuando hablo contigo me siento como un troyano.
-¿Y lo que tú llamas detenerse en el momento difícil es lo que nosotros llamaríamos un final
troyano? ¡Oh, Aquiles! ¡Y si sólo hieres a Héctor!
Criseida y Aquiles se detuvieron a pensarlo. Fénix, que había permanecido sentado en
silencio, preocupado al oir hablar de muerte a Aquiles, aprovechó esta pausa para introducir una
nota un poco más despreocupada.
-Ya de niño Aquiles no podía resistir la llamada de la guerra, aunque era de modales y
actitudes suaves como una niña. Has oído contar alguna vez, Criseida, la historia de su madre-
hechicera, Tetis, la hija de Quirón que lo hizo raptar de Ptía y luego fingió estar tan desesperada por
su desaparición como Peleo. Aquiles tenía entonces unos doce años y yo me encontraba lejos en el
Oeste, pues Peleo me había nombrado hacia poco gobernador de los dolopes. Peleo me mandó
llamar y organicé una expedición para ir en busca de Aquiles. Los rumores nos condujeron a Eubea
y de allí a la isla de Esciro, situada frente a su costa oriental. Allí reconocí a Aquiles, vestido de
niña, que jugaba con la hijas de Licómedes. Tetis había sobornado a Licómedes con la promesa de
que Aquiles se casaría con su hija Diodamia si lo mantenía oculto en Esciros y lo protegía de la
seducción de la guerra. Pues Tetis, después de estudiar diversos augurios, había llegado a la
convicción de que la guerra sería peligrosa para su hijo; en realidad, ¿para quién no lo es? ¡Y los
dos niños de hecho ya habían sido unidos en un rito matrimonial! Licomedes nos recibió con
amabilidad, pero fingió no saber nada de Aquiles, ante lo cual me dirigí a los niños. Aquiles,
avergonzado de encontrarse vestido de niña y también porque le había hecho una promesa a su
madre, se negó a reconocerme. Entonces ensayé la estratagema de los regalos; dejé encima de una
mesa varias chucherías de bisutería y junto a ellas algunos dardos pintados, de esos que hacen las
delicias de los niños. Aquiles, evidentemente, no pudo resistir la tentación de los dardos. Y después
me fui a otro cuarto y lancé un grito de guerra que Aquiles y yo habíamos usado a menudo en Ptia,
para llamarnos desde una a otra sala del castillo, o de una a otra colina. Y Aquiles, a pesar suyo,
¡me respondió con el mismo grito!
Aquiles abrazó a Fénix riendo; después se levantó y rodeándose la boca con ambas manos,
profirió el grito con que se llamaban él y Fénix cuando él era un niño y Fénix ya era un hombro.
-El grito del guerrero ruiseñor, lo llamábamos -dijo Aquiles.
Entonces apareció Diomedes en la puerta, seguido de Esténelo y Filoctetes.
-¡Aquiles! -el rostro habitualmente sereno de Diomedes estaba contraído por la rabia-. Ha
ocurrido una cosa monstruosa. Tienes que ir hacia allí, Aquiles. Yo no respondo de mi y creo que si
no lo hubiera obligado a alejarse Filoctetes habría matado a Odiseo. Palamedes estaba en su choza,
preparándose para ir a alguna parte con Heleno, cuando unos guardias de Menelao lo prendieron y
entonces se acercaron Menelao y Odiseo, y Menelao pronunció la denuncia. Etoneo, el ayudante
personal de Menelao y su guardián, casi podríamos decir, dice que vio a Palamedes hablando en
secreto con uno de los doce cautivos troyanos que mantiene Aquiles, bajo juramento, para
sacrificarlos en la pira de Patroclo. Euríbates, el siniestro jorobado de Odiseo, dice que acompañó a
su amigo Etoneo a espiar a Palamedes y vio lo mismo que aquél No queriendo formular una
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acusación tal voz injusta, dice Furíbares, continuó espiando a Palamedes y cuando regresaba de
hablar por segunda vez con un cautivo troyano lo vio deslizar algo bajo la manta de su lecho. Al
salir Palamedes, Euribates entró en la cabaña y dice que debajo de la manta encontró una carta de
Palamedes para Deifobo, que supuestamente había escrito para él el cautivo troyano. Euribates se
hizo traducir la carta por un desertor frigio: en ella se ofrecía a revelarle a Deifobo una forma
sencilla de tomar el campamento la noche de una determinada fiesta, forma que Palamedes le
revelará a Deifobo a cambio de la promesa de una participación en el botín, así como de la persona
de Odiseo para proceder con él como le plazca. Entonces llegó Agamenón y en alarde de justicia
hizo acudir al cautivo troyano, el cual flaqueó al ver a Palamedes prisionero y contó lo que sin duda
es la verdad: que Palamedes nunca acudió a él, pero que en cambio Euríbates, en nombre de su
amo, le prometió la libertad si escribía una carta, en troyano, para que pareciera más secreta, como
si estuviera dirigida por Palamedes a Deifobo, en los términos que ya he descrito. Odiseo se
enfureció con Agamenón y le preguntó por qué permitía que un cautivo rastrero difamara el nombre
de Odiseo. Y Agamenón, temeroso de enfrentarse con Odiseo, dijo que tenía la seguridad de que
Menelao decidiría con justicia sobre el asunto... y se marchó. ¿Y qué ha hecho Menelao? ¡Ha
ordenado a sus guardias que se lleven a Palamedes prisionero a una de las naves de Odiseo! Si no
vas y haces algo, Aquiles, habrá un motín en el campamento. Ya nos ha costado bastante
contenernos... Odiseo pavoneándose en su manto púrpura, hinchiendo el pecho y llenando su
camisa como una cebolla. Hemos pensado que seria mejor dejarlo en rus manos: Agamenón te
escuchará.
-Iré a hablarlo ahora mismo -dijo Aquiles-. Cuando un comerciante se mete en una guerra se
vuelve más despiadado que cualquier soldado. No podemos perder ni un instante. Odiseo siempre
ha querido hacerle algo de este tipo a Palamedes.
Criseida se llevó a Aquiles a un rincón.
-¿Y no te olvidarás de decirle a Agamenón lo de Laódice? Supongo que Heleno habrá
continuado solo hacia Sigeo.
Filoctetes y Esténelo se sentaron sobro las alfombras; Diomedes se instaló en la cama al
lado de Criseida. Fénix había salido con Aquiles. Criseida le conró en voz baja a Diomedes lo
ocurrido con Laódice. El le aproró la mano.
-¡Oh, lo siento!
Los otros lo oyeron.
-¿Alguna desgracia? -preguntó Filoctetes.
-Ha habido una -dijo Criseida-. Pero ya ha pasado. Después de diez años de desgracias, las
que todavía quedan ocurren rápido. -Se levantó y se acerco a una mesa próxima al fuego sobre la
cual había algunos platos.- Quisiera poder ofreceros algo. ¿Nueces? No, las nueces son para
mordisquear por la noche. Lo mejor para mordisquear por la tarde son las cerezas. No estaréis,
debería decir no estaremos, aquí cuando llegue el tiempo de las cerezas este año. O el de los
membrillos. En Troya los cogemos para olerlos... el dulce aliento de Afrodita, lo llamamos. -Volvió
a senrarso junto a Diomedes.- Espero que Aquiles llegue a tiempo junto a Palamedes. Si es posible
hacer algo, Aquiles lo hara.
-Esto es lo que más me gusta de ti, o casi... -dijo Filoctetes-, tu aprecio por Aquiles.
-Y lo que a mí me gusta más de ti -dijo burlón Esténelo- es tu aprecio por Diomedes.
-No hablemos ahora de eso, por favor, Esténelo -dijo secamente Diomedes.
-Y lo que me gusta más de ti en segundo lugar -siguió diciendo sin inmutarse Esténelo- es tu
dulce voz y tu pelo ondulado, que desmiente tu postura severa. Eres como una cabra frigia de
cuernos largos... y Laódice es como una oveja salvaje frigia.
-No hablemos de Laódice, por favor, Esténelo -dijo Criseida.
-Si algo le ocurre a Palamedes -dijo Diomedes-, mi obligación, como gobernante de una
ciudad hermana, es vengarlo. Su padre, Nauplio, todavía vive, aunque es un anciano desvalido que
abdicó del gobierno de la ciudad, igual que Peleo abdicó del gobierno de Ptia en favor de Aquiles;
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no podría entrar en el puerro de Nauplia, en el viajo de regreso, sin haber cumplido este deber de
honor.
-Hay personas indignas de la venganza de los hombres de honor -dijo Filoctetes- y Odiseo,
la primera. Mayor venganza sería dejarlo entrar en Hades sin haber recibido su castigo. Allí,
despojado de su atavio de hombre vivo, todos los pecados cometidos se dibujarán como lívidas
llagas; allí sabrán curarlo de ellas más eficazmente que podríamos hacerlo nosotros aquí.
-Filoctetes tiene razón -dijo Criseida-. No es éste el momento de mezquinas venganzas, y
cualquier venganza contra Odiseo sería mezquina. No es posible admitir que Odiseo forme
seriamente parte de la guerra. Si algo le sucede a Palamedes, debemos considerarlo como un acto
del destino, del cual Odiseo es el insignificante instrumento. Si una piensa en Palamedes, advierte
que esté predestinado a una muerte sin sentido: porque su ingenio y su agudeza y su vivacidad
también tienen tan poco sentido.
-De joven, su padre, Nauplio, era exactamente como él –dijo Diomedes-. Lleno de energía
sin sentido. Pero encantador, y muy bondadoso. ¿Habéis oído contar cómo le salvó la vida a Auge,
hija de Aleo, el rey de Tegea, en Arcadia? Cuentan que Hércules le hizo violencia en el templo de
Arenea en Tegea, donde era sacerdotisa. Áleo descargó su ira sobre Auge; no atreviéndose a hacerla
matar en su reino, la envió junto a Nauplio, que era aliado suyo, con la secreta petición de que la
mataran al llegar. En aquella época, Nauplia tenía algunas posesiones en la gran isla de Eubea -y
todavía conserva sus derechos sobre las minas de hierro de Calcis y el monte Oca- y controlaba el
comercio entre Eubea y la costa misia. Y Nauplio envió a Auge junto a Teutrante, que controlaba la
parte de la costa misia donde el río Caico desemboca en el mar, después de que ella diera a luz un
hijo, Télefo, a quien Nauplio conservó bajo su protección por si Teutrante no lo recibía con agrado.
Pero Teutrante se casó con Auge y mandó a buscar a Télefo; a la muerte de Teutrante, Télefo
heredó el reino.
-El resto de la historia no es tan bonito -dijo Criseida-. Es algo que ocurrió antes de que tú
llegaras a Troya, Filoctetes.
-¡Cuéntamelo! -pidió Filoctetes.
-Una vez, durante una incursión en la costa caica, Aquiles hirió a Télefo en combate.
Supongo que esto debió de asustarlo, pues poco después se presentó en el campamento afirmando
que le habían profetizado que la herida no sanaría si no hacia las paces con Aquiles. El mismo
Aquiles mo lo contó. El lo puso en manos de Macaón, quien le curó la herida con facilidad. ¿Y qué
diríais que hizo entonces Aquiles? Envió a Télefo de vuelta a Caico en una nave. Y Télefo,
denostado por su hijo Eurípilo por haber acudido al campamento griego por una herida
insignificante, se ahorcó avergonzado.
-Es un relato que lleva el sello de Aquiles, como suele decirse -dijo Filoctetes.
-¿Y conoces la historia de Cicno de Colona? -le preguntó Diomedes-. También lleva el sello
de Aquiles.
-Es como estar de vuelta en Grecia -dijo Esténelo-. Contándonos historias de Troya como si
dudásemos de que todo ello ocurrió, mientras a nuestros oyentes les es indiferente si decimos la
verdad o no, con tal de que el relato sea interesante. Puede que éste sea el único verdadero
beneficio de la guerra: los viejos relatos empezaban a perder fuerza, incluso los de la nave Argo,
que casi corresponden a nuestra propia época, ya empezaban a poner un poco a prueba nuestra
paciencia, y también nuestra inteligencia. Pero a nuestro regreso podremos contar tantas maravillas
como queramos de la guerra de Troya, al menos durante los primeros años; esperarán que así lo
hagamos. Y de nada servirá contar la verdad desnuda, porque de todos modos no nos creerían.
-¿Y qué te hace pensar que la verdad va desnuda? –preguntó Criseida-. Yo más bien diría
que la que va desnuda es la falsedad. Si cuentas mentiras, ¿al final qué queda excepto un vacío
desnudo? Pero cuando cuentas una historia verdadera, además del relato, al terminar todavía queda
la verdad, que puede contarse una y otra vez; las palabras del relato, que revisten la verdad, no
mueren una vez contada la historia.
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-Bueno, cuando estés en Grecia puedes hacer la prueba y averiguarás qué tiene más éxito, si
la historia tal como ocurrió o sazonada con cuantas mentiras seas capaz de añadir sin perder
credibilidad. La gente no quiero escuchar la verdad, sino ejercitar su incredulidad. Cuanto mayor el
número de posibilidades en que consiguen creer, más agradablemente pueden engañarse sobre sus
propias capacidades y virtudes y perspectivas de fortuna. Consideremos la historia de Criseida, por
ejemplo. Si les cuentas que te fuiste de Troya para acudir al campamento griego con dolor, y no por
dureza de corazón, para salvar de las ruinas al menos a una persona capaz de mantener vivo el
recuerdo de lo que en su momento fue Troya, no digo que no te crean, porque el tono de tu voz al
decirlo, y la expresión de tus ojos, indicarán que dices la verdad (no se necesita demasiada
imaginación para comprender a una hija que huye del lecho de muerte de su madre antes de que
llegue el final, para mantener el recuerdo del amado rostro vivo libre de la memoria de la lucha
contra la muerte)... Te creerán, pero no les interesará, porque no será una historia atractiva. No les
ofrecerá nada en lo cual creer contradiciendo las leyes de la probabilidad. Pero supongamos que les
cuentas que durante ocho años te negaste a seguir a tu padre Calcante al bando griego y que
entonces, el noveno año, Troilo, el hijo del rey Príamo, empezó a amarte en secreto... y tú a él, y
que el amor entre vosotros dos era grande pero desdichado, porque tú eras la hija de un traidor: era
un amor imposible; de modo que una noche te escabulliste hasta el campamento griego y, al ver los
honores de que era objeto allí tu padre, empezaste a verlo con mejores ojos, y también a los
griegos, en particular a un tal Diomedes...
-¡Esténelo, francamente! -Diomedes habló en tono culpable, como si se sintiera un poco
responsable de la descortesía de su amigo.- Es posible perdonarte las tonterías que dices, porque
pareces hablar inspirado por un cariñoso entusiasmo. Pero cuando son tonterías que ofenden...
-¡Que ofenden! -repitió con dolido asombro Esténelo-. Pero si no hay dos personas en el
mundo por quienes sienta mayor devoción...
-Déjalo que siga -dijo Criseida-. Me interesa de verdad.
-¡Lo ves! -exclamó triunfante Esténelo-. En fin, Criseida, supongamos que cuentas la
historia de ese modo. Empezaste a tener mejor opinión de tu padre y de los griegos en general, y de
un tal Diomedes en particular; te ofrecieron un lugar respetado entre los griegos, como hija de tu
padre y esposa de Diomedes; visitaste el campamento griego durante una tregua para hablar con tu
padre y medio te prometiste con Diomedes, mientras en Troya seguías manteniendo secretas
entrevistas amorosas con Troilo; hasta que, durante el invierno, volviste al campamento griego, esta
vez para no regresar. «Y a partir de entonces, durante toda su vida y mientras la historia de Criseida
continuó contándose y fue pasando de generación en generación, su nombre estuvo siempre
asociado al amor dividido.» ¡O algo por el estilo! Creerán hasta la última palabra y querrán saber
más, a pesar de que en el fondo es una historia menos creíble que la verdad. Las personas no actúan
así. Es demasiado complicado para ser verdad. ¿Por qué se marchó de Troya Criseida? Sólo puede
haber una razón. Siempre hay una sola razón. Se marchó de Troya movida por el dolor. Si cuentas
que te marchaste de Troya a causa de Troilo y también, además de Troilo, a causa de Diomedes, y
también de tu padre, y quién sabe qué más y qué más, no será cierto, pero a pesar de todo será una
historia. Y si tu nombre llega a conservarse entre los relatos de Troya será porque, con el tiempo,
irán complicando cada vez más la historia y alejándola cada vez más de la verdad.
-Pero entonces habrá dejado de ser mi historia -dijo Criseida- y cuando todos los falsos
relatos hayan perdido interés, porque eran falsos, mi historia todavía estará por contar: estará viva y
los relatos habrán muerto.
-Bueno, no debemos perder el tiempo reflexionando sobro cosas que no nos incumben -dijo
Filoctetes-. Porque, desde luego, los falsos relatos en los que nos involucran no pueden ser
problema nuestro. Es lo que no dejaba de repetirme durante todos esos años en Lemnos. «Odiseo -
me dije en muchas ocasiones- habrá hecho correr muchas falsas historias sobro mí, fingiendo que
me llevó a casa o bien que fallecí camino de Lemnos a causa de mi herida. Pero, ¿qué importa?
Ninguna mentira de Odiseo puede cambiar lo que realmente ha ocurrido; que estoy vivo y
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caminando a salvo en Lemnos, aunque fui abandonado aquí para que muriera de desolación y a
resultas de mi herida. Cuéntame, pues, la historia de Cicno, antes de que alguien la convierta en un
falso relato, rompiendo el sello de Aquiles.
-Con mucho gusto -dijo Diomedes-. Esténelo ha proyectado una sombra sobre nosotros.
Casi me siento ya como un personaje de ficción, como si hubiera dejado de ser yo. Diomedes, ¡un
nombre para un esclavo, o para un perro! Hablemos, pues, de Cicno, aunque probablemente su
nombre no tardará en convertirse en una fantasía. Era un reyezuelo vasallo de Príamo y esposo de
la hermana de Príamo, Proclea, y padre de Tenes. Tras la muerte de la madre de Tenes, Cicno
volvió a casarse. Su segunda esposa, celosa del amor de Cicno hacia su hijo, contó viles mentiras
contra él y obligó al padre a desterrarlo. Pero muchos de los hombres jóvenes y solteros del lugar
acompañaron a Tenes voluntariamente al exilio. Y lo siguieron hasta la isla que actualmente se
llama Ténedos, donde, con la intervención de Príamo, Tenes fue nombrado rey. Entonces Cicno se
enteró de que su esposa lo había engañado a propósito de Tenes y se fue a Ténedos a pedirle
perdón. Pero cuando intentó anclar su nave, Tenes mandó cortar los cabos del anda. Y el corazón de
Cicno, apesadumbrado y solitario, se hundió en el fondo del mar junto con las piedras de anclaje.
Fénix lo cuenta con estas palabras; es una de sus historias preferidas, lástima que nunca se la hayas
oído contar, porque él sabe hacer viva una historia, al mismo tiempo que se mantiene tan fiel como
le es posible a la verdad. Pero intentaré hacer lo que pueda. Ahora, al empozar la guerra, Cicno y
Tenes acudieron ambos a Troya en ayuda de Príamo, y el hijo se negaba a hablarle a su padre.
Entonces, sucedió que Aquiles mató a Tenes y capturó a Cicno en la misma batalla. El mismo
Aquiles ayudó a Cicno a levantar la pira de su hijo, en la otra orilla del lago salado, donde el
Pequeño Escamandro se retuerce camino del mar. Allí, en un recodo, entre los cañizales, había
algunos cisnes salvajes que Aquiles había domesticado un poco dándolos de comer. Cuando la pira
de Tenes se consumió, Cicno expiró, o pareció expirar, y Aquiles hizo arrojar su cuerpo al río. Pero,
al parecer no había muerto, sino que sólo se había desvanecido. Su cuerpo se detuvo un rato entre
los cañizales antes de alejarse flotando hacia el mar; entonces se oyó un quedo lamento o gemido,
que parecía proceder de los cisnes. «¿Qué ha sido eso?», exclamó uno de los hombres de Aquiles y
todos se alarmaron, creyendo que se trataba de algún encantamiento. Y Aquiles, que había
comprendido lo ocurrido, pero que consideró más piadoso dejar que Cicno se alejara flotando que
intentar salvarlo, dijo: «Es sólo el canto del cisne de Cicno». Y desde entonces en el campamento,
los soldados han creído que Cicno se convirtió en cisne cuando su cuerpo fue arrojado al río y que
se alejó cantando hacia el mar. Yo sé que ocurrió exactamente como os lo he contado pues he
escuchado la historia no sólo de boca de Fénix, sino de los propios labios de Aquiles.
Aquiles acababa de regresar con Fénix.
-¡De los propios labios de Aquiles! -repitió como un eco-. Pero ahora debo contarte una
historia que preferiría que oyeras de cualesquiera otros labios antes que de los míos. Pues sólo
puedo contarla con vergüenza. He llegado demasiado tarde.
Los otros se levantaron y lo rodearon.
-¿Es decir que Palamedes ha muerto? -preguntó Criseida.
Aquiles asintió y se dejó caer pesaroso en la cama.
-Cuando llegamos a la nave donde supuestamente se hallaba detenido Palamedes -dijo
Fénix-, descubrimos que Odiseo había zarpado, en otra nave, y con Palamedes a bordo. Se divisaba
perfectamente y mientras la observábamos vimos algo así como una pelea y después el cuerpo
lastrado de un hombre arrojado por encima de la borda. Palamedes debió de escapar, con la
intención de nadar hasta la costa, e indujo a Odiseo a la precipitada decisión de un público
asesinato. Todo lo que pudimos averiguar a través de los hombres de Odiseo fue que éste les había
dicho que volvería dentro de unos días, que iba al Quersoneso a supervisar unas tierras que está
cultivando allí. Pero uno de los guardias de Menelao, a los que Odiseo había despedido para poner
a Palamedes bajo la custodia de sus propios hombres, nos dijo que cuando le preguntaron a
Palamedes, antes de dejarlo, si deseaba enviarlo un mensaje a alguien, ésto les respondió: «¡Si, un
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mensaje para todos! Decidles que al morir lloraré por la Verdad, porque sin duda ha muerto antes
que yo».
-Y nosotros aquí sentados todo esto rato hablando tan cómodamente de la verdad y de los
cuentos -dijo Criseida-. Pero aquí tienes una verdad lo bastante increíble para perdurar tanto tiempo
como cualquier historia, Esténelo. La venganza particular de Palamedes contra Odiseo: una
maldición que pesará sobre su nombre durante todos los tiempos futuros. Pues la historia pervivirá
inmutable o inmitigada porque es verdad. Si la Verdad ha muerto, como dijo Palamedes, entonces
Némesis, la primera de las diosas del destino, aquella a quien vosotros llamáis Némesis y nosotros,
Cibeles la Provisora, se convierte en la Verdad.
Aquiles levantó una mano antes de que nadie más pudiera hablar.
-Era innecesario. Sólo hay dos cosas necesarias: la muerte de Héctor y luego la mía. Todo lo
demás es superfluo.
Nadie se atrevió a desmentirlo.
-Te dejaremos solo -suspiró Filoctetes.
-Yo iré a ver a los niños -dijo Fénix. Neoptólemo, el hijo de Aquiles e Ifigenia, y
Escamandrio, el hijo de Héctor, y Múnico, el hijo de Laódice y Demofonte, vivían todos en una
choza próxima bajo el cuidado de Etra. A Fénix le gustaba jugar con ellos, como antaño jugaba con
Aquiles, o inventar historias que los tres pudieran comprender; Neoptólemo tenía unos diez años,
Escamandrio ya había cumplido los ocho y Múnico había entrado en su quinto año de vida.
Aquiles se quedó tumbado; Criseida acercó un taburete a la cama. Durante varios minutos
ninguno de los dos dijo nada. Luego Criseida -quedamente, pensando que Aquiles tal vez se habría
dormido- le contó a Diomedes lo de Laódice. Al oír el nombre de Laódice, Aquiles abrió los ojos.
-Agamenón me ha prometido que la historia de lo ocurrido no llegará a oídos de Troya -
dijo-. Es más probable que se mantenga el secreto ahora que Odiseo no está aquí. Es inevitable que
su ausencia sea advertida, pero Agamenón dice que dejara que crean que la ha enviado de vuelta a
Troya.
Volvieron a guardar silencio durante algún rato. El primero en hablar fue Aquiles:
-Supongo que el verdadero motivo de Odiseo para marcharse en su nave, además de
asesinar a Palamedes, era intentar comprar veneno para sus flechas. He oído que esto lo tenía
preocupado. Así entiende Odiseo el valor marcial: como algo que se compra.
-Oh, no sé -dijo Diomedes-. En justicia, ¿de qué otra forma puede luchar un intelectual
cómo Odiseo? La cosa es bastante sencilla para los grandes brutos como nosotros. Fijare en las
amazonas: casi siempre lo hacen con flechas envenenadas y, sin embargo, poseen una honrosa fama
de luchadoras. No tardaremos en averiguar cuánto valen en el combate, ahora que Pentesilea y sus
mujeres han acudido en ayuda de los troyanos, para ocupar el lugar de los aliados que les han
retirado su apoyo.
-Supongo que usar flechas envenenadas está justificado como último recurso desesperado -
dijo Aquiles- y cuando existe verdadero odio. Pero jamás podré entenderlo en una guerra legítima.
Después de todo, hemos venido a Troya para luchar contra nuestros enemigos, no para asesinarlos.
Dicen que las amazonas siempre luchan por desesperación o por odio. Probablemente no habrían
acudido a Troya si la situación no hubiera llegado a hacerse desesperada. Troya debe aparecérseles
como la Mujer acorralada y nosotros, como el despiadado cazador: ¡el Hombre! En el caso de
personas como Odiseo es distinto. Evidentemente deben emplearse arqueros, como Ayax el
Pequeño y sus locrios, para aportar a la batalla pequeñas incidencias, pues seria imposible mantener
la tensión de un duro combate en cada instante de una batalla. Y sería preferible que algunos
grandes luchadores, como Ayax el Grande, se situaran en segunda fila con los arqueros. Lo único
que hacen sus hombres, hasta donde he podido discernir, es ayudarle a tenerse en pie bajo ose
escudo como una torre que lleva, y lo único que hace él es matar un hombre o poco más en el curso
de toda una batalla, para poder luego reivindicar como héroe su ración de buey en el festín de esa
noche. Pero convertir en un gran espectáculo, como hace Odiseo, su astucia para conseguir veneno
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para sus flechas... sus alardes a viva voz de su viajo a Efiro, en Tesprocia, para comprar veneno,
después de darle su palabra a Palamedes de que acudiría a la guerra. Y cuando el rey de Efiro no
quiso vendérselo, porque no pudo probar que lo quisiera para un uso sagrado, se fue a Tafos,
adonde se habría dirigido primero de no ser por el alto precio al que lo vende Anquialo. En su parte
del mundo, Odiseo es respetado como un poderoso gobernante-mercader. ¡Pero mira que venir a la
guerra con la intención de ganar fama de combatiente! Por eso no puede soportar la presencia de
Megos de ÉIide. Megos lo conocía bien en su propio medio mercantil. Participa en el gobierno y
los ingresos de Duliquio, participación que heredó de su padre, Fileo, quien se estableció allí
después de ser desterrado de Élido por haber apoyado a Hércules contra Augeo, el abuelo de
Megos. Megos, que es guerrero por naturaleza y por experiencia, y que tenía el compromiso de
defender a Odiseo en caso de un ataque contra Itaca, naturalmente lo desprecia cuando lo ve darse
aires marciales aquí. Y luchar contra los salvajes arcadios en su frontera oriental, como han tenido
que hacer constantemente Megos y Néstor, en el sur, es en verdad luchar: contra unos salvajes que
se arrojan entre los hombres armados, sin llevar armas y con total desdén por la propia vida,
abriéndose paso con enormes garrotes. Y, además, Megos también debe mantener a raya a los
habitantes de las islas Equinas, que solían constituir una amenaza para las naves que se acercaban a
Itaca desde el golfo de Corinto; ellos y los habitantes del extremo sur de Acarnania en general. A
las naves mercantes no les gusta enzarzarso en combares navales y durante algún tiempo los
mercaderes del golfo de Corinto estuvieron muy resentidos contra Odiseo porque los obligaba a
acudir a Itaca en busca de sus mercancías, no queriendo correr él mismo el riesgo de un
enfrentamiento con los equinadas. Megos ha despotricado con frecuencia ante mí contra los aires
que se da Odiseo y simpatizo totalmente con él.
-Casi me siento tentada a tomarte el pelo, Aquiles, por tu vanidad de guerrero -dijo Criseida.
-¡Oh, puedes hacerlo! -respondió Aquiles con una sonrisa-. Nadie tiene por que
avorgonzarse de exhibir su vanidad profesional tratándose de Odiseo. No pensaría lo mismo en el
caso de los locrios, por ejemplo, porque no pretenden ser más que apocados combatientes. Áyax el
Pequeño es un muy buen combatiente apocado. Su tribu siempre ha luchado de esa forma: es una
tradición racial. La misma cualidad podía apreciarse en Medonte, que estaba al mando de la parte
de las fuerzas de Filoctetes que no regresó a sus casas desde Lemnos cuando Odiseo lo declaró
muerto. Medonte, como debéis de saber, era hermano bastardo de Áyax el Pequeño, aunque nunca
se hablaban. Tuvo que huir de Lócrida porque había matado a un pariente de su madre, y primero se
refugió en Filace, bajo la protección de Protesilao, y se disponía a zarpar con él, al frente de la
mitad de sus hombres, cuando tuvieron una pelea. Entonces Medonte huyó a Olizón y conró la
disputa de tal forma que Filoctetes consideró que había sido víctima de una gran injusticia y lo
nombró su segundo. Así fue como Medonte se encontró en Lemnos al mando... Si, Criseida:
vanidad profesional, si quieres. El pueblo al que más respeto en el mundo es tal vez la antigua raza
de lapitas del norte de Ptia, porque lucha con verdadera solemnidad. ¿Acaso no es lo más solemne
que puede hacerse? ¿Protestar contra la existencia de otros, y dejar que otros protesten contra tu
existencia? No todo es vanidad. De hecho, una batalla me inspira un sentimiento de humildad que
casi me gusta: ¡que alguien proteste contra mi existencia! Para eso necesitamos a los enemigos... Y
la antigua raza mínia también sabía luchar bien, como demuestra Eumelo de Yolco. Y hasta el viejo
charlatán Néstor debe de haber sido un buen luchador en su tiempo; su padre, Neleo, era minio de
Yolco. Puede apreciarse la influencia de esta sangre en Antíloco, aunque su hermano Trasimedes es
un combatiente bastante corriente.
-¿Y qué me dices de Filoctetes? -preguntó Diomedes-. ¿Lo desprecias porque lucha con
flechas envenenadas?
-Claro que no -respondió Aquiles-. En primor lugar, el veneno fue un legado sagrado de su
padre, que lo había recibido de Hércules. Y lo ha usado con discreción desde que está con nosotros:
casi como si cumpliera un rito sagrado. Además, también es un hombre muy viejo, incapaz ya de
combatir mucho. Pero de joven fue un duro y honrado combatiente. El y su padre eran malios de
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origen, de la hoya de Eta. Fueron expulsados de allí a causa de una supersticiosa animosidad contra
su padre, que habla encendido la pira del monte Eta en la que se quemó vivo Hércules. Navegaron
hacia el norte acompañados sólo por un pequeño grupo de hombres y lograron esrablecerse en la
parto meridional de la península de Pagásea y, por la fuerza de su brazo, Filoctetes impuso su
dominio hasta muy entrada la península, ¡y enfrentándose con los minios de Yolco, además!
Eurípilo de Ormenión es otro combariente de mérito. Pacificó a los habitantes de toda la costa
situada al norte de la Península. Por eso es tolerada la presencia de su capital, Ormenión, a tan
escasa distancia de Yolco de los minios; él les permite mantener la mirada fija en el Oeste, hacia
Ferea y más allá, libres de la necesidad de defenderse por el norte. Pero si algún día decidiera que
debía darle a Ptia un heredero legítimo, escogería a una mujer de sangre minia. Hace tiempo que
Agamenón quiere que me case con su hija Electra, pero, al margen de mi aversión personal contra
el matrimonio, su sangre no es la que yo escogería para llenar las venas de un hijo mío. Para eso
prefiero dejar que me suceda mi pequeño bastardo Neoptólemo: la sangre fría y ática y espartana
podrían llegar a combinarse formando un héroe... junto con la sangre de Quirón, heredada a través
de mi madre.
-Resulta casi imposible creer que Quirón vivió de verdad alguna vez -dijo Diomedes-; tantas
personas se precian de haberlo visro con sus propios ojos, como si fuera una aparición
fantasmagórica...
-Casi lo era -dijo Aquiles-. Cuando estaba en Pelión siempre me costó creer que en verdad
era mi abuelo. Era una raza baja y fornida, los centauros: casi inseparables de sus pequeños y
fornidos caballos; y bajo el mando de Quirón vivieron sus últimos años de orgullosa dignidad. Se
negaban a rendir pleitesía a nadie, ni siquiera a los minios, sus vecinos más próximos. Pero vivían
bastante seguros, pues se consideraba que luchar con ellos daba mala suerte. En los viejos tiempos
solía acudir a él mucha gente, porque se le atribuía una sabiduría sobrenatural; era en verdad una
persona muy sabia, pero también se hacía muchas ilusiones: entre otras cosas, creía haber
encontrado el secreto de la inmortalidad. Entonces llegó Hércules a Pelión y los demás centauros
consideraron que trataba con demasiada familiaridad a Quirón y lo atacaron. Al defenderse
Hércules hirió accidentalmente con una de sus flechas a Quirón, que intentaba interrumpir la pelea,
y éste estuvo a punto de morir de la herida. Cuando creyó que ya se moría, fingió estar rechazando
deliberadamente la inmortalidad porque estaba cansado de la vida y prefería cedérsela a Prometeo,
que quedó condenado al eterno sufrimiento mortal hasta que algún dios intercediera por él ante
Hades. Lo cual demuestra, como podéis ver, que se creía un dios. Todavía tardó mucho tiempo en
morir, pero cuando falleció comenzó a arraigar la historia de que había legado su inmortalidad a
Prometeo. De todos modos, era un viejo estupendo. Cuando intuyó que los centauros acabarían
perdiendo más pronto o más tarde su prestigio, le envió una lanza a mi padre, Peleo -la que siempre
llevo conmigo-, y también a su hija Tetis, con la que se casó mi padre. La lanza era un símbolo de
aceptación del vasallaje, pero el hecho de que también enviara a su hija, con la esperanza de que mi
padre se casara con ella, era una indicación de que deseaba recibir un trato honorable y acogerse a
la protección de mi padre. Entonces, hacía poco que mi padre había llegado de Egina, conquistada
por mi abuelo Éaco, quien instaló allí su hogar, dejando Ptia a cargo de gobernadores durante su
larga ausencia. Telamón, el hermano de mi padre, habla matado a su hermanastro Foco, aunque lo
negó, haciendo recaer las sospechas también sobre mi padre. Peleo habla visto cómo Telamón
mataba a Foco, pero guardó silencio por lealtad a su hermano. En consecuencia, Éaco los desterró a
los dos. Pero, intuyendo la inocencia de mi padre Peleo, lo mandó a Ptía a sustituir a los
gobernadores, a pesar de que todavía no tenía veinte años. Y, puesto que era hijo de Eaco, los países
vecinos lo miraban con respeto; de ahí que Quirón obrara astutamente al ganarse sus favores desde
el primer momento.
-¿Es cierto que Esculapio aprendió el arte de la medicina de Quirón? -preguntó Diomedes.
-Quirón alardeaba de ello -respondió Aquiles-. Si así fue, tuvo que ocurrir en un intervalo de
la guerra, pues Esculapio, por su sangre, era enemigo de Quirón. Era un lapita y los centauros
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mantenían una lucha casi permanente con la tribu lapita a la cual pertenecía Esculapio, que habitaba
en la llanura de Doción, justo al oeste de Pelión. Pero esos lapitas se trasladaron más hacia el Oeste,
a Trica, cuando Esculapio era todavía muy joven, y allí nacieron Macaón y Podalirio, que supieron
resistir ante los centauros en el oste, poro no ante los minios en el sur.
-¡Los griegos se conocerán muchísimo mejor entro sí después de haber estado juntos en esta
guerra! -dijo Criseida-. Habéis aprendido más sobro vosotros mismos que sobre Troya. Es como si
Troya hubiese sido sólo una excusa para salir de vuestros escondrijos y veros todos las caras. Lo
mismo ocurre con las personas que asisten a un funeral: en general les muevo más la curiosidad de
averiguar quién estará allí que no su interés por la persona muerta. Y a veces, cuando acudimos a
un lugar donde encontraremos a muchas otras personas, ni siquiera nos mueve la curiosidad hacia
ellos, sino la curiosidad respecto a nosotros mismos: cómo reaccionaremos, qué diremos, qué
aspecto tendremos. ¿Y no ocurre también lo mismo en el amor? Curiosidad sobre una misma: cómo
actuará al estar enamorada y cómo reaccionarán los demás ante el propio enamoramiento.
-Yo no lo siento así -dijo Diomedes con tan llana sinceridad que esa repentina referencia a
su particular relación con él, en la cual no pensaba en ose momento, no le pareció atrevida ni poco
natural a Criseida-. En realidad, lo que siento por ti no parece tener absolutamente nada que ver
conmigo. Sólo guarda relación contigo.
-Si algún día llego a amar a una mujer -dijo Aquiles- tendrá que ser de este modo. Y por esto
nunca he amado... excepto a Patroclo. Para amar plenamente a una mujer es preciso perderse en
ella, como ninguna mujer se pierde nunca en un hombre. Y entonces se plantea la gran duda: ¿qué
parte de uno conservará ella?, ¿qué parte merece ser conservada? ¿Y lo poco que uno meramente
es, merece una prueba tan grande y tanto riesgo? Para mí, Patroclo simbolizaba mi propia
insignificancia e incertidumbre, el inquietante interrogante sobre mi mismo: «¿Qué soy?»,
nuevamente acallado, nunca planteado.
-Diomedes no corre ningún peligro de perderse en mí –replicó Criseida-, porque a ml me
interesa más averiguar cosas sobro mi misma que ayudar a liberarle, o a liberar a cualquier hombre,
de su destino. ¿Y acaso puede descubrirse algo nuevo sobre el destino de los hombres? ¡El destino
de las mujeres, en cambio! ¿Acaso constituye un gran misterio saber qué son los hombres? Las
mujeres saben qué son los hombres y, aunque ellos por si mismos no lo sepan, lo descubren a través
de las mujeres. Pero las mujeres no pueden averiguar nada sobre ellas mismas a través de los
hombres. Si en Troya no hubiera ocurrido lo que está ocurriendo, creo que un día, allí, por obra del
poder de Cibeles, habríamos llegado a conocer el significado de las mujeres. Porque, ¿qué es
Cibeles si no el compendio de las mujeres? Un hombre es él mismo, un fragmento solitario, pero
cada mujer es sin duda una parte de Cibeles. Si, me marché de Troya tanto por mí misma como
para seguir viviendo con el recuerdo de Troya, la verdadera Troya. Por Cibeles, además de por
Troya. Tendrás que ser paciente conmigo, Diomedes. Sé que lo que te pido es difícil. Me uno a ti no
por la felicidad que pueda darte, sino por la paz que tú puedes darme: paz para pensar y pensar. Con
deliberado egoísmo presiono tu amor hacia mí hasta el más generoso limite.
-La decisión te corresponde a ti, Criseida -dijo Diomedes-. Yo no entiendo gran cosa, pero
sé que la vida contigo será agradable. Mi comportamiento es tan egoísta como el tuyo.
-Criseida, quiero preguntarte una cosa -dijo Aquiles-. Espero que no te importe; seguro que
no te molestará. ¿Y si el tipo de vida que te propones llevar con Diomedes resultara imposible para
él?
-Entonces tendrá que apartarme y tomar otra esposa. Ya se lo he dicho. Y éste es el principal
motivo de que no quiera casarme con él hasta que estemos en Grecia; quiero que primero me vea en
su propio terreno. Puede que entonces sólo le parezca una parte del sueño de Troya.
-¡No, no! -protestó Diomedes.
-Y supongamos... bueno, para expresarlo de la forma más breve posible, supongamos que
Diomedes insista en que sigas siendo su esposa, y sin embargo se sienta incapaz de reprimir su
necesidad física.
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-Otros hombres toman concubinas porque han perdido el interés por sus esposas -respondió
Criseida-. Si Diomedes hace lo mismo, lo hará por amor.
-¿Y le satisfará engendrar sólo bastardos?
Diomedes inclinó la cabeza; Criseida se levantó y comenzó a pasearse incómoda por la
estancia.
-¡Mis queridos infortunados! -exclamó Aquiles-. Yo no podría ser tan valiente como
vosotros.
-No es valentía -dijo, casi llorando, Diomedes-. ¿Qué otra cosa podemos hacer, siendo cada
uno lo que somos? No creas que no me doy cuenta de lo que significa todo esto. Pero quiero que
sea difícil; en cualquier caso lo seria, porque Criseida es Creiseida y yo soy el bufón que soy. Ya sé
lo que dirán en Grecia: «Diomedes, el bufón de Criseida». Y así quiero que sea. ¿Quién no es un
bufón? Lo importante es, más bien, de quién decide uno ser bufón. Los llamados grandes hombres
optan por ser sus propios bufones. Agamenón, por ejemplo. Al menos nadie podrá decir eso de mí.
En Grecia me llamaban el bufón de Agamenón, porque, aunque fuera el soberano de Argólida, me
dejaba utilizar como un vasallo. ¿Y por qué no? Los sabios han saldado cuentas con la vida, pero un
necio bufón siempre tiene toda su vida por delante. La inmortal necesidad. Puede que hasta el fin
del mundo sigan llamándome necio. Pero para un necio no existe el fin del mundo.
-Y hasta el fin del mundo no dirán ni una sola buena palabra de mi-dijo Criseida y volvió a
sentarse-. Me queda una larga espera!
Aquiles sonrió.
-Si, esta paciencia es la base de la inmortalidad. Los impacientes como yo escogemos el
camino más corto y llamativo.
Entonces entró en la choza Antiloco, el hijo de Néstor, y con él Automedonte, el compañero
de combate y conductor de Aquiles.
-¡Estáis sentados como en familia! -exclamó Automedonte-. ¿Aquiles es el padre tal vez?
-O el hijo -replicó Aquiles.
Antíloco acercó una mano a la frente de Aquiles.
-¿Cansado?
-No. Sólo me siento un poco alicaído.
-Nos hemos enterado de lo de Palamedes. Debes de estar furioso. Pero acabamos de
escuchar otras dos noticias ante las cuales hasta eso se queda pálido. Epeo, el Cobarde, rey de las
Cícladas y amigo de Odiseo, el Ingenioso, rey de Itaca, ha salido con una historia para hacer rugir a
los leones, o para hacer relinchar a los caballos, debería decir tal vez. O, a lo mejor debería decir
Epeo, el Ingenioso, puesto que es más hábil con las manos que Odiseo con la cabeza, y Odiseo, el
Cobarde. ¡Pero pasemos a la historia! Epeo se presentó ante Agamenón para quejarse de que los
hombres del taller de carpintería se negaban a seguir trabajando si no les pagaban. Parece ser que
Odiseo los puso a trabajar en una cosa que le había diseñado Epeo -enseguida os contaré
exactamente de qué se trata- sin obtener la habitual autorización de Agamenón. De modo que hoy,
cuando Odiseo se marchó en su nave, empezaron a preocuparse, temerosos de que su paga no
estuviera oficialmente asegurada. Además, lo que están construyendo amenaza con consumir casi
todas sus reservas de madera. Epeo consideró preferible quejarse a Agamenón antes de que lo
hicieran ellos, ¡y soltó el secreto! Todos fuimos a dar un vistazo. ¿Y qué creéis que vimos? Grandes
trozos de madera, hábilmente vaciados, que una vez ensamblados forman, ¡a ver si lo adivináis!:
¡un monstruoso caballo!
-¡Lo sabia! -exclamó Criseida-. Y Palamedes también.
-Pero Agamenón se llevó la sorpresa de su vida -siguió contando Antíloco-. Primero se
quedó mudo de indignación, al pensar que Odiseo realmente no tenía intención de volver y que él
tendría que pagar, sin ni siquiera saber qué pagaba. Luego entre Epeo y mi padre, Néstor,
consiguieron calmarlo -Néstor lo había comprendido todo de inmediato-. Le hicieron ver que eso
caballo hueco seria arrastrado sobro ruedas hasta las murallas de Troya, encerrando en secreto a
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tantos hombres armados como pudieran acomodarse dentro. Y se esperaba que los troyanos lo
arrastraran al interior de las murallas como una prueba de paz, para rendir culto al dios cuya figura
de caballo representa: el terrible Baal. Odiseo y Calcante pensaban acompañar al caballo y Calcante
diría que había adivinado que todos los dioses iban a retirarso de la guerra y querían que los griegos
también lo hicieran; que, puesto que había abandonado a los troyanos para unirse a los griegos, a él
le correspondía poner los medios para unirlos, por mediación del Dios Dormido. Todas las ofensas
y todo el odio debían ser ofrecidos a Baal, para alimentar su sueño. Y la población debía salir de las
murallas para celebrar el final de la guerra en los sagrados Campos Timbreos, al sur de la ciudad;
todos excepto algunos de los notables. Estos mantendrían, con Odiseo y Calcante, una vigilia de
paz dentro de la fortaleza.
-¿Y Odiseo realmente creía que los troyanos se tragarían esta historia capaz de hacer
relinchar a un caballo, como la has descrito? -preguntó Diomedes.
-No sólo Odiseo: ahora Agamenón también está muy conforme con la idea y Odiseo será
acogido a su regreso al campamento como su bribón preferido. Epeo dice que Timetes y Antenor y
Eneas responden de la parte troyana del trato. Apolo concederá una visión al respecto a Timetes,
junto con la recomendación de que perdone a Calcante. Y Antenor y Eneas fingirán oponerse y
luego cambiarán de parecer en el último instante. Ahora no se te ocurra escabullirte del
campamento, para dar la alarma en Troya, Criseida. Para empezar, Agamenón tendría una amarga
decepción sí no puede probar la estratagema. Y, en segundo lugar, los troyanos descubrirán el ardid
y el que quedará en ridículo sería Odiseo.
-No tengo la menor intención de escabullirme del campamento, Anríloco -dijo Criseida-. Y
los troyanos no se negarán a dejar entrar el caballo. Descubrirán la estratagema, desde luego, pero
la aceptarán de todos modos.
-¡Se han vuelto verdaderamente locos!
-No, locos no. No comprendéis cuál es la situación allí y sería demasiado largo de explicar. -
Criseida se levantó y fue a sentarse en la cama del otro lado de la estancia. Aquiles la siguió hasta
allí.
-¡No te preocupes, Criseida! Le insisriré a Agamenón que mi combate con Héctor tiene que
celebrarse primero. Eso podría cambiar las cosas.
-Tú sabes que no será así.
-De todos modos, quiero que haya tenido lugar antes de que regrese Odiseo. Entonces, ya
veremos. -Se sentó a su lado y palmeó la cama.- Aquí dormía Patroclo. ¿Sabes una cosa?: ya no
lamento su muerte como al principio. Ya no me parece que su muerte cambie nada. Es como si
siempre hubiera estado muerto; como si todo el tiempo, mientras vivía, fuera en realidad un hombre
muerto. Creo que se debe a que yo mismo también me considero un hombro muerto.
-No empieces a pensar esas cosas, Aquiles. Todavía tienes que hacer cosas vivas y esta
manera de hablar las recubre con un sudario enfermizo. No es propio de ti. Pero creo que tienes
razón: el combate con Héctor debería celebrarse lo más pronto posible.
Antiloco estaba tomándole el pelo a Diomedes con el asunto del caballo.
-Será preferible que te seduzca la idea, Diomedes: tú estarás al mando de los hombres que
irán dentro del caballo.
Diomedes se levantó indignado.
-Esta vez Agamenón ha contado demasiado con su bufón.
-Creo que no deberías negarte -dijo quedamente Criseida.
-¡No es posible que lo digas en serio!
-Me resultará menos odioso si tú estás allí. Tu aversión contra ello evitará que sea un acto
completamente frío y deliberado.
Diomedes se dejó caer otra vez al suelo.
-Está bien -dijo desconsolado-, si tú dices que es preciso... -Pero no lo entendió.
- 165 -
-Todavía no les has contado lo de Pentesilea, Antíloco –dijo Automedonte-. Esa es una
historia para hacer aullar a un leopardo. Siempre comparo a las amazonas con leopardos, aunque no
he visto un leopardo en mi vida... ni una amazona, hasta hoy. Dicen que los leopardos matan más
presas de las que pueden comer. Lo cual concuerda con lo que cuentan de las amazonas: que
combaten más por el gusto de matar que por cualquiera que sea el motivo de la guerra. Bellas
criaturas, las amazonas, quiero decir, pues, como he dicho, jamás he visto un leopardo, aunque
tengo esperanza de llegar a conocerlos si establecemos una cabeza de puente aquí. La tierra situada
frente a Chipre por el norte recibe el nombre de «País de los Leopardos», ¿no es así? Pero deberíais
echarles un vistazo a esas amazonas: se pasean alrededor del campamento como si fuese una
cortesía no atacarnos y nadie sabe demasiado bien qué hacer con ellas. Bonitas cabezas y piernas
fuertes y esbeltas y rodillas relucientes: llevan unas túnicas muy cortas.
-Automedonte, no nos exasperes -dijo Aquiles-. O cuentas tú mismo la historia o dejas que
la cuente Antíloco. Siempre te dejas arrastrar de tal forma por tus manierismos que lo único que
sabemos es que tienes tu peculiar estilo narrativo, sin que nunca te hayamos oído avanzar en el
relato de ninguna de las historias que empiezas a contar.
-¡Lo siento, lo siento! -Automedonte se sentó junto a Aquiles y le dio un golpe en las
costillas-. Nunca me habla de un modo tan brusco en privado. Como las madres que regañan a sus
hijos delante de las visitas, con culpable conciencia de su excesiva tolerancia.
Aquiles derribó a Automedonte sobre la cama y le sujetó el pecho con una mano.
-Adelante, Anríloco. Ya sabemos que Pentesilea está en el campamento, con otras
amazonas, y que Automedonte encuentra un parecido entre las amazonas y los leopardos; ahora,
por favor, puedes contarnos de nuevo toda la historia.
-No lo creeréis -dijo Antíloco-. Se presentaron en el campamento de improviso, sin escolta...
se plantaron en la puerta con sus arcos y sus hachas de combate y Pentesilea pidió hablar con el
más noble de los griegos. Los guardianes les dijeron que no podían dejarlas entrar armadas y ellas
respondieron que no podían entrar con confianza sin sus armas, poro que jurarían no atacar a nadie
a menos que fueran atacadas. Agamenón sentía tanta curiosidad por verlas y averiguar qué
deseaban que aceptó el juramento y envió a Calcante a la puerta para que vigilara que fuera
prestado debidamente. Calcante quería que Pentesilea jurase por Apolo y ella se negó a jurar por
otro nombre que no fuera el de Artemisa. Y hubo otro retraso hasta que Agamenón cedió sobre ese
particular. Finalmente todas entraron en la choza de Agamenón. Climena estaba allí, con Áyax el
Grande. Se rió de ellas y Pentesilea dijo entonces que no hablaría hasta que hicieran salir a «la
mujer»; como si ella fuera un hombre. Agamenón, a quien Climena siempre está azuzando, accedió
con mucho gusto. Pero Climena se puso terca y Áyax tuvo que llevársela a la fuerza. Una bonita
escena, ante las miradas desdeñosas de las amazonas. Luego Pentesilea dijo: «Quiero hablar con el
más noble de los griegos». ¡Un desastre!, como podéis suponer. Agamenón no se atrevió a
presentarse como el más noble de los griegos. Así que se limitó a decir, muy incómodo: «Yo soy el
jefe principal de los griegos». Y Pentesilea sólo respondió: «Ya lo sé». Mi padre intentó suavizar las
cosas: «Sin duda, reina de las amazonas, entre los griegos no escasea tanto la nobleza que el titulo
que empleas sólo pueda sugerirnos el nombre de un solo hombre» o algo por el estilo. Pero
Pentesilea se negó a aceptar un compromiso. «Sabéis muy bien a quién me refiero», dijo friamente.
Ante lo cual Agamenón por fin perdió los estribos. «Cuando una reina extranjera se presenta en el
campamento -gritó-, quien debe tratar con ella soy yo y no Aquiles.»
Aquiles expresó su regocijo con un agudo silbido.
-A lo cual ella respondió, aún con mayor frialdad: «Muy bien, entonces os hablaré como
mensajero. Decidle a Aquiles que combatir con Héctor, en su actual estado, es indigno del más
noble de los griegos. Que renuncie a ese combate. Renunciar a él ante mí no supondría ningún
deshonor». Las amazonas, dijo, no eran servidoras de los troyanos; habían acudido por su libre
voluntad, como siempre prestaban libremente su apoyo a los desafortunados en la batalla. Así, una
vez, lucharon contra Príamo cuando éste era joven, en Frigia, junto al río Sangario, cuando él
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acudió en ayuda de Otreo y Migdón en su pleito con el pueblo de la ribera norte del Sangario. ¿Y
qué suponéis que propone? Seguramente con la aprobación de Deifobo. Que se libre una batalla
entre las amazonas, como representantes de los troyanos, y los mejores de nuestros hombres, en
igual número que las amazonas. Y que el resultado de esta batalla decida el desenlace de la guerra.
«Troya -dijo con voz dura y orgullosa- no debe poner su destino en manos de sus defensores.» Y
Agamenón por alguna razón no tuvo el valor de burlarse de la idea de un combate entre aguerridos
combatientes y meras mujeres. De hecho, estas amazonas no son meras mujeres. Son una
formidable combinación: mujeres y también guerreros. Ante ellas un guerrero se siente como un
mero hombre. Al mismo tiempo, la dignidad de Agamenón no le permitía aceptar la afrenta de ser
tratado como un mero mensajero encargado de transmirirte su desafio y, en venganza, las declaró
prisioneras en el campamento, a su disposición. Y luego cambió de parecer y decidió retener sólo a
Pentesilea y ya ha hecho volver a las demás a Troya, fuertemente escoltadas. Estuvieron a punto de
resisrirse, pero Pentesilea les recordó su juramento de no atacar a menos que fuesen atacadas y
finalmente accedieron a marcharse pacíficamente si se permitía que su reina conservase su arco y
sus flechas. Parecían pensar que, así armada, sería capaz de derrotar a todo el ejército griego si qui-
siera. Y así están las cosas. A Pentesilea, sin ningún motivo que lo justifique, o lo que es lo mismo,
por algún absurdo motivo que sólo sabe Agamenón, se le ha asignado su propia cabaña y algunas
mujeres para que la atiendan, entre ellas, no dirías a quién, a Climena; pero Áyax no se ha quejado,
pues al parecer le ha estado dando una vida de perros a Tecmesa, su cautiva frigia. ¡Qué cambio ha
experimentado Climena desde que llegó aquí! Entonces era una muchacha alegre y ahora se ha
convertido en una verdadera esposa arpía. Aunque no puedo decir que se lo reproche. Todo podría
haber salido mejor si Ayax se hubiera conformado con aplazar el matrimonio hasta el final de la
guerra; aunque supongo que no debe de ser demasiado agradable ser la esposa de Áyax ni en el
mejor de los momentos.
-Debo ir a hablar personalmente con Pentesilea -dijo Aquiles.
-La encontrarás en una de las cabañas situadas detrás de la de Agamenón -dijo Antíloco-. En
la grande, que ha hecho desalojar por los soldados.
-No debió tomarse tan en serio la afrenta -comentó Aquiles-. La presencia de Pentesilea en
el campamento sólo puede crear molestias. Tal vez logre convencerla para que haga las pacos con
Agamenón. Cuanto antes se marche, mejor para ella y para nosotros. De lo contrario puede haber
repercusiones: algo la excitará y ése será el fin de Pentesilea, pero también supondrá la muerte de
uno que otro griego.
Cuando Aquiles se disponía a salir de la cabaña, Heleno se asomó a la puerta buscando a
Criseida. Ella y Aquiles hablaron con él y luego Aquiles y Heleno se alejaron juntos. Habían
hallado el cuerpo de Laódice y habían erigido una pira funeraria allí mismo. Heleno volvió a velar
debidamente el cuerpo hasta que las ascuas hubiesen arrancado el último suspiro de sus huesos. Y
Aquiles se dirigió a la cabaña de Pentesilea. De ese encuentro nacería un amor que ninguno de los
dos deseaba.
Después de salir Aquiles, los demás guardaron silencio hasta que Automedonte musiró:
-¡Quién hubiera dicho que un día llegaríamos a tener tan cerca a la reina de las amazonas!
-Ahora no empieces a hablar de leopardos otra vez -le advirtió Antiloco.
-De todos modos es curioso -dijo Criseida.
-Originariamente llegaron atravesando el mar Euxino, ¿no es así? -preguntó Diomedes.
-Sí -respondió Criseida-. Pertenecen a la temida raza que mora en Táuride y ofrece
sacrificios a Artemisa. Y también allí alimentan a las criaturas con leche de yegua, segun cuentan.
Las amazonas, como sabéis, no dan el pecho a sus hijos.
-¿Y es verdad que matan a sus hijos varones? -preguntó Antiloco.
-¡Oh, no! Una vez al año se unen con una raza de hombres que viven al otro lado de las
montañas que se alzan detrás de Temiscira; su territorio central linda con el mar Euxino, justo al
oeste del río Halis, que los separa del país de Paflagonia. Mandan a algunos de sus hijos a vivir con
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sus padres, pero a otros los envían a los diversos centros que han fundado, para que sirvan como
sacerdotes célibes de Artemisa. En su propia tierra sólo se permiten sacerdotisas en el culto de
Artemisa. Pafos, en Chipre, donde gobierna Cmiras, fue fundada originariamente por ellas y
continúan mandando muchachos jóvenes allí, en cuanto cumplen la edad de entrar en el noviciado.
También fundaron el santuario de Efeso. De hecho, afirman que Troya fue fundada por una reina
amazona, Mirina, mucho antes de que nuestra raza llegara a controlar la ciudad. Dicen que sus
huesos se hallan enterrados bajo el monumento que nosotros llamamos Bariea. Y, curiosamente, en
la base del monumento, que es muy antiguo, aparecen grabados los símbolos tradicionales de
Artemisa: venados y perros y una cazadora coronada con una media luna.
-Espero que Pentesilea no le llene la cabeza de ideas sobre Artemisa a Áyax el Grande,
aprovechando que Climena está con ella -dijo Diomedes-. Ha estado muy raro desde que soñó con
ella.
-¿Ayax se ha estado comunicando con Artemisa? -inquirió Automedonte-. No lo sabia.
Aunque desde luego ya había notado que ha añadido un aire de misterio a su habitual actitud ya
suficientemente intimidante.
-Si -respondió Diomedes-. Una noche vio en sueños... a ver que me acuerde... vio una esraca
de madera de olivo adornada con flores y laurel, con una esfera luminosa girando en la punta. Y
una mujer, a quien Ayax tomó por Artemisa, cogió la estaca y la agitó en todas direcciones,
lanzando lejos la esfera luminosa. Luego la estaca siguió el mismo camino que la esfera y apareció
una luna que de pronto se aferró como una gorra a la cabeza de Áyax, hasta que, según dice,
comprendió qué significa realmente ser Artemisa. Entonces volvió a aparecer la estaca, coronada
por una cabeza en voz de una esfera: la cabeza del hijo de Pántoo, Euforbo, muerto por Menelao,
cosa que Áyax recordaba por alguna razón. «Tú eres Euforbo, hijo de Pántoo», dijo Ayax. «No -
respondió la cabeza-, soy el rey de los Números Impares, el oráculo del mercado, esto es, Pitágoras.
La guerra de Troya ocurrió hace muchos siglos.» Y Áyax le respondió: «No es posible, puesto que
yo soy Ayax el Grande y ahora mismo estoy esperando el comienzo de la nueva batalla de
primavera. Sé que es así, aunque esté soñando». «No -insistió la cabeza-, eres sólo un espacio
vacío.» A lo cual Ayax, que sentía aumentar la presión de la gorra de la luna sobro su cabeza,
replicó: «No, lo que tomas por espacio vacío es Artemisa». «Entonces en verdad no eres Áyax»,
respondió la cabeza.
A la mañana siguiente, Áyax acudió con su sueño a Calcante para que lo interpretara. Este
dijo que la estaca de olivo coronada por la esfera luminosa era Apolo y que el que se
autodenominaba Oráculo del Mercado debía de ser alguna voz mística de Apolo. Que Áyax no
debía haber cumplido con sus devociones al dios y por eso éste ya no le conocía, lo cual significaba
que corría riesgo de volverse loco, puesto que Artemisa es la patrona de los locos. Pero esta
interpretación enfureció a Áyax; ya sabéis cómo salta cuando se siente censurado. De modo que
decidió que el sueño significaba que Apolo se había retirado de la guerra y que Artemisa invitaba a
los griegos, a través de su persona, a tomarla como guía. ¿Y qué diríais que hizo? Fue a contarle
una larga historia a Aquiles; le dijo que una noche oscura había mancillado su espada más preciada
al otro lado de la cañada del Escamandro, cuando un soldado le comunicó que había oído unos
ruidos que parecían de troyanos robando ovejas. Dejó caer la espada sobre el lugar de donde
parecían proceder los ruidos, dijo, pero, al no encontrar a nadie, se limitó a doblar la guardia y
volvió a acosrarse en su cabaña. A la mañana siguiente descubrieron que había matado una oveja
que había logrado escapar del corral de cañas. «He convertido en un vulgar cuchillo de carnicero la
espada que me dio mi padre Telamón, la misma que él usó cuando Troya conoció las iras de
Hércules. Ahora tendré que guardarla hasta que pueda volver a consagrarla a su memoria en el altar
del templo de Salamina donde me la entregó por primera vez.» Y luego le contó que había tenido
un sueño en el que aparecía como el elegido para actuar como héroe vengador de los griegos.
Llevaba una espada en cada mano: una negra y reluciente en la izquierda, otra blanca y pálida en la
derecha. Se había deshecho de la negra: ésa debía de ser la espada mancillada de su padre. Entonces
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la blanca había adquirido un brillo cegador y él pudo ver que lo que tenía en la mano era la espada
de Aquiles, la que Aquiles dedicó a Apolo en Delfos, cuando él y Agamenón fueron a buscar un
augurio favorable para ofrecerlo a los aliados.
Aquiles comprendió que la historia era mitad desvarío, mitad mentira. Poro le dio la espada
délfica, considerando que era más sencillo llevarle la corriente a Áyax. ¿Y qué creéis que hizo
entonces Áyax? ¡Pues dedicó la espada délfica a Artemisa! Había obtenido la fórmula adecuada de
Criseida, que en ese momento no tenia ni idea de para qué la quería. Conque, como veis, Áyax está
a punto de volverse un lunático; sólo necesita un empujoncito de una persona versada en los
misterios de Artemisa, como Pentesilea.
-En el momento cumbre los que se desmoronan son, sorprendentemente, los altivos, los
callados -dijo Automedonte.
-Al menos ya es algo saber cuándo se ha llegado al momento cumbre, como tú lo llamas -
dijo Criseida-. La mayoría lo dejamos pasar y conservamos nuestra cordura al precio de una
permanente insignificancia y monotonía.
-Yo prefiero ser tan monótono e insignificante como he sido siempre -replicó Automodonte-
que convertirme en un gigante estúpido como Ayax.
Entonces apareció Calionte, a quien Néstor había llevado a la guerra para que permaneciera
junto al joven Antiloco en las batallas e impidiera que se enzarzase en combates peligrosos.
-Tu padre desea verte, Antíloco. Aquiles ha ido a hablar con Pentesilea y Agamenón está
molesto por ello. Néstor teme que haya problemas y no quiere que te veas metido en el lío.
En vista de lo cual, Antíloco y Calionte se fueron a la cabaña de Néstor y Automedonte los
acompañó; y Diomedes también salió, pues Criseida le había dado la mano en señal de despedida.
Pronto ella también se alejó en dirección a la nave, mientras iba pensando, no en ella misma y
Diomedes, sino en Aquiles y Pentesilea. Se necesitaría una mujer tan rara como esa reina amazona
para conmover el corazón de Aquiles. Se rumoreaba que era hermosa...
La visita de Aquiles a Pentesilea azuzó la expectación de todos. La idea descabellada que se
le ocurrió a Crisoida camino de la nave era un eco de la primera mirada que intercambiaron el más
noble de los griegos y la más rara de las mujeres. ¡Que Aquiles pudiera amar a una mujer, y
Pentesilea a un hombre! Y sin embargo, cuando él salió de su cabaña, no habían intercambiado ni
una palabra amable; ni jamás la pronunciarían. Pero ahora el motivo por el cual Aquiles deseaba
celebrar el combate con Héctor antes del día señalado era otro: la causa era ahora Pentesilea, no
Odiseo. Y así sucedió que al día siguiente de la muerte de Palamedes, después de un nuevo
intercambio de mensajes entro el campamento y Troya, Aquiles cabalgó completamente armado
hasta las murallas de Troya, acompañado por los jefes griegos. El grito de desafío no tardó en llegar
hasta la Puerta Escoa; donde aguardaba Héctor.
Los griegos se acercaron a la fuente que manaba de la suave pendiente suroeste de la colina.
Desde esa perspectiva nororiental, Troya se alzaba todavía más formidable ante ellos que vista
desde el norte: de forma menos imprevista, con una deliberación más premeditada. Donde las
murallas iniciaban la curva sur se abría la antigua Puerta del Suroeste, que ya no se utilizaba. Frente
a la Puerta Escea, en la curva noroccidental de la muralla, la colina se recortaba formando una
pequeña planicie que caía abruptamente hasta las zonas más bajas por el extremo occidental, pero
en cambio descendía hasta la llanura por una pendiente de fácil acceso por el sur. Los carros
accedían a la llanura desde Troya por un camino que seguía esa cuesta. Ligeramente al norte del
manantial, el camino confluía con la ruta de carro más ancha que discurría de Oeste a este y daba la
vuelta hasta la Puerta Dardánida en el sureste. Por esta ruta llegaban hasta Troya los productos de la
campiña vecina; desde la Puerta Dardánida, otra ruta de carros salía hacia el sureste y por ella
llegaban los productos de Dardania. Un sendero discurría hacia el norte desde allí, muy pegado a la
muralla, en dirección al valle del río Simois. Una corta ruta se desviaba de él hacia la Puerta Este,
que servía de defensa a la Torre Noreste; después daba la vuelta a la base de la torre y luego bajaba
hacia el noreste para juntarse con el camino que conducía al vallo del Simois desde el suroeste. En
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el ángulo nororiental de la colina de Troya, una persona que avanzara circundando las murallas
tendría que subir por ei estrecho saliente de su base, bajo el cual caía abruptamente hasta la llanura
el farallón septentrional, para luego seguir la línea que se ensanchaba hacia la Torre Escea.
Junto al manantial había bancos de piedra finamente tallada en los que solían reposar las
mujeres troyanas mientras vigilaban el trabajo de las esclavas que lavaban la ropa; allí se sentaron
los griegos. En efecto, ése era el lugar fijado como escenario del combate. Pero Aquiles no se sentó.
¡Quería que Héctor supiera que al menos uno de los griegos respetaba su lento, solitario avance!
Héctor había comenzado a bajar sin escolta la ladera de la mesera; babia manifestado que ése era su
deseo. Aquiles salió a su encuentro en la confluencia del camino de los carros de combate con la
ruta de los carros de mercancías, mientras los demás permanecían sentados junto al manantial.
-¡Héctor! -dijo Aquiles-. ¿Puedes verme bien?
-La vista aparece y desaparece de mis ojos como un pájaro inconstante que, después de
alimentarlo con mi propia mano, siempre se mantiene alejado en la oscuridad del bosque. No
usemos, pues, las palabras, Aquiles; luchemos antes de que el pájaro vuelva a alejarse. Sólo una
cosa, por respeto a mi padre, y al tuyo, acordemos que, caiga quien caiga, su cuerpo será entregado
sin profanar una vez despojado de la armadura.
-¡Oh, Héctor, pideme cualquier otra cosa! Pues he jurado por los huesos de Patroclo que su
pira no se levantará hasta que pueda coronarla con la cabeza de Héctor.
Entonces Héctor se llevó la mano a la garganta y dijo:
-No merece mucha mejor suerte la cabeza que lleva estos infieles ojos. -Y de pronto echó a
correr hacia el oste por la ruta de los carros de mercancías.- ¡Aquiles! -gritó por encima del
hombro-, creo que no te veo bien. ¡Será otro día! Cuando mi cuerpo se haya resignado a yacer
decapitado en su pira.
Pero Aquiles corrió tras él.
-¡Tiene que ser ahora! Si ves lo bastante para correr, también puedes ver para luchar. La
guerra suspira por un desenlace y sólo puede alcanzarlo por nuestra mediación.
Héctor volvió a gritar, deteniéndose un instante en su carrera hacia la Puerta Dardánida, con
Aquiles siguiéndole muy de cerca:
-Primero debo perder la cabeza en mi espíritu y olvidarme de mi mismo.
Mientras perseguía a Héctor que seguía corriendo, Aquiles se decía: «¿Se habrá vuelto
loco?». Porque era imposible que Héctor se hubiera vuelto cobarde. Pero prefería tener que matar a
un Héctor loco que a un Héctor ciego.
Y así se inició la cruel carrera alrededor de las murallas de Troya, que ninguno comprendió
entonces, ni tampoco más adelante, excepto, tal vez, Aquiles. Tres veces lo vio pasar Príamo, que
permanecía de pie en la Puerta Escea, dando traspiés en un frenesí medio ciego, y en cada ocasión
le gritó, sin ser oído:
-¡Héctor! ¡Hijo! ¡Oh, Cibeles, sálvanos de esta última vergüenza!
La carrera se hacia cada vez más lenta; ambos hombres se ahogaban bajo el peso de sus
armaduras. ¿No podía enviar Deifobo a unos hombres a detenerlos y llevarse a Héctor al interior de
la muralla? ¿Dónde estaba el famoso honor de Aquiles, si creía propio de un guerrero perseguir a
un Héctor destruido? Pero Delfobo había dado órdenes de que Héctor no fuera admitido por
ninguna de las puertas hasta que se hubiera enfrentado en combate con Aquiles. Sólo una paz
innoble seria posible con los griegos si Héctor convertía a Troya en el hazmerreír del mundo.
Podían decir que Hécror finalmente no había estado a la altura de Troya, y de sí mismo, pero no
que Troya había abierto sus puertas para dar acogida a un héroe caído en desgracia. Ahora Troya
sólo podía acogerlo ya como vencedor, o como cadáver, perdonándole una vez muerto por lo que
no podía pordonársele en vida. ¿Acaso no había sido el propio Héctor quien se había empeñado en
celebrar ese combate, desoyendo los consejos de todos?
Pero los guardianes de las puertas no tuvieron oportunidad de desobedecer las órdenes de
Deifobo; cada vez que Héctor enfilaba hacia una puerta, Aquiles se interponía en su camino. Y
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tampoco pudieron lanzar dardos contra Aquiles quienes los observaban desde las murallas, puesto
que ambos bandos habían jurado de antemano no intervenir. Pero estaba prescrito -por orden
divina, al parecer- que debería librarse un combate. Y cuando Héctor llegó por cuarta voz ante el
manantial, de pronto se detuvo y aguardó a Aquiles.
-No he podido evitarlo, Aquiles -jadeó-. No huía de ti, sino de mi infortunada cabeza. Puede
que intentara hacerla caer. ¿Cómo puedo saberlo, cómo puedo entenderlo?
-Dejemos que los dioses se encarguen de entenderlo. ¿Quieres que luchemos ahora?
-Ahora. Pero primero dame la mano, Aquiles.
Sus manos se unieron.
-Nuestro gran Aquiles y su gran Héctor -bufó Agamenón que los observaba desde el banco-
han corrido su pequeña carrera y, como unos niños buenos, ahora se dan la mano para demostrar
que sólo era un juego.
-Sssr -dijo Idomeneo el cretense, que estaba sentado a su lado-, están midiendo la distancia:
van a luchar de verdad.
-Naturalmente -dijo Meriones, sobrino y compañero de Idomeneo-, los gestos de los
valientes deben de constituir un misterio para ti. ¿Tantos deseos tienes de ver un cadáver,
Agamenón, el de Héctor o el de Aquiles, tanto da?
Meriones no hubiera llevado tan lejos su insolencia de no hallarse todos bajo la tensión de
ver desaparecer tres veces seguidas a Aquiles y Héctor, preguntándose en cada ocasión qué
espantoso combate podría estarse desarrollando fuera de su vista; verlos ahora a ambos ante sus
ojos calmó la tensión; una tensión que a Agamenón se le había hecho más insoportable que a los
demás. ¿Tal vez deseaba que Héctor se volviera de pronto contra Aquiles y lo matara atravesándolo
con su lanza, para comparecer luego ante ellos arrastrando su cuerpo por el suelo? Al menos, la
insolencia de Meriones pareció herir más su conciencia que su vanidad. Se le encendió el rostro y
hubiera derribado a Meriones si Néstor, a quien tenía al otro lado, no lo hubiese retenido en su sitio:
el combate había comenzado.
Primero, Aquiles arrojó su lanza. Héctor la esquivó diestramente; permaneció inmóvil
mientras Aquiles se adelantaba a recogerla, complacido ante esta prueba de que todavía veía lo
suficiente para luchar. Y Aquiles también se alegró.
-Más parece un ejercicio de prácticas que un combate -le dijo Áyax el Pequeño a Teucro, el
hermanastro de Ayax el Grande-. Juro que algo raro está pasando.
-Desearía no haber venido -respondió Teucro-. No pensé que seria tan lento y penoso. Un
combate individual es un buen espectáculo en un intervalo de una batalla... pero permanecer aquí
sentados, como si estuviéramos contemplando la danza de un festival, y siendo Héctor mi propio
primo, y Príamo el hermano de mi madre...
Ahora Héctor había arrojado su lanza, y con algo de su antigua puntería y fuerza. Golpeó el
escudo de Aquiles con un tañido que llegó claramente a los oídos de quienes se hallaban sentados
junto al manantial; pero rebotó; tal fue la pobre hazaña de Héctor. Este dejó caer las manos.
-Es inútil, me temo. No puedo enfrentarme a ti como mereces. ¿Qué podemos hacer?
-¡No ha sido nada! -dijo Aquiles-. Podría ocurrirle a cualquiera. ¿En tus viejos tiempos no te
ocurrió nunca que no lograras atravesar un escudo a la primera tentativa, el mío incluso, cuando nos
enfrentábamos con altiva furia en el campo de batalla? –Pero para sus adentros Aquiles se dijo:
«Tengo que acabar rápidamente con esto de algún modo, antes de que pierda la apariencia de un
combate. Por Andrómaca no puedo permitir que sufra así».
Y cuando Héctor se abalanzó sobre Aquiles con la espada desenvainada, sonriendo al
recordar cómo se habían enfrentado en los que ahora parecían tiempos afortunados, Aquiles lo
recibió sobre la punta de su lanza. Y cuando Héctor se desplomó de espaldas, con la garganta
atravesada, la sonrisa continuaba allí; Aquiles no le había dado tiempo a desvanecerse.
Los que permanecían junto al manantial corrieron a su encuentro, con Agamenón en cabeza.
-¡Valiente hazaña, muy bien Aquiles! ¡El mejor momento de la guerra, a decir verdad!
- 171 -
Aquiles les volvió la espalda y se dejó caer en un banco, mientras los demás se
arremolinaban a su alrededor.
-Antíloco -dijo y le dio su espada-, trae el paño del carro, y córrale la cabeza con un golpe
limpio y marchémonos. ¡Automedonte! Prepara los caballos. Y tú, Agamenón, haz debida entrega
del cuerpo decapitado y que nadie sino el joven Calionte le quite la armadura. Quisiera no haber
pronunciado nunca el juramento de coronar de un modo tan vengativo la pira de Patroclo. No había
odio en mi corazón cuando apunté el arma piadosa. Y ahora desearía no tener que sacrificar a los
doce cautivos, como prometí, y que las llamas de Patroclo pudieran servir para purificar mis
antiguas iras.
Agamenón, que consideró algo imperioso el tono de Aquiles, comenzó a decir algo:
-Siempre has sido precipitado en tus juramentos, Aquiles. –Y habría continuado
recordándolo su juramento de no volver a luchar hasta que los troyanos acudieran a sus propias
naves para pedirselo, si Néstor no se hubiera llevado un dedo a los labios.
Pero a Aquiles le importaba muy poco lo que en aquel momentro pudieran decirle
Agamenón o cualquier otro. Antiloco no tardó en volver con el pesado paño y Aquiles lo cogió de
sus manos, sin importarle la sangre que le mojaba el brazo y le chorreaba por las piernas. El carro
de Aquiles pronto comenzó a atravesar velozmenre la llanura, con Automedonte a las riendas,
mientras Antíloco contemplaba preocupado la cara tensa de su amigo. Y quienes lo observaban
desde la Torre Escea lanzaron un mudo grito al ver alejarse la querida cabeza de Héctor en
dirección al mar. Deifobo no habla permitido que nadie bajara a suplicar por el cadáver.
-Primero debemos soportar su muerte con serenidad y luego ya tendremos tiempo de
inquietarnos. Sabemos que Aquiles ha jurado llevarse la cabeza de Héctor para la pira de Patroclo,
pero tal voz Agamenón nos devuelva el cuerpo decapitado; es posible que por esto él y los demás
no han seguido de inmediato a Aquiles.
Pero Áyax el Grande había decidido apropiarse del cuerpo de Héctor. Agamenón decidió
que era preferible no meterse con Áyax, cuyo estado de ánimo se volvía más peligroso de día en
día, y además estaba más satisfecho de tener una oxcusa para no cumplir los deseos de Aquiles: la
violencia de Ayax. Ayax, a horcajadas sobre el cuerpo, blandió su espada sobre él y cercenó el aire
en el lugar que ocupaba la cabeza. La espada que usó no era la espada délfica de Aquiles, ahora
dedicada a Artemisa, la cual permanecía colgada en su cabaña a la espera de alguna misión sagrada
que tal vez confiaba descubrir en su sueño, sino la hermosa espada engastada que el mismo Héctor
le había dado en otoño, tras el combate entre ambos, y a cambio de la cual él le había entregado su
mejor cinto de combate. Habla sido muy astuto, se dijo Ayax, al hacerle creer a Aquiles la historia
del mancillamiento de la espada de Telamón con sangre impura de oveja. Lo consideraban un
gigante patán, ¿verdad? ¡Pronto les demostraría qué era capaz de hacer con el frío fuego de
Artemisa en el cerebro! Entonces advirtió que Héctor no llevaba el cinto que él le había dado.
Conque también él lo despreciaba, ¿eh? Ahora les demostraría cómo disponía Ayax del cadáver de
Héctor. Empezó a despojarlo de la armadura, cortando despiadadamente la carne cuando las
ataduras se resistían a sus impacientes manos. Todos miraron a Agamenón esperando que detuviera
el ultraje, pero él se limitó a encogerse de hombros. ¿Y quién se arriesgaría, en verdad, a intentar
detener a un loco, cuando lo único que estaba en juego era la paz de un cuerpo decapitado? Así
Áyax se desfogó incontroladamente con Héctor. Se revistió con la armadura, pues sólo Aquiles
habla acudido completamente armado y los demás únicamente llevaban sus espadas; luego, después
de cubrirse casi con alegría la cabeza con el casco de Héctor, se cargó el cadáver en el hombro
izquierdo como si fuese un macho cabrío recién sacrificado para un festín. Hasta Agamenón hizo
ademan de protestar, pero Áyax se alejó hacia su carro como si no tuviera conciencia de que lo
observaban, mientras mascullaba alguna cosa. Al parecer, tenía intención de llevarse el cadáver al
campamento. «Que Aquiles se encargue de Ayax -pensó Agamenón-. La profanación es asunto
suyo, no mío.» Cuando llegó junto al carro, Áyax arrojó el cadaver al suelo y empezó a desatar una
rienda sobrante que llevaba enrollada en la vara; pronto comprendieron para qué: se inclinó sobre el
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cuerpo, cortó los pies por detrás de los huesos de los tobillos y deslizó el cuero bajo los tendones. Y
los que se encontraban en la torre pronto vieron cómo el cuerpo de Héctor seguía a su cabeza hacia
el campamento griego, arrastrado entre el polvo del carro de Áyax.
-¡No es posible, no es posible! -le dijo con voz ronca Príamo a Hicetaón, contra el cual se
apoyaba-. Que Cibeles me perdone si en este momento extremo niego la verdad.
-Y yo declaro que por la verdad de Cibeles esto no es cierto. Tu querido hijo pronto será hijo
de Cibeles, entregado a su amor en el sepulcro vacío al norte del poco profundo Simois que lleva
todas estas semanas aguardándolo, ansioso de recibirlo de nosotros en su nombre.
-Imposible encontrar un lugar más bello -dijo Timetes justo a sus espaldas-. El huerto de
Ofrinio para acoger el cuerpo desgarrado de Héctor. La solemnidad de la escena constituirá el
recuerdo más impresionante de la guerra. Creo que Apolo no sería reacio a unir su influencia a la de
la primitiva Cibeles para semejante ocasión. Y evidentemente los griegos nos devolverán los
preciosos restos una vez satisfechos sus propios juramentos y ritos con ellos. Nuestra angustia no
debe hacernos olvidar que la guerra, oh amigos míos, es la guerra.
Polidamas hijo de Pántoo y el joven amigo dilecto de Héctor, se abalanzó gritando sobre
Timetes.
-¡Hipócrita! ¡Falso sacerdote! ¡Lo estrangularé!
Príamo intervino con serena celeridad.
-Dejad que los charlatanes hablen y que los deudos lloren.
Y Polidamas horrorizado de haber podido encontrar cabida para la pasión en su dolor, se
refugió en los brazos que le abría Príamo.
-Yo mismo suplicaré a los griegos que me lo devuelvan –dijo Príamo-. Aquiles no me lo
negará. Y tú acercarás la primera tea al fuego. Nacisteis el mismo día.
Timetes parecía dispuesto a volver a hablar, indignado; Helena corrió junto a él.
-¡Timetes, por favor! -le suplicó quedamente, alejándolo de Príamo-. ¿Por qué no te
marchas? Vete al templo. A ofrecer oraciones. Vete adonde quieras. Haz lo que quieras. Éste no es
lugar para ti... Te tomas las cosas de un modo demasiado diferente...
-¡Cómo! ¡Que no es lugar para mí! ¿Quién puede ofrecer piadoso consuelo a Príamo, si no
el sumo sacerdote de Apolo en Troya? -había empezado a alzar la voz.
Helena se arrancó la pañoleta de los hombros y le hizo un enérgico ademán a Paris, que
enseguida comprendió su significado. Antes de que el sorprendido Timetes pudiera ofrecer
resistencia, ya le habían metido la pañoleta en la boca, amordazándolo, mientras le ataban las
manos con otra pañoleta, arrebatada a la sierva de Helena, Grea. Todo esto sucedió a espaldas de
Príamo y ninguno de cuantos lo vieron protestó: Deifobo y Eneas y Antenor ya habían salido, para
deliberar sobre el mensaje que debían enviarle a Agamenón, quien, pensaban, tal vez estaría
esperando junto al manantial a que acudiera a su encuentro alguna persona de Troya. Pero antes de
que lograran decidirse sobre la forma adecuada de pedir el cuerpo de Héctor, Agamenón y sus
compañeros ya habían partido rumbo al campamento.
El viejo Tersites, el amigo del traicionado Palamedes, a quien Agamenón siempre había
detestado por la rapidez de su lengua, le dijo en el momento de subir a su carro:
-Si, será preferible volver rápidamente al campamento y anunciar la celebración de un
suntuoso festín que durará toda la noche, para que así las alabanzas por tu generosidad ahoguen los
lamentos de Aquiles junto a la pira de Patroclo y nos hagan pensar a todos que Héctor ha muerto
por obra de tu providencia.
Cuando Príamo abandonó la rorro, Helena y Paris y Grea se interpusieron para ocultarlo la
figura amordazada y maniatada de Timetes, quien tampoco deseaba ser visto así humillado. Helena
y Paris no lo desataron hasta que todos hubieron salido y entonces, mudo de exasperación, no dijo
nada. Pero el plan del caballo de madera ahora le quemaba el cerebro, atizado por el deseo de
vengarse de Troya.
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Príamo no tuvo fuerzas para acudir al campamento griego a pedir el cuerpo de Héctor hasta
la tarde siguiente. Deifobo había decidido que sería mejor dejar que el propio Príamo acruara como
intercesor, confiriendo a la súplica el tono de un duelo familiar; no debían perjudicar la situación en
tan delicado momento dando la impresión de que consideraban la muerte de Héctor como una
derrota oficial. Sólo Políxena lo acompañó, por su condición de persona que había tenido un trato
amable con Aquiles y podría ablandarlo si se resistía al dolor de Príamo; y Bruto, el hermano de
Eneas, que había acudido nuevamente a Troya desde Dardania, por su condición de persona que no
podía ser vista por los griegos como un representante oficial de Troya y cuya sincera serenidad de
espíritu sería un sostén para Príamo si le eran denegados los restos de Héctor.
A primera hora de la mañana del día en que Príamo llegó al campamento griego, habían
derramado el vino sobre las llamas moribundas de la pira de Patroclo. Y Aquiles había depositado
los huesos y las cenizas de Patroclo en una gran urna de oro que guardó en su cabaña, después de
cubrirla con un suave velo sin teñir, diciendo:
-Aquí esperarán, y no será por mucho, a que se les reúnan mis propios huesos y cenizas
blanqueadas.
Cerca de allí, en una estribación del Sigeo, ya se había señalado el lugar donde se levantaría
el túmulo funerario que albergaría la urna. Muchos habrían querido persuadir a Aquiles para que lo
levantase enseguida y le diera el nombre de Patroclo. Pero él replicó:
-Será el túmulo de Aquiles, en el que también yacerá Patroclo y tal vez algún otro amigo
querido. ¿Es que un hombre no puede conocer la inminencia de su propia muerte? ¿Sin duda un no
iniciado ha de poder profetizar al menos esto sin caer en la profanación?
Y los demás pensaron: «¿Se habrá vuelto loco Aquiles, como Ayax el Grande?». Pues no se
esperaba que hubiera ya ninguna batralla. El plan del Caballo de Madera ya era objeto de públicos
comentarios en el campamento. Y era posible que los troyanos pidieran negociaciones de paz e
incluso antes de que pudiera llevarse a la práctica. ¿Qué estaba diciendo Aquiles? No era hombre
capaz de quirarse él mismo la vida. ¿Tendría noticia de alguna conspiración contra él en el
campamento? Pero era demasiado amado por unos o demasiado temido por otros para que a nadie
so lo ocurriera semejante idea. Sin embargo, ¡cuán seguro parecía estar de que había de morir,
como si él mismo hubiese escogido la muerte, del mismo modo que un hombre podría escoger una
esposa! Tan seguro, que cuando las primeras llamas se alzaron sobro la pira arrojó sobre rlla el rizo
de pelo rubio que había cortado de su cabeza antes de abandonar su hogar, con la promesa de
ofrecerlo a su regreso al antiguo dios del río de Hélade, Esperquio, patrón de la muerte tranquila; la
hermana de Aquiles, Polidora, estaba casada con un rey de Hélade, descendiente del dios, que
llevaba ese nombre, y en Ptia habia muchos altares en su honor.
-Para ti este rizo, Patroclo -dijo Aquiles y lo arrojó al fuego-. El próximo viaje me llevará a
la muerte, no a mi hogar.
Luego, por la mañana, después de dispersar los restos de la pira, se iniciaron los juegos
funerarios. Odiseo, que llegó en plenos preparativos para los juegos, quedó tan satisfecho al
comprobar que rodos habían olvidado el asunto de Palamedes en medio de esos sucesos más
estimulantes, que aportó a los premios el tazón de plata recibido de Euneo de Lemnos a cambio de
la venta del joven hijo de Príamo, Licaón; ¿acaso no le quedaba el más valioso tazón de oro que le
diera Príamo a cambio de Licaón cuando lo rescaró de manos de Euneo? Y Agamenón donó a una
mujer de Lesbos; y Aquiles una preciosa yegua y dos talentos de oro para otro premio y también,
para otro, un peto de bronce arrebatado del cuerpo del alto jefe peonio, Asteropeo, a quien había
matado varios años atrás. Esos serian los premios de las carreras de carros que habían de celebrarse
fuera de las murallas del campamento. En ellas podrían competir cinco hombres y Fénix distribuiría
los premios de acuerdo con su valor según el orden de llegada a la meta; y los cinco competidores
serian Diomedes, que haría correr los caballos capturados a Eneas, Eumelo de Faro, Meriones de
Creta, Menéalo y Antíloco.
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Antes de comenzar la competición, Néstor se llevó a un lado a Antiloco y le dio una lección
de estrategia.
-No infrinjas ninguna regla cuando pueda verte el juez, hijo mio, pues así se pierde a
menudo una carrera justamente ganada. Pero cuando estés lejos del juez deja correr sin freno a tus
caballos y entonces si alguno se queja contra ti sufrirá la vergüenza de ser tachado por todos de
envidioso.
Antíloco se río.
-No creo que pueda hacer tanto, padre, pero cuando el juez no pueda oírme le lanzaré pullas
amistosas a Menelao: tiene un trato nervioso con los caballos.
Diomedes llegó primero y obtuvo la mujer lesbiana, que Criseida podría llevarse consigo a
Argos o devolverla a Lesbos, como prefiriese. Luego llegó Antiloco, un poco por delante de
Menelao, a quien había estimulado con sus gritos a llegar en tercer lugar en vez de el último;
después llegó Meriones y por último Eumelo. Fénix habría querido darle el segundo premio a
Eumelo porque, aunque llegó el último, había manejado sus caballos mejor que los demás. Pero el
segundo premio era la preciosa yegua, y ésta había pertenecido antes a Patroclo, de modo que Fénix
accedió a las súplicas de Antíloco y le dio el caballo de su amigo muerto, y a Eumelo le concedió la
coraza de Asteropeo, con la que ésto se dio por satisfecho. Poro Menelao, aunque más contento de
recibir un tazón de plata que una yegua, no podía ceder el segundo puesto a Antíloco sin una
protesta.
-No quisiera criticar el juicio de Fénix -declaró en tono ofendido-, pero pienso que debo
saberse que, en el punto más alejado de la carrera, Antíloco acercó más de lo permitido sus caballos
a los míos y me distrajo con impertinencias.
Ante lo cual todos esbozaron una sonrisa contenida y Néstor le dió un codazo mientras le
susurraba satisfecho:
-¡Ya ves qué buenos resultados da seguir mis consejos!
Antíloco por su parte dijo:
-Si crees que te correspondo la yegua, ¡quédatela! -Lo cual equivalía a decir: «¡Cógela si te
atreves!».
Y Menelao volvió a repetir lloriqueando:
-No quisiera criticar el juicio de Fénix... -y se sentó.
Meriones recibió los dos talentos, el cuarto premio.
A continuación, sin que nadie lo invirara a ello, Néstor se levantó para comentar en términos
halagadores la habilidad de cada uno de los contendientes, transformando en retórica lo que todos
habían visto con sus propios ojos, como si estuviera describiendo una carrera de caballos de
venerable recuerdo que sólo él hubiera vivido para contarla. Y, evidentemente, pronto pasó a hablar
de la carrera a pie en la que él había participado en su juventud, cuando, durante una visita a Élide,
so celebraron unos juegos en su honor y dejó atrás al joven Pileo, cuyo hijo, Megos, se encontraba
entre ellos en aquel momento; ¿quizás ya lo había oído contar la historia a su padre? ¿No? En
verdad, al envejecer los hombres sólo recordaban sus victorias. Y entonces, comprendiendo que
podían pensar que eso era muy aplicable a su caso, decidió que más le valdría contar una historia
desfavorable para él. De modo que describió una apuesta que de joven habia hecho con un amigo,
consistente en cubrir el trayecto de Pilos a Esparta por el camino de carro, viaje que solía ocupar
dos días, en sólo un día y una noche; si perdía debería entregar su mula, un animal
maravillosamente rápido llamado Relámpago con el que ya había ganado muchas apuestas. Y, en
fin, ya fuera porque había forzado demasiado al animal en su momento o como castigo por su
confianza («"Néstor no admite el desaliento", solían decir de mi en Pilos»), aproximadamente a
mitad de camino de Esparta, su mula, que hasta eso momento había mantenido un buen ritmo, de
pronto cayó fulminada. ¡Había perdido la apuesta, poro el ganador tuvo que aceptar una mula
muerta! De hecho había perdido con gusto, pues la burla se había vuelto más contra su amigo que
contra él.. Eso era lo que entendía Néstor por una historia desfavorable para él. Aquiles, que había
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observado que los demás esperaban impacientes que Néstor acabara de una vez, decidió que lo
mejor sería hacer algo para interrumpirlo. Sin darle tiempo a continuar, dijo:
-Sin duda, Néstor merece un precio por su valeroso discurso. Ofrezco mi copa de oro de
Zeus en la que bebimos Patroclo y yo en señal de despedida. Queden dispersas las reliquias de ese
tiempo, ahora que vive por obra de los dioses y no de mi memoria.
Y Néstor habría pronunciado otro discurso a propósito si Fénix no le hubiera indicado a
Estentor, el heraldo, que anunciara el final de la primera parte de los juegos.
-¡Despejen el campo para la próxima competición! -tronó Estentor con su voz de cincuenta
bocas, mientras hacia retroceder sin ceremonias a los que se hablan adelantado demasiado,
empujando a Néstor junto con los demás.
Después de la carrera debía celebrarse un pugilato entre Epeo el Cobarde y Eurialo, a quien
estaba unido por vínculos de sangre Diomedes. Eurialo era hijo de Macisteo, hermano de Adrasro,
antiguo rey de Argos, con cuya hija, Tideo, se había casado el padre de Diomedes y de quien ésto
habla heredado su reino. Tiempo atrás, cuando Tideo huyó de Calidón a Argos, Polinices de Tebas
acudió igualmente a Argos como fugitivo de Tebas de los cadmeos, de donde habla sido expulsado
por su hermano Eteocles; Polinices, Eteocles y su hermana Antígona eran hijos de unión incestuosa
involuntaria entre Edipo y su madre Yocasra. Entonces Adrasto, acompañado por Tideo y un
destacamento de argivos del que formaba parte Macisteo, se dirigió a Tebas a ayudar a Polinices en
su lucha contra su hermano; y allí cayeron todos, excepto Adrasto, y Polinices y Eteocles se
mataron entro sí en un combate cuerpo a cuerpo. Luego el cruel Creonte, hermano de Yocasta, se
erigió en rey de Tebas y todavía continuaba reinando allí, aunque ya era un viejo paralizado por el
crimen, cuando Diomedes y Esténelo y Euríalo y otros cuatro jóvenes guerreros se dirigieron a
Tebas con un grupo de hombres decididos para vengar la muerte de sus padres. Ése era el Euríalo a
quien desafió a un pugilato Epeo el Cobarde, artífice del Caballo de Madera. Y Epeo ganó el
combare; en efecto, un cobarde, a fuerza de extenuante práctica, puede aprender a defenderse mejor
con sus manos que un hombre más valiente, menos preocupado de esquivar los golpes. A él le
correspondió, por tanto, la mula de seis años sin domar, y para Eurialo fue la copa de plata del
perdedor.
Al pugilato siguió una lucha, entre Áya.x el Grande y el pequeño Odiseo, con un caldero de
tres pies para el ganador y una cautiva de Tracia para el perdedor. El enfrentamiento prometía ser
divertido: con la actitud impasiblemente amenazadora de Áyax y la cara rebosante de sonrisas de
Odiseo, con el pecho más erguido que nunca. Pero, de hecho, la lucha resultó larga y tediosa y
Fénix la dio por terminada antes de que se alcanzara un desenlace. Odiseo, pese a todas sus astutas
contorsiones, podría haber estado luchando perfectamente con una pared; Ayax se mantenía firme,
casi sin hacerle caso, como si resistiera los embates de un antagonista de fantasía. Hasta que ambos
cayeron enlazados al suelo, tal vez de mutuo aburrimiento. ¿A quién debía corresponderle, pues, el
caldero del vencedor?
-Yo me quedaré con la mujer -dijo alegremente Odiseo. No tenía ninguna cauriva que
llevarse consigo a Itaca y una mujer conferia un toque heroico al botín obtenido en una guerra. Para
hacerlo comprender a Áyax su magnanimidad al escoger voluntariamente el premio del perdedor, él
mismo levantó el caldero y se lo ofreció. Áyax se lo quedó mirando con cara de desconcierto, luego
de pronto se iluminó su mente y cogió el caldero y cubrió con él la cabeza y los hombros de
Odiseo. Odiseo fue el primero en inscribírse para la carrera a pie, deseoso de rehacerse del ridículo
en que lo había dejado el absurdo acto de Ayax. No podía reprocharles sus risas. Pero podrían haber
reído como de las inocentes indignidades causadas por un niño a la digna persona de su padre; ¿por
qué tenían que hacerlo a carcajadas? ¿Acaso no era evidente para todo el mundo que Ayax se había
vuelto loco o resultaban divertidas para los hombres sensatos las hazañas de un orate? ¡Hombres
sensatos, a fe suya! Esos guerreros idolatrados casi como dioses por el vulgo, tenían todos unas
mentes corras, rudimentarias, si mente tenían; era ridículo molestarse, se dijo. No había ni uno
entre ellos, por imponente que resultara en el campo de batalla, al que no fuera capaz de dominar
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con su ingenio. La vida no se desarrolla en el campo de batalla. Y él era capaz de imponerse a todos
en una carrera a pie si se lo proponía. Así, en virtud más de su rapidez mental que de la ligereza de
sus pies, Odiseo se llevó el primer premio: un frasco de plata más apropiado para una mujer que
para un hombre, pero que complacería a Penélope. Áyax el Pequeño llegó muy pegado a él; no de
mayor estatura pero más joven y con las piernas largas, habría llegado en cabeza de no haber
tropezado y caído una vez. Algunos opinaban que Odiseo, que corría detrás de él, le había pisado el
talón, pero con la velocidad y el polvo y la distancia se hacía difícil distinguir qué ocurría, y Áyax
el Pequeño, orgulloso como siempre, no quiso rebajarse a discutir por un delicado frasquito de plata
en vez de un espléndido buey: el segundo premio, que aceptó gustroso. Antíloco, que llegó tercero,
recibió medio talento de oro por su participación. Néstor se quejó:
-Pero, hijo, tus valerosas y jóvenes piernas seguro que podrían haber dejado atrás a todos si
hubieras corrido con empeño. Ésta no es manera de defender la famosa habilidad pilia en los
juegos.
Antiloco le ofreció una sonrisa filial.
-Mientras corría se me ocurrió que a los hombres mayores os encantaría que Áyax el
Pequeño u Odiseo ganaran por piernas a un ágil mozalbete.
Otros juegos se habrían sucedido sin pausa hasta la caída del sol, interrumpidos sólo cuando
los esclavos les llevaban refrigerios, do no haber aparecido unas figuras en la llanura, procedentes
de Troya, las cuales, cuando llegaron, resultaron ser las de Príamo y Políxena, acompañados por
Bruto, el hermano de Eneas. Aquiles salió a su encuentro, indicando con un gesto que los juegos no
podian continuar. Condujo a Príamo y a Bruto a su propia cabaña, pues sabia que Príamo había
acudido a verle sólo a él. A Políxena la envió a descansar a la cabaña de Pentesilea, pues no deseaba
imponerle a Criseida una presencia en la nave que podría reavivar la pena que había sufrido en los
primeros tiempos, después de dejar Troya para reunírse con ellos; si, enterada de quiénes se
encontrahan muy cerca en el campamento, ella misma decidía verlos, podría bajar de la nave y
acudir libremente a su encuentro. Y Criseida no tardó en enterarse de quiénes eran y primero corrió
a abrazar a Políxena. Ninguna de las dos pensó ni por un momento en lo raro de ese encuentro, en
el campamento griego y bajo la mirada impertérrita de Pentesilea. Lloraron por Héctor como
habrían llorado juntas en Troya.
-¿Será bondadoso Aquiles? -preguntó Polixena-. He venido con la esperanza de poder
persuadirlo si mi padre no lo logra, recordándole la ternura con que nos separamos sobre la tumba
de Andrómaca. Pero creo que todo irá bien. Nos ha recibido casi como si también él estuviera
apenado por Héctor. Ha prometido venir a verme pronto, en cuanto haya descansado.
-Si, él también sufre, a su manera -respondió Criseida-. Sólo un hombre como Aquiles
puede llorar de verdad por un hombre como Héctor, pensando, en cierro modo, en su propia muerte.
Y, sí, será bondadoso; ya lo ha sido. Él mismo cogió la cabeza antes de que las llamas la tocaran,
considerando suficientemente cumplido su juramento a Patroclo tras haber coronado de ese modo
su pira durante algunos instantes. La armadura de Héctor, que recuperó de Áyax, la dejó fundir para
que perdiera su nombre en nombre de Patroclo; pero el cuerpo ensamblado yace lavado y
fragantemente amortajado, confiado a mi cuidado en la nave que habito con la cauriva Pedásea.
Aquiles nunca pronunció contra Héctor el juramento de reducirlo a huesos y cenizas sin nombre en
la hoguera.
-Ha obrado casi como un troyano -dijo Políxena-. La primera vez que nos vimos tuve que
hacer un esfuerzo para no amarlo.
Entonces entró Climena, encantada de ver a una vieja amiga y tan deseosa de intercambiar
chismes como si Políxena hubiera acudido al campamento con eso solo propósito. Y mientras tanto,
Pentesilea observaba a las tres mujeres con mirada impasible, basta que Climena le dijo con
estudiada osadía:
-¿Nos desprecias porque hablamos como tres mujeres juntas, Reina?
Pentesilea, ignorando esta pregunta, se dirigió a Polixena:
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-¿Por qué hiciste un esfuerzo para no amar a Aquiles?
Políxena reflexionó un momento antes de responder.
-Supongo que porque no es un hombre como los demás, igual que.... ¿me perdonarás que lo
diga?, tú tampoco eres una mujer como las demás. Seria un sentimiento tan poderoso que se
transformaría en odio, o casi. No habría podido hallar reposo hasta conseguir herirlo en la
vulnerable planta del pie. Y entonces, sabiéndolo perdido, habría querido morir yo primero.
Los ojos de Pentesilea se movieron un poco.
-Lo que dices es cierto. Personas como Aquiles y como yo no tenemos ningún derecho a
existir. No creemos en lo que llamáis hombres, y mujeres .No creemos en nada, ni siquiera en
nosotros mismos: sólo en Artemisa. Tú consideras bondadoso a Aquiles. Asesinó a Héctor. Le gustó
asesinarlo porque sufrió mientras lo hacia y le gustó sufrir porque no podía creer realmente en el
dolor. ¡Yo lo sé! ¿Creéis que habría acudido en ayuda de Troya si no estuviera vencida ya en todos
los aspectos excepto de hecho? Me gustaba la idea de llorar con vosotros y, sin embargo, no sentir
nada. ¿Y por qué quería que luchásemos una batalla separada nosotras solas y hacer renunciar a
Aquiles al combare contra Héctor? Porque sabia que ganaríamos y eso incitaría a los griegos a
exigir una nueva batalla general. Quería que la derrota de Troya fuese un hecho al cual poder volver
la espalda, en voz de una postración que no podíamos sentir. Ya habéis oído lo que dice de las
amazonas: «Olvidan a quien aman y entierran a quienes defienden». En virtud de la misma norma
Aquiles devuelve el cuerpo de Héctor, porque no cree en la piedad que sintió por él al matarlo, ni
tampoco en el amor por Patroclo que le impulsó a volver a la lucha.
-¡Terrible mujer!
Aquiles había escuchado todas sus palabras y Pentesilea, que estaba sentada mirando a la
puerta, lo había visto llegar cuando empezó a hablar; las otras mujeres, sentadas en un rincón junto
a la puerta, no lo habían visto. Y, sin embargo, Pentesilea había seguido hablando... hasta que él no
pudo soportarlo más. De una sola zancada o, eso pareció, de un salto más bien, se plantó ante ella y
le tapó la boca con la mano.
-¡Calla, terrible mujer!
Apartó bruscamente la mano, como si su cara quemara. La sorpresa se encendió entro ellos
como una llamarada: por lo que él había hecho, por lo que a ella le habían hecho. La mirada de él
se dulcificó, poro no la de ella. En su mejilla se dibujaba una marca roja, donde la habían
presionado los dedos; él la tocó con asombro. Luego dio media vuelta y se acercó lentamente a las
demás.
-¡No es irritante! -exclamó indignada Climena-. Esa es la palabrería que le ha estado
haciendo dar vueltas la cabeza a Ayax.
Aquiles apoyó una rodilla en una silla, de espaldas a Pentesilea.
-He sido atacada por un griego -dijo ésta hablando para sí, pero en tono apenas audible- y he
quedado libre del juramento prestado ante Agamenón de que no levantaría mí arco.
Aquiles, como si no la oyera, se dirigió a Polixena:
-Hemos convencido a tu padre para que pase aquí la noche, en mi cabaña. Partirá al
amanecer con lo que venía a buscar. Quizás a Criseida le guste que pases la noche con ella en la
nave de las mujeres
Pero antes de que Criseida pudiera responder, la flecha de Pentesilea se clavó en el talón del
pie levantado de Aquiles. La habían visto coger su arco y dirigirso con él al extremo más apartado
de la estancia; después, las palabras de Aquiles habían concentrado sus miradas en su rostro. La
fuerza de la flecha, lanzada sobre él desde tan corta distancia, lo derribó tambaleándose por encima
de la silla.
-¡Oh, Aquiles! ¡Oh, la bestia! ¡Pedid ayuda, prendedía!
-¡Todas quietas! ¡Polixona, aprieta con fuerza el pie! ¡Rápido sus flechas están
envenenadas! -Y Criseida extrajo la flecha tan suavemente como pudo.
Lo sentaron en la silla. Criseida, en el suelo, sostenía el pie sangrante en su regazo.
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-Un paño limpio, Climena, para vendarlo... hasta que podamos pensar qué debemos hacer.
Políxena estaba arrodillada junto a la silla y escudriñaba el rostro de Aquiles. Él miraba a
Pentesilea con ojos concentrados en muda curiosidad, como se mira a una persona de quien hemos
oído hablar mucho poro que no habíamos visto nunca hasta el momento.
-¡Conque ésta eres tú! -dijo sin que nadie lo oyera.
¡Conque ésa era la muerte cuyo rumor él mismo se había anunciado!
Pentesilea todavía empuñaba el arco cuando entró Antíloco.
-¡Ah, supuse que te encontraría aquil No me gustaba la idea de entrar en la cabaña estando
Príamo dentro. ¡Oh, horror! ¿Qué ha ocurrido? ¿Te han herido? -Y mientras avanzaba hacia
Aquiles, la flecha de Pentesilea se le clavó en el corazón; se desplomó. En el acto Aquiles estuvo a
su lado y enseguida también Creseida. Políxena y Climena so abrazaron.
-¡Lo ha matado! Sabía que después de Patroclo mi cariño era para él. Y Calionte no estaba
aquí para parar el golpe. -Aquiles se incorporó, blandiendo su espada, y avanzó renqueando hacia
Pentesilea. Ella lo esperó sin inmutarso.
-Es un placer morir primero, sabiéndote condenado -dijo de modo que sólo él pudiera oírla.
Aquiles se detuvo un instante: ¿qué quería decir con eso?
-¡Terrible mujer!
No profirió ni un solo grito cuando le hundió la espada en el pecho... pero en sus ojos
impasibles había una mirada de triunfo.
Luego la estancia se llenó de gente, avisada por Criseida; unos de los primeros en llegar
fueron Diomedes y Tersites. Aquiles estaba sentado en el suelo junto al cuerpo de Pentesilea;
Diomedes y Tersites se hallaban de pie junto a él.
-Vamos, Aquiles -dijo Diomedes-, tonemos que llevarte a tu cabaña y acostarte para curarte
el pie.
Aquiles, sin aparrar los ojos del rostro de Pentesilea, meneó la cabeza.
-No debemos molestar a Príamo. -Y dirigiéndose a los que estaban levantando el cuerpo de
Antíloco, ordenó:- Llevadlo junto a su padre, pero decidle que debe conservar su cadáver para
quemarlo junto al mio.
Volvió a posar la mirada en el rostro de Pentesilea. Luego dejó que Diomedes lo ayudara a
incorporarse.
Cuando ya se disponían a salir, Tersites dio un puntapié a la cara de Pentesilea.
-¡Asquerosa virgen ramera!
Aquiles se desasió de Diomedes con un grito.
-¡Sucio Tersites! -Y por encima del cuerpo de Pentesilea hundió profundamente la espada en
el vientre de Tersites, que cayó al suelo dando gritos.
La estancia se convirtió en un tumulto de exclamaciones Criseida ordenó a Climena que so
llevara a Polixena a la nave. Aquiles yacía desfallecido en la cama; Criseida le acariciaba la cabeza
mientras Fénix mantenía alejados a los demás. Tersites no tardó en morir.
-Tenía una lengua perversa y ociosa -dijo Diomedes-, pero era de mi familia. Y Pentesilea
ha sido la causa de todo esto. -Cogió su cuerpo por el cinto y la arrastró fuera de la choza, y fuera
de las puertas de la muralla, sin detenerse hasta llegar al lugar donde el Pequeño Escamandro se
lanzaba en rápido curso hacia el mar; y allí arrojó su cuerpo al río.
Poco más puede contarse de la muerte de Aquiles. Durante un día la herida pareció sanar y
luego, en una sola noche, el veneno de pronto invadió su cuerpo y rápidamente lo consumió. Y el
funeral de Aquiles, al cual se sumó el de Anriloco, ya había quedado medio celebrado con el
funeral de Patroclo. Políxena permaneció sentada muy cerca de Criseida mientras levantaban la
pira; lo había rogado a Príamo que la dejara quedarse. «En memoria de su presencia junto a la pira
de Andrómaca. Pues morirá pronto. Y cuando haya terminado el funeral, volveré. Es correcto que
uno de nosotros vea arder a Aquiles mientras Héctor arde en Troya.» Pero Polixena no volvería a
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salir del campamento. Cuando depositaron la armadura de Aquiles sobro la pira y encendieron la
leña, cogió la espada y se dejó caer sobro ella antes de que nadie pudiera detenerla.
-Yo tuve la culpa -dijo, tendida en los brazos de Criseida con el rostro vuelto hacia las
llamas cada voz más altas-. De no haber sido por mí, Pentesilea nunca habría sabido cómo herirlo
mortalmente. Fue una suerte para ella que muriera primero.
Puesto que las armas de Aquiles no habían sido ofrendadas en la pira, Fénix anunció con
tristeza la celebración de unos juegos:
-Para prolongar los actos y las ceremonias prescritas, pues ya demasiado pronto ha de llegar
el oscuro momento en que como ciegos busquemos la luz que apenas comprendíamos que nos
ayudaba a ver, igual que sólo al ponerse el sol advertimos su presencia en el firmamento.
-Un espíritu raro -dijo secamente Agamenón-. Totalmente irreemplazable.
-¿Y quisieras acaso reemplazarlo? -lo azuzó Meriones.
-Para mí, no menos irreemplazable que Aquiles es mi Antiloco -dijo Néstor. A sus labios no
afloró ningún bonito discurso en esa ocasión.
Todos tenían muy pocos ánimos para competir por los premios. Se echaron suertes, se
lanzaros los dados, muchas cosas se entregaron sin ninguna prueba; entonces le tocó el turno al
casco con incrustaciones de oro que Aquiles usaba a menudo.
-Desafio a alguien a una carrera por él -dijo Odiseo, pensando que nadie respondería a su
desafío y que Fénix, por cortesía, le entregaría el casco como si lo hubiera ganado.
-¡Acepto! -gritó Áyax el Grande.
Fénix dio la señal para el inicio de la carrera; los corredores salieron, separados por la línea,
Áyax, por ser el más grande, en el lado de fuera. En el lugar en que la pista comenzaba a curvarse
para formar un óvalo, Odiseo pareció separarse de la línea y cortar a campo traviesa por terreno no
señalado hasta el lugar donde la pista volvía a curvarse hacia la meta y continuó corriendo
rítmicamente sin prestar atención a los gritos de Áyax, que se había detenido.
-¡He ganado el casco! Ayax puede quedarse con una de las espadas que quedan, por perder
el resuello a mitad de la carrera.
-¡No quiero ninguna espada! Ya tengo la mejor que tenía Aquiles, concedida en un gesto de
amistad mientras todavía vivía. No puedes quedarte con el casco. Has abandonado la carrera.
-Te equivocas, Áyax. Si hubieses observado atentamente la línea, habrías advertido que en
el punto donde tú abandonaste la carrera había dos lineas: una por dentro y una por fuera. Yo cogí
la de dentro, porque al trazar el recorrido, éste resultó más largo de lo habitual y entonces volví
atrás y tracé otra línea, a partir de ese punto, borrando con cuidado la de fuera.
Fénix y algunos más se fueron a examinar las líneas.
-En efecto, hay dos líneas, Odiseo -dijo Fénix al volver-, y la de fuera efectivamente está
borrada, pero por encima, y la de dentro no está trazada con igual profundidad. Era muy natural que
Ayax se equivocase.
-Es posible, pero se equivocó. Y con una equivocación no puede ganarso una carrera.
-Lo mejor sería que volvierais a correr.
-No estoy dispuesto a correr de nuevo -dijo Ayax-. Cuando hay trampa, el ganador es el
hombre honrado.
-¡Vamos, vamos! -exclamó Agamenón-. No dobémos estropear el funeral de Aquiles con
una pelea de chiquillos. Concédele el casco a Odiseo con buen humor y ya te encontraremos una
pieza de armadura todavía más hermosa.
Esto desató la ira final de Ayax el Grande. Se pasó el resto del día encerrado en su choza.
Nadie pudo determinar luego a qué hora mató a Climena. A Tecmesa debió de matarla justo antes
de suicidarse, a primera hora de la mañana del día siguiente. Durante la noche había salido
precipitadamente de la cabaña para matar a unas ovejas al otro lado del arroyo, sin que sus soldados
se atrevieran a impedirselo. Cuando derribaron la puerta de su cabaña por la mañana, algunos de los
animales que había arrastrado hasta allí seguían vivos e intactos. ¿Había caído en la cuenta de su
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locura al despertar en la estancia violentamente desordenada (pues su cama revelaba que había
dormido)? ¿O lo había hecho todo soñando en Artemisa? ¿O lo había apuñalado Tecmesa, para
luego clavarse ella misma el puñal? ¿O había sido presa también de la locura de Artemisa? La
espada délfica de Aquiles yacía entre ambos y cada uno tenía una mano cerrada sobre ella. Nadie
supo cómo había muerto Ayax, ni con qué visión de si mismo.
Aquiles había hecho caer la oscuridad sobre el campamento, tal como proferizara Fénix; y
la muerto de Ayax trajo consigo el miedo. Todos comenzaron a buscar ahora la salvación en la
magia del Caballo de Madera, incluida la propia Troya.
La Paz
En el extremo noreste de Troya, en el ángulo de las murallas dominado por la Torre del
Noreste, se alzaba el gran palacio de Príamo, paralelo a la muralla norte y mirando hacia la Torre
Escea. En el lado sur del palacio se encontraban las viviendas de la familia real; una puerta abierta
en su parte trasera conducía a la capilla de Cibeles, en cuyo interior había otra capilla más pequeña,
consagrada a Atenea.
En la capilla de Cibeles había un pozo, alimentado a gran profundidad por un manantial
subterráneo. El agua sobrante del manantial era conducida hasta las afueras de la ciudad a través de
un estrecho canal que atravesaba la muralla norte; burdos y viscosos peldaños tallados en un lado
del canal lo convertían en un secreto pasadizo de acceso y salida de la fortaleza. A la entrada del
pasadizo, la puerta de piedra de Laomedonte, bloqueaba el acceso a la cámara subterránea, donde el
agua del manantial alcanzaba casi el nivel del suelo; el agua se extraía desde la capilla superior por
una boca de cisterna coronada por una linterna de seis caras. Lo cual convertía a la cámara,
inaccesible excepto a través del pasadizo secrero de la muralla, en la más segura de las prisiones; la
llave de la puerta de piedra se encontraba bajo la vigilante custodia de Príamo y el único acceso por
la parte superior era a través de una trampilla abierta en un costado del altar de Cibeles, cuya llave
custodiaba atentamente Hicetaón. Antes de la guerra, la cámara tenía a veces un ocupante: algún
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hombre que había cometido una falta que no se atrevía a confesar se autocondenaba a un período de
reclusión en ella. Desde el inicio de la guerra, todas las faltas habían pasado a ser públicas; quizás
porque era más fácil obtener el perdón: las gentes estaban demasiado cansadas para buscar
venganza cuando alguien cometía una falta contra ellas. Príamo todavía conservaba la llave de la
puerta de piedra que daba al pasadizo secreto, pero la trampilla situada junto al altar de Cibeles
permanecía ahora sin cerrar. La cámara inferior se utilizaba para guardar las vasijas sacramentales y
el vino y otro material para los festivales, y los esclavos encargados de la limpieza de la capilla
también dejaban allí las escobas y brochas y trapos y pinturas para el remozado anual. La tradición
ordenaba conservar en lugares separados los utensilios de la capilla y los del palacio, y antes de la
guerra siempre había disputas entre los esclavos de la capilla y los del palacio a propósito de la
apropiación de material de la capilla para ser usado en el palacio: algún esclavo perezoso cogía una
escoba de la capilla cuando no encontraba otra, obligándoles a adquirir una nueva o a iniciar una
molesta pesquisa en busca de la vieja.
Deifobo prestó el juramento de paz en la capilla de Cibeles, en presencia de Odiseo,
Calcante, Ayax el Pequeño y los notables troyanos. El rito se celebró allí, y no en el templo de
Apolo –lugar tal vez más apropiado, puesto que troyanos y griegos compartían el culto de Apolo
pero no el de Cibeles-, porque Timetes insistió en que Calcante, como desertor, no podía ser
admitido en el templo sin una reconsagración, ceremonia que no podía efecruarse hasta después de
solemnizada la paz en virtud de la cual Calcante podría volver a ser considerado troyano. El
verdadero motivo de los escrúpulos patrióticos de Timetes era su deseo de que la reintegración de
Calcante en el colegio sacerdotal de Apolo fuese un proceso lento y humillante, que le obligase a
pensárselo dos veces antes de plantear su recuperación del puesto de sumo sacerdote. Si el
juramento de paz se prestaba en el templo, Calcante sin duda tendría un papel demasiado destacado
como oficiante en nombre de los griegos y luego resultaría más difícil hacerle pasar por el proceso
de arrepentimiento. De ahí que Timetes renunciara a la gloria de oficiar en la ceremonia de paz, a
pesar de haber sido, junto con Antenor y Eneas, el artífice de la aceptación por parte de los troyanos
del extraño plan a través del cual debía alcanzarse la paz: la suspensión de las prácticas religiosas
habituales y la entrega de Troya a la protección del oscuro dios Baal hasta que hubieran zarpado
todas las naves griegas. Y así fue como Calcante ofició, por primera y última vez en su vida, en una
capilla de la diosa amante... en nombre del enemigo de su pueblo.
Un joven novicio de Cibeles asistió a Hicetaón en nombre de los troyanos y Dares asistió a
Calcante; fue imposible persuadir a ningún cibelense para que actuara como acólito de Calcante,
pero se consideró que Dares, un mero sacerdote de Hefesto, podría asistirlo en la ceremonia sin
ofender a la diosa. Por otra parte, a Dares no le molestaba desempeñar esa función. En secreto,
abrigaba la intención de marcharse con los griegos, llevándose a su familia y a su hermano y la
familia de su hermano, para instalarse en algún lugar de Grecia: muy probablemente en Itaca,
donde, según Odiseo, podrían continuar practicando su oficio de metalistas en las circunstancias
más favorables, exportando sus productos en sus naves, al mismo tiempo que también tendrían
ocasión de efectuar trueques favorables con todos los comerciantes que acudían al mercado de
Itaca. El interés de Odiseo por Dares tenía en parte su origen en el deseo de apropiarse de las
crónicas escritas de la guerra que aquél venia recogiendo. A Odiseo le preocupaba más que a
ningún otro de los griegos que luchaban frente a Troya el papel que se le otorgaría en la historia de
la guerra cuando ésta empezara a contarse; también porque había tenido una actuación tan visible
sin haber participado en muchos combates reales: una posición equívoca que centraria la atención
más en su carácter que en sus gestas.
Odiseo había visto las crónicas de la guerra desde la perspectiva troyana que, antes de
Dares, había venido escribiendo Calcante durante ocho años; redactadas en el ampuloso estilo
apolíneo, para ser leídas como halagos por griegos y troyanos por un igual y sin ninguna
descripción precisa de las personas o los sucesos. A partir de crónicas tan simples como las de
Dares se forjaría el mundo su opinión, se compondrían los cantos que cantarían los juglares en
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todas las cortes de Grecia cuando los reunidos pidieran un relato de Troya. Pero las crónicas de
Dares hablarían muy poco, demasiado poco, de él; Odiseo lo sabia. ¿Y si, cuando los griegos
saquearan Troya, caían en manos de una persona como Diomedes y en Argos servían de base para
una epopeya? Diomedes le era hostil y desde luego no se molestaría en explicar a los juglares que
la escasa mención a Odiseo de Itaca se debía a que ésto era un hombre de acciones sutiles, no
inmediatamente perceptibles en el burdo desarrollo de las batallas. Y las meticulosas crónicas del
cretense Dictis habrían contado demasiado: por eso se había visto obligado a urdir su destrucción.
(Un incendio en la cabaña de Dictis, provocado por Euribates una tarde que todo el campamento se
encontraba lejos en una competición. Una solución mejor que robar las crónicas y arriesgarse a la
posibilidad de que fueran descubiertas en su posesión, o que quemarlas en su propia cabaña: en
asuntos delicados debía emplearse el propio cerebro, pero valiéndose de los dedos de otro.)
La pérdida enfureció a Agamenón, pues no existía otra crónica diaria de la guerra. Había
mantenido muchas disputas con Idomeneo, a instancias del cual había acudido Dictis a la guerra, a
propósito del destinatario final de esas crónicas; Agamenón reivindicaba un derecho prioritario
sobre ellas como persona responsable del reparto de todo el botín presente y toda la gloria futura de
acuerdo con los justos méritos de cada cual, así como de la interpretación que debía darse a cada
incidente de la guerra y del engarce de toda la cadena de incidentes cuando por fin se ofreciera el
gran relato a la hambrienta curiosidad de Grecia. El propio Dictis quedó desconsolado. Idomeneo lo
instó a empezar de nuevo, ahora que todavía se encontraban en el escenario de la guerra, con todos
los personajes a mano para refrescarle la memoria; pero no tuvo ánimos para ello.
-En Creta, tal vez -dijo-, cuando sea viejo, la escribiré con mi memoria defectuosa, y haré
que me entierren con ella, en la misma tumba, y así la contaré a los muertos, para quienes un tenue
recuerdo de la vida ya es verdad suficiente.
Ciertamente fue una lástima, pues había trabajado a conciencia para redondear su relato con
todos los fragmentos de información a su alcance. Pero Dictis sólo podía culparse a sí mismo por lo
ocurrido. Si no se hubiese hecho eco de todos los envidiosos prejuicios del campamento, adoptando
la mezquina y monótona perspectiva habitual que lo presentaba como el astuto Odiseo,
sospechando de cada una de sus palabras y de sus actos... ¿Qué pretendian todos? ¿Que un hombre
con su experiencia y sus dotes mentales se convirtiera en un heroico necio, para que ni un asomo de
inteligencia mancillase la simpleza de corazón con la cual pretendían haberse visto súbitamente
investidos todos ellos con la guerra? Comoquiera que fuere, estaba obligado consigo mismo a no
permitir que le dejaran retratado por escrito como sabía que le había retratado Dictis.
Áyax el Pequeño, aunque se hallaba presento en calidad de solemne testigo del juramento
de paz, prestaba escasa atención a la ceremonia; sus ojos se posaban continuamente en Casandra.
Una galantería provocada tal vez por la visión de Helena, de quien había sido pretendiente. ¿Cabía
mayor falta de respeto hacia la mujer a quien antaño había cortejado asiduamente que, al verla
después de tantos años, olvidar su presencia tras la primera fría mirada y posar halagadoramente los
ojos sobro otra? Concluida la ceremonia, Príamo encabezó la marcha de la comitiva hasta el salón.
Se sentaron frente a frente exhibiendo con indiferente sinceridad sus sentimientos: ya no quedaba
ninguna oxcusa para ocultar lo que cada cual sentía, ya nada habría de ocurrir en términos privados,
griegos y troyanos se hallaban expuestos por igual a la abrumadora y única realidad del
agotamiento en el que habían cuajado brusca, brutalmente, la multiplicidad de historias separadas
que hasta entonces componían la guerra. Y la forma de esta realidad, de este agotamiento, era la
figura de caballo del estúpido artilugio que en ese mismo momento, bajo las miradas de Antenor y
de Eneas y de Timetes, era arrastrado a través de la Puerta Escea. En cumplimiento del juramento,
lo hablan arrastrado a través de la llanura a altas horas de la noche. Al amanecer se habla abierto la
puerta para dar paso a Odiseo, Calcante y Áyax el Pequeño. A primera hora de la mañana se habla
hecho salir a la población de la ciudad, para dirigirse en procesión hasta el santuario labrado en la
roca de Timbra, donde, en la cima de una colina, sobre un agradable arroyo, se alzaba el precioso
pequeño templo de Apolo presidido por Laocoonte, el hijo mayor de Antenor. En Timbra, en la
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colina y en los campos circundantes, se hospedaban los soldados aliados a quienes no era posible
albergar en la propia Troya; allí estaban menos expuestos a ataques por sorpresa durante la noche
que si hubieran permanecido en la llanura, alrededor de las murallas, y resultaba sencillo llamarlos
desde Troya mediante señales de humo o luminosas. Pero pocos soldados aliados hablan vuelto de
su retiro invernal para ocupar el campamento timbreo.
Tras los sacrificios devotos en el templo, todos se dispersaron en incómoda ociosidad, con
órdenes de celebrar una paz cuyo sentido no lograban entender. El significado de la guerra estaba
claro y lo tenían asimilado, y también el significado de las cosas tal como solían ser antes; era más
fácil mirar hacia atrás que hacia delante. ¿Pero la paz? Una venda sobre sus ojos. ¿Y cuando
levantaran la venda? Como si todo cuanto había ocurrido hasta entonces fuese ceguera y
contemplasen por primera vez la decadencia de Troya; ¿una visión capaz de matarlos de asombro?
Pero, toda una población no muere. Esto decía la expresión culpable en los rostros de los
celebrantes: Nosotros somos los que siguen viviendo, mdiferentes a la desolación del momento.
En el interior del templo de Timbra, Laocoonte, que se había llevado consigo a sus dos hijos
pequeños, pensaba en lo que podía estar ocurriendo en Troya y en el desafortunado sacrificio que
Deifobo había prometido a los griegos, como gesto de reconocimiento de la introducción de una
nueva forma de hacer las cosas en Troya: ¡la destrucción de las sagradas cobras de capuchón de
Timbra! Lo cierto era que Timetes estaba celoso desde bacía ya tiempo del prestigio del templo
timbreo, al igual que todos los demás sacerdores del templo de Troya. Esa colina había estado
asociada desde antiguo a las serpientes, ya antes de su dedicación a Apolo; serpientes traídas de
Egipto en los tiempos en que se adoraba como dioses a las bestias. Se insinuó que Laocoonte había
faltado a sus deberes de sacerdote al no sacrificarlas cuando empezó la guerra; la antigua costumbre
ordenaba que así se hiciera si alguna vez la amenaza de destrucción pendía sobre Troya. Laocoonte,
en efecto, no lo hizo: el orgullo troyano no admitía el temor al daño causado por los hombres. Y
ahora querían una vez más que sacrificara a las serpientes, abandonando así eternamente a Troya al
temor a los hombres. ¿Pero no sabemos todos cómo desafió Laocoonte el miedo a los hombres en
nombre de Troya, encerrándose con sus queridos hijos en la cámara con espalderas de oro donde
mantenían recluidas a las serpientes: invitando a la sagrada pareja a estrangularlo para expulsar el
temor de su cuerpo y del de los hijos de su sangre? Murió amargado de dolor, pero sin miedo, y
cuando, más tarde esa misma mañana, Pándaro se acercó al templo y se asomó entre las espalderas,
exclamó: «¡El rostro pétreo del dolor!». Y ninguno de cuantos contemplaron los cuerpos
estrechamente abrazados, retorcidos unos sobre otros como si también fuesen serpientes, podría
haber pronunciado la palabra «miedo».
En cuanto la población hubo salido de la ciudad rumbo a Timbra, Antenor y Eneas y
Timetes se acercaron a la puerta con algunos hombres de confianza e introdujeron la terrorífica
imagen en la ciudad. Cuando se aproximaba al palacio, los esclavos que no se habían ido a Timbra
arrojaron rosas a su paso y la cubrieron con tiras goteantes de la planta de agua de flores amarillas,
recién arrancadas del río. Después los que se encontraban en el salón salieron a dar la bienvenida al
mudo ministro de Baal: Odiseo con una falsa sonrisa, Calcante con fingido entusiasmo, Áyax el
Pequeño con congraciantes atenciones hacia Casandra, mientras esperaba oírle algún comentario.
Pero la visión del caballo inundó a la locuaz hija de Príamo de una furia inexpresable: los dioses
habían hecho simple a su pueblo. ¿A eso habían llegado, a que Casandra, antaño objeto de la
confianza de los dioses, ahora tuviera que maldecirlos con implacable desesperación? Soportó el
espectáculo duranre algunos inmóviles instantes, luego se precipitó a través del salón y hacia la
capilla situada detrás, mientras intentaba encontrar palabras capaces de fundir el odio blasfemo que
se le había quedado helado en la garganta. No, odio a Cibeles no. Le volvió la espalda a la imagen
del altar como una mujer se alejaría de otra; el odio que puede haber entre mujer y mujer tiene un
limite, a diferencia del odio que puede existir entre hombre y hombre, entre hombre y dios, entre
mujer y hombre. Cerca de allí se encontraba el altar de Atenea: ella era la traidora divina de la fe
humana. ¡Atenea, la patrona del corazón blando! ¡Troya reducida a la blandura de la imbecilidad!
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Quizás la misma Casandra nunca supo qué palabras espantosas pronunció en el momento vocal de
la blasfemia; quizás no las dijo. Una hora más tarde, cuando Áyax el Pequeño fue a buscarla a la
capilla, acababa de despertar de un violento desmayo, con pocas posibilidades de resistirse al
repentino ataque de Áyax. ¿Por qué hizo Áyax esa cosa abominable? ¿Obró tal vez inspirado por
Atenea para que, al haber profanado así su altar, ella pudiera descargar sobre él la venganza que no
podía descargar sobre Casandra, pues los dioses pueden enloquecer a las personas, pero no castigar
a quienes ya han enloquecido?
Sin embargo, un hombre siempre tiene sus propias razones, aunque sus actos complazcan la
voluntad de algún dios. Porque un hombre es dos cosas: él mismo, y una criatura de los dioses. Una
vez muerto, ambas cosas se funden en una y en virtud de ello él mismo es como un dios, un ser sin
sombras. Pero mientras vive, la parte viva se mueve libremente, según su propio criterio, seguida
por, y no siguiendo a, la sombra que es su destino. Sólo en el momento de la muerte se desliza la
sombra en su alma, y lo que él es y lo que debe ser se unen indivisiblemente. Ayax, por tanto, tenía
sus propios motivos para el ultraje. Durante todos esos años habia sido un modelo de buena
conducta en el campamento. ¿Y qué había ganado con eso? La insignificancia de la virtud. Porque
hablaba poco, luchaba bien cuando había que hacerlo, se mantenía al margen de las disputas e
intrigas del campamento en los intervalos entre las batallas, lo consideraban una mediocridad a
quien los confusos azares de la guerra permitían relacionarse con los grandes. Y la actitud hacia sus
leales arqueros locrios -e incluso hacia su altiva serpiente Cócalo, que por su belleza o inteligencia
valía por un centenar de ellos- era la misma. Áyax el Pequeño, ciertamente; ¡cómo detestaba ese
nombre! ¿Y no se habían burlado también de Áyax el Grande, hasta que se volvió lo
suficientemente insensato para ser respetado como héroe? Quería cometer, pues, alguna locura
señalada antes de que la guerra se cerrara tragándose su nombre. ¡ La violación de Casandra! Las
palabras resonaban en su cabeza con extasiada magnificencia cuando salió de la capilla, arrastrando
tras de sí como el manto púrpura de un héroe su sombra oscurecida por la ira de Atenea.
En el salón se encontró a Odiseo y Agamenón y Menelao en inquieta conversación.
-Muy bien, Áyax, ¿y qué asesinatos has cometido esta mañana? -preguntó Odiseo,
golpeando el suelo con su vara en un esfuerzo por mostrarse alegre-. Todos nos sentimos un poco
desorientados, muertos los que teníamos que matar, deambulando por una ciudad vacía que todavía
no osamos llamar nuestra, con muchas horas de espera basta que la gente regrese de los campos y
Deifobo y los demás salgan de la casa de Antenor, donde se han encerrado él y Antenor y Timetes y
el resto, y declaren ante los troyanos congregados que en adelante Troya existirá por la gracia de
Grecia. Tenemos que presentarnos con un rostro amable ante la multitud, para facilitarle las cosas a
Deifobo. No es preciso que le diga nada sobre los muertos hasta mañana, cuando ya hayamos
zarpado; en estos momentos algunos de nuestros hombres los están trasladando al Simois, donde se
levantará un tosco túmulo. Creo que podemos felicitarnos: no hemos perdido ni una vida en una
sangrienta captura de la ciudad y la vieja e inflexible raza troyana ha quedado aniquilada, a
excepción de Deifobo, que es un hombre cortado según nuestro propio patrón. Y regresaremos a
casa con la garantía de un tratado que en la práctica nos concede el dominio de la Tróade sin los
problemas de gobernarla, para volver cuando nos plazca: cuando nos hayamos recuperado lo
suficiente para pensar en empresas de colonización y en la implantación de rutas comerciales que
hasta ahora nos estaban vedadas por la arrogancia y el exclusivismo troyanos. Y, sin embargo,
reconociendo todo esto, no puedo dejar de sentir un estremecimiento de horror. Ese raro caballo
vomitando de pronto a nuestros hombres ahí afuera, mientras todo estaba tan tranquilo y pacífico.
En un momento torpemente escogido con el hospitalario sabor del festín que nos sirvió Príamo para
desayunar todavía en nuestras bocas. Pero no podíamos esperar que los hombres que estaban dentro
del caballo pararan mientes en nuestras deleitosas vacilaciones. ¡Demasiado poco espacio tenían
ellos para deleites y exquisiteces!
-Si no insistieras en hablar tanto de ello -se quejó Menelao-, no parecería tan espantoso.
¿Por qué no nos reunimos con los demás en la casa de Timetes, que él ha dejado abierta para
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nuestro solaz, en vez de vagar como espectros por la ciudad, con tus horripilantes discursos cada
pocos pasos?
-Vamos, vamos, Menelao -dijo jovialmente Odiseo-. Este no es momento para el desánimo.
No olvides que ahora tienes a Helena en tu poder, humildemente sentada en su aposento bajo la
vigilancia de Diomedes, a quien Agamenón ha ordenado montar guardia. Además, ha sido idea tuya
pasearnos de este modo: querías saber exactamente qué le dirías antes de presentarte ante ella.
-Poro, ¿cabe imaginar situación más difícil? Aquí estoy, comprometido a concedérsela, más
o menos desdeñosamente, a Deifobo. ¿Y si en el último momento me ablando? Entonces todos os
volveríais contra mi a causa de mi juramento. ¿Y qué pensarán de mi en Esparta cuando vuelva sin
ella? No sabéis cuán cruelmente me la recordará todo allí, en mi palacio. Cuando estaba conmigo,
yo solía decir continuamente: «Cada diosa es Helena y Helena es todas las diosas». Siempre me
amenazaba con romper las estatuas, para impedir que siguiera hablando en esa vena; supongo que
en realidad me portaba como un fastidioso viejo necio. Pero ahora yo romperé las estatuas. Erigiré
docenas de figuras del feo dios con figura de cabra, Pan, de los arcadios y llenaré mi palacio de
desgraciadas rameras, eso haré. -Y, abrumado por esta visión de su futura vida en Esparta, Menelao
se sentó a llorar.
Agamenón meneaba la cabeza irritado.
-¡Tu dignidad, hermano! ¡Contrólaye! HazIo por mí, si no quieres hacerlo por ti.
-Si no puedo esperar vuestra compronsion...
-Claro que te comprendemos -masculló amablemente Odiseo, mientras se restregaba los
nudillos contra la barba-. Es muy difícil, naturalmente, muy difícil.
-¡Ya sabes que me da dentera cuando haces eso! –protestó Agamenón.
-¡Lo siento! Es una barba tiesa como un cepillo, eso seguro. -Con ello quería recordarle a
Agamenón su propia barba deshilachada, casi transparente cuando estaba a plena luz.
-No -musitó Menelao-, a ella nunca le gustó mi barba. Una barba roja atrae la atención sobre
el rostro, en tanto que una barba negra llama la atención por si misma. Sin embargo, no me atreví a
teñirme la barba y el pelo hasta que me dejó. «Una persona que quiera cambiar debe empezar por
dentro, y no por fuera», habría dicho ella. Es curioso; durante todos estos años no he pensado ni un
momento en ella; pero ahora que estoy a punto de verla, ¡tantas cosas acuden de pronto otra vez a
mi memoria! Pero, ¿cómo puedo empezar uno por dentro? Cambiar de apariencia es bastante fácil,
¿pero cómo puedo ser uno distinto? Y cuando se lo decía, ¿qué os parece que me respondía?
Simplemente, «No, no es posible». Con esa suave voz serena que tiene y mientras lo decía pensaba
en su gentileza y luego, al recordar su tono, la detestaba, y la próxima vez que la veía le decía algo
desagradable, y ella respondía con la misma voz serena y suave y entonces me sentía muy
mezquino y así se lo decía, y ella decía algo que sonaba consolador en ese momento, pero cuando
me encontraba nuevamente a solas volvía a experimentar la misma sensación. Así continuamos y
continuamos hasta que ese falso barbilampiño...
Se había sacado un collar de debajo de la rúriica y lo acariciaba afectuosamente con los
dedos: un collar que se había dejado olvidado Helena y que él se había llevado consigo a Delfos en
su visita allí con Agamenón y Aquiles para consultar el oráculo de Apolo, y allí lo consagró ante un
altar de Arenea con el juramento de no reposar hasta obligar a Helena a volver a colgárselo del
cuello en señal de penitencia.
-Francamente, Menelao -dijo Odiseo-. Tienes que procurar refrenar estos recuerdos
angustiosos. ¿Acaso no tenemos todos algún recuerdo penoso que nos pellizca a cada instante el
corazón? ¿Acaso cuando levanto mi arco no recuerdo en cada ocasión ese otro arco sobre el cual
está derramando crueles lágrimas de incertidumbre mi esposa, en la duda de si viviré para volver a
levantarlo nuevamente en mi propia tierra? Pues fue un regalo que me hizo Ifito de Ecalia cuando
lo conocí en Faro, en Mesenia. Ambos nos dirigíamos a Esparta, a pedir reparaciones por las
violencias cometidas por los mesenios, a quienes los espartanos tenían sometidos a vasallaje.
Entonces era un tímido muchacho, pero de palabras suficientemente osadas para llevar a término la
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embajada. Fue mi primer viaje: dos largos días con sus noches entre Itaca y el puerto de Faro. Y por
primera vez saboreaba el derecho de posesión señorial: iba a protestar contra el robo de nuestras
ovejas de nuestras costas. Ifito era tan viejo como yo joven, pero me amó como ama un hombre a
otro hombre. Y en mi mente debía de ser ya bastante hombre. Poco después de esta embajada se
produjo su injusta muerte a manos de Hércules, en Tirinto. Cuando tuve noticia de ella juré no sacar
jamás de mi tierra el precioso arco que me había regalado... De modo que ya ves, mi querido
Menelao...
-Oh, deja en paz a Menelao -dijo Agamenón, que había estado dando vueltas impaciento
alrededor de los dos-, y también a tus recuerdos. No te recordaré la atención que me debes por ser
tu jefe, pero sí debo recordarte que nos encontramos en una situación de lo más precaria, la cual,
Odiseo, me siento obligado a decir que es consecuencia de este extravagante plan tuyo. Reconozco
que al principio me sedujo la idea...
Ayax el Pequeño ronroneó satisfecho en su asiento: el mismísimo trono de Príamo. Odiseo
lo había ignorado después de sus primeras ingeniosas palabras de saludo; Ayax se había
desplomado en el acto en el asiento, a cierra distancia de los demás, para entregarse a lo que
consideraba una heroica, e incluso real, lasitud.
-¡Pero, Ayax, casi te habíamos olvidado! -exclamó Odiseo-. Ahí sentado como un matarife
de bueyes, soñando con cuchillos y sangre.
Agamenón se le acercó y lo zarandeó por el hombro.
-No puedes quedarte ahí sentado, como sumido en un trance de desenfreno. ¿Qué has estado
haciendo? ¡Levántate!
Ayax se desperezó estirando los brazos y sonrió vagamente con la mirada hacia el techo,
mientras paseaba la vista por el friso superior.
-Bonita sala. Un friso precioso. Incrustaciones de alabastro... incrustado de alabastro...
bellas... muy bellas escenas. -Fingió un repentino interés por uno de los paneles murales situado a
su derecha y se acercó a él con indolente curiosidad.- Gatos cazando patos en un jardín de rosas. Y
ése que sonríe entre las hojas debe de ser Sileno el compañero de Dionisio, y ése que está
tristemente sentado junto al estanque debe de ser el frigio Midas, con las orejas de asno escondidas
bajo la gorra. -Odiseo le observaba con fingida paciencia, Agamenón, con exasperación. Áyax se
dirigió hacia el segundo panel.- Amazonas. Escudos en forma de media luna. El pelo en largas
trenzas. Luchando contra los licios... ése es Belerefonte sobre su caballo Pegaso. Y Hércules con la
faja de Hipólito. Y Teseo raptando a su hermana Antiope... quien, por todos los dioses, fue la madre
de nuestro mismísimo Demofonte. El mundo es pequeño, muy pequeño, y cuánta vida logramos
acomodar en él. Me pregunto si estas amazonas tendrán un olor particular, como las mujeres de
Lemnos. -Pasó al siguiente panel.- Ah, Cibeles, la omnímoda proveedora, la omnímoda nutridora...
¿no es eso lo que dicen? Madre-montaña de Dindimo. Con una corona almenada como Troya sobre
su cabeza, de la que cuelga el velo místico. ¡Troya mística! Y un collar de tres vueltas. Y un vaso
levantado en la mano... para saborear los misterios de Troya. ¡Oh, los estamos saboreando, qué
duda cabe! -Y volvió a mirarlos con un complacido guiño.
-¿Estás loco, o enfermo... o qué? -gritó Agamenón.
Ayax avanzó serenamente hacia ellos.
-Mi querido Agamenón, cada uno de nosotros tiene que contar con su propia pequeña
aventura en esta guerra y yo acabo de tener la mía, eso es todo. Cada uno de nosotros querrá una
balada completa para él solo cuando regresemos a Grecia. Una pequeña aventura para componer
con ella una gran balada. Ya va siendo hora de que tengas tu propia pequeña aventura, Odiseo... en
vez de organizar aventuras para todos los demás. O tal vez tendrás la tuya en el camino de regreso a
casa, cuando ninguno se encuentre presente para poder negar la historia de tu narrador. A semejanza
de Jasón cuando volvió de Cólquide con el vellocino de oro, sin ninguna Medea que te acompañe,
sólo tu propia mente de mago. Y un hecho comparable a la misteriosa isla Euxina donde vivía
Circe, la hermana bruja de Medea. Y sirenas que te atraerán como atrajeron a Jasón, sin un Orfeo
- 187 -
que toque una melodía para contrarrestar la suya, armado sólo con tu firmeza de corazón. Y otro
Alcínoo para recibirte como fueron recibidos los hombres del Argo y que creerá cuanto le cuentes.
Puesto que las mujeres escuchan los relaros con mayor atención que los hombres, y toda mujer
griega es lo bastante loca para creer lo que sea, podemos crear la historia que queramos de nuestras
aventuras. Toda mujer griega se cree vaca y, por tanto, naturalmente, todo hombre griego es un
poderoso toro.
En eso momento entraron Idomeneo y Meriones en el salón y distrajeron a Odiseo de la
réplica que estaba preparando.
-¡Ah, conque aquí estáis! -exclamó Idomeneo-. Te he estado buscando por todas partes,
Agamenón. Ha ocurrido un hecho bastante desafortunado en nuestra opinión. Cuando Epeo
descorrió el pestillo del caballo y los hombres bajaron por la escalera de cuerda, Paris y Pándaro y
Troilo ya habían abandonado el salón. Y muertos ya todos los hombros presentes: Príamo y su hijo
Polites, a quienes tuvimos que arrancar del altar de Zeus, aquí en el patio, donde habían buscado
protección, y el fiel Clitio, que se aferró al pecho de su amo, Príamo, o Hicetaón, y el manco
Lampo, que intentó defenderlo infortunadamente... y Helena enviada ya a su casa bajo la custodia
de Diomedes y Esténelo, ordenaste a Eurípilo de Ormenión y al viejo Filoctetes que los
acompañaran, para hacerse cargo de Paris y Pándaro y Troilo, en caso de que se encontrasen allí.
Poco después fuiste informado, en casa de Timetes, de que todo había ido bien, y supusimos que los
cuerpos de esos tres ya iban camino del Simois con los demás. Pero no era así. Cuando Troilo vio a
Diomedes, se abalanzó sobro él con una espada; pero Filoctetes tenía preparada una flecha. Helena
arrastró a Troilo hasta su aposento, donde yace moribundo, y Diomedes le ha concedido su ruego
de dejarlo reposar allí hasta que se extinga su aliento. Euripilo con un golpe de su espada, dejó
tendido a Pándaro en el suelo, pero ahora parece que sólo fingía estar muerto. Aunque lo que si es
seguro es que Filoctetes hirió mortalmente a Paris, pues vio penetrar la flecha en su vientre. Todo
esto sucedió en la parte delantera de la casa de Paris, donde, al parecer, vivía Pándaro. Filoctetes se
marchó enseguida a informar de lo ocurrido, pero Eurípilo, que estaba muy exaltado, se quedó a
examinar los aposentos. Y cuando volvieron los hombres a recoger los cadáveres, ¿qué
encontraron? Pues a Eurípilo tendido en el suelo, vociferando ante un cofre que había abierto y en
el cual había una espantosa imagen de Dioniso. ¡Y Pándaro y Paris habían desaparecido! Pándaro
sólo debía de estar ligeramente herido; es lo que pasa por usar espadas de un solo filo y confiar más
en el golpe que en el tajo, en vez de luchar a nuestra manera cretense con armas de doble filo. Es
obvio que Pándaro arrastró a Paris, que todavía vivía, fuera de la ciudad y se dirigió a Timbra para
advertir a la población.
Agamenón empezó a mesarse la barba, desesperado.
-¿Y qué hacía mientras tanto Diomedes? -preguntó Odiseo.
-Él y Esténelo estaban en el aposento de Helena, ayudándola a reanimar a Troilo.
-;Oh, oh, oh! -gimoteó Agamenón-. Hemos perdido la guerra que hemos ganado. Los demás
nos esperan en Ténedos, ¿y cómo podemos encender una señal sobre el Sigeo a plena luz del día
para hacerlos volver? ¿Dónde está Sinón? Id a buscarme enseguida a Sinón; quizás a él se le ocurra
alguna cosa.
Sinón era un griego que se había pasado hacia poco a los troyanos, quejándose de los malos
tratos que le infligía Odiseo y solicitando refugio, aunque evidentemente su deserción formaba
parte del plan de Odiseo. Sinón en efecto había logrado persuadir a muchos troyanos de que los
griegos se estaban preparando para regresar a sus casas, dejando a Odiseo y a Calcante y a Ayax el
Pequeño para que se encargaran de negociar la paz. Los escasos jefes aliados que todavía
permanecían en Troya estaban dispuestos a acoger con agrado cualquier plan capaz de poner fin a
la guerra; la mayoría, incluido Pándaro, so habían visto obligados a autorizar el regreso de sus
hombros a sus casas durante el invierno, con la duda de si realmente volverían para los combates de
primavera. Las manifestaciones de Sinón les habían parecido en efecto justificadas la noche
anterior, cuando, justo antes del amanecer, vieron arder las cabañas griegas y el furioso
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chisporroteo del fuego sobre las cañas que cubrían sus techos y, bajo esa luz y el suave resplandor
de la aurora, observaron cómo zarpaban por fin las naves, dejando atrás sólo a los que,
supuestamente, debían esperar a Odiseo y a A yax el Pequeño. Según las previsiones, si la
población, cuando regresara de los campos al atardecer, manifestaba cualquier suspicacia hacia
Deifobo, y si los soldados, al ser informados en privado de los asesinatos de la mañana, se negaban
a prestarle juramento de lealtad, provocando desórdenes en la ciudad y difundiendo la noticia,
Sinón correría al Sigeo para encender una señal: por la mañana, los griegos estarían allí para prestar
su apoyo a Deifobo.
Y Sinón había sido realmente el encargado de dirigir la matanza, gracias a su familiaridad
con Troya y a su conocimiento de las puertas que había que cerrar para impedir la huida. La
repentina desaparición de Pándaro y Paris y Troilo antes de que el caballo dejara salir a sus
veintiséis griegos había sido alarmante, pero imposible de evitar. La retirada de Casandra en cuanto
vio el caballo también los había inquietado; pero ya tenía fama de mujer desequilibrada. Lo más
probable, decidió Odiseo, era que se hubiese ido a comunicar con algún dios, más que a avisar a las
gentes que estaban en los campos timbreos. No obstante, tan pronto se hubo cumplido la matanza -
de rápida ejecución dada la elevada edad de la mayoría de los miembros del Consejo-, Odiseo
envió a Áyax en busca de Casandra, igual que Agamenón envió a Eurípilo y a Filoctetes a matar a
Pándaro, Paris y Troilo.
-Pareces olvidar, Agamenón -dijo secamente Odiseo-, que Sinón, en cuya astucia tanto
confías, ha estado actuando todo esto tiempo bajo precisas instrucciones mías. De modo que pienso
que será preferible que pidas consejo a la fuente y no al vertedero. Reconozco que se trata de un
asunto bastante desafortunado. Pero no debes olvidar que ya hemos completado la parte principal
de nuestro plan. Suponiendo que Pándaro y Paris hayan logrado llegar hasta los campos timbreos y
hayan avisado a la población, todavía nos queda tiempo más que sobrado para alcanzar nuestras
naves, alejarnos de aquí con tranquilidad y dejar que Delfobo se enfrente solo a los problemas.
Suceda lo que suceda y sea quien sea el próximo rey de Troya, dejaremos a nuestras espaldas un
pueblo derrotado que no podrá volver a convocar fácilmente el apoyo de otros aliados: un pueblo
dispuesto a negociar bajo las condiciones que nosotros dictemos. No sólo hemos derrotado a Troya;
también hemos destruido, con la excepción de Deifobo, a la dinastía real troyana. Y tal vez incluso
sea preferible para nosotros que esto desemboque en una confrontación civil y que Eneas o
Antenor, cuya simpatía hacia nosotros es más segura que la de Deifobo, le sucedan en el trono.
Docidámonos, pues, a abandonar ahora mismo Troya, sin informar a los que se han recluido en casa
de Antenor. Vayamos a casa de Timetes, donde se encuentran todos nuestros hombres y
emprendamos de inmediato la marcha hacia el campamento. Nuestros carros están en la Puerta
Escea, pero para llegar hasta ellos tendríamos que pasar por delante de la casa de Antenor; además,
no son suficientes para transportar a los hombres que llegaron hasta aquí en el interior del caballo.
En el curso de nuestras exploraciones observamos que junto a la Puerta Este hay varios carros y
caballos en sus establos. Nos iremos con ellos.
-¡Cómo! -exclamó pesaroso Menelao-. ¿Sin que yo vea a Helena?
-Ya debiste haberlo hecho, en vez de rehuirla como si quien hubiese huido de casa fueses tú
y no ella. ¡Pero si te negaste a salir del caballo hasta que se la hubo llevado Diomedes!
-Creo que en este caso será preferible seguir el consejo de Odiseo -dijo Idomeneo-. Dudo
que podamos hacer otra cosa sin peligro.
-Estamos en el mismo trance que en el proverbio que aconseja tomar como guía a un
hombre ciego en un camino oscuro –dijo Meriones-. El hombre ciego puede conducirte al lugar
equivocado, pero la oscuridad no te llevará a ninguna parte.
Odiseo replicó con altivo desdén:
-Debes de haber tenido un pobre maestro de retórica, amigo mío, para ofrecer una
inoportuna frivolidad como muestra de ingenio.
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-Siempre, siempre -se lamenró Agamenón con un profundo suspiro-, cada vez que tengo que
tomar una decisión sobre un asunto desesperadamente crucial, comienza este lamentable
intercambio de desaires. Si no os tenéis respeto, al menos podríais fingir una cierta deferencia
formal hacia mí. Ya ni siquiera me quejo de la falta de respeto que me manifestáis personalmente,
pues habéis perdido todo sentido de la dignidad personal, la propia y la de todos los demás. Pero sí
me veo obligado a recordaros continuamente, por vuestro propio bien, el respeto que me debéis en
tanto que vuestro jefe acreditado y como voz unificadora en todos los asuntos con diversidad de
opiniones y de confusa resolución...
-¡Cuánto has sufrido! -exclamó Idomeneo, en un tono cuyo sonsonete no captó Agamenón,
pues de inmediato adoptó una expresión que hablaba elocuentemente de años de persecución; y, en
efecto, había sufrido bastante, aunque más a causa de su propio carácter que por el trato recibido de
los demás: un jefe que realmente se precie espera pocas gentilezas de sus soldados y compañeros de
mando durante una prolongada y brutalizadora guerra-. Pero, sin duda -continuó diciendo
Idomeneo en el mismo tono-, en tu mente se está forjando ya un plan más sabio. Puede que tengas
razón: los que aguardan en Ténedos tendrán una gran decepción cuando sepan que nos hemos
escabullido como esclavos apaleados en voz de hacernos escoltar hasta nuestras naves por Deifobo,
con todos los honores. Es muy posible que se molesten si no les avisamos para que acudan a
saquear la ciudad, tal como convinimos hacer si Deifobo no cumplía o no podía cumplir su
promesa de llenar nuestras naves con tesoros suficientes para todos. Hablando en serio -y se volvió
hacia Odiseo-, es un aspecto a considerar.
Agamenón se sentó y se apretó las sienes, con la cabeza hecha un torbellino. Era preciso
asustarlo así para evitar que embrollara la situación fingiendo tener ideas propias. El secreto de su
liderazgo en la guerra y de su poder político en Grecia residía, de hecho, en su falta de imaginación
y de voluntad individual: sus aliados confiaban en él porque le sabían mentalmente incapaz de
secretas maquinaciones.
Pero Odiseo comprendió perfectamente que Idomeneo estaba en lo cierto en cuanto a cuál
sería la reacción de los demás si llegaban a Ténedos sin el esperado tesoro. De pronto se sintió
hastiado de rodo; ¿y cuál de ellos no lo estaba? ¿Sin duda debían tener el pensamiento puesto en
sus hogares y no en el tesoro? De lo contrario no habrían tenido tanta prisa por zarpar. Suponiendo
que decidieran esperar y avisar a los demás para que volvieran, ¿no existían muchas posibilidades
humanas de que ignorasen el mensaje? Después de darse esta explicación, decidió no detenerse en
Ténedos, donde seguramente tendría que hacer frente a malintencionados reproches y sospechas y
se vería convertido en el centro de una maraña de disputas, mientras todos esperaban, como de
costumbre, que arreglara las cosas con un par de diestras palabras. Se quejaban continuamente de
su ingenio; ¿pero acaso, se preguntaba, no había sido ése el factor que había hecho de la guerra una
empresa al menos superficialmente unitaria? Cuando se encontraran nuevamente de regreso en
Grecia, todos despertarían de su arrogante delirio y, bajo el prisma más humilde de sus asuntos
privados, tal vez recordarían con gratitud el papel paternal desempeñado por él; aunque no en el
sentido de los nestorianos autoensalzantes discursos de circunstancias. Reconocía no haber tenido
una gran actuación como guerrero, pero creía poder felicitarse de haber constituido un centro de
influencia. Y ahora, adquirida ya la costumbre de recurrir a su criterio superior, ¿no cabía la
posibilidad de que en Grecia buscasen en él el liderazgo inteligente que no podía ofrecerlos
Agamenón? Sin embargo... ¿deseaba realmente la gente un liderazgo inteligente? ¿Sabían acaso
qué querían? ¿Y no les gustaba tal vez no saberlo? Suspiró: el suspiro de un hombre que se hace la
ilusión de encontrarse solo en un mundo de inferiores hacia quienes, sin embargo, siente un
laudable afecto.
-¿Será posible que tú, Odiseo, puedas tener ninguna duda sobre el camino a seguir? -
preguntó Idomeneo.
-Dudas no, Idomeneo, sólo un sentimiento muy cercano a la tristeza al ver que por fin
abandonaremos el escenario de unas emociones que tal vez nunca vuelvan a surgir en el resto de
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nuestras vidas. Cada uno de nosotros con un vacio dentro que ninguna nueva experiencia podrá
llenar jamás.
-Y, tú no tardarás en llenarlo -dijo Meriones-. E incluso antes de llegar a tu hogar. Harás el
viaje de regreso dando rodeos, con nuevos contactos comerciales en cada parada; todos te lo hemos
oído comentar, con regodeo, repetidas veces. Pero procura no permanecer alejado demasiado
tiempo, o cuando llegues se te habrá difuminado bastante el recuerdo de la guerra de Troya y tu
descripción de tus hazañas sonará... bueno, hueca, por usar tu misma expresión.
¿Y no fue en efecto así, como todos sabemos? ¿Y qué es la profecía, como ahora la
entendemos, sino cosas desagradables que se nos dicen y que recordamos años más tarde en un
destello de involunraria identificación?
-Para mi-dijo Idomeneo-, no habrá paradas hasta que llegue a la misma dorada Creta... si
Poseidón lo quiere. Y si se me permite volver sano y salvo a casa, le sacrificaré el más preciado
tesoro sobre el cual se pose mi mirada al contemplar por primera vez mi tierra. No me atrevo a
pensar más allá de esto. -Idomeneo tenía un buen motivo para no atreverse a pensar más allá: el
rumor de que Leuco, a quien había dejado al frente de sus asuntos, había ocupado muchas ciudades
de Creta, además de corromper a su esposa. Aunque había recibido un mensaje bastante amistoso
de Leuco en otoño. La ausencia había sido larga, pero era más probable que hubiesen cambiado los
que estaban lejos que quienes habían permanecido en casa. Sin embargo, algo tenía que haber
cambiado. Y él no lo había hecho...
-Amo mi hogar y a mi esposa y mi hijo tan entrañablemente como el que más -dijo Odiseo-.
Pero creo en la conveniencia de olvidarlos alegremente cuando me encuentro lejos de ellos. La
ansiedad, como sabéis, engendra causas de ansiedad. Por esto nunca me preocupo. Cuando salgo de
viaje, dejo Itaca con la decisión de que todo estará en orden a mi regreso y luego ya no vuelvo a
pensar ni una vez en mis asuntos domésticos; y cuando vuelvo todo está en orden, gracias a mi
seguridad de que no podría ser de otro modo. El voto que acabas de pronunciar, por ejemplo, sobre
el sacrificio de tu más bello tesoro, es una invitación al desastre.
¿Recordaría alguna voz Idomeneo, años más tardo en la tierra salentina del sur de Italia,
esas desalentadoras palabras de Odiseo? Pues cuando llegó a Creta, más desgastado por las
angustias domésticas que por sus experiencias en la guerra de Troya, encontró a Leuco en posesión
de su tierra y de su esposa. Y lo primero que vio al entrar en el patio de su palacio disfrazado de
mendigo fue a su propio hijo, que estaba allí solo poniéndole la cuerda a un arco. «Deja que lo haga
yo -dijo-. Vengo de un lugar donde los hombres ponían las cuerdas a sus arcos con la misma
facilidad con que dormían: de la guerra de Troya. Y un largo sueño ha sido.» Su hijo le preguntó,
sin apartar los ojos del arco que Idomeneo tenía en las manos: «¿Has visto allí a Idomeneo,
extranjero?». Era lo que deseaba oírle decir Idomeneo; en el momento oportuno descubriría su
identidad. «A menudo -respondió-. Murió poco antes de acabar la guerra.» Entonces surgieron las
detestables palabras: «¡Agradable noticia! Así nos ahorraremos la molestia de tener que matarle
nosotros». Poro Idomeneo sólo dijo: «Ahora una flecha, para comprobar si lo que hacía
limpiamente en Troya también puedo hacerlo limpiamente aquí». La flecha salió volando e
Idomeneo no tardó en volver a su nave. Y así fue como sacrificó el tesoro más preciado sobre el
cual se posó su mirada al contemplar su tierra por primera vez.
-Hay algo que me preocupa por encima de todo -dijo Agamenón, tomando la palabra tras
una reflexión privada-. Y tal vez sea un argumento en favor de retirarnos lo más pronto posible...
totalmente al margen del asunto de Pándaro y Paris. Admitamos, Odiseo, que, como parece
probable, ellos hayan huido de la ciudad por la Puerta Dardánida por algún medio que han
encontrado allí y que se hayan dirigido a Timbra. Sin embargo, la población y los soldados se
fueron andando y tendrán que regresar a pie, y una muchedumbre tarda más en moverse que unas
pocas personas, del mismo modo que una batalla masiva es más lenta que un combate individual.
De modo que, incluso en ese caso, todavía no tenemos nada que temer durante algún rato... y un
vigía apostado en la muralla sur podría avisarnos de su proximidad con tiempo sobrado para
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escapar. Pero lo que me preocupa es lo siguiente: ¿dónde está Casandra? Supongamos que ella, con
sus dotes proféticas, haya descubierto enseguida el significado del caballo, se haya deslizado fuera
de la ciudad y haya cabalgado hasta Timbra en una mula ligera, antes incluso de que nuestros
hombres salieran del vientre del animal. Lo estuve pensando durante todo el banquero matutino y
luego, en medio del sangriento zafarrancho, se me olvidó, al haberme hecho cargo del difícil papel
de reunir y encerrar a los esclavos de palacio. Imaginemos por un momento que Casandra hizo lo
que digo: entonces pueden caer sobre nosotros en cualquier instante, o peor aún, pueden haber
circundado la llanura, apoderándose de nuestras naves.
-No creo que debamos preocuparnos por Casandra -dijo Odiseo-. Estas personas proféticas
suelen ser ciegas a los sucesos inmediatos. Su intuición para captar el futuro se debe, en realidad, a
un escaso sentido del presente. No, no. Aunque interpretara el caballo como un augurio siniestro,
sólo habría pensado en postrarse ante uno u otro altar... donde probablemente todavía la
encontraremos, echando espuma en un sagrado trance, si nos tomamos la molestia de buscarla.
Ayax el Pequeño, que durante todo eso rato había permanecido recostado en un estado de
complacida obnubilación, abrió los ojos y levantó las rodillas en gesto de alerta.
-¿Sabes una cosa, Odiseo? Uno se siente tentado a subestimar tu sagacidad, puesto que
ningún hombre puedo ser sagaz en todo momento, como finges serlo tú. Los dioses han decretado
que un hombre debe ser necio al menos la mitad del tiempo, aunque luego sea lo que quiera durante
la otra mitad. Sin embargo, eso es exactamente lo que ha estado haciendo Casandra: echando
espuma por la boca a los pies de Atenea en la capilla de ahí atrás.
Agamenón tuvo un sobresalto.
-¡Cómo! ¿Por qué no lo habías dicho? Y yo que te envié en su busca, ¡y tú nos tienes aquí
hablando sin decir palabra!
-Bueno -dijo Áyax, con una sonrisa traviesa-, no sabía muy bien cómo daros la noticia.
Veréis, he convertido a Casandra en mí propio asunto privado, como si dijéramos.
-¡Qué quieres decir! ¿A qué viene tanto regocijo?
-Un momento, no te alteres. Todo ha ido bien... espléndidamente, espléndidamente bien. -
Los demás se acercaron más, fascinados por su desusada fanfarronería.- Ha ocurrido así: como
sugirió Odiseo, escudriñé la ciudad en busca de Casandra. Y entonces se me ocurrió que cuando
salió corriendo por la puerta del fondo del salón podía haberse dirigido a la capilla que hay detrás y
que tal vez todavía estaría allí... sumida en algún trance sagrado, como tan acertadamente lo has
descrito, Odiseo. ¡Y allí estaba! Tumbada como una vaca ebria a los pies de la imagen de Atenea.
En Lócríde, como sabéis, sacrificamos una vaca ebria a Atenea; la obligamos a tragar el vino
sacramental para producir un éxtasis adecuado. Supongo que consideramos que el pobre animal
tiene derecho a experimentar previamente un poco de la glorificación de la cual ha de ser el
vehículo. De modo que...
-¿La mataste? ¿Junto al mismo altar? ¡Ayax, has hecho recaer una horrible maldición sobre
nosotros!
-No, Agamenón, claro que no la maté. Está allí tumbada sumísa en todo el placer de la vida.
-Se levantó, con otra sonrisa.- Sólo la... -Y levantó las manos, agitando expresivamente los dedos.
-¿Quieres decir que...?
-Sí, eso quiero decir.
-¡Ayax! -exclamó Odiseo-. Eso está muy mal. Un acto realizado en el acaloramiento de la
reyerta puede ser perdonado. ¡Pero un acto ejecutado con sonriente lujuria!
-¡Oh, en eso momento no sonreía!
-¡Oh, Ayax, monstruo de insensatez! -se lamentó Agamenón-. Idomeneo, corre en busca de
los demás y diles que tenemos que marcharnos al instante, antes de que la maldición de Atenea sea
transmitida a Poseidón para su ejecución, e implacables tormentas nos acosen durante la travesía de
regreso a casa. Y enviadme a Sinón. Él sabrá sugerirnos qué debemos hacer ahora con Casandra.
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-Me provocas a pronunciar insultos indignos de ti y de mí -dijo con disgusto Odiseo-. Ya
que tú mismo careces de cabeza, ¿no te basta con que te ofrezca la mía? ¿Necesitas recurrir a un
centenar de cabezas sólo porque los dioses no te dieron una? ¿Y puedes llegar a dudar del criterio
de tu más leal amigo sólo porque no tienes ninguna confianza en ti mismo? ¡Y ese Sinón! Un
pariente pobre, a quien, en un momento de compasión, invité a acompañarme a la guerra, para darle
una oportunidad de observar la naturaleza del mundo, y de los hombres. ¡Qué vergüenza,
Agamenón! Suplicar la ayuda de mentes pequeñas cuando, sin necesidad de pedirlo, tienes a las
grandes mentes siempre a tu disposición. ¿Y por qué habríamos de tener la menor duda sobre qué
debe hacerse con Casandra? Te la llevarás contigo a Micenas, eso está claro. Tu regreso no sólo se
verá honrado si llegas con la famosa hija de Príamo como cautiva, sino que tomar bajo tu
protección a una mujer brutalmente violada por uno de tus aliados también te valdrá el favor de los
dioses.
Esta sugerencia reconfortó a Agamenón, quien pudo pasar por alto las inadecuadamente
veladas pullas de Odiseo.
-¡Excelente solución! Debes perdonar mi aparente falta de confianza en ti. Ya sabes con
cuánto agrado he acogido tus consejos durante toda la guerra. Mi única intención, en estos
momentos de prueba, cuando tantas cosas tienen que decidirse, era descargarte en la medida de mis
posibilidades de la responsabilidad de la deliberación.
-No se hable más de ello -dijo con benevolencia Odiseo-. Donde existe la voluntad de
promover las fortunas y el prestigio griegos, no tienen cabida las ofensas personales.
-Oh, Ayax, Áyax -se lamonró Agamenón, volviendo a su desesperación-, ¿no podrías haber
violado a otra persona?
-¿No tendrás problemas en Micenas, Agamenón -inquirió Menelao-, si introduces a una
mujer casi loca en tu casa? Ya sabes cómo es Clitemnestra. Y todos esos rumores que han llegado
hasta nosotros sobre su conspiración con Egisto de Tirinto, a causa de su furor contra ti por lo de
Ifigenia. Ya tendrás suficientes problemas cuando regreses, sin necesidad de añadir a Casandra
como nueva leña para el fuego.
-No podemos dejarla aquí para que enardezca a los troyanos en contra nuestra. Se tomarán
esto mucho más a pecho que la muerte de Príamo y las demás calamidades que, a fin de cuentas,
cabe esperar de una guerra. Pero el caso de Casandra es una cosa distinta: horrible y distinta. Y no
debemos poner en duda la capacidad de quien ha sido nuestro jefe durante nueve penosos años para
hacer frente a triviales incomodidades domésticas.
-Sí-dijo Áyax, afablemente reclinado contra el respaldo de la silla en que había estado
sentado-, llévatela contigo. Yo, desde luego, no la quiero. Me dejó hacer lo que quise con ella
como... bueno, como he dicho, como una vaca ebria. Pero como criatura doméstica a título
permanente probablemente resultaría una leona rabiosa.
Odiseo levantó su cayado apuntando con severidad hacia el hombro de Áyax.
-Puedes reírte de este odioso asunto si quieres. Pero recuerda que si comparecieras ante una
asamblea de guerreros reunidos, te condenarían a morir lapidado. Te has salvado de ello por la
delicada situación en que nos encontramos. Pero no podrás escapar a la condena de Atenea, ni tú ni
los tuyos.
Con estas palabras, Agamenón y Odiseo y Menelao dejaron a Ayax para dirigirse a la puerta
del fondo del salón y pasar a la capilla situada detrás, en busca de Casandra. Ayax, solo en el salón,
adoptaba poses de desafiante indiferencia mediante las cuales intentaba convencerse de que no
temía las consecuencias de proscripción divina. Se negaba a dejarse asustar por ellas. ¿Qué
significaba su condena moral sino envidia amparada en la superstición? Y, sin embargo, cuando lo
supieran en Lócride... Era posible que cuando hubiese una peste la atribuyeran a la ira de Atenea; y
los locrios eran notablemente exagerados en sus escrúpulos expiatorios. Había creído poder
regresar a su tierra envuelto en la gloria de una hazaña espectacular: la violación de la legendaria
Casandra. De no haber cometido el acto ante el altar de Atenea, su gesta habría iluminado
- 193 -
altivamente los años por lo demás poco gloriosos para él. Pero ahora la sombra del sacrilegio iba
tomando cuerpo a sus espaldas y, alzándose pesadamente sobre su cabeza, se desplomaba como una
cortina de piedra sobre su cara. Lo obligarían a zarpar en cuanto el grupo de Agamenón alcanzara el
campamento en su huida, con órdenes de recoger a su pequeña flota en Ténedos y partir de
inmediato rumbo a Lócride. Un viento hostil le impediría llegar a Ténedos y lo arrastraría hacia el
sur, hasta la isla de Miconos, junto a Delos. Su nave zozobraría contra las rocas llamadas Giras. El
mismo sobreviviría aferrado a una roca, que luego se partiría en dos y él se desplomaría con la
parte desprendida, arrastrado al abismo por el asidero en el que había buscado su salvación. Algo
parecido vislumbró a través del nebuloso velo suspendido frente a él. A través de este velo vio su
muerte inminente: la vida pierde el misterio del tiempo cuando se aproxima a la muerte. Pero
después de su muerte, en los pliegues más hondos del velo, el misterio del tiempo se hizo ilegible
otra vez: durante un siglo y otro siglo y hasra casi un milenio. No pudo conocer la historia de las
virgenes locrias.
Cuando llegó hasta Lócride la noticia del sacrilegio y de la clase de muerte que había tenido
Ayax -pues algunos de los hombres que le acompañaban sobrevivieron-, acababa de declararse una
peste desusadamente severa, que se mantuvo indomable durante un tiempo inusitadamente largo.
Finalmente consultaron al óraculo de Atenea; y así comienza la historia de las virgenes locrias.
Cada año, durante un millar de años, deberían enviarse a Troya dos vírgenes, seleccionadas entre
las cien familias nobles de Lócride. Desembarcarían en Reteo, durante la noche, e intentarían
penetrar en Troya a través del pasadizo secreto de la muralla septentrional, guiadas por hombres
locrios conocedores del lugar: hombres que habían estado en Troya, y sus hijos, y los hijos de sus
hijos. Una vez cruzada la puerta de Laomedonte, ahora con el cerrojo eternamente abierto, y ya
dentro de la cámara del manantial, permanecerían invioladas; y durante un año, con el pelo rapado
y los pies descalzos y con la sola túnica de las esclavas, prestarían sus servicios en la capilla de
Cibeles donde se encontraba el altar de Atenea, realizando funciones serviles y retirándose a la
cámara subterránea una vez cumplidas sus tareas, sin salir nunca del recinto de la capilla y
realizando su trabajo sin levantar la mirada hacia la imagen ultrajada. Pero si eran descubiertas, en
Reteo o en la llanura, o en cualquier otro punto antes de llegar a la puerta de Laomedonte, los
troyanos las matarían, y los hombres que las habían acompañado no podrían levantar ni un arma en
su defensa. Cumplido el año de servicio podrían marcharse sin ser molestadas para llevar una vida
de virginal reclusión en Lócride, mientras otras dos pasaban a ocupar su lugar.
Año tras año, siglo tras siglo, se cumplió el ritual con locria meticulosidad, excepto durante
el periodo en que los salvajes trarios del norte se apropiaron de Troya y violentaron a una de las
muchachas cuando ya había llegado al recinto sagrado. Y mientras los trarios gobernaron en Troya
y ninguna virgen locria prestó sus servicios en la antigua capilla, Lócride se vio asolada por una
peste tras otra; de modo que, tras la expulsión de los trarios, se reanudó el ritual con todo su antiguo
rigor. Pero al irse perdiendo el miedo a la peste y el temor a los propios dioses, y a medida que las
acciones de los hombres contra los hombres fueron resultando más crueles que las remotas
violencias de los dioses, se redujo progresivamenre el número de familias dispuestas a sacrificar a
sus hijas; hasta que surgieron disputas entre las diversas ciudades locrias a propósito del orden de
sus compromisos. Disputas que culminaron con una protesta generalizada contra el ritual cuando
Anrígono, uno de los generales de Alejandro Magno, pasó a ser rey de Asia tras la muerto de aquél
y las ciudades acudieron a él para plantearle, más que sus querellas, su común repulsa del ritual. Y
Antígono suavizó las formas y el rito no tardó en desaparecer por completo. El misterio del tiempo
que se extendía oscuramente más allá de la muerte de Áyax se disipó antes de transcurrido un
milenio. Pero durante los casi nueve siglos que se mantuvo, dos muchachas locrias prestaron
anualmente sus servicios en la callada capilla troyana donde Áyax abusó de Casandra en un
profano afán de aventuras heroicas, a pesar de haber gozado de nuevo años de oportunidades
heroicas no vedadas.
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Aunque la condición de que las muchachas locrias no debían posar jamás la mirada en la
sagrada imagen de Atenea nunca se cumplió en el sentido originario del oráculo. En efecto, la
imagen fue robada de la capilla la noche del día en que Áyax ultrajó a Casandra. Y a partir de
entonces, el altar permaneció vacio y se decía que la propia Atenea había retirado su imagen para
evitar que una muchacha de la tierra de Lócride, maldita a causa de Ayax, pudiera contemplarla,
levantando el velo para averiguar qué terrible divinidad era esa por cuya causa debía sufrir un año y
luego toda una vida de antinatural penitencia. Pero la imagen se la llevó Odiseo, que se introdujo en
el pasadizo secreto desde el exterior de la muralla, esa última noche que pasaron en Troya.
Agamenón se la habría llevado por la mañana, junto con Casandra, si Odiseo no le hubiese hecho
notar que la retirada de una imagen considerada depositaria de la serenidad interna de la ciudad
podría perjudicar las futuras relaciones con los troyanos; por desgracia, dada la destacada posición
de Agamenón, cualquier acto suyo, por privadamente que lo realizase, no podía dejar de tener
repercusiones públicas. En manos de Odiseo, la imagen llegó a constituir, de hecho, una rareza
privada, convertida en mero amuleto de navegante, al cual se recurría en los momentos de pánico
durante una tormenta, y que en tiempos de calma, o cuando la nave recalaba durante el invierno en
Itaca, permanecía olvidado entre los cabos y velas flácidas. Pues Odiseo no podía intentar
entronizar en Itaca una imagen sobre la cual le había negado su derecho a Agamenón; incluso para
un hombre como él, la suerte es un poder y posesión secretos, que no se otorga en establecimientos
y a través de formalidades públicas...
Diomedes acompañó a Odiseo en su secreto retorno a la capilla, cuando Agamenón y
Menelao y los demás ya habían zarpado; Criseida se había mostrado reacia a partir sin conocer la
suerte de Helena. Sinón les acompañó, como guía, y también Dares, que quería recuperar sus
crónicas de la guerra y todo el tesoro que pudiera meter presurosamente en un saco sin ser visto en
medio del frenesí del saqueo. Habían visto elevarse llamaradas en el corazón de la ciudad y sabían
que debían de estar sucediendo cosas desquiciadas. Apenas habían tenido tiempo de ponerse a salvo
por la mañana. Agamenón se había entretenido en la capilla, molesto por haberse comprometido a
llevarse a una mujer que nada más verlo lanzó una negra maldición sobre toda la casa de Atreo.
Cuando Agamenón, con Casandra, y Odiseo, Sinón y Menelao llegaron a la casa de Timetes, donde
aguardaban los demás, ya se oían en la Puerta del Sureste los gritos del populacho que llegaba.
Dares, que se habla dirigido a su casa en el extremo suroeste de la ciudad, recibió el mensaje de
Idomeneo con instrucciones de prepararse para partir de inmediato y se volvió atrás por temor a ser
descubierto por la muchedumbre, temerariamente enardecida por cuanto les habla contado Pándaro
y por la visión de Paris herido. (El estado de ánimo final de Troya hubiese sido, tal vez, distinro de
haber recibido la revelación de los crímenes el día siguiente de boca de Deifobo, bajo la forma de
una inapelable declaración oficial, en presencia de soldados leales dispuestos a imponer un
resignado silencio.) De modo que Dares huyó con los griegos, con la esperanza de poder volver de
algún modo a la ciudad en busca de las crónicas de la guerra, y de su tesoro y, si era posible, de su
familia y de su hermano y la familia de éste.
La imagen de Atenea no fue el único motivo que impulsó a Odiseo a volver a Troya, aunque
ésta fue la razón que le dio a Diomedes. Y también lo movía algo más que el deseo de apropiarse de
las crónicas de la guerra; concretamente, los metales y piedras preciosas que se decía tachonaban la
cara exterior de la puerta de Laomedonre. Cuando Idomeneo envió a Sinón en presencia de
Agamenón, Odiseo le habla preguntado en privado dónde consideraba probable que estuviese
escondida la llave de esa puerta. Mientras Agamenón y Menelao y Odiseo estaban en la capilla con
Casandra, Sinón buscó la llave de la sala del tesoro ya saqueada, situada junto al pasadizo que
conducía del patio al salón real. La encontró en un hueco de una de las paredes, oculta tras un
pesado arcón que los saqueadores no se hablan entretenido en apartar; durante su estancia en Troya
se había enterado de que estaba oculta en un lugar de ese tipo, por los chismorreos de los esclavos
del palacio, cuyo favor había cultivado en secreto en busca de posibles informaciones útiles. Luego,
mientras los demás se dirigían ya a casa de Timetes, bajó a la cámara subterránea, para asegurarse
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de que la llave encontrada era la correcta. Y después cerró otra vez la puerta, en prevención de que
por un desventurado azar alguien pudiera despojarla de sus tesoros antes de su llegada, bloqueando
el acceso desde el exterior, si la dejaba abierta.
En esta ocasión, Dares logró llegar hasta su casa y llevarse las crónicas de la guerra y una
pequeña cantidad del tesoro; los tumultos habían estallado en las proximidades de la Torro Escoa,
donde se concentraron frente a la casa de Antenor, y no se extendieron hasta los lugares más
apartados de la ciudad hasta entrada ya la noche. Pero no pudo encontrar a ninguna persona de su
familia y no tenía tiempo de buscarlos entre la desordenada multitud vociferante que llenaba las
calles. Los alborotadores ya habían incendiado muchos edificios, aunque todavía no habían logrado
romper el círculo formado por un puñado de soldados leales en torno a la casa de Antenor. Deifobo
había salido en dos ocasiones para apaciguar a la multitud, pero su presencia sólo había servido
para atizar su furia, que gradualmente empezaba a contagiarse a los soldados. La tercera vez salió
acompañado de Eneas; durante unos instantes so hizo un silencio suficiente para que Eneas pudiera
hablar.
-Deifobo -dijo-, abrumado por su fracaso al no poder impedir que los traidores griegos
ejecutasen su terrible plan, que le ha supuesto la pérdida de su venerable padre y de sus amados
hermanos y de mucha otra preciosa sangre troyana, renuncia en mi favor al puesto de rey de
Troya... si queréis confiarme tan triste y onerosa tarea.
Siguieron unos instantes de silencio; luego, la muchedumbre comenzó a murmurar y no
tardaron en elevarse los primeros gritos:
-¡Criminales! ¡Traidores! ¡Perfidia! ¡Muerte a los asesinos!
Eneas se retiró con Deifobo con una duda: ¿le incluía el pueblo en sus maldiciones, o se
había convertido realmente, en ese triste desenlace, en rey de Troya?
Dentro de la casa reinaba tanta confusión como en el exterior. Deifobo dirigía palabras de
odio a Eneas; Eneas discutía con Antenor; Bruto, el hermano de Eneas, permanecía sentado al
margen en orgulloso silencio. El honrado Pólibo, hijo de Antenor, con su madre Teano, y Pántoo y
el hijo de Pántoo, Polidamas, amado de Héctor, habían estado imprecando sin parar a todos los
presentes desde que Idomeneo se presentara en la casa para anunciar la partida de los griegos y el
probable retorno de la población vengativamente airada. Sólo entonces supieron por qué los habían
conducido a todos a la casa de Antenor. Cuando terminaron de dar rienda suelta a su horror,
resistiendo todos los esfuerzos de los demás para aplacarlos, el populacho vociferante ya había
entrado en la ciudad; de haber abandonado la casa, habñan sido aniquilados tan despiadadamente
como si hubiesen sido culpables. Timetes y Calcante y la esposa de Pántoo, Frontis, hablan hecho
todo lo posible por inducir en los demás una piadosa confianza en la merced de Apolo: la población
sin duda se calmaría al atardecer y Deifobo podría convocarla por la mañana y enviarla a sus casas
apaciguada por la perspectiva de los años de paz que les aguardaban. Pero el dominio de la paz sólo
se establece a través del lento saborear de la paz, que va redespertando uno a uno los recuerdos más
felices, moldeándolos en una agradable repetición de la antigua vida: la paz es lo viejo, no lo
nuevo. Y para Troya no podía haber nada viejo ni nada nuevo. Rechazaba lo nuevo porque lo viejo
había concluido, porque las novedades que no nacen de lo antiguo son espejismos del moribundo.
Troya quería desaparecer de la historia, no morir; y así, por fin, llegó a declarar la guerra contra sí
misma.
La paz estaba tan hueca como el caballo de la paz. El imperio de la paz era el imperio de la
ley de Baal; y ésta había regido sólo unas horas cuando el asesinato invadió la ciudad vacía:
durante esas horas la ciudad misma estuvo hueca. Y el dominio de Apolo, dios del falso presente,
representaba una sonriente indiferencia a las contradicciones entre el pasado familiar y el
desconocido futuro. Apolo era indulgente y cruel e indiferente. ¿No había dicho Calcante que había
sido el primero de los dioses que se retiraba de la guerra? Ni la paz ni Apolo podían salvar a
quienes se encontraban en la casa de Antenor. La muchedumbre, que había repudiado amargamente
toda ley, pronto desbordaría a los soldados que la custodiaban. Antenor y Eneas, con Calcante y
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Helicaón, escaparían por la parte trasera justo antes de que esto ocurriese, después de abandonar
sigilosamente la sala donde los demás discutían, para disfrazarse de esclavos: Eneas con la imagen
dardánida de Atenea envuelta en una raída pañoleta como si fuese un joven esclavo enfermo,
Antenor con su hijo Helicaón, marido de la desaparecida Laódice, pegado al codo de su padre como
un niño abrumado por peligros que considera que no le conciernen. Calcante no experimentó mayor
malestar en esas terribles horas que una desagradable sensación de su propia ineficacia. En los
viejos tiempos, los troyanos jamás habían prestado atención a sus profecías, los griegos pronto
comenzaron a tratarlo como un hombre que, más que profetizar, hacía conjeturas; y Timetes, dentro
de la casa, había hecho aparecer sus palabras como un servil eco de las suyas, mientras en el
exterior la muchedumbre se agolpaba con insolente sordera, ahogando la vocecilla que le confiaba
certidumbres que no podía confiar a los demás. Ahora Eneas, empeñado en llevarse la imagen
dardánida de Apolo de su templo, no prestarla oídos a sus protestas contra el sacrilegio, sino que
incluso le obligó a transportar el bulto, envuelto en harapos como el otro.
Los cuatro escaparon, en efecto, a la violencia que finalmente arrasó la casa, sin dejar
ninguna persona viva excepto a Bruto, a quien la muchedumbre perdonó la vida como noble cara
contraria de su hermano Eneas, con la repentina tolerancia que puede apoderarse de una multitud en
el momento culminante de su furor. Pero, ¿puede decirse que se salvá Antenor, quien, en su huida a
Paflagonia, zarpó poco después de Enete con Helicaón y un grupo de paflagonios y navegó
desamparadamente a la deriva hasta el extremo más apartado del Adriático? Llamó Troya al lugar
donde llegó y él mismo se denominó rey de Troya, en resentida memoria del título recibido de
Eneas cuando éste, rechazado como rey por la multitud, intentó apaciguarla ofreciéndoles a una
persona que pudieran tolerar al menos hasta la mañana siguiente, puesto que Antenor poseía la
dignidad ante ellos de ser un anciano troyano. Pero Antenor murió poco después de llegar a esta
falsa Troya; y Helicaón fue expulsado de la línea sucesoria, ocupada por los hombres de Enete; y el
lugar tomó de ellos el nombre de Venetia o Venecia.
Tampoco Eneas encontró su salvación en la tierra alejada de Troya donde se instaló, aunque
allí estableció un gran pueblo, que posteriormente recibirla el nombre de latinos, por la tribu que
gobernaba en el lugar donde una tormenta le arrastró hasta tierra, en las costas del mar Tirreno; un
pueblo tenaz y de larga vida, pero con ninguna muestra del poder de Troya en su sangre, pues el
poder de Eneas residía sólo en la resolución de vivir como si jamás hubiese existido Troya. Esta
resolución absorbió a Eneas y el recuerdo de Troya sólo comenzó a atormentar a sus descendientes
en la cuarta generaci6n. Pero no fue ese Bruto descendiente de Eneas quien volvió a levantar Troya
en la isla de Britania, sino otro procedente de Epiro; y él, para terminar, nos contaría la historia de
la monstruosa guerra que comenzó con la partida de Helena de Esparta.
Y tampoco Calcante se salvó, al escapar de esa casa condenada, la última noche de Troya.
(Quien diga que Troya tuvo otros días y otras noches puede contar la historia si lo desea,
deshonrando a Troya en aras de una secuela de cronista.) Calcante huyó primero con Eneas a
Dardania, donde Eneas encontró a su padre Anquises muerto y sus huesos aguardando su regreso
para ser enterrados. De Dardania, Eneas continuó rumbo al sur, descendiendo por las laderas del
monte Ida llevándose consigo los huesos de su padre y a su hijo Ascanio y a cuantos quisieron huir
con él, dejando despiadadamente atrás a las mujeres, incluida su propia esposa, Creusa; Calcante
continuó a su lado. Eneas temía que los desórdenes de Troya pudieran extenderse rápidamente por
toda la Tróade y depositó su esperanza en el viaje hasta una nueva tierra en la cual no pesara
ninguna maldición troyana sobre el futuro. (Y escapó a la maldición de Troya y, con ella, también a
la providencia troyana que luego acompañaría a Bruto de Epiro hasta Britania.) Tras el descenso del
Ida, llegó a Tebas, donde antaño fuera rey Etión, el padre de Andrómaca. En Tebas, él y Calcante se
separaron, Eneas para dirigirse a Cila, en el extremo más oriental del mar Andramiteno, donde
compraría naves suficientes para que todos sus acompañantes pudieran emprender el viaje que
convertiría a Troya en una leyenda ancestral; a orillas del Tíber, ios antiguos nombres troyanos eran
proclamados con orgullo con unas resonancias de milagrosa ascendencia que nunca surgieron junto
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al Támesis británico, donde Bruto de Epiro construyó la Nueva Troya. Decíamos que en este viaje
Eneas zarpé de Cila, para dirigirse primero a Nauplia en Grecia, donde sus naves le aguardaron
mientras él se adentraba en la Arcadia para enterrar los huesos de Anquises al pie de una colina bajo
el monte Atlas, en la región de Arcadia de la que decían procedía Dárdano, antepasado común de
troyanos y dardánidas.
Allí Eneas levantó un santuario para la imagen de Apolo que durante un tiempo impusiera
en Troya para luego volver a robarla. La imagen dardanida de Atenea que Priamo se negara a poner
en el lugar de la troyana en la capilla de Cibeles, se la llevó hasta el país latino, donde se convertiría
en emblema de la autosatisfacción impaciente. Pero, con la falsa imagen de Apolo, se restituyeron
al Atlas todas las falsedades en virtud de las cuales los troyanos todavía podrían ser una nación, de
haberlas admitido desde el principio en la historia troyana, en vez de repudiarlas castamente una
tras otra. Pues Troya, en su escrupulosidad, llegó a convertirse en una historia que menos cambiaba
cuanto más se contaba, hasta que ya casi no fue una historia, sino más bien una verdad condenada a
ser negada por haber sido pronunciada demasiado pronto y de forma demasiado invariable para esa
temprana edad de la verdad. Y es posible que el propio Apolo fuese lo más falso de todo cuanto
Troya se mostró reacia a albergar y que ése fuese el sentido de su reconsagración en Arcadia en una
falsa imagen. Pero para Eneas, el ritual sóio tuvo el sentido de una voluntad de convertir su
deserción de Troya en un nuevo comienzo; de borrar todo recuerdo de Troya excepto en tanto que
un fracaso sobre cuyo transfondo iniciar nuevas piadosas exaltaciones del tiempo. De regreso en
Nauplia, condujo a su grupo con renovada determinación, convirtiendo el viaje que los alejaba de
Troya en un celoso avance hacia ninguna parte. Mientras tanto, Calcante se aproximaba a su propia
ninguna parte; la encontraría en Claro de Meonia, bajo la protección de Apolo Clario. En efecto, no
hay dios que haya sido representado en más variadas imágenes, más a menudo cambiado y
cambiante, que Apolo.
Desde Tebas, Calcante se alejó hacia el sur, mendigando hospitalidad de localidad en
localidad en su condición de sacerdote fugitivo de Troya. Y de cada sitio lo enviaban a otro,
después de profetizar un poco a cambio de los favores recibidos durante un día. El nombre de
Calcante era conocido, y también su traición; semejante nombre, semejante hombre, atraería la
mala suerte sobre cualquier ciudad donde se le permitiera instalarse. Y a medida que avanzaba en
su camino, sus profecías fueron haciéndose cada vez más tímidas y mezquinas. A veces competía
en el mercado en una apuesta sobre el número de huevos que contenía una cesta, otras, adivinaba
las posibilidades del amor o de la enfermedad. Una muchedumbre lo expulsó de la ciudad de Sípilo,
al pie del monte Sipilo, en la orilla sur del río Hermo, en Meonia, haciendo sonar las conchas en
son de burla a sus espaldas. En Sípilo había una figura de piedra de Niobe, hija de Tántalo y
hermana de Pélope, el abuelo de Agamenón; Calcante subió a la montaña para rendirlo pleitesía:
«Para pedirle sus lágrimas por mi hija Criseida, que me abandonó a mí y a Troya para unirse a los
griegos y cuya pérdida representa para mí la pérdida, por partida doble, de seis hijos y de seis bijas,
pues fui a la vez madre y padre para ella y ella mi única hija». Tántalo fue durante un tiempo rey de
Sípilo y Niobe se casó con un hombre del lugar, engendrando seis hijos, de los que estaba tan
exageradamente orgullosa que la oscura diosa Leto la castigó, según decían, quemándolos dentro de
su propia casa. En efecto, Niobe se había vanagloriado de ser más afortunada que Leto, que sólo era
madre de dos criaturas: Apolo y Artemisa. Tras la muerte de sus hijos, Niobe subió hasta la cima
del monte Sipilo y allí, según cuenta la leyenda, Zeus la convirtió en piedra. En verano, riachuelos
de agua se deslizaban como lágrimas por la cara del monumento con forma de mujer, procedentes
del desbordamiento de algún manantial que brotaba en el interior de la montaña o bien realmente
del corazón de Niobe que continuaba despierto en su seno. Esta era la leyenda; en cualquier caso,
allí vivió una vez una mujer llamada Niobe, hermana del Pélope que regresó a Grecia tras la muerte
de su padre y allí engendró, entre otros hijos, a Atreo, progenitor de Agamenón y Menelao. Y
Calcante subió a su santuario y allí habló con demasiada libertad de los griegos y de su propia
suerte, con lo cual la gente supo que debía de ser el mismo sacerdote de Troya cuyo nombre había
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llegado a hacerse odioso durante la gran guerra; y fue expulsado a gritos de la ciudad, desde donde,
después de cruzar las cumbres de Tmolo, se dirigió a la costa, para llegar finalmente a Claro.
Durante un tiempo Calcante no gozó de mala acogida en Claro; pronto adquirió fama de
hombre diestro para acertar el número de las cosas con una rápida ojeada, sin contarlas. Las nuevas
sobre él llegaron hasta Colofón, una ciudad cercana, donde Mopso era sacerdote de Apolo y
gobernador de todos los templos de los alrededores. Temiendo que Calcante pudiera abrigar la
intención de hacerse con la administración del templo de Claro, Mopso fue en su busca para
desafiar sus dotes de adivinación. La competición se celebró en un huerto consagrado a Apolo
Clario, situado detrás del templo.
-¡Ho! -exclamó Mopso al saludarlo-. Te conocemos, profeta de mentiras o de cosas indignas
de ser conocidas de antemano y que un hombre honrado se abstendría de anunciar. ¿Y no fue a
causa de tu interpretación de los oráculos que cayó en Troya Mestelo de Hyde de Meonia, y
muchos de nuestros queridos vecinos a quienes comandaba? ¿No fue revelada a tu infortunada
mirada la interpretación de una maldición en el décimo año, cuando una serpiente devoró en Aulide
una nidada de gorriones, en número de ocho y, como noveno, la desesperada madre?
-Pronuncié la profecía que tú dices, buen Mopso –respondió Calcante con ansiosa
amabilidad-, cuando me detuve en Aulide con los griegos, con la esperanza de poder apartarlos aún
de la larga y onerosa guerra que nos amenazaba. Pero, poco después, Apolo me consoló con otra
profecía. En el jardín de la casa donde Agamenón y Menelao aguardaban a los aliados que se
apresuraban a reunírseles desde todos los rincones de Grecia, una liebre dio a luz prematuramente a
su camada, tras refugiarse allí de los perros que le perseguían. E inmediatamente después, dos
águilas se abalanzaron sobre la camada llegada a destiempo: una negra, la otra con plumas blancas
en la cola. Ante lo cual yo me manifesté, sin ser invitado a ello, diciendo: «La de la cola blanca es
Agamenón y la otra es Menelao, y devoraréis a Troya, pero después sufreréis por la comilona, igual
que las dos águilas están vomitando ahora su avidez». Como podéis imaginar, mis palabras
indignaron gravemente a Agamenón y Menelao. Desde aquel día, cualesquiera que hayan sido los
presagios, siempre me he mantenido fiel a la voz de Apolo que sonaba dentro de mi, la cual, de
haber permanecido en Troya, habría pronunciado igualmente la maldición del décimo año.
Dejemos, pues, estos penosos asuntos, santo colega, y pongamos a prueba nuestra habilidad, puesto
que así lo deseáis, en materias de adivinación intrascendentes. ¡Si Apolo quisiera privarme, en mis
años de miseria, de toda capacidad profética excepto aquella que hace las delicias de los niños, o el
vulgo, sentado entre los muchachos convirtiendo en maravillas las simplezas, diciéndoles qué
premios le corresponderán a cada cual en los próximos juegos, o aconsejando en el mercado la
captura de pescado que puede esperarse obtener el día siguiente, hasta el número preciso de piezas
cogidas en cada red! Un profeta podría conocer así, en su vejez, la paz de las trivialidades mortales
y dirigirse a su muerte como otro hombre cualquiera.
-Calcante -dijo Mopso con abierto desdén-, creo que no tienes que temer que Apolo no te
libere de los deberes más solemnes de la profecía. Por lo que he oído, ya te ha descargado de tu
oficio, y ahora sólo te relacionas con gentes tan poco exigentes como la que acude a los mercados,
los esclavos balbuceantes, las mujeres que se ríen entre dientes o los niños boquiabiertos. ¿Ocupan
acaso tu gravedad cálculos más serios que el número de cuentas de collar de tu anfitriona, o el
número de cuadrados pintados en que se divide el suelo del salón de tu anfitrión, o el número de
cerdos que lleva en el vientre su marrana encinta, mientras suculentos pensamientos estimulan tu
visión profética? Y Apolo ni siquiera parece haberte condenado a la perfección en estos rústicos
ejercicios. En efecto, sólo me han contado que Calcante alcanza maravillosas aproximaciones en
sus adivinaciones, del mismo modo que nos sorprendemos cuando alguien no logra encontrar un
camino, pese a marcar cuidadosamente sus pasos, desorientado por un solo surco de incertidumbre.
No te desafio a un juego, Calcante, sino a demostrar, ante aquellos cuyo interés te has conquistado
para tu nombramiento como miembro del colegio sacerdotal de Apolo Clario, que tu don no es
equiparable a la más vil de las adivinaciones. Y sepas, también, que si bien podemos dar acogida a
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hombres superiores a nosotros, no tenemos lugar para los inferiores. Como sacerdote máximo de
todos los templos de las marismas del Castrio salpicado de cisnes y sus placenteros arroyos, podría
ordenar que te fueras con tus presunciones a otra parte, declarando que no concedemos honores
sacerdotales a quienes Apolo ha considerado indignos de ser suyos en su propia tierra. Pero no será
preciso llevar tan lejos las cosas. Pondremos equitativamente a prueba tus poderes, empezando por
una mera prueba de ingenio, y si la pasas te prometo que seguirán otras más duras; y si pasas todas
las pruebas, hasta el grado máximo de virtud profética, entonces te aseguro que te cederé mi propia
insignia sagrada y yo mismo me convertiré en un desharrapado lector de la buenaventura. Que el
celoso Apolo juzgue entre nosotros: me presto sin temor a la comparación ante sus ojos que todo lo
ven con cualquier maquinante impostor.
Mientras Mopso hablaba, la gente comenzó a murmurar contra Calcante, que ahora habría
abandonado gustosamente Claro por otra ciudad de haber podido alejarse sin ser visto. Era difícil
hacer profecías ante un público hostil y todavía resultaba más difícil alcanzar la precisión en
trivialidades numéricas que pronunciar verdades de mayor envergadura.
-No tengo ningún deseo de enfrentarme contigo en un espíritu indigno, Mopso -dijo
humildemente Calcante-. Has sido tú, y no yo, quien ha querido que pusiésemos a prueba, unas
contra otras, nuestras artes. Puedes tener la certeza de que si fallo, mi ingenio mellado por cuanto
he sufrido con los sufrimientos de Troya, me separaré de ti con sollozante autoimprecación, por
haber osado suponer que alguien tan vilipendiado por el destino todavía podría estremecerse con un
débil susurro de Apolo. Y aunque se demuestre que no he perdido mi antiguo éxtasis, me marcharé
igualmente, si ése es tu deseo.
Ahora se escucharon algunos murmullos de simpatía; pero Mopso levantó la mano pidiendo
silencio y le indicó altivamente a Calcante que la competición había comenzado. Primero Calcante
adivinó el número de personas presentes, superando sólo en cinco la cifra correcta. («Puedo que
también haya incluido a los que aún han de nacer», se disculpó.) A continuación, Mopso adivinó el
número de piedras del muro posterior del templo. Calcante no pudo quejarse de que podía haberlas
contado ya en alguna otra ocasión; el encargado de plantear los problemas, primero a uno y luego al
otro, era el sacerdote de Claro. Después se pidió a Calcante que escogiera a uno de los espectadores
y profetizara con cuántas personas se encontraría a lo largo del camino de regreso hasta su casa. El
hombre se puso en marcha de inmediato para que pudiera conocorse el resultado antes de finalizar
la competición.
-Se cruzará con tres personas queridas -dijo Calcante-, y con cuatro que le son indiferentes,
y con una a la que odia.
Mientras el hombro se alejaba, se pidió a Mopso que determinara el número de higos que
había en un árbol fuertemente cargado de fruto que se alzaba en el jardín del sacerdote, justo detrás
del huerto. Todos se arremolinaron alrededor del árbol y el sacerdote ordenó a los esclavos que
trajeran vino de la casa para los dos contrincantes. Cuando Calcante ya se llevaba la copa a los
labios, Mopso dijo:
-Bebamos por el compromiso de que el ganador, seas tú o sea yo, gobernará sobre todos los
templos de nuestra marisma hasta que se agote su vigor, y que el perdedor beberá tantas copas de
vino no adulterado en su honor como templos hay en los valles de Castria. -Los templos de Castria
eran siete y las copas tenían una profundidad igual a la distancia que abarcan los dedos, y en ese
país se consideraba que la embriaguez hacía perder a un hombre su nombre entre los dioses: no
seria castigado por sus pecados ni recompensado por sus virtudes y tendría que vagar eternamente
ignorado, habiendo olvidado él mismo quién había sido y cómo lo llamaban. Y Calcante conocía la
maldición que pesaba sobre la embriaguez entre los castrios y sabia que un hombre se halla
sometido a las proscripciones del lugar donde se encuentra, puesto que respira su aire y come sus
alimentos. Mientras apuraba su copa, jurando obedientemente el pacto global, el pesar le apretaba
la garganta y el tiempo revoloteaba confusamente en su cabeza, tragándose su propio futuro.
Mopso se había acercado al árbol, dispuesto a anunciar el número de higos.
- 200 -
-La primera mirada me dice que hay un millar; la segunda añade otra fanega; la tercera
descubro un higo en el suelo junto al cesto.
Voces excitadas exclamaron:
-¡Recoged los higos! ¡Llenad un cesto!
De modo que se recogieron los higos y se separó un millar y se acercó un cesto para los
restantes; y entre los presentes hubo muchas discusiones a propósito de cuándo debía considerarse
que éste habla quedado lleno. El propio Mopso ayudó a llenarlo, diciendo:
-Esta es mi medida de una fanega, sea para regalar o para vender.
Cuando hubieron apilado todos los higos que quedaban, hasta formar un montículo por
encima del borde del cesto, Mopso le dio un delicado puntapié, y un solo higo cayó al suelo. Mopso
lo recogió y, con brutal condescendencia, se lo ofreció a Calcante. Este lo cogió tristemente.
-¡Cómetelo, hombre! -gritó Mopso-. El higo más fragante del árbol es el primero que se
ofrece. Pero mójalo bien en tu vino, pues todavía está lleno de sol y dicen que quien se traga el
calor del sol, dice locuras cuando vuelve a abrir la boca, lo cual seria una lástima, visto cuán
próximo estás ya del triunfo.
Calcante mojó el higo en el vino y se lo comio.
Entonces por fin volvió el hombre que había sido enviado a contar cuántas personas se
encontraban a lo largo del trayecto hasta su casa.
-Me he cruzado con dieciséis personas -dijo-, pero de ellas sólo a ocho las conocía lo
bastante para hablarles; pienso que debe considerarse, pues, que Calcante adivinó correctamente el
número. Y de esas ocho, podría decirse que tres de ellas gozaban de mi cariño, por ser una mi
suegro y la otra mi socio y la tercera un hombre a quien antaño odié pero con quien luego me
reconcilié, pues me permitió engañarlo en la venta de unas mulas. Y cuatro de las cinco restantes
puede decirse con justicia que me son indiferentes, al ser una de ellas una mujer con quien estuve a
punto de casarme, y dos hombres a quienes acusé no hace mucho de fraude y contra cuyas
amenazas de venganza la estrategia me obliga a presentar la mejilla de la indiferencia, y la cuarta
un hombre que me engañó a propósito de la venta de un terreno en las afueras de la ciudad. Yo tuve
la culpa y tengo por norma no confundir nunca mi estupidez con el crimen de otro. De modo que
hasta aquí tenias razón, Calcante. Pero la octava persona, que has profetizado que seria alguien a
quien odiaba, no es cosa tan sencilla; dejaré esta decisión en manos de hombres más sabios que yo.
Veréis, la octava persona fue Eomastes y mis dudas están en saber si puedo decir que lo odio sin
dañar gravemente el honor de mi esposa. -Esto provocó la hilaridad general, pues Eomasres era un
famoso seductor de esposas. En Claro habla un refrán que decía que las únicas mujeres que podían
presumir de honestidad eran aquellas cuyos maridos tenían una sonrisa para Eomastes; y la frase
«una sonrisa para Eomasres» había llegado a designar una mirada o una palabra de irónica
amabilidad.
El sacerdote de Claro le explicó el chiste a Mopso, quien se echó a reír ruidosamente. Pero
nadie le ofreció ninguna explicación a Calcante, que permaneció olvidado y desconcertado en
medio del obsceno regocijo. Y nadie pareció opinar que el sacerdote de Claro tuviera que disipar
ninguna duda. Muchas personas ya habían empezado a abandonar el huerto; otras se quedaron a
escuchar los chismes que Mopso habla traído de Colofón. Calcante no podía reivindicar el triunfo
ni reconocer la derrota: los temas en liza habían quedado borrados por el chiste sobre Eomastes.
Tampoco fue capaz de hacer suficiente acopio de ánimo para abandonar el huerto; se quedó
esperando que le dijeran qué debía hacer, adónde debía ir, incapaz de obrar por su cuenta. ¡Y ése
era Calcante, la voz escogida por Apolo en el apasionado conflicto que se desarrolló frente a Troya!
Pero el conflicto y la pasión se hablan esfumado. Apolo había abdicado de la guerra y de todas sus
reliquias y consecuencias.
De pronto Mopso recordó la presencia de Calcante.
-¿Y qué hay de tu promesa? -dijo-. ¿Quién se beberá las siete copas?
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-Como tú digas -respondió Calcante. No miraba a Mopso, ni a ningún otro. Estaba pensando
en Criseida. Desde la primera visita de su hija al campamento griego, su mente había dejado de
funcionar. La guerra se había convertido en un misterio; sólo Criseida conocía el secreto de la
guerra. Empezó a beber. ¿No le habían honrado los griegos, y sin embargo se hablan negado a
llevárselo cuando huyeron precipitadamente de Troya ese último día cegador, insistiendo para que
se reuniera con los demás troyanos en casa de Antenor? ¿No habla sido uno de los escogidos por
Apolo, y sin embargo le había sido retirada la dorada luz? Otra copa. ¿Por qué? Criseida sabía por
qué. ¿No había ganado la competición, sin ganarla sin embargo, sobrevivido a la guerra, pero sin
sobrevivir a ella? El mundo se había vuelto desconocido, era un mundo distinto. Pero resultaba
desconocido en virtud de algo que el viejo mundo ocultaba al nuevo, de algo no revelado. Cuando
se había separado de Eneas en Tebas, éste ya hablaba lo que parecía una nueva lengua. Y si no lo
había acompañado, no había sido sólo porque Eneas no parecía ansioso de contar con su compañía;
Eneas y su gente lo hablan asustado: como si de pronto se encontrase hablando con personas a
quienes sólo había conocido en sueños. Otra copa; y otra. El pasado habla sido un sueño. ¿Y el
despertar? ¿Existía un despertar o algo a lo cual despertar? ¿No decimos a veces durante un sueño,
apuntando con un dedo triunfal a los rostros de la pesadilla: «No tengo miedo; ¡sé que esto es sólo
un sueño!»? Y el sueño continúa, con sudorosa alerta, y sin embargo no nos despertamos. Primero
está el sueño, luego la sensación do algo desconocido e imposible, luego nuevamente el sueño. Otra
copa: el pasado era un sueño. Pero eso también era un sueño; había despertado, pero seguía siendo
un sueño. ¿Dónde estaba la diferencia entre el antes y el después, sino en que lo que fuera familiar
se habla vuelto horriblemente extraño, y uno retrocedía ante ello temeroso de la propia
participación en el asunto? Y uno seguía bebiendo. ¿Hasta apurar la copa? Los ojos de Criseida,
violetas de misterio, luego pálidos, sin reconocerle: la hija no conoce al padre. Espera que acabe el
sueño, que el sueño despierte a su propia realidad; entonces sus ojos relucirán de reconocimiento y
será el ayer que nunca fue. La hija vive; el padre sólo fingía estar vivo. La hija multiplica el poder
de la madre hasta un nuevo grado de misterio, pero divide al poder del padre hasta un nuevo grado
de desesperación. El mundo no está creado hasta que ha quedado destruido, por la separación de lo
indestructible de lo destructible. El secreto de la indestructibilidad se encuentra en los ojos de la
hija en el fondo de la copa. Cuando la copa está vacía, los ojos han desaparecido; la copa
permanece muda, el padre se echa a reír en huera respuesta.
-¡Como tú digas! -grita dentro de la última copa. Los otros se muerden los labios,
intercambian rápidas miradas atormentadas; es triste contemplar la disolución de un hombre en
vida. ¿Qué parte de ellos mismos se ha disuelto con él?
Calcante se desplomó. Ya no reía, pero los hinchados pliegues de su pequeño rostro parecían
paralizados en arrugas de inmóvil risa. Donde la carne se despegaba de los ojos, acumulándose
sobre la mejilla, el agotamiento desafiaba a los demás a dar sonido a la risa que él no podía hacer
sonar. Lo recogieron. Mopso lo llevó a Colofón e intentó hacerle recuperar la razón con sus
cuidados; Apolo podría maldecirlos por ese ultraje contra un hombre que antaño fuera su
instrumento. Pero cada vez que lograban reanimar a Calcante, éste estallaba en una carcajada que
les hacía temer por su propia cordura. A través de Calcante se reían sacudidos por las oleadas de
desventura que la caída de Troya había propagado sobre todo cuanto se hallaba a su abultado
alcance; eran hombres muertos y a Calcante le había correspondido anunciárselo. ¿Era ése el
augurio que había traído de Troya, que antaño fuera la fuente de su prosperidad... y de Apolo? No
en vano Apolo recibía el nombre de «dios de los afectos rápidos y del rápido hastío». Los días que
siguieron a la competición entre Mopso y Calcante, la gente dejó de trabajar en Claro, y en
Colofón, en Efeso y en otras ciudades vecinas. Se agolpaban en los mercados, aguardando la
llegada de los portadores de noticias: Calcante seguía riendo, Calcante había caído en un
tembloroso estupor, Calcante volvía a reír. Pronto les sobrecogió un gran terror: ¿y si Calcante
moría en Colofón y Apolo, en venganza, enviaba una peste al país? Calcante tenía que marcharse.
¿Pero cómo? No por su propio pie; estaba enfermo o algo peor. Y otro país tampoco querría recibir
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de ellos a una persona cuya presencia los rumores ya debían de presentar como ominosa; ni Mileto
en las tierras de Caria, hacia el sur, al otro lado del río Meandro, ni ningún otro lugar donde ya
hubiera estado; ni tampoco las tierras al este de Meonia y de Tmolo, donde el culto a Cibeles era
tan estricto, tan resistente a las influencias extranjeras, que los habitantes consideraban portador de
mala suerte a cualquiera que hubiera mantenido intimas relaciones con Apolo. Y harían recaer sobre
sí mismos un desastre aún más grave si mataban a Calcante que si lo dejaban morir entre ellos.
Por fin trazaron un plan que parecía superar todos los peligros. Trasladaron a Calcante hasta
Nothium, el puerto de Colofón, sobre unas mullidas angarillas, y con todos los símbolos de honor
que habrían acompañado su partida si hubiese acudido a visitarlos cuando todavía ostentaba las
dignidades apolonias de Troya. Una hermosa nave color bermellón de curvas llenas lo esperaba en
Nothium; Calcante fue trasladado a bordo donde lo depositaron suavemente en la popa, las
convulsiones ahora tan leves como una risita entre sueños. Luego siguió la espera de un viento
favorable: ningún remero impulsaría la nave hasta alta mar, tendría que contar sólo con su vela. Y el
viento sopló; y Calcante viajó ahora con mayor rapidez hacia su predestinada ninguna parte. ¿Había
quedado apaciguado Apolo y por eso no envió ninguna peste sobre el país? ¿O tal vez Apolo no se
había dado cuenta de nada? ¿Estaría tal vez ya perdido Calcante antes de llegar junto a ellos, eran
tal vez ya hombres muertos antes de su llegada? Apoío cabalgaba de prisa y siguiendo un curso
eternamente cambiante. Su camino a través del firmamento no era nunca igual al del día anterior; y
una vez usados los caminos de un año, el cielo mismo cambiaba, y se iniciaba un nuevo año. Sobre
ese país no cayó una peste, sino el olvido de su propio ser: un país demasiado próximo a Troya para
engendrar un cambio, demasiado alejado de ella para compartir su destino de inmutable detención,
no lo suficientemente distante para alimentar un renacimiento (más allá del sueño del tiempo y la
muerte del lugar) de todas las verdades prematuras que había encarnado Troya.
Cuando la nave de Calcante salió de Nothium ya anochecía. Esa misma noche tocó tierra en
la isla de Quíos. Esta es la historia de Calcante, desde su huida de la casa de Antenor hasta que por
úlrima vez se tuvo noticia de él en la era troyana. Más tarde se contarían otras historias: que cuando
su nave tocó tierra en Quíos, estaba vivo y bajó curado de su risa. Que, ya curado, se casó con una
mujer de alto rango de Quíos; que maravillaba a las gentes de aquel lugar con sus largos relatos de
Troya, contados en una amable penumbra, como si se tratase de cosas ocurridas más de un siglo
atrás y no dentro del duro alcance de la memoria reciente. Que a partir de entonces Quíos fue una
cuna de leyendas, adonde acudían bardos de Grecia para enriquecer sus cantos con una historia que
el propio lugar de Troya no ofrecía. Que, transcurrido más de un siglo, un descendiente de
Calcante, unió con amante vivacidad todos los relatos nacidos en Quíos, componiendo con ellos los
cantos que muchos toman ahora por las auténticas leyendas de Troya; que se llamaba Homero y
Apolo lo dejó ciego, por haber visto muchas cosas de las que el propio Apolo apartó la mirada
durante el desarrollo de la guerra de Troya, aunque de momento no lo privó de su elocuencia,
puesto que sus relatos eran ruinas bajo las cuales Troya quedaría más profundamente supultada que
bajo su callado polvo; pues Apolo había llegado a odiar el nombre de Troya como designación de la
terquedad humana. Los recogiera este Homero de Quíos (en ninguna parte de Calcante) o bien otro
u otros, los relatos que constituyen las ruinas de Troya en efecto han pesado fuertemente sobre su
memoria, de manera que el nombre de Troya ya no volvió a resurgir donde había quedado
sepultada. Pero igual que el río Marsias, desanimado en su nacimiento, continúa bajo la antaño
majestuosa Celanea y vuelve a resurgir en las afueras de la ciudad para reunirse con el paciente
Meandro, también Troya ha subsistido escapando a la tiranía de las ruinas para volver a resurgir al
aire libre donde la aguarda para darlo acogida su historia.
En los relatos homéricos no se dice ni una palabra de Criseida y casi nada de Troilo; ni se
habla de ninguno de los dos en los relatos que la esposa de Odiseo, Penélope, cantaba a sus
mujeres, combinando las descripciones de las aventuras de su esposo con las partes de las crónicas
de Dares que admitían halagadoras enmiendas. Poco después de la muerte de Odiseo, la ingeniosa
Fantasía engarzó juguetonamente un collar de cuentos que, desde Itaca, se abrió paso hasta la
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historia egipcia. En esta primera Odisea, la guerra de Troya era un increíble alarde de un héroe
increíble, y los pocos troyanos de quienes se hablaba eran no menos odiseicos. Fue venerada
durante muchos años en el templo de Hefesto de Menfis, por la vinculación del nombre de Dares de
Hefesto a todos los relatos de Itaca. Luego fue descubierta por un entusiasta bardo griego que la
modeló hasta darle resonancias homéricas. Siglos más tarde, Cornelio Nepo, amigo de Cicerón y de
Cátulo, publicó una obra que presentó como una traducción de fragmentos de las crónicas
originales de Dares, encontradas por un azar en Arenas. Y según se cuenta, siendo Nerón
emperador, un terremoto desenterró la historia que Dictis había redactado de memoria durante los
últimos años de su vida y que ordenó fuese enterrada con él. Comoquiera que fuese, la historia de
Troya ha vuelto a resurgir con nuevo vigor en cada época. Los franceses le confirieron muy pronto
un favorecedor color vital. Los italianos la incorporaron a su fantasía; el alegre Boccaccio adoptó
un tono sombrío y desconsolado en un relato sobre Troilo y Criseida. Los pueblos nórdicos
compusieron sus propias bruscas narraciones de Troya. El escocés Barbour habló de ella y luego el
inglés Lydgare compuso un Libro de Troya, de donde sacó Shakespeare su relato, aunque su
elocuencia memorialistica procedía de los restos homéricos vía Chapman, quien los iluminó con
una inglesa radiancia sin lágrimas. Antes de Lydgare, Chaucer ya había visto a Criseida bajo una
luz no fantasmal; un siglo más tarde, el escocés Henrysoun haría de ella una leprosa, pero esto no
puede creerse. A principios del último cuarto del siglo en que Lydgare escribió su Libro de Troya
para Enrique V, Caxton publicaba su versión inglesa de los Cuentos Troyanos franceses de Lef'evre;
y ése seria el primer libro impreso en lengua inglesa, aunque el trabajo so realizó fuera de
Inglaterra.
Pero los relatos homéricos aún siguen vivos; y les rendimos el homenaje que justamente
merecen las ruinas. Al escucharlos nos decimos: «Troya existió y ya no existo». Y de inmediato
surge una protesta, no entre las ruinas de Troya sino desde una distancia, que reconocemos como la
distancia salvadora que Criseida tejió lejos de Troya al abandonar la ciudad el último invierno de la
guerra. Sin embargo, los relatos atribuidos a un tal Homero de Quíos son histonas creíbles de
Troya, aunque de una Troya muerta; puede que ese hombre realmente fuese descendiente de
Calcante, que, después de morir en Colofón, Calcante reviviera en Quíos, su risa de enfermo
transformada en una ruinosa ternura que envolvió a la isla en un resplandor troyano, y que los
bardos llegaran de Grecia para dorar sus relatos con el resplandor de Troya; que, de esta conjunción
de relatos, un bardo por cuyas venas corría la sangre de Calcante compusiera la siempre antigua
historia que, durante casi tres milenios, ha obligado a rendirse a la fascinación de las ruinas.
También se ha dicho, por el contrario, que Calcante nunca salió de Colofón; que se recuperó y fue
honrado allí por sus relatos de Troya, a cuya narración dedicó sus últimos años, perdidas sus dotes
de profecía una vez pasadas las convulsiones de risa; que a partir de entonces esos relatos fueron
cultivados piadosamente en Colofón. Lo que desde luego es cierto es que, mucho después de la
época de Calcante, un grupo de griegos, parte de los que habían poblado las costas del golfo de
Cumea, atacó el golfo de Esmirna, más al sur, expulsando progresivamente de allí, a una anterior
colonia griega, una extensión del asentamiento griego de Éfeso; que los expulsados de Esmirna se
dirigieron a Colofón, donde se incorporaron a la colonia griega. Que, todavía más tarde, los
colofones expulsaron de Esmirna a los que habían expulsado a los antiguos pobladores; y que todo
esto dio lugar a una mezcla de relatos y de pueblos.
Ahora bien, los cumeos que bajaron hasta Esmirna, al igual que otros pobladores griegos del
norte, eran descendientes de los aqueos que participaron en la guerra de Troya; y los relatos aqueos
de la guerra fueron la fuente de la tradición griega. Los pobladores griegos de las zonas situadas al
sur del golfo de Cumea procedían en gran parte del Ática, que no reivindicaba una tradición
guerrera propia. Es posible que cuando los colofones capturaron Esmirna, llevaran hasta allí los
relatos de Calcante; que en Esmirna, donde debían de haber arraigado los relatos aqueos, las
narraciones colofones adquirieron un tono aqueo; y que, como afirmarían luego los esmírnos,
Homero nació allí. O puede que Homero viviera en Esmirna cuando los cumeos llegaron por
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primera vez hasta allí; que sus descendientes fuesen expulsados con la progresiva llegada de cada
vez mayores contingentes de griegos del norte y se trasladaran a Quíos, donde fundaron la famosa
familia de los Homéridas; que de este modo llegaron a juntarse los nombres de Calcante y Homero,
suponiendo que sea cierta la historia de que Calcante llegó alguna vez a Quíos. Pero, reconozcamos
o rechacemos lo que queramos, es imposible poner en duda que en ese extremo del antiguo mundo
troyano nacieron los relatos homéricos que conmemorarían su desaparición. También sabemos que,
incluso en su férvida reverencia, éstos provocaron irreverencia y su difusión en otros relatos:
durante largo tiempo la historia de Troya fue el receptáculo de frívolas invenciones y motivo de
queja para los estudiosos.
Seis siglos después de la guerra de Troya, en Mileto de Caria, al sur de Colofón de Meonia,
los hombres comenzaron a deshacerse de la memoria de Troya, un recuerdo que les había hecho
olvidarse de sí mismos, tendiendo un puente de nebulosas expectativas entre lo que habla sido y lo
que debía ser. Tales y Anaximandro y Anaxímenes intentaron convertir los hombres muertos en
hombres vivos. «Nuestro mundo es una burbuja en un mar vacío -dijo Tales-, y los dioses son
vapor.» Y los hombres lo escucharon y pensaron: «¡Magnífico! El mundo vaporoso sin embargo
existe; luego, nosotros existimos». Después de él, Anaximandro dijo: «La fuente de todo es un
infinito indescriptible en medio del cual nos encontramos como resultado de una indescriptible
voluntad de determinación». Y los hombres lo escucharon y pensaron: «¡Magnifico! Somos reales,
aunque resulta difícil creer en la realidad de todo lo demás». Finalmente, Anaxímenes dijo: «Todo
es bruma y la vida está formada por los productos de la bruma, que diluida es fuego y condensada
produce agua que a su vez produce tierra». Y los hombres lo escucharon y pensaron: «¡Magnifico!
La naturaleza es la historia de la bruma y nosotros somos la justificación de la historia, pues
vivimos dentro de ella. Pues, sin duda, somos más que bruma y, sin embargo, todo es bruma». Ésta
fue la fúnebre alegría que reencontraron los hombres, convertidos en criaturas de su propia historia.
La historia de Troya, ahora dispersa en forma de burlona leyenda, fue el primer nudo apretado que
aró la historia en el tiempo. Después de Troya, la cuerda del tiempo se enmarañó, pero a lo largo de
todos los largos bucles de los tiempos durante los cuales los hombres envejecieron sin alcanzar la
última madurez jamás volvió a atarse otro auténtico nudo.
Pero es posible que en este tiempo, el último de todos, llegue a atarse el segundo nudo, y el
último. En virtud del cual también nosotros tendremos un final troyano, abandonando una vez más
a mirad del camino, después de alcanzar la posesión de la vida, como ellos alcanzaron su
identificación. En cada extremo de la cuerda enrollada, más allá de los nudos, penden deshilachadas
hebras de interrogación: todas las preguntas que no precisan respuesta. Basta con saber que lo que
ahora somos es lo que en verdad somos, como en Troya bastaba con saber lo que realmente debía
ocurrir. Pero, después de atar el segundo nudo, todavía tiene que ocurrir algo más: que se afloje el
primer nudo y también el segundo, para juntar los dos extremos de la cuerda, una punta tragándose
a la otra. Pero esto es algo que la cuerda del tiempo realizará por si sola.
¿Y qué ha sido el tiempo? Al principio era el dios de la guadaña: Cronos, que marcaba el
ritmo del poder y de su pérdida, la caída de una mentira en el surgimiento de otra. Después el
tiempo fueron muchos dioses: las múltiples fuerzas de la contraficción cuyo único nombre de
familia es Destino. Cuando el hombre aprendió a mantener el equilibrio entre todos los mundos
agitados que componían su vida, los dioses volvieron a convertirse en alto indiviso; el mundo se
integró más consigo mismo en todas sus partes. Y en el mundo, además de los hombres sólo había
mujeres... no dioses. De los dioses que actuaron en la guerra de Troya, ¿cuál no se ha convertido
hace tiempo en aire sin nombre, momentáneo, mera oportunidad de improvisar un aliento? Excepto,
quizás, Cibeles, que, más que una diosa, era rodas las mujeres, hasta el infinito; y Artemisa,
símbolo de la desolación en forma de media luna, muestra de que la vida todavía resultaba apenas
visible, cognoscible, puesto que apenas se veía, apenas se conocía a las mujeres. Pero ya habían
empezado a verlas y a conocerlas en cierto modo, como hemos averiguado. En su tiempo, Criseida
fue casi lo mismo que puede ser una mujer en el nuestro. Helena era tan rara como, de hecho, les
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han parecido siempre a los hombres las mujeres que por naturaleza dudan de lo que más
familiarmente afirman. Casandra era tan salvaje como son las mujeres, por ser demasiado
numerosas; porque el verdadero número de mujeres es inferior al de hombres, puesto que ellas son
el elemento que une y los hombres el elemento de las cosas que se unen. Las máscaras que revisten
las mujeres son brutalmente numerosas, pero bajo ellas los rostros son dulcemente idénticos.
Laódice poseía la soledad de una mujer perdida entre los hombres, perdida tanto para sí misma
como para ellos; habría luego muchas Laódice, muchas mujeres que desaparecerían en la confusión
de los hombres: leyendas incapaces de llorar mucho tiempo. El número de mujeres es al número de
hombres como los árboles a las hojas. Las hojas caen; ¿y no lloramos, permanentemente también,
al lamentar el número de caídos en la guerra de Troya? Sin embargo, si un árbol muere, sabemos
que no es un hecho a lamentar, sino el resultado del número fijo de árboles, el cual tiene que ser
reducido en relación al número de hojas. Y mueren los árboles que pierden la noción de si mismos
en la desconcertante multiplicación de las hojas.
Pero son éstas cuestiones que no deben atormentar nuestros pensamientos, si ha de
constituir un tormento analizarías. En vez de reflexionar hasta el tenso clímax de la comprensión,
podemos contarnos la historia de Troya, y a su debido tiempo él resto quedará claro. La historia de
Troya hace aflorar una primera sonrisa de comprensión; sonreimos, aunque el relato es triste.
Odiseo y Agamenón y Menelao ofenden nuestro sentido de lo heroico y, sin embargo, nos
reconforra la certeza de que vivieron alguna vez. Es lo que necesitamos: la convicción de nuestra
propia posterioridad en el tiempo, obtenida a través de la comprensión de que lo ocurrido tiempo
atrás también fue vida, rica e intrincada vida. ¿Y no significa ya algo haber osado vivir, ya, largo
tiempo atrás?... Si, con nuestra tardía sagacidad, no podemos creer en la bondad de Aquiles, la
honestidad de Héctor, la gentileza de Príamo, al menos podremos conceder plausibilidad a Paris; en
un tiempo sagaz como el nuestro resulta más fácil aceptar a los superficiales de espíritu que a los
firmes de corazón. Y si, entre las mujeres, Criseida y Helena y Casandra y Laódice nos parecen
todas demasiado próximas en el tiempo para esa distante edad, puesto que estamos acostumbradas a
pensar en las mujeres de la anrigúedad como más extrañamente ancladas en el pasado que los
hombres antiguos, podemos ver en Andrómaca a la mujer creíble de su tiempo: una mujer que
simplificó las alegrías y aflicciones de ese tiempo en una tensa conciencia conyugal de su esposo.
Sabemos que Héctor era real para Andrómaca; y él representaba la doméstica confianza en si
misma de Troya. Andrómaca, eso sabemos al menos, era una mujer a la antigua usanza; tan
ferozmente apuntalada en la historia de Troya que su acabamiento, y el fin de Héctor, fueron para
ella como el final del mundo. Que otros, como nosotros, se encarguen de unir los mundos del
tiempo en una única mirada atrás y se complazcan al comprobar que en la extensa profusión se ha
salvado más de lo que se ha perdido. Para Andrómaca, el mundo de Troya habría sido suficiente
mundo. Cuando pareció perdido, ella cerró herméticamente su corazón. Esto, al menos, es algo que
podemos comprender sin necesidad de concentrar la mirada hasta convertir nuestros ojos en
rendijas de adivino pegadas a las pálidas ventanas del pasado. Ahora todos nacemos con el corazón
cerrado. Sufrimos una antigua repulsión y también gritamos: «¡Éste es el fin y que se acabe aquí
todo!». Aunque nuestras mentes, abiertas a la cumplida plenitud del tiempo, se regocijan: «Es el fin
y hemos entrado en posesión del remanente vivo».
Pero el corazón de Andrómaca estaba dulcemente abierto cuando llegó por primera vez a
Troya procedente de Tebas, como confiada recién casada. Y la brillantez de su entrada en Troya se
recordaría largo tiempo. Safo de Mitilene habló de ella, aunque en la época gris cuando, de Mileto
hasta el sur, Tales confería a los hombres un helado valor de vivir, persuadiéndolos de que eran
criaturas del azar en un universo predestinado: un mundo tras otro podrían cerrarse, pero no los
corazones de quienes deben alimentar la vida a través de las enfermedades del tiempo. «No
podemos llorar -dijo-, aunque la razón del dolor nos queme la lengua. No podemos clamar nuestro
dolor, pues todavía tenemos que aprender la razón de la alegría.» Safo narró la llegada de
Andrómaca a Troya desde Tebas con Héctor, en una nave pesadamente cargada con su dote; cómo
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todos los troyanos salieron fuera de las murallas para recibirlos; cómo su entrada en la ciudad
constituyó un día de regocijo. «En todas las calles había alegría y festejos; y razones y copas llenas,
y la mirra y la casia y el incienso se alzaban en volutas hacia el cielo.» Alegría inmotivada, como
luego se demostró; después habría motivos más que suficientes, pero motivos de pesar. Sin
embargo, cuando llegó a Troya, Andrómaca estaba contenta, y Troya también lo estaba; y no fue
una alegría equivocada, sino más bien inspirada en el mismo espíritu que animó a Safo y atizó un
resplandor de cosa pura y bella entre las doncellas de Mitilene. Ni una ni otra alegría conocieron su
razón. Pero Safo mantuvo el corazón abierto e invitó a tenerlo abierto en todo, a fin de que la vida
no se cansase demasiado pronto y no se hablase de ella sólo con compunción. «Mis cantos son
aliento perdido mañana, pero cantos mientras los canto.» Su corazón se mantuvo florido y no sintió
temor. Si llegaba una tormenta, no abandonaría su cargamento al mar para salvar la nave: la nave,
que era ella misma, y su cargamento, que era la alegría, debían hundirse o navegar unidas. Viviría
momentos dorados o no viviría, puesto que todo cuanto no era oro se oxidaba, era peor que nada;
tendría miel no agriada por la picadura de la abeja, o rechazaría las abejas y la miel.
El nombre de Andrómaca, de todas las mujeres de Troya, resuena con la mayor naturalidad
entre las ruinas homéricas. Comprendemos por qué se cerró su corazón. Safo, mucho después,
declararía abierto otra vez el corazón, sin temor a las ruinas; mientras no muy lejos, en Mileto, los
hombres construían una fe sin corazón, que más tarde se llamaría ciencia. Un hombre, Homero,
erigió una poesía de derrota sobre las ascuas de Troya; luego una mujer, Safo, declaró acabados los
cantos fúnebres y erigió una poesía de alegría, dejando que otras épocas averiguasen los motivos de
la alegría, pero silenciando los motivos del sufrimiento. Poco después, un hombre, Jenófanes, de
Colofón, se lamentó: «Todos los poetas cantan bajo la sombra impía de Homero». Pero Homero no
cometió ninguna falta al cantar de la fe que antaño inspiraron los dioses como una fe en las ruinas.
Primero tenemos que aprender a soportar la mala fortuna antes de poder resistir la buena; entonces,
nuestras fuerzas contra el mal buscan el bien. Y ésta es la alegría que Safo promovió en Lesbos. Su
pelo tenía el color de las violeras, dijo Alceo, el poeta, su amigo, y su sonrisa era gentil. Se la ha
acusado mucho de una vil forma de amor que practican entre si las mujeres, pero quienes así
hablan, mienten. Era pura y agradable y no furiosa. Rompió el embrujo de la pompa que pesaba
sobro ese antiguo mundo troyano; y el nombre de Troya, liberado de la melancolía, pudo volver a
su naturalidad. Unos nuevos cimientos de Troya se habían construido ya en Britania, a orillas del
Támesis. Su historia es reposada; no deslumbra nuestros pensamientos ni abre nuestros corazones a
gigantescas esperanzas. Pero aún así es una historia plena, suficiente.
Bruto, el fundador de una nueva Troya a orillas del Támesis, tomó su nombre de eso otro
Bruto, hermano de Eneas, a quien la muchedumbre perdonó la vida en la casa de Antenor la última
noche de Troya. Pero era de sangre troyana, no dardánida. No era el mismo Bruto, llamado también
así en memoria del hermano de Eneas, que, en la cuarta generación de descendientes de aquél, huyó
del país latino a Epiro, en Grecia. Se ha dicho que el Bruto latino salió de Epiro al frente de un
grupo de troyanos, cuyas naves se detuvieron definitivamente por fin en la costa de la isla que
ahora viene llamándose desde hace largo tiempo Gran Bretaña. Pero no fue el Bruto descendiente
de Eneas quien condujo a los troyanos de Epiro. Ese Bruto ciertamente llegó a Epiro; pero allí
murió.
La historia del otro Bruto, que realmente condujo hasta Gran Bretaña los restos de la estirpe
troyana de Epiro, comienza con el encuentro entre Bruto, el hermano de Eneas, y el grupo de
Odiseo en la capilla de Cibeles. Allí buscó refugio Bruto después de serle perdonada la vida en casa
de Antenor y allí encontró a Odiseo y Sinón, que esperaban a Dares, y a Diomedes que hablaba con
Helena. Él ayudó a Diomedes a atar las manos de Odiseo cuando, poco después de salir por la
abertura secreta de la muralla, Odiseo mató a Dares. Diomedes y Bruto y Helena se habían
adelantado un poco, mientras Odiseo se quedaba rezagado con Dares. Sinón caminaba solo,
volviendo la mirada atrás de vez en cuando, a la espera del crimen que sabía estaba tramando
Odiseo. Al hombro llevaba la bolsa de Dares, con sus crónicas y el escaso tesoro que había podido
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recoger; de su mano pendía un hato con las piedras preciosas y metales que Odiseo había arrancado
sin ser visto de la puerta de Laomedonte. El grito de Dares no pudo dejar de sonar débil y absurdo
en mitad de la noche, que también albergaba el tumulto del incendio de Troya. Sinón se detuvo;
Diomedes y Bruto volvieron atrás corriendo.
-Levantó su espada contra mí-dijo Odiseo- y no habría tenido tiempo de pedir auxilio.
-Te ataremos las manos -replicó Diomedes, reteniendo a Odiseo-, y caminarás delante de
nosotros, para que ni Bruto ni yo nos veamos expuestos a otra tentación parecida.
Bajo el brazo, Odiseo llevaba un objeto pesado, escasamente envuelto. Diomedes lo cogió y,
mientras Odiseo avanzaba frente a él, iba pensando: «Si le permito llevarse la Atenea troyana a
Itaca, no tendremos que soportar las iras de Agamenón por haberse dejado disuadir de llevarse
públicamente lo que otro tenía intención de robar». Y también hicieron caminar frente a ellos a
Sinón. Dares quedó tirado en la llanura, como testigo del desenlace que su mano ya nunca añadiría
a las crónicas troyanas de la guerra. Y mejor que así fuera, pues, de haber vivido y haber
acompañado a Odiseo en su viaje de regreso, hasta llegar finalmente a Itaca, las falsedades que
contó Odiseo habrían llevado una firma troyana.
Después de alcanzar el campamento abandonado y destruido por el fuego, Diomedes zarpó
de inmediato rumbo a Ténedos; lo acompañaban Criseida y Helena y Bruto. Y Odiseo inició ese
viaje la verdad del cual sólo puede descubrirse poniendo tanta atención como la que él empleó en
su falso relato del mismo. En Tendeos Diomedes esperaba reunirse con los demás griegos en una
última asamblea; luego todos se dispersarían, cada cual rumbo a su propia perpleja paz. Pero
Ténedos había sido una elección desacertada como lugar de reunión. Diomedes no llegó allí hasta
muy entrado el día siguiente, cuando Agamenón y muchos más ya habían partido. Los vientos le
habían sido desfavorables y en el canal de Tenedos había corrientes difíciles. Conque, navegando
bajo el abrigo de Imbros, primero se dirigió hasta Lemnos, para virar luego nuevamente al este,
rumbo a Ténedos, cuando los elementos se lo permitieron. En Ténedos, el viejo Fénix, hablando en
nombre de Neoptólemo, el hijo de Aquiles, invitó a Bruto a instalarse en Ptia. Bruto aceptó
satisfecho, y a Ptia se dirigió también Heleno, el último hijo superviviente de Príamo, al igual que
muchos cautivos troyanos que los griegos decidieron dejar atrás y a quienes Troya no podía ofrecer
ya un lugar de acogida, y también el pequeño Escamandrio, el hijo de Héctor y Andrómaca. Pero se
encontraron con que Peleo, el abuelo de Neoptólemo, acababa de morir recientemente y Pría estaba
en manos de los minios de Yolco; de modo que el pequeño grupo continuó viaje hacia el oeste,
cruzando la cordillera de Pindo en dirección a Epiro y siguiendo el curso del río Aquelo, el mismo
que los antiguos aqueos siguieron rumbo al sur cuando llegaron por primera vez a Grecia,
procedentes del norre desconocido. En Dodona echó raíces la colonia de la que saldría más tarde el
Bruto británico; Dodona, donde los primeros aqueos encontraron un oráculo bendecido por encinas
y palomas y aprendieron el nombre de Zeus de los pelasgos, que entonces ocupaban el país. Y allí
murió Fénix y un jabalí mató a Neoptólemo. Bruto fue rey y Heleno, sacerdote de Apolo. Pero el
culto de Apolo perdió adeptos tras la muerte de Heleno. Escamandrio, que sucedió a Bruto como
rey, difundió el culto del templo circular, sin techo, que ya había implantado Bruto. Heleno murió
sin haberse casado; el más débil y el último de los hijos de Príamo, en quien el poder de Troya se
trocó en genial y difuminada resignación. Escamandrio se casó con una mujer del lugar, de sangre
pelasga mezclada con la sangre de los aqueos que nunca continuaron camino hacia el sur hasta la
fantástica tierra de tesoros de Grecia. (¿Y acaso no era una fantasía? ¿No acabaría convirriéndose
Grecia en la tierra de los delirios desengañados, donde la sobriedad sólo era el disgusto que sigue a
la pasión?)
Y Escamandrio gobernó de acuerdo con la fe que le enseñara Bruto: que la propia vida era
la tierra del tesoro. «Si vivimos sabiamente, valorando cada hora como la envoltura de la siguiente,
las cortezas del tiempo se desprenderán una a una hasta llegar al corazón desnudo, no mancillado
por la muerte.» Así, Escamandrio vivió feliz. Y todo marchó bien en aquel lugar hasta que Bruto, de
la estirpe de Eneas, llegó a Epiro con una partida de compinches, huyendo del país latino. Siguieron
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el Aquerón hasta su nacimiento y llegaron al reino de Asaraco, el nieto de Escamandrio. Allí
buscaron refugio entre los troyanos contra ciertas tribus que los perseguían, a las que habían
ultrajado durante su viaje hasta la famosa Escamandria. De ello resultó una guerra, en la que los
troyanos combatieron contra vecinos con quienes habían convivido en paz hasta entonces, y en la
que murió el Bruto latino, y el troyano Asaraco, cuyo hijo aún niño, también llamado Bruto, pasó a
ser rey. Pero la vida ya no volvería a ser la misma en aquel lugar tras la llegada del Bruto latino.
Hasta entonces, las tribus vecinas habían considerado huéspedes sagrados a los troyanos; ahora
comenzaron a mirarlos con resentimiento, como extranjeros que se hablan apropiado de su sagrado
oráculo, a pesar de que ellos mismos lo habían tenido abandonado durante largo tiempo. Así que,
cuando el Bruto troyano alcanzó la edad viril, reunió a su gente, y todo su tesoro y el de los demás,
y emprendió la marcha en dirección al mar, siguiendo el curso del río Aquerón hasta la ciudad de
Epiro, en la costa resprocia; la misma Epiro a la cual se dirigió Odiseo antes de comenzar la guerra,
en busca de veneno para sus flechas. En Epiro, el Bruto troyano adquirió naves suficientes para
transportar a su gente hasta donde las buenas horas de su vida quisieran llevarlos.
Y navegaron rumbo al sur, más allá de Itaca, y luego se adentraron en el mar occidental y
cruzaron las columnas de Hércules, sin detenerse hasta que el precavido dominio de las horas los
condujo hasta la desembocadura del río Liger, que ahora llamamos Loira. Allí vararon sus naves y
aguardaron entregados al reposo del providencial retraso. Algunos permanecieron junto a las naves.
Otros se fueron hacia el sur, hasta Aquitania, donde lucharon batallas sin sentido con los picravios,
más por curiosidad que por autodefensa o ambición de conquista; como cuando, en nuestra
presurosa carrera hacia algún lugar, nos dejamos distraer por discusiones ajenas, sólo para poner a
prueba nuestro primer impulso. Otros siguieron el curso del Líger hasta el país de los pacíficos
turones, que acogieron con cortés indiferencia a los recién llegados. Pasaron casi un año en esa
región gala. Los que lucharon contra los picravios descubrieron la sed de un futuro redentor,
después de ser tratados como seres imposibles; su curiosidad se dirigió sobre ellos mismos: «¿Qué
clase de vida y qué lugar serán nuestra propia prueba de que existimos?». Los que permanecieron
entre los turones les ayudaron a fundar la ciudad que ahora llamamos Tours; de hecho, se ha dicho
que los turones tomaron su nombre de Turono, un primo de Bruto que encabezó la excursión hasta
aquel lugar y que la tribu se conocía antes por otro nombre. Y los troyanos de Turonia aprendieron
la tolerancia en la hora vacía: a no llamar a cada hora del tiempo una hora de vida, o intentar
convertirla en tal. Pero Bruto permaneció pacientemente acampado junto a las naves y del aire de
aquel lugar aprendió la lección de la libertad: a no dejarse comprometer con una hora más que con
otra, sino por el contrario conceder a cada hora inmediata igual derecho a la finalidad. Luego,
finalmente, todo el grupo volvió a reunirse en la desembocadura del Liger. Todos habían aprendido
algo necesario y ahora ya podían zarpar rumbo a la sabia isla del norte. ¿De qué otro modo pueden
describirse esos meses galos? El tiempo había cuajado, las aguas inciertas de la conciencia se
hablan trocado en espejos. La historia no era ya una historia, dejaba de ser un pasado narrado con
acentos de presente. Las cosas que en adelante les ocurrirían permanecerían cada vez más en el
presente.
Entraron en el puerto que ahora llamamos Portsmourh, y encontraron esta bella tierra, bien
provista de bosques y ríos. Las gentes que en olla vivían eran de gran estatura y salvaje apariencia.
Al principio los troyanos libraron desesperadas batallas contra ellos, pues su intención era instalarse
allí. Pero cuando los habitantes comprendieron el propósito de los extranjeros, su actitud se volvió
amistosa y se fundieron en un solo pueblo con ellos; y desde entonces tal ha sido siempre la actitud
de los habitantes de esta isla con los extranjeros. No hace a un pueblo la identidad de la sangre, sino
el deseo de estar en el mismo lugar, y por la misma razón: el que todos lo vean por igual como un
hogar. Los troyanos permanecieron un tiempo en la península suroccidental, donde labraron la
tierra y construyeron casas. Corineo, el querido compañero de Bruto, gobernaba el lugar, porque era
un hombre alto y, por tanto, más respetado por los altos habitantes; Bruto se contentó con introducir
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entre ellos el culto del templo circular, sin techo, que más tarde se conocería como la fe de los
druidas y también se difundiría al otro lado del mar británico en la Galia, donde los
troyanos ya lo hablan implantado, a orillas del Líger.
Luego Bruto se dirigió con una parte de los troyanos hasta la costa oriental, dejando a
Corineo al frente de los que se habían quedado atrás. Llegó a un lugar donde un río dominaba
suavemente el mar e invitaba a la creación de una amable, señorial ciudad; y allí construyó la
Nueva Troya. La ciudad recibió el nombre de Londres en los anales que escribió Tácito siendo
Trajano emperador de Roma, quien había aprendido muchas cosas sobre el lugar a través de su
suegro Agrícola; y fue Agrícola quien finalmente logró que los britones aceptasen el dominio y la
lengua romanas, convenciéndoles de que los romanos, además de codiciar el país, también lo
amaban. Y todo el país recibió también el nombre de Albión, tal vez debido a sus relucientes
acantilados de caliza. La ciudad construida por Ascanio, hijo de Eneas, a orillas del río Tíber, entre
las tierras del Lacio y de Etruria, recibió el nombre de Alba; puede que ambos nombres tuviesen
una común interpretación troyana. Aristóteles, al menos, designó con ese nombre a la mayor de las
Islas Británicas; a la isla occidental la llamó Yerno. Y el reino gobernado antaño por Corineo se
llamó Corinea, o Cornualles.
No será necesario añadir nada más sobre el corolario británico de la historia de Troya; con él
comienza la vida que conocemos. Para la historia de Troya, bastará saber que quien zarpó de Epiro
fue Bruto, el bisnieto de Escamandrio, hijo de Héctor, y no Bruto, el bisnieto de Eneas. El Bruto
latino estaba sometido a una maldición por haber causado involuntariamente la muerte de su padre
Silvio un día que había salido de cacería con él y esta maldición decía que moriría sin bogar; en
cambio, el Bruto troyano, consumidos ya sus años de vida, murió en Nueva Troya, a orillas del
Támesis, que para él tenía el bien combinado sabor del hogar. Y ésta es la historia que va de Eneas
al Bruto latino, la cual forma parte de la historia de la dispersión de Troya más que del traslado de
la propia Troya a una costa posterior de la realidad. Cuando Eneas y los suyos llegaron al país de
los latinos, él se congració con su rey, Latino, casándose con la hija de éste, Lavinia. Primero ayudó
a Latino contra los rutenos, una tribu vasalla rebelde; luego lo acompañó en su campaña contra los
etruscos del norte, que habían ayudado a los rutenos. Tras estas guerras todo el país fue conocido
como el país de los latinos. Pero Eneas murió en la última batalla y fue enterrado en una ciudad que
había fundado en la costa, llamada Lavinium en honor de su esposa. Poco después de morir su
padre, Ascanio fundó Alba a orillas del Tíber; sobre la cual reinó, después de él, su hijo Silvio; el
cual tuvo un hijo, Bruto, de quien se profetizó al nacer que daría muerte a su padre y seria objeto de
una maldición. Y cuando el Bruto latino llegú a Epiro, el Bruto troyano era sólo un niño; igual que
Ascanio, hijo de Eneas, era casi un hombre cuando Escamandrio, hijo de Héctor, estaba en su más
tierna edad, a pesar de que Héctor era mayor que Eneas. Así se sucedieron las descendencias de
Eneas y Héctor, que por un breve instante se rozaron, en Epiro, para separarse después.
Otras dispersiones de Troya pueden describirse rápidamente.
Teucro, el hermanastro de Áyax el Grande, no regresó a Salamína, sino que se dirigió a
Chipre, donde fundó una ciudad llamada Salamina. Primero estuvo en Creta, su lugar de
nacimiento (como indica su nombre, que es un nombre tribal cretense; de ahí que los hombres
conocidos como teucros en tierras troyanas, adoradores de Apolo Esmínteo, fuesen descendientes
de un grupo llegado originariamente de Creta, pasando por Rodas); Leuco ocupaba el poder allí,
habiendo usurpado el puesto de Idomeneo, y Teucro temió que la isla no se mantuviera en paz
durante mucho tiempo. A Chipre se dirigió también Agapenor, el arcadio, que allí expulsó a Ciniras
de Pafos; el cual huyó a Biblos, donde los sacerdotes de la Afrodita fenicia lo acogieron como a un
hermano de sacerdocio. Demofonte se fue primero a Tracia y se llevó consigo al pequeño Múnico,
a quien diera a luz Laódice. Allí se prometió en matrimonio con Filis, la hija de un rey, después de
declarar que primero tenía que dirigirse rápidamente a Grecia, pero que volvería para casarse con
ella; y como garantía, dejó allí a Múnico. Cuando, transcurrido ya un año, Filis tuvo noticia de que
Demofonte gobernaba en Arenas, casado con otra, mató a Múnico y luego se suicidó. La muerte de
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Múnico debo incluirse entre las dispersiones, aunque el viaje de Demofonre fue un retorno. Etra los
sobrevivió a los dos.
Y Podalirio, hermano de Macaón e hijo de Esculapio, se instaló en Caria. Y Anfíloco, el
argivo, navegó más allá de Rodas y rodeando la costa licia hasta un rincón del mar interior, donde
fundó la ciudad de Malo, hacia la cual apunta el dedo de Chipre. Allí llegaría, algo más tarde,
Mopso de Colofón con un grupo de desesperados. En efecto, cuando los castrios lograron
desembarazarse de Calcante, sobre el país cayó un silencio similar al que sentimos cuando al
despertar por la noche no oímos el familiar murmullo del arroyo; y la gente comenzó a quejarso de
que Mopso ya no hablara con Apolo. Un sacerdote que se queda mudo inspira mayor temor que oír
la propia voz del dios. De modo que Mopso abandonó Colofón, y con él muchos otros aquejados
desde hacia tiempo por la impotente impaciencia que siguió a la guerra troyana en aquellas costas.
Su última etapa los llevó a Malo. Anfíloco, que sospechaba de los extranjeros y sin embargo no
acababa de decidirse a luchar al ver que los encabezaba un sacerdote ordenado, y puesto que él
mismo estaba dotado de un natural talento profético, decidió competir con Mopso en el arte de la
adivinación: si Mopso ganaba, él y sus gentes podrían quedarse, pero si perdía, tendrían que irse.
De este modo, Mopso se vio sometido en Malo al mismo tipo de competición que él le impusiera a
Calcante. Pero, en vez de echarse a reír en el momento difícil, se puso rígido de ira; y Anfiloco
también se enfadó mucho. Se abalanzaron uno contra el otro, sin que nadie se interpusiera entre los
dos; todos paralizados en la muda comunión de la dispersión. Y Mopso y Anfíloco se golpearon
hasta matarse. Los meonios que acompañaban a Mopso se instalaron a vivir allí entre los argivos y
los habitantes autóctonos, cada uno conviviendo con taciturna, poco íntima amistad con su vecino:
un lugar poco acogedor en el que se vivía sin amor.
Una fiebre había asolado a Troya, pero otros lugares sufrieron el escalofrío que la siguió;
Troya había desaparecido víctima de su propia enfermedad. Y las ciudades de Grecia sufrieron el
escalofrío que siguió a la fiebre troyana con mayor rigor que ningún lugar situado a su próximo
alcance. En Grecia se trocó en horror, mientras que en la costa troyana del Egeo sería sólo una
modorra, como el silencio de Colofón, el torpor de Malo, la inanidad de Mileto. Colofón llegaría a
ser más adelante una altiva ciudad, sede de la tradición homérica, cuna del poeta Jenófanes, y rica
en naves, e invencible en su caballería; Malo, un puerto próspero, que desarrolló un activo
comercio a lo largo de las costas del mar interior y con las tierras del noroeste; y Mileto, la primera
sedo de la ciencia. Muchas grandes hazañas podrían contarse de todas las ciudades que llegaron a
ser poderosas en la costa asiática. Cierto es que, todavía más tarde, estas ciudades dejaron perder su
grandeza, mientras se multiplicaban asombrosamente las fortunas de Grecia, hasta unas cotas que
incluso ahora fatigan la admiración. Pero Grecia nunca llegó a sacudirse por completo el helado
horror que le contagió la guerra de Troya. A veces, después de contemplar una escena dolorosa y
agitada, nos alejamos deslumbrados y embotados, e incluso sonrientes. No hemos vivido
íntimamente la escena, que nos ha hecho sentir ridículos, culpables y estúpidos en nuestros gestos y
expresión. Luego, después, nos llegan noticias de ella y las leemos como si no hubiésemos estado
allí; al no haber sufrido su fiebre, nuestros sentimientos le pagan ahora una deuda de distante
horror. Así se estremecieron los griegos y toda Grecia con la tardía conciencia de que Troya había
quedado atrás. Quienes lucharan en la guerra habían sido espectadores insensibles, todos excepto el
apasionado Aquiles, el cual, arrastrado hasta su fiebre con sacrificial intensidad, se dejó consumir
por ella, transformándose en sombras cuando se apagaron las llamas.
El horror surgió cuando las señales luminosas comenzaron a anunciar el final de la guerra.
Desde Lemnos al monte Atos, de donde la noticia fue transmitida a la costa de Págaso; desde
Lemnos a Nea, en Esciros; desde Esciros hasta la costa eubea, de donde fue transmitida a Cadmea y
más lejos y basta el Anca y más allá; desde las rocas Cefareas de Eubea hacia el sur, pasando por
las islas Cícladas, hasta Molos, la más meridional de todas; desde Molos a la costa lacedemonia;
desde Molos a la isla de Citera y de Citera a Creta. Y la propagación de la noticia no provocaba
palpitaciones de satisfacción, sino un helado miedo, que dio exasperada vida a la impaciencia
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almacenada durante nueve años. El horror que de pronto se apoderó de Grecia se convirtió en un
horror de sí misma y se descargó sobre los guerreros que regresaban, como si éstos hubiesen traído
consigo de Troya una Grecia de pesadilla. Los que se dispersaron, se perdieron en la peligrosa
ampliación del mundo; el progreso del mundo no tiene por objeto ampliar el número de lugares y
de personas, sino el refinamiento de los pocos lugares auténticos, las pocas personas auténticas, y el
resto es dispersión, el trocarse en nada, la llegada a ninguna parte. Pero los regresos de Troya
supusieron una embestida más frenética contra las antiguas barreras infranqueables conocidas
durante un tiempo bajo el nombre y las apariencias de Troya. Habían creído haber destruido esa
formidable imagen de obstrucción; pero el frenesí, el frenesí de los griegos por ser dioses, no los
abandonó, las barreras no habían caído, sólo se habían confundido, mas desconcertanremenre, con
los propios atacantes. Este derrotero sigue la ambición cuando los hombres esperan demasiado; se
ven reducidos cada vez más ineludiblemenre a ser lo que son y la esperanza se troca en suicidio. A
su debido tiempo, Grecia se moderó, aprendió la serenidad. Pero era una serenidad suicida. La
sabiduría de Sócrates era una sabiduría de suicida; la serenidad de Platón, un lamento; la sensatez
de Aristóteles, fingida resignación. Grecia nunca dejó de esperar demasiado, aunque su inicial
vehemencia se revistiese con los tonos mesurados del auroconocimienro. La voz complaciente
refrenaba reverberaciones homéricas. Los relatos de Troya fueron el libro del destino de Grecia.
Pero, ¿qué podemos decir de los relatos de Odiseo, que no hablaban de dispersión ni de
retorno? Dejemos a Odiseo con su propia opinión de sí mismo. Era un comerciante de ventura y sus
ganancias fueron las ganancias de la aventura: un nombre famoso. Leemos su historia junto a otras
historias de buscadores de fortuna, bandidos errantes, astutos impostores, destacadas nulidades del
azar. Nos complace incluso que Odiseo existiese, que el nombro famoso se haya conservado. Su
nombre y sus relatos despojan la mente del horror cuando la penetrante mirada de la memoria
revive ante nuestros ojos los relatos más espantosos, como el del regreso de Agamenón. El gusto
por lo cómico devora a lo trágico, y después lo olvidamos. Todo ello son cosas que casi no
ocurrieron, excepto en la convicción de los insolentes, o de los malditos. Hágase la paz en sus
perturbados espíritus. Es bueno para nosotros leer sobre ellos y no sentir ningún deseo de volverlos
a la vida. Es bueno mantener alejada la fantasmagoría de la mesa de la actualidad, negar el pan a
quienes no pueden comerlo. Y Agamenón y Odiseo se convirtieron en fantasmas. Pero en esta
densamente poblada historia hay otros con quienes podemos compartir saludablemente nuestro
pan...
Cuando Agamenón y Menelao y Odiseo entraron en la capilla de Cibeles, después de que
Áyax les confiara la violación de Casandra, la encontraron de pie ante el altar de Atenea, como si
los aguardase. Y las primeras palabras que pronunció fueron una maldición contra Agamenón y
contra toda la casa de Atreo.
-En nombre de la casa de Atreo han hecho caer los dioses la ruina sobro Troya -dijo.
-Entonces, la maldición también caerá sobre ti -replicó Odiseo-, puesto que Agamenón ha
decidido llevarte a Micenas con él. Más te valdría lanzar una maldición contra Ayax el locrio.
Agamenón ha acudido aquí como tu protector, no en son de violencia. Y no será necesario decirte
que todos estamos abrumados por la deshonra que te ha sido infligida.
-Áyax ha recibido la maldición de Atenea, pero mi maldición es contra Grecia, a través de la
casa de Atreo. Y tampoco pido vuestra compasión. No le opuse resistencia, como tampoco se la
opuse tiempo atrás a Timetes ante el altar de Apolo. Entonces quedé sumida en un trance de amor
hacia el dios, y me pareció que el mismo Apolo me visitaba; y así lo juré despúés. Y porque tomé al
hombre por el dios, Apolo me perdonó, y también a él, e interpretó el pecado como un sagrado
arrebato. Ahora mismo también me he quedado sumida en un trance, pero un trance de odio, de
odio contra todos los dioses. Y cuando estaba en eso trance se acercó hasta mi Áyax, el más ruin de
todos vosotros, y mi carne consintió. Son los hombres quienes fingen ser dioses, no los dioses
hombres. No hay dioses sino hombres, y los hombres no son dioses. No hay diosas sino mujeres, y
las mujeres sólo son reproductoras de hombros. -Y Casandra siguió hablando de esta guisa, sin que
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nadie la frenara, pues comprendieron que no era posible apaciguarla ni reducirla al silencio por el
miedo.
-¡Que el caballo de Baal devore pronto a Troya! -gritó cuando salían de la ciudad-. Hemos
vivido demasiado. La vida se ha vuelto muerte. Pueda escapar Troya, que ahora muere, al reinado
de la muerte.
Durante la travesía hasta Argólida sus palabras fueron haciéndose más cuerdas, más
coherentemente crueles. Sortearon a salvo las peligrosas rocas Cefareas de Eubea; el padre de
Palamedes, Nauplio, había encendido allí hogueras para desviar de su curso a las naves que
regresaban, en venganza por el impune asesinato de su hijo. Y muchas naves se estrellaron en
efecto contra esas rocas antes de que pudiera enviarse aviso del ardid de Nauplio a Esciros, donde
recalaban todas las naves que se dirigían rumbo al sur; pero Agamenón, que se había detenido en
Esciros con la esperanza de encontrarse allí con Diomedes, recibió la advertencia a tiempo.
-Los desastres que te aguardan -dijo Casandra- no procederán de las rocas, sino de la sangre
de Atreo, la tuya propia.
Agamenón, hirviendo de cólera, aguardó en Esciros hasta que llegó Diomedes y, con él,
Criseida y Helena. Allí, Helena le describió a Casandra la muerte de Troilo.
-Lo trasladamos a mi aposento y lo tendimos en la cama. Le curé la herida lo mejor que
pude, pero sólo podíamos confiar en hacerle agradable su última hora. Me repetía continuamente en
un susurro: «¡Háblame!». Y yo le hablé de ti, y de Criseida, pues sabia que eso deseaba. Le dije que
tú, Casandra, convencerías a Criseida para que volviera a amarle. Y Diomedes dijo que tenía la
seguridad de que Criseida todavía le amaba. Se llevaría a Criseida y a Troilo y a ti a Grecia con él;
en esa medida podría reparar al menos la destrucción de Troya. Y yo le dije que no estaría lejos,
otra vez en Esparta. Me visitaríais alguna vez, y yo a vosotros. Y otras tristes sandeces. Pero le
gustaba oírlas, aunque sabia que eran sandeces. Y murió sonriendo, como un niño que se duerme
escuchando un cuento que no ha pedido que sea verdadero, sólo lo bastante extraño para conducirlo
hasta el sueño.
-Una mentira es más verdadera que la verdad cuando la verdad ha mentido, como nos
mintió a nosotros en Troya -dijo Casandra.
-No lo detestes todo -dijo Criseida-. Buena parte de lo que ha desaparecido volverá.
-Troilo no volverá.
-No creo que quisiera volver.
Luego Helena habló de Paris.
-Los dejaron por muertos, a él y a Pándaro, pero cuando volvieron en busca de los cadáveres
se encontraron con que habían desaparecido. Debieron de huir de la ciudad o si no la población no
se habría enterado de lo ocurrido y no habría regresado a toda prisa tan enfurecida. Pero Paris ha
muerto, lo sé, o me habría localizado.
Cuando Agamenón decidió abandonar Troya a toda prisa, por sí Pándaro y Paris realmente
habían conseguido llegar hasta Timbra con la noticia de los asesinatos, le ordenó a Diomedes que
dejara a Helena en su casa; si Deifobo seguía siendo rey de Troya, le molestaría que se hubiesen
llevado a Helena en contra de la promesa de Menelao de renunciar a sus derechos sobre ella.
Luego, cuando volvió la población y comenzaron los alborotos, Helena se refugió en la capilla de
Cibeles, temerosa de que su furor se volviera contra ella. Allí estuvo esperando durante horas, tensa
y sin pensar en nada, aferrada a su paño bordado, lo único que se había detenido a recoger. Si Paris
vivía, la encontraría allí. Si había muerto, ella ya no seria Helena, sino sólo un nombre en las bocas
de los demás, que resonaba en su interior sin despertarle ninguna reacción. ¿Y el pequeño Ideo, que
había ido a Timbra bajo la custodia de Grea? Si Paris vivía, la encontraría, y juntos buscarían a
Ideo. Si Paris había muerto, Ideo seria un extraño, un troyano; si Paris había muerto, ella volvería a
ser griega. Cuando por fin escuchó pasos en la cámara subterránea, comprendió que algunos
griegos habían vuelto por el pasadizo secreto y que se la llevarían secretamente de Troya. Paris
había muerto.
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Su final es conocido, aunque Helena no tuvo noticia de él hasta mucho más tarde, en
Esparta. Pándaro, que sólo estaba aturdido, se recuperó y trasladó a Paris hasta la Puerta Dardánida,
donde lo tendió en un carro y se lo llevó a marchas forzadas hasta Timbra. Cuando llegó a los
campos ceremoniales, anunció a gritos:
-¡Un crimen! ¡Los griegos! ¡Nos han traicionado!
Luego condujo el carro hasta el templo, en la cima de la colina de Timbra; Laocoonte era
experto en el arre de curar y tal vez todavía podría salvar a Paris. En el templo encontró a
Laocoonte y sus hijos encerrados con las mortíferas serpientes; y a una mujer y a un muchacho a
quienes no conocía. Eran Enone de Cebrene, que antaño fuera esposa de Paris, y Corito, su hijo de
Paris. El matrimonio entre Paris y Enone había tenido lugar en la juventud de Paris, en una época
en que Príamo intentaba establecer lazos de amistad con los dardánicas; Cebrene era una
importante ciudad de Dardania y Enone, una mujer de la casa de Anquises. Paris vivió durante una
temporada con Enone en Cebrene, pero pronto volvió a romperse la amistad entre troyanos y
dardánidas. Paris regresó a Troya y el matrimonio se dio por terminado por ambas partes. Sin
embargo, Enone nunca olvidaría a Paris. No volvió a casarse y entró al servicio del templo de
Atenea como oficiante, como si fuera una viuda, y allí aprendió a profetizar a través de los sueños.
A finales del último invierno de la guerra había tenido un sueño en el que aparecía Paris y que ella
interpretó como una señal de que debía acudir a su lado cuando la primavera ya no mostrara rastro
del invierno; y así, tras la última helada, se puso en camino hacia Troya. Y sucedió que Enone entró
en el templo de Apolo en Timbra poco antes de que Pándaro trasladara a Paris a su interior.
Puede dudarse muy bien de tan perfecta coincidencia. Pero las cosas no pertinentes pueden
llegar a ser insultantemente pertinentes. El encuentro entre Enone y Paris moribundo no tiene
ningún papel en la historia de Troya; no podemos concederle mayor veracidad que la de una
coincidencia no explicada. Que Paris y Helena no llegaran a reunirse en la capilla de Cibeles es,
para la historia de Troya, la verdadera explicación de la muerte de Paris; una explicación que
podemos comprender por todo cuanto ya sabemos de esta historia, y de Helena y de Paris. Y el
propio Paris, cuando vio a Enone en el momento de su muerte, la excluyó de la historia al no
reconocerla. Pándaro al principio no prestó atención a esa desconocida que permanecía de pie junto
a Paris como si quisiera reclamar su cuerpo, ni al cohibido muchacho que la acompañaba; se alejó
del banco donde yacía Paris sin vida y se acercó al altar, sollozando. Entonces Enone le dijo a
Corito que la ayudara a levantar el cuerpo, pues tenía intención de depositarlo en el carro en el que
había llegado hasta allí para llevárselo consigo a Cebrene. Pándaro se volvió y se abalanzó contra
Corito blandiendo su espada, creyendo que pretendía saquear el cadáver, y lo mató.
-Has matado al hijo de Paris -dijo Enone-. Yo soy Enone de Cebrene y una vez fui esposa de
Paris.
Pándaro inclinó la cabeza y salió del templo, renunciando al cuerpo de su amigo. Sabemos
que llegó vivo a Zelea y que murió en su momento natural, aunque su autoridad había sido
usurpada durante su ausencia y sus cámaras del tesoro saqueadas. El relato de lo ocurrido en el
templo de Timbra viajó en lentas etapas desde Zelea a Esparta; y desde Zelea se difundió también
la historia de Laocoonte y las serpientes. Pero no se sabe quién fue el primero que contó que,
cuando se quedó sola en el templo con Paris y Corito muertos, Enone se colgó de una viga con un
velo del altar.
Cuando habló de Paris con Casandra en Esciros, Helena no sabia nada de todo esto, pero
sabia que él había muerto. En Esparta vivió y reinó como si todo cuanto le había ocurrido durante
sus años de ausencia hubiese sucedido largo tiempo atrás, no lejos del alcance de la memoria pero
si del sentimiento. Las personas con quienes antes mantenía estrechos lazos la veían ahora distante
y severa; y sin embargo no parecía desdichada. «Ya está hecho –se decía para sus adentros-, y fue
hermoso.» Había viajado hasta Troya como hacia un futuro desconocido; ahora, una vez conocido,
el futuro se había convertido en pasado. Todo peligro había quedado atrás: lo había vivido,
comprendido, moldeado definitivamente, para consignarlo al depósito del tiempo. Podría haber
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otros futuros, pero ningún futuro podría transformarse tan exhaustivamente en pasado. Se había
convertido en los eternos comienzos de las cosas; nada podría sustituirlo jamás como comienzo. Y
tampoco tendría importancia si nunca llegaba a añadírsele un final. La historia había quedado
configurada de una vez para siempre. Esa fue la paz de Helena; así alcanzó un final troyano.
Durante ocho años reinó sola en Esparta. Luego regresó Menelao, a quien creía
desaparecido. Había naufragado al intentar circumnavegar la península de Lacedemonia; algunas de
sus naves fueron arrastradas hasta Creta, la suya hasta Egipto. Lo interpretó como un augurio
contra su regreso a Esparta. Viajó hasta Chipre, y Fenicia, y Media, en el Oriente, y luego otra vez a
través de Egipro, hasta Libia; todo ello con una soledad de añoranza de Helena que no se atrevía a
confesar. -Por fin, tan atormentado por la vaciedad del mundo que incluso Esparta le parecía un
lugar feliz, porque Helena lo había llenado antaño con su presencia, decidió regresar a casa. Y allí
encontró a Helena, a quien creía perdida en la perdida Troya. Ella lo recibió amablemente y
ninguna palabra sobre Troya fue pronunciada entre los dos; y juntos reinaron durante muchos años.
A él el mundo todavía le parecía vacío de la presencia de Helena, pero una compasiva sombra de
ella había vuelto para asegurarle que no debía preocuparse, que nada más podía hacerse en aquellos
tiempos. Todo lo que de momento debía hacerse ya estaba hecho; el resto quedaba para otros. Ya
podía hacerse viejo. De todos cuantos habían estado en Troya, ninguno llegó a la vejez tan
cómodamente como Menelao. Y la hija de Helena, Hermione, permaneció junto a ellos durante
largo tiempo, hasta que pudo consumarse su prometido casamiento con Orestes, el hijo de
Agamenón. El paño que Helena había bordado en Troya yacía entre otros bellos objetos en el arcón
nupcial de Hermione; un día lo colgaría en la pared de su aposento en Micenas y les diría a sus
hijos: «Vuestra abuela y vuestro abuelo vieron todo esto en Troya; pero vuestra abuela nunca habla
de estas cosas, como sabéis, y vuestro abuelo las ha olvidado, creo».
La razón de que este matrimonio entre Hermione y Orestes no se celebrara tras el regreso de
Agamenón de Troya, tal como estaba previsto, fue el horror que cayó sobre Micenas cuando ésto
volvió a pisar por fin la tierra de Argólida. En el cabo de Malea, el extremo más meridional de la
península argólica, un viento tormentoso se abalanzó sobre él dresde las montañas a sus espaldas;
ya en la última etapa del viaje, pareció que le seria negada la visión del hogar. Pero Casandra dijo:
-Los desastres que te esperan no procederán de los vientos, sino de las furias que acechan en
la sangre de Atreo, tu propia sangre.
Y así seria. Agamenón rocuperó el rumbo, circundó el cabo y sus naves no tardaron en
deslizarse hasta el puerto de Nauplia. Allí montaba guardia un hombre, con instrucciones de
advertir a Egisto de su llegada a través de un rápido correo. Egisto reinaba en Tirínto, pero en aquel
momento se encontraba en Micenas con Clitemnestra. Cuando la nueva de la llegada de Agamenón
alcanzó Micenas, la traidora pareja salió a recibirle con un pomposo espectáculo de bienvenida.
Colgaduras de tela púrpura se habían tendido sobre las calles que conducían al castillo; debajo,
Egisto había escondido un destacamento de soldados de Tirinto. Agamenón titubeó antes de pisar la
tela:
-Sólo un dios entraría así en la casa de un hombre.
-Los malditos pueden blasfemar con impunidad -dijo Casandra-, pues por la maldición que
pesa sobre ellos morirán, y no por un pecado aislado.
A lo cual replicó Clitemnestra:
-Recuerda que ahora eres una esclava, Casandra, y una esclava sólo puede hablar
neciamente. Todo cuanto digas será escuchado como palabras de necia.
-Entonces como esclava podré decir más que como mujer libre, pues las palabras de un
necio se escuchan pero no se rechazan.
A Agamenón, Clitemnestra le dijo:
-Si Príamo hubiese vencido, ¿no habría caminado sobre un paño púrpura? -Y esta idea
complació a Agamenón: había olvidado que había regresado a su hogar como vencedor.
- 215 -
En el interior del castillo, Agamenón fue recibido con un banquete. Luego, en el momento
culminante del ágape, cuando comenzaba a adormilarse por efectos del vino y del cansancio, lo
asesinaron. Y Casandra exclamó triunfante:
-¡Ha caído la maldición! La sangre maldita de Atreo soltará ahora a las tres y tres furias que
acechaban dentro de ella.
Clitemnestra se estremeció.
-¡Sacad de mi vista a esta asquerosa profetisa!
Los soldados de Egisto se llevaron entonces a Casandra. Ella se debatía con tanta violencia
que tuvieron que atarla; como castigo, no la mataron noblemente, con una espada, sino que
pusieron su cabeza sobre un tronco de cortar carne y la cercenaron con un hacha de cocina.
Mientras tanto, Electra, la hija de Clitemnestra, había ayudado a su hermano Orestes a huir
del castillo, pues sabía que Egisto tenía intención de enviar sus soldados a matarlo. La enemistad
entre la sangre de Atreo, padre de Agamenón, y la sangre de Tiestes, padre de Egisto y hermano de
Arreo, venia de lejos. En su juventud habían estado desterrados juntos, después de matar a un
hermanastro. Luego surgió una disputa entre ellos por la posesión de Micenas y cada uno intentó
asesinar en varias ocasiones al otro medianre estrategias secretas. Tiestes sedujo a la segunda
esposa de Atreo y, mediante un engaño, le hizo matar a su propio hijo, Plístenes, y Atreo mató a dos
hijos de Tiestes. Huyendo de este extremo enfrentamiento, Orestes se refugió en Fócide, donde
vivió ocho años bajo la protección del rey Estrofio e hizo un juramento de amistad con el hijo de
Estrofio, Pílades. El mismo año que Menelao por fin llegó a Esparta, Orestes regresó a Micenas y
mató a su madre y a Egisto. Pero expió la maldición que Casandra había pronunciado contra la
sangre de Atreo, y la de Tiestes antes de la suya, a traves de la purificación de la locura. Sus furias
lo perseguían a todas partes y la locura lo hizo incansable; finalmente llegó al país de Táuride,
donde Ifigenia aún era sacerdotisa de Artemisa. Allí, a través de los ritos de Artemisa, justificadora
de la locura, por fin se disolvió la maldición. Y Pílades, el amigo de Orestes, se enamoró de Ifigenia
y la convenció para que volviera con él a Grecia, donde, en Esparta, por primera vez desde que
Clitemnestra se la llevara a Micenas siendo niña, Helena reconoció a la hija engendrada con Teseo
en su juventud. Pero Ifigenia no quiso casarse con Pílades y prefirió dedicarse al culto de Artemisa
en Esparra. Y entonces pudieron casarse por fin Hermione y Orestes.
Ningún relato cuenta qué fue de Criseida después de abandonar la isla de Esciros con
Diomedes, y tampoco nos atreveríamos a inventar una leyenda para llenar el vacío. La historia de
Troya se despide de Criseida en Esciros. Allí murió Teseo, a manos de Licomedes. Allí fue ocultado
Aquiles de niño por su madre y prometido en matrimonio a Deidamía, la hija de Licomedes. Allí
fue confiado Neoptólemo, el hijo de Ifigenia y Aquiles, a los cuidados de Deidamía hasta que
alcanzara la edad viril, y desde allí fue trasladado al campamento griego frente a Troya. Nos
quedaremos en Esciros con Deidamía, llorando la muerte de Aquiles, hasta que la última nave haya
tocado su costa en su camino de retorno y luego haya vuelto a partir. Después cerraremos el libro y
serenaremos nuestros pensamientos; así lo habría querido Criseida.
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INDICE DE LOS PRINCIPALES PERSONAJES
Hermanas de Príamo:
Hesione, raptada por Telamón, con quien tuvo a Teucro
Proclea, madre de Tonos, hijo de Cieno
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Cila, esposa de Timetes
Etila
Nueras de Príamo:
Andrómaca, hija del rey Erión de Tebas, esposa de Héctor, madre de su hijo Escamandrio
Enone, primera esposa de Paris, madre de su hijo Corito
Helena, reina de Esparta, hermana de Castor y Pólux, esposa de Menelao, madre de su hija
Hermione; luego esposa de Paris, madre de su hijo Ideo
Yernos de Príamo:
Télefo, rey de Teutrania, hijo de Hércules, esposo de Asrloque, con quien tuvo a Euripilo
Poliméstor, rey tracio, esposo de Iliona
Helicaón, hijo de Antenor, esposo de Laódice
La familia de Antenor
Antenor, un anciano troyano
Teano, su esposa
Laocoonte, Helicaón, Laodoco, Agenor, Pólibo, sus hijos
Pántoo, un griego, hijo adoptivo de Antenor
Polidamas y Euforbo, hijos de Pántoo
Frontis, la esposa troyana de Pántoo
Aliados
Eneas, jefe de los dardánidas, hijo de Anquises, biznieto de Tros, al igual que Príamo
Bruto, su hermano
Pándaro, de Zelea, primo de Criseida
Pilémenes, de Paflagonia
Sarpedón, rey de Licia, nieto de Belerofonre
Glauco, su primo hermano
Otrioneo, un hitita, de Chipre
Asio, de Abydos
Fénope y Adamante, sus hijos
Janto, Toanre y Forcis, hijos de Fénope
Tenes, rey de Ténedos, sobrino de Príamo
Eurípilo, de Teutrania, nioto de Príamo
Roso, de Tracia
Memnón, de Media, supuestamente sobrino de Príamo
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Pentesilea, reina de las amazonas
Griegos
Agamenón, rey de Micenas, hijo de Arreo, nioto de Pélope, biznieto de Tántalo
Clitemnestra, su esposa, hermana de Helena
Orestes y Electra, su hijo y su hija
Ifigenia, supuesta hija suya, en realidad hija de Helena y Teseo
Egisto, rey de Tirinto, primo hermano de Agamenón
Criseida, mujer cauriva ofrecida a Agamenón por Aquiles
Eurimedonte, auriga de Agamenón
Menelao, hermano de Agamenón, esposo de Helena
Eroneo, criado de Menelao
Néstor, rey de Pilos, cuñado de Agamenón
Hecamede, su concubina, de Ténedos
Trasimades, su hijo
Antíloco, otro hijo, amigo de Aquiles
Aquiles, hijo de Peleo, rey de Pría, y de Tetis, hija de Quirón el centauro, nieto de Éaco, rey
de Egina
Neoptólemo, hijo de Aquiles e Ifigenia
Deidamía, hija de Licomedes, rey de Esciros, desposada en su niñez con Aquiles
Áyax el Grande, hijo de Telamón, rey de Salamina, primo hermano de Aquiles
Teemesa, su concubina, una cauriva frigia
Teucro, su hermanastro
Fénix, guardián de Aquiles
Patroclo, amigo bienamado de Aquiles
Pedásea, mujer cauriva bajo la protección de Aquiles, hermana de Laótoe
Briseida, también bajo la protección de Aquiles, esposa del rey Mines de Limoso
Odiseo, rey de Itaca, supuesto hijo de Laertes y de Anticlea, hija del ladrón Autólico, en
realidad hijo de ésta y de su hermano Sísifo
Penélope, su esposa, prima de Helena
Telémaco, su hijo
Sinón, emparentado con Odiseo, un espía
Euríbares, criado de Odiseo
Diomedes, rey de Argos, hijo de Tideo
Esténelo, su amigo
Delpilo, otro amigo
Tersites, fugitivo de Calidón, emparentado con Diomedes
Idomeneo, jefe de los cretenses
Meriones su sobrino
Eurípilo, de Ormenión
Megos, rey de Élide
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Agapenor, un jefe arcadio
Elefenor, de Eubea
Epeo, apodado «el cobarde», rey de las Cicladas
Macaón y Podalirio, médicos, hijos de Esculapio
Dictis, de Creta, primer escriba
Esténtor y Taltibio, heraldos
EPILOGO
Escribo este comentario final con reticencia. Porque, en realidad, muy poco tengo que
añadir a lo que era Final troyano cuando lo presenté por primera vez. Para mí, como intento de
penetrar en las capas mortales del tiempo bajo las cuales yace esta confluencia de sucesos humanos
literariamente historizados, sigue siendo una tentativa lograda. Como refleja la sucesiva
transmisión de su relato, el campo magnético que constituyeron puede descubrirse en el lenguaje de
la sensibilidad ahora viva. Mi versión de 1937 lo confirma, creo, para quienes pensamos que la
virtud de la vitalidad humana posee una fuerza de imperecedera realidad, capaz de ser resucitada
lingüísticamente, una y otra vez, de un instante a otro, de una época, o de un eón, a otro. Lo cual no
significa que me atribuya poderes especiales, linguísticos y psíquicamente hermenéuticos a la vez,
ni que no valore el texto original como una representación perfectamente adecuada, encastrada en
el molde histórico «recibido» (como gustan de decir las lenguas narcisistas de nuestro tiempo).
Para mí, lo que expresé bajo el título de Final troyano, era una muestra de lealtad desde
nuestro humano hoy a ese hoy humano, un debido reconocimiento de la conexión humana entre la
intensidad de las vidas de esos seres concretos, con quienes hemos entrado en contacto a través de
la común curiosidad humana de todos los tiempos humanos por lo humano, y la intensidad de
nuestras propias vidas en el siglo XX. Para adoptar este papel de transmisora de las cortesías de
nuestra vitalidad a la suya me basaba sólo en una generosa disposición hacia las pruebas que se han
conservado de que ellos estuvieron vivos una vez, despertada en mí por la conciencia de una
general cerrazón de la sensibilidad humana de nuestro tiempo hacia las realidades humanas de otros
tiempos. Analíticamente se ha explotado mucho, en nuestro tiempo, el hecho de la vida humana del
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pasado, en aras del trazado de líneas de veracidad sociológica mediante las cuales poder eludir sus
necedades y seudoconocimientos. Esta ciencia de una percepción que desconfía de la vida mata a
los ejemplares disponibles de la vida humana pasada para su estudio anatómico: los conoce como
muertos que son, no como los seres vivos que fueron. Los mira con condescendencia desde la
compleja aurosarisfacción del humanismo del siglo XX: cada hombre su propio definidor
individual de lo que él es, y cada mujer, por extensión del principio a un espurio sentido mujeril de
la vanidad herida. El principio vigente ha sido escamotear la naturaleza humana a los humanamente
vivos de hoy, parcelándola en ofertas de saldo de libertad de ser lo que cada cual prefiera, todas al
supuesto bajo precio del recientemente croado morcado «de la ambigüedad».
Pero mi planteamiento, en 1937, de ofrecer la hospitalidad de nuestra humanidad a una
porción claramente demarcada de los seres humanamente vivos de otro tiempo, no respondía a un
intento discursivo: no era una argumentación contra nosotros mismos y en favor de otros más
convincentemente «humanos». Obré movida por un sentido de general privilegio inherente a mi
humanidad y a mi tiempo como tiempo humano, pero no desde ninguna prerrogativa de
superioridad en cuanto a sofisticación histórica propia del intelecto humano de mi tiempo. Escribí
movida por un impulso autodesencadenante que se abrió paso, con felices resultados, durante más
de un año de mi lapso de vida. Si no hubiese escrito entonces Final troyano, no me habría dedicado
a la tarea en décadas posteriores, y tampoco intentaría justificarme ahora por no haberlo hecho.
El control del exclusivismo del siglo XX sobre el contenido de lo humano se ha solidificado
en una tal reducción a particularidades del moderno yo (donde incluso la particularidad de lo
«moderno» ha caído en desgracia como violadora de los principios de las modernas concepciones
pluralistas de la identidad humana) que la necesidad de una presencia del siglo xx en el sentido de
humanidad en la acepción general de su permanencia temporal a través del tiempo se ha hecho
demasiado apremiante para honores especiales, dirigidos a las huellas que ha dejado la vida
humana en cantidad históricamente destacada, a semejanza de las que dejó el grueso colectivo de
circunstancias antiguas que llegaron a confluir en Troya como centro dramático. Esta urgencia
excluye, en mi caso, claudicar ahora al impulso de empárica evocación tal como se plasmó en Final
troyano. Pero considero favorable que exista este libro, pese al posible riesgo de que la sensibilidad
del siglo XX se halle algo escasa de viva receptividad de los lectores a la simple humanidad de las
personas del relato a cuya narración me presté. Michael Sadleir, que estuvo asociado a la
publicación del libro, expresó su sorpresa ante cuán «humanas» eran esas personas. (Sorpresa,
también, ante el hecho de que yo coleccionara, en la medida de mis posibilidades, los escritos de
Margaret Oliphant, que me atraían porque sus personajes me parecían tan «humanos».)
El libro tuvo buena acogida tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos. Pero, para
hacer justicia a sus lectores de casi medio siglo después, considero obligado decir que me
sorprendería si lo que más especialmente complació hubiese sido la cualidad de «mera» humanidad
de los personajes de mi relato troyano-griego. Ahora veo claramente algo que sólo sabia de un
modo vago cuando apareció por primera vez el libro, respecto a cómo considera este siglo el
carácter esencial de un ser humano, como heredero, no de una cualidad general de humanidad, sino
de una combinación particular de divergencias respecto a un postulado abstracto de la norma
humana: la base práctica de la noción de una común identidad humana se convierte en un patrón de
identidad-diferencia que limita la divergencia a una indeterminadamente renua línea divisoria entre
la cordura y la locura. En este ambiente de dispersa identidad común humana, el foco de atención,
en el que las personas aparecen en activa asociación, queda difuminado. La historia de la asociación
no cuenta con un punto integrador de permanencia. No existe una realidad del relato, una unidad de
las medidas humanas de relación: rodo se reduce -como en general tiende a ocurrir en toda la
narrativa moderna- a la verdad de que no existe una verdad que contar, al modo de hacer de un
mundo de hechos en el cual la asociación es sólo la cara superficial de un estado de disociación que
implícitamente todo lo informa.
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Confieso no sentir una clara curiosidad por saber si Final troyano puede tener, a fin de
cuentas, un atractivo sabor de lo intemporalmente humano para sus lectores de esta tardía década de
un tiempo en que la sensibilidad humana se ha descentralizado siguiendo líneas de indiscriminada
individualización del carácter personal, que se extienden cada vez más hacia un global sinsentido.
Me limito a desear que esta segunda vida del libro puede hallar al menos su justificación en la
medida en que mi relato pueda llegar a ser para algunos lectores un visitante capaz de inspirarles,
como sucede con la lectura de libros infantiles, cortesías de hospitalidad de las que ellos sean
partícipes, también, como sus propios huéspedes. Personalmente, al concentrarme en la historia
hasta el extremo de absorción en ella que me convirtió en su narradora, llegué a acogerla
profundamente en el seno de la hospitalidad de mi sensibilidad personal. De hecho, una noche soñé
que Criseida exclamaba algo sobre unos destellos divisados en Troya desde el campamento griego,
adonde ella se había trasladado, y el sonido de lo que le oí decir en mi sueño continuó
acompañándome durante la vigilia. Su significado resultó ser -parecía ser- algo del orden de «Que
no sea verdad que lo que veo es real».
La historia de Troilo y Criseida me arrastró hasta los confines de la historia más amplia. En
el verano de 1935 le escribí a un amigo (lo sé porque él vendió mis cartas y éstas pasaron a formar
parte de una biblioteca a cuya colección de mis escritos y papeles yo misma contribuiría más tarde):
«... Secreto: estoy trabajando en algo así como una novela sobre Criseida y Troilo... Los troyanos
parecen muchísimo más vivos que los griegos. Todo empezó con una comparación de Chaucer,
Henrysoun, Shakespeare, y la lectura sobre la Excidium Troie en cuya fuente bebieron los poemas
medievales sobre Troya». Aunque encontrase pruebas aparentemente firmes que pusieran en
entredicho las bases de la plausibilidad de mi relato en aspectos importantes de su reconstrucción
de los hechos históricos, no alteraría mi texto. En los últimos años, ha surgido una visión
revisionista en cuanto al lugar donde anclaron las fuerzas griegas: no anclaron, dice, al norte de
Troya, en una bahía junto a los Dardanelos, y es posible que hicieran tierra en la bahía de Besica, en
el Oeste, junto al mar Egeo, atacando a través de una llanura situada al sureste de Troya. Esta visión
depende de un cálculo que indica que, en la época de la invasión, Troya estaba rodeada de agua y
marismas por tres de sus lados y el único acceso por tierra firme era desde el este o el sureste. Pero
no cambiaría mi descripción aunque estuviera convencida en las tres cuartas partos de que ésa era
la configuración del terreno en aquel tiempo.
Considero que el imperativo fundamental de la responsabilidad narrativa del autor es captar
lo más correctamente posible con la máxima plausibilidad humana posible, la pauta de conexiones
que lograron la unidad suficiente para constituir una historia: una bola de sucesos que rebora de una
época a otra al impulso de la vitalidad en ella concentrada. El relato histórico que llega hasta
nosotros bajo la forma religiosa de las Escrituras exige una exégesis de nuestra conciencia
intelectual. Pero el relato histórico que nos llega bajo la forma humana de la literatura despierta
directamente nuestros instintos de generosamente razonable aceptación. No nos pide simplemente
que creamos sino que comprendamos lo que en él se nos dice que ocurrió. Pero basta ya de
especular sobre las posibilidades de que deba ofrecer alguna explicación rectificadora por haberme
permitido la licencia de esta cariñosa indulgencia hacia lo que se dice que sucedió en Troya más de
tres mil años atrás.
Siento algunas punzadas de remordimiento por el hecho que decidí no someter a la
inspección de la mirada autocorrecrora de mi otro yo. Por ejemplo, he conservado, de anteriores
recorridos por el mismo, una incomodidad por el uso ocasional de «comprender» como una forma
de decir «tener conciencia de algo como una realidad» con un efecto intensificador. Evidentemente,
no tiene este efecto: es una forma de deslizarse con excesiva facilidad por encima de una dificultad
de expresión que exigiría un esfuerzo detenido y meditado para decir exactamente lo que tenía en
mente. Hace tiempo que superé el uso de esta práctica. Sin embargo, en general, he dejado la
dicción del texto en su versión original, para no estropearlo con un eco de condescendiente
intrusión que supondría un desprecio hacia su dignidad literaria nativa y hacia el respeto con que lo
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han tratado sus primeros y posteriores lectores. Junto a «comprender», cabe citar también
«realmente» o «en realidad», que también aparece; un uso que, al igual que el de «comprender»,
tiene una resonancia casual de énfasis sin aspiraciones de sobre-énfasis. Por último citaré mi
reciente descubrimiento de un único caso de utilización de la palabra «meticuloso». Me alojé
precipitadamente, sin pararme a comprobar si la había usado en los años treinta de acuerdo con su
aceptación entonces todavía imperante de preocupación exagerada, fanática, por la más cuidada
precisión en minúsculas cuestiones de detalle, y no, como se utiliza actualmente, con connotaciones
curiosamente familiares, coloquiales, para alabar un merecido cuidado, donde la implicación
laudatoria se refleja sobre quien la pronuncia, indicando una justa competencia para decretar qué es
«meticuloso».
Estas cuestiones de lenguaje me llevan al tema de la traducción. ¿Mi versión de la guerra de
Troya no será una traducción de muchos relatos de la misma de múltiples tiempos, derivados del
prototipo literario homérico, al lenguaje de mi tiempo que es el mío? ¿Una traducción de una
reverberación en todo ello de un insistente vivir al máximo a los términos de mi interpretación, y la
interpretación de mi lenguaje, del sentido de lo «humano»? Mi relato de la historia sigue los pasos
de una fuerza procesional de la vida humana que hay en ella, como razón recrora del interés de la
historia original que hace que merezca ser contada, una y otra voz, en una y otra circunstancia. La
Ilíada la envuelvo en las bellezas de remotas referencias, que suavizan repetidamente la casi
intolerable presión de los siempre inmediatos imperativos humanos. Como reflejan las bellísimas
líneas de la traducción de Robert Fitzgerald (líneas 553-565):
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