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Esperando Al Diluvio

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SELLO Ediciones Destino

COLECCIÓN Áncora y Delfín


FORMATO 13,3 x 23
TD c/ sobrecubuerta

Dolores
Otros títulos de la colección SERVICIO xx
Áncora y Delfín

Redondo Esperando
El guardián invisible Entre los años 1968 y 1969, el asesino al que la prensa
bautizaría como John Biblia mató a tres mujeres en CORRECCIÓN: PRIMERAS
Trilogía del Baztán 1

al diluvio
Glasgow. Nunca fue identificado y el caso todavía sigue
DISEÑO XX/XX DISEÑADOR
abierto hoy en día. En esta novela, a principios de los

Dolores Redondo Esperando al diluvio


Legado en los huesos
Trilogía del Baztán 2 años ochenta, el investigador de policía escocés Noah
REALIZACIÓN
Scott Sherrington logra llegar hasta John Biblia, pero
Ofrenda a la tormenta un fallo en su corazón en el último momento le impide
EDICIÓN
Trilogía del Baztán 3 arrestarlo. A pesar de su frágil estado de salud,
y contra los consejos médicos y la negativa de sus Dolores Redondo (Donostia-San Sebastián,
La cara norte del corazón superiores para que continúe con la persecución del
1969) es la autora de la Trilogía del Baztán,
asesino en serie, Noah sigue una corazonada que lo
el fenómeno literario en castellano más
llevará hasta el Bilbao de 1983. Justo unos días antes
importante de los últimos años. Las tres
de que un verdadero diluvio arrase la ciudad.
entregas, El guardián invisible, Legado en
Y en Autores Españoles los huesos y Ofrenda a la tormenta, han
e Iberoamericanos Dolores Redondo se autodefine como «una escritora de CARACTERÍSTICAS
llegado a tres millones de fieles lectores;
tormentas» y con esta nueva novela, basada en hechos
reales, nos conduce hasta el epicentro de una de las
y entre 2017 y 2020 se estrenaron con éxito IMPRESIÓN
Todo esto te daré las tres adaptaciones cinematográficas,
Premio Planeta 2016 mayores tormentas del siglo pasado a la vez que retrata
una época en plena ebullición política y social. Es un actualmente disponibles en Netflix. A la
homenaje a la cultura del trabajo lleno de nostalgia por trilogía le siguió Todo esto te daré (Premio
un tiempo en el que la radio era una de las pocas Planeta 2016), la novela ganadora de PAPEL Estucado brillo doble cara

ventanas abiertas al mundo y, sobre todo, a la música. dicho galardón más vendida de los
Y en Booket PLASTIFÍCADO Brillo
Y es también un canto a la camaradería de las cuadrillas últimos tiempos. En 2019 publicó La cara
y a las historias de amor que nacen de un pálpito. norte del corazón y regresó al universo del
Los privilegios del ángel UVI -
Baztán, cuya adaptación está en vías de
Una obra deslumbrante con unos personajes que nos desarrollo como serie televisiva en
RELIEVE -
llevan de la crueldad más espantosa a la esperanza en Hollywood, lo que constituye un hito de
el ser humano. la ficción española contemporánea. En BAJORRELIEVE -
2021 se reeditó Los privilegios del ángel, su
«Dolores Redondo, la reina del thriller literario.» primera novela. Hoy son ya 38 los idiomas STAMPING -
CARLOS RUIZ ZAFÓN a los que se han traducido sus obras en
todo el mundo. FORRO TAPA -

Síguenos en www.doloresredondo.com
@EdDestino PVP 22,90 € 10307370
@edicionesdestino 1591
@eddestino Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño
Fotografía de la cubierta: © Magdalena Russocka / Trevillion Images
GUARDAS -
www.edestino.es
9 788423 362479
www.planetadelibros.com Fotografía de la autora: © Xavier Torres-Bacchetta

INSTRUCCIONES ESPECIALES
forro y guardas de geltez azul, segun colecciÓn.
ESPATIMNG GRIS EN EL LOMO
C_Esperando al diluvio.indd 1
TD 41 mm 3/10/22 15:34
Esperando
al diluvio
Dolores
Redondo

Ediciones Destino
Colección Áncora y Delfín
Volumen 1591

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© Dolores Redondo Meira, 2022
Publicado de acuerdo con Pontas Literary & Film Agency.

© Editorial Planeta, S. A., 2022


Ediciones Destino, un sello editorial de Editorial Planeta, S. A.
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.planetadelibros.com
www.edestino.es

Poker para un perdedor, José Celestino Casal Álvarez, © 1983 Sony Music
Publishing Spain
No estás sola, letra y música de Miguel Ríos y Rafael de Guillermo
© Copyright de Warner Chappell Music Spain
«Intermedio» de la zarzuela La leyenda del beso © Copyright 1962 Editorial
ALIER
Wouldn’t It Be Good, letra y música de Nicholas Kershaw, © 1984 Concord
Songs Limited c/o Concord Music Publishing. Todos los derechos
reservados. Usada con permiso. Reimpresa con permiso de Hal Leonard
Europe Ltd.

Primera edición: noviembre de 2022


ISBN: 978-84-233-6247-9
Depósito legal: B. 18.960-2022
Composición: Realización Planeta
Impresión y encuadernación: Black Print CPI
Printed in Spain - Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático,


ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia,
por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos
mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (art. 270 y siguientes del
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fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono
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El papel utilizado para la impresión de este libro está calificado


como papel ecológico y procede de bosques gestionados de manera
sostenible

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El niño
Harmony Cottage

El niño se detuvo en el umbral. Tembló al sentir el inten­


so frío del exterior. Extendió su mirada sobre la superfi­
cie quieta de las aguas del lago, que brillaban bajo la luz
de la luna llena, y, después, hacia el cielo. El llanto inci­
piente le nubló la vista. No quería hacerlo. Quería regre­
sar dentro, junto a la estufa, quería leer un cuento y dor­
mirse allí. Cuando se quedaba dormido en el suelo
frente al fuego, nadie se molestaba en llevarlo a la cama,
y así él podía descansar.
Desde el interior le llegaron las voces apremiantes.
—Cierra la puerta de una vez y haz tu trabajo, pe­
queño Johnny, si no quieres que vaya y te dé una tunda.
Afianzó la puerta a su espalda para dejar de oírlas.
Cerró los ojos y dos gruesas lágrimas rodaron por su piel,
que ya comenzaba a perder el calor. Con la mano libre se
las apartó del rostro casi con saña. De nada servía llorar.
Se lo repetía siempre, pero cada vez que tenía que hacer­
lo, el llanto aparecía de nuevo. Avanzó sosteniendo el
pesado cubo de madera hacia un lado de la casa. Había
allí un pequeño lavadero de piedra bajo el caño de un
grifo antiguo. Colgaba de una tubería medio suelta que
descendía por la pared de la casa desde la colina. Apoya­
da en el costado, una vieja tabla de lavar la ropa, un ce­
pillo de madera de cerdas duras y una lata que contenía
el jabón de sosa que ellas fabricaban con los restos de la

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grasa de cocinar. Dejó el cubo en el suelo y tuvo que usar
las dos manos para abrir la canilla herrumbrosa. Todavía
resultaba posible hacerlo allí, según avanzase el invierno
y fueran descendiendo las temperaturas, la cantidad de
agua que brotaba de la espita se iría haciendo más escasa,
hasta que terminara por helarse. Entonces tendría que
irse a la orilla del lago, y sería aún peor.
La pila era profunda. Aunque se alzara de puntillas
no llegaba a tocar el fondo con su brazo estirado. Cuando
era más pequeño, en alguna ocasión y durante el verano,
lo habían bañado en ella. A veces pensaba que, si alguien
con problemas para moverse, como la tía Emily, que ha­
bía tenido la polio de pequeña, cayera de cabeza en el
pilón, era probable que muriera. Imaginarla pataleando
mientras se ahogaba le produjo una pequeña satisfacción.
Cuando consiguió abrir el grifo hasta el tope, dejó que
el agua corriese abundantemente, golpeando contra el
fondo de piedra del lavadero. Se remangó el jersey muy
por encima de los codos asegurándose de que las mangas
quedaban bien sujetas. Tomó la tabla de madera, tan usa­
da que los pequeños resaltes redondeados destinados a
frotar la ropa aparecían romos y casi igualados al resto
del madero. La apoyó en el borde.
Se inclinó sobre el cubo y apartó la tapa. El olor era
nauseabundo y aún no lo había tocado. Sabía que en
cuanto moviese su contenido, el hedor impregnaría sus
fosas nasales metiéndose en su boca y pegándosele al pa­
ladar, donde permanecería durante horas. Hiciera lo que
hiciese no podría despegárselo de los dientes, de la len­
gua, y cada bocanada de aire llevaría adherida aquella
pestilencia. Un nuevo arrebato de llanto sacudió al niño
agitando su cuerpo menudo, y tuvo que agarrarse al pi­
lón, doblegado por la náusea. Tosió y le ardieron los ojos
mientras un rictus de sufrimiento curvaba su boca como
la de un payaso triste.
Miró hacia el costado de la casa, seguro de que nadie

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vendría. Daba igual cuánto tiempo le llevase aquella la­
bor, una hora o cinco. Lo único que sabía con certeza era
que no podía volver al interior hasta que hubiera termi­
nado. Intentando mantener la cara lo más alejada posible
del cubo, volvió a inclinarse y a tientas metió la mano
dentro hasta que rozó la tela, tiró de ella y de inmediato
una vaharada putrefacta se expandió a su alrededor. Pero
lo peor era tocarlo. Estaba ligeramente templado. Siem­
pre lo estaba, daba igual que lo hubieran mantenido en la
cornisa o en un rincón del retrete, donde la ventana des­
gajada de su marco permanecía siempre abierta. Se esta­
ba pudriendo. Él era un niño de campo, sabía qué sucedía
cuando algo se pudría. Sin mirarlo, lo arrojó sobre la tabla
y dejó que el chorro de agua corriese arrancando de la
superficie los cuajarones negros, y en ocasiones tan grue­
sos que parecían pequeñas criaturas descompuestas. Con
las puntas de los dedos tomó una porción de jabón de sosa
y el cepillo de madera y, ya completamente arrebatado
por el llanto y las náuseas, comenzó a limpiar la sangre.

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John Biblia
Glasgow, 1983

John se demoró aposta ante el gran espejo que había jun­


to a los baños. Mientras fingía arreglarse la ropa, observó
a la mujer a través del reflejo.
Había muchos hombres en la discoteca aquella noche,
pero no le preocupaba: dejarla sola en la barra después de
invitarla a beber era un riesgo calculado. Mientras tiraba
suavemente de los puños de su camisa, vio a la chica re­
chazar la compañía de un par de tipos que se le acercaron
y dirigir una mirada esperanzada hacia la zona de aseos.
Lo esperaba a él.
Era consciente de que ella también podía verlo, al
menos de forma parcial, por eso de vez en cuando se
giraba un poco a la derecha como si hablase o estu­
viese escuchando lo que alguien, invisible para ella, le
decía.
Había dicho que se llamaba Marie, y hasta podría ser
cierto, en aquellos lugares nunca se sabía; en varias oca­
siones había descubierto más tarde, por la prensa, que el
nombre que le habían dado no era el verdadero.
En su caso, siempre que le preguntaban su nombre,
respondía: «John, me llamo John». Y lo manifestaba con
seguridad y la voz ligeramente más alta de lo normal. No
hacía gran cosa por destacar, así si por casualidad alguien
recordaba al hombre con el que se fue la chica, quizá un
camarero o las parejas que se sentaban más cerca, diría:

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«Creo que oí al tipo decir que se llamaba John, sí, estoy
seguro, dijo que se llamaba John».
Le gustaba imaginar la cara de los policías al oír el
nombre. Era una travesura y otro riesgo calculado, pero
no se exponía mucho más. Se afanaba en que todo lo que
pudieran recordar de él no sirviera para nada.
Repasó su aspecto en el espejo. Los zapatos limpios,
los vaqueros planchados, la americana azul marino y
la camisa blanca. El cabello castaño tenía matices roji­
zos según cómo le daba la luz y lo llevaba peinado con
un corte sencillo. Pulcro. Le encantaba aquella pala­
bra. Pulcro. Así era como lo habían descrito años antes
los pocos testigos que lo recordaban: un joven alto,
delgado, cabello castaño, aspecto pulcro, nada más...
Bueno, sí, quizá mencionaran algún diente algo torci­
do. Una nimiedad que ya había corregido tiempo atrás.
Forzó una sonrisa ante el espejo y observó satisfecho
sus dientes blancos y alineados. Con dedos hábiles retiró
una mota invisible de polvo de la hombrera de su cha­
queta y, a través del reflejo, volvió a centrarse en la joven.
John tenía una estrategia sagaz y discreta que con­
sistía en apostarse en algún lugar de la barra cerca de la
entrada del local. Así fue como la vio. Llegó con un par
de amigas que formaban parte del grupo que acaba­
ba de desembarcar del autobús. Observó cómo cami­
naba. Por experiencia sabía que las chicas tenían un modo
distinto de moverse en «esos días». Llevaba pantalones
oscuros y había elegido una blusa larga y holgada que
le cubría la cadera, lo que contrastaba con sus amigas,
que vestían top y minifalda. John era un gran observa­
dor del mundo femenino y sabía que a menudo los gru­
pos de amigas solían vestir de forma parecida. Pero la
ropa no era el único indicio. La siguió a distancia mez­
clándose entre la gente que abarrotaba el local. La vio
salir a bailar con las otras chicas, aunque después de un
rato abandonó la pista y se apostó junto a una columna

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sorbiendo su cocacola y sonriendo a sus amigas, que
seguían bailando.
La oscuridad y el estruendo de la discoteca permitie­
ron a John colocarse tras ella para poder olerla mientras
fingía observar la pista. Aspiró su aroma. Percibió el su­
dor suave de sus axilas, mezclado con una colonia de no­
tas dulces que parecía estar de moda entre las chicas, y
aquel otro olor, metálico, salobre y ácido. Frunció un
poco el labio superior sin poder contener una mueca de
asco. Y casi a la vez notó la erección tensando su miembro
bajo la tela de los vaqueros.
Sin perderla de vista se alejó unos pasos y metió la
mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. Con la punta
de los dedos acarició el raso del lazo rojo que llevaba allí.
Pensó en Lucy y, reconviniéndose, se mordió el interior
de la mejilla hasta que el dolor anuló la otra sensación y
recuperó la compostura.
Después fue fácil, siempre lo era. La fórmula funcio­
naba a la perfección desde hacía años, con leves diferen­
cias. Se detendría a su lado y comenzaría a hablar, le diría
que a él tampoco le apetecía bailar y que estaba pensando
en tomar algo, ¿querría acompañarlo? Ella lo miraría y
vería lo que veían todos: un hombre joven, pero no un
crío. Limpio, bien vestido aunque sin ostentación, edu­
cado, amable. Pulcro. Y que se había fijado, con toda
probabilidad, en la única chica que vestía pantalones y
una blusa amplia en toda la discoteca.
Él hablaría de cualquier cosa, evitando temas conflic­
tivos. Le haría un par de cumplidos nada exagerados y
dejaría caer que tenía trabajo, que en realidad no le gus­
taban mucho los lugares como aquel, que lo que le en­
cantaba era charlar y que, con aquel estruendo, era casi
imposible, que tenía un coche en el aparcamiento y que
podían ir donde ella quisiera. Y añadiría rápidamente, y
antes de que ella pudiera objetar nada, que, por supues­
to, estaría encantado de llevarla a casa si era eso lo que

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ella quería. Y la chica aceptaría porque él era encantador,
porque ella había venido en autobús, porque todas que­
rían un novio con vehículo propio. Aceptaría, aunque en
los periódicos se hablara constantemente de la cantidad
de jóvenes que habían desaparecido y aunque, con segu­
ridad, habría escuchado mil veces las advertencias de no
subir a coches de desconocidos. John sabía lo que respon­
dería cuando se lo propusiera, a pesar de todo y aunque
en «esos días» no debería hacerlo. Hasta era probable
que la muy cerda aceptase tener relaciones sexuales cuan­
do él se lo insinuara. Entonces la golpearía con saña, bo­
rrando con cada golpe el maquillaje y la sonrisa. Le
arrancaría la ropa y haría jirones con ella y, con sus pro­
pias medias, su cinturón o su sostén, la estrangularía has­
ta que dejase de gritar mientras la violaba. Y después se
la llevaría a casa, a dormir junto a sus hermanas, a dejar
que el lago purificase a aquella dama. Era un engorro,
pero debía hacerse así. En otro tiempo la habría dejado
tirada en la calle o en un parque, habría buscado en su
bolso los tampones o las compresas higiénicas y las habría
colocado sobre el cadáver para recordar a aquellas cerdas
que no debían acercarse a un hombre mientras estaban
menstruando.
Solo pensarlo le provocó un intenso hormigueo en la
zona genital. Mordió con fuerza el interior de su mejilla
mientras la miraba a distancia en el espejo y, cuando es­
tuvo preparado, volvió a su lado.

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