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Un Niño de Diez Mil Años

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Un niño de diez mil años

Ana María del Río | Ilustraciones de Loreto Salinas y Evangelina Prieto

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LECTORCITOS I
Un niño de diez mil años

Hace diez mil años,


en el desierto de Chile llamado
Pampa del Tamarugal, que
entonces era un gran bosque lleno
de animales gigantes y rocas y
árboles inmensos, vivía Akarú. Era
un niño callado y muy ágil.
Tenía ocho años, ojos muy negros
y piel color canela, muy suave. Vivía
con una gran banda de cazadores,
que había venido desde el norte
persiguiendo a los bisontes y a las
grandes llamas.
Los mayores estaban inquietos
con Akarú. Este no hacía nada de lo
que hacían los otros niños cazadores.
No le gustaba tirar piedras, ni correr
a gran velocidad; no le gustaba
sacarle puntas a las flechas ni
perseguir a la presa. Le daba pena
cazar a los animales.
Cuando los cazadores iban a cazar, Akarú se subía a los árboles
como una ardilla y ahí se quedaba escondido entre las ramas,
como un pequeño pájaro.
No se movía ni respiraba para que no lo vieran.
Akarú no quería que los animales tuvieran miedo. Sabía que
había que cazarlos para comer. Pero no le gustaba la persecución,
que era lo que más les gustaba a los de la banda. Cuando los
cazadores mataban a algún animal, Akarú se acercaba y lo
miraba de cerca a los ojos. Y se los veía llenos de puntas de
lanzas y de miedo.
“Qué pena que hubieran muerto así”,
pensaba Akarú. “Hubiera sido mejor matarlos
suavemente, para que no sufrieran. Es terrible
ser cazador”, se decía Akarú. Y huía de los
otros niños cazadores. Se escondía en los
bosques y ahí se quedaba solo.
La mamá de Akarú y las demás mujeres
de la banda querían mucho a Akarú. Y él
siempre las ayudaba. Era el mejor buscador
de semillas, liqúenes y hongos. Su cuerpo
delgado podía meterse entre los huecos
estrechos de los árboles, donde a veces
encontraba cosas maravillosas: extrañas
semillas de formas y colores especiales, que
al machacarlas o al cocerlas dejaban escapar
bellos líquidos de colores.
Akarú siempre guardaba una bolsita con
estas semillas y una piedra especial, para
machacar. Era lo que más le gustaba en el
mundo: los colores.
Un día los hombres entraron al bosque donde
estaban Akarú y las mujeres.
-Se acabaron las tonterías -dijo el jefe de los
cazadores, mirando a Akaru-. Irás a cazar como
todos los hombres. Hemos visto un gran bisonte y
nos acompañarás a perseguirlo.
Y lo llevaron a la fuerza. Akaru casi no podía
seguirlos y se tropezaba en casi todas las piedras.
Los demás niños se burlaban de él y lo empujaban
para que tropezara.
-Akarú no sirve para nada -decían unos-. Ni
siquiera sabe tirar piedras.
-Akarú es tonto -gritaban otros.
Y todos se reían.
Akarú iba llorando. No quería cazar y lo estaba
pasando muy mal. De pronto, en una vuelta del
sendero, se alejó de los demás niños y de los cazadores
y se subió a un árbol. Desde él se lanzó
a otro y a otro, tomándose de las ramas, hasta que se
encontró lejos de la banda.
Había decidido huir. “No volveré nunca más
donde los cazadores feroces”, pensó. Viviría en los
bosques, solo. Comería ricas semillas y no tendría
que cazar nunca más. Se alejó más aún, saltando de
árbol en árbol, hasta que dejó de oír a los hombres.
Estaba solo en el bosque del Tamarugal.
Entonces se bajó del árbol y se puso a
caminar, cada vez más lejos. De pronto, se
sintió muy solo y triste. No era bueno para
cazar, no era bueno para nada. No sabía cuál
era su papel en esta tierra. Dos lágrimas
redonditas, como piedritas transparentes,
salieron de sus ojos.
De repente llegó frente a una gran cavidad
abierta en el cerro. Hacía mucho frío afuera
y en ese momento comenzó a llover. Akarú
entró en la cueva y sacó de su bolsita su
antorcha de sebo y pieles y la encendió con
la yesca, que siempre llevaba consigo.
Entonces quedó asombrado. Era una
cueva inmensa, la más grande de todas
las cuevas que él había visto. Las
paredes de las rocas se elevaban hasta
el cielo. Akarú respiró con delicia el
aire antiguo de la cueva. Parecía que
nadie había entrado en ella durante
mucho tiempo. Pasó las manos por las
paredes y eran muy suaves, como la
piel de una persona.
Puso la antorcha en un agujero,
para alumbrarse, y sacó de su bolsita
un puñado de semillas y empezó a
machacarlas. Pronto quedó con las
manos llenas de una pasta rojo oscuro,
muy bonita. Y comenzó a dibujar una
línea con esa pasta en la roca.
Dibujo una cabeza de animal y luego
el lomo, y luego las cuatro patas. Era
una llama. Una gran llama, apareció en
la pared, sin moverse, como presa en la
roca. Parecía correr, pero estaba quieta.
Akaru quedo mirándola con la boca
abierta. Era una llama y era de él.
Un bello animal rojo oscuro, con las
patas delanteras blancas, bifurcadas,
de la cabeza pequeña y triangular, con
ojos dulces y cuello largo y suave. Se
quedó mirando el dibujo, a la luz de
la antorcha. Había hecho aparecer una
llama gigante y bella, que parecía viva,
saliendo del muro, corriendo junto a la
pared de roca lisa.
Akarú estaba feliz. Se pasó por la cara las
manos llenas de pintura, riendo. Luego salió de
la cueva y decidió volver a su banda. Ahora él
tenía un secreto maravilloso. Ya no se sentiría
solo nunca más.
Cuando Akarú apareció junto al fuego, los
cazadores lo miraron enojados.
Entonces Akarú preguntó temblando:
-¿La llama que cazaron era muy grande, color
rojo oscuro, con las patas delanteras blancas, no
es cierto?
Todos, hombres y mujeres, se miraron sorprendidos. La
llama era exactamente así, como decía Akarú.
- ¿Estabas ahí?-preguntaron varios.
Akarú sonrió, con la cara roja por las llamaradas del fuego.
-Sí-dijo-. Estaba ahí. Y cuando vayan a cazar de nuevo, avísenme-
pidió-. Yo haré aparecer al animal que ustedes
quieran.
Todos volvieron a mirarse sorprendidos, sin entender
lo que Akarú decía. Pero él parecía muy seguro de lo
que había dicho. Comió feliz su gran pedazo de llama
asada, junto al calor del fuego, bajo las estrellas. Y
luego se acurrucó feliz junto a la hoguera.
Por fin pertenecía a la banda de cazadores de los
bosques del Tamarugal. Se había convertido en
cazador. En cazador de imágenes.
Bostezó y se quedó dormido, sonriendo, mientras la
luna inmensa bajaba hasta casi tocar la tierra.
Esta mañana

Soy un chungungo chico. Vivo con mi papá y mi mamá en


Los Vilos, en una poza marítima que tiene cientos de años de
antigüedad. Es lo que dice mi papá.
Les contaré lo que me sucedió. Lo que nos sucedió a todos.
Esta mañana, cuando jugábamos en el columpio que instaló
papá con algas colgando de los corales sumergidos, mamá nos
llamó y dijo que tenía que decirnos algo importante. Dejamos el
cochayuyo que mordisqueábamos y fuimos. La cara de mamá
se veía seria. Todos los tíos y tías estaban en la reunión.
-Tal vez tengamos que emigrar-dijo tío
Pomposo, el más gordo.
-¿Qué es emigrar?-preguntó Mantea, que es la
más curiosa de mis hermanas.
-Irse-dijo Chung, mi hermano mayor, que sabe
todo o se hace como que lo sabe.
-¿Y por qué tenemos que irnos?-pregunté yo.
-¡Silencio!-mandó mamá- Todavía no sé si tendremos
que irnos o no de esta poza. Pero lo que sí es necesario,
es que tenemos que aprender a achicarnos.
-¿Por qué?-pregunté, cada vez más extrañado. Siempre
mamá
nos había dado órdenes normales: vengan a comer
pescado, saquen el agua de sus madrigueras, afilen sus
dientes para cortar madera y hacer los diques, y todo
eso, pero nunca nos había
pedido que nos achicáramos.
•A

-Por dos razones-dijo tío Pomposo.


Lo miré y pensé que iba a ser
muy difícil que él se achicara. Era el
chungo más gordo y grande que yo
había conocido. Ni siquiera cabía por
la entrada submarina a nuestra cueva.
Tenía que entrar por arriba.
-La primera razón es que nos
estamos quedando sin hábitat-dijo
el tío, estirando su hermosa piel de
pelaje castaño brillante.
-¿Qué es hábitat?-dijo Mantea.
-Es el lugar donde vivimos
-explicó tío Pomposo-, Es el agua,
la poza, los árboles que cortamos,
las rocas, las algas, los corales
del fondo, los peces, todo lo que
necesita un chungungo para vivir.
- ¿Y quién nos está quitando el
hábitat, para morderlo? -gritó mi
primo Ching, que es muy peleador.
En ese momento oímos un ruido y
vimos que unas inmensas maquinarias
amarillas avanzaban sobre unas
especies de gusanos gigantes, de fierro,
con un ruido infernal.
-Son las Caterpillar -dijo tío
Pomposo, temblando-. Sacan las algas,
nuestra comida, para empaquetarla y
venderla en todo el mundo.
-¿Qué se creen esos? Las algas son
de nosotros -gritó Ching, furioso,
mostrando los puños.
-Sí, pero ellos no piensan así –dijo
mamá-. Y tienen más fuerza que
nosotros. Y además... -Mamá calló y la
vi llevarse una patita a los ojos. De un
salto me acerqué a ella.
-¿Por qué lloras?-pregunté, francamente
asustado.
-Porque han llegado los cazadores-dijo,
muy pálida- Los cazadores de pieles.
Quieren nuestra piel para venderla. Por eso
tenemos que achicamos. Las pieles chicas
no les sirven a los cazadores y cuando ven
un chungungo pequeño, lo dejan en paz.
Pero ellos son muy peligrosos-añadió.
Todos miramos a tío Pomposo, que tosió
y se fue hacia el fondo de la cueva.
-Tu piel vale mucho, tío Pomposo-dijo
Ching, y todos le pegamos coscachos.
Ching tiene siempre la manía de decir justo
lo que no hay que decir.
-Me pondré a dieta desde hoy-dijo tío
Pomposo, muy preocupado- No almorzaré.
-¿O sea que estamos en peligro de
extinción?-preguntó Chung.
-Sí-dijo papá.
Todos quedamos en silencio. Esa
tarde, comenzamos los ejercicios para
volvernos diminutos. Era fácil. Había
que encuclillarse, hundiendo la cabeza
y escondiendo las manos y patas hasta
volverse una bolita. Así podíamos
escondemos en cualquiera de los muchos
hoyos que habían entre las rocas y
quedamos ahí, como una bolsita de piel
sin huesos. La mamá disminuyó una
comida. Ahora solo almorzaríamos y
nada más. Tío Pomposo comió solo un
pequeñísimo pejerrey. Tenía cara de
hambre.
Dentro de la cueva vi cómo mamá
empacaba las cosas y hacía maletas. Si las
cosas seguían así, tendríamos que emigrar.
-¿Adónde vamos a llegar si tenemos que
andar arrancando de todas partes?-la oí
decir, limpiándose los ojos con el delantal.
Dos días después, mi hermano mayor,
Chung, que vigilaba sobre la roca, apareció
gritando:
-¡Se acercan los cazadores y las máquinas
cosechadoras de algas! ¡Emergencia!
Un gran ruido y una neblina barrosa
cubrieron todo. Las máquinas amarillas
emitían vibraciones que levantaban polvo
bajo el agua. Esta se enturbió y no se
veía nada. Unos tubos, como aspiradoras
gigantes, bajaron por la poza, como brazos
de un monstruo, y succionaban las algas,
sacándolas de raíz. Arriba, en la superficie,
los cazadores de pieles esperaban que
saliéramos para disparar.
Nos dio mucho miedo. Bajamos
al fondo, y nos metimos debajo
de la roca. Desde la cueva, vimos
cómo se llevaban nuestro jardín de
algas, en el que habíamos jugado
toda la vida. Pero tío Pomposo
había sido inteligente. Había
enterrado la mitad de las plantas de
algas bajo el suelo. Y se enterró él
mismo también, porque no había
logrado adelgazar ni un solo kilo.
Vimos las botas de los cazadores buscándonos,
revolviendo el agua y los huecos de las rocas con
largos palos. Pero no nos encontraron.
-Se fueron los chungungos -les oímos decir-.
Bajo la roca solo quedan unas especies de animales
redondos, como erizos. Son muy pequeños. No
valen la pena.
Vámonos -dijo otro-. No podemos perder el
tiempo.
-El tiempo es oro -dijo un tercero.
-Los pescadores de algas encontraron que la poza era
demasiado chica.¡ Tenemos que trabajar más en grande! -
gritaban.
Al final, los oímos irse, con las máquinas
amarillas y las botas de los cazadores,
apurados, buscando un lugar más productivo.
Poco a poco fuimos saliendo de nuestros
escondites y nos reunimos en nuestra cueva.
Tío Pomposo salió todo embarrado del fondo
de la poza.
Mamá sacó las cosas de las maletas. Estaba
muy feliz y preparó una comida magnífica
para celebrar: peces, matapiojos, cochayuyo,
y pequeños mariscos. Tío Pomposo hizo un
discurso larguísimo.
-Hemos recuperado nuestro hábitat
-dijo al final.
-Sí, pero hay que aumentarlo. Se
llevaron muchas algas-agregó papá.
Y entonces, cada uno se hundió bajo
el agua y comenzó a arañar el fondo
de la poza para sacar ramitas de algas
enterradas. Trabajamos el día entero. En
la noche, todos estábamos rendidos y nos
sentíamos héroes.
-Claro que son héroes-dijeron mamá y
papá, dándonos un beso de buenas noches.
Y nos dormimos, felices.

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