Este resumen describe la historia de Akarú, un niño de 10,000 años que vivía en una banda de cazadores en el desierto de Pampa del Tamarugal en Chile. Akarú no le gustaba cazar animales y prefería subir a los árboles y buscar semillas y hongos. Un día, los cazadores lo obligan a ir a cazar, pero él huye y descubre una cueva donde pinta las primeras imágenes rupestres. A partir de entonces, se convierte en un "cazador de imágenes" y gana el resp
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Este resumen describe la historia de Akarú, un niño de 10,000 años que vivía en una banda de cazadores en el desierto de Pampa del Tamarugal en Chile. Akarú no le gustaba cazar animales y prefería subir a los árboles y buscar semillas y hongos. Un día, los cazadores lo obligan a ir a cazar, pero él huye y descubre una cueva donde pinta las primeras imágenes rupestres. A partir de entonces, se convierte en un "cazador de imágenes" y gana el resp
Este resumen describe la historia de Akarú, un niño de 10,000 años que vivía en una banda de cazadores en el desierto de Pampa del Tamarugal en Chile. Akarú no le gustaba cazar animales y prefería subir a los árboles y buscar semillas y hongos. Un día, los cazadores lo obligan a ir a cazar, pero él huye y descubre una cueva donde pinta las primeras imágenes rupestres. A partir de entonces, se convierte en un "cazador de imágenes" y gana el resp
Este resumen describe la historia de Akarú, un niño de 10,000 años que vivía en una banda de cazadores en el desierto de Pampa del Tamarugal en Chile. Akarú no le gustaba cazar animales y prefería subir a los árboles y buscar semillas y hongos. Un día, los cazadores lo obligan a ir a cazar, pero él huye y descubre una cueva donde pinta las primeras imágenes rupestres. A partir de entonces, se convierte en un "cazador de imágenes" y gana el resp
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Un niño de diez mil años
Ana María del Río | Ilustraciones de Loreto Salinas y Evangelina Prieto
<! LECTORCITOS I Un niño de diez mil años
Hace diez mil años,
en el desierto de Chile llamado Pampa del Tamarugal, que entonces era un gran bosque lleno de animales gigantes y rocas y árboles inmensos, vivía Akarú. Era un niño callado y muy ágil. Tenía ocho años, ojos muy negros y piel color canela, muy suave. Vivía con una gran banda de cazadores, que había venido desde el norte persiguiendo a los bisontes y a las grandes llamas. Los mayores estaban inquietos con Akarú. Este no hacía nada de lo que hacían los otros niños cazadores. No le gustaba tirar piedras, ni correr a gran velocidad; no le gustaba sacarle puntas a las flechas ni perseguir a la presa. Le daba pena cazar a los animales. Cuando los cazadores iban a cazar, Akarú se subía a los árboles como una ardilla y ahí se quedaba escondido entre las ramas, como un pequeño pájaro. No se movía ni respiraba para que no lo vieran. Akarú no quería que los animales tuvieran miedo. Sabía que había que cazarlos para comer. Pero no le gustaba la persecución, que era lo que más les gustaba a los de la banda. Cuando los cazadores mataban a algún animal, Akarú se acercaba y lo miraba de cerca a los ojos. Y se los veía llenos de puntas de lanzas y de miedo. “Qué pena que hubieran muerto así”, pensaba Akarú. “Hubiera sido mejor matarlos suavemente, para que no sufrieran. Es terrible ser cazador”, se decía Akarú. Y huía de los otros niños cazadores. Se escondía en los bosques y ahí se quedaba solo. La mamá de Akarú y las demás mujeres de la banda querían mucho a Akarú. Y él siempre las ayudaba. Era el mejor buscador de semillas, liqúenes y hongos. Su cuerpo delgado podía meterse entre los huecos estrechos de los árboles, donde a veces encontraba cosas maravillosas: extrañas semillas de formas y colores especiales, que al machacarlas o al cocerlas dejaban escapar bellos líquidos de colores. Akarú siempre guardaba una bolsita con estas semillas y una piedra especial, para machacar. Era lo que más le gustaba en el mundo: los colores. Un día los hombres entraron al bosque donde estaban Akarú y las mujeres. -Se acabaron las tonterías -dijo el jefe de los cazadores, mirando a Akaru-. Irás a cazar como todos los hombres. Hemos visto un gran bisonte y nos acompañarás a perseguirlo. Y lo llevaron a la fuerza. Akaru casi no podía seguirlos y se tropezaba en casi todas las piedras. Los demás niños se burlaban de él y lo empujaban para que tropezara. -Akarú no sirve para nada -decían unos-. Ni siquiera sabe tirar piedras. -Akarú es tonto -gritaban otros. Y todos se reían. Akarú iba llorando. No quería cazar y lo estaba pasando muy mal. De pronto, en una vuelta del sendero, se alejó de los demás niños y de los cazadores y se subió a un árbol. Desde él se lanzó a otro y a otro, tomándose de las ramas, hasta que se encontró lejos de la banda. Había decidido huir. “No volveré nunca más donde los cazadores feroces”, pensó. Viviría en los bosques, solo. Comería ricas semillas y no tendría que cazar nunca más. Se alejó más aún, saltando de árbol en árbol, hasta que dejó de oír a los hombres. Estaba solo en el bosque del Tamarugal. Entonces se bajó del árbol y se puso a caminar, cada vez más lejos. De pronto, se sintió muy solo y triste. No era bueno para cazar, no era bueno para nada. No sabía cuál era su papel en esta tierra. Dos lágrimas redonditas, como piedritas transparentes, salieron de sus ojos. De repente llegó frente a una gran cavidad abierta en el cerro. Hacía mucho frío afuera y en ese momento comenzó a llover. Akarú entró en la cueva y sacó de su bolsita su antorcha de sebo y pieles y la encendió con la yesca, que siempre llevaba consigo. Entonces quedó asombrado. Era una cueva inmensa, la más grande de todas las cuevas que él había visto. Las paredes de las rocas se elevaban hasta el cielo. Akarú respiró con delicia el aire antiguo de la cueva. Parecía que nadie había entrado en ella durante mucho tiempo. Pasó las manos por las paredes y eran muy suaves, como la piel de una persona. Puso la antorcha en un agujero, para alumbrarse, y sacó de su bolsita un puñado de semillas y empezó a machacarlas. Pronto quedó con las manos llenas de una pasta rojo oscuro, muy bonita. Y comenzó a dibujar una línea con esa pasta en la roca. Dibujo una cabeza de animal y luego el lomo, y luego las cuatro patas. Era una llama. Una gran llama, apareció en la pared, sin moverse, como presa en la roca. Parecía correr, pero estaba quieta. Akaru quedo mirándola con la boca abierta. Era una llama y era de él. Un bello animal rojo oscuro, con las patas delanteras blancas, bifurcadas, de la cabeza pequeña y triangular, con ojos dulces y cuello largo y suave. Se quedó mirando el dibujo, a la luz de la antorcha. Había hecho aparecer una llama gigante y bella, que parecía viva, saliendo del muro, corriendo junto a la pared de roca lisa. Akarú estaba feliz. Se pasó por la cara las manos llenas de pintura, riendo. Luego salió de la cueva y decidió volver a su banda. Ahora él tenía un secreto maravilloso. Ya no se sentiría solo nunca más. Cuando Akarú apareció junto al fuego, los cazadores lo miraron enojados. Entonces Akarú preguntó temblando: -¿La llama que cazaron era muy grande, color rojo oscuro, con las patas delanteras blancas, no es cierto? Todos, hombres y mujeres, se miraron sorprendidos. La llama era exactamente así, como decía Akarú. - ¿Estabas ahí?-preguntaron varios. Akarú sonrió, con la cara roja por las llamaradas del fuego. -Sí-dijo-. Estaba ahí. Y cuando vayan a cazar de nuevo, avísenme- pidió-. Yo haré aparecer al animal que ustedes quieran. Todos volvieron a mirarse sorprendidos, sin entender lo que Akarú decía. Pero él parecía muy seguro de lo que había dicho. Comió feliz su gran pedazo de llama asada, junto al calor del fuego, bajo las estrellas. Y luego se acurrucó feliz junto a la hoguera. Por fin pertenecía a la banda de cazadores de los bosques del Tamarugal. Se había convertido en cazador. En cazador de imágenes. Bostezó y se quedó dormido, sonriendo, mientras la luna inmensa bajaba hasta casi tocar la tierra. Esta mañana
Soy un chungungo chico. Vivo con mi papá y mi mamá en
Los Vilos, en una poza marítima que tiene cientos de años de antigüedad. Es lo que dice mi papá. Les contaré lo que me sucedió. Lo que nos sucedió a todos. Esta mañana, cuando jugábamos en el columpio que instaló papá con algas colgando de los corales sumergidos, mamá nos llamó y dijo que tenía que decirnos algo importante. Dejamos el cochayuyo que mordisqueábamos y fuimos. La cara de mamá se veía seria. Todos los tíos y tías estaban en la reunión. -Tal vez tengamos que emigrar-dijo tío Pomposo, el más gordo. -¿Qué es emigrar?-preguntó Mantea, que es la más curiosa de mis hermanas. -Irse-dijo Chung, mi hermano mayor, que sabe todo o se hace como que lo sabe. -¿Y por qué tenemos que irnos?-pregunté yo. -¡Silencio!-mandó mamá- Todavía no sé si tendremos que irnos o no de esta poza. Pero lo que sí es necesario, es que tenemos que aprender a achicarnos. -¿Por qué?-pregunté, cada vez más extrañado. Siempre mamá nos había dado órdenes normales: vengan a comer pescado, saquen el agua de sus madrigueras, afilen sus dientes para cortar madera y hacer los diques, y todo eso, pero nunca nos había pedido que nos achicáramos. •A
-Por dos razones-dijo tío Pomposo.
Lo miré y pensé que iba a ser muy difícil que él se achicara. Era el chungo más gordo y grande que yo había conocido. Ni siquiera cabía por la entrada submarina a nuestra cueva. Tenía que entrar por arriba. -La primera razón es que nos estamos quedando sin hábitat-dijo el tío, estirando su hermosa piel de pelaje castaño brillante. -¿Qué es hábitat?-dijo Mantea. -Es el lugar donde vivimos -explicó tío Pomposo-, Es el agua, la poza, los árboles que cortamos, las rocas, las algas, los corales del fondo, los peces, todo lo que necesita un chungungo para vivir. - ¿Y quién nos está quitando el hábitat, para morderlo? -gritó mi primo Ching, que es muy peleador. En ese momento oímos un ruido y vimos que unas inmensas maquinarias amarillas avanzaban sobre unas especies de gusanos gigantes, de fierro, con un ruido infernal. -Son las Caterpillar -dijo tío Pomposo, temblando-. Sacan las algas, nuestra comida, para empaquetarla y venderla en todo el mundo. -¿Qué se creen esos? Las algas son de nosotros -gritó Ching, furioso, mostrando los puños. -Sí, pero ellos no piensan así –dijo mamá-. Y tienen más fuerza que nosotros. Y además... -Mamá calló y la vi llevarse una patita a los ojos. De un salto me acerqué a ella. -¿Por qué lloras?-pregunté, francamente asustado. -Porque han llegado los cazadores-dijo, muy pálida- Los cazadores de pieles. Quieren nuestra piel para venderla. Por eso tenemos que achicamos. Las pieles chicas no les sirven a los cazadores y cuando ven un chungungo pequeño, lo dejan en paz. Pero ellos son muy peligrosos-añadió. Todos miramos a tío Pomposo, que tosió y se fue hacia el fondo de la cueva. -Tu piel vale mucho, tío Pomposo-dijo Ching, y todos le pegamos coscachos. Ching tiene siempre la manía de decir justo lo que no hay que decir. -Me pondré a dieta desde hoy-dijo tío Pomposo, muy preocupado- No almorzaré. -¿O sea que estamos en peligro de extinción?-preguntó Chung. -Sí-dijo papá. Todos quedamos en silencio. Esa tarde, comenzamos los ejercicios para volvernos diminutos. Era fácil. Había que encuclillarse, hundiendo la cabeza y escondiendo las manos y patas hasta volverse una bolita. Así podíamos escondemos en cualquiera de los muchos hoyos que habían entre las rocas y quedamos ahí, como una bolsita de piel sin huesos. La mamá disminuyó una comida. Ahora solo almorzaríamos y nada más. Tío Pomposo comió solo un pequeñísimo pejerrey. Tenía cara de hambre. Dentro de la cueva vi cómo mamá empacaba las cosas y hacía maletas. Si las cosas seguían así, tendríamos que emigrar. -¿Adónde vamos a llegar si tenemos que andar arrancando de todas partes?-la oí decir, limpiándose los ojos con el delantal. Dos días después, mi hermano mayor, Chung, que vigilaba sobre la roca, apareció gritando: -¡Se acercan los cazadores y las máquinas cosechadoras de algas! ¡Emergencia! Un gran ruido y una neblina barrosa cubrieron todo. Las máquinas amarillas emitían vibraciones que levantaban polvo bajo el agua. Esta se enturbió y no se veía nada. Unos tubos, como aspiradoras gigantes, bajaron por la poza, como brazos de un monstruo, y succionaban las algas, sacándolas de raíz. Arriba, en la superficie, los cazadores de pieles esperaban que saliéramos para disparar. Nos dio mucho miedo. Bajamos al fondo, y nos metimos debajo de la roca. Desde la cueva, vimos cómo se llevaban nuestro jardín de algas, en el que habíamos jugado toda la vida. Pero tío Pomposo había sido inteligente. Había enterrado la mitad de las plantas de algas bajo el suelo. Y se enterró él mismo también, porque no había logrado adelgazar ni un solo kilo. Vimos las botas de los cazadores buscándonos, revolviendo el agua y los huecos de las rocas con largos palos. Pero no nos encontraron. -Se fueron los chungungos -les oímos decir-. Bajo la roca solo quedan unas especies de animales redondos, como erizos. Son muy pequeños. No valen la pena. Vámonos -dijo otro-. No podemos perder el tiempo. -El tiempo es oro -dijo un tercero. -Los pescadores de algas encontraron que la poza era demasiado chica.¡ Tenemos que trabajar más en grande! - gritaban. Al final, los oímos irse, con las máquinas amarillas y las botas de los cazadores, apurados, buscando un lugar más productivo. Poco a poco fuimos saliendo de nuestros escondites y nos reunimos en nuestra cueva. Tío Pomposo salió todo embarrado del fondo de la poza. Mamá sacó las cosas de las maletas. Estaba muy feliz y preparó una comida magnífica para celebrar: peces, matapiojos, cochayuyo, y pequeños mariscos. Tío Pomposo hizo un discurso larguísimo. -Hemos recuperado nuestro hábitat -dijo al final. -Sí, pero hay que aumentarlo. Se llevaron muchas algas-agregó papá. Y entonces, cada uno se hundió bajo el agua y comenzó a arañar el fondo de la poza para sacar ramitas de algas enterradas. Trabajamos el día entero. En la noche, todos estábamos rendidos y nos sentíamos héroes. -Claro que son héroes-dijeron mamá y papá, dándonos un beso de buenas noches. Y nos dormimos, felices.