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Una Lectura Filosófica de Momo, de Michael Ende: Autor: Andrés Jiménez Abad

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Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende


La extraña historia de los ladrones del tiempo y de la niña
que devolvió el tiempo a los hombres

Autor: Andrés Jiménez Abad

1. PRESENTACIÓN
2. UN APARTADO ANFITEATRO
3. SABER ESCUCHAR
4. CÓMO HACER BIEN LAS TAREAS DE
CADA DÍA
5. EL TIEMPO ES VIDA: A PROPÓSITO DE
UN BARBERO
6. SIN TIEMPO PARA LOS HIJOS
7. “NO TENGO TIEMPO”
8. BEBENÍN, ¿LA MUÑECA PERFECTA?
9. ¿QUÉ ES EL TIEMPO?
10. EL VALOR DEL MOMENTO PRESENTE
11. MORIR DE ÉXITO… POR FALTA DE
SENTIDO
12. EL VACÍO DE LA JAULA DE ORO
13. TODO LO QUE NO SE DA, SE PIERDE
14. DEL MIEDO A LA CONFIANZA AUDAZ
15. A LA PLENITUD POR LA ENTREGA
SINCERA

PRESENTACIÓN
Momo es una novela juvenil publicada en 1973 por
Michael Ende, el autor de La historia interminable. Es
una narración, a primera vista, fantástica. Pero el
mensaje que nos transmite encaja tan ajustadamente
con nuestro tiempo, que uno tiene la sensación de
encontrarse ante una historia demasiado real.

Momo es una niña prodigiosa. Tiene a su edad -entre


ocho y once años- el don de consejo, más esperable
en una persona mayor que en una preadolescente. No
se sabe quienes son sus padres y vive entre las ruinas
de un anfiteatro romano, en un espacio que los vecinos
le han acondicionado. Viste desgarbadamente. La
prenda más habitual es un chaquetón que desborda su
cuerpecito, siempre arremangado y con un cinturón
que impide arrastrarlo por el suelo. No lo hace por
capricho, tiene además el extraño don de
discernimiento. Ella sabe lo que es verdaderamente
importante en nuestra vida. Desde luego no las cosas
materiales.

Por ejemplo, lo más importante para ella es tener


amigos, ganarse nuevos amigos, dedicar su tiempo a
la amistad. Su don de consejo no consiste en que sabe
dar a cada persona la respuesta más sagaz y
conveniente, no. Su habilidad admirada es que sabe
escuchar a cada persona de tal manera, que todos se
retiran de ella con la impresión de haber sido
entendidas. Ser escuchados, he aquí una de las
necesidades más urgentes y epidémicas de nuestro
tiempo. Escuchar desde la intimidad y no con mirada y
oídos distraídos, como quien oye llover. Cuando
alguien nos escucha, nos parece que le importamos.

El estilo de vida de Momo y sus amigos ha


desencadenado una persecución a muerte por parte
de los hombres grises, una especie de secta que
predica el ahorro del tiempo, como clave para
conseguir una vida más confortable y feliz. Han llenado
la ciudad, las fábricas, oficinas y trasportes de
eslóganes del tipo “El tiempo es oro”, frente a Momo
que tiene muy claro que el “tiempo es vida”. Trabajar
más en menos tiempo. Para ello hay que suprimir todo
aquello que por no producir beneficios contables
debemos tenerlo por pérdida del tiempo, por
dilapidarlo. Toda actividad humanitaria se convierte en
pasatiempo y por ello hay que suprimirla. Aún a costa
del estrés, del vacío existencial y de una corrosiva y
amarga tristeza.

Michael Ende nos está poniendo delante una


radiografía de una enfermedad común de nuestro
tiempo. Siempre deprisa y hacia fuera de nosotros
mismos sin hallar momento para el encuentro íntimo ni
la confidencia. En el ser humano todo modelo es
posible, toda manera de vivir practicable; pero sólo
una, la que se acomoda al bien de nuestra naturaleza,
nos lleva hacia la perfección y la felicidad.

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UN APARTADO ANFITEATRO
El escenario inicial donde discurre Momo es el del
contraste entre las modernas urbes, agitadas por el
ruido y por las prisas, “donde la gente va en coche o
en tranvía, tiene teléfono y electricidad…”, y ciertos
reductos en los que -lejos del mundanal ruido- la
sencillez y la pobreza caracterizan a ciertas gentes
buenas, acogedoras y alegres que, sin grandes
filosofías, muestran que la felicidad no consiste en
llegar a tener lo que se quiere, sino en saber querer y
apreciar lo que se tiene, aunque sea poco. Gente,
como se dice en las primeras páginas, amable y
pobre, que “conocía la vida”.

En uno de esos raros


lugares aparece un día
Momo, una niña también
pobre, con unos ojos
negros de limpia y
sugerente mirada.
Analfabeta, escapada de
un hospicio sin alma, se
instala entre las ruinas de
un antiguo anfiteatro con
ayuda de sus vecinos, gente sencilla que, para
recibirla, organiza una sencilla y divertida fiesta “como
sólo saben celebrarlas la gente modesta”.

La amistad entre la pequeña Momo y la gente de los


alrededores hizo que la niña viera remediadas sus
principales necesidades. Siempre tenía algo que
comer, “un techo sobre su cabeza, una cama y,
cuando tenía frío, podía encender el fuego. Y lo más
importante, tenía muchos y buenos amigos.”

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SABER ESCUCHAR
Lo más sorprendente era que en ese tenerse unos a
otros, en su amistad, la gente pronto se dio cuenta de
que había tenido mucha suerte, pues necesitaban a
Momo hasta el punto de que ésta llegó a hacerse
imprescindible.

Pero, ¿por qué?... Pues resulta que Momo poseía una


curiosa capacidad: la de escuchar. Gracias a ella,
vecinos y amigos se redescubrían a sí mismos. El
hecho de ser acogidos y estimados por alguien les
movía a comprenderse y quererse a sí mismos y entre
ellos. Pero, ¿tan importante es saber escuchar?

Pues sí, escuchar, escuchar de verdad, es atender,


comprender, acoger, valorar. La verdadera escucha es
interior. A través de la mirada, incluso de la disposición
corporal, nos mostramos abiertos a lo que la otra
persona dice desde su corazón. Apreciamos no sólo
sus palabras, sino también lo que quiere decir a través
y más allá de esas palabras.

La escucha sincera, sin juzgar ni condenar al otro,


concediéndole su tiempo, suscita sentimientos
positivos de confianza entre las personas. Es en el
fondo un aspecto esencial del trato respetuoso y
amable. Hablamos de la habilidad de escuchar, no
sólo lo que la persona está expresando directamente,
sino también los sentimientos, ideas o pensamientos
que subyacen a lo que se está diciendo. Por eso no es
posible escuchar con prisas. Es necesario tiempo,
sosiego, silencio, paz. Y muy pocas personas saben
escuchar de verdad.

El texto que vamos a leer a continuación se centra en


el modo en que Momo sabía prestar su atención a los
demás, fundamentalmente a través de una escucha
acogedora y sincera, saliendo de las propias
preocupaciones y mostrándose atenta sólo a quien le
estaba hablando. El efecto en las demás personas era
sorprendente y muy positivo.

Cuando sabemos escuchar a los demás –o cuando


nos sentimos escuchados de verdad-, la persona a la
que se escucha, casi sorprendentemente, se siente
atendida, comprendida y valorada; y es capaz de
sacar lo mejor de sí misma. La actitud de escucha a
los demás no es fácil, ha de ser aprendida y cuidada.
Es una clave esencial para una relación de respeto a
las personas, de confianza, de amistad.

El respeto implica aceptar a las demás personas como


valiosas por encima de todo, reconocer su dignidad
personal a pesar de sus defectos o de las diferencias
que puedan producirse en el trato o la relación mutua.
El modo en que las personas nos sentimos tratadas –
respetuosamente o no- repercute en el concepto que
podemos llegar a tener de nosotras mismas y del
grado de autoconfianza o autoestima que podamos
desarrollar.

“Casi siempre se veía a alguien sentado con ella,


que le hablaba solícitamente. Y el que la
necesitaba y no podía ir, la mandaba buscar. (…)

Pero, ¿por qué? ¿Es que Momo era tan


increíblemente lista que tenía un buen consejo para
cualquiera? ¿Encontraba siempre las palabras
apropiadas cuando alguien necesitaba consuelo?
¿Sabía hacer juicios sabios y justos?

No; Momo, como cualquier otro niño, no sabía


hacer nada de todo eso.

Entonces, ¿es que Momo sabía algo que ponía a la


gente de buen humor? ¿Sabía cantar muy bien? ¿O
sabía tocar un instrumento? ¿O es que —ya que
vivía en una especie de circo— sabía bailar o
hacer acrobacias?

No, tampoco era eso.

¿Acaso sabía magia? ¿Conocía algún


encantamiento con el que se pudiera ahuyentar
todas las miserias y preocupaciones? ¿Sabía leer
en las líneas de la mano o predecir el futuro de
cualquier otro modo?

Nada de eso. Lo que la pequeña Momo sabía


hacer como nadie era escuchar.

Eso no es nada especial, dirá, quizás, algún lector;


cualquiera sabe escuchar. Pues eso es un error.
Muy pocas personas saben escuchar de verdad. Y
la manera en que sabía escuchar Momo era única.

Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente


tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy
inteligentes. No porque dijera o preguntara algo
que llevara a los demás a pensar esas ideas, no;
simplemente estaba allí y es con toda su atención y
toda simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus
grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba
de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos
que nunca hubiera creído que estaban en él.

Sabía escuchar de tal


manera que la gente
perpleja o indecisa sabía
muy bien, de repente,
qué era lo que quería.

O los tímidos se sentían de súbito muy libres y


valerosos. O los desgraciados y agobiados se
volvían confiados y alegres.

Y si alguien creía que su vida estaba totalmente


perdida y que era insignificante y que él mismo no
era más que uno entre millones, y que no
importaba nada y que se podía sustituir con la
misma facilidad que una maceta rota, iba y le
contaba todo eso a la pequeña Momo, y le
resultaba claro, de modo misterioso mientras
hablaba, que tal como era sólo había uno entre
todos los hombres y que, por eso, era importante a
su manera, para el mundo.

¡Así sabía escuchar Momo!

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CÓMO HACER BIEN LAS TAREAS DE CADA DÍA


Leemos en el capítulo IV de “Momo”:

“Algunos opinaban que a Beppo Barrendero le


faltaba algún tornillo. Lo decían porque ante las
preguntas se limitaba a sonreír amablemente y no
contestaba. Pensaba. Y cuando creía que una
respuesta era innecesaria, se callaba. Pero cuando
la creía necesaria, pensaba sobre ella. A veces
tardaba dos horas en contestar, pero otras tardaba
todo un día. Mientras tanto, el otro, claro está, había
olvidado qué había preguntado, por lo que la
respuesta de Beppo le sorprendía.

Sólo Momo sabía esperar tanto y entendía lo que


decía. Sabía que se tomaba tanto tiempo para no
decir nunca nada que no fuera verdad. Pues en su
opinión, todas las desgracias del mundo nacían de
las muchas mentiras, las dichas a propósito, pero
también las involuntarias, causadas por la prisa o la
imprecisión.

Cada mañana iba, antes del amanecer, en su vieja


y chirriante bicicleta, hacia el centro de la ciudad, a
un gran edificio. Allí esperaba, con sus
compañeros, en un patio, hasta que le daban una
escoba y le señalaban una calle que tenía que
barrer.

A Beppo le gustaban estas horas antes del


amanecer, cuando la ciudad todavía dormía. Le
gustaba su trabajo y lo hacía bien. Sabía que era
un trabajo muy necesario.

Cuando barría las calles, lo hacía


despaciosamente, pero con constancia; a cada
paso una inspiración y a cada inspiración una
barrida. Paso—inspiración—barrida.

Paso—inspiración—barrida. De vez en cuando, se


paraba un momento y miraba pensativamente ante
sí. Después proseguía paso—inspiración—barrida.

…Después del trabajo, cuando se sentaba con


Momo, le explicaba sus pensamientos…

—Ves, Momo —le decía, por ejemplo—, las cosas


son así: a veces tienes ante ti una calle larguísima.
Te parece tan terriblemente larga, que nunca crees
que podrás acabarla.
Miró un rato en silencio a su alrededor; entonces
siguió:

—Y entonces te empiezas a dar prisa, cada vez


más prisa. Cada vez que levantas la vista, ves que
la calle no se hace más corta. Y te esfuerzas más
todavía, empiezas a tener miedo, al final estás sin
aliento. Y la calle sigue estando por delante. Así no
se debe hacer.

Pensó durante un rato.


Entonces siguió
hablando:

—Nunca se ha de
pensar en toda la calle
de una vez, ¿entiendes?
Sólo hay que pensar en
el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la
siguiente barrida. Nunca nada más que en el
siguiente.

Volvió a callar y reflexionar, antes de añadir:

—Entonces es divertido; eso es importante, porque


entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser.

Después de una nueva y larga interrupción, siguió:

—De repente se da uno cuenta de que, paso a


paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da
cuenta cómo ha sido, y no se está sin aliento.

Asintió en silencio y dijo, poniendo punto final:

—Eso es importante.”

La doble lección moral que se nos transmite en este


sencillo texto es de gran actualidad y su aprendizaje y
puesta en práctica de una urgencia inexcusable.

Beppo Barrendero, así se llama el amigo viejo de


Momo, es un hombre bajito y entrañable. Primera
lección: Beppo no miente nunca, porque, como nos
dice en el texto, “todas las desgracias del mundo
nacían de las muchas mentiras, las dichas a propósito,
pero también las involuntarias, causadas por la prisa o
la imprecisión”. Su candidez está henchida de
sabiduría. Cuando le plantean una pregunta nunca
responde a la ligera, por eso se toma el tiempo
necesario hasta aburrir al interlocutor. Sólo Momo le
entiende, porque sabe que su respuesta pausada
estará llena de lucidez.

Si hoy sirve en apariencia cualquier respuesta es


porque no escuchamos ni atendemos, y en el fondo
nos da igual la afirmación que su contrario. Sí, hasta se
puede mentir si se entiende que sacaremos algo a
cambio. Es lamentable lo que ocurre en nuestros días.
La mentira oficial está al cabo de cada día y en medio
de nuestras calles. En los medios de comunicación y
en las altas tribunas políticas. Se nos miente porque
nadie tiene en cuenta nuestra dignidad. Se nos miente
con engaño doloso, porque se nos considera
estúpidos. Se insiste en que el fin justifica los medios.
Se nos miente porque se ha perdido la confianza en la
verdad. Qué más da, si total…

Segunda lección. La llamamos moral porque hacer


bien todo lo que se nos ha encomendado implica estar
sometido ese “todo” a una ley suprema de moralidad y
de belleza. La perfección del mundo depende del
trabajo bien hecho, de hacer bien el bien.

Nuestro tiempo exige todo inmediatamente. Pero las


prisas no van de la mano con ninguna obra bien
acabada. Incluso hacer una tortilla francesa como Dios
manda exige destrezas y saberes no improvisados.
Claro que de ese modo reconocemos la dignidad del
comensal, por humilde que sea; pero al mismo tiempo
mostramos las potencialidades de un huevo, que
precisamente fue creado para alcanzar su plenitud y
ofrecérsela a los humanos. De lo contrario nunca
hubieran sido reconocidas. Lo mismo digo de una
acelga, cuidar a los enfermos o educar a los niños. Y
así con todo. El trabajo bien hecho es impagable; por
eso tiene como recompensa la satisfacción interior.

Beppo nos va a aleccionar sobre otra faceta vinculada


a las prisas. Los peligros del estrés y del desaliento.
De un lado para otro, siempre corriendo, siempre con
la sensación de no llegar y siempre con la impresión
de tener que echar las manos a la cabeza porque lo
mejor o se te ha olvidado o no has podido ni
comenzarlo. Y así un día tras otro “hoy como ayer y
siempre igual”. Tarde o temprano nos rompemos. No
podemos más.

La lección de Beppo no dice que es mejor ignorar lo


que tenemos que hacer. Eso sería un disparate. Su
consejo es que no podemos hacer a la vez las mil
tareas pendientes. Al contrario: una después de otra y
sin mirar hacia los lados. Si miras el total de la larga
calle es imposible que no te sientas abrumado. Lo
mismo que si consideras la tarea que todavía te queda
por realizar. Por ello Beppo desaconseja mirar la larga
calle que has de barrer. Las mil tareas nos
desbordarán: “—Y entonces te empiezas a dar prisa,
cada vez más prisa. Cada vez que levantas la vista,
ves que la calle no se hace más corta. Y te esfuerzas
más todavía, empiezas a tener miedo, al final estás sin
aliento. Y la calle sigue estando por delante. Así no se
debe hacer.”

Su consejo no puede ser más simple pero tampoco


más práctico y certero. Paso a paso y poco a poco o
como con gracejo repite Beppo: “Paso—inspiración—
barrida” “Paso—inspiración—barrida”. Lo decía ya
nuestro viejo refranero: “Poco a poco hila la vieja el
copo”.

No olvidemos que la vida no tiene de real más que el


momento presente. Lo pasado ya no existe, el porvenir
tampoco, todavía; solo pertenece a Dios. La vida ha de
ser llenada de intensidad y amor -divino y humano- en
este instante que está transcurriendo, porque nadie
puede prometerse el próximo segundo. Hay que ceñir
toda la vida y toda la actividad a ese “ahora”, que es el
único tiempo que Dios nos concede. Si es el único
tiempo que tenemos para santificarnos, no busquemos
en otra parte la felicidad.

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EL TIEMPO ES VIDA: A PROPÓSITO DE UN BARBERO


Uno de los capítulos más representativos del mensaje
de la novela de Michael Ende es el capítulo sexto. En
él se comienza y se concluye con una reflexión acerca
del tiempo y de su auténtico valor: “El tiempo es vida. Y
la vida reside en el corazón.”

Es este precisamente el tema nuclear de toda la obra.


Deberíamos preguntarnos por qué se insiste en esto.
En el arranque de este capítulo, se afirma:

“Existe una cosa muy misteriosa, pero muy


cotidiana… Todo el mundo la conoce, pero muy
pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se
limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas.
Esta cosa es el tiempo”.

El propio San Agustín en su obra Las confesiones


enuncia aquella paradoja que se ha hecho tan famosa:
“¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé;
pero si quiero explicárselo al que o lo pregunta, no lo
sé”.

Ciertamente, no es fácil de comprender. Pero es


importante y a la vez urgente meditar sobre él. Y en
este libro con hechuras de novela juvenil se hace con
gran hondura a través de los diferentes personajes. Ya
hablamos en el programa anterior del Beppo
Barrendero y de la importancia de vivir, valorar y
aprovechar el momento presente.

En este capítulo es la historia del barbero Señor Fusi la


que nos sirve para distinguir entre dos maneras de
entender qué es el tiempo: la que afirma que el tiempo
es oro, un capital que se agota al emplearlo y que ha
de invertirse de manera rentable, no perderlo
lamentablemente en cosas que no sean útiles. Frente a
esa forma de concebirlo existe otra, que es la que
propone Michael Ende: el tiempo es vida, es decir,
donación de uno mismo, vida consciente convertida en
don, ocasión para obrar haciendo el bien y amar,
buscar el bien de aquellos a los que uno dedica su
tiempo. Por eso se añade que la vida reside en el
corazón.

El señor Fusi es un
personaje entrañable para
los clientes y los vecinos.
Inquieto al ver que el
tiempo se le iba sin haber
dejado en su vivir algo que
le prestigie, le ha asaltado
la idea de que debe
recuperar el tiempo y tras recibir la visita del agente
correspondiente de los hombres grises ha decidido
cambiar su estilo de vida.

El barbero afable se ha convertido en un ser huraño


que solo busca en su trabajo ganar tiempo y dinero,
aunque deje de hacerlo con la habilidad de antes y
pierda la satisfacción que siempre le había
proporcionado. De la misma manera corta su
dedicación a los amigos, a Dorita, la amiga inválida, e
incluso al cuidado de su madre. Para colmo, abandona
el hábito del examen cuidadoso había realizado
siempre antes de dormir. ¿Pero adónde había ido el
tiempo ahorrado? El tiempo es una sucesión fugaz que
solo se remansa psicológicamente cuando la fiesta o la
obra buena, permiten el recuerdo gozoso y la
satisfacción personal. Claro que ganaban más dinero,
claro que podían vestir mejor; pero cada vez se volvían
más nerviosos e intranquilos; sus rostros aparecían
tristes y se estaban volviendo desagradables.

Un hecho llama poderosamente la atención: los


hombres seducidos por el tiempo no soportan el
silencio. Aturdirnos es mejor que dar ocasión para caer
en la cuenta de la locura en que vivimos. Griterío en
todo momento, griterío en toda la ciudad. Es
insoportable adentrarnos en nuestro interior y constatar
que nos hemos quedado vacíos. ¿Seguro que se trata
de una novela fantástica?:

El propósito de ahorrar tiempo para poder empezar


otra clase de vida en algún momento del futuro se
había clavado en su alma como un anzuelo. Y
entonces llegó el primer cliente del día. El señor
Fusi lo atendió refunfuñando, dejó de lado todo lo
superfluo, se estuvo callado, y, efectivamente, en
lugar de en media hora acabó en veinte minutos.
Lo mismo hizo desde entonces con todos los
clientes. Su trabajo, hecho de esta manera, no le
gustaba nada, pero eso ya no importaba. Además
del aprendiz, contrató dos oficiales y vigilaba que
no perdieran ni un solo segundo. Cada movimiento
se realizaba según un plan de tiempos
exactamente calculado. En la barbería del señor
Fusi colgaba ahora un cartel que decía: “el tiempo
ahorrado vale el doble”. (…)

Así que ya no podían celebrar fiestas de verdad, ni


alegres ni serias. El soñar se consideraba, entre
ellas, casi un crimen. Pero lo que más les costaba
soportar era el silencio. Porque en el silencio les
sobrevenía el miedo, porque intuían lo que en
realidad estaba ocurriendo con su vida. Por eso
hacían ruido siempre que los amenazaba el
silencio. Pero está claro que no se trataba de un
ruido divertido, como el que reina allí donde juegan
los niños, sino de uno airado y pesimista, que de
día en día hacía más ruidosa la ciudad…

Nadie se daba cuenta de que, al ahorrar tiempo, en


realidad ahorraba otra cosa. Nadie quería darse
cuenta de que su vida se volvía cada vez más
pobre, más monótona y más fría.

Prosigamos con la narración. Se nos presenta a un


hombrecillo normal, sencillo y bueno. El señor Fusi no
era “un peluquero famoso, pero era apreciado en su
barrio. No era pobre ni rico. Su tienda, situada en el
centro de la ciudad, era pequeña, y ocupaba a un
aprendiz.” Como a todo el mundo, de vez en cuando,
al señor Fusi le venían momentos de melancolía. Aquél
era un día gris, plomizo, también para su ánimo.

“-Mi vida va pasando, se decía para sí, entre el


chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma
del jabón. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? El día
que me muera será como si nunca hubiera vivido…
¡Toda mi vida es un error!... Un insignificante
barbero, eso es todo lo que he conseguido ser.
Pero si pudiera vivir de verdad, sería distinto… Y se
imaginaba algo importante, algo muy lujoso, tal
como lo veía en las revistas.”

La verdad es que la cosa no era para tanto. Le


encantaba charlar con sus clientes, opinar y
escucharles. Su trabajo le gustaba y sabía que lo hacía
bien. Pero hay momentos en que uno se olvida de todo
eso…

Aparece en escena entonces un astuto ladrón de


tiempo, un “hombre gris”, como se le llama en la
novela. Los hombres grises encarnan un poder
siniestro, puesto que se encargaban de inocular la
prisa a todas las personas con el fin de que perdieran
la paz, el sosiego y la capacidad de valorar las cosas
que tenían. Les hacían ver que habían nacido para el
éxito y que lo que importa en la vida es hacer muchas
cosas, sin perder nada de tiempo en aquellas que no
fuesen útiles.

Los hombres grises encarnan simbólicamente una


versión moderna del “carpe diem”, la mentalidad del
triunfo a toda costa por medio del propio hacer que
sustituye el bien por lo útil, por el propio interés, por el
éxito. El éxito estriba en trabajar mucho, en producir,
en triunfar en el dominio de las cosas y de los
hombres, de los negocios. En ganar más dinero y en
tener aún más cosas, aquí y ahora, ya; del modo más
eficiente y rentable. Averiguar cómo funciona el mundo
y aprovecharse de su funcionamiento, al máximo y a
cualquier precio. Convencer, seducir, explotar, manejar
eficazmente las apariencias para triunfar. Y así hacerse
a uno mismo. La libertad a la que se aspira se reduce
al poder adquisitivo.

Pues bien, el hombre gris convencerá al señor Fusi de


que, en efecto, ha gastado su vida inútilmente. Su
tiempo, le dice es un capitalazo, una fortuna que tiene
que invertir con sagacidad. Y empieza a enumerar las
cosas que el buen peluquero realiza cotidianamente y
que según él son un despilfarro de tiempo porque no
obtiene nada tangible a cambio; tiempo perdido. Lo
que deberá hacer a partir de ahora será ahorrarlo:

“Se trata, simplemente, de trabajar más deprisa, y


dejar de lado todo lo inútil. En lugar de media hora,
dedique un cuarto de hora a cada cliente. Evite las
charlas innecesarias. La hora que pasa con su
madre la reduce a media. Lo mejor sería que la
dejara en un buen asilo, pero barato, donde
cuidaran de ella, y con eso ya habrá ahorrado una
hora. Quítese de encima el periquito. No visite a la
señorita Daría más que una vez cada quince días,
si es que no puede dejarlo del todo. Deje el cuarto
de hora diario de reflexión, no pierda su tiempo
precioso en cantar, leer, o con sus supuestos
amigos. Por lo demás, le recomiendo que cuelgue
en su barbería un buen reloj, muy exacto, para
poder controlar mejor el trabajo de su aprendiz.”

Y añade enseguida:

“Bienvenido a la gran comunidad de los


ahorradores de tiempo. Ahora también usted, señor
Fusi, es un hombre realmente moderno y
progresista. ¡Le felicito!”.

Y efectivamente, pensando que todo era idea suya,


empezó a dejar de lado las charlas con sus clientes y a
despacharlos casi en la mitad del tiempo.

“En la barbería colgó un cartel que decía: El tiempo


ahorrado vale el doble”. Escribió una cartita breve,
objetiva, a la señorita Daría, en la que decía que
por falta de tiempo no podría ir a verla. Vendió su
periquito a una pajarería. Envió a su madre a un
asilo bueno, pero barato, adonde la iba a ver una
vez al mes. También en todo lo demás siguió los
consejos del hombre gris, pues los tomaba por
decisiones propias.”

Pero “cada vez se volvía más nervioso e intranquilo,


porque ocurría una cosa curiosa: de todo el tiempo
que ahorraba, no le quedaba nunca nada.
Desaparecía de modo misterioso…”

El caso es que nunca se paró a preguntarse por ello.


Había caído en una especie de obsesión ciega. Y lo
mismo le ocurría a mucha gente de la gran ciudad bajo
el bombardeo de campañas en la radio, la televisión y
los periódicos, que pregonaban las ventajas de nuevos
inventos que ahorraban tiempo y traerían un día la
verdadera libertad y la felicidad a los hombres. Pero la
realidad era otra: Es cierto, tenían más dinero y
gastaban más, vestían mejor… pero sus rostros eran
de desagrado, cansancio y amargura. Y no tenían
tiempo para escuchar a nadie que pudiera ayudarles.
Ni podían celebrar verdaderas fiestas, alegres o serias.
Ya no tenían verdaderos sueños ni eran capaces de
soportar el silencio, ya que en él se intuía lo que estaba
ocurriendo de verdad. Y por eso hacían ruido siempre
que les amenazaba el silencio.

“El que a uno le gustara su trabajo y lo hiciera con


amor no importaba; al contrario, eso sólo
entretenía. Lo único importante era que hiciera el
máximo trabajo en el mínimo de tiempo…” “-El
tiempo es oro, ahórralo”, se les repetía, incluso en
las propias escuelas.

Y así, la ciudad cambió. Las casas eran todas iguales


porque era más barato y más rápido construirlas así.
Todo estaba calculado y planificado con exactitud.
Cada centímetro y cada instante. Era, en fin, un
desierto de monotonía. Y como nadie daba su tiempo
si no era por el propio interés, su vida se volvía cada
vez más pobre, más monótona y más fría. Y añade el
narrador:

“Los que lo sentían con claridad eran los niños,


pues nadie para ellos tenía tiempo.”

Alguna vez hemos recordado lo que decía Viktor


Frankl: “A menudo se tiene la impresión de que
algunas personas caminan cada vez más y más de
prisa con el fin de no plantearse si van en realidad a
alguna parte”. Frente a ello, se trata de descubrir el
tesoro que existe en cada instante, el único real, por
otra parte, aunque efímero. "Saber" viene
etimológicamente de "saborear", de pararse a apreciar
el "sabor", la belleza y la singularidad de cada cosa -y
de cada persona-, de dedicarle atención. De dejarla
ser lo que es y captar su trascendencia, como una
nota necesaria y única en la gran sinfonía de la
creación.

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