Donde Suben y Bajan Las Mareas
Donde Suben y Bajan Las Mareas
Donde Suben y Bajan Las Mareas
Lord Dunsany
Traducción de D. Lavia
Soñé que había cometido un acto horrible, así que el entierro me fue negado en tierra
y en mar, como si no hubiera infierno para mí.
Esperé por algunas horas, sabiendo de esto. Entonces mis amigos vinieron por mí, me
llevaron a un pantanal secretamente y realizaron un antiguo ritual, iluminados con
grandes antorchas.
Todas estas cosas que vi mientras me llevaban rígido y muerto, las percibí con mi
alma, la que aún habitaba mis huesos, ya que no había infierno que me cobije, ya que
se me había negado entierro cristiano.
Ellos me bajaron por una escalera que tenía verdín, y lentamente me acerqué al
terrible fango. Ahí, en territorio de cosas olvidadas, cavaron una amplia fosa. Cuando
hubieron terminado, me colocaron en la fosa, y súbitamente clavaron sus antorchas
cerca del río. Y cuando el agua hubo crecido tanto que apagó el fuego, las mismas
palidecieron y se vieron pequeñas a medida que se balanceaban con la corriente. Una
vez que el glamour de la calamidad se hubo ido, me di cuenta que se venía el
amanecer; y mis amigos se cubrieron las caras con sus capas, y la solemne procesión
se convirtió en un grupo de fugitivos que se deslizaban furtívamente.
Entonces el barro se avalanzó y me cubrió todo a excepción de la cara. Yací solo, con
un montón de cosas olvidadas, con cosas perdidas que la marea ya no tomaba más,
con cosas inservibles e inútiles, y con esos horribles ladrillos que no eran ni de piedra
ni de tierra. Yo carecía de cualquier sentimiento, ya que había sido asesinado, pero la
percepción y el pensamiento me convertían en un alma muy infeliz.
El sol matinal se dilató, y vi las casas desoladas que poblaban las márgenes del río, y
sus ventanas muertas observaban mis ojos muertos, ventanas que encerraban grandes
sufrimientos. Me sentí tan desesperado ante tales cosas que quise gritar, pero no
podía, ya que estaba muerto. Entonces tuve la certeza, como nunca antes la había
tenido, que durante todos los años que estas casas habían querido gritar, estando
muertas, estaban mudas. Y supe que hubiera estado mejor con las cosas olvidadas y
perdidas si ellas hubieran podido llorar, pero no tenían ojos ni tampoco vida. Y yo,
también, traté de llorar, pero ya no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el
río podría haberse preocupado por nosotros, podría habernos estimado, podría
habernos cantado, pero solo nos barría de atrás para adelante, pensando solamente en
las principescas embarcaciones.
Al final la marea hizo lo que el río no, y vino y me cubrió, y mi alma tuvo descanso en
el agua verdosa, y se regocijó y creyó en el Sepelio en el Mar. Pero con la bajamar el
agua se fue nuevamente, y me dejó solo con barro cruel y entre las cosas olvidadas,
que ya no estaban a la deriva, y con la vista de todas aquellas casas desoladas, y con
la certeza que todos estábamos muertos.
En la lúgubre pared detrás mío, en medio de verdines, olvidados del mar, aparecieron
varios oscuros túneles con sus pasadizos secretos y angostos. Desde ese momento las
escurridizas ratas bajaron para mordisquearme, y mi alma se volvió a regocijar en la
creencia que significaría su liberación de los malditos huesos a los que se le negó el
entierro cristiano. Muy pronto las ratas retrocedieron un poco y murmuraron entre
ellas. Jamás regresaron. Cuando me di cuenta que estaba condenado entre las ratas
intenté llorar de vuelta.
Luego la marea volvió y anegó el desagradable barro, y cubrió las desoladas casas,
calmando a las cosas olvidadas, y aliviando un poco mi alma por un rato, en la
sepultura del mar. Y luego la marea me abandonó de nuevo.
Pasaron algunos años, de acá para allá. Hasta que los empleados del Municipio me
encontraron y me dieron entierro decente. Fue la primer tumba en la que pude
descansar. Esa misma noche mis amigos regresaron por mí. Me desenterraron y me
pusieron de vuelta en el foso cavado en el fango.
De nuevo y de nuevo, a través de los años, mis huesos eran enterrados, pero siempre
después del funeral, acechaba uno de aquellos hombres terribles quien, pronto la
noche había caído, venía y me desenterraba, llevándome al mismo foso mugriento.
Y llegó el día en que el último de esos hombres que me habían hecho esta cosa
terrible, murió. Escuché su alma yendo sobre el río, hacia el ocaso.
Un par de semanas luego fui encontrado una vez más, y otra vez llevado de ese lugar
hacia una sepultura en tierra consagrada, donde mi alma esperaba poder descansar.
Y una vez más vinieron hombres con capas y antorchas, que me llevaron de nuevo al
barro, ya que la cosa se había convertido en una tradición y en un rito. Y todas las
cosas olvidadas se burlaron de mí cuando me vieron regresar, ya que estaban celosas
de mí cuando abandoné el lugar.
Y los años pasaron por la ribera donde las barcazas negras iban y venían, y el siglo
entero pasó, y yo aún yacía ahí, sin ninguna esperanza, y sin querer atreverme a
cobijar esperanza alguna sin una causa, por la terrible envidia e ira de las cosas que no
podían vagar ya más.
Una gran tormenta nos sacudió, y el mar llegó hasta el río con el fiero viento del Sud,
más poderoso que las monótonas olas; y vino con gran turbulencia sobre el desabrido
barro. Y todas las cosas olvidadas se regocijaron, y se entremezclaron con cosas que
habían sido más altaneras que ellas. Y fuera de su curso normal, el mar sacudió mis
huesos indeciblemente. Y con la bajada de la marea mis huesos se fueron a dispersar
entre muchas islas y en las costas de tierras continentales felices. Y, por un momento,
mientras estaba tan desunido, mi alma casi fue libre.
Entonces, como legado de la luna, el constante fluir de la marea, deshizo lo que una
vez hubo hecho la bajamar, y rejuntó mis huesos del margen de islas soleadas, y de
las orillas continentales, llevándolos hacia el norte, a las bocas del Támesis, y más
tarde conduciéndolos hacia el oeste, llegando por fin al foso en el barro, donde cayeron
mis huesos nuevamente. El barro los cubrió parcialmente, dejando blancos el resto, ya
que al barro ya no le importaban estas cosas olvidadas.
Luego la marea volvió, y vi los ojos muertos de las casas y de los celos de las cosas
olvidadas que la tormenta consiguientemente no había acarreado.
Y algunos siglos más pasaron sobre el subir y bajar de las mareas y sobre la soledad
de las cosas olvidadas. Y yo yacía ahí en el descuidado fango, sin nunca llegar a ser
cubierto del todo, y siendo nunca capaz de ser libre, siempre deseoso de la gran caricia
de la cálida Tierra o del confortable envoltorio del Mar.
Algunos hombres encontraban mis huesos y los enterraban, pero la tradición nunca
moría, y los sucesores de mis amigos siempre me regresaban de nuevo al foso en el
barro. Al final las barcas ya no volvieron más, y había pocas luces; los maderos ya no
flotaban más, y fueron reemplazados por maderos arrancados en toda su natural
simplicidad.
Al final me di cuenta que cerca mío estaba creciendo una brizna de hierba, y el musgo
comenzaba a aparecer por sobre las casas muertas. Un día algunos camalotes vinieron
a la deriva por el río.
Por varios años miré estos signos atentamente, hasta que tuve la certeza que Londres
estaba muriendo. Entonces tuve una esperanza más, y a ambas riberas del río había
ira entre las cosas perdidas. Gradualmente las horribles casas se fueron
desmoronando, hasta que las pobres cosas muertas que nunca habían tenido vida,
tuvieron entierro decente entre las hierbas y el musgo. Y al final el espino y las
enredaderas germinaron. Finalmente las rosas salvajes crecieron sobre montículos que
habían sido desembarcaderos y bodegas. Entonces supe que la causa de la Naturaleza
había triunfado, y Londres había desaparecido.
El último hombre en Londres vino hasta la pared del río, cubierto por una antigua capa
que fuera de uno de aquellos que una vez fuera mi amigo. Luego que se fue, nunca
volví a ver de nuevo a un hombre: ellos desaparecieron junto con Londres.
Un par de días luego de que el último hombre se hubo ido, las aves llegaron a Londres;
todas las avecillas que cantaban. Cuando ellas me vieron por primera vez, apareciendo
a mis costados, se acercaron un poco y conversaron entre ellas.
"Él únicamente pecó contra el Hombre," dijeron; "no es nuestra disputa."
Luego brincaron cerca mío y comenzaron a cantar. Fue durante la cercanía del
crepúsculo, y de ambas riberas, y también desde el cielo, y desde los bosquecillos
linderos que una vez fueron calles, cientos de aves estaban cantando. A medida que la
luz decrecía, las aves cantaban más y más; ellas poblaban el aire sobre mi cabeza,
cada vez más, en número de millones, hasta que al final no podía ver más que una
hueste de alas fluctuantes reflejando los últimos brillos del sol, dejando algunos
espacios en los que se veía el cielo.
En ese momento abrí mis ojos en la cama de mi casa en Londres, y afuera algunos
gorriones estaban gorjeando en un árbol, con la luz de la radiante mañana de fondo; y
aún había lágrimas sobre mi cara, ya que uno puede difícilmente contenerse durante el
sueño. Pero me levanté y abrí ampliamente las ventanas, y, extendiendo mis brazos
hacia el pequeño jardín, bendecí a aquellas aves cuyo canto me hubo despertado de
las angustiantes y terribles centurias de mi sueño.