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Animal Racional: Breve Historia de Una Definición: Rational Animal: A Brief History of A Definition

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Animal racional: breve historia

de una definición

Rational animal: a brief history


of a definition

Ignacio GARCÍA PEÑA

Departamento de Filosofía, Lógica y Filosofía de la Ciencia


Facultad de Filosofía
Universidad de Salamanca

Recibido: 26-06-2009
Aceptado: 24-09-2009
Resumen

Una de las cuestiones más discutidas en la historia del pensamiento es la que se


refiere a la definición del ser humano. Ya en la antigüedad se buscó aquello que lo
distingue del resto de seres y se estableció, de acuerdo con Platón y Aristóteles,
que era la razón el elemento diferenciador, con lo cual se inició una larga e
influyente tradición filosófica, que también ha sido muy criticada por algunos
pensadores modernos y contemporáneos.

Palabras clave: Animal, Definición, Especie, Género, Logos, Razón.

Abstract

One of the most discussed matters in the history of thought is the definition of
human being. The search for the element that distinguished human beings from the
rest of living has been a question since the very early days of philosophy. The
response came from Plato and Aristotle; reason was the distinctive characteristic.
This idea brought about a long and influential philosophical tradition, which has
also been much criticized by modern and contemporary thinkers.

Keywords: Animal, Definition, Species, Type, Logos, Reason.

Anales del Seminario de Historia de la Filosofía 295 ISSN: 0211-2337


Vol. 27 (2010): 295-313
Ignacio García Peña Animal racional: breve historia de una definición

1. Platón y Diógenes

Desde muy antiguo, de una manera u otra, incluso antes de la llegada de los
sofis-tas y hasta de la aparición de la filosofía en el mundo occidental, el hombre1
ha sen-tido la necesidad de comprenderse a sí mismo, de responder a esa pregunta
de «¿qué es el hombre?», que para Kant supone el compendio de todos los
interrogantes filosó-ficos. De hecho, todo pensador, a su modo, es un antropólogo.
Sin embargo, el interés de este trabajo no es el de analizar las extensas y detalladas
exposiciones y respuestas de la antropología filosófica, sino tan sólo el de comentar
las virtudes y defectos que se han destacado en la más clásica definición del ser
humano.
Diógenes Laercio nos transmite una de las anécdotas más conocidas del mundo
antiguo2, protagonizada por el siempre irreverente Diógenes de Sínope, el cínico,
el perro. Según nos cuenta el primero, Platón había definido al ser humano como
ani-mal bípedo implume, ocasión que aprovechó el segundo para poner en
práctica su sugerente socarronería: desplumó un pollo y lo arrojó al interior de
la Academia diciendo: “¡aquí está el hombre de Platón!”. Esta historia, como la
mayoría de las de aquel biógrafo y doxógrafo, sirve de manera perfecta al
propósito de retratar el espíritu típicamente cínico, a pesar de que levanta cierta
sospecha, pues se nos per-mitirá dudar de su veracidad. Es difícil pensar que un
pensador de la talla de Platón hiciese pública una definición tan poco precisa y que,
además, no hace la menor alu-sión al alma, que ocupa el puesto central de la
discusión en todos y cada uno de sus diálogos, de una manera u otra3.
Pero, antes de comentar algunos detalles de la antropología platónica, conviene
detenerse un instante en los presupuestos teóricos que cimentan la conducta de
Diógenes el cínico. “Se paseaba por el día con una lámpara encendida, diciendo:
«Busco un hombre»”4, pues parece ser que no le resultaba fácil encontrarlo por las
calles de Atenas, basándose en su particular concepto de humanidad (aunque él
hubiera negado tener tal cosa). Hombre es aquél que vive conforme a la naturaleza,
quien, mediante su esfuerzo es capaz de alcanzar la independencia, la libertad de
palabra y acción, la felicidad basada en el rechazo de las convenciones y la corrup-
ta vida de la polis, que hace al individuo esclavo de lo superfluo. Diógenes encon-
traba su casa en cualquier lugar y predicaba la desvergüenza con el ejemplo al

1 Aunque quizá no hubiera necesidad de señalarlo, utilizaré en adelante el sustantivo «hombre» como
sinónimo de «ser humano», con el exclusivo propósito de reducir las reiteraciones.
2 D. L., VI, 40.
3 Landmann sostiene que Platón estableció dos antropologías, una zoológica, que mantiene al hombre
en el reino animal, según la anécdota citada, y otra filosófica, que destaca la racionalidad humana.
Dos con-cepciones, según se nos dice, algo incoherentes y sólo yuxtapuestas (Cf. Landmann, M.,
Antropología filosófica, México D.F., Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana, 1961, pp.
172-175).
4 D. L., VI, 41.
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mismo tiempo que Aristóteles escribía que, quien pueda vivir al margen de la polis
es una bestia o un Dios5. Y como esto constituía la mayor aspiración del cínico, su
conducta dejaba entrever la idea de que el hombre se hace precisamente divino
sien-do bestia, animal. Aceptaba con gusto el apodo de «perro», pues en cualquier
ani-malillo encontramos la sencillez que debería ser propia de los humanos, que
con tan poco tiene para saciarse y contentarse. Como diría Epicuro, el placer tiene
un lími-te claro y natural que sólo las vanas ambiciones y opiniones humanas
pueden oscu-recer. Y así, Diógenes opinaba que lo que convierte al hombre en
verdaderamente tal es su carácter animal y su raigambre natural, no siendo las
convenciones y cre-aciones de la sociedad otra cosa que perversiones de su
auténtica condición.
No hemos de buscar en el filósofo cínico, sin embargo, una detallada teoría
acerca de lo que sea el hombre, por más que su ejemplo es quizá tan sugestivo
como cualquier exposición. En cambio, resulta conveniente recordar el proceder
socráti-co, que incomodaba a los ciudadanos mostrando su ignorancia, al no ser
capaces de responder con precisión a la pregunta de «¿qué es?». La mayoría de
los interlocu-tores aportaba una buena cantidad de ejemplos, lo cual no podía
satisfacer las exi-gencias socráticas. Y aunque para aportar una definición de
definición siempre se acude a Aristóteles, parece ser Platón el primero que nos
sitúa en el camino correc-to. Especialmente en Fedro, Sofista y Político, el
filósofo deja claro que el conoci-miento no se termina con el universal, sino que
ha de conciliarse con lo particular, que es aquello a lo cual nos enfrentamos en
este mundo de apariencias. Por eso la dialéctica se compone de dos
procedimientos, el primero de los cuales consiste en alcanzar el género, el
universal al cual pertenece el objeto definido6: “en cuanto a las semejanzas de
toda índole que se descubran en muchedumbres de objetos, no es lícito
desanimarse ni desentenderse, hasta que todos los puntos de contacto se
hayan encerrado en un solo tipo de similitud y queden así envueltos en la esencia
de algún género”7. Sin embargo, resulta más que evidente el hecho de que mostrar
las semejanzas de un objeto particular con otros de su mismo género no es sufi-
ciente para una adecuada definición. Por eso “lo que se debe hacer es, tan pronto
como se descubra la comunidad de varios elementos, no cejar hasta haber visto en
ella todas las diferencias que constituyan especies”8. Para el Platón de los últimos
diálogos, la dialéctica es un método de reunión y división que, como decimos, con-
cilia en buena medida lo universal y lo particular, la identidad y la diferencia, sin
las cuales es imposible aproximarse al conocimiento de lo que una cosa es. En con-
secuencia, la citada definición de hombre como animal bípedo implume parece

5 Aristóteles, Política, 1253a.


6 Nos abstendremos de entrar en la discusión de si ese universal del que parte la definición se corres-
ponde necesariamente con una de las Formas de la región inteligible.
7 Platón, Político, 285b.
8 Ib., 285a.
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corresponderse con este método. Sin embargo, como hemos señalado, parece difí-
cil creer, conociendo el lugar de privilegio que ocupa el alma en todas y cada una
de las argumentaciones platónicas, que el hombre se caracterice por sus dos pies y
la ausencia de plumas. Es cierto que en algunos pasajes, como varios del Sofista, el
método de la división es impreciso, siempre dicotómico, aportando conclusiones y
definiciones poco precisas, algo que sin duda se debe a la intención del autor, que
rechaza una tras otra las definiciones de lo que sea un sofista, mostrando, por un
lado, su carácter más lúdico y, por otro, la dificultad de aplicación del método
dialéctico, que dista mucho de ser un procedimiento mecánico.

2. La definición aristotélica

Como en tantas otras ocasiones, Aristóteles continúa la línea iniciada por


Sócrates y Platón, “ya que en la definición no entra otra cosa que el género deno-
minado primero y las diferencias”9, siendo además evidente que “la definición es
el enunciado constituido a partir de las diferencias, y si es correcta, a partir de la
últi-ma de ellas”10. El estagirita señala con precisión, no obstante, el ámbito de
aplica-ción de la misma, destacando que las categorías expuestas en la
Metafísica son demasiado generales como para ser objeto de definición, mientras
los particulares son lo más concreto, por lo que sólo podemos tener de ellos
percepción sensible. Sin embargo, entre ambos existen ideas y conceptos cuyo
género próximo y dife-rencia específica puede mostrarse11.
Si Diógenes hubiese pretendido aportar una definición de hombre, habríamos
de censurarle su falta de precisión, pues tan sólo señala lo semejante sin prestar
aten-ción a la diferencia que permite distinguir al ser humano de cualquier
otro. Sabemos, no obstante, que el filósofo cínico busca diferenciarse de
aquéllos que caen en la corrupción propia de la cultura, que lleva al hombre al
olvido de su ver-dadera naturaleza y las condiciones de la auténtica felicidad.
Pero debemos pre-guntarnos qué entiende exactamente Aristóteles por definición,
o más bien, cómo se refiere a ella.
Detengámonos un momento en analizar lo que implica afirmar que el hombre
es un animal racional. Lo primero que se desprende de tal afirmación, y que
muchas

9 Aristóteles, Metafísica, 1037b.


10 Ib., 1038a. Hemos de destacar, no obstante, que Aristóteles se refiere a la definición de distintas
for-mas, tal como se comprueba en Analíticos segundos, II, 8-10.
11 Sobre la definición en Aristóteles, el lector puede consultar el capítulo 12 del libro VII de la
Metafísica, así como el libro VI de los Tópicos; además, existen numerosos artículos que analizan
este interesante tema entre los que destacamos: Bares Partal, J. D., “La definición en
Aristóteles”, en Quadrens de Filosofia i Ciència, 27 (1998), pp. 65-92; así como los números
especiales dedicados a los Tópicos en: Anuario Filosófico, 35, 72-73 (2002).

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veces no se tiene en cuenta, es la animalidad. El hombre es, ante todo y sobre todo,
un animal, como claramente se encarga de destacar Aristóteles en el De Anima,
puesto que el hombre comparte con todo el reino las facultades vegetativa y sensi-
tiva, lo cual conlleva, por un lado, la presencia y deseo de satisfacción de ciertas
necesidades, especialmente las nutritivas y sexuales, que conducen a la salvaguar-
da de la existencia y a la reproducción; por otra parte, todo animal se caracteriza
por algún tipo de percepción, fuente de apetitos, de las decisivas sensaciones de
placer y dolor y, en última instancia, del movimiento del individuo;
sensaciones que, además, pueden almacenarse en ese receptáculo que es la
memoria y configurarse gracias a la facultad de la imaginación.
Y si el género señala lo que inexorablemente se comparte con un grupo, amplí-
simo en este caso, la diferencia señala lo que sólo el ser humano posee: la razón.
De la definición aristotélica, desde luego, podemos entresacar las siempre
citadas influencias: era hijo de un biólogo llamado Nicómaco y discípulo de un
filósofo lla-mado Platón. De este último, sin duda, aprendió la decisiva
importancia de aquello
a lo cual los griegos llamaban alma, yuch, principio de vida, de movimiento y de
conocimiento en el caso del hombre. Platón, es cierto, siguiendo la tradición
órfico-pitagórica, desterró en cierta medida la animalidad, centrando sus
esfuerzos en la comprensión de ese exclusivo atributo que es la racionalidad. No
diré que no exis-ta una serie de problemas para determinar con precisión en qué
consista la animali-dad humana, pero sin duda lo más complejo y criticado de la
definición radica en lo que se entienda por «razón». Afirma Ferrater Mora que
este concepto, concebi-do en términos platónicos, o más bien estoicos, puede
calificarse de mítico12, en la medida en que implica la creencia en algo así como
la Razón, con mayúsculas, de la cual los seres humanos participan, o al menos en
la existencia de un mundo racio-nal e inteligible, accesible tan sólo a aquellos que
poseen razón. Con esto, parece afirmarse que lo racional, no sólo existe de manera
independiente a los sujetos que pueden conocerlo (como el Mundo 3 de Popper,
por ejemplo), sino que, además, la razón no ha creado tales objetos, que en ese
sentido preexisten a la facultad estric-tamente humana.
Y la diferencia específica implica exclusividad: sólo el hombre es racional. El
problema radica, como hemos señalado, en que la racionalidad no es un concepto
simple, sino más bien polívoco; y podríamos establecer con Aristóteles, que «se
dice de muchas maneras». El estagirita entiende, no obstante, que la racionalidad,
propiedad exclusiva de lo humano, comprende una serie de atributos y
capacidades,
y ello en virtud de la amplitud semántica del concepto griego de logoç, que pare-

12 Ferrater Mora, J., Las palabras y los hombres, Barcelona, Península, 1972, p. 16-17. A pesar de lo
interesante de la discusión del autor, considero excesivo etiquetar de mítica la indagación platónica
acerca de la razón y lo racional, por más que el propio Platón se sirva de sus propios mitos en varias
ocasiones para alcanzar una adecuada comprensión del asunto en cuestión.
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ce estar negada a nuestra latina ratio. Es por todos conocido aquel fragmento de la
Política donde establece que el hombre es un animal político, de la polis. Y ello, a
pesar de la exclusiva de esta característica, no parece tanto una definición como
una descripción de lo que se sigue de ella. “La razón por la cual es hombre es
un ser
social (politi kon o anqrwpoç zvon), más que cualquier abeja y cualquier ani-
mal gregario es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano, y el
hombre es el único animal que tiene palabra (logon de monon anqrwpoç
ecei twn zvwn). Pues la voz es signo del dolor y del placer, y por eso la poseen
tam-bién los demás animales (…) Pero la palabra es para manifestar lo
conveniente y
lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto (to sumferon ka i to blaberon,
wste ka i to dikaion ka i to adikon)”13. El hombre es, en efecto, un animal
político, cuya naturaleza le impele a asociarse con los demás. Esta afirmación, por
sí sola no conduce a una definición precisa de lo estrictamente humano pues, como
muchas otras que se han ensayado, no se refiere a la diferencia específica que se
precisa. Otros animales también viven en comunidad. Como señalaran con su
ejem-plo Diógenes y muchos filósofos helenísticos, el hombre está tan arraigado
en la naturaleza que parece ser, en lo esencial, semejante al resto de animales. En
muchas especies encontramos distintos tipos de comunidades, que además
parecen coope-rar en aras de un fin común. Esta caracterización del hombre, como
la que se refie-re a nuestra conciencia del yo y de la muerte, se basa más bien
en un diferencia cuantitativa y no tanto cualitativa, y en ese sentido tal vez
podríamos decir que el hombre es más racional o más consciente, aunque sin duda
las diferencias disminu-yen cuando contemplamos un delfín ante un espejo o un
elefante ante el cadáver de un familiar. Sin embargo, hay varias cosas que
comentar de este pasaje, pues Aristóteles suele distinguirse por la precisión de
sus palabras. En este texto de la
Política, desde luego, la traducción de l o g o ç por lenguaje es la más adecuada.
Con todo, es éste quizá uno de los conceptos más polisémicos y que con más
dificultad puede transformarse en un solo término castellano. En efecto, la
distinción entre lenguaje y voz es esencial para comprender lo que el filósofo nos
quiere decir, pues los animales poseen también ciertas herramientas para
comunicarse y transmitirse unos a otros las sensaciones de placer y dolor, para
advertir sobre peligros y llamar la atención sobre objetos o circunstancias de
decisiva importancia. Sin embargo, Aristóteles destaca la capacidad humana para
comunicar, entre otras cosas, lo justo y lo injusto, y en ello radica precisamente la
diferencia específica. Si nos fijamos bien, encontramos aquí de nuevo el artículo
neutro, tan habitual en el léxico filosó-
fico desde el to apeiron de Anaximandro hasta los conceptos socráticos y las
Formas platónicas. Y es que la forma neutra es indispensable en filosofía, dado que
constituye la mejor herramienta para expresar lo abstracto, aquello en lo cual resi-
13 Aristóteles, Política, 1253a.

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de la especificidad humana. Dado que se trata de una cuestión acerca de la


naturale-za humana resulta ahora totalmente irrelevante la cuestión ontológica o
metafísica que tanto tiempo ocupó a los filósofos, especialmente medievales, de
saber si el universal conocido tiene existencia real o sólo mental, es decir, la
clásica dicotomía de realis-mo y nominalismo, que discute si esos objetos de
conocimiento son independientes del sujeto, o bien han sido creados por él gracias
a un proceso de abstracción.
Según lo expuesto hasta aquí, parece impreciso afirmar que el hombre es el
único animal que tiene lenguaje, aunque esta caracterización sin duda elude el
com-ponente mítico que quizá se desprende de aquel concepto estoico de razón,
en la medida en que supone la existencia de un logos universal. En consecuencia,
resul-taría complicado explicar por qué la comunicación humana es lenguaje14 y
la de otros animales no, pudiendo encontrar además otra diferencia casi puramente
cuan-titativa. Por eso, considero que la mejor definición es la propuesta por
Aristóteles, a pesar de que tal vez no se deba hablar de animal racional o que
habla sino afir-mar, manteniendo el término original con su multiplicidad de
sentidos, que el ser humano es un animal lógico. Los significados más obvios de
la voz griega lo’goç han sido ya señalados, pero la diferencia de términos
castellanos no debe llevarnos a error. Y es que pensamiento y lenguaje son dos
caras de la misma moneda, y no parecen poder existir la una sin la otra pues,
como ya dijera Platón, “el pensamien-
to (dianoia) es el diálogo del alma consigo misma”15; es decir, que pensar, o lo
que es lo mismo, razonar, es discurrir en silencio por medio de palabras, de argu-
mentos y discursos.
Aunque para dirimir estas cuestiones se precisaría de unos conocimientos
bioló-gicos y zoológicos de importante magnitud, podemos afirmar sin demasiado
temor que el animal no humano está anclado en el presente y en su mundo
circundante y toda percepción adquiere sentido en relación consigo mismo o los
individuos de su comunidad, siendo todavía importante el clásico esquema de
estímulo y respuesta. Por otra parte, si atendemos a las principales concepciones
del ser humano encon-traremos que la definición aristotélica, entendida en este
sentido, subyace de un modo u otro a todas ellas16. No muy lejos del espíritu
griego, el mismo Linneo aportó la expresión que aún hoy sigue vigente, aquella
que hace del ser humano un Homo sapiens, un homínido que se distingue, no por
la percepción típica de los ani-males, sino por su capacidad para hacerse sabio,
conocedor; concepción, dicho sea de paso, anclada en el ámbito de la ciencia
natural y no de ninguna metafísica y cuyo nexo con la racionalidad no necesita
ser señalado. Según otra tradición, quizá inaugurada por Bacon, se habla de
Homo faber, del animal capaz de inventar, de

14 Es también cierto que a veces se ha buscado la distinción señalando que el lenguaje humano es
«articulado».
15 Platón, Sofista, 264a.
16 Tomo estas descripciones antropológicas de la obra citada de Ferrater Mora (Op. cit., pp. 21-23).
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fabricar herramientas y de sobrevivir cada vez con mayor comodidad en su entorno


gracias a la técnica; lo cual, como será evidente, implica necesariamente la habili-
dad lógica y abstractiva, que considera un problema en sí mismo y busca los dife-
rentes modos de alcanzar una solución. Con Cassirer identificamos, sin duda, la
noción antropológica de Homo symbollicus, que también parece estar incluida en la
aristotélica dado que, si el símbolo es la representación perceptible de una idea, un
signo al que se atribuye convencionalmente un significado, la abstracción se con-
vierte en la base de todo este proceso de decisiva importancia en la cultura humana.
Etimológicamente, abstraer no es otra cosa que separar y distinguir (la forma de
la materia, diría Aristóteles), es la capacidad humana para alejarse del presente, de
lo inmediato y lo particular. El ser humano, así pues, conserva su pasado y piensa
en el futuro, se aleja de la presión directa de su entorno dirigiendo su conducta, en
buena medida, gracias a ideas y conceptos, a cálculos como el que demanda
Epicuro y el que exhibe Sócrates en el Protágoras platónico, que busca el
beneficio a largo plazo renunciando a placeres próximos si es necesario; un
animal, en definitiva, capaz de superar la diversidad que se presenta ante los
sentidos creando grupos, conjuntos y objetos universales de decisiva importancia
en la conducta, como el deber o la justicia.
Cabría discutir, por otra parte, si el ser humano posee verdaderamente en
exclu-siva la racionalidad, ya que ciertas corrientes filosóficas y religiosas hacen
de la divinidad un ser dotado de la suprema razón (e incluso, con San Agustín,
como tan-tas veces se ha dicho, las Ideas platónicas pasan a formar parte de la
mente divina), conforme a la cual lleva a cabo su plan creador y providente del
mundo. A esto hay que contestar, en primer lugar, que nadie se ha atrevido a
afirmar la animalidad de Dios, aunque se haya dicho que es Vida, o un viviente
eterno. En segundo, y más importante, la racionalidad divina ha sido negada con
inteligencia desde diferentes perspectivas, una de las cuales parece surgir de
Ockham, que se niega a imponer a lo divino los estrictos parámetros de la razón y
las ideas, que sin duda redundan en perjuicio de la omnipotencia y libertad de
Dios. Desde otro punto de vista, que no dista demasiado del estilo de Jenófanes o
Feuerbach, se entiende que el hombre ha proyectado sus virtudes y cualidades a
lo divino (o bien ha negado sus defectos e imperfecciones, como hace la
teología negativa), suponiendo así que su conoci-
miento es semejante al nuestro; o, más bien, análogo, esto es, ana logon, según
cierta proporción.
Y es que, si estamos hablando de lo abstracto, no podemos dejar de mencionar
los números, la matemática que desde Pitágoras se encuentra esencialmente ligada
a la filosofía y a los conceptos de armonía y unidad. Platón, que a su particular
modo también era un pitagórico, postulaba la configuración o conformación del
universo, que no creación, por parte de un ser racional de acuerdo con determina-
das formas regulares de la geometría. Así, en consonancia con lo que tantos siglos

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después establecería Galileo, expuso su teoría de que el universo está escrito en


caracteres matemáticos, y sólo en esa medida (puesto que para Platón lo sensible y
cambiante es ininteligible en sentido estricto) es humanamente cognoscible y
desci-frable. La física moderna, en consecuencia, tomó el camino de la matemática,
siendo sus avances tan sorprendentes como indiscutibles. A partir de la crítica
kantiana, no obstante, cabe dudar de si el mundo es racional, cognoscible y
ordenado armónica y numéricamente o si, por el contrario, como parece más
plausible, la racionalidad se limita a nuestro modo de conocer, a la subjetividad que
proyecta sus esquemas y cate-gorías y encajona en ellas la caótica y diversa
multiplicidad que percibe.

3. El hombre moderno

Sin embargo, forma parte de la moderna e ilustrada antropología concebir la


racionalidad de una manera peculiar que con posterioridad ha sido duramente, y
parece que con justicia, criticada. En primer lugar, el hombre moderno, consciente
de sus peculiares cualidades, de su capacidad para comprender y transformar su
entorno (y actualmente, la naturaleza en su conjunto), parece incluir en su propia
definición la idea de superioridad, de dominación, según parámetros más occiden-
tales que orientales. En segundo lugar, no podemos hablar de Ilustración sin refe-
rirnos a la noción de progreso, inconcebible al margen de la razón y en estrecha
conexión con cierta concepción teleológica del hombre y la naturaleza.
Y es que la lucha contra la definición que hace de la razón lo específicamente
humano no parece librarse con Aristóteles sino más bien con Descartes, a quien se
considera casi unánimemente el fundador del racionalismo moderno. Como se
sabe, la duda cartesiana pretende poner entre paréntesis todo aquello que no sea
entera-mente evidente. Esto lleva al filósofo francés a afirmar que el individuo
humano es una sustancia pensante, una res cogitans. La diferencia con la
definición aristotéli-ca es, en consecuencia, evidente, pues hace del animal una
cosa y del hombre una mente. Como en otras tradiciones filosóficas, que quizá
partan del poema de Parménides, encontramos una nítida distinción entre la
razón y los sentidos, que la ciencia moderna ha mitigado considerablemente
(aunque no debemos olvidar que, gracias a Kant y la psicología contemporánea,
bien podemos afirmar aquello de que no vemos con los ojos sino a través de
ellos, pues toda percepción es interpreta-ción). Pero lo fundamental, como
decimos, es el concepto de res, género cierta-mente vago, aunque eso sí,
indubitable, en el que incluir al hombre. Considero exa-geradas algunas críticas
que no parecen atender a la multiplicidad de funciones que Descartes atribuye a
esa res cogitans, que excede con creces lo que hoy enten-deríamos por
pensamiento: “Soy una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega,
conoce unas pocas cosas, ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quie-
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re, y que también imagina y siente”17. Es cierto que parece incluir afecciones y
voli-ciones en la sustancia pensante, pero no puede negarse la brecha que abre
entre mente y cuerpo, espíritu y materia, ser humano y animal. Y es que la res
cogitans y la res extensa son enteramente independientes, sólo comunicadas por
una glándula del cerebro humano. Así, los animales, que como todo cuerpo es
perceptible por los sentidos y ocupa un lugar en el espacio, son autómatas sin
conocimiento que poco o nada tienen que ver con la inteligencia humana. Con
esto, Descartes ha elimina-do la animalidad que Aristóteles situase como primer
paso para definir al hombre, que será irrenunciable con la aparición del
darwinismo y que ya en la modernidad se combatió enérgicamente.
Muchas son las críticas que se han hecho a este clásico concepto de lo humano.
Se ha dicho que la racionalidad humana resulta insostenible a principios del siglo
XXI, y que la identidad hegeliana de lo real y lo racional se quebró definitivamen-
te con los incomprensibles e inimaginables sucesos de las Guerras Mundiales. Sin
embargo, más allá de las implicaciones ontológicas y cosmológicas que aquí no nos
ocupan, una vez más la consideración del asunto depende del concepto de razón
que se emplee, y que, como dije, en parte se mitiga si definimos al ser humano
como animal lógico. Desde antiguo, quizá desde Platón, la razón se concibe ligada
a los objetos inteligibles, y en particular a aquella Forma del Bien. Dos son las
cuestio-nes que aquí se entrelazan: en primer lugar, se ha de determinar si la
razón es una facultad de fines o sólo de medios; en segundo, se debe establecer de
manera pre-cisa la relación entre conocimiento y voluntad en la acción humana. Si
se acepta eso que se ha llamado intelectualismo moral habrá que concluir que, sea
por actitud o por aptitud, la mayoría no son capaces de alcanzar el conocimiento de
esos valores universales que impelen a actuar conforme a ellos. No obstante,
numerosos filóso-fos rechazan esta concepción que parece aunar
conocimiento y voluntad. Especialmente desde la modernidad se ha negado
que las acciones dependan (al menos exclusivamente) de conceptos y
razonamientos abstractos, haciendo hinca-pié en la corporalidad humana, en las
pasiones y diferentes afecciones que pueden motivar nuestras acciones. Autores
como Hobbes o Hume opinan que la razón es poco más que una facultad para
medir y calcular, pero que está muy lejos de esta-blecer los fines últimos de
nuestra conducta, pues para el escocés las ideas no son sino impresiones
debilitadas. El empirismo inglés influyó notablemente, especial-mente por lo que
respecta a la teoría del conocimiento, en Schopenhauer, autor que, en este sentido,
nos sitúa en las antípodas del intelectualismo socrático.
Para el filósofo alemán el conocimiento abstracto es también un reflejo del
intuitivo; la razón es una facultad de conceptos cuyo producto más característico es
el lenguaje, que convierte al ser humano en el único animal capaz de buscar la ver-
dad, de alejarse de las presiones de su entorno, de crear filosofías y religiones, y
17 Descartes, R., Meditaciones metafísicas, A. T., IX-1, 22.
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también de mentir. “Así el lenguaje, como cualquier otro fenómeno que atribuimos
a la razón y como todo lo que diferencia al hombre del animal, ha de ser explica-
do mediante eso que es su única y sencilla fuente: los conceptos, las representacio-
nes abstractas, contraintuitivas y universales, no individualizadas dentro del espa-
cio y del tiempo”18. Pero la concepción antropológica de Schopenhauer se trasluce
cuando expone el núcleo de su metafísica, a saber, que el mundo y todo lo que lo
compone no es sino Voluntad irracional e inconsciente, en la medida en que
se encuentra al margen del principio de razón suficiente, de toda causalidad, que no
es más que el modo en que uno de sus fenómenos, el ser humano, conoce. Su
doctri-na es interesante además porque concuerda, aunque sólo en cierta medida,
con la teoría de la evolución que sería expuesta pocos años después de la
redacción de su obra capital. Siendo la cosa en sí Voluntad (que en el hombre
se hace patente a través de su cuerpo), un deseo irracional que busca satisfacción a
toda costa, la inte-ligencia humana es una esclava, un instrumento que tan sólo
determina los medios para la realización de los fines que están dados de una vez
para siempre, ajenos al espacio y el tiempo y a toda causalidad. Tales fines pueden
comprenderse «a poste-riori», a través de la experiencia de nuestros continuos
actos, que son expresión de nuestro carácter. Éste es inamovible y constituye, por
así decirlo, el compendio de nuestros designios, de las máximas de nuestro
querer, ante las cuales los motivos, lo universal y abstracto, no son sino la causa
ocasional que nos obliga a actuar con la misma necesidad que el estímulo
determina al animal o la gravedad establece la caída de una piedra. Por eso no
hay conceptos ni razonamientos que muevan al hombre a la virtud. Y, si bien es
cierto que esto parece anular los conceptos aris-totélicos de prudencia y
deliberación, decisivos en el ámbito de la praxis, no resul-ta incompatible con la
definición de animal racional, aunque sin duda el filósofo alemán preferiría la
expresión de Voluntad consciente de sí misma19.
Teniendo esto presente, volvamos a considerar los mencionados conceptos de
superioridad y finalidad. Hemos dicho que Schopenhauer destaca la función instru-
mental y servil de la razón, que tan sólo establece los medios para alcanzar un fin
que, en gran medida, le es ajeno y desconocido. La inteligencia es un fenómeno
que ha aparecido para satisfacer los designios de la Voluntad. Esto, según hemos
dicho, no está muy alejado de la teoría evolucionista, encargada de suprimir esa
idea de

18 Cito siguiendo la edición alemana de Arthur Hübscher en la que se basa la traducción que utilizo:
Schopenhauer, A., Die Welt als Wille und Vorstellung, I, en Sämtliche Werke, Wiesbaden,
Brockhaus, 1966, vol. I, § 9, pp. 47-48. (Schopenhauer, A., El mundo como voluntad y
representación, trad. de Roberto R. Aramayo, Madrid, F. C. E., 2003, vol. I, pp. 123-124).
19 Se ha de señalar, no obstante, que para liberarse de la rueda de dolor y tedio que es la existencia
humana, se precisa un reconocimiento de la cosa en sí, a través de nuestro cuerpo, que concluirá en la
negación de la Voluntad. Y es discutible que, en este caso, no sean los conceptos y razonamientos
los que guían la conducta, a pesar de que Schopenhauer considera que se deriva de un conocimiento
pura-mente intuitivo.
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Vol. 27 (2010): 295-313
Ignacio García Peña Animal racional: breve historia de una definición

superioridad y que arraiga al ser humano en lo más profundo de la naturaleza y del


reino animal. Lo que llamamos razón es una facultad surgida a través de una serie
de mutaciones en el cerebro de los homínidos, cuya eficacia para la supervivencia
no requiere demostración alguna. El ser humano suple con su inteligencia la pobre-
za de sus instintos y su constitución física, encontrando en ella la mejor herramien-
ta adaptativa a un medio siempre hostil. Con Darwin, en consecuencia, parece
suprimirse definitivamente la idea de un ser humano de raigambre divina o espiri-
tual, instaurándose así la línea de investigación materialista y biológica. Sin embar-
go, la no superioridad humana no menoscaba en absoluto su racionalidad20, sino
sim-plemente ratifica nuestra pertenencia al género animal y la naturaleza
evolutiva de la especie y sus características, así como la de la razón. De hecho, se
ha destacado en oca-siones, como exclusivo del ser humano, la falta de
especialización, como ya se obser-va en el mito de Prometeo del Protágoras
platónico. Careciendo de las garras, de la
velocidad, la fuerza o la capacidad de ocultarse o defenderse de otros animales, la esp
e-cialización del hombre consiste precisamente en su carencia de la misma, ya
que la parte más desarrollada de su cerebro, la que le capacita para lo abstracto,
lógico y con-ceptual, hace de él un animal lleno de posibilidades, que puede
adaptarse a su entorno de múltiples maneras diferentes y que, según se dijo ya,
es capaz de modificar él mismo su medio para adaptarlo a sus propias
necesidades.
Por otra parte, desde Aristóteles se estableció aquello de que “la naturaleza no
hace nada en vano”, destacando así su carácter teleológico. Sin duda recordamos la
quinta vía de Tomás de Aquino, que busca demostrar la existencia de Dios a partir
del orden del mundo y la finalidad que se desprende de la conducta de seres caren-
tes por completo de razón. Sin embargo, comenta Schopenhauer, todo esto no es
sino consecuencia de proyectar nuestro modo de conocimiento a la propia naturale-
za: “la admiración que sentimos hacia la infinita perfección y la finalidad que en
las obras de la naturaleza existe, deriva en el fondo de que las consideramos en el
mismo sentido que nuestras obras”21. “Este es el sentido de la gran doctrina de
Kant, de que la finalidad fue primeramente traída a la naturaleza por el entendi-
miento, que se asombra luego como de una maravilla de lo que él mismo ha crea-
do”22. Esta tesis, no obstante, tampoco parece suprimir definitivamente el carácter
finalista o teleológico de las acciones humanas. De acuerdo con Tomás de Aquino,
es precisamente la inteligencia divina quien ordena y determina ese movimiento

20 La cuestión que aquí discutimos no se ve afectada según la consideración del origen y naturaleza
de la razón, pues poco nos importa que provenga de una donación divina o sea un fenómeno emer-
gente que pueda explicarse completamente a través de mecanismos físicos y materiales.
21 Schopenhauer, A., Über der Willen in der Natur, en Sämtliche Werke, Wiesbaden, Brockhaus,
1966, vol. IV, p. 52. Utilizamos aquí la traducción de Miguel de Unamuno: Schopenhauer, A.,
Sobre la voluntad en la naturaleza, Madrid, Alianza, 1998, p. 102.
22 Ib., p. 54. (p. 104 de la traducción).
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Ignacio García Peña Animal racional: breve historia de una definición

que parece encaminarse a un fin que los seres carentes de razón necesariamente
des-conocen. Por su parte, el darwinismo establece que la base de la evolución
es la lucha por la supervivencia, siendo la selección natural un proceso mediante
el cual sobreviven aquellos que están mejor adaptados a su medio. Así, no existe
finalidad alguna en la naturaleza. Aunque esto no significa que el ser humano no se
guíe con-forme a fines abstractos, como reconoce el propio Schopenhauer, a pesar
de que los considera meras causas ocasionales.

4. Críticas contemporáneas

Atendiendo a todo esto, ha de romperse necesariamente el vínculo entre la


razón y el bien. Es cierto que conceptos universales como la justicia pueden ser de
indis-cutible utilidad; pero también lo es que un asesino es tan racional como una
perso-na solidaria que da su vida por los demás, pues ambos emplean su
capacidad dis-cursiva, abstractiva y conceptual (lógica, en definitiva) para llevar a
cabo las accio-nes que creen oportunas, para alcanzar de manera racional el fin
que se han pro-puesto. Ya en la propia Ilustración del siglo XVIII, que como se
sabe lleva consigo la exaltación de la capacidad de la razón humana, se rompe el
vínculo entre lo racio-nal y lo divino e inmutable. A pesar de la clara continuidad,
en muchos aspectos, que encontramos en las filosofías de los siglos XVII y XVIII,
la tarea de la razón se convierte en algo eminentemente crítico, que elimina las
supersticiones, las creen-cias infundadas y las grandes construcciones metafísicas
del pasado. Ya no es posi-ble hablar de Formas inmutables ni de ideas innatas,
pues ahora la razón, heredera en gran medida del empirismo inglés, encuentra su
modelo en la ciencia natural, que no crea sus propios contenidos, sino que
analiza, descompone, y reconstruye los datos de la experiencia, haciendo hincapié
en la capacidad, humana y limitada, que puede liberar al hombre de los prejuicios
que lo retienen en su minoría de edad, mucho más que en los contenidos de la
propia razón.
Frente a esto, casi todos los filósofos del siglo XIX encontraron motivos para
oponerse. El ensalzamiento del genio artístico, de la intuición y de la fantasía en el
movimiento romántico parece chocar con muchos de los principios establecidos en
la Ilustración. Aunque también en la segunda mitad del XIX algunos filósofos reac-
cionaron contra el cogito cartesiano y las ideas de razón y progreso. Algunos, como
Bergson, separan la razón y el instinto y, como Schopenhauer, afirman que aquella
sólo conoce las relaciones entre las cosas, analiza, abstrae y distingue, pero se le
escapa la «duración», que es el rasgo fundamental de la vida. Esto, aun cuando
tam-poco contradice la definición de animal racional o lógico, supone un
anticipo de posturas contemporáneas que buscan negar la exclusividad de la razón
humana. El propio Nietzsche da un paso más que Schopenhauer en la afirmación
de la vida y la
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Ignacio García Peña Animal racional: breve historia de una definición

corporalidad, pues mientras éste pretende anular racionalmente la voluntad, a pesar


de que ésta constituye lo «en sí», la esencia del ser humano y el universo todo,
Nietzsche quiere afirmarla e integrar el conocimiento y las pasiones e instintos, lo
apolíneo y lo dionisíaco. A pesar de postular una esencia irracional, la propuesta
ética de Schopenhauer no parece diferir demasiado de la del Sócrates del Fedón
platónico, quien considera su cuerpo como un obstáculo del que debe liberarse para
poder entregarse definitivamente a la vida contemplativa, que consecuentemente la
influencia corporal perturba. Nietzsche, con su exaltación de lo vital, lo festivo y lo
afectivo, afirma oponerse a la tradición platónico-cristiana que, sin embargo, o al
menos tal como él la entiende, poco tiene que ver con la definición aristotélica que
venimos comentando, pues como hemos repetido, la racionalidad no anula en
ningún sentido nuestro primario carácter animal, con todo lo que éste conlleva.
Precisamente, otra decisiva muestra de nuestra naturaleza animal fue aportada
por Sigmund Freud, haciendo del impulso sexual la principal fuente de movimien-
to del individuo humano. Entre sus mayores logros, desde luego, figura el recono-
cimiento del crucial rol que desempeña lo inconsciente, cuyas tendencias en oca-
siones nuestra conciencia se niega a aceptar, pero que emergen y determinan nues-
tras acciones con mayor frecuencia de lo que pensamos. No obstante, el ser huma-
no parece seguir siendo el único capaz de sublimar los impulsos y entregarse a la
contemplación y el conocimiento apoyándose en su capacidad discursiva y
racional. En este sentido, podríamos decir de nuevo con Schopenhauer que sólo el
hombre es un «animal metafísico»: el animal no humano está necesariamente
anclado en su mundo circundante y todo son para él elementos que relacionar
consigo mismo, en tanto que alimentos, amenazas, refugios, etc. En cambio,
sólo al hombre le está dado gracias a su capacidad de abstracción, y como
demuestran ciencia y filosofía, contemplar las cosas en sus mutuas relaciones e
incluso en sí mismas; esto es, un conocimiento que prescinde del sujeto, de sus
deseos y necesidades y que no toma en consideración más que al objeto desligado
de todo vínculo con el individuo o la especie: una contemplación desinteresada.
Uno de los autores que más hondamente reflexionó acerca del asunto que aquí
nos ocupa fue, sin duda, Miguel de Unamuno. Su obra al completo puede enten-
derse como una meditación acerca de la naturaleza humana, en la cual, no obstan-
te, incluye decididamente elementos que exceden lo estrictamente racional.
Encontramos en su pasional y apasionante producción filosófica una enconada
opo-sición entre las pretensiones de la vida, que como aquel conatus de Spinoza
es un constante esfuerzo por perseverar en su ser, y las de la razón, que disuelve
nuestras esperanzas de inmortalidad, que con sus inertes conceptos deja escapar
los más básicos anhelos del hombre. Encontramos estas palabras al inicio de su
obra Del sentimiento trágico de la vida: “el adjetivo humanus me es tan
sospechoso como su sustantivo abstracto humanitas, la humanidad. Ni lo humano
ni la humanidad, ni el

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Ignacio García Peña Animal racional: breve historia de una definición

adjetivo simple, ni el sustantivado, sino el sustantivo concreto: el hombre (…)


Porque hay otra cosa, que llaman también hombre, y es el sujeto de no pocas diva-
gaciones más o menos científicas. Y es el bípedo implume de la leyenda, el zvon
politi k on de Aristóteles, el contratante social de Rousseau, el homo
oeconomicus de los manchesterianos, el homo sapiens de Linneo o, si se quiere, el
mamífero ver-tical. Un hombre que no es de aquí o de allí ni de esta época o de
la otra, que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no hombre”23.
A Unamuno no le sirve ya la definición abstracta del ser humano, y menos aún la
tradición carte-siana que separa nítidamente el pensamiento y la extensión. El
animal racional es un concepto de la propia razón, que como el intelecto platónico
que no puede apre-sar el móvil y cambiante mundo sensible, pierde necesariamente
de vista al hombre de carne y hueso, el que vive, siente y muere. Como si de un
estricto nominalista se tratase, Unamuno niega la existencia de lo abstracto, de la
humanidad, pues el indi-viduo concreto es lo único real; y hasta su Dios ha de ser
personal y humano, fren-te al Dios-Idea de la tradición filosófica, que no es
querido sino sólo pensado. Y es que los propios filósofos son considerados como
puras mentes de las cuales surgen pensamientos que quedan para la posteridad,
siendo como son hombres de carne y hueso, cuya voluntad, cuyos deseos y
sentimientos son precisamente los que confi-guran sus ideas, de acuerdo con la
sentencia de Fichte, según la cual el tipo de filo-sofía que se hace depende del tipo
de persona que se es. En este sentido, a pesar de la explícita mención del animal
racional que veremos a continuación, Unamuno quiere oponerse a esa tradición
moderna que hace del hombre un mero intelecto situándose en la línea de
Spinoza, Kierkegaard y Schopenhauer, que parecen ubicar en el cuerpo y los
afectos la sede de lo esencial del ser humano.
“El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que
es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le dife-
rencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un
gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso
también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado”24. No cabe duda de
que el propio Unamuno, que tanto hincapié hace en el papel del sentimiento, razona
acerca de sus pasiones. Parece cierto, de acuerdo con aquella máxima de Pascal,
que el corazón tiene razones que la razón no conoce, si lo interpretamos desde la
perspectiva de Freud, entendiendo que hay impulsos inconscientes que no llegan a
emerger al nivel de la conciencia. Pero conceptos actuales, como la popular
«inteligencia emocio-nal», parecen llevarnos a pensar que eso que desde muy
antiguo se denominó razón, puede operar también sobre nuestras emociones y
sentimientos, ayudándonos a conocerlos y expresarlos adecuadamente, en
beneficio de nuestros estados de ánimo o nuestras relaciones interpersonales. El
neocórtex, que como su nombre indica es
23 Unamuno, M., OO. CC., Madrid, Escelicer, 1966, VII, p. 109.
24 Ib., p. 110.
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la capa más recientemente evolucionada de nuestro cerebro, se encarga de las ope-


raciones abstractas y conceptuales, y sólo en el ser humano parece poder, digamos
así, pensarse a sí mismo y comprender también las emociones que residen en dife-
rentes partes del cerebro. Los sentimientos humanos, volviendo a Unamuno,
adquieren de este modo una naturaleza diferente, en la medida en que son
pensados, pudiendo ser modificados o, al menos, encauzados, pues resulta
evidente que el llanto es consecuencia, no sólo de un sentimiento o afección, sino
también del pen-samiento o conciencia de la misma.
Así, a pesar de las distintas valoraciones de la razón, ésta sigue apareciendo
como lo específicamente humano. La mayoría de las críticas actuales se dirigen al
proyecto de la modernidad y la Ilustración en el que algunos filósofos, como los de
la Escuela de Frankfurt, ven un elemento de alienación, pues consideran que su
intención es la de unificar u homogeneizar y eliminar las diferencias, lo cual con-
lleva un deterioro de la independencia y la capacidad discursiva del sujeto. Una vez
más, encontramos una teoría que rechaza la idea del ser humano como res
cogitans, que olvida lo intuitivo y artístico, lo afectivo y sensual, la animal y lo
dionisíaco. Sin embargo, no parece que tal rechazo, ni las respectivas propuestas
que lleva con-sigo, invalide la definición aristotélica que hace del hombre un
animal racional, que tiene logoç.

5. Conclusión

Y no podemos concluir este trabajo sin hacer mención de esa corriente denomi-
nada «existencialismo», de tanta importancia en todo el siglo XX. Y aunque los
filó-sofos que se comprenden en él son ciertamente diferentes, podemos decir, a
gran-des rasgos, que todos comparten la idea de que lo propio del ser humano es la
exis-tencia, no pudiendo ésta ser reducida ni definida de un modo fijo. Tras la
situación de absurdo y crueldad que vive la humanidad tras las Guerras Mundiales,
el víncu-lo entre racionalidad y realidad se ha roto definitivamente. Se concibe al
hombre en su condición de arrojado y se renuncia a la clásica pretensión de
definirlo, como si tuviera una esencia fija y determinada. De hecho, estos
filósofos suelen hablar de existencia o de dasein y no de hombre o ser humano.
Pretender definirlo supone un intento de expresar su naturaleza, lo que es en sí.
Pero si hay algo que nos caracte-riza es la apertura, la posibilidad, el poder ser, el
proyecto que somos, y lo «en sí» ha de estar cerrado, acabado y fijado. Por lo
tanto, cada uno será lo que decida ser gracias a su libertad. El hombre no es objeto
de una teoría, sabiendo además que se parte de un rechazo de la distinción sujeto-
objeto, que parece desvincular al indivi-duo de su mundo circundante. El concepto
de sustancia, así pues, resulta inútil, ya que la existencia es algo dinámico que se
comprende a través de sus actos. Muchos

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de estos postulados son recogidos por la filosofía postmoderna, que renuncia defi-
nitivamente a todo valor fijo e inmutable, que se centra en la interpretación más
que en el hecho y que, en consecuencia, considera imposible e inapropiada, de
acuerdo con el pluralismo y relativismo que se impone en las sociedades actuales,
una defi-nición de lo que sea el ser humano.
Con el pensamiento del siglo XX regresamos a aquella situación que comentá-
bamos al inicio del trabajo a propósito de Diógenes, el cual, consciente de las per-
versiones que genera la sociedad y la cultura, quiso que el verdadero hombre regre-
sara a la primitiva sencillez que aún observamos en los más modestos animales. El
existencialismo, como la filosofía helenística, es evidentemente una filosofía
desen-cantada con el mundo, un pensamiento de posguerra que ha perdido la fe en
la capa-cidad racional del hombre para vivir en un mundo ordenado, justo y
pacífico. En definitiva, y conservando el vocabulario clásico de la filosofía,
diríamos que se ha disuelto aquella idea según la cual nuestro pensamiento,
nuestros conceptos, deter-minan nuestra voluntad conforme a un libre arbitrio, de
manera que nuestra con-ducta sería completamente racional. Por su parte, la
definición aristotélica que veni-mos comentando no pretende tal cosa, pues
establece que el ser humano es el único capaz de abstracción, de operar conforme
a números y conceptos universales, lo cual no significa que las acciones estén
siempre determinadas por ellos, pues nues-tra naturaleza animal, los instintos y los
deseos irracionales y, si se quiere, incons-cientes, en ocasiones se sobreponen al
influjo de la razón.
En consecuencia, y hasta en consonancia con aquéllos que consideran impro-
ductivas y confusas las preguntas del tipo «qué es», parece que se tiende a un
recha-zo de esta antigua búsqueda de la esencia de lo humano. En cualquier caso,
quere-mos dejar constancia de lo, a nuestro entender, acertado de la propuesta
aristotéli-ca. Al margen de la racionalidad que se quiera ver en el universo, o de
la relación del conocimiento abstracto del ser humano con su voluntad y su
acción, se puede afirmar que somos un animal lógico. Incluso, de acuerdo
incluso con postulados contemporáneos, podría hablarse de la naturaleza humana,
en el sentido griego de fu’siç que, frente a la paradójica acepción castellana que
hace de la naturaleza algo
así como una esencia fija e inmutable, el sufijo - s i ç expresa el carácter procesual,
evolutivo, creativo e incluso histórico que, según parece, es característico de la
exis-tencia humana25.
Y hoy, como en la época helenística, el rechazo de las grandes construcciones
metafísicas y del utópico optimismo que confía en sociedades justas y pacíficas, la
atención se centra en el individuo. Por eso, podríamos decir lo siguiente con
Schopenhauer: “En los grados superiores de objetivación de la voluntad vemos
des-

25 La ciencia contemporánea, según parece, ya no busca, como Platón siguiendo a Parménides, aque-
llos objetos estables que subyacían al cambio y las apariencias, sino más bien las reglas y leyes del
cambio de lo que, sólo es apariencia, es estable.
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tacarse significativamente la individualidad, especialmente entre los hombres,


como una enorme diversidad de caracteres individuales (…) Ningún animal posee
esa individualidad en un grado tan lato; tan sólo los animales superiores tienen
algún viso de ella, sobre lo cual predomina por completo el carácter de la especie
(…) Si se conoce el carácter psicológico de la especie, se sabe exactamente lo que
se puede esperar de la especie; por el contrario, en la especie humana cada indi-
viduo pide ser estudiado y explorado por sí mismo, resultando muy difícil el prede-
terminar de antemano con cierta seguridad su comportamiento”26. Aunque es des-
tacable que en los animales, digamos así, evolutivamente más desarrollados, se
observan ciertas diferencias entre individuos, sólo de los seres humanos podemos
afirmar que cada uno es como una especie. Esta dignidad del individuo humano se
prefiguraba ya con aquella propuesta kantiana del imperativo categórico, según la
cual habíamos de considerar a cada uno como un fin en sí mismo y en ningún caso
como un medio. El individuo pide ser estudiado por sí mismo y, en cuanto ser
histó-rico, en cuanto proyecto que ha de construirse, quizá sólo pueda ser definido
imper-fectamente y «a posteriori», también de acuerdo con la tesis aristotélica
de que somos lo que hacemos27.
Y tal vez, del mismo modo que el género animal debía combinarse y situarse al
mismo nivel que la específica racionalidad, estemos ahora obligados a conjugar la
definición de la especie con la del individuo, “porque la supresión del carácter de
la especie por el del individuo daría lugar a la caricatura, y la supresión del
carác-ter del individuo por el de la especie, a la insignificancia”28. Conforme a
ello, la naturaleza eminentemente social de nuestra especie debe conciliarse con el
carácter estrictamente individual, que no estaría dado sino que se construiría
gracias a nues-tros pensamientos, sentimientos y conductas. Así parecen señalarlo
tanto la denun-cia de la homogeneización de la teoría crítica como la propuesta
heideggeriana de una existencia auténtica, frente a la inautenticidad de quienes
caen bajo el influjo de lo impersonal, lo que se dice y se hace. Y tal vez, más
allá de quienes buscan la identidad precisamente en la identificación y
asimilación en grupos y sociedades, deberíamos hacerlo de acuerdo con los
términos de Aristóteles. Definir, según la

26 Schopenhauer, A., Die Welt als Wille und Vorstellung, I, en Sämtliche Werke,
Wiesbaden, Brockhaus, 1966, vol. I, § 26, pp. 155-156. (Schopenhauer, A., El mundo como
voluntad y represen-tación, trad. de Roberto R. Aramayo, Madrid, F. C. E., 2003, vol. I, p. 220).
27 “Así nos hacemos constructores construyendo casas, y citaristas tocando la cítara. De modo seme-
jante, practicando la justicia nos hacemos justos; practicando la moderación, moderados, y practi-
cando la virilidad, viriles” (Aristóteles, Ética nicomáquea, 1103a). Es decir, no basta, para ser algo,
con el conocimiento ni con la facultad, si no se sigue de éstos una actividad.
28 Schopenhauer, A., Die Welt als Wille und Vorstellung, I, en Sämtliche Werke,
Wiesbaden, Brockhaus, 1966, vol. I, § 45, p. 265. (Schopenhauer, A., El mundo como voluntad y
representación, trad. de Roberto R. Aramayo, Madrid, F. C. E., 2003, vol. I, pp. 316-317).

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voz griega orizw, no es sino distinguir, delimitar, de la misma manera que el hori-
zonte marca la separación visible entre el cielo y la tierra, por lo que quizá lo que
somos, nuestra identidad, se construya también considerando la diferencia, aquello
que no somos.

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