Animal Racional: Breve Historia de Una Definición: Rational Animal: A Brief History of A Definition
Animal Racional: Breve Historia de Una Definición: Rational Animal: A Brief History of A Definition
Animal Racional: Breve Historia de Una Definición: Rational Animal: A Brief History of A Definition
de una definición
Recibido: 26-06-2009
Aceptado: 24-09-2009
Resumen
Abstract
One of the most discussed matters in the history of thought is the definition of
human being. The search for the element that distinguished human beings from the
rest of living has been a question since the very early days of philosophy. The
response came from Plato and Aristotle; reason was the distinctive characteristic.
This idea brought about a long and influential philosophical tradition, which has
also been much criticized by modern and contemporary thinkers.
1. Platón y Diógenes
Desde muy antiguo, de una manera u otra, incluso antes de la llegada de los
sofis-tas y hasta de la aparición de la filosofía en el mundo occidental, el hombre1
ha sen-tido la necesidad de comprenderse a sí mismo, de responder a esa pregunta
de «¿qué es el hombre?», que para Kant supone el compendio de todos los
interrogantes filosó-ficos. De hecho, todo pensador, a su modo, es un antropólogo.
Sin embargo, el interés de este trabajo no es el de analizar las extensas y detalladas
exposiciones y respuestas de la antropología filosófica, sino tan sólo el de comentar
las virtudes y defectos que se han destacado en la más clásica definición del ser
humano.
Diógenes Laercio nos transmite una de las anécdotas más conocidas del mundo
antiguo2, protagonizada por el siempre irreverente Diógenes de Sínope, el cínico,
el perro. Según nos cuenta el primero, Platón había definido al ser humano como
ani-mal bípedo implume, ocasión que aprovechó el segundo para poner en
práctica su sugerente socarronería: desplumó un pollo y lo arrojó al interior de
la Academia diciendo: “¡aquí está el hombre de Platón!”. Esta historia, como la
mayoría de las de aquel biógrafo y doxógrafo, sirve de manera perfecta al
propósito de retratar el espíritu típicamente cínico, a pesar de que levanta cierta
sospecha, pues se nos per-mitirá dudar de su veracidad. Es difícil pensar que un
pensador de la talla de Platón hiciese pública una definición tan poco precisa y que,
además, no hace la menor alu-sión al alma, que ocupa el puesto central de la
discusión en todos y cada uno de sus diálogos, de una manera u otra3.
Pero, antes de comentar algunos detalles de la antropología platónica, conviene
detenerse un instante en los presupuestos teóricos que cimentan la conducta de
Diógenes el cínico. “Se paseaba por el día con una lámpara encendida, diciendo:
«Busco un hombre»”4, pues parece ser que no le resultaba fácil encontrarlo por las
calles de Atenas, basándose en su particular concepto de humanidad (aunque él
hubiera negado tener tal cosa). Hombre es aquél que vive conforme a la naturaleza,
quien, mediante su esfuerzo es capaz de alcanzar la independencia, la libertad de
palabra y acción, la felicidad basada en el rechazo de las convenciones y la corrup-
ta vida de la polis, que hace al individuo esclavo de lo superfluo. Diógenes encon-
traba su casa en cualquier lugar y predicaba la desvergüenza con el ejemplo al
1 Aunque quizá no hubiera necesidad de señalarlo, utilizaré en adelante el sustantivo «hombre» como
sinónimo de «ser humano», con el exclusivo propósito de reducir las reiteraciones.
2 D. L., VI, 40.
3 Landmann sostiene que Platón estableció dos antropologías, una zoológica, que mantiene al hombre
en el reino animal, según la anécdota citada, y otra filosófica, que destaca la racionalidad humana.
Dos con-cepciones, según se nos dice, algo incoherentes y sólo yuxtapuestas (Cf. Landmann, M.,
Antropología filosófica, México D.F., Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana, 1961, pp.
172-175).
4 D. L., VI, 41.
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mismo tiempo que Aristóteles escribía que, quien pueda vivir al margen de la polis
es una bestia o un Dios5. Y como esto constituía la mayor aspiración del cínico, su
conducta dejaba entrever la idea de que el hombre se hace precisamente divino
sien-do bestia, animal. Aceptaba con gusto el apodo de «perro», pues en cualquier
ani-malillo encontramos la sencillez que debería ser propia de los humanos, que
con tan poco tiene para saciarse y contentarse. Como diría Epicuro, el placer tiene
un lími-te claro y natural que sólo las vanas ambiciones y opiniones humanas
pueden oscu-recer. Y así, Diógenes opinaba que lo que convierte al hombre en
verdaderamente tal es su carácter animal y su raigambre natural, no siendo las
convenciones y cre-aciones de la sociedad otra cosa que perversiones de su
auténtica condición.
No hemos de buscar en el filósofo cínico, sin embargo, una detallada teoría
acerca de lo que sea el hombre, por más que su ejemplo es quizá tan sugestivo
como cualquier exposición. En cambio, resulta conveniente recordar el proceder
socráti-co, que incomodaba a los ciudadanos mostrando su ignorancia, al no ser
capaces de responder con precisión a la pregunta de «¿qué es?». La mayoría de
los interlocu-tores aportaba una buena cantidad de ejemplos, lo cual no podía
satisfacer las exi-gencias socráticas. Y aunque para aportar una definición de
definición siempre se acude a Aristóteles, parece ser Platón el primero que nos
sitúa en el camino correc-to. Especialmente en Fedro, Sofista y Político, el
filósofo deja claro que el conoci-miento no se termina con el universal, sino que
ha de conciliarse con lo particular, que es aquello a lo cual nos enfrentamos en
este mundo de apariencias. Por eso la dialéctica se compone de dos
procedimientos, el primero de los cuales consiste en alcanzar el género, el
universal al cual pertenece el objeto definido6: “en cuanto a las semejanzas de
toda índole que se descubran en muchedumbres de objetos, no es lícito
desanimarse ni desentenderse, hasta que todos los puntos de contacto se
hayan encerrado en un solo tipo de similitud y queden así envueltos en la esencia
de algún género”7. Sin embargo, resulta más que evidente el hecho de que mostrar
las semejanzas de un objeto particular con otros de su mismo género no es sufi-
ciente para una adecuada definición. Por eso “lo que se debe hacer es, tan pronto
como se descubra la comunidad de varios elementos, no cejar hasta haber visto en
ella todas las diferencias que constituyan especies”8. Para el Platón de los últimos
diálogos, la dialéctica es un método de reunión y división que, como decimos, con-
cilia en buena medida lo universal y lo particular, la identidad y la diferencia, sin
las cuales es imposible aproximarse al conocimiento de lo que una cosa es. En con-
secuencia, la citada definición de hombre como animal bípedo implume parece
corresponderse con este método. Sin embargo, como hemos señalado, parece difí-
cil creer, conociendo el lugar de privilegio que ocupa el alma en todas y cada una
de las argumentaciones platónicas, que el hombre se caracterice por sus dos pies y
la ausencia de plumas. Es cierto que en algunos pasajes, como varios del Sofista, el
método de la división es impreciso, siempre dicotómico, aportando conclusiones y
definiciones poco precisas, algo que sin duda se debe a la intención del autor, que
rechaza una tras otra las definiciones de lo que sea un sofista, mostrando, por un
lado, su carácter más lúdico y, por otro, la dificultad de aplicación del método
dialéctico, que dista mucho de ser un procedimiento mecánico.
2. La definición aristotélica
veces no se tiene en cuenta, es la animalidad. El hombre es, ante todo y sobre todo,
un animal, como claramente se encarga de destacar Aristóteles en el De Anima,
puesto que el hombre comparte con todo el reino las facultades vegetativa y sensi-
tiva, lo cual conlleva, por un lado, la presencia y deseo de satisfacción de ciertas
necesidades, especialmente las nutritivas y sexuales, que conducen a la salvaguar-
da de la existencia y a la reproducción; por otra parte, todo animal se caracteriza
por algún tipo de percepción, fuente de apetitos, de las decisivas sensaciones de
placer y dolor y, en última instancia, del movimiento del individuo;
sensaciones que, además, pueden almacenarse en ese receptáculo que es la
memoria y configurarse gracias a la facultad de la imaginación.
Y si el género señala lo que inexorablemente se comparte con un grupo, amplí-
simo en este caso, la diferencia señala lo que sólo el ser humano posee: la razón.
De la definición aristotélica, desde luego, podemos entresacar las siempre
citadas influencias: era hijo de un biólogo llamado Nicómaco y discípulo de un
filósofo lla-mado Platón. De este último, sin duda, aprendió la decisiva
importancia de aquello
a lo cual los griegos llamaban alma, yuch, principio de vida, de movimiento y de
conocimiento en el caso del hombre. Platón, es cierto, siguiendo la tradición
órfico-pitagórica, desterró en cierta medida la animalidad, centrando sus
esfuerzos en la comprensión de ese exclusivo atributo que es la racionalidad. No
diré que no exis-ta una serie de problemas para determinar con precisión en qué
consista la animali-dad humana, pero sin duda lo más complejo y criticado de la
definición radica en lo que se entienda por «razón». Afirma Ferrater Mora que
este concepto, concebi-do en términos platónicos, o más bien estoicos, puede
calificarse de mítico12, en la medida en que implica la creencia en algo así como
la Razón, con mayúsculas, de la cual los seres humanos participan, o al menos en
la existencia de un mundo racio-nal e inteligible, accesible tan sólo a aquellos que
poseen razón. Con esto, parece afirmarse que lo racional, no sólo existe de manera
independiente a los sujetos que pueden conocerlo (como el Mundo 3 de Popper,
por ejemplo), sino que, además, la razón no ha creado tales objetos, que en ese
sentido preexisten a la facultad estric-tamente humana.
Y la diferencia específica implica exclusividad: sólo el hombre es racional. El
problema radica, como hemos señalado, en que la racionalidad no es un concepto
simple, sino más bien polívoco; y podríamos establecer con Aristóteles, que «se
dice de muchas maneras». El estagirita entiende, no obstante, que la racionalidad,
propiedad exclusiva de lo humano, comprende una serie de atributos y
capacidades,
y ello en virtud de la amplitud semántica del concepto griego de logoç, que pare-
12 Ferrater Mora, J., Las palabras y los hombres, Barcelona, Península, 1972, p. 16-17. A pesar de lo
interesante de la discusión del autor, considero excesivo etiquetar de mítica la indagación platónica
acerca de la razón y lo racional, por más que el propio Platón se sirva de sus propios mitos en varias
ocasiones para alcanzar una adecuada comprensión del asunto en cuestión.
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ce estar negada a nuestra latina ratio. Es por todos conocido aquel fragmento de la
Política donde establece que el hombre es un animal político, de la polis. Y ello, a
pesar de la exclusiva de esta característica, no parece tanto una definición como
una descripción de lo que se sigue de ella. “La razón por la cual es hombre es
un ser
social (politi kon o anqrwpoç zvon), más que cualquier abeja y cualquier ani-
mal gregario es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano, y el
hombre es el único animal que tiene palabra (logon de monon anqrwpoç
ecei twn zvwn). Pues la voz es signo del dolor y del placer, y por eso la poseen
tam-bién los demás animales (…) Pero la palabra es para manifestar lo
conveniente y
lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto (to sumferon ka i to blaberon,
wste ka i to dikaion ka i to adikon)”13. El hombre es, en efecto, un animal
político, cuya naturaleza le impele a asociarse con los demás. Esta afirmación, por
sí sola no conduce a una definición precisa de lo estrictamente humano pues, como
muchas otras que se han ensayado, no se refiere a la diferencia específica que se
precisa. Otros animales también viven en comunidad. Como señalaran con su
ejem-plo Diógenes y muchos filósofos helenísticos, el hombre está tan arraigado
en la naturaleza que parece ser, en lo esencial, semejante al resto de animales. En
muchas especies encontramos distintos tipos de comunidades, que además
parecen coope-rar en aras de un fin común. Esta caracterización del hombre, como
la que se refie-re a nuestra conciencia del yo y de la muerte, se basa más bien
en un diferencia cuantitativa y no tanto cualitativa, y en ese sentido tal vez
podríamos decir que el hombre es más racional o más consciente, aunque sin duda
las diferencias disminu-yen cuando contemplamos un delfín ante un espejo o un
elefante ante el cadáver de un familiar. Sin embargo, hay varias cosas que
comentar de este pasaje, pues Aristóteles suele distinguirse por la precisión de
sus palabras. En este texto de la
Política, desde luego, la traducción de l o g o ç por lenguaje es la más adecuada.
Con todo, es éste quizá uno de los conceptos más polisémicos y que con más
dificultad puede transformarse en un solo término castellano. En efecto, la
distinción entre lenguaje y voz es esencial para comprender lo que el filósofo nos
quiere decir, pues los animales poseen también ciertas herramientas para
comunicarse y transmitirse unos a otros las sensaciones de placer y dolor, para
advertir sobre peligros y llamar la atención sobre objetos o circunstancias de
decisiva importancia. Sin embargo, Aristóteles destaca la capacidad humana para
comunicar, entre otras cosas, lo justo y lo injusto, y en ello radica precisamente la
diferencia específica. Si nos fijamos bien, encontramos aquí de nuevo el artículo
neutro, tan habitual en el léxico filosó-
fico desde el to apeiron de Anaximandro hasta los conceptos socráticos y las
Formas platónicas. Y es que la forma neutra es indispensable en filosofía, dado que
constituye la mejor herramienta para expresar lo abstracto, aquello en lo cual resi-
13 Aristóteles, Política, 1253a.
14 Es también cierto que a veces se ha buscado la distinción señalando que el lenguaje humano es
«articulado».
15 Platón, Sofista, 264a.
16 Tomo estas descripciones antropológicas de la obra citada de Ferrater Mora (Op. cit., pp. 21-23).
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3. El hombre moderno
re, y que también imagina y siente”17. Es cierto que parece incluir afecciones y
voli-ciones en la sustancia pensante, pero no puede negarse la brecha que abre
entre mente y cuerpo, espíritu y materia, ser humano y animal. Y es que la res
cogitans y la res extensa son enteramente independientes, sólo comunicadas por
una glándula del cerebro humano. Así, los animales, que como todo cuerpo es
perceptible por los sentidos y ocupa un lugar en el espacio, son autómatas sin
conocimiento que poco o nada tienen que ver con la inteligencia humana. Con
esto, Descartes ha elimina-do la animalidad que Aristóteles situase como primer
paso para definir al hombre, que será irrenunciable con la aparición del
darwinismo y que ya en la modernidad se combatió enérgicamente.
Muchas son las críticas que se han hecho a este clásico concepto de lo humano.
Se ha dicho que la racionalidad humana resulta insostenible a principios del siglo
XXI, y que la identidad hegeliana de lo real y lo racional se quebró definitivamen-
te con los incomprensibles e inimaginables sucesos de las Guerras Mundiales. Sin
embargo, más allá de las implicaciones ontológicas y cosmológicas que aquí no nos
ocupan, una vez más la consideración del asunto depende del concepto de razón
que se emplee, y que, como dije, en parte se mitiga si definimos al ser humano
como animal lógico. Desde antiguo, quizá desde Platón, la razón se concibe ligada
a los objetos inteligibles, y en particular a aquella Forma del Bien. Dos son las
cuestio-nes que aquí se entrelazan: en primer lugar, se ha de determinar si la
razón es una facultad de fines o sólo de medios; en segundo, se debe establecer de
manera pre-cisa la relación entre conocimiento y voluntad en la acción humana. Si
se acepta eso que se ha llamado intelectualismo moral habrá que concluir que, sea
por actitud o por aptitud, la mayoría no son capaces de alcanzar el conocimiento de
esos valores universales que impelen a actuar conforme a ellos. No obstante,
numerosos filóso-fos rechazan esta concepción que parece aunar
conocimiento y voluntad. Especialmente desde la modernidad se ha negado
que las acciones dependan (al menos exclusivamente) de conceptos y
razonamientos abstractos, haciendo hinca-pié en la corporalidad humana, en las
pasiones y diferentes afecciones que pueden motivar nuestras acciones. Autores
como Hobbes o Hume opinan que la razón es poco más que una facultad para
medir y calcular, pero que está muy lejos de esta-blecer los fines últimos de
nuestra conducta, pues para el escocés las ideas no son sino impresiones
debilitadas. El empirismo inglés influyó notablemente, especial-mente por lo que
respecta a la teoría del conocimiento, en Schopenhauer, autor que, en este sentido,
nos sitúa en las antípodas del intelectualismo socrático.
Para el filósofo alemán el conocimiento abstracto es también un reflejo del
intuitivo; la razón es una facultad de conceptos cuyo producto más característico es
el lenguaje, que convierte al ser humano en el único animal capaz de buscar la ver-
dad, de alejarse de las presiones de su entorno, de crear filosofías y religiones, y
17 Descartes, R., Meditaciones metafísicas, A. T., IX-1, 22.
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también de mentir. “Así el lenguaje, como cualquier otro fenómeno que atribuimos
a la razón y como todo lo que diferencia al hombre del animal, ha de ser explica-
do mediante eso que es su única y sencilla fuente: los conceptos, las representacio-
nes abstractas, contraintuitivas y universales, no individualizadas dentro del espa-
cio y del tiempo”18. Pero la concepción antropológica de Schopenhauer se trasluce
cuando expone el núcleo de su metafísica, a saber, que el mundo y todo lo que lo
compone no es sino Voluntad irracional e inconsciente, en la medida en que
se encuentra al margen del principio de razón suficiente, de toda causalidad, que no
es más que el modo en que uno de sus fenómenos, el ser humano, conoce. Su
doctri-na es interesante además porque concuerda, aunque sólo en cierta medida,
con la teoría de la evolución que sería expuesta pocos años después de la
redacción de su obra capital. Siendo la cosa en sí Voluntad (que en el hombre
se hace patente a través de su cuerpo), un deseo irracional que busca satisfacción a
toda costa, la inte-ligencia humana es una esclava, un instrumento que tan sólo
determina los medios para la realización de los fines que están dados de una vez
para siempre, ajenos al espacio y el tiempo y a toda causalidad. Tales fines pueden
comprenderse «a poste-riori», a través de la experiencia de nuestros continuos
actos, que son expresión de nuestro carácter. Éste es inamovible y constituye, por
así decirlo, el compendio de nuestros designios, de las máximas de nuestro
querer, ante las cuales los motivos, lo universal y abstracto, no son sino la causa
ocasional que nos obliga a actuar con la misma necesidad que el estímulo
determina al animal o la gravedad establece la caída de una piedra. Por eso no
hay conceptos ni razonamientos que muevan al hombre a la virtud. Y, si bien es
cierto que esto parece anular los conceptos aris-totélicos de prudencia y
deliberación, decisivos en el ámbito de la praxis, no resul-ta incompatible con la
definición de animal racional, aunque sin duda el filósofo alemán preferiría la
expresión de Voluntad consciente de sí misma19.
Teniendo esto presente, volvamos a considerar los mencionados conceptos de
superioridad y finalidad. Hemos dicho que Schopenhauer destaca la función instru-
mental y servil de la razón, que tan sólo establece los medios para alcanzar un fin
que, en gran medida, le es ajeno y desconocido. La inteligencia es un fenómeno
que ha aparecido para satisfacer los designios de la Voluntad. Esto, según hemos
dicho, no está muy alejado de la teoría evolucionista, encargada de suprimir esa
idea de
18 Cito siguiendo la edición alemana de Arthur Hübscher en la que se basa la traducción que utilizo:
Schopenhauer, A., Die Welt als Wille und Vorstellung, I, en Sämtliche Werke, Wiesbaden,
Brockhaus, 1966, vol. I, § 9, pp. 47-48. (Schopenhauer, A., El mundo como voluntad y
representación, trad. de Roberto R. Aramayo, Madrid, F. C. E., 2003, vol. I, pp. 123-124).
19 Se ha de señalar, no obstante, que para liberarse de la rueda de dolor y tedio que es la existencia
humana, se precisa un reconocimiento de la cosa en sí, a través de nuestro cuerpo, que concluirá en la
negación de la Voluntad. Y es discutible que, en este caso, no sean los conceptos y razonamientos
los que guían la conducta, a pesar de que Schopenhauer considera que se deriva de un conocimiento
pura-mente intuitivo.
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20 La cuestión que aquí discutimos no se ve afectada según la consideración del origen y naturaleza
de la razón, pues poco nos importa que provenga de una donación divina o sea un fenómeno emer-
gente que pueda explicarse completamente a través de mecanismos físicos y materiales.
21 Schopenhauer, A., Über der Willen in der Natur, en Sämtliche Werke, Wiesbaden, Brockhaus,
1966, vol. IV, p. 52. Utilizamos aquí la traducción de Miguel de Unamuno: Schopenhauer, A.,
Sobre la voluntad en la naturaleza, Madrid, Alianza, 1998, p. 102.
22 Ib., p. 54. (p. 104 de la traducción).
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que parece encaminarse a un fin que los seres carentes de razón necesariamente
des-conocen. Por su parte, el darwinismo establece que la base de la evolución
es la lucha por la supervivencia, siendo la selección natural un proceso mediante
el cual sobreviven aquellos que están mejor adaptados a su medio. Así, no existe
finalidad alguna en la naturaleza. Aunque esto no significa que el ser humano no se
guíe con-forme a fines abstractos, como reconoce el propio Schopenhauer, a pesar
de que los considera meras causas ocasionales.
4. Críticas contemporáneas
5. Conclusión
Y no podemos concluir este trabajo sin hacer mención de esa corriente denomi-
nada «existencialismo», de tanta importancia en todo el siglo XX. Y aunque los
filó-sofos que se comprenden en él son ciertamente diferentes, podemos decir, a
gran-des rasgos, que todos comparten la idea de que lo propio del ser humano es la
exis-tencia, no pudiendo ésta ser reducida ni definida de un modo fijo. Tras la
situación de absurdo y crueldad que vive la humanidad tras las Guerras Mundiales,
el víncu-lo entre racionalidad y realidad se ha roto definitivamente. Se concibe al
hombre en su condición de arrojado y se renuncia a la clásica pretensión de
definirlo, como si tuviera una esencia fija y determinada. De hecho, estos
filósofos suelen hablar de existencia o de dasein y no de hombre o ser humano.
Pretender definirlo supone un intento de expresar su naturaleza, lo que es en sí.
Pero si hay algo que nos caracte-riza es la apertura, la posibilidad, el poder ser, el
proyecto que somos, y lo «en sí» ha de estar cerrado, acabado y fijado. Por lo
tanto, cada uno será lo que decida ser gracias a su libertad. El hombre no es objeto
de una teoría, sabiendo además que se parte de un rechazo de la distinción sujeto-
objeto, que parece desvincular al indivi-duo de su mundo circundante. El concepto
de sustancia, así pues, resulta inútil, ya que la existencia es algo dinámico que se
comprende a través de sus actos. Muchos
de estos postulados son recogidos por la filosofía postmoderna, que renuncia defi-
nitivamente a todo valor fijo e inmutable, que se centra en la interpretación más
que en el hecho y que, en consecuencia, considera imposible e inapropiada, de
acuerdo con el pluralismo y relativismo que se impone en las sociedades actuales,
una defi-nición de lo que sea el ser humano.
Con el pensamiento del siglo XX regresamos a aquella situación que comentá-
bamos al inicio del trabajo a propósito de Diógenes, el cual, consciente de las per-
versiones que genera la sociedad y la cultura, quiso que el verdadero hombre regre-
sara a la primitiva sencillez que aún observamos en los más modestos animales. El
existencialismo, como la filosofía helenística, es evidentemente una filosofía
desen-cantada con el mundo, un pensamiento de posguerra que ha perdido la fe en
la capa-cidad racional del hombre para vivir en un mundo ordenado, justo y
pacífico. En definitiva, y conservando el vocabulario clásico de la filosofía,
diríamos que se ha disuelto aquella idea según la cual nuestro pensamiento,
nuestros conceptos, deter-minan nuestra voluntad conforme a un libre arbitrio, de
manera que nuestra con-ducta sería completamente racional. Por su parte, la
definición aristotélica que veni-mos comentando no pretende tal cosa, pues
establece que el ser humano es el único capaz de abstracción, de operar conforme
a números y conceptos universales, lo cual no significa que las acciones estén
siempre determinadas por ellos, pues nues-tra naturaleza animal, los instintos y los
deseos irracionales y, si se quiere, incons-cientes, en ocasiones se sobreponen al
influjo de la razón.
En consecuencia, y hasta en consonancia con aquéllos que consideran impro-
ductivas y confusas las preguntas del tipo «qué es», parece que se tiende a un
recha-zo de esta antigua búsqueda de la esencia de lo humano. En cualquier caso,
quere-mos dejar constancia de lo, a nuestro entender, acertado de la propuesta
aristotéli-ca. Al margen de la racionalidad que se quiera ver en el universo, o de
la relación del conocimiento abstracto del ser humano con su voluntad y su
acción, se puede afirmar que somos un animal lógico. Incluso, de acuerdo
incluso con postulados contemporáneos, podría hablarse de la naturaleza humana,
en el sentido griego de fu’siç que, frente a la paradójica acepción castellana que
hace de la naturaleza algo
así como una esencia fija e inmutable, el sufijo - s i ç expresa el carácter procesual,
evolutivo, creativo e incluso histórico que, según parece, es característico de la
exis-tencia humana25.
Y hoy, como en la época helenística, el rechazo de las grandes construcciones
metafísicas y del utópico optimismo que confía en sociedades justas y pacíficas, la
atención se centra en el individuo. Por eso, podríamos decir lo siguiente con
Schopenhauer: “En los grados superiores de objetivación de la voluntad vemos
des-
25 La ciencia contemporánea, según parece, ya no busca, como Platón siguiendo a Parménides, aque-
llos objetos estables que subyacían al cambio y las apariencias, sino más bien las reglas y leyes del
cambio de lo que, sólo es apariencia, es estable.
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26 Schopenhauer, A., Die Welt als Wille und Vorstellung, I, en Sämtliche Werke,
Wiesbaden, Brockhaus, 1966, vol. I, § 26, pp. 155-156. (Schopenhauer, A., El mundo como
voluntad y represen-tación, trad. de Roberto R. Aramayo, Madrid, F. C. E., 2003, vol. I, p. 220).
27 “Así nos hacemos constructores construyendo casas, y citaristas tocando la cítara. De modo seme-
jante, practicando la justicia nos hacemos justos; practicando la moderación, moderados, y practi-
cando la virilidad, viriles” (Aristóteles, Ética nicomáquea, 1103a). Es decir, no basta, para ser algo,
con el conocimiento ni con la facultad, si no se sigue de éstos una actividad.
28 Schopenhauer, A., Die Welt als Wille und Vorstellung, I, en Sämtliche Werke,
Wiesbaden, Brockhaus, 1966, vol. I, § 45, p. 265. (Schopenhauer, A., El mundo como voluntad y
representación, trad. de Roberto R. Aramayo, Madrid, F. C. E., 2003, vol. I, pp. 316-317).
voz griega orizw, no es sino distinguir, delimitar, de la misma manera que el hori-
zonte marca la separación visible entre el cielo y la tierra, por lo que quizá lo que
somos, nuestra identidad, se construya también considerando la diferencia, aquello
que no somos.