Los Reformadores Calvino y Lutero y Su Impacto en La Cultura Mental Europea Dr. Alfred Neufeld Friesen
Los Reformadores Calvino y Lutero y Su Impacto en La Cultura Mental Europea Dr. Alfred Neufeld Friesen
Los Reformadores Calvino y Lutero y Su Impacto en La Cultura Mental Europea Dr. Alfred Neufeld Friesen
El estupendo movimiento de la Reforma Protestante del siglo XVI, que puso fin a la supuesta
“Edad Media”, era mucho más que una simple controversia teológica del Vaticano con unos
monjes (Lutero) y sacerdotes (Menno, Zwinglio) o eruditos rebeldes (Erasmo, Melanchton, Calvi-
no). Similar a la posterior Revolución Francesa, la Reforma trajo un cambio mental y cultural pro-
fundo a los sectores mayoritarios de Europa. Introdujo nada menos que una nueva era histórica,
comúnmente denominada la ‘Modernidad’.
La Modernidad no trajo la cura de todos los males que aquejaban a la sociedad medioeval y cla-
sista. Pero, definitivamente, la Reforma forjó una nueva cosmovisión europea, capaz de superar
viejos fatalismos perjudiciales de la Edad Media.
La Reforma estalló formalmente el 31 de octubre de 1517 con las 95 tesis de protesta del mon-
je agustino Martín Lutero. Hubo precursores tanto católicos como disidentes antes de Lutero,
pero con inquietudes similares. Francisco de Asís profesaba una identificación radical con el
espíritu de Jesús. Erasmo de Rotterdam satirizaba la superstición religiosa medieval y publi-
caba el Nuevo Testamento griego, para así recuperar un humanismo cristocéntrico, basado en
los fuentes originales. Pedro Waldo predicó arrepentimiento y denunció el feudalismo medieval
religiosamente sancionado. Juan Hus, en Praga, cuestionó la arbitrariedad del papado y algu-
nos concilios. Wycliff, en Inglaterra, introdujo la idea de popularizar las Sagradas Escrituras en
traducciones accesibles a todos.
Si bien Lutero (1517) es el primero en iniciar un movimiento masivo de reforma religiosa sin el aval
del Vaticano, y si bien los Anabautistas (1525), del concepto contemporáneo de iglesias libres y
voluntarias, fue Juan Calvino, el reformador de Ginebra (1536 en adelante), aquél que con más
claridad recuperó las fuerzas antifatalistas inherentes a la fe cristiana. Tal es así que el famoso
sociólogo Max Weber lo considera el fundador de la ética protestante de progreso económico.
¿Cuál es el aporte de la teología calvinista a la superación de una cosmovisión fatalista?
Religiosidades populares católicas y evangélicas frecuentemente han hecho del ‘más allá’
un refugio de escapismos y una fuente barata de consuelos ante las carencias de la vida en
el ‘más acá’. La proverbial ‘sagrada resignación’ precisamente fomenta una actitud pasiva y
conservadora frente al ‘status quo’.
Nada de esto se percibe en la teología de Juan Calvino, si bien esta teología se orienta per-
manentemente en el ‘más allá’, en la vida eterna, en los ‘eternos designios de Dios’.
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Karl Barth, para muchos el mayor teólogo protestante del siglo XX, en su análisis monográ-
fico sobre Calvino, resalta esta aparente contradicción: «El mundo se entiende, el mundo se
conquista, el mundo es vencido desde la perspectiva de la ‘patria celestial’. Si la eternidad
consiste en practicar la ciudadanía celestial, esta ciudadanía ha de ser ejercitada ya en la vida
terrenal. Lo terrenal es ‘práctica’ para lo celestial, conforme lo reza el Padrenuestro: ‘hágase
tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra’» (Barth, 1993, págs. 170-172).
Los modernos conceptos sociológicos atribuidos a Calvino, como ser ‘respeto a los dere-
chos humanos’, democracia y ética económica, no tienen su raíz en secularización o ma-
terialismo, como erróneamente es considerado frecuentemente. Tienen su raíz en una vida
concentrada en el ‘más allá’, donde la voluntad del Padre y los preceptos de la patria celestial
son aplicados e implementados en el ‘más acá’, en la cultura cotidiana de la realidad social,
económica, política y moral.
Calvino asumió una actitud crítica frente a la utilidad de la filosofía en general y de la filosofía
griega en particular. Ya Lutero había afirmado, que cualquiera que pretende ser un buen teó-
logo cristiano, debe saber serlo sin Aristóteles. En su estilo confrontativo frente a la teología
tomista, solía calificarla como dependiente del ‘burro-Aristóteles’, al cual también solía llamar
‘tonto-Aristóteles’ (Narristóteles).
Décadas más tarde, el pensador y matemático católico Blaise Pascal compartía la inquietud
de los Reformadores. Pero se expresaba en forma más elegante y menos violenta, al dejar
como legado de su filosofía: Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y no el Dios de los filó-
sofos’. Calvino es conocido como el gran defensor de la soberanía de Dios y el propulsor de
la teoría de la predestinación. Precisamente por este motivo Calvino insiste que su teología
no puede asociarse con fatalismo. Es un invento de la ‘racionalidad carnal’ de los ‘sofistas’
(Calvino, 1986, art.I, 15, 6-8). Calvino insiste al respecto en tres cosas:
• La razón humana, como el resto de su existencia, ha sido afectada por la caída en pecado.
Es por esto que el ser humano no es capaz de gobernarse adecuadamente, solo a la luz de
su razón. Los filósofos quieren desconocer este hecho, por lo cual ‘confunden cielos y tierra’.
• No son las leyes naturales (‘naturae ordo’, naturae lex’) y la consecuente ‘casualidad’ o ‘suer-
te’, las que gobiernan la creación. La creación es gobernada por la providencia divina. El que
sólo postula leyes naturales y la resultante casualidad, peca de ‘charlatanería infantil’ y des-
conoce y minimiza la ‘bondad especial de Dios hacia cada uno’ de los seres creados.
• La providencia de Dios nada tiene que ver con la ‘peste de los epicúreos’, que forjaron la idea
de un Dios ‘haragán y pasivo’, que no interviene en las necesidades humanas. Ante la teología
epicúrea, Calvino propone que la providencia de Dios es ojo y mano a la vez. Esto es: Dios ve
y Dios provee medios para resolver situaciones engorrosas, que aflijan a los humanos. Es por
esto que nos invita a descargar todas nuestras ansiedades en él, pues él cuida de nosotros.
Es por esto que responde al afligido Abraham frente al sacrificio de su hijo: Dios proveerá
(Gen.22:8). Dios no solamente observa lo que ocurre en la tierra, sino tiene firmemente en sus
manos el timón de los acontecimientos (Calvino, 1986, I,16,4). Con mucha violencia, Calvino
rechaza el ‘dogma stoicorum’, esto es, la doctrina de un destino ciego (‘fatum’), como ya lo
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hizo el apóstol Pablo (1.Ti.6:20). Los filósofos estoicos proponen la necesidad perpetua cau-
sada por el nexo de las causas naturales (‘ex perpetuo causarum nexu’), que es totalmente
otra cosa que depositar su fe en el soberano rey del universo, que gobierna con sabiduría a
favor de su creación. Para Calvino, el rechazo del fatalismo filosófico redunda en dos conclu-
siones prácticas y pastorales:
• Es innecesario y hasta supersticioso tener temor. Las cosas creadas no están sujetas al azar
y no tienen poder en sí para perjudicarnos.
• Creer que el destino humano esté fijado en los astros es ridículo y constituye una ofensa a
la soberanía de Dios. Pues pretende quitar la conducción del mundo de las manos de Dios.
Como consecuencia, la astrología aumenta el temor a los astros en desmedro del genuino
temor a Dios (ibid, I, 1 6:3).
Providencia y predestinación son dos cosas diferentes en la teología de Calvino. Es más, en las
sucesivas reediciones de la ‘Constitutio’, la gran teología sistemática de Calvino, éste cada vez
más separaba providencia de predestinación, como Alister McGrath recientemente ha señalado
(McGrath, 1991, pág. 202).
Para Calvino, providencia pertenece a la doctrina de la creación, la forma como Dios mantiene lo
creado en cooperación con los humanos y para bien de ellos.
Es cierto, Calvino postula el ‘decretum horrible’, según el cual algunos son destinados a salva-
ción y otros a perdición. Pero aún allí, Calvino no disminuye o elimina la responsabilidad humana,
sino simplemente en retrospectiva busca dar una explicación del porqué no todos los humanos
se salvan (ibid, págs. 215-218).
Este enfoque coincide con lo que el apóstol Pablo desarrolla en Efesios 2:8-10, donde la salvación
humana es atribuida exclusivamente a la obra redentora de Cristo (v.8). Pero la meta de la salvación
precisamente radica en las buenas obras que cooperan con la voluntad de Dios (v.9-10).
Ya que Calvino erróneamente ha sido identificado por algunos con un supuesto ‘fatalismo islá-
mico’, L. Boettner relata una anécdota ilustrativa, para señalar la diferencia: «Un barco con fieles
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islámicos y puritanos calvinistas se encuentra en alta mar. Un marinero, sacudido por el viento,
cae al mar. ‘Allah akbar’, exclaman los fieles musulmanes. ‘Dios es grande’ (¿eventualmente
incomprensible?). ‘Si en el libro de los decretos divinos está previsto que debe vivir, se salvará.
Y si fue determinado que muera, nada podemos hacer’. Pero los calvinistas respondieron: ‘Los
decretos divinos demandan que debemos salvarlo nosotros’, por lo cual le extienden una soga y
lo rescatan» (Boettner, 1932, pág. 320).
Calvino rechaza una resignación fatídica frente a las circunstancias, las supuestas ‘fuerzas ma-
yores’: «Pero dirás, los peligros que me perjudican son parte del destino (fatale) y no hay medios
que ayuden. Pero los males son evitables, porque el Señor te ha dado medios para enfrentarlos
y superarlos.... Pues el Señor ha dado al ser humano la capacidad de prever y de cuidarse, que
en su providencia sirven para conservar la vida...» (Calvino, I,16,9;17,9). Sabiduría y no necedad,
ayuda y consejo de otros, planificación y provisión para el futuro, ‘éstos son los verdaderos ins-
trumentos de la providencia divina para tu bien’ (Calvino, 1986, I, 17, 4-9).
El Dios de Calvino se nos presenta como un Dios que tiene trazado un plan que busca concre-
tar metas. Muy contrario a la filosofía estoica determinista es un Dios activo que interviene en
la creación a favor de la concreción de su plan y sus metas. Según la antropología teológica de
Calvino, el ser humano interpreta su salvación como una invitación de cooperar con la voluntad
de Dios. Hacer la voluntad de Dios es el verdadero destino humano y es lo que aumenta la honra
de Dios. La voluntad de Dios es el bienestar de la creación por lo cual Dios no es egoísta al re-
clamarnos que le honremos, haciendo su voluntad.
Karl Barth ha visto correctamente que en Calvino convergen fe y obediencia, doctrina y ética,
conocimiento de Dios y conocimiento humano, servicio a Dios y servicio a la creación. Barth lo
llama la ‘teología crucis’, la convergencia de la dimensión vertical con la horizontal: Honrar a
Dios en el cielo y hacer su voluntad en la tierra. Por lo cual, la voluntad de Dios no es algo que
se padece pasivamente, sino un diseño de acción que la humanidad salvada en sociedad con su
Dios, busca plasmar en la historia. El ser humano no coopera con su salvación pero, sí, el ser sal-
vado coopera con la gloria de Dios en la tierra (Barth, 1922, págs. 107-108). Si bien no siempre
entendemos todos los misterios de la providencia divina. Por esto, hacer la voluntad de Dios es
un acto de fe. Pero esta fe en una persona conocida, el Dios que en Cristo se hizo conocer como
fidedigno, lleno de gracia y misericordia y por ende inmutable, esto es, predecible en su ser.
Semejante visión de Dios y vocación del ser humano constituyen un ‘baluarte contra deísmo...
fatalismo y casualidad’, como Cameron correctamente constata: «Mientras providencia perso-
naliza a la creación, fatalismo despersonaliza al ser humano» (Cameron, 1988, págs. 541-542).
No cabe duda: Con Calvino, la Reforma protestante del siglo XVI tomó un giro marcadamente
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Lutero, muy a diferencia de Calvino, fue una persona mucho más ruda y radical, de pura estirpe
campesina y de clase media baja. No obstante también desplegó una erudición extraordinaria
como profesor universitario y una capacidad cosmopolita insospechada como reformador, ase-
sor político y panelista debatista público. Su teología de la gracia, redescubierta en la carta de
Romanos del apóstol Pablo, pero desde siempre ya latentemente presente por su legado mo-
nástico de San Agustín, hizo de él una persona amplia, afectiva y plenamente compenetrada con
la cultura cotidiana, como lo testifican no sólo sus multitemáticos escritos, sino sobre todo sus
inefables ‘charlas de sobremesa’.
¿Cuál fue el secreto que hizo de este tímido monjecito de procedencia humilde un reformador,
en lo eclesial, teológico, pedagógico, económico, sociopolítico y hasta musical capaz de trans-
formar el mapa y el rostro de la cultura europea en una generación?
Si una cosmovisión fatalista es resistente a las reformas de fondo, Lutero definitivamente superó
estas inhibiciones. ¿De dónde obtuvo esta energía? Si bien para los cristianos evangélicos la
Reforma del siglo XVI sigue siendo básicamente una visitación de la gracia divina para recuperar
dimensiones perdidas del Evangelio, de buena a primera hay al menos tres explicaciones para la
energía reformadora de Lutero:
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Recién desde la Reforma, el ‘oficio’ o la ‘profesión’ que cualquier mortal ejerce para ganar el
pan diario, se le denomina ‘vocacio’. Esto se da sobre todo en los países nórdicos, predomi-
nantemente protestantes. Así al menos lo afirma Max Weber, este innovador de la sociología
económica, que buscaba medir científicamente el efecto de convicciones religiosas sobre la
vida económica de una sociedad. Su monografía clásica sobre la Ética Protestante y el Espíritu
del Capitalismo (Weber, 1920) sigue siendo una tesis controversial, si bien el autor no muestra
ningún interés proselitista.
Lutero tradujo el término ‘trabajo’ con el concepto bastante religioso de ‘vocación’, no porque el
texto bíblico necesariamente así lo exigía, sino porque el espíritu del reformador así lo percibía.
Antes de Lutero, según Weber el término ‘trabajo’ (opus, officium, manus, professio) no tuvo
ninguna connotación religiosa. Después de que Lutero haya traducido la Biblia al alemán, este
concepto también aparece en otros idiomas: ‘beroep’ (holandés), ‘calling’ (inglés), ‘kald’ (danés),
‘kallelse’ (sueco). En todos ellos el hoy término secular de trabajo hace referencia a la idea reli-
giosa de vocación divina (Weber, 1920, págs. 63-68). Weber está convencido, de que la dignifi-
cación del trabajo secular y el alto aprecio por el deber cumplido en una profesión cualquiera, es
un producto claro, si bien inconsciente, de la Reforma protestante.
¿Cómo llegó Lutero, sin necesariamente haberlo pretendido, a una dignificación religiosa del tra-
bajo? La respuesta es simple: Tiene que ver con su abandono de la vida monástica. Claro es que
el monasticismo fue una fuerza renovadora y misionera dentro de la Iglesia estancada y mundani-
zada de la Edad Media. Tampoco cabe duda que el monasticismo al fin desembocó en la Reforma,
aunque bajo signo adversario. Es más, hay una línea clara de continuidad entre el monasticismo y
la eclesiología y ética de la Reforma radical y de los anabautistas.
Pero Lutero, por haber sido monástico al exceso, se volvió un gran enemigo de los ideales mo-
násticos por razones personales, pastorales y teológicas. No solo aborreció la práctica monástica
de autoflagelación, tanto literal como psicológica. Tampoco encontró mérito espiritual alguno a la
renuncia monástica al matrimonio. Más bien, consideró este requisito como fuente de corrupción
moral y sexual. Pero más que cualquier otra cosa rechazó el ideal de la vida contemplativa en des-
medro de la vida activa, cultivado en los monasterios. Esta ‘profesión de vivir sin profesión’, decla-
rada como ideal de vida y como espiritualidad superior, es lo que Lutero consideraba perjudicial.
Sobre la base teológica de que hay una sola vía de salvación para todos, que es la fe, la ‘sola fide’,
Lutero rechaza la vida monástica como ‘egoísmo espiritual’ carente de amor hacia la vida real y las
necesidades del prójimo.
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Para Lutero, la división de trabajo no es algo originado en el egoísmo humano, como lo sostiene
el padre de la economía liberal, Adam Smith.
Para Lutero cada ser humano ha de encontrar una ‘vocación’, en la cual su trabajo contribuye
al bienestar del resto de la sociedad y viceversa. Esto es, Lutero fundamenta la ética del trabajo
en el deber del amor al prójimo y por ende, servicio a Dios. Con esta visión de trabajo secular
como culto a Dios y amor al prójimo, la ética laboral y la cosmovisión económica cambian radi-
calmente. El bienestar ya no es producto de ‘suerte’, de conquista (oro del Inca) o de nacimiento
privilegiado. Bienestar económico y social es el producto de vocación divina de servicio y amor.
No es el ‘destino’ que te obliga a trabajar ‘como negro’ (nótese el desprecio racial hacia el tra-
bajo). No es la clase explotadora, que te obliga a ‘chillar’ (el que puede, puede; el que no puede,
chilla). Si bien circunstancias y estructuras sociales pueden pervertir la ética de trabajo, el aporte
de la Reforma protestante ha sido una dignificación del trabajo y de la vida activa en todas sus
manifestaciones. Éstas apuntan al bienestar de la sociedad en general, la cual es nada menos
que el objeto indiscriminado del amor de Dios.
La dignificación teológica del trabajo va relacionada con un nuevo concepto de Iglesia y socie-
dad. Esto se manifiesta en la lucha de Lutero contra los mal llamados ‘consejos evangélicos’; y
su doctrina antisacerdotal, positivamente expresada como ‘sacerdocio de todos los santos’. La
doctrina de los consejos (‘praecepta’ - consilia) evangélicos dividía la primera cristiandad en dos
categorías: El ‘clero’ y los ‘laicos’. El clero lo conformaban aquellas personas dispuestas a com-
prometerse con un cristianismo en algo más ‘radical’, resumido en los ‘consejos evangélicos’.
Estos requisitos apuntaban a cumplir el Sermón del Monte (Mt.5-7), los votos sacerdotales y
monásticos. En recompensa, el clero obtuvo ventajas especiales con el sacramento de la orde-
nación y la valoración eclesial de la vida contemplativa y monástica.
Los laicos en cambio conformaban la gran masa popular de bautizados. Desde el edicto de
Constantino, que otorgaba al cristianismo el status de religión estatal (315), la masa popular de
bautizados (muchas veces forzosamente o por oportunismo) era, más que una solución, un pro-
blema. Pocas expectativas éticas se podían reclamar. Eran los ‘laicos’ (griego – el pueblo). Para
ellos, los consejos evangélicos no eran obligatorios, por lo cual los laicos también carecían de
varios privilegios eclesiales reservados al clero y a la jerarquía. Entre ellos, los más destacados
eran el privilegio de la vida contemplativa, oficiar los sacramentos y sobre todo mediar el perdón
de pecados.
Lutero, enfurecido por el abuso de la venta de indulgencias, muy pronto rechazó enteramente
este dualismo entre clero y laicos, proclamando el sacerdocio universal de todos los creyentes.
«La fe es la fuente de todo. La fe es el único oficio sacerdotal adecuado. Es por esto, que cual-
quier hombre cristiano es sacerdote, toda mujer cristiana es sacerdotisa, sea joven o de edad,
amo o siervo, doña o empleada, erudito o laico» (Adam, vol.2, 1986, pág. 241).
Es que el esquema clerical ya había llegado a excesos. Bertholdo de Regensburg había creado
el esquema escolástico de las nueve esferas sociales. En la cúspide reinaban primero el clero,
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luego los monjes y las autoridades aristocráticas políticas. Los seis estratos inferiores encontra-
ro su razón de ser y existir en el servicio a los tres superiores. Los estratos inferiores no tienen
importancia religiosa. Su condición es destino impuesto.
Santo Tomás de Aquino buscó remendar en algo esta herencia escolástica, pero cae corto en
superar un clasismo religiosamente avalado: Los monjes y sacerdotes tienen el privilegio de orar
por la salvación de la Iglesia. En principio no se les debe pedir trabajo físico. Las profesiones
‘activas’ de la sociedad también cumplen una función divinamente ordenada, pero sin una voca-
ción interna y espiritual en el sentido literal de la palabra (véase Holl, 1924, págs. 199-213).
Con más fuerza el movimiento místico pre-reformador buscó cambiar las cosas. El gran místico
Tauler, que tuvo su impacto en Lutero durante su etapa monástica, ya dijo que prefiere ser zapa-
tero que sacerdote, pues allí se puede trabajar físicamente e igual permanecer en comunión con
Dios. Pero en general, hasta la Reforma, el clero y las vocaciones monásticas se sentían pertene-
cientes a la clase aristocrática, de la cual de hecho muchas veces procedían. Su autoimagen fue
la de ‘nobles’ frente a la masa popular de ‘meros cristianos bautizados’. La vida contemplativa
fue considerada mucho más preferible y dignificada que la vida activa y profesional.
Recién con Lutero la glorificación de esta ‘profesión de estar sin profesión’ sufre una feroz crítica
teológica. Es cierto, en la ejecución práctica y eclesial, Lutero no llegó muy lejos con su ideal
del ‘sacerdocio de todos los santos’. Si bien promovió el casamiento de pastores y puso funda-
mento a la idea evangélica de la familia y del matrimonio pastoral, su eclesiología seguía siendo
algo clasista y sacramental. Esto recién lo superaron en parte Zwinglio y, con más radicalidad,
los anabautistas.
Pero aplicar el sacerdocio universal al concepto cristiano de trabajo y economía, ha sido un logro
grandioso de este reformador alemán vehemente. Si el individuo considera su realidad totalmen-
te dominada por fuerzas externas, tradicionales y jerárquicas, es comprensible que le falte fe en
la utilidad del trabajo. Su trabajo no lo considera un medio para cambiar su condición, pero
donde el ejercicio de la profesión es concebido como un acto sacerdotal, un servicio a Dios,
una vocación de cooperar con el bienestar general, allí el trabajo llega a ser una fuerza capaz de
transformar circunstancias generales, inclusive adversas.
Ya hemos visto que la doctrina de la providencia de Calvino tuvo sobre todo facetas pastorales:
Dios reina, por esto no falta preocuparse ni buscar la suerte en los astros. Con Lutero percibimos
una inquietud pastoral similar, que él aplicó más que nada a su propia vida. Fue su lema personal
‘Deus semper mayor’ (Dios es siempre mayor).
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El imperio de Carlos V y la curia romana buscaron aplastarlo. Superó el temor a los hombres, in-
clusive no se retractó ante las presiones de la Dieta de Worms, afirmándose en sus fundamentos
bíblicos, porque aplicaba su lema: Deus semper mayor. Lutero confiesa haber tenido momen-
tos tendientes a la depresión y el desánimo, habla de sus ‘luchas nocturnas’. Allí desarrolló su
teología de la cruz. En momentos de mayor desesperación y derrota, el poder de Dios se revela
de manera más palpable. Y la supremacía de Dios, Lutero la sostuvo también frente al uso de
la razón humana. Y la aplicó a la interpretación de las Sagradas Escrituras: Ni tradiciones ecle-
siásticas ni construcciones filosóficas son capaces de acceder en sí a la verdad divina. Dios es
mayor. En subordinación humilde a la revelación divina en las Sagradas Escrituras, el ser humano
accede a las verdades últimas. Por supuesto, Lutero también cometió errores graves: Su acti-
tud de menosprecio frente a los judíos, su intervención infeliz en la Guerra de los Campesinos a
favor de los señores feudales, su inflexibilidad en unirse a Zwinglio, su actitud arrogante y poco
fraternal frente a los anabautistas, que de hecho buscaron concretar con más claridad las refor-
mas bíblicas que Lutero había iniciado, todo esto se le puede objetar. Pero si se trata de superar
dimensiones perjudiciales de una cosmovisión fatalista, los aportes de Lutero son considera-
bles: La dignificación del trabajo humano, la superación del pensamiento clasista a través de la
doctrina del sacerdocio universal y su lema personal de confianza en la grandeza de Dios, han
hecho de la Reforma luterana un movimiento renovado, no solo en lo teológico, sino también en
lo económico, social y político.
Bibliografía
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