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George Steiner. El Erudito

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GEORGE STEINER.

AISLAMIENTO Y VIOLENCIA DEL ERUDITO

El erudito absoluto, el intelectual influyente, es un ser que padece el cáncer de la vacía


"santidad del mínimo detalle" (apostilla de William Blake). Su monomanía cuando encuentra
lo que persigue lo lleva a desinteresarse de la posible utilidad de sus hallazgos, de la buena
fortuna o el honor que puedan reportarle, de si en el mundo no hay más que uno o dos hombres o
mujeres aparte de él a quienes les interese o puedan siquiera empezar a entender o a valorar lo
que está buscando. El desinterés es la dignidad de su manía. Pero puede extenderse a
zonas más perturbadoras. El archivista, el monografista, el anticuario, el especialista consumido
por fuegos de esotérica fascinación puede ser indiferente también a las fastidiosas exigencias de
la justicia social, de la vida familiar, de la conciencia política y de la humanidad corriente y
moliente. El mundo exterior es el impedimento amorfo y grosero que lo aparta de la
piedra filosofal, o puede ser incluso el enemigo que burla y frustra la desaforada primacía de su
adicción. Para el erudito total, el sueño es un rompecabezas de tiempo perdido, y la carne un
equipaje arrancado que el espíritu tiene que arrastrar tras de sí. El legendario profesor Alain
enseñaba a sus alumnos franceses: "Recuerden, caballeros, que toda idea verdadera es
un rechazo del cuerpo humano". De aquí proceden no sólo las leyendas que se agrupan en torno
a Fausto, la historia del hombre que sacrifica esposa, hijo y hogar al cultivo del tulipán
enteramente negro (un antiguo relato que vuelve a narrar Dumas) y las fábulas de terror sobre
cabalistas y científicos trastornados, sino también los hechos desnudos que conciernen a las
vidas obsesionadas, sacrificadas y autodevoradoras de los abstraídos desde que Tales de Mileto
cayó al pozo oscuro mientras trataba de calcular la conjunción eclíptica del Sol y la Luna.
Es, desde luego, una cuestión angustiosa y angustiada.
Y lo es más aún, a mi juicio, cuando el embrujo es de anticuario. Hasta en el último
extremo del compromiso autista, el científico está orientado hacia el futuro, con lo que tiene de
luz matinal y oportunidad positiva. El numismático que se esfuerza por identificar acuñaciones
arcaicas, el musicólogo que descifra notaciones medievales, el filólogo con su códice corrupto
o el historiador del arte que se afana en catalogar secundarios dibujos dieciochescos del Barroco
o del rococó no sólo se han adentrado en el laberinto y en el inframundo de lo esotérico
sino que, por necesidad, le han dado la vuelta al tiempo. Para él, la palpitación de la presencia
más viva viene del pasado. Esto, una vez más, es una alienación social y psicológica a la
que prestamos escasa atención. Hoy, los alumnos de segunda enseñanza resuelven ecuaciones
inaccesibles a Newton o a Gauss; un estudiante de Biología podría dar clase a Darwin. Lo
que sucede con las humanidades es casi justamente lo contrario. La aseveración de que nunca
habrá en Occidente un escritor que iguale y mucho menos exceda a William Shakespeare,
o que la música no volverá a producir los fenómenos de pródiga calidad manifiestos en Mozart y
Schubert es imposible de demostrar lógicamente. Pero tiene un formidable peso de credibilidad
intuitiva. El humanista es un recordador. Camina, lo mismo que un grupo de condenados en el
Infierno de Dante, con el rostro vuelto hacia atrás. Anda tambaleándose, indiferente al
mañana. El fragmento de lírica griega del siglo VI, el canon de Dufay, los dibujos de Stefano
della Bella son el imán de sus pasos, o, como dice el mito inmemorial de la retrospección fatal,
son su Eurídice. Esta desorientación (muchos de nosotros hemos experimentado una sutil náusea
y perplejidad al salir de un cine en pleno día) puede generar dos reflejos. El primero es un ansia
de participación, un intento, en ocasiones desesperado, de meterse en la cálida densidad de "lo
real". El destacado intelectual tiende la mano fuera de su retrospectivo aislamiento para agarrar
la vida sexual o social o política. Excepto en raros casos -"En cuanto a vivir, eso se lo dejamos a
nuestros sirvientes", observaba un esteta francés-, la erudición obsesiva engendra una nostalgia
de la acción. Es "la proeza" que tienta al doctor Fausto a salir de la prisión del "mundo". Fue la
inopinada oportunidad de aplicar sus casi enigmáticas habilidades -el análisis de problemas de
ajedrez, la epígrafía, la teoría de los números, la teoría de la gramática- lo que alistó a una
aristocracia de profesores universitarios ingleses en las brillantes operaciones de cifrado y
descifrado durante la segunda Guerra Mundial. Todos recuerdan los días de Ultra y Enigma en
Bletchley Park como unas vacaciones. Por una vez, la adicción hermética y las
puras y simples necesidades de la época coincidieron.
El segundo reflejo está, sospecho, mucho más cerca del subconsciente. Es un reflejo de
fantástica violencia. El hábito de dedicar las horas que está uno despierto al cotejo de un
manuscrito, a la recensión de marcas de agua en dibujos antiguos, la disciplina de investigar los
sueños propios en la siempre vulnerable dilucidación de abstrusos problemas accesibles
sólo a unos cuantos colegas entrometidos y rivales puede segregar un singular veneno en el
espíritu. El odium philologicum es una enfermedad bien conocida. Los estudiosos arremeterán

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unos contra otros con desenfrenada malevolencia sobre cosas que a los profanos les parecen
puntos en debate minúsculos, a menudo risibles. El gran Lorenzo Valla no fue el único
humanista del Renacimiento que tuvo que echar a correr como alma que lleva el diablo después
de una biliosa controversia textual. La filosofía, la musicología y la historia del arte, por
depender de mínimas sutilezas de percepción y juicio, son especialmente propensas a estas
rachas de incriminación y aborrecimiento mutuos. Como su centro permanente está en las
antigüedades y en los archivos, pueden contagiar a sus adeptos una modalidad de aversión
extraña y sin vida. En un ensayo clásico sobre A. E. Housman (1938), Edmund Wilson hizo la
aguda sugerencia de que la violencia macabra de A Shropshire Lad ha de verse en conjunción
con la ferocidad burlona de los doctos artículos y reseñas del profesor Housman sobre filología
griega y latina. Ambas tienen su origen en el esteticismo, enclaustrado y comprimido, del erudito
de Cambridge. Como la de T. E. Lawrence, una variante de Oxford, cuyo ascetismo aísla a un
escritor de las "grandes fuentes de la vida" y puede alimentar una necesidad patológica de
crueldad. Hoy, Edmund Wilson tal vez se hubiera sentido libre para sacar jugo a su idea
señalando el tema compartido y clandestino de la homosexualidad académica. Poetas como Pope
y Browning han captado el tufillo a sadismo que hay en la academia. Algunos comediógrafos y
novelistas también. El crimen de Sylvestre Bonnard, de Anatole France, trata con ligereza el tema,
que se tiñe de un terror desnudo en la obra breve de Ionesco La lección. Fantaseando sobre la
acción en el exterior, en el mundo "real", tejiendo elevados sueños sobre la secreta centralidad, la
oculta importancia de los trabajos en los que ha enterrado su existencia -unos trabajos que la
inmensa mayoría de sus congéneres juzgarían totalmente marginales y socialmente
despilfarradores si supieran de su existencia-, el erudito puro, el maestro catalogador, puede
alimentarse de odio. En el plano ordinario, exorcizará su irritación en la maldad ad hominem de
una reseña de libro, en el arsénico de una nota a pie de página. Dará rienda suelta a sus
resentimientos en las blandas traiciones de una recomendación o informe de examen ambiguos y
en el círculo de escorpiones de un comité de titularidades. La violencia permanece en el terreno
de lo formal. (Steiner, 2009: 56-60).

STEINER, George (2009) George Steiner en The New Yorker. México DF, Fondo de
Cultura Económica-Ediciones Siruela.

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