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Raquel Lopez Melero-Filipo, Alejandro y El Mundo Helenistico-ARCO (2000) PDF

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C U A D E R N O S

D E H I S T O R I A

27

Λ
ARCO/LIBROS,S.L.
Raquel López Melero

Filipo, Alejandro y
el mundo helenístico

Λ
ARCO/LIBROS,S.L.
C .iuidnnos de H istoria
i) nr rao η: A i .h r k d o A l v a r E zqukrra
A n t o n i o F k r n a n h k '/. G a r c í a
M k i u k i . Á n g e l L a d l r o Q i ' ksada
J r t . i o M a n í .a s M a n j a r r k s

Ilustración de cubierta: Alejandro Magno. Tetradracma acuñada en Alejandría


por Ptolomeo I, hacia el 305 a.C.

Diseño cubierta: Towers.

© by Arco Libros, S. L., 1997


Juan Bautista de T oledo, 28. 28002 Madrid
ISBN: 84-7635-240-9
Depósito legal: M. 44.074-1996
Printed in Spain -* Impreso por Ibérica Grafic, S .A . (M ad rid )
In d ic e

Caí*, i Ι.Λ r.MDAi) ni·. GKKCI.V h(- LA 1\P \\S1<)\ \l.\< I I1DMI Λ Al. iMI’l·.-
rio ni· A¡ i ¡a x d iu ) ..................................................................... 7
1. M acedonia: ci país, ia sociedad v la organización política. 7
2. La m onarquía macedónica .................................................... 9
3. Filipo II v la expansión m ace d ó n ica...................................... 10
4. La intervención de M acedonia en ia Guerra S a g ra d a ......... 13
5. Los griegos /'rente a Filipo fie M a c e d o n ia ............................. 15
{). La conquista de Grecia y las consecuencias fie la batalla de
Q ue ro n ea ............... ................................................................ 17

C a p . II A lejandro M ac.n o vi·;i . impkrio t n í u .rsai................................ 20


1. La sucesión de Filipo y los comienzos del reinado de A le­
jandro M agno ...... .................................................................. 20
2. Las campañas de Asia M enor y la conquista de E g ip t o ....... 21
3. La conquista del im perio persa y la muerte de Alejandro. 25
4. L a o b ra de A le ja n d ro M agn o : política, adm inistración y
e c o n o m ía ................................................................................. 27
5. l a obra de A lejan dro M agno: sociedad y c u ltu ra ................. 29
6. Significado histórico de la o b ra de Alejandro M agno ........ 30

C a p . III E l m u n d o h e l e n ís t i c o ............................................................. 33
1. I^a sucesión de A lejan dro ν la división de su I m p e r i o .......... 33
2. La m onarquía antigónida ....................................................... 36
3. L a m onarquía 1agida .............................................................. 39
4. L a m onarquía s e lé u c id a .......................................................... 44
5. La realeza helenística y sus bases políticas ........................... 49
6. La vida de las ciudades helenísticas....................................... 51
7. Las ligas durante el helenismo .............................................. 53
8. Aspectos sociales y económ icos ....................... ..................... 55
9. Religión y religiosidad ........................................... ................. 59
10. Eí m un do de la cultura ..................................... ..................... 62

B i b l io g r a f ía .............................................................................................. 69
/. L 4 UNIDAD DE GRECIA: DE LA EXPANSION M A ŒDÔNICA
A L IM PERIO DE A ŒJANDRO

1. M a c e d o n i a : e l p a ís , l a s o c i e d a d y l a o r g a n i z a c i ó n p o l í t i c a

M acedonia era la región más septentrional de Grecia, de gran­


des dimensiones e integrada por valles fluviales y amplias llanuras
abiertas hacia el golfo Termaico y rodeadas por altas montañas.
Por el oeste limitaba con Iliria, por el norte con Peonia, por el
este con Tracia y por el sur con las regiones griegas de Tesalia y el
Epiro.
La llamada Alta Macedonia, núcleo primitivo del reino, se arti­
culaba en planicies bastante elevadas y coronadas por montañas;
así la Elimiótide o Elimea, en el curso medio del Haliacmón, o la
Oréstide, en su curso alto. Por su parte, la Baja Macedonia abar­
caba una serie de llanuras aluviales formadas por los ríos que
desembocan en el Egeo septentrional a ambos lados de la penín­
sula Calcídica - e l Haliacmón, el A xio y el Estrimón- y sus afluen­
tes. Desde las estribaciones del monte O lim po, que marcaba la
frontera con Tesalia, hasta el curso in ferior del Haliacm ón se
extiende la Pieria. A su vez, desde este río hasta el A xio discurre
una amplia llanura, adecuada para el cultivo y los pastos, cuya
parte inferior, que miraba al golfo Term aico, recibía el nombre
de Botiea, mientras que la situada en la parte superior del rio
Lidias se denominaba Almopia. En fin, al este del río Axio se pro­
yectaba otra rica llanura, conocida con el nombre de Migdonia,
que llegaba hasta el valle del Estrimón.
El clima de Macedonia era duro, con grandes oscilaciones de
temperatura entre el invierno y el verano; sólo se atemperaba en
las zonas próximas a la costa. N o era viable allí, por tanto, el culti­
vo del olivo, pero se daban en abundancia muchos frutales, vid y
trigo. Ricos pastizales perm itían asimismo el desarrollo de una
ganadería adaptada a las condiciones climáticas. Abundaba en las
tierras macedónias la madera de construcción, y, como un recur­
so adicional, se contaba con las minas de plata del monte Disoro.
Tres rutas naturales importantes convergían en Macedonia:
una iba desde Tracia a través de la Migdonia; otra, desde las tie­
rras danubianas por el valle del Axio; y la tercera, desde el Adriá­
tico, pasando por el sur de Iliria. En la época neolítica estas rutas
habían conocido un gran trasiego de poblaciones, y en adelante
siguieron siendo vías migratorias y comerciales.
El hecho de ser Macedonia encrucijada de rutas euroasiáticas
ancestrales motivó la presencia en el territorio de grupos huma­
nos muy diversos, de los cuales sólo algunos debían de hablar lo
que podría llamarse un dialecto griego, bastante diferente, por
otra parte, de los del resto de la Hélade, aunque es poco lo que
sabemos a este respecto al no haberse conservado textos en mace-
donio y contar sólo para la tipificación de esa lengua con topóni­
mos, antropónimos y otras palabras sueltas; noticias com o la de
que los macedonios no necesitaban intérprete para comunicarse
con los demás griegos, lo que no les ocurría con los ilirios p.e., no
son relevantes para la fase primitiva de la lengua, ya que los fre­
cuentes contactos del reino macedonio con los griegos parecen
haberlos llevado muy pronto a una aproximación lingüística e
incluso a una adopción de la lengua griega por parte de la élite
dominante. Pero, por lo que respecta a las poblaciones de Mace­
donia en general, el factor lingüístico, unido a su bajo nivel cultural,
llevaron a los griegos a considerarlas com o extrañas a su universo
panhelénico. V tampoco en la corte se alcanzó un refinamiento
que pudiera homologarla con los ámbitos griegos acukurizados:
las orgías groseras, las danzas procaces y los excesos y desmesuras
provocados por la bebida hacían aparecer a los nobles macedo­
nios como bárbaros a los ojos de los griegos.
Desde comienzos del prim er m ilenio probablemente se fue
consolidando en M aced on ia una capa social d om inan te que
adquirió el control de las tierras mejores -aunque no tenemos
testimonios sobre condiciones de sumisión de otras capas o gru­
pos sociales- y que con el dem po alcanzaría una cohesión políti­
ca, dando lugar a una dinastía reinante cada vez más poderosa.
La fundación en el área de ia Calcídica de colonias griegas, que
tenían un contacto cultural y comercial intenso con sus metrópo­
lis, introdujo, como decíamos, a la aristocracia macedonia en el
mundo griego, haciendo posible la empresa polídca de Filipo y
de su hijo Alejan dro Magno. Por debajo de esa aristocracia de
grandes señores, que podrían haber poseído, si damos crédito a
un historiador, sólo ochocientos de ellos más tierra que los diez
mil ciudadanos más ricos de Grecia, hay que imaginar una masa
de campesinos, agricultores, pastores y cazadores, y de artesanos,
diversificados en sus costumbres y probablemente en su lenguaje
en razón de su respectivas etnias, pero en cualquier caso de un
nivel cultural bajísimo, que vieron mejorar sus derechos y su hori­
zonte cultural poco a poco a lo largo de la historia de Macedonia.

2. L a m o n a r q u ía m a c e d ó n ic a

Ya en el tránsito del siglo vin al vu tuvo lugar la expansión de


los macedonios del núcleo primitivo hacia el mar, ocupando la
Baja Macedonia, para establecer allí su capital, primero en Egas y
luego en Pela. Con Amintas I , que puede haber muerto en el 498
a.C., se culmina esa expansión territorial, y con su hijo y sucesor
Alejandro I, de la primera mitad del siglo v, quien pasa por haber
tenido una intervención favorable a los griegos en la segunda
guerra médica, entra Macedonia formalmente en el conjunto de
la Hélade, al conseguir su admisión en los Juegos Olímpicos, con
la aceptación de una supuesta genealogía de la dinastía reinante
-los Axgéadas- que la conectaba con la ciudad de Argos y con los
Heraclidas. La consolidación de esta dinastía queda plasmada en
la acuñación de una nueva moneda, ahora central, que hay que
relacionar con la incorporación al reino de los yacimientos argen­
tíferos del monte Disoro.
La siguiente figura del trono macedónico, Perdicas, contem­
poránea de la guerra del Peloponeso, logra conservar unido el
reino, a pesar de los problemas sucesorios, y, con un ju e g o de
astucia y diplomacia más que de fuerza, consigue mantener a raya
a los atenienses en las costas del E geo septentrional, frenar las
aspiraciones de Esparta hacia esa zona y contener a los siempre
amenazantes ilirios. Después, hasta llegar a Filipo, el padre de
Alejandro Magno, que recibe un reino debilitado, sólo cabe des­
tacar al propio sucesor de Perdicas, Arquelao, artífice de una ver­
dadera rem odelación d el reino, con reform as administrativas,
mejora de la economía, modernización del ejército y mayor apro­
xim ación a la cultura griega. A rq u ela o lleva la capital a Pela,
m ejor situada que Egas p o r su proxim idad a la costa y p or sus
comunicaciones terrestres, haciendo de ella lugar de encuentro
de artistas y filósofos en medio de una magnificencia dispendiosa.
La reforma del ejército llevada a cabo por Arquelao tenía tam­
bién una vertiente social y política. N o sólo iba a ser más eficaz por la
mejora cuantitativa y cualitativa del equipamiento y por la creación
de nuevas vías y caminos, sino que, al convertir a los combatientes de
a pie en hoplitas, hizo de ellos soldados de calidad, capaces de com­
petir en excelencia con la antigua élite de jinetes, y de ese modo la
asamblea de los ciudadanos, que era el conjunto de los hombres en
disposición de combatir, quedó abierta a los campesinos. Esta nueva
fuerza política beneficiaba al rey y a la realeza, por cuanto le restaba
dependencia de los nobles en la proclamación del heredero, que
correspondía a la asamblea; como también entraba en su competen­
cia el juicio de traición, en el que caían las iniciativas de conspiración
contra la figura del rey y la unidad del reino.
La g e n e a lo g ía argiva que se autoatribuyeron los reyes de
Macedonia se ha demostrado falsa, pero los nombres de los dinas­
tas revelan una conexión con la Tesprótide, en el Epiro, lo que
sugiere el protagonism o de un linaje de esa procedencia en la
unificación de lo que habían sido pequeños reinos independien­
tes, acaso a través de alianzas matrimoniales, y siempre mante­
niendo una relativa independencia para algunos de esos reyezue­
los o príncipes locales. El rey era sobre todo je fe del ejército , y,
aunque en la práctica la realeza venía a resultar hereditaria, la
determ inación del heredero entre los posibles candidatos y su
aclam ación defin itiva correspondía, com o se ha dicho, a una
asamblea de guerreros de tipo homérico. Por lo demás, fuera de
las com petencias señaladas para la asamblea, el rey tenía un
poder absoluto sobre la vida de los súbditos. Ello no quita el que
sus actuaciones requirieran una cierta aceptación p or parte de
éstos, aunque fuera de m odo silencioso. Un rey que no lograra
dirigir a sus guerreros con éxito o que tuviera actuaciones «im po­
pulares» podría inclinar la balanza del consenso en favor de algu­
no de los posibles rivales, que siempre existían potencialmente
-alguno de los parientes, alguno de los pares.

3. F lU P O II Y LA EXPANSIÓN MACEDÓNICA

Filipo II era el m enor de los hijos del rey Amintas III, por lo
que hubo de mediar la muerte de sus dos hermanos mayores para
que alcanzase el poder. De los quince a los dieciocho años estuvo
en Tebas com o rehén, lo que le p erm itió convivir con los dos
m agníficos generales tebanos, Epaminondas y Pelópidas, que
hicieron de él sin duda el gran estratega que luego se reveló. A su
regreso a Macedonia, su hermano Perdicas le confió el gobierno
de una región, iniciándole así en todas las tareas administrativas y
poniéndole en contacto con las dificultades que pretendió luego
superar con sus importantes reformas. A la muerte de Perdicas,
Filipo accede al trono en calidad de regen te de un heredero
menor, para convertirse definitivamente en rey en una fecha que
desconocemos, por desposesión de los derechos de su sobrino.
; Se describe al rey com o de un temperamento desenfrenado,
con la caza, la comida y la bebida como sus grandes pasiones, y la
falta de moderación com o su norma habitual. La corte de Tebas
aportó mucho a su formación, pero a buen seguro no el refina­
miento de los modales ni el placer de las artes o la cultura, como
tampoco las habilidades retóricas en el ejercicio de la política. Y,
sin embargo, Filipo respetó cuanto pudo a Atenas por reverencia
a la que reconocía com o capital cultural del mundo griego, y bus­
có para su hijo Alejandro el mejor preceptor que pudiera encon­
trarse entonces, el propio Aristóteles. Por lo demás, tenía como
virtudes innatas la habilidad política, la clarividencia sobre las
reacciones de los contrarios y una audacia perfectamente contro­
lada.
Con la expansión que lleva a cabo Filipo en los primeros años
de su reinado a costa de sus vecinos e inveterados enemigos y a
costa de los atenienses, y que culmina con la conquista de Meto-
na, el reino de M acedonia alcanza sus límites máximos: hasta el
río Nesto por Tracia, incluyendo por supuesto toda la Calcídica,
hasta Tesalia por el sur y hasta el Epiro p or el oeste; en total,
como Beoda, el Atica y el Pelo pone so juntos. Filipo había sabido
capitalizar la d eb ilidad de los tres grandes, Atenas, Esparta y
Tebas, tras la batalla de Mantinea en el 362.
Después de firmar un primer tratado con los atenienses en el
358, por el que obtenía la devolución de Pidna, renunciando sin
embargo a Anfípolis, Filipo había incorporado Peonía y derrota­
do a los ilirios. Además, no sólo había fortalecid o su posición
interna elim inando las amenazas que pesaban sobre su autori­
dad, sino que había extendido su influencia al reino de los molo-
sos del Epiro al desposar a Olimpíade, hija del rey, que sería la
madre de Alejando Magno. Desde esta posición más fuerte, enfila
Filipo otro de sus grandes objetivos: expulsar a los atenienses de
las costas septentrionales del Egeo.
Conquista Anftpoíis mediante asedio y se hace también con
Pidna, aunque no trata mal a los vencidos: la presencia de una
guarnición macedonia y una determ inada merma de sus rentas
son Jas condiciones desfavorables, pero las ciudades conservaban
su autonomía. Luego toma contacto con la liga calcidia dirigida
por la ciudad de Olinto, que no había llegado a estrechar relacio­
nes con los atenienses, y consigue de ésta el compromiso de no
pactar con Atenas sin la aprobación de Macedonia. Se trata nada
menos que de un acuerdo sancionado favorablemente por el orá­
culo de Delfos, y con esa autoridad moral toman los calcidios y los
macedonios conjuntamente la ciudad de Potidea en el 356. Esta
vez la ciudad fue destruida y entregada a Olinto, siendo autoriza­
dos los clerucos atenienses para regresar a la metrópolis. A Ate­
nas ya sólo le quedaba como punto en la costa tracia el puerto de
Neápolis. Finalmente logra Filipo arrebatar a los atenienses el
control del golfo Term aico, al oeste de la Calcídica, con la con­
quista de Metona en el 354, tras un asedio en el que el propio Fili-
po perdió un ojo.
Por lo demás, Filipo había ocupado la ciudad de Crenides,
fundada en otro tiempo por los tasios en relación con las reservas
auríferas del monte Pangeo, y que ahora pertenecía a los tracios,
convirtiéndola en colonia de Macedonia y dándole el nombre de
Filipos.

Figura Î. Reconstrucción de la falange macedonia (según Green).


Antes de inaugurar su política de expansión, em prendió Fili-
po una reorganización radical del ejército, aprovechando la dure­
za natural y la form a física del campesino m acedonio. Para la
infantería y la caballería creó una nueva form ación táctica, que
todavía se llama falange macedón ia, sobre el m odelo del orden
de batalla oblicuo inventado por Epaminondas. A diferencia de la
falange tebana, utilizaba la caballería en el ala ofensiva, emplean­
do la infantería com o ala defensiva. En ese sentido convirtió a su
caballería en una fuerza táctica, concibiendo asimismo el conjun­
to de los cuerpos de tropas com o un conjunto táctico, donde el
movimiento de cada grupo y de cada hombre tenía una relación
con el movimiento de los demás.
T o d o ello se com binaba con un en tren a m ien to continuo,
invierno y verano, día y noche, y con la admiración de los solda­
dos por un je fe que compartía sus fatigas y sus peligros. Y eso en
una época en la que en Oriente la calidad de un ejército se medía
sobre todo por el número de sus componentes, y en Grecia los
ciudadanos habían em pezado a considerar el servicio armado
com o algo indigno y pretendían defender sus personas y sus cosas
con mercenarios.
Filipo dividió M acedonia en varias demarcaciones, que, en
función d el servicio m ilitar obligatorio, debían proporcion ar
cada una de ellas una ile o escuadrón de caballería, una táxis o
unidad de infantería pesada, donde servían los hoplitas que se
costeaban su armamento y los mercenarios, y una chiliarchía inte­
grada por la infantería media de los combatientes sin lanza y la
infantería ligera de macedonios y mercenarios.
Además contaba el rey con tropas auxiliares de prestaciones
especiales, com o los honderos, obtenidas de los aliados o emplea­
das a sueldo.

4. La in t e r v e n c ió n d e M a c e d o n ia e n l a G uerra Sa g r a d a

Un importante conflicto surgido en la Grecia central da pie a


Filipo para intervenir en los asuntos griegos y para sacar de ello
una importante ventaja: es la que se conoce com o la Tercera Gue­
rra Sagrada por la implicación principal del oráculo deifico.
El santuario de D elfos estaba in ca rd in a d o en la pequeña
región de la Fócide, pero lo gobernaba un consejo de doce etnia>
griegas llamadas Anfictíones, cuyos representantes se reunían
presididos por los tesalios. En esa ocasión los Anfictíones encon­
traron a los focidios culpables de sacrilegio al haber utilizado
para el cultivo tierras que correspondían al santuario, y les exigie­
ron el pago de una fuerte multa so pena de ver la totalidad de su
territorio consagrada a A p o lo Pitio. El general focidio Filomeío
tomó entonces el santuario, quedando a su merced las enormes
riquezas que atesoraba; p or su parte, para llevar la contraria a
Beoda, que había sido artífice de la condena, Atenas y Esparta
ayudaron económicamente a los focidios, con todo lo cual forma­
ron éstos un gran ejército de mercenarios. Declarada la Guerra
Sagrada en el 356, comienza con una invasión de la Lócride por
parte de los focidios, con victorias sobre locrios y tesalios, pero
muere Filomelo en un ataque de los beocios a la Fócide. Su suce­
sor, Onomarco, reunió el mayor ejército de mercenarios que lle­
gó a tener Grecia y obtuvo avances importantes, hasta el extremo
de poner sino a Queronea.
La entrada de Filipo en el conflicto, que sólo podía ser del
lado tesalio y tebano, en contra de los atenienses, se produjo
cuando los tesalios de Larisa lo llamaron para ayudar a resolver
sus luchas intestinas, en las que se im plicó gustoso Onom arco,
obligando a Filipo en un prim er momento a una deshonrosa reti­
rada. Pero en el 352 Filipo volvió a Tesalia, asedió Feras, conquis­
tó el puerto de Págasas y derrotó brillantemente a los focidios de
Onomarco, quien pereció en la lucha. Tesalia quedó a su merced,
pero, no pudiendo cruzar las Termopilas, debido al contingente
de tropas enemigas allí reunido, regresó a Macedonia.
Entre esta prim era parte de la G uerra Sagrada y su fase de
conclusión, Filipo, en posesión ya de una flota, hizo nuevos movi­
mientos contra los ilirios y los tracios, y por el Epiro, para fortale­
cer su posición, lo que no podía resultar sino en perjuicio de los
atenienses, que tenían cada vez más difícil su com ercio con las
regiones del Mar N egro. A ello se sumó el ataque de Filipo contra
la liga calcidia, su antigua amiga, utilizando un pretexto baladí. Y
en vano pidió Olinto la ayuda de los atenienses, porque vio caer
una tras otra en manos de M acadonia a las ciudades calcídicas,
para sucumbir ella misma en el 348, con las construcciones arra­
sadas y la población aniquilada, esclavizada o diseminada.
Siguieron entre tanto enzarzados en la guerra los focidios y
los beocios, intentando en el 346 im plicar de nuevo a Atenas y
Esparta y a Filipo, respectivamente, lo que no tuvo consecuen­
cias, a no ser e l a g ota m ien to y la búsqueda de una solu ción
diplomática de todos los conflictos, por iniciativa de Atenas. Es
la que se conoce com o la Paz de Filócrates, por el nombre de
quien presidiera la embajada que acudió a Pela a negociar con
Filipo. Después de un prolongado tira y afloja en el que Filipo
hizo valer su posición de fuerza sin dejar de ser form alm ente
considerado con sus enem igos, se llegó a aprobar por las dos
partes un texto por el que se reconocía el status quo y se garanti­
zaba la libertad de navegación, con una condena expresa de los
actos de piratería. Después de jurar la paz en la ciudad de Feras,
Filipo cruzó las Term opilas y rindió a los focidios con la ayuda
de beod os y tesalios. Reunido de nuevo el consejo de los Anfic-
tíbnes, se decidió un castigo ejemplar para los focidios, que que­
daban excluidos del consejo, sustituyendo M acedonia a la Fóci-
de en calidad de anfictión.

5. Los GRIEGOS FRENTE A F lU P O DE M ACEDONIA

Los atenienses estuvieron siempre divididos ante Filipo, como


lo estuvieron sus principales oradores. Bastaba con seguir el prin­
cipio que equiparaba la monarquía a la tiranía para estar en su
contra; y bastaba con ver la libertad de las póleis como la libertad
de destruirse mutuamente para ver en él a un agente conciliador.
El gran orador Isócrates veía en M acedonia la salvación de
Grecia, porque los más acomodados ya no encontraban el modo
de soportar las cargas económicas de la guerra y se veían empo­
brecer, lo que amenazaba la supervivencia de los desheredados,
que en definitiva vivían de ellos. En cambio, en Demóstenes pri­
maba la angustia de ver a su dudad perder la libertad, por lo que
era incapaz de reconocer los méritos de Filipo y la imposibilidad
de las ciudades griegas para mantener su independencia. Demós­
tenes quiere preservar la democracia a ultranza y a cualquier pre­
cio. Otro gran orador, Esquines, está obsesionado por la paz.
Desde muy pronto conduce Demóstenes la oposición frente a
Filipo. Aunque haya sido reconocido com o el primer orador de
su tiempo, carecía de carisma personal, tenía un natural enfermi­
zo y una dicción débil y ceceante, p ero también una tenacidad
que logró superar esos obstáculos. Entregado com o Pericles al
servicio de su patria, que era su vida, no escatimó esfuerzos ni
riesgos personales en lo que fue una guerra abierta contra Filipo:
el intentar continuamente convencer a sus compatriotas y a todos
los griegos de que debían parar los pies, combatir hasta el límite,
a ese hombre astuto que acabaría tragándose una a una a las ciu­
dades griegas como un racimo de uvas.
Pero la causa de Filipo había encontrado un defensor en la
persona del orador Esquines, la antítesis de Demóstenes, de bue­
na presencia, de buena voz y de ademanes teatrales, que ignora­
ban el recurso a la mordacidad y a la burla cruel tan característico
de Demóstenes. Se entendía bien con los macedonios y se ufana-
ba de ser el huésped de Filipo, aprovechando los fracasos de la
p olítica propugnada p or su o p o n en te para d efen d er tod o lo
defen dible de su defendido. Y es que Demóstenes se cegaba al
considerar a Filipo com o el enem igo de los atenienses, que que­
ría lograr su destrucción; se cegaba hasta el punto de recomendar
contra él una alianza con el rey persa. N o sabía reco n o cer al
macedonio como a alguien que aspiraba a la dirección política de
Grecia, pero que veía en Atenas su fundam ento cultural y que
habría cooperado gustoso con quienes a diferencia de él poseían
una gran flota y tenían una sólida experiencia con el mar.
Demóstenes predicó abiertamente la guerra contra Filipo en
la tercera de sus Filípicas, uno de los discursos más apasionados
que jamás se hayan escrito, y consiguió la dirección de la política
ateniense para form ar con otros estados griegos una coalición,
que contaba con la ayuda económica del rey persa. Declararon en
efecto la guerra a Filipo y le arrancaron una victoria naval, p ero al
final venció él en Queronea, com o veremos más adelante, y los
atenienses, com o todos los griegos, pudieron com probar que el
vencedor no era tal cual lo había pintado Demóstenes, que a ellos
precisamente les devolvía la libertad y la autonomía.

6. La c o n q u is t a d e G r e c ia y l a s c o n s e c u e n c ia s d e l a b a t a l l a d e

Q ueronea

Las actuaciones de Filipo al final de la Guerra Sagrada habían


exasperado a sus enemigos políticos atenienses, quienes lograron
entonces crear un clima de máxima animosidad frente a él. Se
había jurado la paz, pero la desconfianza de los unos y el objedvo
real del macedonio hacían preparar la guerra. La primera jugada
importante de Filipo fue la intromisión en Tesalia, expulsando a
los tíranos y creando unos consejos de ciudades y unas magistra­
turas tetrárquicas, para hacer finalm ente de sí mismo arconte
vitalicio de la liga tesalia, Ιο que significa que la gobernaba en la
práctica, con el consiguiente incremento de su poder en el conse­
jo de los Anfictíones. Pero su intensa actividad diplomática le lle­
vó también a establecer alianzas con estados del Pelopon eso e
incluso un pacto de amistad con el rey persa, mientras empleaba
el brazo militar por el norte y por el Epiro para mantener su posi­
ción de fuerza.
Atenas y Corinto tenían que sentirse atenazadas, pero en reali­
dad Atenas se deshacía en debates internos, porque, cuanto más
se revelaban los objetivos de Filipo y más claro parecía que habría
de salirse con la suya, más necesario se hacía el debatir los incon­
venientes y las ventajas de la situación. Se decidió un aumento de
la eisphorá, la contribución, para construir en el puerto de Zea
unos nuevos astilleros que reemplazaran los antiguos del Pireo y
con ello poder mejorar una flota que contaba por entonces con
trescientas trirrem es.Y Demóstenes en persona desarrolló una
gran actividad diplomática, gracias a la cual ganó para el bando
de la resistencia a algunas ciudades que habían pactado anterior­
mente con Filipo y otras nuevas por todo el ámbito de la Hélade.
A punto estuvo de romperse la paz cuando los atenienses envia­
ron una flota al Quersoneso, atacando una ciudad aliada de Fili­
po y una parte del territorio bajo su dependencia. Pero el gran
éxito de Demóstenes, que le valió la recompensa de una corona
de oro por parte de la asamblea ateniense, fue el acuerdo en el
340 de una koiné eiréne, una paz común entre Atenas, Corinto,
Mégara, Eubea, Ambracia, Acarnania, Acaya, Corcira y Léucade,
por la que se comprometían a la creación de un ejército de coali­
ción con Atenas a la cabeza. El casus belli fue el apresamiento por
parte de Filipo en el Bosforo de unos barcos de carga escoltados
por trirremes atenienses.
Bajo la dirección de Demóstenes, com o se ha dicho, se inicia­
ron en Atenas los preparativos, con una dedicación exhaustiva de
los recursos públicos al equipamiento militar, y una contribución
especialmente onerosa para los trescientos ciudadanos más ricos.
Y se consiguió, en efecto, con la ayuda también de Persia, que Fili­
po levantara el asedio al que tenía sometida a Bizancio. La flota
ateniense había conseguido una victoria, pero Filipo podía bus­
car, com o lo hizo, la batalla terrestre, donde resultaría superior.
Ocurrió que en el consejo de los Anfictíones, instigados pro­
bablemente p o r Filipo, los locrios de Anfisa recriminaron a Ate­
nas el haber hecho una ofrenda inadecuada al dios, a lo que los
aienienses replicaron acusando a los locrios de haber cultivado la
llanura de Crisa, que era de Apolo. Se declaró la guerra sagrada a
Anfisa, y a Filipo, com o era de esperar, general en je fe del ejército
aulictiónico. Los movimientos militares de Filipo con su propio
ejército y la activa diplom acia ateniense hicieron que Beocia se
aliara con Atenas, lo que significaba la ruptura con Filipo, que se
vio cortado el paso hacia Anfisa por las tropas enemigas. Pasó el
invierno con retoques diplomáticos, que no consiguieron romper
ía neutralidad del Peloponeso. Luego em pezó Filipo su ofensiva
alternándola con sucesivas propuestas de paz que fueron rechaza­
das por Atenas y Tebas; hasta que en el 338 tuvo lugar el encuen­
tro en Queronea, donde Filipo y su hijo Alejandro derrotaron
definitivamente a sus oponentes.
A pesar del desastre de los atenienses y de que la «falange
sagrada» de los tebanos quedó deshecha, no se persiguió a los
vencidos ni hubo ensañamiento alguno. Filipo buscaba la recon­
ciliación con Atenas, quizá porque no quería verla entregarse al
rey persa, o tal vez porque creía poder capitalizar las voluntades
que le eran allí favorables. El hecho es que le ofreció una paz tan
generosa que le valió los honores de los atenienses para sí y para
su hijo. Naturalmente los atenienses tenían que disolver lo que
quedara de la liga naval y renunciar a sus posiciones de la costa
tracia, pero conservaban las cleruquías de las islas y la soberanía
sobre Délos. N o tendrían guarnición macedonia y podrían seguir
utilizando sus puertos. Oficialm ente eran libres e independien­
tes. En cambio, los tebanos eran humillados con la presencia de
las tropas macedonias y serían administrados por un consejo de
partidarios de Filipo. Y, por supuesto, se disolvía la liga beocia,
haciendo a las ciudades autónomas, y se arrebataban a Tebas los
votos anfictiónicos.
Otra consecuencia de la batalla de Q ueronea fue que Filipo
pudo emprender al fin uno de sus grandes objetivos: combatir al
rey persa, considerándolo com o el enem igo inveterado de todos
los griegos, de los que no sólo él, el rey macedonio, formaba par­
te con toda propiedad sino que iba cam ino de convertirse en
cabeza rectora. Esta vez se le sometieron también todos los esta­
dos del Peloponeso, una vez atravesado el Istmo, con la excep­
ción de Esparta, que pagó su orgullo viendo reducido su territo­
rio a una Laconia devastada y distribuidas las demás regiones
entre sus vecinos. Luego reunió Filipo a todos los griegos inde­
pendientes en un gran congreso en Corinto, donde se proclamó
solemnemente la koiné eiréne, la paz general, y se creó una confe­
deración de todos los griegos con una hegem onía personal del
monarca , que llevaba el título de strategós autokrátor, es decir, de
general plenipotenciario. Las condiciones de la paz eran de auto­
nomía e independencia formal en términos generales, pero esta­
ban dirigidas sobre todo al mantenimiento del status quo: no se
podían modificar las constituciones ni las fronteras y se quedaban
las guarniciones macedonias donde se habían establecido, como
en Tebas y en Corin to .Todos podrían navegar libremente y debe­
rían resolver sus disputas por procedimientos pacíficos. Se creaba
en fm un consejo supervisor de esta paz, con una participación
de cada estado proporcional a su contribución militar. Esta crea­
ción política, que en realidad implicaba el fin de la polis como
organismo político autónomo y soberano, estaba llamada a supe­
rar una serie de crisis graves, hasta la misma conquista romana.
En Persia Artajerjes había sido asesinado, y reinaba Darío III.
Con un primer objetivo inmediato de liberar a las ciudades jonias
del yugo persa, Filipo envió una expedición de diez mil hombres,
a la que tenía intención de sumarse con un ejército mayor, pero
fue asesinado en las bodas de su hija. A pesar de su juventud, su
hijo Alejandro reaccionó con rapidez, consiguiendo eliminar a
una serie de pretendientes al trono supuestamente implicados en
la supuesta conjura. Tenía el camino libre para su obra.
1. La s u c e s ió n d e F il ip o y l o s c o m ie n z o s d e l r e in a d o d e

A le jan d ro Magno

Alejandro Magno aparece en la Historia com o una especie de


superhom bre, de una en ergía y un entusiasmo proverbiales y
como dotado de una eterna juventud. Es un héroe novelesco,
más atractivo y apasionante por haber sido su epopeya una histo­
ria real y verdadera. Aunque rodeado de virtudes, este personaje
tenía también un natural desenfrenado y una violencia apasiona­
da, heredados de su madre Olimpíade, que se entregaba con gus­
to al salvaje éxtasis religioso practicado por las mujeres del Epiro
como por las tracias. Habría que preguntarse, sin embargo, si esa
manera de ser no fue también el m otor de la acción que seguía
en él de m odo inmediato al pensamiento.
Tenía Alejandro veinte años a la muerte de Filipo, y, com o ya
se ha dicho, lo gró fácil y hábilm ente hacerse con la sucesión,
pero pronto empezaron los problemas. La muerte del rey había
suscitado en Grecia -e n Atenas y Tebas sobre to d o - deseos de
sacudirse la hegem onía macedonia. El propio Demóstenes se vis­
tió con ropas de fiesta para acudir a la asamblea a manifestar su
júbilo, en la idea de que el sucesor resultaría un joven más bien
débil e inexperto. Pero Alejandro invadió Beocia cuando nadie lo
esperaba, y los atenienses imploraron su perdón. A continuación
convocó en Corinto a los embajadores de la confederación helé­
nica para hacerles confirmar su hegem onía personal, a lo que res­
pondieron todos, salvo, com o de costumbre, los espartanos.
Tam bién en Iliria y en Tracia la muerte d el rey hizo soplar
vientos de sedición, pero Alejandro llevó contra ellos una expedi­
ción con la que alcanzó el Danubio, lo cruzó y logró pon er en
fuga a las poblaciones no sometidas de la otra orilla, que le envia-
ron luego presentes de sumisión. Había preparado todo minucio­
samente y se había revelado com o 'un gran estratega -p o r sí mis­
mo, ya que su excelente general Parmenión se encontraba a la
sazón en Asia Menor.
Pero d e nuevo iban las cosas mal en Grecia. Falsos rumores
sobre una supuesta derrota y unas graves heridas del rey habían
puesto otra vez a Demóstenes en acción, con el resultado de que
los tebanos habían proclamado su independencia y asediaban a la
guarnición macedonia, mientras por todas partes se manifestaba
la sedición, con el propio Darío actuando entre bastidores. Y Ale­
jandro volvió a aparecer de repente ante los muros de Tebas, exi­
giendo, a cambio del perdón y de la renovación de la alianza, la
entrega de los instigadores. Los tebanos llevaron adelante su
orgullo y su provocación, con lo que el rey atacó Tebas, que sufrió
un durísimo castigo, no sólo por parte de las tropas macedonias
sino también de los griegos que se habían sentido com prom eti­
dos por la sublevación y se ensañaban ahora contra la prepoten­
cia tebana. La ciudad desapareció para siempre; los supervivien­
tes fueron ejecutados hasta en los templos, o bien vendidos como
esclavos.
Y una vez más Atenas, que había sido la instigadora, se salvó y
fue tratada con deferencia, renunciando incluso Alejandro a que
le fuera entregado Demóstenes. Volvió el rey a Grecia para hacer
sus preparativos contra el persa.

2. L a s cam pañas d e A s ia M e n o r y l a c o n q u is ta d e E g ip to

Alejandro atravesó el Helesponto en el 334 para no regresar.


Llevaba sólo treinta y cinco mil hombres y se proponía atacar un
reino cincuenta veces mayor que el suyo y veinte veces más pobla­
do: desde el Helesponto hasta la india y desde el mar de Aral has­
ta las cataratas del N ilo. Las poblaciones más diversas en razas,
lenguas y costumbres se asentaban en los territorios más diversos,
con fríos insoportables y calores agobiantes.
Pero los griegos eran superiores. Las tropas del persa podían
llegar a ser muy numerosas, pero había que darles lugar para que
actuaran p o r aplastam iento, y las tropas m acedonias podían
impedirlo debido a su cohesión táctica. La geografía, no los hom­
bres ni las armas, eran el verdadero enem igo de los invasores. Por
eso el persa esperaba tranquilo en su palacio de Babilonia.
La superioridad naval de los persas podía resultar inconve­
niente, si enfilaban hacia Grecia y fomentaban allí una vez más la
rebelión. Por ello se apoderó Alejandro de todas las costas persas
del M editerráneo, produciendo un bloqueo terrestre de los bar­
cos enemigos que evitaría una batalla naval y prácticamente cual­
quier movimiento importante de la flota. Alejandro había tenido
en esta primera jugada el apoyo logistico de las tropas enviadas
antes por Filipo, pero también le favoreció la falta de reacción de
la escuadra persa, que no supo cortarle a tiempo el paso. La auda­
cia y la rapidez del joven rey empezaban a prestarle los mejores
servicios frente a un enem igo que parecía creer no tener nada
que temer.
Los persas contaban con un buen general griego, M em nón,
que aconsejaba dilatar la espera del combate para que los griegos
se adentraran bien en el con tinen te y tuvieran problem as de
intendencia en unas regiones previamente devastadas. Sin embar­
go, los sátrapas rechazaron el plan, porque esa destrucción mer­
maría sus ingresos, y el retroceso de sus tropas hería su orgullo.
Así fue como decidieron esperar a los griegos junto al río Grani­
co, en Frigia, donde fueron derrotados con muy pocas pérdidas
de parte de los vencedores. Alejandro tenía ahora a su m erced
todo el occidente de Asia Menor, es decir, las zonas colonizadas
por los griegos, de las que hizo una ocupación cuidada y minucio­
sa. Las ciudades tenían que recibir bien el librarse del tributo de
los persas y el poder recuperar sus leyes y su autonomía, pero Ale­
jandro debía infundirles la suficiente confianza para que no se
debilitara su moral y para que el miedo no les hiciera colaborar
con los persas en cualquier maniobra contra él una vez que se
hubiera adentrado en el continente.
Los persas habían perdido a su general M em nón, lo que era
un daño irreparable para ellos. Alejandro pasó el invierno del
334-333 en Gordion, la antigua capital de Frigia, que se ha hecho
famosa por la anécdota de los biógrafos del rey sobre un carro
real que tenía el tim ón fijo por un com plicado nudo, y del que
había dicho un oráculo que quien deshiciera el nudo sería dueño
de Asia. Alejandro lo habría cortado con su espada. Darío, por su
parte, acumuló un enorne ejército, al que sumó incluso a los mer­
cenarios griegos que tenía en las naves. A l llegar la primavera, y
tras atravesar con tropas las llamadas Puertas Cilicias, se
encontraron los dos ejércitos en una llanura próxim a a Iso, un
puerto situado en el extrem o sureste de Asia M enor, don de la
línea costera adopta bruscamente la dirección sur hacia la región
sirio-palestina. El encuentro, que ha sido inm ortalizado en un
con ocido mosaico, fue un desastre desde el principio para los
persas, que vieron a sus efectivos destruirse así mismos durante la
desbandada. El choque de la caballería, en el que quiso participar
el propio Alejandro, dio tiempo al persa para huir, pero en la per­
secución que se produjo después, la mujer de Darío, su madre,
sus hijos y su harén cayeron en manos del macedonio.
Darío, que esta vez había sido vencido personalmente, solicitó
a Alejandro la liberación de los rehenes y ofreció un tratado de
paz, que fue rechazado con orgullo y recordando la antigua expe­
dición de Jerjes. Alejandro quería ver a Darío como suplicante y
no quería ser tratado por él com o igual sino com o el señor de
Asia. Seis meses más tarde Darío ofrecía a Alejandro un rescate de
diez mil talentos por su familia y la posibilidad de convertirse en
su yerno, a lo que rehusó de nuevo el rey. El persa volvió a prepa­
rarse para la guerra.
Alejandro quería asegurarse bien las costas del Mediterráneo
para evitar cualquier posible maniobra de tenaza con Grecia, y
por ello se dirigió hacia Siria, donde T iro le.ofreció resistencia.
La ciudad parecía inexpugnable, con unos muros que alcanzaban
por algunos lugares los cincuenta metros de altura y situada en
una península. Pero, tras un asedio de siete meses, Tiro fue'toma­
da y arrasada; como en Tebas, la población murió o fue vendida.
Acaso el tiempo y las energías que Alejandro dedicó a la conquis­
ta de T iro tenían a largo plazo el objetivo de dirigirse también
contra Cartago para adueñarse finalm ente del M editerráneo,
p ero valía la pena de todas formas el privar a los persas de su
mejor puerto de operaciones y poder hacerse con una flota envi­
diable. .
Después de la conquista de Siria, era natural que Alejandro se
dirigiera a la conquista de Egipto. Fue fácil, porque los egipcios
no estaban contentos con el yugo persa y de hecho pudo el rey
llegar a hasta M enfís sin encontrar resistencia. Se presentaba
com o un libertador, que ofreció sacrificios a Apis. N o sólo eso.
Alejandro se adentró en el desierto hasta llegar al oasis de Siwa,
donde se encontraba el templo de Am m ón, el dios oracular asi­
milado por los griegos a Zeus. A llí los sacerdotes lo saludaron con
el título de H ijo de Ammón, que era el que habría correspondido
a un rey de Egipto, lo que sirvió de buena propaganda para Ale­
jandro entre los griegos, que veían eso com o una forma de divini-
zación; por Grecia corrió la noticia de que Alejandro había sido
reconocido como hijo de Zeus.
En Egipto Alejandro fundó la ciudad de Alejandría que habría
de h eredar la im portancia de la destruida T ir o com o centro
comercial del Mediterráneo oriental.

3. L a c o n q u i s t a d e l im p e r io p e r s a y la m u e rte d e A le ja n d r o

Esta vez Darío preparó un ejército de un millón de hombres,


con quince elefantes y doscientos carros de combate provistos de
hoces en los ejes para segarlo todo a su paso; y esperó a Alejandro
en lo que le parecía un lugar favorable: en Gaugamela, más allá
del Tigris, cerca de las ruinas de Nínive. Pero Alejandro seguía
contando con su superioridad personal, con la excelente calidad
de sus tropas y con un buen cuadro de mandos. N o cayó en la
trampa de intentar cruzar el rio delante del enem igo, sino que,
con su proverbial rapidez, enfiló hacia el norte, hasta llegar a un
lugar en que pudo pasarlo có m o d a m en te , y lu ego c o rrió al
encuentro de Darío. Com o en Iso, el rey persa emprendió la hui­
da a la primera desbandada, mientras la caballería aguantaba el
ataque. Pero los griegos consiguieron la victoria sin que la mayor
parte de las tropas enemigas hubiera entrado siquiera en batalla.
Con su preparación, su táctica y su disciplina, el ejército de
Alejandro parecía invencible. Así Babilonia se le entregó sin resis­
tencia, brindando al joven rey un recibimiento triunfal. Y e n Babi­
lonia estaban los grandes tesoros del rey persa a disposición de
Alejandro. Como hiciera en Egipto, ofreció sacrificios a los dioses
locales, en este caso a Marduk, y, por vez primera, puso a un persa
com o gobernador de una ciudad sometida. De allí pasó a Susa,
que también le abrió sus puertas y que atesoraba riquezas aun
mayores, aunque no tan grandes com o las de Persópolis, la terce­
ra capital persa que también se le rendiría. En revancha por las
pasadas fechorías de Jeijes, Alejandro hizo incendiar ei palacio
real de Persépolis, lo que debió de ser un gran golpe de efecto
entre los griegos y entre los bárbaros.
Y al fin llegó a Ecbatana, la cuarta capital persa. Ya acosado y
sin retirada posible, Dario fue asesinado por un sátrapa que con­
siguió suceder al rey con el nom bre de Artajeijes. A h ora ya no
hubo combate abierto sino una larga guerrilla contra un enemi­
go astuto, bien entrenado a su manera y enorm emente escurridi-
Figura 2. Reconstrucción (según Green) del famoso faro de Alejandría, una
de las maravillas de la Antigüedad.
La torre contenía un ingenioso sistema óptico por medio del cual se podía
observar el horizonte desde una plataforma situada 30 metros más abajo.
zo, lo que obligó a Alejandro a cambiar su táctica, a constituir sec­
ciones ligeras de infantería y caballería, integrando ya a ios persas
junto con los griegos en sus filas. Después de tres años pudo al fin
ajusticiar a Artajerjes, condenado por alta traición.
En el 327 posigue la conquista de Asia con una expedición a la
India, que era el lugar de procedencia de la mayor parte de los
tesoros del rey persa. Creía Alejandro que al otro lado de ese país
se encontraba el Océano, el límite oriental de la tierra habitada.
Allí encontró al rey Poro, que había reunido un gran ejército con
centenares de elefantes, en los que tenía puestas sus esperanzas,
pensando que aterrarían a la caballería macedonia. Sin embargo,
Poro había dispuesto una larga línea de batalla, en la idea de que
los enem igos atacarían de fren te, pero precisam ente por ello
éstos no lo hicieron así, sino que se lanzaron a los costados, consi­
guiendo sembrar el desorden y que los elefantes pisotearan a los
soldados indios. Poro resultó muy herido, pero salvó la vida y fue
muy bien tratado por Alejandro, que hizo de él su amigo.
Queriendo proseguir sus conquistas, Alejandro dio la orden
de seguir adelante, pero entonces se produjo un motín; los solda­
dos tenían la moral debilitada por dos meses de lluvias continuas,
y consiguieron la orden de retirada para lo que habría de ser un
regreso penoso a través de desiertos ardientes donde sufrieron al
extremo de hambre y de sed. Pero primero y durante diez meses
tuvo lugar el descenso del ïn d o , con la sumisión de todas las
poblaciones del valle; una parte de las tropas bajaba en barco por
el río, mientras los demás los acompañaban a pie por ambas ori­
llas. También envió Alejandro a su almirante Nearco con algunas
tropas para que explorara una ruta naval que uniera el Indo con
el Tigris y con el Eufrates, lo que en efecto consiguió.
Después de tantas vicisitudes que Alejandro compartió sin pri­
vilegios con sus soldados, llegaron de regreso a Susa, donde el rey
hubo de usar de una gran dureza con algunos sátrapas que, apro­
vechando la larga ausencia, se habían hecho prácticamente inde­
pendientes. Luego, instaló a macedonios en muchas de las satra­
pías. Por el contrario, tomó la decisión de enviar a casa a la mayor
parte de los soldados, después de haber formado un nuevo ejérci­
to con iranios a los que instruyó a la manera macedonia. Sus sol­
dados se sintieron m enospreciados y se am otinaron de nuevo,
exigiendo ser enviados todos a sus casas. Entonces Alejandro se
dirigió a ellos con una mezcla de cólera y amargura, recordándo­
les cuanto habían conseguido de su padre y de é l y reprochándo­
les su ingratitud, hasta ponerlos en situación de que le implora­
ran su perdón. Lo hablaron entre ellos, lo hicieron y hubo recon­
ciliación.
N o mucho después se dirigió el rey a Babilonia, con el propó­
sito de iniciar una expedición naval que bajaría por el Eufrates,
bordearía la península arábica y entraría por el mar Rojo, con­
quistando puertos y creando colonias a su paso. Pero, cuando
estaba a punto de salir, se contagió de unas fiebres y murió.

4. L a o b r a de A lejand ro M agno: p o l ít ic a , a d m in i s t r a c ió n y
ECONOMÍA

Se puede dudar de que Alejandro haya soñado con un impe­


rio universal, pero está claro que no quería limitarse a la conquis­
ta del Im perio Persa, como también que quería dar una organiza­
ción a los te rrito rio s som etidos desde un punto de vista
civilizador. Partiendo de la red de funcionarios que tenían los
Aqueménidas, quería incorporar a griegos y a bárbaros conjunta­
mente en las tareas; y ello no sólo porque el número de los mace-
donios con que podía contar era pequeñ o en relación con la
amplitud de los territorios, sino porque ellos conocían mal las
costumbres y las lenguas de los asiáticos y egipcios. La cuestión es
que Alejandro parece haber ido más allá en el sentido de haber
querido reducir lo más posible las diferencias existentes entre las
poblaciones de su Im perio y las desigualdades entre macedonios,
griegos y bárbaros, aplicando una política de fusión que tendía a
mezclar los numerosos pueblos que había heredado o conquista­
do él mismo.
El propio Alejandro estaba a la cabeza de la administración,
con esa actividad sobrehumana con la que le había dotado la
naturaleza, que se veía completada por una gran inteligencia y
una enorm e cultura. Tenía eso sí un grupo reducido de buenos
colaboradores elegidos p or él y de su total confianza: catorce
«guardias de corps» para todo el reino, un archicanciller que lle­
vaba la correspondencia y los archivos, un director de finanzas
com binado con unos directores regionales que supervisaban la
actuación de los sátrapas, y un quiliarca o comandante de la guar­
dia. También la justicia tenía com o cabeza suprema al rey, je fe del
ejército; por lo demás, se habrían mantenido los sistemas preexis­
tentes, con una posibilidad de apelación al soberano canalizada
por el archicanciller. En cuanto a las finanzas, no se conoce el
volumen de los gastos del Im perio propiamente dichos, engrosa­
dos por las celebraciones ostentosas, por las prodigalidades de
Alejandro y sus funcionarios y por las obras públicas; lo más cos­
toso tal vez fuera el ejército, donde se procedió a una reorganiza­
ción de la flota y que en cualquier caso necesitaba una renova­
ción y un increm ento constante de hombres y armamento. Los
ingresos procedían de los dom inios reales y de los territorios
sometidos, en concepto en este caso de tributos y aduanas.
En cuanto a la administración regional, se conservó la satrapía
con algunas innovaciones de personal y de poderes, aunque está
claro que a lo largo del imperio existía una gran variedad. Si bien
en las partes occidentales se estableció a macedonios com o fun­
cionarios, en Asia central se siguió con iranios, entre otras cosas
com o una vía para ganarse a la aristocracia indígena, salvo cuan­
do la actitud de algunos sátrapas obligó a sustituirlos. Y también
había comarcas en Asia M en or que quedaron com o bolsas de
indigenismo prácticamente al margen del Imperio.
Los poderes de los sátrapas se vieron reducidos, aunque sólo
fuera por la pérdida del mando militar, confiado a macedonios o
a griegos. Ya hemos dicho que tenían también supervisores finan­
cieros. En conjunto se trataba de una administración flexible, que
pudiera mantener un control político y económ ico. En este senti­
do, el deseo de integrar a los bárbaros en ella se veía frenado en
parte en lo relativo a los altos cargos, pero la red de pequeños
funcionarios podía ser y fue establecida con asiáticos y egipcios,
que conocían bien a las respectivas poblaciones y sus repectivas
lenguas.
La expedición a Asia, en la que el rey, com o buen discípulo de
Aristóteles, fue acompañado de ingenieros, geógrafos y naturalis­
tas, enriqueció los conocimientos de los occidentales sobre la flo­
ra, la fauna y los recursos mineros del Oriente. También hubo un
interés por el conocim iento de nuevas rutas marítimas y fluviales
y por el aumento y m ejora de las terrestres, todo lo cual podía
tener una finalidad política y económica, pero sin duda alguna
tenía tam bién una repercusión social y cultural. La tem prana
muerte d el rey, que no le d io lugar para com pletar ni mucho
menos sus ambiciones de expansión y aculturación del Oriente,
no nos perm ite saber si habría hecho algo similar por el Occiden­
te, si realmente albergaba la idea de un im perio universal.
La política monetaria de Alejandro es digna también de men-
ción: en lugar de atesorar grandes riquezas como los Aqueménidas
-se jactaba de no tenerlas a título personal-, estimuló la circula­
ción de la moneda, las piezas de oro con su efigie, que se movie­
ron por Europa y por Asia; los alejandrinos acabaron desbancan­
do a los daricos, que de ese m odo dejaron de ser tesaurizados y
salieron a la circulación, y desde luego a la moneda ática, todavía
de curso legal.

5. L a o b r a d e A l e j a n d r o M a g n o : s o c ie d a d y c u ltu r a

Es posible que Alejandro, imbuido de una especie de mesia-


nismo y convencido de estar llamado a realizar una gran misión,
tuviera el sueño de formar un único pueblo con los griegos y los
bárbaros, partiendo del precedente de anteriores contactos entre
Grecia y el O riente. Así se explicaría su propia adopción de los
modos y costumbres orientales que llegaron a reprocharle sus
allegados, su boda con la bactriana Roxana, las famosas bodas de
Susa, en las que forzó a muchos griegos y macedón ios a casarse
con nobles persas, o el enrolam iento de trescientos mil jóvenes
asiáticos a los que se les enseñaría la lengua griega y que serían
armados y entrenados según la tradición macedonia.
La política de fusión explica la creación de unas treinta ciuda­
des, que servían desde luego objetivos políticos y económ icos.
Tales ciudades recib ieron instituciones helénicas -asambleas,
consejos y magistraturas-, si bien dependían de un gobernador
designado por el rey, así com o del sátrapa de la región en las que
se encontraban, además de albergar algunas de ellas guarnicio­
nes militares; es decir, que se administraban internamente como
póleis, pero no tenían autonomía administrativa y carecían de vida
política.Tam bién se distinguían de las ciudades antiguas por su
com posición étnica: una m ezcla de griegos de baja extracción
social con macedonios -ta l vez destinados a ios consejos y magis­
traturas- e indígenas. El resultado de esos contextos sociales
debió de ser una cierta helenizacíón de los bárbaros, pero tam­
bién el trasvase a los griegos de muchos aspectos de la vida orien­
tal.
En el campo de la vida intelectual, de la religión y de las artes,
A lejandro no parece haber estado tan m ovido a la integración
com o en el social y económ ico. Sin embargo, el proceso que en
este terreno había de llevarse a cabo durante la fase helenísdca
propiamente dicha, tiene ahora sus comienzos, porque la serie de
contactos pacíficos que se produjeron entre los orientales y los
griegos y macedonios conllevaron una influencia mutua, sobre
todo de estos últimos sobre los primeros.
Alejandro no traicionó del todo la educación recibida de Aris­
tóteles, en el sentido de considerar que existiera una diferencia
radical entre los griegos, llamados a mandar, y los bárbaros, naci­
dos para obed ecer y servir, porque, si no en ese aspecto, sí al
menos en el terreno de las artes y de las letras veía una superiori­
dad de la civilización helénica. Pero, aunque por esa razón hizo
enseñar el griego a la alta sociedad asiática, reconocía la impor­
tancia que tenía para los macedonios el conocimiento de las len­
guas iranias, precisamente para hacer más eficaz el contacto de
las minorías dirigentes con las poblaciones.
Las conquistas se celebraban con festivales donde se represen­
taban las tragedias griegas y se daban a conocer las viejas leyen­
das, algunas de ellas enraizadas en el Oriente. Y puede ser que los
sabios que acompañaron a Alejandro se beneficiaran de los cono­
cimientos acumulados por egipcios y caldeos.
En el terreno religioso, siempre más conservador, no hubo
tiem po para una influencia importante. Lo que sí está claro es
que Alejandro manifestó una gran deferencia hacia los dioses de
ios vencidos y hacia el personal religioso en general, siempre que
no se hubiera opuesto a sus actuaciones, y ello quizá no sólo por
razones prácticas sino llevado por la idea de que todos los dioses
eran igualmente válidos y de que cada pueblo debía conservar los
suyos, llegando a pensar, si juzgamos por sus propias muestras de
piedad hacia los dioses extranjeros, que todos los dioses podían y
debían ser de todos. Aunque, eso sí, con una preeminencia por
su parte de los dioses helénicos.
Para los trabajos arquitectónicos llevados a cabo en Egipto,
Caldea o Persia recurrió casi siempre a griegos, y lo mismo ocu­
rría con otros profesionales de las artes; parece que veía en el arte
griego el arte por excelencia.

6. S ig n if ic a d o h is t ó r ic o d e l a o b r a d e A lejan d ro M agno

Cuando murió, A lejan dro dejaba una obra grandiosa, pero


también frágil. El enorm e im perio se com ponía de grandes regio­
nes con una larga tradición de independencia, pero que no te­
nían medios para sacudirse el dominio, porque la administración
cen tral y lo ca l contaba con un arm am en to p o d e ro so ; pero
¿podría el sucesor de Alejandro conservar la unidad de ese con­
junto donde ya se habían manifestado atisbos de insurrección? Si
de verdad se hubiera producido, la fusión de culturas con la que
parece haber soñado Alejandro, habría resuelto el problema,
pero era muy poco el tiempo transcurrido para que esa fusión
fuera algo más que un hecho superficial, y ni siquiera debía Ale­
jandro de haberla planeado en todos sus aspectos.
La temprana muerte del soberano reveló muy pronto la invia-
bilidad de la unidad política, pero también que el gran número
de:macedonios y griegos presentes de un m odo u otro en Oriente
y el primer diseño de la política imperial fueron un germen sufi­
ciente para que en las generaciones sucesivas se produjera la
helenización de esas regiones y la influencia sobre Grecia de su
propia empresa aculturizante.
Siete años antes de la muerte de Alejandro, a raíz de la victoria
de Gaugamela, pronunciaba Esquines en Atenas un discurso en
el que ya manifestaba su estupor ante lo que habían podido llegar
a ver los griegos en tan poco tiempo: cómo el rey de Persia, que
había tendido un puente sobre el Helesponto, que les había exi­
gido a ellos «la tierra y el agua» y que se había llamado a sí mismo
señor de todos los hombres desde el Oriente hasta el Occidente,
ya no luchaba para conquistar a otros pueblos sino para salvarse
él mismo. De Alejandro se puede decir que no entabló una bata­
lla sin ganarla ni asedió una ciudad sin conquistarla ni penetró en
un país sin someterlo.
Sin especular sobre lo que hubiera podido hacer de no haber
muerto tan joven , se puede considerar lo que hizo en los trece
años de su rein ad o com o una transform ación de casi todo el
mundo civilizado de su época. Porque no se contentó con some­
ter un gran im perio sino que asumió la tarea de darle nuevas
formas, de introducir cambios en todos sus elementos, creando
nuevas fuentes de recursos, construyendo nuevas ciudades, favo­
reciendo la actividad económica, activando el com ercio. Alejan­
dro hizo posible el conocimiento del Oriente, con toda la ampli­
tud de miras que habían desarrollado en él las enseñanzas de
Aristóteles, lo que sirvió de utilidad para el p ropio Aristóteles y
para otros sabios durante el tiem po en que se conservaron los
archivos científicos de Babilonia, donde quedaron recogidos los
resultados de todas las invesdgaciones realizadas. D ebe recono­
cerse por tanto a las hazañas guerreras de Alejandro el mérito de
haber contribuido a establecer las bases de una riquísima vida
cultural.
La ruptura que supone la muerte de Alejandro, con la discon­
tinuidad de actuación y problemática de los soberanos helenísti­
cos que le suceden, inicia la controversia sobre su persona. Se
reconoce su papel histórico de liberador y renovador, pero, en la
m itología y el floklore de los pueblos del Oriente, la imagen de
Alejandro, que encarna el p od er extranjero de los griegos, se
convierte pronto en la d el rey conquistador, que incendia los
libros sagrados de Persépolis, com o si fuera un azote divino y una
encarnación del mal. En el siglo H aparece en Alejandría la saga
de Alejandro, com o una mezcla de lo histórico y lo imaginario; tal
vez un intento de con traponer una apariencia favorable a esa
interpretación tan negativa. Así se difunde también por el Orien­
te el recuerdo de un Alejandro mítico e irreal, que es el que pasa
a la literatura de la Edad Media.
1. L a s u c e s ió n d e A l e j a n d r o y l a d iv is ió n d e su I m p e r io

Alejandro no dejó heredero. Poco después de su muerte nació


Alejandro, el hijo de su esposa Roxana, pero antes ya de su naci­
miento se había producido una gran pugna por la sucesión. Ini­
cialmente los hombres fuertes eran Perdicas, prim er oficial de
caballería y fiel amigo del difunto, que le había dado su anillo en
el lecho de muerte cuando ya no era capaz de hablar; Meleagro,
el je fe más antiguo de la falange macedonia; Eumenes de Cardia,
el secretario de Alejandro y el único griego, no macedonio, de
origen; Seleuco, también un militar, je fe de un regim iento de
guardias de choque; An tigono Monóphthalmos (El T uerto), satra­
pa de Frigia; Antipatro, antiguo confidente de Filipo, que mantuvo
su fidelidad a Alejandro; en fin, Ptolom eo, Lisímaco, Aristónoo,
Peucestas y Casandro, hijo de Antipatro. La lucha por el poder enta­
blada de inmediato por los llamados Diádocos (Sucesores) de Ale­
jandro habría de prolongarse, con nuevas figuras, a lo largo de cin-
cuenta años, hasta el 270 ap roxim ad am en te en que quedan
consolidadas las monarquías antigónida, lágida y seléucida, con
unas divisiones territoriales que sobrevivirían hasta la conquista
romana. Se distinguen en ella varias etapas. Primero, tres años en
los que Perdicas consigue m antener un com prom iso entre los
pretendientes para establecer una sucesión legítima conservando
él mismo el poder. Su m uerte abre un p e río d o de casi veinte
años, en el que Antigono intenta por su parte hacerse con el con­
trol del Im perio, hasta que muere en el 301 en Ipso, donde se ini­
cia la realidad de los dinastas independientes: Lisímaco para Tra-
cia y Anatolia, Seleuco para Siria y Babilonia, y Ptolom eo para
Egipto. Entonces aparece en escena Dem etrio Poliorcetes, hijo de
Antigono, que consigue mantenerse durante un tiempo en Gre-
cia y M acedonia, hasta que cae víctima de una coalición entre
Lisímaco y el pretendiente Pirro, oriundo del Epiro. En realidad
Lisímaco pretendía anexionarse Macedonia, pero no lo consiguió
porque murió en la batalla de Corupedión luchando con Seleu­
co. Finalmente Macedonia consiguió un go b iern o estable con
Antigono Gonatas, hijo de Demetrio. Estas son las líneas genera­
les del proceso, sobre el que ampliaremos algunos detalles.
A la muerte de Alejandro, Perdicas había propuesto esperar a
que naciera el hijo de Roxana para hacerlo rey en el caso de que
fuera varón, lo que sólo pudo lograr aceptando conjuntamente la
propuesta de M eleagro, su rival militar, de recon ocer también
como sucesor a Filipo Arrideo, un bastardo subnormal de Filipo
II. Así aparecieron las figuras regias del recién nacido Alejandro
IV y el incapaz F ilip o III, lo que presuponía la existencia de
regentes del poder en unos términos no acordes en las fuentes,
pero que en todo caso implicaban un mayor protagonism o de
Perdicas en su calidad de quiliarchos («gen era l en je f e » ), sobre
todo después del asesinato de Meleagro. Por su parte, Ptolomeo
consiguió el gobierno de Egipto y los demás hombres fuertes se
repartieron el resto del territorio, destacando por sus actuaciones
sucesivas, además de Ptolomeo, Antigono Monóftalmo, que obte­
nía inicialmente el Asia M enor occidental, Lisímaco con Tracia, y
Eumenes, enviado al sur de Asia Menor.
El asesinato de Perdicas» llevado a cabo p or una coalición,
conduce al acuerdo de Triparadiso del 320, por el cual se traslada
la corte a M acedonia, quedando Antipatro com o general de la
parte europea del Im perio y com o «guardián de los reyes», y Anti­
gono, que había introducido a éste en la coalición, com o general
de Asia, mientras Ptolom eo seguía en Egipto. De hecho, parece
que A n tigon o quería hacerse con el poder, pero la m uerte de
Antipatro, con el nom bram iento por parte de éste del regente
Poliperconte, se opuso a sus planes. Form ó entonces una coali­
ción, en la que tom aba parte Casandro, el h ijo de A n tip a tro
-haciéndose fuerte en Atenas la persona de Demetrio Falereo, el
filósofo aristotélico-, pero que no logró convencer a los griegos, a
pesar de haber lanzado Casandro una proclama que pretendía
librar a las ciudades griegas de las oligarquías establecidas por
Antipatro. En Macedonia, Olimpíade, la madre de Alejandro lla­
mada del Epiro por Poliperconte, tramó la muerte de Filipo III y
de su esposa, para sucumbir ella misma ajusticiada por Casandro,
aunque p or el m om en to se salvaba el h ered ero A lejan d ro IV.
Superada la crisis, el poder de Antigono siguió creciendo en Asia,
hasta el extremo de expulsar a Seleuco de Babilonia, lo que pro­
vocó la reacción de Ptolom eo, Casandro y Lisímaco, y ésta aun
más la arrogancia de Antigono, aliado con Poliperconte. El resul­
tado fue una guerra de trece años con Casandro, que acabó con
la derrota de éste en Gaza. Seleuco recuperaba Babilonia, y Ptolo­
meo y Antigono firmaron una paz en el 311 que representaba un
freno a las aspiraciones de este último y cuyas estipulaciones no
fueron respetadas por mucho tiem po. L o im portante de este
acuerdo es que reconocía implícitamente la existencia de pode­
res independientes dentro del Imperio: Casandro com o general
en Europa hasta la mayoría de edad de Alejandro IV, Lisímaco
como señor de Tracia, Ptolomeo de Egipto y Antigono de Asia. El
asesinato de Alejandro IV y de Roxana llevado a cabo por Casan­
dro dejaba poco después a éste en las mismas condiciones que los
demás, al tiempo que sellaba la inviabilidad de la sucesión de Ale­
jandro.
Los años siguientes conocen de nuevo la intriga y las luchas
entre los dos grandes protagonistas, Antigono y Ptolomeo, que se
autoproclaman, ios dos, guardianes de la libertad de los griegos, y
que sólo se alian tem poralm ente para enfrentar una coalición
entre Casandro y Poliperconte. Parece ser que las ciudades grie­
gas llamaron entonces a Ptolomeo, quien invadió el Peloponeso,
estableciendo desde esa posición la paz con Casandro; éste, que
se encontraba en el Epiro, no pudo im pedir en todo caso que
Demetrio Poliorcetes, el hijo de Antigono, expulsara de Atenas a
su protegido Demetrio Falereo y estableciera allí una democracia.
Poco después Dem etrio vencía en Chipre al p ropio Ptolom eo,
con una consecuencia importantísima, que recoge Plutarco en su
vida de Demetrio. Antigono y Demetrio fueron saludados y coro­
nados com o reyes, lo que provocó que hicieran lo mismo en Egip­
to con Ptolom eo, y que Lisímaco y Seleuco llevaran diademas;
sólo Casandro se habría comportado como antes, aunque se diri­
gieran a él también como rey.
Falló, sin embargo Demetrio en el asedio a Rodas -la ciudad
amiga de Ptolom eo-, que le valió el título de Poliarkétes (Sitiador) ;
se hizo famoso por las máquinas de guerra utilizadas y duró un
año, al cabo del cual las partes firmaron la paz. Después de apo­
derarse del istmo de Corinto, Demetrio recreó la liga de ciudades
griegas que habían consumido en otro tiempo Filipo y Alejandro,
figurando ahora el padre y el hijo com o líderes; por la epigrafía
conservada sabemos que se ejerció un control sobre los m iem ­
bros hasta la ya mencionada batalla de Ipso, en la que murió Anti­
gono y hubo de huir Demetrio.
Después de la muerte de Casandro, D em etrio consiguió el
mando en Macedonia, pero luego fue expulsado por Lisímaco y
Pirro en coalición, aunque la muerte de Lisímaco en Corupedión
acabó con sus aspiraciones sobre M acedonia. Tras una fase de
anarquía, se hizo con el p od er el hijo de D em etrio, A n tigon o
Gonatas después de vencer a los galos en Lisimaquia, logrando
establecer así en Macedonia a la dinastía fundada por su abuelo.

2. La m o n a r q u ía a^
n t ic ó n id a

Desde la proclamación de Antigono II Gonatas en el 277 hasta


la batalla de Pidna en el 168, que significa el fin de la dinastía
antígónida ante la conquista romana, se suceden en Macedonia
Demetrio II, Antigono III Doson, Filipo V y Perseo. La dinastía se
mostraba heredera de la tradicional monarquía macedónica, por
lo que hubo de adecuarse a sus marcos tradicionales, que limita­
ban en alguna medida el autocratismo de ios monarcas orienta­
les. El rey tenía un consejo de amigos elegidos por él entre mace-
don ios y extran jeros, según sus p referen cias, y, al m enos en
tiempos de Filipo V, sabemos por Poübio que existían en la corte
vanos altos cargos de confianza, com o el secretario de estado, el
capitán de la guardia o el tesorero. Sin embargo, las fuentes con
que contamos indican que el pueblo -probablem en te ya poco
identificado con el ejército y mucho más con una nobleza influ­
yen te- seguía teniendo un protagonism o en la designación deP
sucesor y en los juicios de alta traición, y que la lealtad de esa
nobleza era cuestión importante para el rey. Formalmente algu­
nos documentos recogen la mención de «los macedonios» suma­
da a la del propio rey, lo que sugiere que éste por sí no es repre­
sentante total de la comunidad, y una vez nos encontramos con
que honra al rey Filipo el «koinón de los m acedonios», aunque
seguram ente aquí no tien e el térm in o la misma entidad que
cuando se refiere p.e. al pueblo de los molosos. A l lado de esto
hay que adm itir que los tratados m acedonios aparecen por lo
general suscritos sólo p or el rey y que no contamos con ninguna
inscripción que recoja un d ecreto de la asamblea macedonia.
Cabe pensar, pues, que los antigónidas tenían unos poderes fácti-
cos similares a los de sus colegas orientales, aunque no descuida­
ran del todo el pulso de la nobleza y aunque el pueblo tuviera
unos ciertos poderes residuales. De hecho no hubo asesinatos ni
deposiciones, pero vemos que, cuando murió Demetrio Ií dejan­
do com o heredero a Filipo de tan sólo ocho años de edad, los
macedonios eligieron a un prim o de Demetrio, Antigono Doson
prim ero com o regente y después com o rey, porque las circunstan­
cias requerían a un hombre fuerte. El rey macedónio sigue sien­
do el je fe del ejército sobre todo y no aparece nunca com o objeto
de culto.
Durante el reinado de esta dinastía se produce un desarrollo
urbanístico. Ya con anterioridad el escaso número de ciudades
macedonias se había visto engrosado por la incorporación de las
colonias griegas y por la fundación en el 316 por Casandro de
Casandrea de Palene y Tesalónica, que abundaban en población
griega, aunque todos los habitantes se sentían com o ciudadanos
macedonios. Estas ciudades eran controladas no sólo política sino
administrativamente por el rey, que tenía p od er de ingerencia
sobre todas sus decisiones, ejercido directamente o a través de los
gobernadores ( epistátai) que establecía en ellas. M encionem os
ex.gr. una carta de D em etrio II dirigida a un funcionario suyo
donde le ordena que actúe para que sean devueltos a los sacerdo­
tes de H eracles algunos bienes d el dios que habían pasado a
engrosar el patrimonio de una ciudad. Sin embargo, esas ciuda­
des tenían una autonomía y administraban sus recursos, contan­
do para ello con los órganos pertinentes: sabemos que Casandrea
tenía un consejo, y Tesalónica, consejo y asamblea; Filipos y Anfí-
polis también tenían asamblea. A l igual que las ciudades griegas,
tenían su población dividida en tribus y en demos, y tenían arcon-
tes, tesoreros etc...
La emigración que se produce hacia las nuevas ciudades del
oriente en las décadas siguientes a la muerte de Alejandro, así
com o las guerras tan frecuentes, deben de haber influido negati­
vamente en la prosperidad de M acedonia, a pesar de que las
abundantes acuñaciones de buena calidad realizadas por Antigo­
no Gonatas se hayan tom ado com o un in d icio de una buena
situación económica. En realidad sólo sabemos algo sobre los rei­
nados de Filipo V y de Perseo. Sabemos que la idemnización de
mil talentos que hubo de pagar el prim ero a raíz de la segunda
gu erra m acedónica, el equ ip am ien to m ilitar y los dispendios
ostentosos obligaron al rey a adoptar un conjunto de medidas
económicas: aumento de los impuestos sobre la agricultura, crea­
ción de im puestos sobre el com ercio exterior, fom en to de la
explotación de las minas e intentos de aumentar la población con
más nacimientos y con el traslado de tracios a Macedonia. Tam­
bién parece que se quiere estimular el com ercio interno con la
acuñación de monedas, ahora de cecas regionales. Da la impre­
sión de que el desarrollo opera por las ciudades, de todas formas
poco numerosas, mientras que el campo, al que pertenecía toda­
vía la mayor parte de la población, no llegaba a alcanzar los índi­
ces de producción de Egipto y otras regiones. La m encionada
indemnización de mil talentos impuesta a Filipo por los romanos
contrasta en todo caso con los dieciocho mil que se impusieron al
estado seléucida.
Una cuestión muy importante es la de las relaciones de Mace­
donia con las ciudades griegas, con menos conflictos bélicos que
en el siglo cuarto, pero en el fondo no poco conflictivas. El caso
es que Macedonia funcionaba com o un baluarte para la protec­
ción de los griegos contra pueblos com o los tracios o los ilirios
siempre belicosos, y algunos de sus reyes cayeron o fueron heri­
dos en esas escaramuzas. Pero, del mismo modo, los macedonios,
que nunca tuvieron metas de expansión imperialista frente a Gre­
cia, estuvieron siempre muy atentos a que no cayera bajo otras
influencias o poderes, ya fuera el egipcio de Ptolom eo, ya el de
Pirro del Epiro, y ello también por la propia seguridad del reino
que habían constituido y que querían conservar sin merma. Ello
significaba en definitiva mantener una hegemonía sobre Grecia,
com o la habían mantenido Filipo ÏI y Alejandro Magno, lo que
no dejaba de alimentar una resistencia en Grecia y llevaba a con­
fron tacion es id eo ló gica s constantes. Así el sentir de P olib io ,
qu ien resp on de a la acusación de un e to lio pronu n ciada en
Esparta en el 210, en el sentido de que Grecia debía su esclavitud
a Macedonia, que Filipo, al penetrar en el Peloponeso y despojar
a los espartanos de sus antiguas conquistas no había hecho otra
cosa que sacar de la esclavitud a sus vecinos mesenios, megalopo-
litanos, tegeos y argivos, griegos todos ellos.
El c on tro l de los grie go s se ejercía, en el terren o militar,
mediante el establecimiento de guarniciones macedonias en pun­
tos estratégicos com o lo eran Corinto o Atenas, y, en el terreno
político, mediante las ligas al m odo de la establecida en Corinto
por Filipo II, todo ello compatible con una declaración de liber­
tad y de autonomía para los sometidos a hegemonía, que funcio­
naba com o una proclama para captarlos y evitar que se aliaran
con otros.
Una crisis importante es la llamada guerra Cremonídea, del
268, por el ateniense Cremónides. Cediendo a las maquinaciones
del rey Ptolomeo, que al parecer sentía amenazada su propia hege­
monía sobre las costas de Asia Menor y las islas del Egeo, Cremóni-
des levantó contra Macedonia a Atenas y a Esparta en alianza, con
un mal resultado para los griegos. Pero, poco después, el goberna­
dor de Corinto se rebeló contra Antigono, que tardó muchos años
en recuperar el control de la fortaleza, con el consiguiente debilita­
miento de la posición de Macedonia frente a Grecia.
También se atribuye a Antigono Gonatas el haber establecido
tiranías en el Peloponeso para apoyar su hegemonía, aunque lue­
go los tiranos fueron vencidos por Arato e incorporadas sus ciu­
dades a la Liga Aquea, que, junto con la Liga Etolia de la Grecia
central, hizo frente a Demetrio II. Sin embargo, la aparición en
Esparta de la figura de Cleomenes III, con sus reformas sociales y
su política de expansión, asustaron a Arato y lo llevaron a aliarse
con A n tigon o Doson, el sucesor de Dem etrio; de m odo que el
Peloponeso se llenó otra vez de macedonios y Antigono recuperó
Corinto. Se establecía así una nueva Liga o Alianza ( Symmachia)
entre Grecia y M acedonia que ya no abarcaba ciudades-estado
sino con fed eracion es, es decir, d on de los m iem bros eran los
aqueos, los macedonios, los tesalios, los epirotas, los acarnienses,
los beocios y los focidios. Tenía un consejo para tratar cuestiones
de paz y de guerra, así como la admisión de los miembros,,vy tenía
el inconveniente de que las decisiones debían ser refrendadas
por los respectivos estados, lo que la hacía poco operativa. La rea­
lidad es que la Alianza tuvo iniciativas bélicas no muy felices, debi­
das a la ambición del rey Filipo V. Fueron contra la Liga Etolia,
pero ésta se puso del lado de Roma en las guerras macedónicas,
lo que llevó a los aqueos a acabar adoptando la misma posición,
de m odo que después de la derrota de F ilipo en Cinoscéfalos
Macedonia perdía todo control sobre Grecia. Con la tercera gue­
rra macedónica el rey Perseo conoce el fin de la dinastía.

3. La m o n a r q u ía l á g id a

Recibe su nombre de Lago, el padre del prim ero de los Ptolo-


meos -P tolom eo Lágida-, fundador de la dinastía y que, como ya
se ha dicho, alcanzó el poder en el momento del reparto de pro­
vincias que se hizo en Babilonia a la muerte de Alejandro. A par­
tir de entonces se mantendría en Egipto, im pidiendo implícita­
m en te toda p o sib ilid a d de re u n ifica ció n d el Im p e rio de
Alejandro, entre otras cosas porque no parece haber ambiciona­
do él mismo el ser la cabeza de tan re unificación.
La política exterior de Ptolom eo I podría interpretarse como
expansionista, pero no en el sentido de que pretendiera ampliar
progresivamente las fronteras de sus dominios, aunque las moti­
vaciones de sus movimientos no están del todo claras. Es probable
que pretendiera tan solo asegurarse el respeto de Siria y Macedo­
nia -es decir, que fuera una política defensiva, tal cual la entiende
Polibio-, así com o el abastecimiento de ciertos productos de los
que carecía Egipto. A raíz del acuerdo de Triparadiso había ocu­
pado la Celesiria, aunque hubo de ceder la parte septentrional a
Eumenes y luego el resto a A ntigono. A consecuencia de la bata­
lla de Ipso recuperó de nuevo la meridional, pero el caso es que
la Celesiria fue uno de los motivos de las guerras que tuvieron
lugar entre los Seléucidas y los Ptolomeos durante el siglo terce­
ro, y al fin quedó en manos de Antíoco III en el 200 después de la
batalla de Panio.
También la ocupación de Chipre tenía importancia frente a
Siria. La llevó a cabo enseguida, y, aunque durante unos años,
después de Ipso, estuvo en p oder de Demetrio, a partir del 294 ya
fue de Egipto. Polibio nos inform a de que Ptolom eo se hizo con
algunos puntos de la costa de Asia Menor, poniéndose asimismo a
la cabeza de la Liga de las ciudades insulares del Egeo, fundada
por Antigono; más importante aun fue la alianza con Rodas, tan­
to más estable cuanto que el gran puerto mediterráneo se benefi­
ciaba enorm em ente del com ercio con Egipto. Cabe pensar que
los verdaderos temores de P tolom eo estuvieran dirigidos hacia
Siria, y sólo hacia Macedonia en momentos en los que ésta hubie­
ra aspirado a la expansión por Asia Menor, porque los intentos de
control de Grecia p or parte de Macedonia, a los que nos hemos
referido más arriba, no llegaron muy lejos, y la ingerencia de Pto­
lom eo en los asuntos griegos fue en conjunto muy limitada.
El aspecto económ ico de esta política puede entenderse consi­
derando que el equipamiento del ejército y de la flota, esenciales
para la seguridad del estado, requería metales y madera en abun­
dancia, lo que no había en Egipto. Además, había que obtener
otras cosas a las que estaban acostumbrados los m acedonios,
com o los caballos, la lana, la púrpura, los vinos o los mármoles.
De todas form as, los fuertes gastos m ilitares no se podían
financiar a partir del exterior sino que fue necesario implantar
un sistema económ ico absolutamente dirigista y con un control
férreo de la producción, que conocemos bastante bien, gracias al
hallazgo de una serie de papiros, para la época de Ptolom eo Ií
Filadelfo, pero que podría haberse implantado ya en el primero
de los reinados. Bien entendido, la finalidad de esta política no
era la de aumentar la producción sino la de obtener los mayores
ingresos fiscales posibles, lo que implicaba la existencia de una
burocracia abundante y eficaz.
El principal funcionario era el ministro de las finanzas, el dioi-
keíés de Alejandría, cuyo poder fue in crescendo. Por las numerosas
cartas conservadas en papiro conocemos a Apolonio, que ejerció
desde el 260 hasta el 246, y a Zenón, agente suyo en una gran pro­
piedad situada en El Fayum que le había con cedido Ptolom eo.
Los im puestos eran cobrados p or los oikonómoi, a quienes se
exhortaba no sólo a tener el ojo atento para que no quedara una
sola cabeza de ganado sin tributar, sino también a prestar oídos a
las quejas de los campesinos, los fellahin, contra otros funciona­
rios y a procurar que no se desanimaran y huyeran si se veían en
apuros para saldar sus deudas fiscales. Los cuarenta nomos en
que se organizaba el país estaban subdivididos en tópoi (lugares) y
éstos en kómai (a ld e a s ), figu ra n d o al fren te de cada tip o de
demarcación, respectivamente, nomarcas, toparcas y comarcas.
Este sistema fue aprovechado p o r los Ptolom eos aplicando los
mencionados funcionarios fiscales, así com o un aparato de con­
trol militar a base de tropas y de straíegoi (gen erales).
La totalidad de la tierra egipcia se consideraba com o propie­
dad personal de Ptolom eo, que tenía sobre ella un derecho de
conquista, pero estaba sometida a formas de explotación diversas.
Así, sólo una parte se denominaba propiamente «tierra del rey»
( basiliké chara) y la cual era cultivada por laoí basilikoí o «campesi­
nos del rey», contratados por períodos de tiem po más o menos
largos. Se les daba la semilla, que habían de devolver con la cose­
cha, y el utillaje de labranza, y se les ordenaba lo que debían plan­
tar. Entre el débito de semilla y los numerosos impuestos tenían
que entregar más de la mitad del producto obtenido, lo que, en
el caso del trigo, se hacía una vez trillado bajo la vigilancia de los
funcionarios del rey.
En segundo lugar estaba la hierá chora, la gran canddad de de-
rra en posesión de los templos, cultivada por esclavos sagrados,
teóricamente propiedad de la divinidad a quien estuviera consa­
grado el templo, pero en la práctica libres. Aunque Ptolom eo no
confiscó las tierras que tenían los templos, sí se vio reflejado en
ellas su propio derecho de conquista, porque esas tierras estaban
registradas, tenían sus cultivos controlados y sus rentas fiscaliza­
das. El rey recibía una renta, aunque luego hubiera contribucio­
nes de éste a los templos, y, en cualquier caso, se consideraba con
derecho a establecer la finalidad de los gastos; sabemos, p.e., que
en el 259 se transfirió al culto postumo de Arsínoe, la esposa de
Ptolom eo Filadelfo, la totalidad de lo obtenido por el impuesto
del sexto de los viñedos y los huertos, que antes recaudaban los
templos. De todas formas, en fases de debilidad de la monarquía
fue necesario restablecer algunos de los privilegios de los sacerdo­
tes para contar con su apoyo.
Los reyes también constituían lotes de tierras en condición de
doreá (regalo), que cedían a sus funcionarios más importantes para
que les sacaran ben eficio. C onocem os bien el tipo gracias a la
correspondencia entre Apolonio, el dioiketés de Ptolomeo ÏI Filadel-
fo, y su agente Zenón; se trataba de una finca de casi dos mil ocho­
cientas hectáreas, cultivada modélicamente a pleno rendimiento.
Estas doreaí se contaban en la práctica entre las propiedades priva­
das, que debían de existir, por otra parte, con dimensiones muy
variadas, tanto com o residuo de la época pretolemaica como por
adquisición durante la misma. Tales propiedades privadas, fuera
cual fuera su origen, estaban igualmente sujetas al pago de impues­
tos y al control de la siembra.
Estaban, en fin, las tierras de los klerúchoi, parcelas de una y
media a ven tioch o hectáreas, que eran entregadas a hombres,
normalmente de origen extranjero, con el doble deber de culti­
varlas y de acudir a filas cuando fueran llamados -un sistema bas­
tante más barato que la contratación de mercenarios. Mientras
servían en el ejército, los clerucos arrendaban sus parcelas a otros
cultivadores, lo que solían hacer de form a perm anente si eran
demasiado grandes para trabajarlas ellos solos, pues ni que decir
dene que se veían obligados a cultivarlas plenamente so pena de
serles revocadas. Tenían que pagar una serie de impuestos, aun­
que estaban libres de participación en los trabajos de manteni­
miento del sistema de irrigación. Ya hemos dicho que la conce­
sión era revo cab le y o rig in a ria m e n te person al, aunque a
mediados del siglo tercero se documentaba transmisión a los des­
cendientes; también sabemos, por el contrario, que a finales del
siglo segundo empezaron a ser asentados egipcios com o clerucos,
desalojando incluso a los griegos de las fincas más grandes.
Dos aspectos cabe destacar aún del llamado mercantilismo de
estado de los Ptolomeos: las disposiciones monetarias y los mono­
polios. Gracias a una carta escrita por un tal Demetrio, a todas
luces responsable de la ceca de Alejandría, a nuestro conocido
A p o lo n io , sabemos que Ptolom eo II im pidió la circulación de
moneda extranjera en el reino, obligando a todos los mercaderes
que fueran a tierras egipcias a entregarla para que les fuera cam­
biada por moneda ptolemaica, lo mismo que harían después los
atálidas de Pérgamo,
La producción de aceites varios estaba estrictamente controla­
da, desde la plantación hasta la manufactura en factorías del esta­
do y luego la venta al por menor a precios fijos, lo que 110 impe­
día que existiera contrabando y elaboración clandestina. Otros
monopolios estatales eran las minas, las canteras y las salinas. Por
otra parte, el control ejercido sobre la producción de lino, papiro
y cerveza se acercaba al de un m o n o p o lio , com o también las
licencias para pescadores, apicultores y muchos comerciantes.
Lejos de buscar el bienestar de los súbditos o el perfecciona­
miento de las explotaciones, el sistema ptolem aico tenía como
mira que nada dejara de ser cultivado o explotado y que todo,
absolutamente todo, estuviera sujeto al control burocrático con
vistas al máximo rendimiento fiscal. El resultado en cada caso era
un difícil equilibrio entre las posibilidades del trabajador de cam­
biar de puesto o simplemente de huir, su capacidad de lloriquear
al recaudador y la capacidad de éste de tirar de la cuerda.
La sociedad del Egipto lágida era peculiar. Los egipcios seguí­
an siendo la fuerza de trabajo, aunque se había superpuesto a
ellos una clase dirigente greco-m acedónica y una buena cantidad
de clerucos que vivían diseminados por los campos. N o se fomen­
tó la creación de ciudades, de m odo que sólo existían la antigua
factoría comercial de Naucratis, que se mantenía como algo aisla­
do y especial, en función del comercio egipcio con el mundo grie­
go; Ptolemaida, única fundación de los reyes helenísticos; y desde
luego Alejandría, centro cultural y administrativo, muy cosmopoli­
ta, con su concentración de mercenarios de diversas procedencias,
del que en vano se quería mantener alejados a los nativos
¿Cómo convivían los egipcios y los griegos? Los egipcios con­
servaron sus leyes y administración de justicia, pero hubo que
crear naturalmente jueces especiales para las controversias pro­
ducidas entre unos y otros, y hay legislación que afecta a ambos.
Contamos con testimonios de quejas de egipcios que se conside­
rari peor tratados por el hecho de serlo, incluso entre los sacerdo­
tes, el sector nativo mejor considerado. Pero, en general, aunque
también sabemos de lo d ifícil de hacer trabajar juntos a egip­
cios y extranjeros, no conocem os hechos graves de en fren ta­
m iento entre las etnias. Y tam poco parecen haberse mezclado
las poblaciones, aunque hubo algún m atrim onio mixto con los
griegos más pobres, y algún que otro personaje con nombre egip­
cio, que, en razón de una prom oción social, adoptó un nombre
griego.
En cualquier caso, a finales del siglo tercero cambia la situa­
ción con el enrolamiento en el ejército de egipcios, motivado por
problem as financieros, que desem boca en una prom oción de
éstos, combinada con un aumento del poder de los sacerdotes.
En conjunto de trata de una reactivación del nacionalismo egip­
cio en el marco de graves dificultades económicas, que lleva a la
independencia del Alto Egipto en el 207 y al desarrollo del ban­
dolerism o p or el Bajo Egipto y por el Delta. Pero la tendencia
más marcada es la de la egiptización de la propia clase dirigente
griega, incluido el rey, que se manifiesta en algunos aspectos reli­
giosos. En realidad la última fase de la historia de Egipto previa a
la conquista romana muestra una situación de anarquía , con una
falta de control de los reyes sobre sus funcionarios y sobre los
sacerdotes, un aumento de la corrupción y, en general, una deca­
dencia.

4. La m o n a r q u ía s e l é u c id a

El territorio de la monarquía seléucida no sólo llegó a tener


una descomunal extensión y una en orm e com plejidad étnica,
ausentes de los reinos de Egipto o Macedonia, sino que, por ello
mismo, sus fronteras sufrieron a lo largo de su historia grandes
fluctuaciones. En la época de Seleuco I y Antíoco I se sumaron a
los amplísimos dominios orientales el Asia Menor, Mesopotamia y
casi toda Siria, pero en el siglo tercero, con el poder creciente del
pueblo de los partos, se perdió todo lo que quedaba al oriente de
la línea que une el mar Caspio con el go lfo Pérsico, hasta quedar
reducido el antiguo Im perio, después de la muerte de A n tíoco
V il, a una región del norte de Siria. Las dificultades de gobernar
ese Im perio, integrado por áreas con una historia y una cultura
tan disím iles, ya las había visto el p ro p io S eleuco, qu ien, no
mucho después de Ipso, hizo corregente, con poderes y dignidad
de rey, de las satrapías situadas al este del Eufrates, con capital en
Seleucia del Tigris, a su h'yo Antíoco, habido de su esposa Apame,
una bactriana cuyo padre había alcanzado el carácter de héroe
nacional por su resistencia frente a Alejandro. La Bactria se man­
tiene en efecto integrada durante el reinado de An tíoco I y de
Antíoco II, pero se convierte en reino independiente durante el
de Seleuco IL De hecho este reinado constituye una fase de debi­
lidad para el Im perio porque el hermano de Seleuco II, Antíoco
Hiérax, aliándose con el pueblo de los gálatas, se apodera del
Asia M enor, y también crece el reino de Pérgam o con Atalo I,
vencedor de los gálatas. Una cierta recuperación supone para la
dinastía seléucida la figura de Antíoco III, apodado el Grande,
cuyas campañas orientales en los últimos años del siglo tercero
devuelven a los seléucidas el control de la Media; también se apo­
dera Antíoco III de Celesiria, pero pierde la mayor parte de Asia
Menor. Después, el Im perio seléucida languidece hasta su total
sumisión a Roma.
La iniciativa de Seleuco de crear dos centros de poder en el
Im perio es el único intento de seguir las ideas de Alejandro sobre
el gobierno del Oriente, sobre todo teniendo en cuenta las raíces
de su hijo Antíoco y el hecho de que él mismo permaneció casa­
do con su esposa bactriana. Luego ya, con los monarcas únicos, el
centro de gravedad se desplaza inevitablemente hacia el occiden­
te, co m o lo indica la situación de los dos centros administrativos,
Sardes del H erm o en Asia M en or y Seleucia del Tigris, y de la
capital a la que éstos complementaban, Antioquía del Orontes en
Siria. Aquí estaba el corazón del Im perio y aquí los últimos terri­
torios que conservó el reino seléucida. Por lo demás, la existencia
de una amplia burocracia y la creación de numerosas ciudades de
un carácter militar fueron los dos instrumentos utilizados en el
gobierno del Im perio. En cuanto a los elementos humanos, la éli­
te de amigos del rey, en la que éste se apoyaba, era totalmente
grecomacedonia, de m odo que los persas se vieron excluidos de
la participación en el poder; y asimismo fueron inmigrantes los
asentados en las colonias.
El derecho de conquista que aplicaban los seléucidas al ejerci­
cio del poder político sobre los territorios sometidos tenía igual­
mente una dimensión patrimonial: en teoría todas las tierras eran
del rey y él podía hacer con ellas lo que quisiera. El resultado era
en la práctica una variedad de formas de explotación con todas
las posibilidades de ingerencia por parte del rey. Como en Egip­
to, existía aquí un gran cantidad de basiliké chora, de tierras for­
malmente llamadas «d e l rey», con las que éste hacía lotes para
entregar a otros y que eran trabajadas por laoí basilikoí, por «cam­
pesinos del rey», que vivían en aldeas y sobre cuya condición exis­
te controversia, así com o la posibilidad de que las escasas fuentes
en nuestro haber nos proporcionen inform ación aplicable tan
sólo a situaciones determinadas en el tiempo y en el espacio.
Entre los documentos más importantes que se refieren a los
laoí, el primero, hallado en Sardes, corresponde a una concesión
realizada todavía por Antigono a un tal Mnesímaco. Se trata de
cinco aldeas, varias parcelas ( kléroi, «lo te s »), una finca y varios
huertos. Tal y com o aparece, el docum ento podría recoger los
pagos que tendría que hacer al rey el beneficiario a través de los
quiliarcas de las distintas jurisdicciones en las que caía la conce­
sión, siendo él entonces el encargado de obtener esas cantidades,
junto con lo que se quedara él mismo com o beneficio personal,
de los arrendatarios de los kleroi y de los laoí de las aldeas; o bien
los laoí seguirían d ep en d ien d o totalm ente del rey y pagarían
directamente a los quiliarcas, con lo cual la concesión a Mnesíma­
co significaría tan sólo que era él y no el rey el beneficiario de las
rentas obtenidas.
Unas cartas de Antíoco I al gobernador de la Frigia helespón-
tica documentan la existencia de campesinos del rey que seguían
viviendo en sus aldeas, una vez que éstas habían sido cedidas a
particulares en reconocim iento por sus servicios, pero no permi­
ten conocer cómo se ejercía la dependencia de los labriegos.
Otra inscripción se refiere a la venta de una gran extensión de
tierra real a Laódice por parte de su esposo Antíoco II, probable­
mente com o arreglo de divorcio. En este caso los laoí iban unidos
a la aldea en la transacción, incluso si hubieran cambiado de resi­
dencia, lo que no era ilícito, pero tampoco eliminaba las obliga­
ciones contraídas con el lugar de origen; es decir que Laódice no
sólo percibiría las rentas sino que los campesinos entraban bajo
su dependencia. Además se perm ite a Laódice unir su propiedad
a la ciudad que quiera, lo que significa la posibilidad de acogerse
a alguna inmunidad fiscal.
El caso es que los cultivadores de las tierras del rey, estuvieran
o no cedidas a otros beneficiarios, debían pagar un impuesto, eí
phóros, que era una cantidad fija por aldea, lo que no excluye la
posible existencia de inmunidades o de impuestos proporciona­
les al producto obtenido.También estaban obligados a prestacio­
nes de carácter personal. En principio, cabe pensar que el régi­
men general haya estado sometido a modificaciones puntuales,
por evolución, por concesiones reales o por la existencia de ante­
cedentes o situaciones peculiares.
Los templos tenían asimismo propiedades con laoí, algunas
antiguas, que habían conservado por voluntad del rey, y otras
com o resultado de donaciones de particulares o de nuevas conce­
siones reales. Así tenemos una carta de uno de los Antíocos en la
que se asigna a un templo una aldea que antes había pertenecido
a un particular, no sabemos si por iniciativa nueva o porque fuera
originariam ente del tem plo y ahora se le devolviera. Por otro
documento se ve cómo el rey cambia de lugar un templo, actuan­
do com o si el solar y las tierras del santuario fueran de su entera
propiedad.
El reino seléucida contaba con tropas macedonias, que proba­
blemente tenían asignadas tierras en las colonias llamadas katoi­
kíai, muy semejantes a las aldeas com o formas de hábitat y como
unidades administrativas. A diferencia de las fundadas por Alejan­
dro, estas colonias contaban con militares en activo, de modo que
en tiempo de paz, además de cultivar las tierras, constituían guar­
niciones permanentes dispuestas a d efen d er el territorio, y en
tiem po de guerra funcionaban com o una reserva de efectivos.
Había también katoikíai civiles, con indígenas que podían ser alis­
tados en caso de necesidad, pero sólo las habitadas por macedo­
nios eran susceptibles de convertirse en ciudades.
Las nuevas ciudades griegas del reino seléucida se extendían
por todo el ámbito del Imperio, incluida Bactria y Sogdiana. Prie­
ne, en la costa de Asia Menor, que se volvió a fundar en el 350, es
un ejem plo del esquema ortogonal, adaptado a las peculiaridades
del terreno, que caracteriza a estas fundaciones, cuyos aspectos
urbanísticos bien desarrollados proporcionaban unas comodida­
des que no tenían las aldeas o las katoikíai. P or una inscripción de
Pérgam o sabemos de los deberes de los funcionarios llamados
astynómoi, para la garantía de ios servicios públicos y de las multas
que se im ponían a los infractores. Además de las ciudades más
importantes, com o An tioqu ía en Siria o Seleucia en el Tigris,
conocem os una enorm e serie por todo el reino que repiten los
Figura 3. Priene. Planta simplificada de una ciudad helenística. (P. puertas; T.
torres; A. agora; B, teatro; C. templos; D. calle principal; E. colina-acrópolis).

Pequeña ciudad mercado, de unos cuatro mil habitantes, que constituye


un buen ejemplo de una reconstrucción de la época de Alejandro, con una
excelente conservación.
Las murallas de esta ciudad mínorasiática son típicas de la ciencia militar
helenística, siguiendo las posiciones de fácil defensa e incluyendo un área no
habitada y una colina rocosa a modo de acrópolis. La dudad estaba cimentada
sobre la roca y construida en gran parte de sillería. Así eran en todo caso las
murallas y las torres, situadas fuera del recinto. Las calles son perpendiculares
entre sí, con una doble de ancha en dirección este-oeste, que va por el norte
del agora. Lo esencial del esquema es la igualdad de las manzanas, divididas
en cuatro casas con paredes comunes, y algunas en ocho.
nombres dinásticos -A lejan d rías, Seleucias, Antioquías etc...-, dis-
tinguéndose unas de otras tan sólo por el río o la región a que se
adscriben. Por su origen y desarrollo diferían mucho entre sí:
algunas eran ciudades de nueva fundación com o Seleucia del
Tigris, pero ya hemos dicho que las había griegas refundadas
co m o Priene, y había ciudades indígenas totalmente helenizadas.
En general, estas ciudades tenían la misma organización que
las de Grecia: un territorio dividido en demos, una población de
ciudadanos distribuida en tribus, un centro urbano -norm alm en­
te amurallado-, un código de leyes y unos órganos de gobierno, a
saber, asamblea, consejo y magistrados. Entre ellas se comporta­
ban com o unidades independientes y autónomas, pero estaban
totalmente sometidas a la autoridad del rey, que podía alterar o
suprim ir el tributo d eb id o , im p on erles o no gu arn icion es o
gobernadores reales, interferir en la administración de justicia y,
en fin, cursar instrucciones sobre cualquier aspecto relacionado
con el territorio, la población o las leyes.

5. Í A REALEZA HELENÍSTICA Y SUS BASES POLÍTICAS

En sus fases primitivas los griegos habían tenido monarquías


del tipo de las reflejadas en los poemas homéricos, monarquías
patriarcales, pero el desarrollo de la polis, característico de la Gre­
cia clásica, había venido a excluirlas, a no ser en una forma resi­
dual y adaptada al nuevo sistema, com o era el caso de Esparta.
Sólo quedaban en zonas marginales a la Hélade com o Macedonia
o el Epiro, o bien en las claramente bárbaras com o Tracia. Para
los griegos de época clásica la realeza, identificada con la tiranía y
con la falta de libertad, era una institución típica del Oriente, y
«el Rey», el rey persa.
Con Filipo tuvieron de nuevo los griegos la monarquía como
una realidad próxima, y de ahí el posicionamiento que adoptan
ante ella, al que nos hemos referid o más arriba, siempre en el
terreno de la controversia. Com o también dijimos, el rey macedo­
nio dependía de una nobleza para su elección y tampoco tenía
poderes para juzgar los casos de alta traición.
Con Alejandro la institución se complica. Por un lado vemos
que en sus filas se produce la sedición de las tropas y que la reac­
ción del rey es la de harengar y conciliar a los soldados, lo que se
corresponde con la tendencia de sus sucesores a consultar a los
ejércitos; por otro lado, Alejandro aprovecha la situación de cam­
paña para mostrarse autoritario y cede en Egipto a una form a de
cuasidivinización. Pero el caso es que, al foijarse los reinos, lo que
se establece no es la monarquía macedonia, porque ésta no ofre­
cía bases para sacralizar la Figura del rey ni para el autoritarismo,
y tampoco estaba allí la nobleza macedonia com o posible soporte
de lealtad. Las monarquías helenísticas se diversifican un tanto en
razón de la población que someten, de sus antecedentes cultura­
les y de sus formas de predisposición a la obediencia; de ahí las
diferencias entre la monarquía egipcia y la seléucida, o la atálida
de Pérgamo.
Al margen de esas diferencias tenemos en general en los reyes
helenísticos unos poderes personales semejantes a los de los tira­
nos griegos, basados exclusivamente en el derecho de conquista o
en la herencia, sin plantearse en un principio cuestiones de legiti­
midad. Con el tiempo, haya divinización o no, se acentúan los sig­
nos externos que marcan la excelencia del rey, com o son la diade­
ma y el ritual; se desarrolla la idea de que los poderes fácticos de
la realeza tienen una base de legitim idad distinta de su simple
capacidad de conservarlos por la fuerza.
Característico de los soberanos helenísticos es el contar con
un grupo de Amigos, personas de cualquier rango o procedencia,
cuya capacidad de ayuda valoraba el rey y que eran ampliamente
compensados por su lealtad y cooperación. De este grupo infor­
mal, en el que se contaban expertos varios y hasta filósofos, médi­
cos o artistas, elegía el rey su consejo perm anente de asesores,
pero también los mandos del ejército, los altos funcionarios o los
embajadores. Los Amigos tienen un protagonismo, una persona­
lidad reconocida en documentos com o una inscripción honorífi­
ca dedicada a Antíoco por una ciudad, donde se saluda al rey, a la
reina, a sus hijos, a sus amigos y al ejército.
El afianzamiento del principio dinástico corrió parejo con el
desarrollo de la noción de legitimidad, que llevó a una institucio-
nalización de los Amigos, organizados ahora en una estructura
jerárquica, cuyas competencias y poderes se definían recíproca­
mente, siempre con una vinculación directa y estrecha a la perso­
na del rey, fuente de todos los honores. Conocemos para Egipto
los nombres de esos grupos especializados: Parientes, Primeros
Am igos, Seguidores etc... Y sabemos que esos personajes, que
seguían siendo hombres de valía y, p or lo tanto, de alta cotiza­
ción, podían pasar de unas cortes a otras, en puestos cada vez más
elevados, en función de una ley de oferta y demanda que regía
también entre los mercenarios o entre los miembros de las colo­
nias y que confiere a la sociedad helenística esa movilidad que la
caracteriza.

6. La v id a d e i a s c iu d a d e s h e l e n ís t ic a s

Ya hemos dicho que todas las ciudades helenísticas se adminis­


traban internamente por medio de los órganos tradicionales de
la/»óí¿5 -las asambleas, los consejos y las magistraturas-, con tantas
diferencias de detalle entre estas instituciones com o ya existían
en la época clásica, y que esas ciudades tenían también sus pro­
pias leyes, igualmente diferentes. Los grandes cambios de la épo­
ca helenística se refieren más bien a las relaciones externas entre
las ciudades y los reyes, entre las ciudades entre sí o entre los indi­
viduos de unas ciudades y de otras, todo lo cual da lugar al desa­
rrollo de instituciones peculiares. Esas instituciones recortaban
en cierto m odo la autonomía, pero la autonomía de las ciudades
helenísticas ya no descansaba en una soberanía sino que en últi­
mo término venía a depender siempre de la voluntad del rey en
cuya órbita se encontraran, porque no había ciudad que pudiera
enfrentarse a los recursos militares y económicos de los monar­
cas.
Esa realidad de la debilidad de las ciudades dio lugar a que el
proteccionism o de los reyes no se viera com o algo humillante
sino com o un valor digno de alabanza y reconocimiento, y a que
ese talante fuera imitado por ciudadanos ricos que se ganaban los
honores y el aprecio de sus respectivas ciudades costeando algu­
nas de sus necesidades, ya fuera trigo con ocasión de una ham­
bruna, obras públicas o simplemente una embajada de las que
eran tan frecuentes. El llamado evergetismo de esos benefactores
émulos de los reyes ha quedado plasmado en las inscripciones
honoríficas.
Algunas ciudades que se veían despobladas concedieron su ·
ciudadanía a quienes quisieran asentarse en ellas, com o es el caso
de Larisa, en Tesalia, animada por Filipo V a que acogiera a nue­
vos ciudadanos, o el de la ciudad de Dime, en Acaya, que otorgó
la ciudadanía a cincuenta y dos soldados quizá mercenarios. No
por despoblamiento sino por otras razones prácticas, que podían
ser comerciales, acordaban a veces dos ciudades la isopoliteía, en
virtud de la cual el que se trasladaba a vivir de una a la otra adqui­
ría la correspondiente ciudadanía; la concesión podía afectar a
individuos concretos o a toda la comunidad, como fue el caso de
Terrino y Pérgam o. En fin, este acercam iento de las ciudades
entre sí podía llevar a una sympolüeía, por la cual dos o más comu­
nidades próximas, demasiado pequeñas para mantenerse por sí
mismas, decidían compartir todo lo público con los mismos dere­
chos y participar conjuntamente en la asamblea, en la elección de
magistrados y en la administración de justicia.
O tro p roblem a a resolver era el de los individuos que se
encontraban en una ciudad que no era la suya en calidad de visi­
tantes o de residentes temporales. En ocasiones se acordaba el
que compartieran algunos derechos con los ciudadanos, como el
de pagar los mismos impuestos, el de acceder a los tribunales de
justicia, el de importar y exportar, etc., pero para esas situaciones
había surgido con carácter general la institución de la proxenía,
por la cual un ciudadano prom inente de una ciudad recibía de
otra en calidad de honor el deber de proteger a los ciudadanos
de ésta mientras estuvieran en la suya. Con el tiempo la proxenía,
que era hereditaria, tiende a convertirse en una concesión hono­
rífica como reconocimiento a servicios prestados, unida a veces a
otros honores y posiblemente un tanto disociada de su primitiva
función.
Los ciudadanos de una ciudad tenían derecho a vengar una
injuria recibida por un m iem bro de otra en la persona de cual­
quiera de sus ciudadanos. Para resolver los problemas de violen­
cia que generaba esta arcaica legitimación de la venganza, surgió
la asylía, un privilegio de asilo e inviolabilidad -qu e ilegitimaba la,
venganza- concedido prim ero a los templos, que luego se hace
extensivo al territorio de ciudades, con el pretexto de una epifa­
nía divina o de un oráculo p or el que un dios manifestara su
deseo en ese sentido. Conocem os, entre otras, la petición para
Esmirna patrocinada por Seleuco II, que escribió a reyes y ciuda­
des invitándolos a reconocer la inviolabilidad del templo de Afro­
dita y de la ciudad entera. Suponemos que en algunos casos la
petición de asylía estaba motivada por la n e c e sid a d de protegerse
contra la piratería, que podía actuar impunemente en nombre de
una supuesta syle («ve n g a n za »).
La peor calamidad que amenazaba, en fin, a las ciudades era
la de las guerras en que podían enredarse unas con otras p or
motivos concretos, entre los cuales el más común era el de la dis-
puta por los terrenos fronterizos. En la época helenística es raro
que tales diferencias acaben en un conflicto armado, entre otras
cosas porque no lo habrían consentido los reyes. La epigrafía
muestra con cuánta frecuencia se recurría al arbitraje por parte
de una tercera ciudad o de uno de los reyes. Así un litigio entre
Corinto y Epidauro por un prom ontorio fue resuelto por el juicio
de Mégara, otro m iem bro de la Liga Aquea. Famoso es por su
duración el contencioso entre Mesenia y Esparta por un territo­
rio: en el año 140 los milesios formaron un tribunal de seiscientos
jueces, cuyo arbitraje, a pesar de las garantías de insobornabili-
dad que ofrecía el número, no logró acabar con el conflicto.

7. L a s l ig a s d u r a n t e e l h e l e n is m o

Muchos griegos no vivían en póleis sino en una form a de orga­


nización distinta, llamada koinón («com u n id a d », «lig a ») o bien
éthnos («p u e b lo »), de tipo federal, que tenía siempre un centro
religioso. En la época helenística se potenció el principio federa­
lista por la impotencia que sentían las ciudades frente a las gran­
des monarquías, de m odo que muchas de ellas se agruparon, con
una tendencia a confiar el poder a un solo hombre, llegando así a
constituir una forma intermedia entre la ciudad y la monarquía.
La liga tenía un mayor protagonismo que cada una de las ciuda­
des por separado y también facilitaba la resolución de los conflic­
tos entre ciudades.
Hay tres tipos de ligas o estados federales: las creadas por un
rey y/o lideradas por él, las nacidas de comunidades cantonales y
las formadas por ciudades. El ejem plo más claro del primer tipo
es Tesalia, donde se creó una liga de la que fueron jefes vitalicios
los monarcas macedonios, desde Filipo II hasta que Filipo V per­
dió el territorio frente a los romanos. El caso del Epiro también
entraría aquí. Sus tres linajes -m olosos, peon ios y tesprotios-
habían constituido un koinón que reconocía com o rey al de los
molosos, aunque podían destronarlo; luego, con Pirro se consti­
tuyó una monarquía autocrática, y después una república federal.
Mencionamos en fin las ligas creadas por A n tigono I: la liga de las
Ciudades Jonias, reposición de la antigua; la de las Ciudades
Eolias con Ilion a la cabeza, y la liga de las Islas, con centro en
Délos. Estas últimas ligas no eran propiamente estados federales,
porque ni tenían asamblea ni poderes militares o judiciales; ser­
vían en realidad para que An tigono pudiera controlar mejor las
respectivas ciudades, y su principal cometido era el de organizar
sus festivales y honrar al rey.
Etolia es un caso de liga surgida de la unión federal de canto­
nes de diversos pueblos, aunque hubo otras en el norte de Gre­
cia. Se form ó probablem ente por influencia de Epaminondas y
tenía com o unidades, además de alguna ciudad, una especie de
distritos de población rural organizados en torno a aldeas o coli­
nas. El poder político correspondía a una asamblea civil de la que
formaban parte todos los etolios libres y que se reunía dos veces
al año, al com ienzo y al térm ino de la temporada de campaña.
Sus competencias se referían sobre todo a la guerra y a la paz,
porque las ciudades tenían su autonomía y sus respectivos cuer­
pos de ciudadanos. A la cabeza del koinón de los etolios había un
general en je fe de mandato anual, al que acompañaban un je fe
de la caballería, un secretario, un organizador de los juegos y una
serie de encargados de finanzas. Entre asamblea y asamblea los
asuntos urgentes los decidía un consejo form ado por represen­
tantes de los miembros de la liga en proporción a la aportación
militar.
Las ciudades que se agregaban entraban en sympoliteía con las
demás, salvo que estuvieran alejadas, en cuyo caso se constituían
en aliadas, y la relación era de isopoliteia. En el 220 la sympoliteía
etolia iba p or Grecia de mar a mar, com prendiendo una exten­
sión muy considerable, mientras que su isopoliteia incluía islas y
territorios alejados. Pero ese desarrollo fue en detrimento de su
democracia, porque, al no ser ya viable la reunión de la asamblea,
el consejo creó un pequeño comité permanente, que era quien
gobernaba el koinón, salvo en lo relativo al derecho de guerra y
paz.
Arcadia y Beocia son los casos típicos de ligas con la unión de
ciudades com o base. Tenían instituciones federales y, además,
cada ciudad las suyas propias, con bastantes diferencias entre sí.
La liga Arcadia duró hasta que sus ciudades entraron en la liga
Aquea, que había existido inicialmente con doce miembros, pero
se había deshecho durante las guerras de los Epígonos. Su reor­
ganización efectiva tuvo lugar en el 255, en que llegó a tener un
sólo general en lugar de dos. Se trataba de una sympoliteía, en la
que ingresaban siempre los nuevos miembros con la ciudad como
unidad. Dentro de la liga, las ciudades tenían autonomía hasta el
extremo de acuñar moneda, y seguían con sus propios dudada-
nos, sus constituciones y sus tribunales. Lo que correspoclía a la
liga era toda la política exterior, el ejército y las cuestiones relacio­
nadas con la propia liga.
El general presidente de la liga tenía un mandato bienal reele-
gible; había además un secretario, un tesorero y un almirante, así
como diez demiurgos, que formaban un cuerpo de gobierno con
el general. También tenía una asamblea, cuyas funciones y com­
posición no conocemos bien. Parece que se reunía cuatro veces al
año en sesiones llamadas synodoi, a las que acudían el consejo,
abierto a los mayores de treinta años, y los magistrados. Pero
resulta que, en el siglo segundo, las cuestiones de guerra o de
alianzas eran tratadas por una asamblea especial, donde proba­
blemente se votaba por ciudades. De todas formas, parece que en
la práctica la liga era gobernada por miembros de unas cuantas
familias de unas pocas ciudades, lo que constituía un factor de
debilidad porque hacía que se resintiera la lealtad de los miem­
bros. Prueba de esa debilidad es el hecho de que Arato, como ya
se dijo, tuviera que llamar de nuevo a los macedonios para hacer
resistencia a Cleómenes de Esparta.
Con todos sus defectos, el federalism o griego constituye un
desarrollo peculiar muy interesante para el historiador como for­
ma de adaptación de las comunidades griegas a unas nuevas reali­
dades, y siempre cabe preguntarse hasta dónde se habría llegado
por ese camino de no haberse producido tan pronto la conquista
romana.

8. A s p e c t o s s o c ia l e s y e c o n ó m ic o s

En este terreno el m undo helenístico se muestra más bien


heterogéneo. Ya hemos visto que la mezcla poblacional era dife­
rente según los reinos, porque, si bien la implantación grecoma-
cedonia constituía una constante, la diversidad de la población
indígena llevaba a resultados muy varios - p o r no hablar de la
peculiaridad de Grecia. Com o auténtico denom inador común
tenemos que en todas partes se vivía básicamente del producto de
la tierra. Por lo demás, ésta era en su mayor parte, como ya se ha
dicho, propiedad de los reyes y trabajada por campesinos depen­
dientes, que vivían en aldeas, con diferencias en su situación
según los casos y las regiones. Pero, además de en Grecia, en esas
vastas extensiones de los reinos se encontraban las ciudades, que
habían adoptado el modelo de la ciudad-estado, con sus ciudada­
nos propietarios de parcelas, con sus esclavos públicos y privados,
y con sus residentes, sin derechos políticos, pero más o menos
integrados en la vida social y económ ica.. Ya sabemos que las ciu­
dades eran casi todas ellas dependientes de los reyes, y, salvo que
hubieran sido declaradas inmunes, estaban obligadas al pago de
tributos regulares, así com o a ciertas contribuciones extraordina­
rias que les eran requeridas, destinadas a cubrir gastos de guerras
o de festivales. A veces esas cargas resultaban muy onerosas, pero
también podían apelar al evergetismo de los ricos para cubrirlas,
y los propios reyes, por contrapartida, manifestaban su evergetis-
mo con donaciones y contribuciones a obras públicas.
Aunque en la época helenística se registran algunas mejoras,
como el uso del tornillo de Arquímedes para el riego, de nuevas
prensas de vino y aceite, de nuevas semillas -ios papiros registran
la introducción de un nuevo trigo que proporcionaba una doble
cosecha-, o como la mejora de los canales de irrigación y drenaje,
sobre la que hay noticias para algunos lugares, no se p u ede
hablar sin em bargo de un aum ento significativo de la produc­
ción: básicamente se sigue produciendo lo mismo y de la misma
manera. La existencia de gentes sin recursos en las ciudades y la
aglom eración que llegó a producirse en algunas de ellas hacía
que escaseara de vez en cuando el trigo, lo que se paliaba con
repartos gratuitos debidos a los reyes o a ciudadanos benefacto­
res, aunque las ciudades tomaban en ocasiones medidas para
anticiparse al problema. Conocemos el caso de Samos, en el siglo
segundo, que compraba anualmente trigo para distribuir con los
intereses de un capital constituido a ese fin y dado en préstamo.
Tampoco la industria o el com ercio registran una transforma?
ción cualitativa. Como había ocurrido con anterioridad, algunas
ciudades lograron vivir sobre todo del comercio. Es ahora el caso
de Rodas, beneficiada p or su amistad con los Ptolom eos, que
parecía tener controlados sus problemas sociales. Estrabón se sor«
prende de que, sin tener un go b iern o dem ocrático, fueran los
pobres mantenidos p o r los ricos, gracias a las liturgias que pro­
porcionaban provisiones, lo que tenía la ventaja de poder contar
con hombres útiles en la medida en que se requerían para la flo­
ta. Pero el caso es que ni el com ercio terrestre ni el m arítim o
habían mejorado sus medios, y este último debía afrontar un mal
que se hizo endémico: la piratería. En algunos lugares com o Cre­
ta había hombres que se contrataban indistintamente com o mer-
cénanos y com o piratas; estos últimos formaban fletes que ataca­
ban a las naves de carga, o bien los puntos de la costa don de
había fácil botín, y se llevaban mercancías y seres humanos, por
los que se pedía un rescate o que eran vendidos com o esclavos.
Las ciudades que tenían una producción característica, como
Sidón con sus cristales, T iro con sus tintes o Tarso con su lino,
parecen haber seguido haciéndolo todo de la misma manera;
podemos pensar en un incremento por aumento de la demanda,
p ero no hay testimonios sobre form as de produ cción masiva.
Com o en la agricultura, las unidades de producción siguen sien­
do pequeñas. Sencillamente, el gran excedente de riqueza acu­
mulado por los reyes y por algunos particulares no se invertía en
el aumento de la productividad sino en las guerras y en la osten­
tación personal, donde quedaba incluida la caridad pública.
Un hecho característico de la época helenística es la propaga­
ción de la moneda por las ciudades de Asia, debida a un aumento
de la circulación monetaria, que se produjo a su vez porque las
grandes cantidades de oro y plata obtenidas con las conquistas de
Alejandro no fueron tesaurizadas sino puestas en m ovim iento.
Aunque no desapareció el trueque y el pago en especie en las
aldeas, el com ercio utilizaba moneda, si bien no de patrón único.
Ya dijimos que Egipto impuso un patrón especial -e l fenicio, con
una tetradracm a de 13 a 15 g r-, p ero el más corrien te fue el
em pleado por los Seléucidas y los Antigónidas, que era el patrón
ático, adoptado por Alejandro, con su tetradracma de 17 gr; en
Grecia había acuñaciones locales de otros pesos.
Tenem os noticias sobre la existencia de un malestar social
en algunas zonas de Grecia, que habría conllevado un im por­
tante descenso dem ográfico - p o r rechazo al m atrim onio y por
infanticidio, según P olib io -, con una despoblación de las ciu­
dades y una re d u cc ió n en la p ro d u ctivid a d de los cam pos.
C om o quiera que la falta de hijos parece que se atribuye a los
ricos, y que tenem os constancia de exigencias sobre distribu­
ciones de tierras, hay que pensar en un caos social com plejo
más qu e en un e m p o b re c im ie n to p u ro y sim p le de la capa
social baja. Las continuas guerras y revoluciones y la inciden­
cia de la piratería habrían producido una situación de incerti-
dumbre y desánimo entre quienes contaban con recursos, mien­
tras qu e qu ien es n o los ten ían se am otin ab an y los e x ig ía n
violentamente. El historiador Polibio nos habla, por ejemplo, de
una situación caótica de Beocia a com ienzos del siglo segundo,
con suspensión de los tribunales de justicia y pagos estatales
extraordinarios para los indigentes.
En las ciudades de la Grecia continental los conflictos origina­
dos por las grandes diferencias de riqueza parecen haber llegado
a constituir una seria amenaza de revolución social, con antece­
dentes incluso anteriores a Alejandro. Ilustrativo es al respecto el
juramento de lealtad de unos nuevos ciudadanos de una ciudad
cretense, recogido en una inscripción, donde se exige a los indivi­
duos el compromiso de no originar divisiones de tierras ni cance­
laciones de deudas.
Las revoluciones que conocem os por las fuentes no preconi­
zaban un cam bio del sistema o de los modos de producción,
sino una simple inversión de papeles entre los ricos y los pobres;
y tampoco pretendían suprimir la esclavitud -s ó lo conceder o
ven d er la lib ertad a algunos esclavos con cretos p o r razones
coyunturales. Tam poco han sido demasiado numerosas ni dema­
siado importantes, acaso por la eficacia de los repartos gratuitos
de trigo, o por el reforzam iento de las élites que produjo la pre­
sencia romana.
N o obstante hay figuras de revolucionarios que es preciso
mencionar. Sobre todo el caso de los reyes espartanos Agis y Cleo­
menes, que conocemos en forma idealizada por las biografías de
Plutarco, mientras que para Polibio eran una especie de tiranos.
En Esparta la alienabilidad de las parcelas, que fue legalizada
gracias al éforo Epitedeo, produjo una concentración de la pro­
p iedad fundiaria, dan do lugar a una masa de espartanos sin
recursos que perdieron sus derechos de ciudadanía por falta de
capacidad económica. C om o quiera que no podían dedicarse a
otras actividades, com o la industria o el comercio, porque éstas
correspon dían a los p eriecos, pasaron a constituir una masa
hambrienta sin espacio social o económ ico y totalmente carente
de estímulos, a no ser el de la subversión . Para solucionar el pro­
blema, ei rey Agis ideó volver al sistema antiguo, el de las parce­
las iguales atribuido al legendario legislador Licurgo, y aprove­
chó la elección para el eforado de uno de sus partidarios para
sacar adelante sus reformas; pero, antes de que se llevara a cabo
la redistribución de tierras, Agís fue asesinado. Precisamente un
hijo de Leónidas, el correy de Agis opuesto a las reformas, casó
con la viuda, quien lo habría convertido en partidario de la revo­
lución. Así, C leóm enes suprimió la magistratura del eforado y
asignó nuevas parcelas. Perm itió comprar su libertad a algunos
ilotas y concedió la ciudadanía a muchos periecos, con el fin de
que aumentar los efectivos militares, para así poder iniciar una
política expansionista, que tai vez fuera su principal objetivo. En
su ofensiva contra la liga Aquea ganó varias ciudades, donde se
esperaban redistribuciones de tierras y cancelaciones de deudas.
Sin embargo, como ya se ha dicho, el líder de la liga, Arato, lla­
mó en su ayuda a A n tigono III, quien invadió el Peloponeso y
puso en fuga a Cleómenes.
Es posible que algunas de las medidas paliativas del problema
social hayan sobrevivido a la derrota de Cleómenes, y desde luego
el movimiento revolucionario de Esparta tuvo sucesores. El más
conocido es el rey Nabis, quien, según Polibio, habría mandado
al exilio a los más ricos e ilustres, distribuyendo las riquezas y las
mujeres de aquéllos entre sus propios partidarios, algunos de
ellos mercenarios de la más baja extracción social; también le atri­
buye concesiones de libertad a esclavos. Nabis fue asesinado y su
revolución abortada.

9. R e lig ió n y r e lig io s id a d

En el ámbito de las creencias religiosas y de la piedad, la época


helenística presenta creaciones peculiarés. En realidad esta evolu­
ción arranca de la crisis de la religión olímpica que empieza con
el escepticismo desarrollado por la sofística; una crisis que afecta
a la fe y al sentimiento religioso, manteniendo los ritos en el mar­
co de las tradiciones conservadas y respetadas. Se asiste ahora a
una apertura a los cultos extranjeros, y, sobre todo, hay una incli­
nación hacia las religiones que o frecen una vivencia personal
intensa del fenóm eno religioso, acompañada o no de una prome­
sa de vida después de la muerte. El culto al gobernante es otro
aspecto característico de esta época, no tanto debido a la búsque­
da de la vivencia religiosa p o r parte d el individuo com o a un
intento de los propios soberanos por alcanzar una legitimidad.
Ya nos hemos referido más arriba a la divinización de Alejan­
dro en Egipto, a su reconocimiento com o hijo de Amón, que con­
llevaba la equivalencia de ser reconocido com o hijo de Zeus; así
lo hicieron, en efecto, poco después los oráculos de Dídima y Eri­
trea. Tam bién hay que considerar en esta lín ea el intento de
introducir la proskynesis - e l gesto de adoración -, que no logró
prosperar. En fin, en el 323 surgieron cultos a Alejandro en Ate-
nas y posiblemente en otros lugares, aunque se interrum pieron
con su muerte.
En las dinastías que se consolidan com o sucesoras de Alejan­
dro observamos, en prim er lugar, ia vinculación a uno de los
grandes dioses tradicionales. Los Ptolomeos, en especial el cuarto
de ellos, promueven el culto a Dioniso, reglamentando sus mani­
festaciones, y sabemos por una inscripción que Ptolom eo III era
reconocido como descendiente de Heracles por vía paterna y de
Dioniso por vía materna, lo que lo hacía descender de Zeus por
las dos. Por su parte, los Seléucidas eligieron a A p olo, un dios
muy venerado en Asia Menor, y se dice que Seleuco pretendía lle­
var en el muslo un ancla, símbolo de ese dios, de quien se presen­
taba como hijo. Finalmente, los Antígónidas se aferraron a la pre­
ten did a ascen d en cia argiva de la casa real de M aced o n ia ,
haciéndose pasar por descendientes de Heracles.
El paso siguiente es la adoración de los soberanos muertos,
para llegar a su adoración en vida, siguiendo el precedente de
Alejandro, cuyo culto establece Ptolom eo I en Egipto. A la muer­
te de éste, Ptolom eo II proclamó la divinidad de su padre, y, cuan­
do murió la viuda, hizo de ambos los theoí soíéres, los «dioses salva­
d ores». La culm inación de este desarrollo es obra del mismo
Ptolom eo II con la creación de un culto para sí mismo y para Arsi­
noe, su hermana y esposa, bajo la advocación de los theoí adelphoí\
los «dioses herm anos». Cabe señalar que tanto A rsín oe com o
Berenice, la hija de Ptolom eo ΙΠ, consiguieron despertar en Egip­
to un sentimiento especial de piedad, que se manifiesta en la elec­
ción repetida de sus nombres dentro de las familias de los sacer­
dotes egipcios. ?
En el caso de los Seléucidas el culto parece menos impuesto
desde arriba y más abierto a la iniciativa de ias ciudades griegas.
De hecho, hasta Antíoco III no conocemos el establecimiento de
un culto para sí y para todos los antepasados, aunque Antíoco I ya
había proclamado dios a Seleuco. Para Pérgamo ni siquiera hay
testimonios de la existencia de un culto oficial de los Atálidas, por
más que algunas ciudades sí se lo rindieran.
Por lo que respecta a Grecia, sabemos de un himno que can­
taban los atenienses a D em etrio, d on d e se le saludaba com o
hijo de Posidón y de Afrodita, y donde se celebraba que, a d ife­
rencia de los otros dioses «lejanos y sin oídos», él estuviera pre­
sente y pudiera escuchar las plegarias. De aquí se puede in ferir
algo de lo que sentían esos súbditos, más que fieles, cuando se
dirigían a esos dioses; de hasta qué punto había cam biado la
religiosidad.
La auténtica piedad parece haberse volcado en esas religiones
llamadas mistéricas o de salvación, porque a través de unas com­
plicadas y secretas ceremonias de iniciación -los misterios- pro­
ducían la salvación individual. La doctrina de esas religiones es
d ifícil de interpretar y tiene variaciones de unas a otras, pero
todas tenían en común el p roporcionar a la apetencia de una
vivencia religiosa personal y profunda una satisfacción que ya no
encontraba en la religión olímpica y que tampoco podía producir
el culto a los gobernantes. De hecho los misterios de Eleusis y el
culto a Dioniso, ahora tan en boga, representaban un aspecto tra­
dicional de la religión griega, que había venido desempeñando
esa función en coexistencia con la religión olím pica. Pero el
mundo griego se abre ahora a los misterios egipcios, con el culto
de Serapis, y sobre todo con la veneración de Isis, la hermosa dio­
sa madre, que era la más querida para las mujeres y el prototipo
de la divinidad femenina; y también a otras formas de religión
mistérica originarias de Asia, com o los misterios de Adonis, los de
Cíbele o los de Atís, más relacionados con los cultos de la vegeta­
ción y la fecundidad, y más cerca del frenesí y de los desmanes
que caracterizaban el culto dionisíaco tradicional.
Debem os referirnos, en fin, a ciertas formas de racionaliza­
ción del pensamiento y de la vivencia religiosa aparecidas en esta
época. Una de ellas es el evemerismo -así llamado por Evémero
de M esen e- que pretende explicar el origen de los dioses como
hombres que habrían reinado en una cierta isla y habrían sido ado­
rados allí com o dioses, en razón de una m agnificación de sus
proezas. En otra línea está la divinización y veneración de las abs­
tracciones, com o la paz o la riqueza, a las que se atribuye un efec­
to salutífero; y, sobre todo, la gran creación helenística, la diosa
Tyche, la Fortuna, que ju ega un papel importante en la vida de los
hombres porque rige sus destinos con tanto poder com o el atri­
buido a las divinidades providentes.

10. E l MUNDO DE LA CULTURA

En conjunto, se puede hablar de un aumento del nivel cultu­


ral en el mundo helenístico y de una difusión de la cultura, en la
que in flu yó muy favorablem en te la existencia de una lengua
Figura 4. Dispensador automático de agua lustral ideado por Herón de
Alejandría:

Cuando se echa una moneda por la boca del recipiente (A ), cae sobre la pía*
ca (B ), lo que hace que se levante la tapa (C ), de modo que una pequeña
cantidad de agua lustral pasa del recipiente interior (D ) al pequeño vasito
(E ), para salir finalmente por el tubo (F). E! peso de ia tapa debe ser mayor
que el de la placa para que se vuelva a cerrar el vasito cuando cae la moneda
al fondo del recipiente, pero la tapa tiene que pesar menos que la tapa y la
moneda juntas.

común, el griego llamado koiné. Asimismo la gran producción de


papiros, y más tarde de pergaminos, y la utilización de esclavos
instruidos para las copias, perm itió publicar libros a una escala
antes desconocida.
Por los hallazgos papiráceos podemos deducir que el número
de personas que leían y escribían habitualmente era grande, aun­
que la cultura propiam ente dicha se vincula a las ciudades. En
ellas se mantiene la tradición de la educación griega superior,
que se impartía en los gimnasios, com o una combinación de poe­
sía, filosofía y retórica, por un lado, y de ínúsica y ejercicio físico,
por ei otro. Una inscripción de Teos nos inform a sobre ía organi­
zación de esos centros, que a veces incluían también los niveles
inferiores de la enseñanza. Había profesores, de una situación
económica media, pero muy respetados, y existían unos magistra­
dos rectores, los paidonómoi, con el gimnasiarca a la cabeza, que
no sólo no cobraban sino que contribuían a la financiación de
esas instituciones con sus propios recursos; también los reyes les
hacían donaciones. Al salir del gimnasio, los alumnos interesados
y con capacidad económica acudían a algún maestro o escuela,
que también se ubicaban en las ciudades, para realizar estudios
más especializados.
" Y e n las grandes ciudades estaban los verdaderos centros del
saber, las bibliotecas, debidas al mecenazgo de los reyes. Surgie­
ron en las cortes de Antioquía, Siracusa, Pela, y desde luego en
Pérgamo una magnífica; aunque el centro intelectual del mundo
helenístico era indiscutiblemente Alejandría, donde, siguiendo
probablemente el viejo modelo de Atenas, fundó Ptolomeo I una
gran biblioteca y el llamado Museo, un instituto de investigacio­
nes científicas, dotado de todos los medios técnicos conocidos
entonces. A llí llegó a haber medio millón de pergaminos , y allí se
desarrolló la filología -edición e interpretación de los textos-, de
la mano de los grandes bibliotecarios que se fueron sucediendo.
Se hicieron catálogos, nuevas ediciones, resúmenes de todo tipo
de obras, y se analizaron textos como los de H om ero, con proble­
mas de interpolaciones en su larga tradición oral. Los hombres
con grandes conocimientos, los sabios, tienen ahora una cotiza­
ción internacional y encuentran una acogida generosa en los rei­
nos, pero en un nivel más modesto también se escribe mucho:
conocemos más de mil cien escritores helenísticos, incluyendo los
de ciencia y filosofía, aunque la mayoría sólo son nombres por­
que su producción se ha perdido.
Un hecho característico de la época helenística es la fragmenta­
ción de la ciencia -d e la antigua filosofía- en especialidades, debi­
da a que ya nadie puede aspirar al enciclopedismo. Otro es el inte­
rés por la observación de los fenómenos y por la experimentación,
que impregna las disciplinas más teóricas. Sin embargo, la ciencia
helenística, en la medida en que sigue siendo una ciencia aristocrá­
tica, elude, por denigrantes, las aplicaciones prácticas de los cono­
cimientos alcanzados, por lo que no redundan estos avances en
una mejora de la calidad de vida ni en un desarrollo tecnológico.
La excepción es la práctica de la medicina y el diseño de las máqui-
ñas de guerra, urgido éste por los reyes, que estaban obsesionados
por la superioridad militar. El famoso tornillo de Arquímedes, con
el que se puede elevar agua por medio de un movimiento girato­
rio, sí extendió su uso para drenajes, sobre todo de las minas, pero
lo normal era que los numerosos artilugios inventados en esta, épo*
ca no pasaran del prototipo, que se acudía a contemplar con admi­
ración en su lugar de emplazamiento .También influyó en esto sin
duda la abundancia y el buen precio de la mano de obra, que hacía
que el objetivo de fabricar un autómata, por ejemplo, no fuera el
de ahorrarse los servicios de un operario.
En el siglo tercero se desarrolla la llamada escuela médica de
Alejandría, que propugnaba el conocim iento anatómico com o
algo previo para el tratam iento de las enferm edades; no sólo
practicaban autopsias sino que consideraban necesaria la vivisec­
ción humana -realizada en crim inales- para poder estudiar el
aspecto y funcionamiento de los órganos. Se realizaron grandes
avances, pero el hecho de que las curaciones no crecieran en pro­
porción a las teorías hizo perder crédito a estos anatomistas y dio
origen, también en Alejandría, a una escuela rival de medicina
empírica, que se basaba en la experiencia clínica, en la analogía y
en un conocimiento cada vez mayor de ios fármacos.
Atenas siguió siendo la ciudad de los filósofos, continuando la
tradición de los sofistas, de Sócrates, de Platón y de Aristóteles; sólo
que ahora la filosofía, privada de tantas áreas de conocimientos,
tenía que buscar su verdadero objetivo y sus métodos propios, lo
que hizo dividiéndose en escuelas. Siguió funcionando la academia
que fundara Platón, con el desarrollo del escepticismo como filoso­
fía positiva. Y regresó de sus estancias fuera y de sus viajes Aristóte­
les, para hacerse cargo de nuevo de un Liceo, que dirigió luego
Teofrasto, eclipsado en sus actividades por el Museo de Alejandría,
Las dos corrientes más representativas de la época son el epicureis­
mo y, sobre todo, el estoicismo, ambas interesadas en mejorar la
vida del individuo. Los epicúreos planteaban un ideal de placer
como «ausencia de d olor en el cuerpo y de perturbaciones en la
mente», lo que significaba una forma de ataraxia difícil de conse­
guir, porque se trataba de aprender a renunciar a las cosas placen­
teras que produjeran mal y a buscar las no tan agradables que aca­
baran por ser beneficiosas. En cuanto a la Stoa, fue la que alcanzó
el mayor prestigio y trascendencia, pasando con gran fortuna al
mundo romano. Ofrecía un sistema filosófico completo basado en
la virtud, a la que se podía llegar por la razón; con Panecio, el esto i-
cismo se convirtió en una filosofía abierta a todos, que valoraba el
esfuerzo por conseguir la virtud y la dignidad de la condición
humana fuera cual fuera su circunstancia.
Las matemáticas, la física y la astronomía cuentan con prime­
ras figuras en esta época. Los Elementos de Euclides han sido un
libro de texto desde la época de Ptolom eo 1 en que fueron escri­
tos hasta casi nuestros días; también se recuerda todavía a Arquí-
medes por el descubrim iento del principio de flotación de los
cuerpos y por sus estudios sobre la palanca y las poleas. La falta de
instrumentos ópticos capaces y la habilidad de su oponente en
argumentar el sistema geocéntrico fueron la causa de que fuera
menos aceptada la teoría heliocéntrica del universo que formula
ahora Aristarco, y que estaba llamada a prevalecer. También cabe
mencionar a uno de los bibliotecarios de Alejandría más famosos:
Eratóstenes, que fue capaz de calcular con tan sólo un uno por
ciento de error las dimensiones del globo terráqueo, midiendo el
ángulo con que incidían en Alejandría los rayos del sol cuando
caían totalmente verticales en un pozo profundo de la localidad
de Siena, situada casi en el mismo meridiano.
En el terreno de las artes, la valoración de la época helenística es
controverdda. Para unos representa una decadencia del clasicismo;
para otros, una renovación, con nuevos ideales y nuevos géneros.
Dentro de la literatura destaca una figura intermedia entre el clasi­
cismo y el helenism o: el dramaturgo M enandro, creador de la
comedia de costumbres, con una atención especial a la trama y a los
caracteres, que tendría su continuidad en los latinos Plauto y Teren­
do, pasando de ahí su influencia a la literatura posterior. Lo propia­
mente helenístico más destacable se encuadra en la poesía: Calima­
co, que desarrolla a la p erfe cc ió n el epigram a, una breve
composición lírica colorista e incisiva; Teócrito, maestro de la poesía
bucólica, con esos ambientes idílicos tan bien descritos donde reali­
zan los pastores sus competiciones poéticas; y Apolonio de Rodas,
que recrea en sus Argonáuticas una poesía épica precursora de la
novela, con la fortuna y el entram ado de las pasiones humanas
como responsables del desarrollo de los acontecimientos.
Como brevísima referencia a las artes plásticas diremos que en
una p rim era etapa se muestran los discípulos de los grandes
maestros clásicos com o continuadores d el clasicismo, pero a
com ienzos del siglo tercero aparece lo más característico de la
pintura y la escultura helenísticas, con su tendencia al realismo, a
lo anecdótico y a lo patético o caricaturesco.
Mapa 1. La expedición de A lejandro.
Oibia

Mapa 2. Los reinos helenísticos a mediados del siglo m.


Mapa 3. Grecia y Macedonia.
Mapa 4. Asia Menor.
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