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TERCER TEXTO

LA TRANCISION PERMANENTE

Golpes, transiciones y alternancias en la política argentina 1983 – 2007

Introducción

La política le prometió a la sociedad argentina que “con la democracia se come, se cura y se educa”. En 1983, al
iniciarse la transición a la democracia, la promesa resultó creíble; una y otra vez esa utopía se renovó de muchas
formas y con variados discursos. En otras tantas oportunidades, la sociedad fue testigo y actor de las falencias de la
política para cumplir sus promesas. Transcurridos más de treinta y cinco años de vigencia republicana y democrática la
dinámica de la política argentina se ha encargado de demostrar que la tarea requiere más que la elección periódica de
los gobernantes. La política argentina carece de acuerdos explícitos. Tiene, sin embargo, una dinámica propia y
compartida por todos los protagonistas. Es una específica construcción histórica edificada sobre viejas tradiciones. Es
un sistema político que tiene una identidad propia. La crítica sobre sus carencias se ha concentrado en la necesidad de
trazar acuerdos sobre “políticas de Estado” para el largo plazo y sobre el respeto normativo en el funcionamiento
cotidiano. Pero, además de aquellas falencias, en este período se han vivido situaciones críticas cuya responsabilidad
puede atribuirse, entre otros, a la dirigencia política.

Entre 1983 y 2007 han ocupado la Presidencia de la Nación ocho personas distintas; dos de ellos interinamente por
aplicación de la Ley de Acefalía, otros dos por designación de sendas Asambleas Parlamentarias; cuatro no terminaron
el período que les había sido encomendado; uno de ellos forzó una reforma constitucional para lograr su reelección.
Hubo dos hiperinflaciones, no menos de dos planes de inmovilización de depósitos bancarios, un exponencial aumento
de la desocupación, de la pobreza y de la marginalidad. Se ha pasado de momentos de auge económico a profundas y
prolongadas depresiones. Los sectores políticos argentinos han sido responsables de generar climas sociales de
emergencia constante y de provocar situaciones dramáticas. El drama de muchos argentinos está ligado a su situación
cotidiana de pobreza y marginalidad. La dinámica política le ha agregado su propia cuota incrementando
incertidumbres y exasperaciones. La inestabilidad política entre 1930 y 1976 tuvo otras características; entre otras
muchas variables, porque la política descansó en la existencia de un actor, las Fuerzas Armadas, que imponía su
propia secuencia histórica. La alternancia de gobiernos democráticos desde 1983 es una situación novedosa en la
historia argentina.

Lo permanente de las transiciones políticas en la Argentina

El camino a la democracia en la política argentina adquirió características de transitoriedad. Si bien desde 1930 la
historia política registra una considerable dosis de inestabilidad, desde la renacida democracia de 1983 hasta la
actualidad esa condición adquirió características que la definen en sí misma. Se han podido verificar cortos tiempos de
normalidad en un estado de transición permanente. Sin golpes militares que corten abruptamente el proceso
republicano, la política argentina democrática contemporánea transcurre en un estado de permanente transitoriedad.
Uno de los problemas es el de la dirección de ese proceso. Transición permanente es diferente a permanente
evolución (y mejoramiento); indica un rumbo errático, pero que se ha establecido como normalidad institucional. Esto
podría no ser un problema; pero las crisis sucesivas afectan a su población en sus expectativas, su vida cotidiana, sus
bienes, sus empleos. Allí radica una aparente indiferencia de la clase política por su propia sociedad. Esta
transitoriedad permanente de la política argentina podría ser una cuestión o problema en términos de una definición de
“normalidad” propio del desarrollo de Europa occidental o de los países del norte de América o incluso del Chile pos
Pinochet. También podría llevar al entendimiento de que se trata de una específica dinámica de política nacional que
es “su” estado de normalidad.

Es necesario diferenciar dos tipos de transición política. Por un lado, la que fue tradicionalmente tema de la literatura
política, que es el pasaje de un régimen autoritario a uno de tipo democrático. El otro, más conocido por el estudio de la
alternancia política, es el que se refiere a los sucesivos cambios de gobierno, de una administración de un signo
político a otra dominada por la oposición. Durante muchas décadas la Argentina transitó en un estilo de conmociones
institucionales provocados por la sucesión del ciclo golpe militar – apertura democrática – nuevo golpe militar. Ahora,
en el período 1983 – 2007, las conmociones institucionales se reiteran en cada alternancia, aunque sin el riesgo de una
nueva dictadura. Los sectores políticos han descubierto en ello ciertas ventajas que facilitan aspiraciones hegemónicas
(pues contribuyen a la destrucción del oponente), y facilidades para la gestión (pues sus incapacidades para resolver
situaciones son atribuibles al antecesor). Esta trama es la que se intenta abordar. Uno de los problemas centrales
parece ser la ausencia de acuerdos. No han existido, salvo algunas componendas coyunturales, acuerdos sobre las
reglas de funcionamiento institucional o concertaciones plurales para establecer un mínimo proyecto de país a construir
en forma conjunta.
Los acuerdos de funcionamiento debieran ser aquellos que fijan las reglas a respetar entre los actores políticos y
sociales además (o al menos) de la Constitución y las leyes; o cumplir con las leyes, tan ineficientes como éstas
pudieran parecer, hasta poder reformarlas según pasos preestablecidos de discusión, disenso y consenso. Los
acuerdos sobre un proyecto de país debieran considerar el desarrollo económico, la inserción geopolítica y las
relaciones internacionales, la consideración y alineamiento de los diversos actores sociales. Oportunidades para
alcanzar dichos acuerdos no han faltado. La transición democrática, el pasaje desde el régimen militar hacia una
democracia incierta, se inició sobre el impacto social de la derrota en la Guerra por las Islas Malvinas y la difusión de
las atrocidades cometidas por la represión militar durante la dictadura. Por su parte, si contamos cinco traspasos del
poder, tres de ellos han sido extremadamente traumáticos para toda la población, forzando legalmente el andamiaje
político. Mientras, el de Duhalde a Kirchner también tuvo su propia dosis de apuro y dudosa constitucionalidad, a pesar
de no ser una alternancia entre partidos diferentes. En todas esas ocasiones la sociedad requería (y merecía) una
responsabilidad política compartida. Construir la democracia, construir un sistema de convivencia social para el
beneficio individual y colectivo, tiene como referencia el modelo republicano establecido en la Constitución y la filosofía
que la inspira. La errática historia argentina en la búsqueda de un orden político ha sido un intento aparentemente
infructuoso. Pero, aun así, se construyó y se construye en la Argentina un orden político. Intentar desentrañarlo es la
obligación de comprenderlo y la base para poder mejorarlo. La observación del fenómeno político de la Argentina
contemporánea se ha centrado en el mecanismo de las alternancias entre gobiernos democráticos. Tanto los que
alcanzaron la presidencia por elecciones populares, como aquellos que lo hicieron por decisiones parlamentarias.

La relación entre la dirigencia política y la sociedad civil se ha abordado tangencialmente. No se profundiza en la


cuestión del régimen político en sí; se destaca la importancia creciente de organizaciones sociales de muy diverso
origen y finalidad en la fijación de la agenda política nacional. Frente a este fenómeno nuevo, amplificado por el nuevo
rol de los medios de difusión, la política se encuentra muchas veces atrás de los acontecimientos y en otras
oportunidades intentando manipular a la prensa. La agenda política nacional ha crecido en importancia; el uso abusivo
de las encuestas de opinión desnuda la carencia de políticas de Estado a largo plazo; al igual que la propensión al
consumo de la era posmoderna, la dirigencia adoptó la estrategia de la satisfacción inmediata de cuestiones a veces
contradictorias para alcanzar la aprobación popular, de hacer lo “políticamente correcto” con la esperanza de alcanzar
un resultado electoral favorable en la siguiente elección. Tampoco se ahonda en profundidad la relación entre la
política y régimen de acumulación capitalista; pero sí se señala la capacidad del Estado (y de quienes lo han
gobernado) de intervenir superficial o sustancialmente, con posibilidades de redistribuir beneficios entre empresarios o
entre sectores de la actividad productiva y financiera. Sobre esa potestad de la administración tiene lugar el fenómeno
de la corrupción sólo opacado por la imperiosa necesidad que tuvieron los políticos del período estudiado, de
establecer continuidades a través de reelecciones, de asegurarse lealtades y tratando de evitar la segura judicialización
de cada presidencia una vez perdido el poder.

En este texto se han seleccionado un conjunto de “problemas” o “cuestiones”, tratando de ubicarlos históricamente y de
darles un desarrollo analítico coherente. El principal núcleo problemático se refiere a las características de la
transitoriedad y sus condicionantes. En principio se intenta establecer la diferencia entre el proceso de transición de un
régimen autoritario a uno republicano democrático, y la sucesión de alternancias presidenciales. Pero, además, se trata
de señalar cómo el cambio de régimen político estableció un modelo a imitar en los distintos de cambios de gobierno
dando lugar a la dinámica de la transitoriedad. El cambio en el contexto internacional ha jugado un papel fundamental
en sostener la perduración democrática de este período; creó una estabilidad que primó sobre las dramáticas
circunstancias que rodearon a la mayor parte de alternancias que se describen.

En una Segunda sección se analizan los problemas y tareas que debió enfrentar la transición y cómo se convirtieron en
oportunidades buscadas luego por la dirigencia política, provocando la reiteración de las condiciones traumáticas de un
cambio de régimen en cada cambio presidencial. Se analiza cómo los problemas de la instalación de un gobierno
pudieron convertirse en oportunidades para la conformación (a posteriori) de estructuras políticas en las principales
áreas de la órbita estatal. Cada administración, al abandonar el poder, ha actuado con intencionalidad en establecer
condiciones poco propicias para el gobierno entrante, rompiendo con la posibilidad de lograr continuidades en beneficio
de sociedad. La ausencia de acuerdos previos permitió esa práctica propia de la condición de transitoriedad.

El Tercer capítulo se centra en las acciones que tendieron a la búsqueda de la estabilidad; los diferentes gobiernos del
período han oscilado entre actuar para el corto y para el largo plazo del sistema democrático, pero siempre
privilegiando su propia gobernabilidad. La perduración del sistema quedó supeditada al contexto internacional, a la
reproducción de condiciones beneficiosas para el empresariado local e internacional y al convencimiento popular
apoyado en los medios de difusión. Por ello, y por la similitud con otros procesos internacionales, el concepto de las
Jóvenes Democracias permite establecer algunas condiciones comunes a los sistemas políticos nacidos tras el fin de la
Guerra Fría. Facilita, a su vez, revisar las situaciones políticas traumáticas del período 1983 – 2007; aquellas
oportunidades en que la estabilidad democrática contemporánea se diferencia de lo ocurrido en la mayor parte del
Siglo XX. Es el tema del Cuarto y del Quinto capítulos.

El capítulo 6 se centra en el sistema de partidos políticos y su tendencia a la constitución de movimientos de más


amplio espectro. La estructura de las agrupaciones políticas y su propia inercia establecen la necesidad de sobrevivir al
amparo de la financiación estatal, aun sosteniendo cierto discurso opositor. En ello se advierte la volatilidad de los
principios ideológicos, que se obvian hasta constituir un verdadero mercado de militancia política sujeta a liderazgos
más mediáticos que programáticos. Por último, el capítulo 7 se refiere al síndrome fundacional como tendencia a
recomenzar todo el proceso de instalación democrática como si cada alternancia fuera nuevamente una transición.
Cada gobierno quiso para sí las oportunidades de cooptación del Estado similares a las de un golpe militar o a un
retorno a la democracia luego de un período autoritario. Con el agravante de creer (y querer hacer creer) que recién
allí, con la inauguración de cada gobierno, comienza un largo período histórico. Puede parecer todo un signo de
vitalidad que una sociedad esté permanentemente transitando en la búsqueda de un orden mejor. Pero la recurrencia
de las crisis debe ser leída como una señal de que ningún político se aviene, íntimamente convencido, a la alternancia
republicana. De ello se trata esta condición de la transitoriedad de la política argentina.

1             LA TRANSITORIEDAD

La cuestión de la transitoriedad: transiciones y alternancias

En el largo pasaje de un régimen autoritario al sistema democrático se superponen dos tipos diferentes de transición: la
transición propiamente dicha, por un lado, y la sucesión de alternancias entre gobiernos democráticamente elegidos,
por el otro. La consolidación de los nuevos regímenes republicanos democráticos se extiende más allá de un primer
período presidencial. El abordaje tradicional de la literatura política de la década de 1980 se refiere al pasaje de los
regímenes autoritarios a regímenes democráticos y republicanos de aquellos primeros escarceos. Esta cuestión suscitó
un especial interés frente a la proliferación de experiencias tanto en América Latina como en el Este de Europa desde
la primera mitad de la década de 1980.Más tarde, en aquellas mismas Jóvenes Democracias, ha merecido gran
atención la cuestión de la alternancia entre partidos políticos de diferente orientación sucediéndose en el gobierno,
como parte indisoluble de la transición política

En la Argentina, ambos tipos de transiciones asumen algunas características similares. Los problemas que han debido
sortear los primeros turnos de gobiernos democráticos se han reproducido en las alternancias. Esta reiteración de las
cuestiones a resolver por un nuevo gobierno ha ocurrido incluso cuando se suceden dos gobiernos del mismo partido,
pero de orientaciones diferentes. La transición de un régimen autoritario al sistema democrático conlleva un sinnúmero
de cuestiones a resolver por el nuevo régimen. El gobierno inicial debió asumir la difícil tarea de reparar las causas que
provocaron el final del modelo autoritario anterior. Las consecuentes crisis que desgastaron a los regímenes previos,
provocando la nueva salida electoral, son la tarea impostergable de sus primeros tiempos en el poder. Al mismo
tiempo, tiene que construir las fortalezas para su propia gestión y para el sistema en sí. La transición democrática
requiere de convencimientos en la opinión pública, de dirigentes consustanciados y de cuadros políticos capaces de
administrar y de diseñar políticas para la nueva etapa. En términos generales, estos dirigentes gozan de la ventaja de
un amplio espacio en el que construir prácticamente desde su inicio las estructuras de la administración pública, el
sistema judicial y el proyecto económico de nación, entre otras cuestiones. A su vez, esa posibilidad omnisciente puede
convertirse en su principal obstáculo. Se trata de una obligación que puede convertirse en oportunidad y al mismo
tiempo en amenaza.

Visto desde su perspectiva más positiva para la clase política, la posibilidad de encargarse de la construcción o
reconstrucción de la democracia republicana, ofrece tentaciones fundacionales de amplio registro histórico con la
fantasía de eterna continuidad. El aspecto negativo, en la experiencia argentina, lo constituye la añoranza que aquellas
mismas posibilidades fundacionales generaron en las sucesivas alternancias. La dirigencia política aparece
empecinada en la búsqueda de reiterar situaciones críticas. Esta compulsión se funda en aquella ilimitada sensación
de poder efectivo para hacer y deshacer lo hecho con anterioridad que les brinda el rol de salvadores de la
emergencia. Una emergencia similar a la de una transición. Esa experiencia, desafío y tentación, fue posible por la falta
de acuerdos mínimos y de pactos cumplidos. Esta característica hizo que cada alternancia, cada sucesión entre
gobiernos democráticos, tendiera a repetir el mismo esquema de situación crítica para brindarse posibilidades casi
ilimitadas para generar modificaciones políticas estructurales.

Todas las alternancias en el período entre 1983 y 2007 tienen características críticas. Tanto las generadas por
mecanismos electorales como las que lo fueron por resolución constitucional de casos de acefalía o por acuerdos
parlamentarios. En el período se han alternado gobiernos de diferente orientación política. Aun cuando se haya
producido una alternancia dentro del mismo partido político, la orientación general del nuevo gobierno difiere del
anterior tanto en puntos cosméticos como en aparentes proyectos integrales de país. En realidad, más que ponerse en
juego proyectos de país, el hallazgo de soluciones instrumentales, especialmente desde lo económico, brinda la
sensación de proyecto, confundiendo la herramienta con el modelo; la ausencia de acuerdos y políticas de Estado se
acrecienta de este modo, solo en función de servirse de las condiciones que brinda un orden de transitoriedad o de
emergencia permanente. Desacreditar al anterior gobernante es uno de los reiterados mecanismos utilizados por los
mandatarios de este período, aun cuando el sentido común permitiera inferir la necesidad de deudas de gratitud por los
esfuerzos que pudieran haber realizado, al menos, en la consecución de fortalezas para la perduración democrática.
En todos los casos, se ha tomado como modelo el shock sobre las estructuras del Estado y sobre la mayor parte de los
ámbitos políticos, que tradicionalmente han sido generados por las asonadas militares que se instauraron en el poder
en 1930, 1955, 1966 y 1976. Éstas han sido reformulaciones del funcionamiento político y administrativo del Estado,
que podrían caracterizarse como de “golpe militar” o de instauración de modelos “burocrático autoritario” que vienen a
deshacer lo existente para fundar un nuevo orden. De tal forma, la sensación de emergencia en la resolución de una
situación crítica, en la transición y las alternancias, ha dado lugar a una permanente “transitoriedad” de la vida política.

La transitoriedad es el mecanismo de reformulación de la mayor parte de los parámetros de funcionamiento del Estado
y de la economía, en una democracia joven, en intervalos históricos cortos, asimilables a los períodos presidenciales.
Cada alternancia por cumplimiento de los períodos constitucionales o que han sido forzadas antes de tiempo,
representa un período breve en términos de la historia de una nación. La ausencia de tradiciones y/o de acuerdos
políticos básicos genera la posibilidad de cambios profundos o superficiales en cualquiera de los parámetros que se
analicen. Las condiciones para justificar y poder llevar a cabo dichos cambios se basan, precisamente, en la sensación
de emergencia que vive la sociedad, por los propios fracasos de la dirigencia política o por otras cuestiones que
intentaremos señalar y que están asociadas tanto a las características de Joven Democracia que tiene la política en la
Argentina contemporánea como a características del sistema y del liderazgo político. Aun si tomamos la explosión de
diciembre de 2001, lo que parecía una crisis de representatividad y/o de organización política, no fue más que la
exacerbación de características presentes desde la refundación democrática de 1983.Muchas de las características de
la política posterior a aquella crisis  de 2001/2002, tienen su origen en la etapa anterior, aun cuando aparece como el
surgimiento de un nuevo modelo por la etapa crítica que atravesaron (y atraviesan) los principales partidos políticos.
Ello permite que algunos observadores aseguren que nada cambió y otros fundamenten que todo está en una profunda
crisis de resolución incierta. Que nada cambió, porque los personajes y los artilugios son los mismos; que hay una
profunda crisis, porque parece haberse perdido la estructura y las funciones del tradicional Partido Político.

Cada alternancia hace vivir a la sociedad y a los sectores de la política, situaciones críticas que se impregnan de
angustia, emergencia, desamparo, desolación. Las causas de estos “dramatismos” pueden tener diversos orígenes; en
un amplio espectro de posibilidades, las más notorias varían entre la intencionalidad de generar situaciones críticas y
cuestiones atribuibles al contexto internacional sobre el que no se puede influenciar. Desde la restauración democrática
de 1983 han tenido lugar dos crisis económicas de enormes proporciones que forzaron traspasos presidenciales
adelantados, un intento por violar la Constitución con la posible anuencia de la Corte Suprema, dos interinatos por
acefalía, dos designaciones de presidentes efectuadas por el Congreso, un ballotage que quedó trunco por defección
de uno de los postulantes. La tensión política que siempre acompañó las alternancias del período fue, en general, el
condimento a trasfondos de crisis económicas. Discursos y acciones políticas adjudicaron al anterior gobierno la
irresolución de cuestiones. Se ha observado a nuevas administraciones explicitar que lo hecho por la anterior es
perjudicial para el país en grados catastróficos; acusaciones de que se han dejado trampas y dificultades para el
siguiente gobierno como herencias intencionales; que es imprescindible cambiar con urgencia el diseño
socioeconómico del país aun cuando aquellos discursos solo fueran necesarios para no mostrarse como continuidad
ante la opinión pública. Por supuesto, sin mostrar que ellos mismos profundizaron lo que ahora se critica cuando
actuaron como oposición en la gestación de la crisis.

La elección -para su difusión pública- de índices comparativos que sustenten las falencias del anterior y los logros
propios, es la práctica habitual. Índices de desocupación, de pobreza, de crecimiento industrial, de exportaciones, de
reservas, de deuda externa, son los reiterados indicadores de aquellas falencias y estos logros. Poco importa si las
comparaciones se realizan contra los peores y excepcionales momentos del anterior gobierno. Por otra parte, existe
una buena dosis de intencionalidad en lo que un gobierno deja pendiente para el próximo. Una cuestión de Estado que
queda irresuelta puede mostrar un gesto de atención al próximo gobernante para que éste lo resuelva de acuerdo a
sus principios; pero, puede también ser un problema generado por una administración para condicionar a la próxima.
Los ejemplos se encuentran prácticamente en todas las alternancias; el más notorio, tal vez, sea el del endeudamiento
público. Cuando las condiciones internacionales lo permiten y las necesidades locales lo requieren, los gobiernos
tienden a endeudarse; cómo se programen los vencimientos de la deuda contraída o renegociada son un claro
indicador de esta cuestión. El gobierno de la Alianza (1999-2001), por ejemplo, recibió reservas en el Banco Central
más que suficientes para un tranquilo inicio de gestión; pero, la programación de vencimientos de deuda externa
requería, tal como estaba planteada, duplicar los ingresos fiscales dentro del corsé de la convertibilidad. Si hubo
necesidad impostergable de endeudarse, la pregunta es si no se podían programar los vencimientos atendiendo a la
realidad de las cuentas del Estado. La presunción es que hubo intencionalidad en condicionar al gobierno opositor que
los iba a suceder.

Estas cuestiones hacen que, tanto transición como alternancia sean, en la realidad política argentina, fenómenos
concomitantes de transitoriedad. Todo, la estructura del Estado, el “proyecto de país” o la elección del mejor modelo
para el desarrollo económico, la composición y tónica general de la justicia, la relación política y económica con las
provincias y municipios, son atributos fundacionales de cada gobierno, según la práctica desarrollada en el período
1983-2006.La transitoriedad es una excusa para la discrecionalidad. La sensación de emergencia transmitida por el
poder político a la sociedad en general, la permanente reinterpretación de la historia reciente y lejana, la apelación a
una supuesta necesidad fundacional, el dejar herencias y denunciar legados recibidos, son un juego que opera sobre
las expectativas sociales para forzar la delegación de facultades legislativas y judiciales; para que el Poder Ejecutivo
actúe según su propia discreción lejos de los controles republicanos. El Poder legislativo quedó atrapado, una y otra
vez, entre la apelación a la lealtad partidaria y el posible descrédito público por la “traición a los intereses de la patria”.
Todo junto, como Joven Democracia, en una incertidumbre cíclica, reclamando la delegación de funciones legislativas y
del control judicial. Las recurrentes crisis y conflictos políticos hacen, de los gobiernos previos, molestos monumentos a
derruir y maltratar. Desde el discurso que endilga todas las maldades y ninguna buenaventura hasta el agobiante
desfile por los tribunales de anteriores hombres fuertes. No sólo ex presidentes; otrora poderosos y soberbios
hacedores de la política y la economía, caídos en desuso, tarde o temprano, reciben el escarmiento judicial o
conceptual de sus nuevos o viejos enemigos o de sus anteriores aliados y delfines políticos. Esto último es notorio
cuando se suceden dos gobiernos del mismo partido, pero de orientaciones diferentes. Diferencias que pueden haber
sido por un cambio de contexto internacional, por visiones ideológicas disímiles o por diferencias personales entre los
líderes en disputa.

Globalización y transición política

Las experiencias de transición y alternancias en la política argentina del período 1983-2007, se desarrollaron dentro de
un cambio de sistema internacional que propició la proliferación del modelo republicano, democrático y liberal, pero que
también generó turbulencias en las economías de las Jóvenes Democracias. Las interrupciones del orden
constitucional y sus consiguientes aperturas a procesos de democratización restringida, como lo fueron las de los
Golpes Militares de 1966 y 1976 se hicieron bajo una doctrina y en un contexto diferente al de la redemocratización de
1983. Tras la II Guerra Mundial (1939-1945), el sistema internacional asistió a un esquema bipolar, organizado en torno
a dos grandes potencias anteriormente aliadas en la lucha contra el nazismo; la Unión de las Repúblicas Socialistas
Soviética y los Estados Unidos de Norteamérica. Cada una de ellas aglutinaba a un conjunto de países que gozaban
de su protección militar, en tiempos en los que la cuestión de seguridad era prioritaria, y brindaba un marco comercial,
financiero y de desarrollo económico. La disputa entre ambas superpotencias tenía buenas dosis de recelo y de
desconfianza mutua, disputa ideológica, juego geopolítico y ambiciones de poder. Dos concepciones de mundo
antagónicas en su mayor parte y la creencia de tener la misión de sostener ante las demás naciones su posición,
desde las ideas y desde la fuerza. Durante la mayor parte de la Guerra Fría los regímenes autoritarios, fuera de los
países centrales, proveían las seguridades políticas, económicas y jurídicas tanto en temas de defensa como en el de
inversiones extranjeras y comercio internacional. La solución autoritaria, militar o de partido único, parecía un buen
remedo tanto para quienes temían un avance comunista como para aquellos que presuponían un nuevo imperialismo
capitalista.

En el caso de América Latina, toda la política norteamericana hacia el “hemisferio occidental” se desarrolló al amparo
de la Doctrina de Seguridad Nacional y privilegió las cuestiones de defensa sobre las de las libertades individuales;
especialmente respecto a los derechos políticos, apoyando a gobiernos dictatoriales. Las suposiciones de aquel
período partían de la base de la existencia de un  “enemigo interno”, opositor, proclive a la difusión de ideas y
adscripción política a favor del bloque rival o directamente volcado a la acción política. Ello justificaba, en el caso
norteamericano de histórico apego a una doctrina pro democrática, el sacrificio de valores positivos en algunas áreas
de su propio bloque. Desde esa perspectiva, los EEUU influenciaron o asistieron complacidos a la instauración de
regímenes autoritarios. Hasta el último golpe militar en la Argentina, el autoritarismo o los períodos de democracia
restringida o fraudulenta, existieron al amparo de esta percepción proclive a sacrificar derechos individuales. En el
transcurso de la década de 1980 se revalorizó en la política internacional al sistema republicano y a la forma
democrática de elección de los gobernantes. Mientras, se asistía al apogeo y crisis de las deudas externas y luego al
cambio de orientaciones hacia el nuevo paradigma económico expresado en el Consenso de Washington. Un conjunto
de circunstancias llevó a la necesidad de prestigiar la continuidad de la sucesión democrática, electoral, de los
diferentes gobiernos y a la división de poderes propia de la organización republicana. Básicamente tres cuestiones
modificaron la percepción internacional: los comienzos de una distensión entre grandes potencias que concluyó con la
desestructuración del bloque comunista y el desmembramiento de la propia Unión Soviética; la obligada revisión del
sistema financiero y de inversiones internacionales tras la crisis de las deudas externas iniciada en 1981 en México; y
la desconfianza en el militarismo, hasta entonces fomentado, por los riesgos que acarreaba la posibilidad de
enemistades y enfrentamientos intra bloque.

Respecto a la primera, en los ochentas, un nuevo proceso de distensión internacional asomó tras el desafío de la
Presidencia de Ronald Reagan a la Unión Soviética en el marco de la Guerra Fría y las nuevas tecnologías que
asomaban. Un importante cambio político en la dirigencia soviética, liderado por Mijail Gorbachov, alentó los procesos
de glasnost y perestroika, liberalizando el acceso a la información y poniendo en revisión los procesos políticos y la
estructura de su economía. Tras el simbolismo que implicó la caída del Muro de Berlín en 1989, aquella necesidad de
privilegiar la seguridad por encima de los derechos políticos e individuales comenzó a debilitarse. La agenda
internacional dejó de tener casi un único tema; las cuestiones de seguridad nacional dentro de un contexto mundial
hostil pasaron a ser asuntos circunstanciales y muchas veces de segundo orden. Pero, aún antes de fenecido el
conflicto entre las dos grandes potencias, hubo un radical cambio de prioridades. No fue poca la responsabilidad de la
experiencia argentina en el cambio de opinión y surgimiento de una nueva corriente mundial. Pero no fue la única ni fue
aislada como se verá en la tercera cuestión. De tal forma, la cuestión de los derechos humanos (o derechos civiles en
términos de teoría política norteamericana) y políticos adquirieron un status de mayor relevancia. Por otra parte, la
segunda cuestión, la obligada revisión del sistema financiero y de inversiones internacionales, se sustentó en la crisis
de las deudas externas iniciada en 1981 en México. Se trató de una compleja trama de procesos convergentes que
incluía, entre otros, a la existencia de suficientes capitales disponibles internacionalmente por efecto inicial de los
petrodólares , los inicios de un proceso de progresiva ampliación de los mercados mundiales, la proliferación de
nuevos productos basados en el cambio tecnológico y la voluntad de ahondar el libre comercio a través las diferentes
rondas de negociaciones del Gatt (luego reemplazado por la Organización Mundial de Comercio) .

Los organismos financieros internacionales adquirieron nuevos roles que les permitieron supervisar el proceso de
redemocratización en América latina y el de la organización de las nuevas economías capitalistas en Europa Oriental
La seguridad jurídica y política para las inversiones extranjeras que se suponía asegurada por las FF.AA. o por partidos
monopólicos afines al mundo occidental se tiñó de desconfianza respecto a orientaciones de política económica y su
perduración en el tiempo luego de la crisis mexicana de la deuda externa y del final del Proceso de Reorganización
Nacional (PRN) en la Argentina. La cuestión de la seguridad jurídica para las inversiones alcanzó una nueva y especial
relevancia al amparo de la primacía alcanzada por las doctrinas económicas del llamado neoliberalismo, prestigiado
tras los Premios Nobel a Milton Friedman y a Frederick von Hayek y, luego, por el Consenso de Washington. Un nuevo
marco expansivo del comercio internacional requería establecer claramente este punto.

La tercera cuestión, la desconfianza en el militarismo hasta entonces fomentado, se originó en los riesgos que
acarreaba la posibilidad de enemistades intra bloque. Impactó muy fuertemente la constatación de que unas Fuerzas
Armadas que se suponían subordinadas al objetivo anticomunista, dentro de la doctrina de seguridad hemisférica
norteamericana, pudiera ir a la guerra con un miembro activo de la OTAN y principal aliado norteamericano. Si bien no
fue el único antecedente al respecto, la Guerra de Malvinas cumplió un importante papel de “efecto de demostración”
para los Estados Unidos. La acción inconsulta de los militares argentinos, provocando una guerra entre socios del
bloque occidental y generando posibles intromisiones soviéticas en el área de influencia de los Estados Unidos, dejó al
descubierto que el grado de autonomía que aún conservaban estos gobiernos podía romper el equilibrio interno del
bloque y ser tan impredecible como para generar el conflicto. Además, se contaba con el antecedente de las disputas
con Chile en 1979 que estuvieron a punto de convertirse en enfrentamiento bélico a través de una extensa frontera. No
fueron éstos los únicos antecedentes; pero es importante señalarlos por el protagonismo argentino y considerar cómo
influenció la política local en las dos décadas siguientes.

Las tres principales cuestiones señaladas abonaron un cambio en el sistema de relaciones internacionales;
simbólicamente, la caída del Muro de Berlín dio inicio a una extensa década de confianza en la globalización.

Muchos de sus signos se avizoraron en el gobierno de George Bush (padre), aunque la asunción de Bill Clinton en la
Presidencia norteamericana reforzó una política mundial basada en la búsqueda de consensos internacionales como
los que se habían logrado en la I Guerra del Golfo (1991), tras la invasión iraquí .Por otra parte, resultó de gran
importancia la comprobación de los grados de interdependencia alcanzados entre las economías de EEUU y Japón en
la cuenca del Pacífico y entre EEUU y Europa occidental a través del Atlántico. Una interdependencia verificable no
sólo en el comercio y en el consumo sino, fundamentalmente, en la propiedad empresaria y la localización de la
producción. Ello dio lugar a un nuevo paradigma de globalización idealizada durante los años noventa, por el
triunfalismo desatado en occidente a raíz del fin de la Guerra Fría y las nuevas condiciones internacionales que se
apreciaban, la proliferación de regímenes republicanos y democráticos, y un Consenso de Washington anti keynesiano,
con una circulación más fluida de capitales privados.

Los cambios más relevantes fueron la pérdida de confianza en los regímenes autoritarios militares y la revalorización
del libre comercio dando lugar a un nuevo paradigma internacional en lo político y en lo económico. Tanto por acción
del nuevo clima internacional como por la novedosa importancia de una amplia variedad de organizaciones no
gubernamentales (ONG´s), los derechos políticos quedaron enmarcados en una atenta observancia respecto al
cumplimiento de los derechos humanos en todo tipo de sociedades. Estas transformaciones dieron al nuevo marco
internacional un clima de euforia en el que comenzaron a verificarse modificaciones en el modelo de acumulación
capitalista, con un importante cambio tecnológico y de lógica empresaria por efecto de la renovación de las
comunicaciones, de los procesos productivos y la aparición de nuevos productos. Este proceso de transición a un
capitalismo con elecciones libres dio una inigualable oportunidad a aquellos regímenes políticos que comenzaban su
adecuación como Jóvenes Democracias; fue tarea de la transición y de las alternancias influir en una redistribución de
la propiedad. Las décadas de 1980 y 1990 sirvieron de acoplamiento del proceso latinoamericano y del europeo
oriental a una globalización idealizada. Por lo tanto, el nuevo panorama internacional para el fin del siglo XX fue
absolutamente proclive al régimen republicano democrático en el que Argentina inició su transición tras el Proceso de
Reorganización Nacional. Le dio a la democracia argentina un plafón inexistente desde la II Guerra Mundial. En ese
contexto, conceptualmente, los Estados enfrentaron presiones que les provocaron una pérdida de poder de decisión
sobre algunas cuestiones, que los sometieron a la primacía de los mercados, y a una mercantilización de la política con
ausencia del debate de ideas y mayor dominio de la imagen.

Las alternancias del período 1983-2007 y su “dramatismo”

Las diferentes sucesiones presidenciales del período entre 1983 y 2007 han generado permanentemente un carácter
de emergencia en la vida social; una sensación mezcla de crisis y de urgencia originada tanto en lo económico como
en lo propiamente político. De esta forma, las alternancias democráticas han sido, en términos generales, traumáticas.
El dramatismo que fueron adquiriendo las alternancias hizo que se generalizaran las características de la primera
experiencia del período, (la transición propiamente dicha del autoritarismo a la democracia), a todas las renovaciones
presidenciales. Incluso el único mandato prolongado hasta ahora mediante una reelección también tuvo su cuota de
convulsión política en los prolegómenos a la Reforma Constitucional que la permitió. Ese carácter dramático de las
alternancias se produjo porque entre las distintas presidencias hubo un cambio de signo político o un cambio de
liderazgo dentro del mismo partido político; en todos los casos por conveniencia ante la opinión pública. Ningún
presidente se sintió ni quiso ser sucesor del anterior. Además, hubo un uso jurídico, vengativo o fundacional (como se
verá más adelante), al crear las condiciones de crisis y sepultar la imagen del anterior mandatario, eliminando sus
posibilidades de convertirse en político opositor activo luego de concluido su mandato. Este revanchismo se originaba
tanto en una estrategia electoral como en acrecentar el juicio social negativo y los parámetros comparativos sobre
herencia y destrucción del opositor, muchas veces acompañado de una judicialización de los integrantes del gobierno
anterior. La destrucción de la imagen de los ex presidentes generalmente acompaña el nuevo discurso oficial
depositando en los emigrados del poder todas las penurias sociales, en la búsqueda de influir sobre la opinión pública.
Las altas expectativas generadas al inicio de una gestión son la peor pesadilla de los nuevos gobiernos pues el
descrédito posterior es proporcional a aquellas. A la inversa, los gobiernos que asumen frente a una población
escéptica tienen mayores posibilidades de una gestión más acomodada.

Amén de la impericia de los políticos o de los técnicos de la economía, y de las intencionalidades puestas de manifiesto
en generar situaciones críticas, desde el punto de vista social hay que considerar que la población vivencia zozobra,
incertidumbre individual y colectiva, pérdida del horizonte personal y colectivo por la indefinición del rumbo económico o
sus variables (por ejemplo: empleo, ahorros en los bancos de ciertos sectores, necesidades básicas en otros porciones
de la población).Las maniobras para generar aquellas situaciones que le faciliten al sucesor la transitoriedad carecen
de principios mínimos de sensibilidad social; como las culpas serán del anterior, pareciera que la historia los exculpará
de cualquier responsabilidad. Tal como quedaron fijadas las imágenes sociales y sus registros históricos, no les faltó la
razón. Como si permanecieran en campaña, discurso y publicidad oficial siempre rescatarán sus logros, pero en eterna
oposición a lo poco o mucho construido con anterioridad. De tal forma, la destrucción del oponente o del antecesor,
ocupa un rol central en cualquier estrategia política. Ha habido, incluso, en este período, uno o dos casos de
entorpecimiento de la sucesión presidencial dentro del mismo partido político: las derrotas de Eduardo Angeloz en
1989 y de Eduardo Duhalde en 1999, pueden ser interpretadas como resultado de la acción u omisión del oficialismo
respecto a las lealtades esperadas dentro de la misma agrupación política. Este canibalismo político sustenta la
transitoriedad. Le da la ilusión de que todo es transitorio; la sensación de que todo es recomenzar una y otra vez. La
sociedad argentina y su modelo de desarrollo económico parecieran tener que adecuarse a cada alternancia como si
se estuviera frente a una crucial transición entre sistemas políticos. Se intenta, de esa forma, copiar la transición para
reproducir las condiciones fundacionales de las que gozó Alfonsín.

Un rápido repaso por las situaciones acontecidas ilustra la cuestión.

La transición del Proceso de Reorganización Nacional al primer gobierno democrático del período tiene tres
componentes que afectaron a toda la sociedad hasta las bases de su propia identidad colectiva: por una parte, una
guerra perdida a pesar del triunfalismo que exhibieron los medios; por la otra, el conocimiento de las atrocidades de la
represión y, en tercer lugar, un clima económico poco propicio por las consecuencias de la administración Martínez de
Hoz (las que todavía no terminaban de comprenderse en todo su alcance).

El triunfalismo del partido peronista que caracterizó la campaña electoral de la transición en 1983, daba por descontada
su victoria, sobre la base de su invencibilidad en elecciones limpias y sin proscripciones. Esa misma omnipotencia
sirvió para contrastar la evolución del electorado entre la década de 1970 y los tiempos democráticos que se
avecinaban, fundados sobre los desaparecidos y sobre los muertos en Malvinas. Sobre el final de aquella primera
campaña electoral hubo un vuelco en la opinión pública y en las encuestas como consecuencia de la desafortunada
intervención del dirigente peronista bonaerense Herminio Iglesias en el acto de cierre de campaña del justicialismo Allí,
quemó un cajón que simulaba un ataúd que hacía referencia a los postulantes radicales, ante una sociedad
estupefacta y refractaria a la violencia. La transición encabezada por Raúl Alfonsín debió afrontar, desde diciembre de
1983, la múltiple tarea de reorganizar toda la administración pública, las fuerzas armadas y de seguridad, el poder
judicial, nombrar los directorios de las empresas estatales de servicios públicos y de una variedad de organismos
autónomos, intervenir transitoriamente otros como las universidades nacionales y tender a la normalización institucional
de una infinidad de instituciones dependientes del Estado Nacional; ayudar a la instalación de los gobiernos
provinciales y municipales y del Congreso de Nación. Una infinidad de individuos debieron aprender rápidamente los
vericuetos administrativos y reglamentarios de los organismos estatales en un curso acelerado de funcionamiento
republicano. No sólo era el retorno de los políticos a la gestión pública, también lo era la de un partido político que
había sido desalojado del poder, por última vez, en 1966. No abundaban en su estructura expertos o funcionarios con
experiencia de aquella última gestión radical en el gobierno. En un clima de positivo desafío y entusiasmo se inició la
transición, con una alta expectativa social resumida en aquel slogan de la campaña electoral que pretendía ser una
síntesis doctrinaria: “con la democracia se come, se cura, se educa”. El gobierno de la transición a la democracia debió
complementar los claros requerimientos de reparación económica y de gestación de una cultura democrática nueva,
con el cumplimiento de las promesas hechas en la campaña política en torno a la reparación de las violaciones a los
derechos humanos.

La transición se iniciaba así, con múltiples oportunidades y desafíos para la clase política (nueva); al mismo tiempo, la
propia magnitud de la tarea implicaba un riesgo para toda la gestión. El resto de los sectores políticos observaba,
azorados por la victoria radical, el monto de oportunidades que una transición implicaba, tanto para beneficio propio
como para la estructura de un partido político; el bronce fundacional para el recuerdo histórico y las ilimitadas
posibilidades de conformar estructuras prebendarias que asegurasen el sostén político. Si bien no se trataba de algo
totalmente novedoso en la Argentina, por la inestabilidad política y la suma de golpes y restauraciones democráticas
del período histórico anterior, los cambios en el escenario internacional y en el rol de las ahora desprestigiadas Fuerzas
Armadas fijaban un horizonte mucho más largo en las expectativas de gobierno. Al mismo tiempo, la renovación de la
dirigencia ocurrida en el radicalismo, comenzaba a ser imitada lentamente en el peronismo tras el fracaso de la vieja
guardia conservadora, resabio del gobierno derrocado en 1976, que era llamada a retiro. Se abrían nuevos horizontes
políticos y surgía, al menos en apariencia, una dirigencia más moderna, pero aún con el apego a la estructura
tradicional del partido movimientista al estilo del radicalismo y del peronismo.
Esa transición fue el modelo necesario que desataría el efecto de demostración de lo que caracteriza a la
transitoriedad: efecto fundacional e ilimitada capacidad para sostener estructuras políticas, con un ejercicio del poder
discrecional otorgado por la emergencia de la reconstrucción tras la debacle del gobierno anterior; en ese caso, el
gobierno militar que desindustrializó sectores enteros de la economía, perdió una guerra y cometió atrocidades en el
campo de los derechos humanos. Tamaño desastre habilitaba la discrecionalidad sin la contención de un Pacto Político
o nuevo Contrato Social que estableciera las funciones del Estado y fijara coincidencias mínimas. En el caso de la
primera sucesión presidencial, en 1989, luego de producido el triunfo de Carlos Menem seis meses antes de la fecha
establecida para la entrega del poder, el gobierno de Alfonsín se vio inmerso en una agudizada falta de gobernabilidad
que ya había comenzado a padecer tras las elecciones de renovación de diputados en 1987.

Una diversidad de actores socioeconómicos operó en su propia salvaguarda prácticamente desconociendo la autoridad
del gobierno saliente en un período que se avizoraba muy largo en términos políticos. No faltó cierta intencionalidad,
como por ejemplo el mensaje dado a banqueros internacionales respecto a que el nuevo gobierno iba a desconocer las
obligaciones que contrajera la administración de Alfonsín en ese período, cortando toda ayuda financiera externa; ni la
especulación sobre una próxima moratoria impositiva, que dio por resultado una preventiva reducción del pago de
impuestos y de los aportes al Estado por parte de grandes empresas tanto de capitales nacionales como extranjeras.
Roto el principio de autoridad y con las variables económicas fuera de control, la hiperinflación trastornó la vida
cotidiana.

El adelantamiento de la entrega del poder al presidente electo fue una necesaria salvaguarda del sistema. El clima de
aquellos interminables días fue de saqueos a supermercados, de barrios enteros armados y en guardia frente a
supuestos ataques de habitantes de otros vecindarios, de una inquietud general preludio de nuevos movimientos
sociales y de formas de acción directa que madurarían a lo largo del período. Otra vez, un ejemplo de la mejor
dinámica para comenzar un gobierno: sobre las cenizas aun ignífugas del anterior. Para la segunda renovación
presidencial del período, en 1995, se utilizaron los medios de difusión y la amenaza de forzar tanto a las instituciones
como a la Constitución para lograr la reelección del presidente en ejercicio, Carlos Menem. Posibilidad ésta que estaba
vedada en la Constitución Nacional de 1853/60 en vigencia por entonces. Si bien esta situación no afectó la vida
cotidiana del país, la zozobra y la dicotomía entre continuidad de un gobierno responsable de cierta estabilidad
económica y una nueva violación a las leyes, encendió una nueva alarma. Frente a la posibilidad cierta de una
subversión del orden constitucional, no por las armas, pero sí con todo el peso de un poder político que llegaba hasta
la denominada “mayoría automática” en la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el radicalismo liderado por el
entonces ex presidente Alfonsín se avino a pactar una reforma constitucional, sobre la base de lo que se conoce como
Pacto de Olivos. En este punto, no es necesario ahondar más en dicho pacto y reforma constitucional. Sí, notar que se
corría el riesgo de una especie de golpe institucional, incruento, pues se presuponía que la Corte hubiese habilitado
una interpretación benigna de la Constitución, permitiendo la presentación a elecciones de Menem.

La tercera sucesión presidencial gozó de un clima de mayor normalidad democrática. En 1989, el traspaso de Menem
a Fernando De la Rúa no tuvo el dramatismo de la desesperación social ni la amenaza institucional. Sin embargo, algo
comenzó a gestarse en las huestes peronistas de la provincia de Buenos Aires que, aunque triunfadoras en la elección
a Gobernador, vieron traicionada la candidatura de Eduardo Duhalde a la presidencia; resultaba obvio que con todo el
poder político acumulado por el gobierno de Menem no se habían hecho los suficientes esfuerzos para apoyar al
caudillo de Lomas de Zamora. En latencia quedaban “facturas” políticas por cobrar. El peronismo bonaerense quedó
agazapado y expectante a la espera de su oportunidad; tanto para llegar a la presidencia de la nación, como para
sepultar a su otrora aliado, Carlos Menem. El poder de movilización del Partido Justicialista de la Provincia de Buenos
Aires, frente a tal desencanto, no asemejaba una prenda de paz para el nuevo gobierno nacional; más bien, se
convertía en un frente difícil de satisfacer y con el cual intentar negociar políticamente.   El dramatismo consecuente se
generó en una tensa expectativa y no aseguraba buenos vientos para la Alianza.

En un clima de convulsión social concluyó el gobierno de Fernando De la Rúa en diciembre de 2001. A diferencia de lo
ocurrido con la hiperinflación, los saqueos a los supermercados y la vigilia en armas que signaron el final de Alfonsín, la
crisis de diciembre de 2001 tuvo su epicentro en los cacerolazos de la clase media enojada con el “corralito” y la
ocupación de la Plaza de Mayo –primero por los ahorristas, luego por una variada masa de sectores sociales y, por
último, por la presencia de militantes políticos de izquierda y del peronismo bonaerense-. Incluso, dando impulso a la
irrupción de nuevas formas de organización social (fábricas recuperadas, asambleas barriales, agrupaciones
piqueteras). El vacío de poder generado por la desarticulación del gobierno de la Alianza alcanzó a la estructura de
mando de la Policía Federal. Órdenes cruzadas o ausencia de directivas políticas generaron un clima de autonomía
que se tradujo en represión indiscriminada. Cinco muertes en el centro de la capital y un clima similar en las principales
ciudades del país, con la difusión instantánea de los medios de comunicación, quitaron toda posibilidad de
permanencia a los restos del Gobierno de la Alianza que, para entonces, solo era el de un pequeño sector del
radicalismo. En los días previos, los intentos oficialistas de comprometer a la oposición estaban destinados al fracaso
tanto por la falta de realismo de las propuestas del gobierno como por la posición pasiva de esperar a ver el final
anunciado por parte del justicialismo. Éste último, intuía las ventajas de una nueva situación de transitoriedad, al mismo
tiempo que esperaba revertir la frustración de la derrota de 1989. Nuevamente, una alta dosis de dramatismo signó el
final de un gobierno democrático de este período; tal vez, el más paradigmático.

Producida la renuncia de De la Rúa, el estado deliberativo de la sociedad argentina y la desorientación de los políticos,
tardaron en encontrar un cauce. En el término de una semana, se sucedieron cinco Jefes de Estado. Tras la renuncia
del Presidente y la anterior dimisión del Vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez, la línea sucesoria de Fernando De la
Rúa se completaba con el titular provisional del Senado, Federico Ramón Puerta (justicialista por Misiones) , quien
asumió interinamente la presidencia hasta que Diputados y Senadores se reunieran para elegir qué ciudadano iba a
completar el mandato hasta el 10 de diciembre de 2003. La Asamblea Legislativa (la reunión de ambas cámaras del
Congreso), designó Presidente provisional a Adolfo Rodríguez Saá, varias veces reelecto gobernador de la Provincia
de San Luis, a efectos de concluir el mandato 1999 -2003. En siete agitados días, asumió, recibió a diferentes
interlocutores, declaró la cesación de pagos de una parte de la Deuda Externa, vivenció la falta de apoyo de quienes
habían convalidado su designación y renunció, no sin antes dar ligeras pautas de futuros proyectos para fundar una
“nueva” Argentina. Frente a esta nueva abdicación, y con la Liga de Gobernadores peronistas actuando como sustituto
de las estructuras partidarias del justicialismo, quien había quedado en la línea sucesoria y ya había asumido entre De
la Rúa y Rodríguez Saá, el Senador Federico Ramón Puerta, también renuncia. Por ello, la sucesión institucional
recayó en Eduardo Camaño (PJ, bonaerense) Presidente de la Cámara de Diputados, con la misión constitucional de
convocar nuevamente a la Asamblea Legislativa. Allí, los diputados y senadores que respondían políticamente a los
gobernadores peronistas que se habían resistido a encumbrar a Eduardo Duhalde, perdedor en la elecciones de 1999,
sucumbieron ante la presión de los bonaerenses y su capacidad de movilización (que servía tanto para frenar a grupos
de izquierda como para mostrar su apoyo al candidato renacido tras la derrota). Duhalde asumió la presidencia y
desató un nuevo “dramatismo” transformando el corralito en corralón  y dando por concluida la convertibilidad con
corridas cambiarias que no por nuevas dejaron de ser espectaculares.

Una vez en el poder, Duhalde tenía dos temas comprometidos sobre los que prestar atención mientras repetía el ritual
de la transitoriedad sobre las estructuras del Estado: por un lado, vigilar la marcha de la economía tras la debacle
desatada sobre un largo período recesivo; por el otro, estar muy atento a evitar represiones indiscriminadas como las
que apuraron el final del gobierno de la Alianza.En un clima nunca del todo apacible, a lo largo de su mandato tuvo
lugar la mayor sucesión de marchas, demostraciones y ocupaciones de la vía pública llevadas a cabo por diferentes
tipos de actores sociales. Metodologías surgidas con los primeros piquetes de Cutral Có (Neuquén) y General Moscón
(Salta) , fueron luego amplificados por la crisis de diciembre de 2001 adquiriendo una dinámica propia, pre
revolucionaria en algunas visiones y  entorpecedoras de la vida social en otras. En la escalada de este tipo de
acciones, los sucesos del Puente Pueyrredón (que une el sur del conurbano bonaerense con la Capital) que
concluyeron con los asesinatos de los piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán pusieron en aprietos al
gobierno. Con la economía tibiamente encaminándose gracias a la designación forzada de Roberto Lavagna en
reemplazo de Jorge Remes Lenicov en el Ministerio, la cuestión de la seguridad y la ocupación de la vía pública
quedaban en el centro de la agenda política. Elegido por su supuesta capacidad para encaminar la convulsión social
del conurbano y frente al fracaso en esa área, Duhalde puso fecha anticipada al final de su interinato. Con la opinión
pública nuevamente convulsionada por el dramatismo amplificado por las imágenes, la próxima alternancia asomaba
con una nueva excepcionalidad; por tercera vez el futuro presidente debería hacerse cargo de completar un mandato
previo al período para el que fuera a ser elegido . La campaña electoral quedaba teñida de una nueva situación crítica
para la normalidad constitucional.

El resultado de los nuevos comicios favoreció, aunque por un margen menor al esperado, al ex presidente Menem que,
en una nueva interpretación forzada de la Constitución Nacional, se presentaba para asumir antes de los cuatro años
de haber concluido su último mandato. A pesar de ello y del escarnio al que fuera sometido por los medios de difusión,
por el gobierno de la Alianza y por el de su acérrimo enemigo Duhalde, obtuvo un 35 % de los votos. Dicho resultado
obligaba a un desempate electoral con el segundo, el delfín apadrinado por Jefe de Gobierno saliente, el Gobernador
de la provincia de Santa Cruz, Néstor Kirchner. Habiendo vivido aquel insuficiente triunfo electoral como el presagio de
una futura derrota, Menem dejó el ballottage inconcluso, resignando su presentación para la segunda vuelta. De tal
forma, el santacruceño asumió la presidencia con solo el 22% de votos; una situación que no se verificaba desde la
década de 1960 . Ello condicionó las acciones del nuevo gobierno y hasta la psicología del personaje; partía de una
situación de debilidad provocada por la reticencia de Menem a dejarlo convalidar una mayoría electoral en los comicios
de la segunda vuelta. Kirchner iniciaba en mayo de 2003 un interinato hasta completar el período presidencial de De la
Rúa en diciembre del mismo año, para luego cumplir con un mandato de cuatro años hasta el 10 de diciembre de 2007.

Estas alternancias y reelecciones, (de Alfonsín a Menem, la reelección forzada en el Pacto de Olivos, la ruptura
peronista por la sucesión de Menem, el final del gobierno De la Rúa, la semana de los cinco presidentes, el final del
interinato Duhalde, el frustrado ballottage y el interinato de Kirchner) dieron forma a la dinámica de la transitoriedad.
Fueron una práctica histórica que convalidó la generalización de la primera experiencia del período (del autoritarismo a
la democracia) a todas las sucesiones presidenciales posteriores. En todas ellas, se arrastraron “dramatismos” propios
de un “golpe militar” o del traspaso a la democracia por un fracaso crítico de las FFAA en el ejercicio del gobierno como
las ocurridas entre 1930 y 1983. La instalación de estas prácticas en la cultura política argentina tuvo lugar por cambio
de signo político entre uno y otro gobierno, por reemplazo del “líder” o presidente cuando un mismo partido logró el
triunfo electoral, o simplemente por conveniencia ante la opinión pública. Tantas peripecias políticas y tanta afectación
de la vida cotidiana de la sociedad contaron con el beneficio de un contexto internacional pro democrático y de la
inexistencia de las FF.AA. como actor decisorio. El componente internacional de otras crisis habidas en la historia
argentina quedó en un segundo plano frente al nuevo contexto propiciatorio de la resolución republicana y soberana de
los conflictos de las Jóvenes Democracias.

Los políticos oscilaron entre la impericia y la intencionalidad para remedar los conflictos provocados por la misma
dirigencia. En estos años se forjó una dinámica. La aspiración política de hacerse del Estado para generar una
instalación avasalladora sobre sus estructuras, motivó un  juego destructivo entre oficialismo y oposición, redundante
en la búsqueda de la crisis y el caos. La sociedad asistió con un convencimiento general en torno a los valores
democráticos (como se verá más adelante) pero, ahora, fijando nuevos temas en la agenda de los gobiernos y dando
lugar al surgimiento de nuevos actores sociales. El peronismo no pudo perdonar que fuera el radicalismo quien
inaugurara esta nueva Era Democrática. Los sucesivos dirigentes que siguieron liderando la política argentina
parecieron no tolerarse y mucho menos convivir unos con otros. En todos los casos se judicializó al gobierno anterior
haciendo pasar por Tribunales a algunos de sus miembros (sobre denuncias tanto valederas como falsas) para
acrecentar el juicio social negativo sobre el gobierno anterior. Se utilizaron parámetros comparativos para desacreditar,
denunciando herencias catastróficas. Se buscó, en suma, la destrucción del opositor latente que hay en cada ex
presidente.

2             TRANSICIÓN Y ALTERNANCIAS

Los problemas de la transición y de las alternancias

En la alternancia entre gobiernos existen una serie de problemas derivados de la propia fragilidad institucional. A los
que se agregaron los conflictos derivados del traspaso entre un gobierno militar y uno civil en los inicios de la
transición. Al concluir la Guerra de Malvinas, el poder político de la dictadura militar prácticamente se evaporó. El
régimen (1976-1983) entró en una rápida descomposición por la reticencia de cada una de las Fuerzas Armadas a
asumir las consecuencias de gobernar en esa etapa, por la carencia de aliados civiles que rápidamente se despegaron
de los militares y por la orfandad en que el régimen había quedado en el contexto internacional. El último tramo del
PRN le fue encomendado al General Reynaldo Bignone, ausente del país durante la guerra, que tomó bajo su
responsabilidad la salida electoral, con el tiempo mínimo para la reorganización de los partidos políticos, la
organización del acto electoral y el traspaso del poder. Todas cuestiones para las que los militares no habían diseñado
plan alguno desde la irrupción de la dictadura.

En retirada, los estamentos tanto militares como civiles que tuvieron a su cargo la conducción de la administración
pública y de los organismos dependientes del poder ejecutivo nacional, como así también de las provincias, no
propiciaron un orden completo y responsable para el traspaso de los asuntos públicos a la siguiente administración.
Cuestiones administrativas de mayor o menor envergadura fueron ocultadas, tergiversadas o directamente no
recibieron atención durante la última etapa. Algunas por desidia, otras intencionalmente. La ausencia posterior de
registros de detenidos-desparecidos, de combatientes en Malvinas o de deudores de obligaciones externas fue parte
de aquel desorden administrativo. Al mismo hubo que agregar (tal como se mencionó en el Capítulo 1), la falta de
experiencia de los nuevos cuadros políticos que accedían a los cargos de conducción en la administración pública.

El gobierno radical recibió, entonces, un Estado desacreditado, desordenado, escaso de poder efectivo, con cuadros
subordinados (como en las fuerzas armadas o en las de seguridad) sumidos en sus propias crisis internas. Los
objetivos a desarrollar en lo inmediato incluían: adquirir el manejo del funcionamiento estatal burocrático y político,
reestableciendo un mínimo principio de autoridad ausente; la obtención de reaseguros para la estabilidad de corto
plazo del gobierno y de largo plazo para el sistema; atender a las “herencias” que menoscaban las capacidades del
Estado, tratando de revertirlas o, al menos, de manejarlas; atender a las expectativas sociales, tratando de que no
fueran tan altas como para incumplirlas ni tan bajas como para evitar el descreimiento en el sistema y en el gobierno
Un cúmulo fundacional para una organización estatal completa. Las mismas debilidades que representaron aquellas
carencias podían transformarse en oportunidades para el acto fundacional de una democracia que se esperaba más
permanente que en las anteriores salidas electorales. Aquellas debilidades se encontraban en la pérdida de
capacidades del Estado en su conjunto como organizador y guía del orden social. Un complicado aparato burocrático
sin poder efectivo, a merced de las presiones e intereses de diferentes actores sociales; deudas materiales y morales
respecto de un ideal contrato social no muy explicitado y si muy cuestionado.

La oportunidad consistía en moldear un Estado dándole una impronta propia de las características del partido político
que asumía tal tarea y de su propio ideal de sociedad. Entre la carencia de recursos y las debilidades, las posibilidades
de aprovechar la oportunidad dependían, en principio, del tiempo que se dispusiera para llevar adelante políticas
concretas que no estaban prediseñadas más que en un nivel declarativo muy genérico. El restablecimiento del
funcionamiento estatal debió abarcar, no sólo a la administración pública y los organismos descentralizados
dependientes del Ejecutivo; la acción del gobierno debía procurar que aquellas tareas fueran realizadas también en el
Poder Judicial, en el Poder Legislativo, en los Estados provinciales y municipales. Especial atención debía prestarse,
luego del PRN, a la reorganización de las fuerzas armadas y de las fuerzas de seguridad. Tanto aquellos objetivos
como estas áreas sobre las que se debía (y se podía) actuar, quedaban bajo el escrutinio público de las expectativas
sociales, de los medios periodísticos en su nuevo rol  y de un amplio espectro político, incluido el propio partido en el
gobierno. La oposición política era necesaria en la reinvención del juego republicano democrático; pero, el peronismo
entró rápidamente en una crisis producto de su primera derrota electoral, con una dirigencia antigua y cuestionada, y
sectores que tímidamente apuntaban a una lenta renovación que tardaría en concretarse. A lo largo del período 1983-
2007 la dirigencia política añoró e hizo lo posible por reproducir las condiciones para obtener la oportunidad de moldear
el Estado intentando reiterar las situaciones iniciales de la transición. No sólo la cuestión del restablecimiento de las
funciones del Estado; además, se trató de dejar su impronta histórica en la economía, la política y la cultura. Todos los
beneficios posibles de una situación de reorganización tras una crisis son parte central de la condición de
transitoriedad. Las alternancias del período tendieron a repetir el esquema inicial de la transición, básicamente por tres
motivos: la ambición de discrecionalidad del triunfador, el legado malicioso del gobernante saliente y la acción
opositora de la campaña electoral.
Restablecimiento de las funciones estatales

La tarea más silenciosa y menos expuesta ante la opinión pública que cualquier gobierno debe confrontar al comenzar
su gestión es el relacionado con el funcionamiento burocrático de todos los estamentos del aparato estatal. Puede
parecer un tema menor en una sociedad estable y normalizada, pero este ha sido siempre traumático tanto para la
burocracia como para el poder político en la Argentina. El Estado moderno es la herramienta que cohesiona y organiza
a la sociedad. En parte, queda al arbitrio de la circunstancial administración de un gobierno y, en general, de sus
propias pautas de funcionamiento, su dinámica y su tradición, en aquello que no es resorte decisorio de la instancia
política.Hay, por lo tanto, una parte de funcionamiento dependiente de la autoridad política y otra derivada de las
reglamentaciones que establecen sus funciones. Al menos, eso es lo esperable de un aparato burocrático complejo,
con infinidad de cuestiones a atender; especialmente, luego de una etapa histórica en que los Estados se cargaron de
funciones de regulación en diferentes (o casi todas) las áreas sociales y económicas.

La proliferación de funciones y la legitimación del rol regulador, hicieron del Estado un enorme y complejo sistema.
Aquella condición adquirida también por el Estado argentino se hizo aún más compleja por los avatares históricos
nacionales; una alta inestabilidad política en el período de ampliación de sus funciones, (desde la crisis de 1930 hasta
los años ochenta), y un Proceso de Reorganización Nacional que, como quedó dicho, concluyó en un gran desorden,
propio del vacío de poder que produjo. Además de las áreas tradicionales de la burocracia administrativa, quedaron
bajo responsabilidad política en el período iniciado en 1983, la operatividad y la conducción de las fuerzas armadas y
policiales, y el auxilio organizativo y financiero a los poderes legislativo y judicial, a las gobernaciones y a los municipios
de todo el país. Sin obviar el cúmulo de organizaciones dependientes del Poder Ejecutivo y las empresas estatales
antes de sus privatizaciones.

A lo largo de período 1983 – 2007, en cada alternancia, puede haber sido necesario sostener aquello que venía
funcionando aceptablemente bien, especialmente si hubo una crisis previa; continuar con la tarea y la organización tal
como venía desempeñándose hasta entonces en el ideal de los casos o reestablecer su funcionalidad si hubo algun
tipo de “catástrofe” política que desarticuló la burocracia. No contando con estamentos medios permanentes
profesionalizados, la burocracia se compone de cuadros históricos categorizados, un número variable de empleados
“contratados” por cada gobierno con plazos laborales preestablecidos, jefaturas de direcciones sumamente
dependientes del poder político, secretarios políticos designados por el ministro del Gabinete presidencial.

La burocracia de la administración pública nacional se ha ido incrementando, en términos generales, por tres motivos:
por necesidad, por cuestiones de eficiencia o por razones políticas. Ha sido una necesidad histórica por la
complejizarían de las actividades a su resguardo; su eficiencia casi siempre ha sido considerada poco comparable con
el de la actividad privada y los regímenes laborales que así lo atestiguan dieron lugar a más empleados; la necesidad
política de cada administración alimentó también el empleo público. Todo ello, en un contexto histórico de uso del
empleo estatal para amortiguar el desempleo generado por diversas circunstancias de la evolución económica del país,
al amparo de las concepciones de Estado de bienestar. En su conformación se encuentran capas sucesivas de
funcionarios de escalafón, elegidas políticamente por el gobierno de turno como una forma de tener un reaseguro de
lealtad política y de perduración cuando el partido o el líder fueran desplazados del poder. Alguna eventual baja en el
número de agentes dependientes del erario público pudo haberse dado al compás de las políticas de descentralización
(como el de las escuelas municipalizadas y la desarticulación de los organismos reguladores) y de las privatizaciones;
luego, los índices volvieron a equilibrarse.

Paralelamente, los asuntos de administración estatal se han ido complejizando al ritmo de nuevas disposiciones,
nuevas áreas y nuevos asuntos a atender.Por otra parte, los cambios permanentes en las orientaciones de políticas
públicas generan un núcleo resistente difícilmente modificable, gravoso para la aplicación de políticas nuevas y que,
por lo tanto, constituye su propio poder facilitando o impidiendo políticas. Además, por su conformación, existen pocos
expertos. Quienes generalmente adquieren amplio dominio sobre reglamentaciones y su aplicación, lo son por
antigüedad y predisposición personal, y no por preparación extra o capacitación en servicio. Por estas características,
la burocracia estatal muestra una profunda dependencia del orden político para actuar, debido a que su funcionamiento
muestra no estar todo lo automatizado que sería deseable (desde un trámite aduanero hasta una habilitación
municipal). Al mismo tiempo la burocracia detenta un poder propio para acelerar, impedir o modificar políticas. En
buena medida, esto se debe a la ausencia de continuidad en políticas de Estado perdurables en el tiempo.

Cada nuevo régimen político, cada nuevo gobierno, cada nuevo ministro, cada nuevo secretario dispone
modificaciones en puestos reservados a las designaciones políticas y también a los cargos más altos del escalafón.
Además, la categoría de “empleados contratados” le permite al funcionario salvar la falta de autoridad cubriendo
puestos con personal leal, relegando o superponiendo funciones de la planta de personal permanente. Aquellos
“contratados” constituyen una de las cuestiones centrales de la transitoriedad: los gobiernos salientes tienden a
efectivizarlos antes de irse como pago por su lealtad y para continuar teniendo relevancia en la administración pública;
la administración entrante, en cambio, necesita de aquellos espacios para ubicar a sus propios partidarios.
En especial al inicio del período, pero también cuando la alternancia se dio con sectores políticos inexpertos en el
manejo cotidiano de la “cosa pública”, pocos partidos tienen cuadros militantes preparados, que hayan tenido
experiencia, que cuenten con relaciones dentro del aparato burocrático, que tengan afinidad con los gremialistas del
personal del Estado. Ha habido intentos por unificar esta burocracia en un funcionamiento más independiente de los
avatares políticos. Durante el gobierno de Alfonsín se fundó el Instituto Nacional para la Administración Pública (INAP)
en la búsqueda de imitar el modelo francés de Agentes Gubernamentales; se trata de un cuerpo seleccionado por
concurso, apartidario, de profesionales en diversas carreras de nivel universitario, que realiza un intenso curso de
posgrado, y que luego es destinado a diversos organismos. A diferencia de lo ocurrido en Francia, estos agentes
complementan y asesoran pero no reemplazan a las estructuras políticas. En la mayoría de las provincias la situación
es diferente; en ellas las capas aluvionales de la burocracia tienen, en general, un mismo origen político conservador
populista más afín al peronismo. Se constituyó más ligado a los caudillos locales que a la estructura orgánica de
partidos políticos nacionales; se trató de planteles más imbricados con la pertenencia a partidos locales o a
personalismos presentados como agrupaciones provinciales. Ese aparato fue funcional a los gobiernos militares.

Cuanto más crítico sea el marco de una alternancia, más parecida será la oportunidad de modificar estructuras y
nombrar funcionarios leales, especialmente en el nivel nacional y en los grandes distritos. Los cargos de secretarios y
Subsecretarios de cada dependencia ministerial son netamente políticos y, por lo tanto, designados por la autoridad
política. Muchas veces, en función de visiones o necesidades políticas presidenciales (como darle lugar a diferentes
corrientes internas o aliados dentro del Gabinete), el reparto de cargos no guarda coherencia con designaciones
antagónicas entre uno y otro de esos cargos. Diferente es la situación frente a las Direcciones Nacionales en
Ministerios y organismos descentralizados, pues estos tienden a ser parte del escalafón burocrático; aun así, la
decisión política usó su poder para conseguir o sostener lealtades y en función del reparto entre sectores internos de la
coalición o partido gobernante. Algo similar ocurre con cargos en empresas o bancos públicos, en donde la pertenencia
a los Directorios está mucho mejor remunerada que los cargos en el Gabinete presidencial o provinciales.

Por esto último es que se ha producido casi permanentemente el abuso de la figura de “intervención” para evitar la
“normalización” que presupone el origen de los cargos por sus propios estatutos, especialmente en organismos
descentralizados (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, Instituto Nacional de Tecnología Industrial, por
ejemplo), empresas y bancos. Estos recursos para la conformación operativa de la burocracia estatal, entre los que
describimos la figura de la Intervención, las designaciones propiamente políticas, la promoción a las Direcciones
Nacionales y el recurso del “contrato”, fueron propios de los inicios de la transición a la democracia. Indudablemente, la
necesidad de poner en marcha la administración se conjugó con la enorme posibilidad de reparto de favores políticos y
obtención de lealtades (que sirvieran para la acrecentar la gobernabilidad). Esta combinación, añorada en las
alternancias, es una de las motivaciones de la búsqueda de la condición de transitoriedad; esto es, repetir aquellas
posibilidades iniciales para cooptar la mayor parte del aparato estatal. No importa si se trata de empezar de nuevo;
toda empresa fundacional lo requiere y lo merece, conceptualmente, en esta cultura de la política argentina.

En el Poder Judicial, la transición tiende a generar una revisión de la titularidad de los juzgados de determinados fueros
y de los miembros de la Corte Suprema de Justicia designados por el gobierno militar en retirada. Desde la Acordada
de la Corte Suprema en 1930 por la que se legitimó el Golpe militar de Uriburu contra el régimen democrático y la
Presidencia de Yrigoyen, se subordinó la justicia a los vaivenes del Poder Ejecutivo. La Corte avaló el Golpe
obviamente inconstitucional y consiguió preservarse a si misma dando lugar a una cuestionable doctrina de
subordinación a los poderes de facto; ese hecho legitimó la práctica posterior de los reiterados golpes militares y el uso
de las modificaciones por renuncia (ofrecida o exigida) de los miembros de los principales tribunales cada vez que el
sistema político sufría un cimbronazo. Aquélla Acordada señaló el rumbo de una Corte y de juzgados que obviaron, por
supuestas razones superiores del interés nacional, los eventuales delitos de los gobernantes; tanto los relacionados
con la violación de la Constitución mediante el golpe de Estado, como los delitos comunes, económicos,
administrativos o penales en que pudieran haber incurrido militares y políticos en el ejercicio del poder.

Luego, este uso y costumbre de las renuncias ofrecidas por quienes habían sido nombrados por un gobierno derrocado
u obligado a una apertura electoral, o exigida por un nuevo régimen al instalarse, sentó las bases de la disponibilidad
para nombrar con discrecionalidad a los responsables del Poder Judicial. Por ello, el poder republicano que debiera
tener mayor estabilidad ha sido afectado por la sucesión de cambios instaurados por cada golpe y por cada
restauración electoral. La justicia en el período 1983 – 2007 no escapó a esta inestabilidad. Los gobiernos
constitucionales dependían de contar con la mayoría suficiente en el Senado o de su capacidad de negociación con la
oposición, para lograr acuerdos para el nombramiento constitucional de los jueces y para su eventual remoción. Dicha
tarea quedaba a cargo, hasta la reforma constitucional de 1994, de una Comisión del Senado de la Nación, en la que
se prestaba “acuerdo” para las designaciones, según la propuesta de ternas elaboradas por el Poder Ejecutivo. A partir
de entonces uno de los principales cargos en el Congreso fue el de la Presidencia de la Comisión de acuerdos del
Senado que se ocupaba de los nombramientos de jueces y de los ascensos militares. Tanto por el cúmulo de
designaciones como por la estructura inicial de las comisiones del Senado, la primera presidencia de la transición
adquiría un valor relevante en esta dinámica de transitoriedad.

Por su parte, el Consejo de la Magistratura es una institución incorporada tras la última reforma constitucional que
resume funciones anteriormente propias de las comisiones del Senado y que hasta entonces correspondían a la Corte
Suprema; está conformada por diputados, senadores, delegados del Ejecutivo y de las asociaciones profesionales de
abogados. La conformación original fue modificada por el Gobierno de Kirchner, bajo el argumento de otorgarle mayor
ejecutividad cambiando su integración, reduciendo la participación de la oposición y de las instituciones representativas
de los abogados. Tanto en la transición como luego en tres de las alternancias se produjo una revisión de los
estamentos judiciales, con énfasis en la Corte Suprema. Además, especial atención despertaron la titularidad de los
juzgados Contencioso Administrativo Federal, Penal Económico, los Fueros Federales del Interior y la Cámara y
Justicia Nacional Electoral.El interés en los mismos se centra en un puñado de razones; la competencia electoral y
administrativa nacional en vistas a la perdurabilidad de los mandatos y en términos más espurios a su “gobernabilidad”
como capacidad para realizar sus políticas sin la irrupción judicial. En las provincias, para sus propias Cortes y
tribunales, se reproduce lo descrito para la Nación con los juzgados federales. Por otra parte (según se verá en
Herencias y Legados), la práctica política del período muestra que ha sido importante, mientras se detenta el poder,
asegurar buenas relaciones con jueces que pueden, luego, ser quienes lleven las causas que seguramente la
oposición o el próximo gobierno intentarán llevar adelante en la justicia.

Durante el período, considerando solamente lo ocurrido con la Corte Suprema, puede observarse esta conducta de
transitoriedad y búsqueda de discrecionalidad. Con Alfonsín la Corte se conformó con 5 miembros, elegidos entre los
mejores juristas del país, con arreglo político, tanto por la participación de la oposición peronista que se reservó el
manejo de la Comisión de Acuerdos, como por el origen político de sus miembros que no ocultaban su filiación a
diferentes corrientes partidarias. Con Menem la oposición debió resignarse a la ampliación de la cantidad de miembros
de la Corte. En la búsqueda de discrecionalidad en el marco formal de continuidad constitucional el menemismo logró
incorporar cuatro nuevos cargos con lo que alcanzó una “mayoría automática” para la aprobación de discutidos fallos
proclives al gobierno y a empresarios ligados al mismo. Kirchner, luego de la crisis de diciembre de 2001, el default
declarado por Rodríguez Saá y la devaluación realizada por el gobierno de Duhalde, inició su mandato con un mensaje
defensivo y a la vez intimidatorio, realizado por cadena de radio y televisión, con el objetivo provocar renuncias en la
Corte Suprema. Había una necesidad política de contar con un respaldo judicial frente al vendaval de demandas
entabladas por particulares contra los efectos del corralón y de la pesificación asimétrica posterior a la devaluación de
comienzos de 2002; la Corte anterior, menemista, supuestamente extorsionaba al gobierno con posibles fallos que
hubieran puesto en jaque la lenta recuperación de la economía.

Además, pesó en los reemplazos propuestos por Kirchner frente a las renuncias obligadas, el intento de dar respuesta
a la imagen pública que se había instalado respecto a la supuesta venalidad de los ministros de la Corte, impulsado
todavía (hasta alcanzar mayor respaldo popular en las elecciones legislativas de 2005) porque su proceso de
instalación en el poder estaba signado por el 23 % de  votos obtenidos en la primera vuelta electoral de 2003 (sin la
segunda votación de la que lo privó Menem).Previo a ello, una clara imagen había quedado en la opinión pública. En
los años de esplendor y poder omnímodo del menemismo, el entonces ministro del Interior, Carlos Corach, habría
hecho alarde de los jueces que tributaban al Ejecutivo y eran permeables a sus necesidades. Aquella anécdota
periodística quedo inmortalizada en “la servilleta de Corach” en la que se anotaron aquellos jueces federales
disciplinados con el Ejecutivo, en una muestra de discrecionalidad y transitoriedad. Aun así, tanto la Corte designada
durante el gobierno de Alfonsín, como la nombrada durante el período Kirchner, se componían de reconocidos e
incuestionables juristas.

El restablecimiento de las funciones de las Fuerzas Armadas dentro del esquema republicano tuvo, al inicio del
período, una extraordinaria complejidad. No sólo por  la especial situación histórica del Ejército resumida en la
consigna de ser “anteriores a la patria” (al fijar su surgimiento en las Invasiones Inglesas -1806/1807-) que le daba una
pátina de autoridad sobre toda la sociedad, sino por las cuestiones abiertas dejadas por el Proceso de Reorganización
Nacional. Tres grandes temas quedaron en un debe muy difícil de justificar y sin una conducción capaz de asumir el
momento de su balance final: la derrota en Malvinas, la cuestión de los derechos humanos y los saldos del proceso
económico encarado por Martínez de Hoz.El nuevo orden surgido de las elecciones de octubre de 1983 suponía la 
subordinación militar al poder político. En la compulsa electoral, sobre la opinión pública también se dirimieron dos
concepciones al respecto. Una tradicional, encarada por el peronismo, que proponía un manto de perdón y olvido sobre
el pasado; el respeto político a la auto amnistía dictada por los últimos jerarcas de la dictadura. Por el otro lado, una
política condenatoria de las violaciones a los derechos humanos encarnada por  Raúl Alfonsín.El discurso que cautivó
a la mayoría del electorado se aferró a los principios constitucionales y al recitado de su Preámbulo, expresando una
política sobre derechos humanos que resultaba novedosa; planteada dentro de canales judiciales tendía a despolitizar
dando un marco de juzgamiento inexistente hasta entonces y con derecho a defensa. Diferente a la solución buscada
para hallar responsabilidades en la derrota en la Guerra de Malvinas, en las que se dejó actuar a los reglamentos e
instituciones militares.

Alfonsín, durante la campaña y en los inicios de su presidencia, encarnó la lucha mucha veces clandestina de un
cúmulo de organizaciones defensoras de los derechos humanos surgidas durante la dictadura, de las que él mismo fue
participe. El restablecimiento de las instituciones democráticas hizo que los juzgados de todo el país quedaran
habilitados al tratamiento de las denuncias por violación a los derechos humanos presentadas por diferentes
damnificados. El gobierno, por su parte, creó una comisión de notables para investigar el tema, la Comisión Nacional
sobre la Desaparición de Personas (Conadep) que elaboró un informe tomado como base para realizar el juzgamiento
de las primeras tres Juntas militares que gobernaron la mayor parte del PRN. El juicio a las juntas tendía a dar
cumplimiento a la palabra empeñada en la campaña electoral y, al mismo tiempo, acotar las responsabilidades en las
cúpulas.Sin embargo, organizaciones y particulares iniciaron causas judiciales contra una enorme cantidad de militares,
policías y civiles acusados de haber sido torturadores y de haber provocado la desaparición de personas durante la
dictadura. La cantidad de militares implicados representó un terremoto con epicentro en las fuerzas armadas y
enormes repercusiones políticas; militares que se sentían acosados por el descrédito público que el Gobierno no
desalentaba como se pretendía y por los coletazos, aún frescos, de la Guerra de Malvinas.
Presiones primero y levantamientos después pusieron a prueba tempranamente el temperamento de la nueva
democracia. Por lo tanto, el cuadro de situación de las Fuerzas Armadas al iniciarse la transición se componía de
elementos propios de la forma en que se desmembró el régimen militar y de los agregados por el funcionamiento
constitucional de la justicia. Las principales cuestiones que inquietaban el panorama militar eran: la ruptura de la
cadena de mandos por la desconfianza instalada respecto a la conducción de la guerra tanto por los Estados Mayores
como por muchos (pero no todos) oficiales en el campo de batalla; la actitud de las cúpulas de no asumir sus
responsabilidades en la represión, abonando la tesis de los “abusos” en que se habría incurrido por fuera de las
órdenes; las falencias de la doctrina militar implementada hasta entonces con hipótesis de conflicto fallidas; las
consecuencias sociales y económicas del PRN.Los reclamos fueron de fuerte impacto emocional por la reivindicación
que solicitaban tres niveles diferentes: el de los ex combatientes de Malvinas, el de ex jerarquías y militares retirados
pretendientes de una visión positiva de la represión y la de los ex represores por los juicios por violaciones a los
derechos humanos. Desde allí y a lo largo de todo el período, comenzó la búsqueda del General, el Almirante o el
Brigadier “democrático” que se aviniera a reconocer la autoridad constitucional del Presidente como Comandante en
Jefe de todas las Fuerzas. Más adelante se requeriría también poseer una cierta interpretación histórica para completar
el cuadro de aptitudes necesario para conducir bajo el imperio de la Carta Magna Nacional.

Alfonsín se enfrentó, entonces, con las presiones y con la espectacularidad de los levantamientos de Mohammed Alí 
Seineldín y Aldo Rico; con fuerzas supuestamente leales que no reprimieron porque, en el fondo, esperaban doblegar
al poder político respecto a los juicios en curso y a la restauración del honor social de los militares. A pesar de los
típicos juegos opositores del arco político, esta etapa de la transición contó con la participación de la renovación
peronista en la defensa popular del gobierno democrático durante la Semana Santa de 1985 y con la interferencia
declamativa pero con anuencia  parlamentaria para la sanción de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Estas
últimas, congelaron por casi tres lustros buena parte de los juicios por violaciones a los derechos humanos. Fueron
acciones que opacaron el logro radical que significó el histórico juicio a las Juntas del Proceso. Este inicio de la
transición en el tema militar dejó improntas en el cuerpo político y una lenta pero profunda revisión entre los propios
militares. Incluso, permitió la sanción de una más moderna Ley de Defensa Nacional  que sólo veinte años después
pudo ser reglamentada.

La transición se fue haciendo, en el aspecto militar, tratando entre políticos y militares de preservar a las Fuerzas
Armadas, cumplir con las promesas electorales y atender a los reclamos sociales, paralelamente a una modernización
pendiente desde el fracaso bélico de Malvinas. Todo ello, cuidando que para la opinión pública no fuera un tema
prioritario o demasiado expuesto. El asalto al cuartel de La Tablada por parte de un grupo guerrillero, a comienzos de
la década menemista, y la consiguiente represión militar para reconquistar dicha plaza con apoyo del cuerpo político,
sumado a la paralización de los juicios por efectos del “punto final” y los indultos dictados por Carlos Menem, trajeron
un sosiego en este frente. Ello permitió (junto a la aparición proverbial del General Martín Balza al frente del ejército,
precedido del respeto por su actuación en Malvinas), resolver algunas cuestiones de la modernización de la doctrina
castrense y del mea culpa militar que era necesario y esperado por la sociedad. Lentamente, el presupuesto militar se
redujo en lo operativo. Pero hizo falta una intensa campaña periodística en torno al caso Carrasco para proceder a un
importante cambio; la abolición del Servicio Militar Obligatorio modificó la relación de la sociedad para con los militares
y permitió a éstos abocarse a una profunda revisión de su organización.

Frente a la sociedad (y en el contexto internacional) las FFAA quedaron en una situación de extrema debilidad.

Los inicios de la transición con las dificultades que debió afrontar Alfonsín marcaron el punto álgido de la adaptación
militar al régimen republicano. Más conciliador, Menem desarrolló una política pendular de intercambio de fidelidad por
prebendas. Los indultos, ciertos mensajes ideológicos afines, el elogio al General chileno Augusto Pinochet, el negocio
de la venta de armas, el nuevo rol en las misiones de los cascos blancos de las Naciones Unidas, la participación en la
Guerra del Golfo, sopesaron en un platillo de la balanza; en el otro, el fin del servicio militar obligatorio, la falta de
presupuesto, la reinterpretación histórica y la novedosa subordinación democrática de Balza.

En el gobierno de la Alianza, al igual que en otros sectores de la política de Estado, hubo una ausencia de política
específica. En cambio, una política de reivindicación de los años 70´s, del Gobierno de Néstor Kirchner, extremó la
revisión de antecedentes y dio muestras forzadas de subordinar el poder militar hasta con gestos de humillación, o
cuando revisó con justa causa la función de los Servicios de Inteligencia de la Armada. Todo el marco de la transición y
las diferentes alternancias estuvo signado por la búsqueda política del “general” conocido, amigo, afín ideológicamente,
capaz de pasar el filtro del Congreso. Para ello, hicieron falta varias “purgas” de cohortes enteras.

Los gobiernos de Alfonsín y Menem sirvieron, en definitiva, para subordinar el foco más claro de interrupciones
democráticas. Por su parte, tras los levantamientos carapintadas y el aquietamiento del frente militar de la política
argentina, las denominadas Fuerzas de Seguridad ocuparon casi permanentemente la agenda nacional. Las fuerzas de
seguridad (policía federal, policías provinciales, gendarmería y prefectura), estuvieron durante el PRN bajo el mando de
las Fuerzas Armadas. De tal forma, a los tradicionales focos de corrupción y modos de funcionamiento particulares de
cada fuerza, se le sumaron metodologías y vicios operativos propios de los instrumentados durante la represión.
Algunas formas de corrupción preexistentes se incrementaron y adquirieron la rigurosidad de acciones prescritas;
supuestamente, represión del delito en función de completar estadísticas, connivencia con delincuentes organizados
según los diferentes estamentos, complicidad en cierto tipo de delitos como la prostitución, el juego clandestino,
sustracción y venta de repuestos de automóviles, tráfico de drogas, contrabando. La convivencia con mandos militares
llevó a la sofisticación de la complicidad con el delito y la corrupción. Ejemplo de ello fue la policía bonaerense; durante
la represión militar fueron entrenadas y utilizadas para hacer de soporte a los grupos de tareas militares, aprendieron a
establecer zonas liberadas con silencio de radio y ausencia de patrullas mientras se llevaba a cabo un operativo
clandestino, se acostumbraron al reparto del botín obtenido en un allanamiento a modo de premio o sobresueldo como
algo propio de la actividad específica. Cuando no, a la apropiación de recién nacidos.

Aquellas formas de corrupción estaban principalmente concentradas en el área del conurbano bonaerense. El
Gobernador Armendáriz (1983-1987) evitó las grandes purgas de oficiales y de agentes corruptos que hubiesen
provocado acefalía y le hubiese quitado operatividad a dicha policía, además de restarle lealtad al poder político y una
ruptura de la cadena de mandos. Muchos de los delitos, con complicidad policial o, incluso, de punteros políticos, se
encontraban muy ramificados en aquella zona. Frente a esa situación, conocida por el poder político, los ensayos
gubernamentales para resolver la cuestión fueron muy variados. El primer intento, ensayada por el gobernador radical
al inicio de la transición, fue de diseminación.

Su decisión fue la de diseminar en la geografía provincial a los policías que habían actuado en el Gran Buenos Aires;
contrariamente a lo esperado, no alejó el peligro para el orden republicano y democrático que significaban aquellos,
sino que lo difundió a zonas de la provincia que hasta entonces desconocían tales prácticas. La Policía bonaerense
reviste especial importancia por el área bajo su custodia y por tratarse del distrito político más importante del país; es la
caja de resonancia del tema seguridad en la población y en la política nacional. Siguiendo con el ejemplo, los gobiernos
peronistas que se sucedieron en la provincia desde 1987, los de Antonio Cafiero, Eduardo Duhalde y Carlos Ruckauf,
ensayaron una política más tradicional de acordar con la estructura de la fuerza. Esos supuestos acuerdos tácitos
tendían a disimular la situación de riesgo dejada por Armendariz y la compleja trama que implicaba a los punteros
políticos. En tal sentido, el objetivo lo constituyó mantener la estadística criminal en valores más o menos constantes
sin afectar las relaciones entre delito y complacencia o complicidad policial. A tal punto que, siendo Gobernador,
Duhalde llegó a catalogarla como “la mejor policía del mundo”.Una hipotética respuesta a intentos de reorganización y
purgas que se hicieron recurrentes, fue el caso Cabezas; otra, el caso AMIA. En ambos resonantes hechos de la
política argentina contemporánea se trató de perjudicar sus ambiciones políticas dejando en su camino veraniego el
cuerpo asesinado de un periodista e implicando a policías bonaerense en la voladura del edificio de la mutual judía en
Buenos Aires.

Por último, en la estrategia de acordar con la policía bonaerense, ya siendo presidente, Duhalde debió
responsabilizarse políticamente por los asesinatos de Kosteki y Santillán a manos de la policía, fijando fecha a su
abandono del poder nacional por el que tanto bregó.La solución a los resabios de la dictadura en las policías,
especialmente en la Federal y la bonaerense, por parte de la dirigencia política, fueron las permanentes purgas que,
una y otra vez, produjeron el descabezamiento de cúpulas, acelerando los ascensos de cuadros no totalmente
experimentados. E incluso sin erradicar los vicios de funcionamiento que se trataban de subsanar. Es que, en este
punto, pareciera haber una complicidad de sectores políticos del nivel municipal o barrial, implicados junto a la policía
en prácticas corruptas. El fracaso del intento acuerdista movió a otros ensayos más drásticos; se intentó combatir
prácticas corruptas mediante el expediente quirúrgico de las purgas de oficiales y agentes terminando con la tolerancia
a pequeñas o graves violaciones. Periódicamente, se realizaron exoneraciones de policías, a veces en forma masiva.
Además, se combatieron, tanto en la provincia como en la ciudad de Buenos Aires, espectacularmente, algunos delitos
que estaban en auge tras la devaluación de 2002. El robo de autos fue combatido mediante las inspecciones a los
vendedores de chatarra o repuestos; el robo de cables de telecomunicaciones, tapas de bocas de tormento, estatuas
de metal de los paseos públicos, mediante el cierre de las exportaciones de minerales que el país no produce, pero,
paradójicamente, vendía al exterior. Estos recursos de purgas y combate espectacular a diversos rubros delictivos que
parecían contar con la complicidad policial, no fueron lo suficientemente sostenidos en el tiempo aparentemente
necesario, ni parece posible seguir permanentemente sacando personal de las fuerzas policiales.

Al igual que con la burocracia estatal, en las provincias de menor población no existe tanta espectacularidad en las
ineficiencias policiales que continúan, en términos generales, ligadas a formas de pequeña y gran corrupción con
complicidad política. La excepción la constituyen algunos episodios puntuales que alcanzan gran difusión mediática y
movilización social. Diferente es el caso en provincias más pobladas como Córdoba o Santa Fe en las que, en menor
medida, se asemejan a la situación bonaerense y los recurrentes problemas penitenciarios en Mendoza. En el proceso
de transformación hacia prácticas menos autoritarias, en el período 1983 – 2007, se avanzó hacia una mayor
intervención de jueces y fiscales en las tareas que, antes, discrecionalmente llevaba a cabo la policía. Se cambiaron
los Edictos policiales que implicaban una suerte de facultades judiciales delegadas para arrestar sospechosos bajo la
figura de “averiguación de antecedentes”, a Códigos contravencionales y al resguardo de las garantías
constitucionales. De tal forma, la mayor participación de fiscales y magistrados, con jueces de garantías para
salvaguardar los derechos ciudadanos, tendieron a circunscribir la acción policial a una presencia disuasoria y a la
investigación de los delitos bajo la supervisión judicial. En primera instancia, sin la herramienta discrecional de los
edictos policiales. Como, por ejemplo, la ocupación de los espacios públicos que, especialmente después de la crisis
de fines de 2001, se hizo muy notoria en la ciudad de Buenos Aires. La respuesta policial a determinadas situaciones
en que los vecinos reclamaban una actitud más expeditiva, fue una especie de revancha policial por las facultades
perdidas; el “no podemos actuar” o el “debemos tener una orden del fiscal”, fueron respuestas irritantes para quienes
sufrían riesgos de ser víctimas de delitos o veían alterados sus derechos como el de libre tránsito.
Además, después de algunas experiencias en las que el saldo fue de muertos por represión policial, el poder político
(especialmente el Ministerio del Interior), dudó cada vez que se encontró con la alternativa de usar a las fuerzas de
seguridad. Mucho tuvo que ver en las prácticas políticas de ocupación del espacio público el fenómeno piquetero
(como se verá en Capítulo 6) y que los fiscales son más conocedores de la aplicación de la ley que de las técnicas de
prevención e investigación criminal. Además, continúa la desconfianza hacia los límites y la pericia de las fuerzas de
seguridad, incluidas la gendarmería (utilizada muchas veces para reemplazar a fuerzas policiales en caso en que se
veían desbordadas) y la prefectura. La política se ciñó a la existencia de estadísticas más benéficas en lugar de actuar
sobre la prevención o la resolución de delitos, o a considerar que la difusión de estadísticas podría fomentar al delito
En todo caso, intrigas mediante, saber si el Jefe de la Policía Federal en el gobierno alfonsinista, el Comisario Pirker,
falleció en su despacho de causas naturales o no, será una incógnita más de la historia argentina. Casos como el de
Axel Blumberg, las madres del dolor, o Cromagnon (con la hipocresía de la clase política que cedió a los “aprietes” de
la “gente”) son los que fijan la agenda de la política nacional mucho más de lo que la política quisiera. A esto se suman
los canales de noticias de televisión por cable (como Crónica TV y sus “chapas” a pantalla completa en todos los
bares), las radios y los diarios que parecieran usar el tema seguridad (remarcando sus deficiencias o no) como
extorsión al poder político para conseguir publicidad oficial u otras prebendas como la renovación de sus licencias o la
autorización del Comfer para hacerse de otras frecuencias. Se trata del nuevo rol pos dictadura que adquirieron los
medios de comunicación y su capacidad para fijar los temas cotidianos amplificando o ignorando sucesos.

Por otra parte, ciertas incoherencias políticas siguen abonando el tema; los gobiernos nacionales usan sin tapujos la
Ley Cafiero que le reserva al Ministro del Interior del Ejecutivo Nacional el manejo de la Policía Federal, dejando al
Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires sin manejo de su propia fuerza de seguridad.   Ningún gobierno ha
avanzado en la transferencia policial, aun cuando los propios presidentes hayan sido administradores de la Capital. En
todo caso, el tema seguridad reaparece en la agenda nacional permanentemente y marca los tiempos políticos;
especialmente desde la aparición mediática del Ingeniero Blumberg. A ello contribuyen los medios con su instantánea
llegada a la opinión pública y una supuesta intencionalidad de sectores policiales cuestionados por el poder político que
tan espectacularmente resuelven un caso mediático como instalan otro por omisión o inacción. También se repiten los
casos de connivencia entre fuerzas de seguridad y organizaciones delictivas más o menos sofisticadas; aún en ámbitos
insospechados como en el caso de las “valijas voladoras” que desnudó la complicidad (o al menos la omisión de
vigilancia sobre contrabando de droga) de una aerolínea y la desaparecida Policía Aeronáutica.

Otra de las cuestiones que reaparece cíclicamente en la agenda política es el uso de los servicios de inteligencia de los
que dispone el Estado. Tanto la SIDE en el nivel nacional, como los servicios militares y policiales han demostrado
funcionar, en ocasiones, en forma autónoma; especialmente en las primeras etapas de la transición en que continuaron
por inercia con la metodología y las orientaciones adquiridas durante la Guerra Fría y perfeccionadas por los gobiernos
militares, en la búsqueda de antecedentes de toda persona con actuación pública en referencia a sus posiciones
contrarias a un determinado “orden”. Los diferentes gobiernos del período sufrieron la autonomía de dichos servicios,
pero también aprovecharon para utilizar ciertas funciones en contra de sus opositores o para llevar a cabo operaciones
políticas; como por ejemplo, con el armado de una denuncia previa a una elección en contra de un opositor para
quitarle votos a último momento dejándolo sin posibilidad de defensa ante la inmediatez de los comicios .
Recurrentemente se utilizan los recursos económicos de los que disponen estos organismos (exentos de una rendición
detallada), por lo que supuestamente han servido para pagar coimas (a Senadores o a testigos falsos de resonantes
casos judiciales) o para solventar gastos de campaña electoral. En cualquiera de ambas situaciones, los servicios de
inteligencia representan una cuestión irresuelta para el sistema político; el control de los Poderes Legislativo y Judicial
no ha alcanzado a morigerar ni la autonomía de su funcionamiento ni las eventuales extralimitaciones en las que
pudiera incurrir el Ejecutivo en su uso.Al igual que en otros estamentos de la administración pública, la pretensión
política es la de  tener contactos fluidos con el personal, en especial, de la Secretaría de Informaciones del Estado.
Como una cuestión más de la transitoriedad, asegurarse la lealtad (aún con sobresueldos) del personal de inteligencia,
asegura contar con información y no ser objeto de operaciones de inteligencia. La panacea de cualquier político,
sindicalista, empresario. Hay en ello cierta hipocresía de la dirigencia política, que oscila entre denostarlos
públicamente y usarlos en secreto.

Herencias y legados

Otra de las condiciones básicas de la transitoriedad es la cuestión de las herencias que recibe cada nuevo gobierno y
su contraparte, los legados que se le traspasan al siguiente. Ha sido una constante que cada gobierno ceda (legue) a
la anterior cuestión devenidas en serios problemas para el Estado y que condicionan al menos los primeros pasos de
una nueva administración. Lo que se recibe del anterior a modo de presente griego intenta condicionar la gestión del
oponente sucesor o mantener cierto tipo de privilegios o control sobre el aparato de Estado. Se trata de una
compulsión o necesidad de condicionar al sucesor y la de lograr una cuota de poder que le trascienda en el ejercicio de
su cargo, con la suficiente discrecionalidad para modificar lo dado o para cristalizar una gestión luego de culminada. El
traspaso de cuestiones de Estado devenidas en problemas al gobierno siguiente es otra de las constantes verificables
en las alternancias. A su vez, también se trata de un problema típico de las transiciones a regímenes democráticos. Lo
específico de las herencias en las alternancias es la intencionalidad con que se crean condicionamientos al siguiente
gobierno. Se trata de observar lo que se recibe y lo que se deja, pensando políticamente en la cuota de poder e
influencia sobre la marcha cotidiana y las “políticas de Estado”. Es un reaseguro, para el mandatario saliente, de evitar
o morigerar la judicialización de sus actos, dejando ciertas estructuras y funcionarios que lo sobrevivan en el aparato
estatal. Se distinguen aquí herencias y legados porque la herencia no necesariamente ha tenido un carácter de
intencionalidad del predecesor, mientras que el legado es condicionante por decisión de quien ha cumplido su
mandato. Es necesario discernir esta intencionalidad; en el caso de las herencias, se trata de las alternativas que
deberá afrontar la nueva administración ya sea por situaciones creadas deliberadamente por el anterior gobierno o por
la conjunción de coyunturas locales e internacionales.

Las herencias no son necesariamente, situaciones negativas; se ha observado a lo largo del período que muchas de
las condiciones creadas por una administración se desperdician, se dilapidan o se estigmatizan por el solo hecho de
ser de otra autoría. La necesidad que impone la transitoriedad de dar un tono fundacional al nuevo gobierno lleva a dar
por concluidos los procesos originados previamente, independientemente de que condicionen el accionar político o
económico en el corto o en el largo plazo. Por otra parte las herencias tienden a ser construcciones económicas,
políticas o administrativas de variable importancia; desde estructuras de funcionamiento de la economía hasta
disposiciones menores de orden administrativo. Responden básicamente, al juego de imágenes que se pretendieron
instalar y a las que críticamente se quieren desechar. No hay en ellas apreciaciones de valor intrínseco a su utilidad o
beneficio para el país; solo una caracterización demoníaca de la imagen del derrotado en una alternancia. Los legados,
aquello que se dejó como legado al nuevo gobierno, tienden a ser destructivos; en ellos prima la cuestión de la
intencionalidad. El gobierno saliente puede haber querido demostrar su eficacia para la historia o simplemente
precaverse de las consecuencias de sus actos en un futuro mediato. El gobierno de Alfonsín puede haber dejado para
la transición, un funcionamiento de las instituciones republicanas acorde a Constitución y ese sería suficiente mérito. El
peronismo, en vísperas de un triunfo en las presidenciales de 1989, sentía que debía y podía socavar la imagen
fundacional de la democracia lastimando la imagen del anterior presidente ante la población. El menemismo logró,
luego de décadas de inflación, traspasar un gobierno sin una emergencia económica inmediata; ciertas condiciones
menos visibles representaban un legado para que el futuro gobierno fuera el responsable de modificar, obligado, algo
que parecía funcionaba correctamente o aceptablemente. Sin embargo, encorsetada en la obligación de sostener la
convertibilidad, el gobierno de De la Rúa se debatió en tener que mostrar una imagen más pulcra desde su actuación
política, con poco éxito para contraponerse como refundador de mayor transparencia; lo intentó entendiendo que esa
era su misión para con la herencia menemista. Buena parte de las acciones de Duhalde como presidente
repiquetearon sobre los aspectos negativos de la convertibilidad menemista y de la alianza. Kirchner, a su vez, fundó
su construcción política en la provincia de Buenos Aires sepultando la imagen de su antecesor.

Tratar de destruir todo tipo de herencia recibida (positiva o negativa) ha sido una tarea de cada alternancia. Con dos
objetivos: el de derruir la imagen a dejar en la sociedad por los predecesores y el de cambiar la percepción de los
factores de decisión respecto al nuevo gobierno para mostrase con autoridad. El devenir histórico argentino no está
exento de alguna dosis de fatalidad en la recurrencia de las crisis (generalmente económicas) que afectan a la
sociedad; también deben considerarse los factores externos (del contexto internacional) ante los cuales siempre hubo
fragilidad para afrontarlas. Las intenciones y las posibilidades de los gobernantes de producir cambios en lo que para la
opinión pública funciona bien, pero que muestra fisuras hacia el futuro, tienen un impedimento: una gran
transformación de las condiciones socioeconómicas a mitad de un período presidencial es vistas como electoralmente
inoportunas; por ello, esos necesarios cambios sólo son llevados adelante como situaciones de crisis y de urgencia.Es
estas conductas de la gestión política se manifiestan cierta paranoia por no verse condicionado, la necesidad de contar
un culpable (el gobierno anterior) frente a la opinión pública, el síndrome fundacional como se verá más adelante y, al
mismo tiempo, el menoscabo de la alternancia para eliminar al predecesor y a su obra de gobierno como figuras útiles
en el proceso histórico.

Los legados se construyen desde la intencionalidad y con ramificaciones para evitar prontas destrucciones,
especialmente en los núcleos duros más resistentes al cambio. Nombramientos de jueces, fiscales, directores
nacionales, modificaciones en el escalafón de la administración pública, programación de vencimientos de deuda,
reajustes salariales o previsionales, otorgamiento de licencias de radio y televisión, obligaciones contractuales por
publicidad u obras públicas, permisos de exploración y explotación minera o petrolífera; son todas medidas tomadas a
poco del traspaso del poder para condicionar la alternancia. En estas no hay imprevisión o fatalidad; sino una clara
intencionalidad en producir el hecho político. Las herencias y legados más importantes pueden ser clasificados como
económicos, judiciales, de administración pública y de expectativas. Los económicos más relevantes tienen que ver
con los niveles de reservas monetarias en el Banco Central, la programación de vencimientos de deuda externa e
interna, los atrasos en el tipo de cambio, cuestiones referidas al manejo monetario, cuestiones pactadas e incumplidas
con organismos financieros internacionales como el Fondo Monetario Internacional o el Club de París. También se
incluyen contratos firmados por el gobierno saliente con empresas privadas, como en el caso de la contratación para la
fabricación de documentos de identidad con la empresa alemana Siemens, que derivó en un juicio internacional contra
el país al ser denunciado por oneroso para el Estado y para los ciudadanos, por la administración que alternó en el
poder al que firmó el acuerdo. O los pactados con empresas que se presume corrompieron para lograr el vínculo con el
Estado o que le aseguran al saliente una cuota de negocios vigente aun luego de cumplido su mandato. Estas
cuestiones asumen el rol del caballo de Troya de temas pendientes o bombas de tiempo que quedan instaladas en las
prioridades del nuevo gobierno, paralizando la ejecución de políticas que no hayan sido pensadas para la resolución de
aquellos problemas (no siempre de público conocimiento o de información accesible). El ejemplo más representativo de
este caso fue el de la programación de los vencimientos de deuda externa dejados por la administración Menem, que
iba a afectar irremediablemente las políticas del gobierno de De la Rúa. Los montos crecientes y que superaban las
posibilidades de pago de la economía argentina no permitían obviar esos condicionamientos. En este sentido se actuó
de modo similar al de Martinez de Hoz al hacer coincidir el fin de su “tablita” de cambio futuro pautado con la
finalización de su mandato, dejando al Ministro Sigault (gobierno del ex general Viola en 1981) la única posibilidad de
ajustar sus políticas económicas a la solución de los problemas derivados por la anterior gestión; otro ejemplo es el del
mismo De la Rúa dejando irresuelto el problema del tipo de cambio convertible en uno a uno y que, irremediablemente,
quedaba como problema para una futura administración nacional.
Por otra parte, suele haber preocupación en que ciertos valores reales o estadísticos queden, al finalizar un mandato,
en valores positivos. Publicidad oficial mediante y con la complicidad de algunos medios de difusión, las comparaciones
de diversos índices tomando como base momentos críticos predeterminados pretenden ser mostrados como resultados
de gestiones exitosas que el sucesor – oponente no podrá sostener; comparar índices de inflación tomando los
procesos hiperinflacionarios contra las de la convertibilidad, tasas de desempleo entre una crisis y una situación más
benévola, etc.; todo lo que alguien puede mostrar que hizo para dejar su impronta en la historia del país y que el
sucesor, en su ambición fundacional, tratará de destruir. En estos legados se ponen a prueba las capacidades del
Estado y las deudas de la economía, sin tomar recaudos sobre cuánta angustia generen en la población ni cuán
profundamente afecten el futuro. Prima la intención mucho más allá de la impericia o la fatalidad. En el caso de las
herencias y legados Judiciales, el más tradicional es el de las diversas formas de auto amnistías. El caso clásico es
propio de las transiciones de regímenes autoritarios en que los militares salientes dejan establecido la imposibilidad de
ser juzgados por diversos delitos. Dependiendo de las características de la transición y la posición de fuerza en la que
haya podido quedar el régimen saliente, las posibilidades democráticas de anularlas requieren de un largo camino
jurídico y legislativo que podrían demandar más de un mandato democrático o de convertirse en el precio a pagar a
favor de una meneada pacificación social.

Uno de los dos extremos de esta situación lo constituye el ejemplo de Chile que debió convivir con reglas introducidas
en la propia Constitución por el saliente Pinochet o la fuerza que adquirió en Brasil la auto amnistía militar. En el otro
extremo, la política alfonsinista de juzgamiento y anulación del auto perdón sancionado por los militares acompañó y,
sin buscarlo, alentó a una sociedad que comenzó a utilizar los tribunales no sólo como reparación individual, además
como reivindicación social e histórica. Otra de las formas judiciales con que suelen despedirse los gobiernos es a
través del cierre de causas aprovechando la influencia que aún conservan sobre jueces amigos antes del traspaso del
poder.       La respuesta de quienes asumen con ambiciones fundacionales es la de judicializar a políticos, economistas
y funcionarios en general del gobierno anterior. Abundan los ejemplos de causas abiertas, reactivadas o impulsadas
con nuevos bríos tras el abandono del poder. Lo atestiguan, entre otros, los casos de Mazzorín, Cavallo, Menem
(incluso encarcelado a pesar de las intenciones al respecto de De la Rúa), María Julia Alzogaray, Fernando De la Rúa
o aún los intentos por implicar a Duhalde en el juicio penal por los asesinatos de Kosteki y Santillán. También pueden
incluirse los sinuosos caminos seguidos por las causas contra militares implicados en la represión y la violación de los
derechos humanos, cuando se decide políticamente que cobren más o menos impulso según si son funcionales a una
reinterpretación histórica presente en su bagaje fundacional; esto es, si son útiles para reinterpretar la propia historia
contra el silenciamiento de la década anterior o, a la inversa, para acallar lo que venía dado. Respecto de las de
herencias y legados en la Administración Pública el caso más reiterado es el de los empleados contratados,
temporarios, que son pasados a Planta Permanente por el gobierno saliente, tanto a nivel nacional como en los
municipios y gobernaciones más populosos. Otro de los típicos legados intencionales es el desorden administrativo,
que tuvo su máxima expresión en la transición del gobierno militar a la democracia. Además, del ya mencionado caso
del registro de deudores locales a entidades del exterior por préstamos nacionalizados. Otra situación, pero que tiene
causas constitucionales por la secuencia de fechas exigidas y la (endeble) tradición inaugurada en el momento de
producir el traspaso presidencial el 10 de diciembre, es el de la sanción de la ley de presupuesto nacional que debe ser
promulgada antes del traspaso de poder; de esa forma, el primer año de cada gobierno estará signado por un
presupuesto presentado por su antecesor. También se ha logrado, en este período, construir malas expectativas en la
población. Independientemente de las impericias propias de cada oficialismo, la oposición acciona siempre en la
dirección de instalar en la opinión pública sensaciones de nuevas penurias por venir.

El ardor de las campañas electorales, (aun cuando como en el caso del gobierno de la Alianza sea en la renovación de
diputados de mitad de mandato), se prolonga con la intencionalidad de generar aquella condición de transitoriedad
propia del carácter fundacional que se quiere para cada nuevo gobierno. En tal sentido, la construcción de legados se
orienta a forzar situaciones políticas hasta el nivel de “crisis” para generar nuevas impunidades, evitar legados o
favorecer una futura delegación de facultades del legislativo al ejecutivo. En términos generales, las expectativas
negativas que pueda tener la población (o sectores de la misma), pueden ser independientes del nivel de aprobación
de una gestión gubernamental en curso. El discurso opositor tendió a centrarse en cada acción u omisión del
oficialismo sobre la coyuntura. Existieron también discursos apocalípticos que presagiaron penurias futuras; pero, la
inmediatez genera un clima social negativo mucho más rápido y extendido que la visión acerca de un futuro más o
menos lejano. A lo largo del período se hizo notorio que el humor social, el grado de satisfacción o de insatisfacción de
la población, pareciera ser determinante de los resultados electorales. Ello puede aplicarse tanto para las elecciones en
las que triunfó el voto cuota como en las que triunfó el voto protesta. A pesar de las fundadas razones de la crítica
opositora y del panorama a mediano plazo que la prensa gráfica podría llegar a presagiar, en 1995 Carlos Menem logró
su reelección por la estabilidad alcanzada por la convertibilidad que se traducía en las posibilidades de consumo y de
planificación de las amplias clases medias. A la inversa, años después y con la misma convertibilidad (pero ahora
mostrando sus efectos sobre el empleo), el resultado electoral castigó la inacción de los sectores políticos. Poder influir
sobre los ánimos de la población lo más cerca posible de una elección (tanto presidencial como de renovaciones
legislativas) fue un mandato primordial de dirigentes políticos de cualquier signo. Ha sido una constante en todas las
alternancias una ecuación de proporcionalidad inversa entre las expectativas previas a la asunción de un gobierno en
la opinión pública y la aprobación popular al promediar cada mandato. A más altas expectativas generadas al inaugurar
su mandato un gobierno, su posibilidad de sostener el apoyo popular cae más rápidamente que cuando una gestión se
inicia con un descreimiento popular más pronunciado. Cuando Alfonsín recitaba en su campaña que “con la
democracia se come, se cura y se educa…” más que una promesa electoral hacía una lectura de lo que la sociedad
quería escuchar, alimentando sus expectativas. Por el contrario, cuando Menem prometía “salariazo” y “revolución
productiva” hacía una descripción crítica de la situación existente bajando, paradójicamente, el piso de las expectativas
populares. A su vez, el “dicen que soy aburrido” de De la Rúa, presagiaba más que un gobierno administrador, un
gobierno hacedor, que desilusionó muy rápidamente. Aquellas herencias y legados incluyen acciones políticas,
discursos y “operaciones políticas”, que pueden acelerar situaciones críticas. En lo que tal vez fuera el máximo de
osadía, puede citarse, a modo de ejemplo, las maniobras para evitar que el país obtenga financiamiento externo
(pensando que es un gobierno el que la obtiene y no la sociedad); el “no le presten a Alfonsín” buscó un efecto
concreto sobre la economía (la génesis de la primera hiperinflación), a sabiendas de que ello generaría expectativas
negativas en la población respecto al partido radical. Puede mencionarse, también, las acciones desarrolladas en los
prolegómenos de la devaluación de salida de la convertibilidad. Se trató, en todos los casos, de situaciones ayudadas a
producirse con intencionalidad política como en el antecedente histórico paradigmático: el de la crisis del tipo de
cambio post Martínez de Hoz. Otro caso notable de condicionamiento al gobierno que asume fue el producido en las
elecciones de renovación presidencial de 2003. Tras la realización de las mismas, se produjo una indefinición prevista
en la Constitución reformada en 1994, por la que los dos candidatos más votados debían presentarse a una segunda
vuelta comicial. La defección de Carlos Menem de la misma, afectó el caudal político inicial de Néstor Kirchner, pues
dejó instalado frente a la opinión pública, los tomadores de decisión y los observadores internacionales, que asumía la
Presidencia con el 22% de los votos obtenidos en la primera vuelta, quitándole la posibilidad de presentarse en
sociedad con  al menos el 51% de los votos válidos que hubiese debido obtener en el frustrado ballottage.Otra cuestión
de herencias y legados sobre las expectativas es el manejo de la imagen frente a la opinión pública. A través de las
alternancias se ha mostrado un aprendizaje del manejo de esta cuestión no sólo en lo que a las campañas electorales
se refiere. Luego, durante el ejercicio del poder, el trabajo de humoristas puede ser visto como una fuente de conflicto
potencial, especialmente desde la fallida presentación de De la Rúa en el programa televisivo de Marcelo Tinelli.
Quienes sucedieron a la alianza tuvieron especial cuidado en estas cuestiones, hasta llegar a forzar censuras.Dentro
de las herencias y legados judiciales también se juegan cuestiones de imagen frente a la opinión pública. Las
estrategias más usadas para derruir la imagen del antecesor o del posible rival se centra en “pasearlo” por los
tribunales en juicios sobre los más variados temas, con la cobertura televisiva transmitiendo en directo.

El período 1983 – 2007 muestra que lo que se hereda (lo que se recibe) siempre va a ser sospechado por el nuevo
gobierno; no hubo reconocimiento alguno de una herencia positiva entre las diferentes alternancias. Por su parte, lo
que se deja (lo que se lega) ha sido siempre intencionalmente perjudicial para las autoridades por asumir, aunque
fueran del mismo partido político; incluso una serie favorable de indicadores económicos seguramente esconde otros
riesgos cuyo estallido ha sido postergado. Estas situaciones son características de las alternancias y están
íntimamente relacionadas con el síndrome fundacional que afectó a todos los gobiernos. Si la renovación democrática
impone el abandono del poder, los protagonistas suponen que debieran quedar fortalezas que serán receladas por los
sucesores o al menos una imagen de añoranza en la población acerca de que fue mejor tal presidencia anterior
(desterrado el “con los militares estábamos mejor”, de varias décadas del siglo XX).

La reiteración de la transición en las alternancias

Latinoamérica en general, y la Argentina en particular, han sufrido desde la reinstauración democrática de 1983 los
estigmas de “década perdida” en referencia a los años ochenta, y de “década neoliberal” respecto a los años noventa.
El sistema internacional ha jugado en ello un importante rol en establecer condiciones y paradigmas de desarrollo
económico de los que el país no ha podido sustraerse. No ha sido poca la responsabilidad política de los gobiernos que
han asumido la transición y sus diferentes alternancias en que ambas décadas, cada una con su especial tinte, hayan
quedado como fracasos frente a la opinión pública; pero no debe obviarse que deben ser rescatables y de enorme
trascendencia que en la primera década se hayan establecido las bases para una consolidación del sistema
republicano (aún con todos los defectos a corregir) y en la segunda se haya producido una importante modernización  
de muchos factores productivos (aún con todas las deudas pendientes de un sistema económico maltratado).En ese
contexto, se ha reiterado en cada alternancia la necesidad de los nuevos gobiernos de reestablecer el funcionamiento
estatal sin gozar del beneficio de lo hecho por la anterior administración; de tener que extremar los esfuerzos en la
búsqueda de una gobernabilidad que requiere de recursos adicionales a los del esperable funcionamiento  institucional;
de reforzar la estabilidad del sistema republicano, según sus orientaciones; de precaverse de las  herencias  recibidas
y de preparar los legados a dejar tratando de quedar en la historia como fundadores de un nuevo orden. La Transición
(de régimen militar) a la democracia y las Alternancias (dentro del juego democrático) muestran la reiteración,
generalmente intencional, de los mismos problemas a atender. Esa dinámica es la que caracteriza a la transitoriedad;
la permanente sensación de “vivir en la emergencia” por falta de acuerdos a la usanza de lo que fueron en su momento
los de la Moncloa en España, o el Punto Fijo venezolano (que funcionó hasta la llegada de Hugo Chávez al poder) o la
tutela militar y la Concertación en Chile, o el tutelaje militar en Brasil vigente desde la década de 1960.Las salidas
democráticas de 1958 y de 1973 en la Argentina presentaron características diferentes a las que coadyuvaron a una
mayor estabilidad en el período actual. Esta última tuvo a su favor, fundamentalmente, la inexistencia de un poder
militar condicionante. La Transición implicó un monto de tareas enorme; pero, al mismo tiempo, otorgaba los espacios
para repartir cargos políticos, con el fin de retribuir las adhesiones recibidas y sostener lealtades durante y después del
mandato presidencial. En el diseño de políticas gubernamentales hubo una inmediatez notoria en la necesidad de
presentar permanentes logros mediáticos durante la gestión. Precisamente, el principal conflicto que parece sentir la
dirigencia política se centra en aquellas cuestiones críticas de la tarea de gobierno que pueden llegar a dominar la
agenda a través de la instalación por los medios con fuerte difusión en la opinión pública. Ha habido una compulsión a
la desarticulación de lo hecho por los predecesores semejante a la búsqueda del fracaso del sucesor. Habría cierta
intencionalidad en esta búsqueda. En todo caso, las presidencias del período parecen signadas por una búsqueda de
discrecionalidad que, disfrazada de necesidades de gobernabilidad, tiende a manifestar un síndrome fundacional.

LA BÚSQUEDA DE LA ESTABILIDAD POLÍTICA

La búsqueda de la estabilidad en la transición y las alternancias


La mayor necesidad, a veces explícita, a veces implícita, de los gobiernos de las Jóvenes Democracias, fue la de
alcanzar las condiciones de estabilidad para su mandato en particular y para el sistema en general. El gobierno que
llevó a cabo la reinstalación de la democracia en la Argentina y aquellos que lo sucedieron en el período 1983 – 2007,
le dieron diferente relevancia a la estabilidad de largo plazo. Fue así, según el particular contexto nacional e
internacional en el que les tocó desenvolverse y por su propia adscripción ideológica o visión de mundo. En algunas
oportunidades estuvieron más urgidos o preocupados por la estabilidad de corto plazo (gobernabilidad), por lo que
llegaron a sacrificar o a comprometer el desarrollo futuro del estado de derecho con medidas explicables en la
coyuntura, pero contradictorias hasta con sus propias intenciones iniciales. En términos generales, debieron alternar el
objetivo de la estabilidad de su administración con el del sistema democrático, con tres grandes áreas de atención:
construir las fortalezas para su propia perduración en el poder, comprometer a la opinión pública y a los tomadores de
decisión en un consenso de respeto al orden democrático, e influir sobre el contexto internacional para crear
condiciones favorables a la democracia en la región y al propio gobierno. Los sucesivos gobiernos privilegiaron la
gobernabilidad o la estabilidad sistémica según su orientación y los términos que la realidad política les iba dictando,
pero ambas se conjugaron simultáneamente en todo el período. Cada gobierno fijó sus propias prioridades.

La gobernabilidad

La gobernabilidad tiene, al menos, dos aspectos. Por un lado, una misión que los gobiernos debieran asumir ante la
sociedad que es la de comprometer a la opinión pública y a los tomadores de decisión en tal idea de respeto al orden
democrático, específicamente para su gobernabilidad. En este sentido, lo habitual del período ha sido la diatriba contra
la oposición por no apoyar a ciegas y sin discusión los proyectos del Ejecutivo o la asunción de posiciones autoritarias
contradictoriamente en defensa del juego democrático. También es cierto que muchas veces la oposición ha
enturbiado el juego democrático exprimiendo al límite algunas reglas como, por ejemplo, restar quórum a una sesión
del parlamento.

Pero, por otro lado, la gobernabilidad debe ser entendida como la generación de condiciones y de recursos de poder
para llevar a cabo políticas, minimizando acechanzas de la oposición tanto política como sindical, empresarial o de
otros sectores. Ha sido notable que todos los gobiernos desde la restauración democrática hayan elaborado planes, en
algún momento de sus mandatos, para sostenerse en el poder más allá del período en curso y con más instrumentos
de política que los tradicionalmente establecidos. En tal sentido, hasta que las condiciones políticas los hayan obligado
a cambiar el rumbo, todos los gobiernos han buscado la reelección para asegurarse la gobernabilidad hasta dos meses
antes de tener que traspasar el poder. La experiencia del gobierno de Alfonsín marcó los tiempos a tener en cuenta; en
un gobierno de seis años, tras perder una elección legislativa y la renovación presidencial con mucha anticipación,
hacen que el partido oficialista y el Ejecutivo quedaran absolutamente vacíos de poder. La capacidad de gobernabilidad
se evaporó; ningún actor social sentía, a partir de esas derrotas, ninguna autoridad gubernamental sino una imperiosa
necesidad de negociar con los triunfadores (legislativos o presidenciales) aún antes de que tuvieran los atributos
constitucionales para gobernar. La Ley de Coparticipación Federal de impuestos y la cuenta de Adelantos del Tesoro
Nacional (ATN) juegan un rol importante para asegurarse la gobernabilidad. El manejo discrecional de fondos para
atender a provincias y municipios, los planes sociales tanto alimentarios (Programa Alimentario Nacional,
“manzaneras”) como de subsidios (Trabajar, jefes y jefas de Hogar), permiten asegurar lealtades que duran tanto como
el tiempo que se mantengan en el poder. Por ello, retrasar las elecciones de renovación para sólo dos meses antes de
la finalización del mandato es un signo de modernidad, pero también un reaseguro de que todos los estamentos sigan
reconociendo la autoridad del Ejecutivo. Efectivizar la tarea de comprometer a la opinión pública y a los tomadores de
decisión en la idea de respeto al orden democrático para sostener la gobernabilidad tiene varias posibilidades. La
práctica histórica ha demostrado que, en general, se utilizan formas espurias pues no surgen de un convencimiento
ideológico sino de la ventaja temporal y material.

Los discursos de campaña, y su reiteración aun cuando ya se esté en ejercicio del gobierno, son recursos que prueban
la credibilidad del candidato y/o presidente. Ello va combinado con una política de medios de difusión, publicistas
mediante, que establezca logros, aun cuando estás sólo sean promesas, proyectos a realizar en el futuro. Todos los
políticos que han ejercido la presidencia entre 1983 y 2007 han aprendido que si no hay presupuesto para ejecutar
obras públicas al menos se enuncie la intención de realizarlas. El Congreso, puede convertirse, aun con primeras
minorías a favor, en objeto de presiones directas o indirectas. Cada voto de los legisladores cuenta a los fines del
Ejecutivo; y en ese sentido, el recurso del convencimiento puede circular por la instalación de la idea de una necesidad
nacional o patriótica, casi siempre en emergencia y urgencia; pero también por el uso espurio de la prebenda o la
coima. Al representar provincias, diputados y senadores representan las necesidades de sus distritos, generalmente en
acuerdo con las necesidades administrativas o políticas del gobernador; por ello, siempre está latente la represalia del
Ejecutivo sobre los ATN u otros giros financieros, la obra pública o demás recursos que el interior espera del gobierno
nacional. También ha ocurrido en el período que los gobiernos nacionales se vieron obligados (por diversas
circunstancias o presiones, algunas de origen externo) a la sanción de leyes para cuya aprobación requirieron del
Ejecutivo una acción directa sobre los legisladores, independientemente de su adscripción partidaria o regional. El caso
más conocido, y que despertó mayores repercusiones en el ámbito nacional, fue el de la conocida como Ley Banelco,
la ley de relaciones laborales de De la Rúa; pero también ha habido otros casos de leyes sancionadas mediante estos
mecanismos durante el gobierno menemista. Además, otras prebendas como gastos de representación y sobresueldos
también han influido sobre el Poder legislativo en esta búsqueda de gobernabilidad; esto es, poder mostrar a la opinión
pública o a tomadores de decisión cierta ejecutividad y posibilidades de llevar adelante sus políticas, aún mediante
recursos que se alejan de la discusión de los temas y del convencimiento ideológico.
Además de la acción sobre diputados y senadores, la obra pública y las concesiones de servicios públicos permiten
lograr la adhesión del empresariado y del sindicalismo. Tienen efecto sobre la opinión pública por la validez de las
obras que se encaren, la ocupación de mano de obra reduciendo el desempleo y el efecto económico sobre diversas
regiones. El desarrollo de legislación o de normativas para los negocios de diverso tipo, como salvaguardas de
protección ante irregularidades de comercio internacional o desgravaciones impositivas a diversas actividades, son
oportunidades económicas para empresarios, junto a otro tipo de prebendas en general, que son utilizadas para
obtener lealtades, recursos y capital político. Estos mecanismos de obtención de lealtades que aseguren la
gobernabilidad, se extienden al punterismo político, a algunos movimientos piqueteros, a fundaciones, a centros de
estudios formadores de opinión y a otros sectores desprotegidos de la sociedad. La discrecionalidad en el uso de
fondos públicos ha servido para disciplinar actores sociales diversos bajo la pretensión de alcanzar la gobernabilidad
del sistema político y el orden social. En tal sentido se han utilizado los ATN, empresas y organismos descentralizados
del Estado, obra pública, contratos con proveedores, diversas formas de presencia del Estado Nacional para auxiliar a
gobernadores, líderes políticos o piqueteros y punteros. Ejemplo de ello es la organización de las “manzaneras” en la
Provincia de Buenos Aires durante la gobernación de Duhalde, las cajas del Plan Alimentario Nacional del radicalismo,
las licencias de radio y televisión otorgadas por el Comfer por cualquier gobierno del período. La gobernabilidad
también cree asegurarse con la ocupación de la vía pública y la realización de actos en donde la masividad cuenta a
favor. La trama de punteros, piqueteros, barrabravas y fuerzas de choque o de demostración disponibles para movilizar
con fines políticos pasaron a ser pilares de la estrategia, tanto para movilizar cuando sea necesario como para evitar
que aparezcan como opositores. La compleja trama a que recurrieron para asegurarse una mínima gobernabilidad se
centró entonces, en los recursos de poder parlamentario y judicial, gobernaciones e intendencias, medios de difusión y
control sobre grupos con capacidad para ocupar la vía pública (especialmente en el conurbano bonaerense) o
manifestar sus reclamos. El otro aspecto fundamental, aprendido al producirse la primera alternancia del período, fue el
de asegurar que aquellos recursos estuvieran disponibles y fueran leales hasta lo más cerca posible del traspaso
democrático del mando.

En tal sentido, la búsqueda de la reelección o de una sucesión “familiar” o, al menos, de mantener tal expectativa lo
más prolongada posible, son estrategias para impedir la disolución del poder. La política argentina tiende a fagocitarse
a anteriores líderes con una velocidad asombrosa. Por lo tanto, aseguran la gobernabilidad, frente a la incapacidad de
convivencia, que las gobernaciones pertenecieran a la misma orientación política, la existencia de mayorías favorables
en las Cámaras de Diputados y Senadores, la dependencia de las intendencias del conurbano y de las principales
ciudades del país, la disponibilidad en el presupuesto para acciones administrativas, sociales o de obra pública para
influir sobre políticas provinciales. La novedad, producida tras la devaluación de 2002, es la disponibilidad de un
importante superávit fiscal (“la caja”); pero, aún así, las leyes de presupuesto, (luego de muchas décadas votadas en
tiempo y forma desde los comienzos de la década de 1990), requieren permanentemente, según los Ejecutivos, de
leyes adicionales que otorguen “super poderes” que permitan redistribuir partidas o del recurso de Decretos de
Necesidad y Urgencia (DNU) que obvien el control parlamentario sobre decisiones discrecionales o al menos su
discusión pública. La construcción de las fortalezas para la perduración y la gobernabilidad de una una administración
durante el período, puso en juego la estructura del orden partidario al que se reclamaba constantemente disciplina más
allá de acallar las disonancias, evitar u ocultar las disputas internas y votar cualquier requerimiento del Ejecutivo como
si, al no hacerlo, estuviesen cayendo en el delito de traición a la patria. En buena medida, la crisis de los partidos
desatada con la caída de de la Rúa, se debe a la desconfianza en estructuras que vieron a sus lideres apartarse de los
lineamientos partidarios históricos mientras ejercieron la presidencia y la escasa o nula resistencia o autocrítica de la
organización política que decían representar. Además, esa perduración parece requerir de Jefes de las Fuerzas
Armadas y de seguridad “alineados” o, al menos, disciplinados, que no pongan en riesgo la autoridad presidencial y
que, por lo tanto, no puedan mostrar ante la opinión pública falta de autoridad.

Dado el valor que, según se aprendió, tiene la opinión pública, cualquier política de medios de difusión incluye la
necesidad de formadores de opinión “comprados” o compenetrados que no critiquen ni ridiculicen, incluyendo cualquier
éxito humorístico en televisión. Similar preocupación, por su capacidad desestabilizadora, demostrada a los inicios de
la transición, despierta el sindicalismo. La táctica y la estrategia de los líderes más o menos enrolados en alguna
corriente política, incluye desde paros generales hasta pequeñas demostraciones de su capacidad de desabastecer a
la población o a la industria (como lo demostró el liderazgo de Hugo Moyano al frente del gremio de los camioneros),
con efecto sobre el humor de la opinión pública en contra de un gobierno al que se presupone hacedor sobre cualquier
situación social. La peor preocupación fue la de ser señalados cono una presidencia que no “hace nada” aunque el
“hacer algo” viole las leyes. Una tercera cuestión que influye sobre la estabilidad de corto plazo o gobernabilidad, es la
capacidad para influir sobre el contexto internacional para crear condiciones favorables a la democracia en la región y
al propio gobierno. En tal sentido, los diferentes gobiernos del período quedaron sujetos de sus relaciones en el
contexto mundial y de las intenciones de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el
Banco Mundial y del Departamento del Tesoro de los EEUU, el Club de París o la posición de alguna de las potencias
económicas. Cada refinanciación de deuda (con o sin default y con bajos o altos ingresos tributarios) o cada
instrumentación de un nuevo plan económico requirieron la anuencia de estos actores globalizados.

También las cuestiones comerciales de nivel internacional pueden favorecer o perjudicar la capacidad de un gobierno
argentino. Especialmente con la constitución del Mercosur (desde sus preliminares en las postrimerías de la década de
1970) , la relación comercial con Brasil, y en menor medida con Chile, Uruguay y Paraguay, pueden afectar la
economía interna directamente. Cuestiones como éstas se produjeron frente a devaluaciones del tipo de cambio a uno
y otro lado de las fronteras, requerimientos de salvaguardas comerciales propiciados por sectores industriales o
agropecuarios de alguno de los países miembros, por intromisión en las políticas comerciales regionales por parte de
los Estados Unidos Además, estas interrelaciones comerciales requieren de un alto grado de complementariedad
política; la buena sintonía entre los gobiernos argentinos y brasileros redunda directamente no sólo en lo económico
sino en un clima político continental. En el período 1983 – 2007, algunos ejemplos ilustran la cuestión: cuando Menem
decidió la participación de tropas argentinas en la Guerra del Golfo, no sólo no consultó con Itamaraty , tampoco tuvo la
deferencia de informar al gobierno brasileño antes de que se hiciera público; la respuesta al desplante, pese a lo
acordado entre ambas cancillerías, tardó algunos años pero llegó cuando sorpresivamente (para la Argentina) Brasil
devaluó el Real, modificando todas las condiciones del comercio bilateral. En suma, la gobernabilidad, esta estabilidad
que requiere cada gobierno durante su mandato, se apoya, entonces, en el compromiso y convencimiento sobre la
opinión pública, la acción sobre los actores sociales con capacidad de decisión o de formación de opinión, y las
fortalezas y relaciones que se adquieran en las relaciones exteriores. La urgencia que predominó en el período hizo
que se recurriera fundamentalmente a la trama política y decisional, relegando otras áreas.

La estabilidad sistémica

Más complejo ha resultado para los gobernantes que así se lo propusieron difundir la idea de que la estabilidad
democrática es un bien a preservar por todos para el futuro. En la mayoría de los gobiernos del período, la búsqueda
de la estabilidad sistémica quedó opacada por las urgencias de la gobernabilidad o fue desatendida por desinterés
respecto a lo que ocurriera más allá de su propio período. Algunas situaciones pueden ser demostrativas de la voluntad
presidencial pero también del acompañamiento de líderes opositores. Por ejemplo, frente al levantamiento carapintada
de la Semana Santa de 1985, en la luego conocida como “la plaza de Pascuas”, la presencia de Antonio Cafiero, (por
entonces líder de la renovación peronista), junto al Presidente Alfonsín, dando su respaldo a la democracia más que a
un gobierno en particular fue demostrativa de esta actitud superadora de los intereses particulares o circunstanciales,
pues el peronismo podría haber pensado en sacar rédito político de la crítica posición del gobierno frente a los
militares. Aún contra todas las interpretaciones que le dan al Pacto de Olivos un tono espurio, de traición a los valores
democráticos, la acción del círculo más conspicuo del alfonsinismo sirvió para evitar una ruptura constitucional por
parte de la Corte Suprema; merece ser considerado como otro ejemplo de una dirigencia con una visión más amplia y
sistémica, pues no había allí para los radicales un rédito político inmediato. En oportunidad de la semana de los cinco
presidentes, entre Navidad y Año Nuevo de 2001, tanto la Iglesia Católica como el Programa de las Naciones Unidas
para el Desarrollo tuvieron una destacada (aunque a veces infructuosa) labor en pos de la conservación del sistema
republicano. Realizaron esfuerzos de mediación y reflexión con un amplio espectro de dirigentes que no fue siempre
valorado, ni siquiera correctamente dimensionado frente a la gravedad de la crisis. La dirigencia se dejó ganar por el
desconcierto de lo que ellos mismos habían gestado; como aquella dirigente sindical docente que aprovechó los
micrófonos que la entrevistaron a la salida de una de las tantas reuniones, pidiendo aumento de sueldos, en medio de
la confusión general.

En aquella oportunidad, también vale rescatar las formas de organización espontánea de vecinos de diferentes barrios
de la Capital y de municipios del conurbano, aún con el activismo político acechando aquellas organizaciones, para el
sostenimiento de formas de organización democráticas que alejaran el fantasma de soluciones drásticas y autoritarias.
Aun ante la imposibilidad de lograr acuerdos, pactos políticos o una renovación del tácito Contrato Social, hubo
esfuerzos tanto locales como internacionales para alejar a empresarios transnacionales y nacionales de pedir un
“Golpe militar” o una salida autoritaria, como en otras muchas ocasiones de la historia argentina. En ello mucho tuvo
que ver el clima de negocios favorecido desde la década menemista y continuado, con altibajos más disonantes que
efectivos, desde entonces. Por su parte el frente militar que lucía más confuso para Alfonsín, luego del reordenamiento
logrado por Balza no gozaba ni de prestigio ni de fortalezas para una nueva aventura, que hubiese sido repudiada
activamente por la población con derivaciones insospechables. A lo largo del período 1983 – 2007, quedó expuesta
una estrategia que todos los presidentes intentaron; la de lograr adhesión tanto a su gobierno como al sistema
confundiendo ambas cosas. Las disidencias son presentadas como amenazas no a un gobierno sino al sistema mismo;
por lo tanto, apoyar la democracia es, según este síndrome, únicamente apoyar al oficialismo. Ciertos hechos
demuestran, transcurridos 24 años de ejercicio democrático, la fortaleza alcanzada dentro del sistema. En los inicios
del período, tanto en el gobierno de Alfonsín como en los inicios de la presidencia de Menem, la conducción política del
país estaba sujeta a la presión de diversos actores (militares, empresariales, sindicales, intelectuales) históricamente
proclives a la desestabilización. En cambio, en el desarrollo de estos veintitrés años la capacidad política presidencial
de confrontar con actores sociales ha ido en aumento. En tal sentido, el propio Kirchner ha dado muestras de ello
confrontando abiertamente (al menos para la difusión mediática) con empresarios, asociaciones empresarias,
productores agropecuarios, sectores militares. La actitud asumida por aquellos sectores sociales muestra que fuera del
sistema de poderes establecido no hay más posibilidad que esperar a la próxima renovación electoral.

Los mecanismos de información para la adopción de decisiones se han sofisticado notablemente; la Joven Democracia
cuenta en la actualidad con la herramienta de las encuestas de opinión. En tal sentido muchas de las decisiones se
asumen en la certeza de que la población ha dado su aprobación tanto a decisiones como a estilos de gobierno. En la
dependencia que los gobiernos han adquirido respecto a las compulsas de opinión existe el riesgo de que estas se
hayan convertido en la versión posmoderna del “diario de Yrigoyen”. Expectativas sociales a tener en cuenta para
decidir y encuestas por las que la opinión pública se entera de qué piensa la mayoría se han convertido en un
instrumento de gobierno. Tanto para influenciar al gobernante como para inundar a la opinión pública de la validez de
políticas, la estabilidad sistémica de la democracia se nutre de más información. La encuesta ha sido, además, un
instrumento presentado como objetivo e irrefutable para comprometer a la propia opinión pública, a los tomadores de
decisión y a los actores sociales con poder de decisión, en la idea de respeto al orden democrático en el que
prevalecen las mayorías. Pero ello ha sacrificado más de una vez la presencia del estadista que pueda señalar a la
sociedad un rumbo futuro, alejado de la presión o de las pasiones inmediatas.

Las acciones sobre el contexto internacional


En la construcción de las fortalezas para la perduración de la Estabilidad sistémica, de largo plazo, para la vida
democrática, algunos de los gobiernos del período intentaron influir sobre el contexto internacional para crear
condiciones de estabilidad favorables a la democracia en la región y al propio gobierno. Asumiendo esa misión de
influir sobre el contexto internacional para crear condiciones favorables a la democracia en la región, las iniciativas y
políticas encaradas al respecto han sido de lo más variadas. En tal sentido, los gobiernos, en estos veinte largos años,
debieron generar las fortalezas para la perduración del sistema democrático y atender a las condiciones externas para
asegurar una democracia más estable.Ha habido un contexto internacional que validó el sistema democrático, a través
de decisiones asumidas por las grandes potencias que fijaron un mínimo de condiciones democráticas para acceder a
los beneficios del comercio y del financiamiento fluido a través de instituciones como la Organización Mundial de
Comercio, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional. El sistema internacional se ha comportado como para
tender a un largo plazo de estabilidad democrática.  Las características de disolución del sistema soviético y la
desconfianza generada hacia los autoritarismos latinoamericanos (ya analizado) alejaron las posibilidades de
instauración de gobiernos autoritarios. Al inicio de la transición, el Gobierno de Alfonsín, a través de su canciller Dante
Caputo, impulsó un activismo propio con la intención de dotar al sistema internacional de conciencia respecto a lo que
luego sería la proliferación de Jóvenes Democracias, intentando instalar el tema en el concierto internacional de las
postrimerías de la Guerra Fría. Imbuido de la necesidad de lograr compromisos externos y de generar una
interdependencia democrática encaró al menos tres iniciativas de política.

Por un lado, la concreción de acuerdos comerciales, de inversiones, políticos y culturales con el Brasil, Paraguay y
Uruguay en el germen del MERCOSUR. Continuando con la demolición de los recelos mutuos que habían iniciado los
Gobiernos militares de Videla y Figueredo, la búsqueda de la conformación de un núcleo regional que incluyera al
Brasil, buscaba comprometer a los actores internos argentinos y brasileños en la conveniencia de los acuerdos para el
desarrollo de la región bajo el paraguas de regímenes democráticos como condición ineludible. Es decir, copiando el
modelo de la Unión Europea.

Una segunda área de acción del gobierno radical fue el de generar una estrategia de reinstalación de relaciones (pos
Malvinas) con los Estados Unidos del republicano Ronald Reagan (todavía guiado por la doctrina de la confrontación
bipolar), pero con claros signos de independencia de criterios y fomento al comercio bilateral.

En tercer lugar, se desarrolló una acción internacional tendiente a fijar los valores democráticos y el principio de
respeto a los derechos humanos en la agenda internacional. En tal sentido, conformó el Grupo de los Seis, que
funcionó intermitentemente entre 1984 y 1988; prestigiosos líderes de países de todos los continentes como Olof
Palme (primer ministro sueco), Andreas Papandreu (primer ministro de Grecia), Julios Nyerere (presidente de
Tanzania), Miguel de la Madrid (Presidente de México) y el propio Raúl Alfonsín por la Argentina. Su activismo se
centró en crear conciencia sobre la necesidad de un desarme nuclear, contra la carrera armamentista y sobre el
problema del endeudamiento que “compromete nuestra propia supervivencia como comunidades libres y nuestros
esfuerzos por reencontrarnos definitivamente con la democracia” . De tal forma, un gobierno argentino desarrolló una
acción internacional proclive a valores universales como hacía muchas décadas que no ocurría.

El punto fundamental de aquella estrategia, con proyección a lo largo de todo el período fue el de los acuerdos que
dieron origen al Mercosur. En lo que respecta a la estabilidad sistémica, dejando el análisis económico, se generó una
interdependencia y sintonía democráticas que funcionaron como legitimadores. Ciertos acontecimientos políticos que
pudieron derivar en intervenciones militares o autoritarias, especialmente en Paraguay, fueron frenados por los
beneficios que representaban para sus integrantes la pertenencia a dicha unión aduanera.

Por su parte, el gobierno de Menem privilegió su relación con los Estados Unidos, y mantuvo buena sintonía con Brasil
mientras funcionó su relación personal con el presidente Color de Mello. Hasta la presidencia de Kirchner, la búsqueda
de condiciones internacionales que favorecieran la estabilidad sistémica de la democracia argentina se centró en la
obtención de diversos tipos de apoyo norteamericano a las diferentes políticas económicas ensayadas., buscando su
intervención directa o su voto decisivo en organismos financieros internacionales. En tal sentido, el voto argentino en la
OEA contra el régimen cubano se constituyó en prenda de negociación. Los intentos más serios por construir
interdependencias políticas y de mercados con los Estados Unidos y con el Mercosur sufrieron altibajos. Pero, como
saldo del período, la constitución del mercado común sudamericano alcanzó, (a través de la integración de la industria
automotriz especialmente), un alto grado de madurez resistente a aventuras que los pongan en riesgo. Incluso resistió
en el Mercosur de Menem, cuando la frivolidad disimulaba el factor estabilidad democrática a largo plazo, frente a la
corrupción que le valió el puesto al presidente brasilero y a lo que se presuponía acontecía en la Argentina.

La incorporación de la Venezuela de Chávez, auspiciosamente recibida por Kirchner y el brasileño Lula, y motivada por
la oportunidad de hacerse de capitales para cerrar el financiamiento del año 2005 y asegurarse más petróleo para no
frenar la reactivación y crecimiento económicos, pareció no afectar el reaseguro democrático. En la idea de
comprometer a la opinión pública y a los tomadores de decisión en el respeto al orden republicano, influyó, sin lugar a
dudas, el convencimiento democrático de la propia dirigencia. Un convencimiento no siempre homogéneo.
No se trata sólo de la dirigencia de los partidos políticos; gravitan, también, sindicalistas, empresarios y altos mandos
de las fuerzas armadas y de seguridad. Es decir, de todos aquellos actores políticos que contribuyeron a la
inestabilidad política desde 1930 hasta 1976.Además, es importante considerar el clima social proclive a la democracia
como mejor forma de convivencia y para la resolución de sus conflictos. Ante cada situación crítica, la posición en que
circunstancialmente se encuentre la sociedad (ya que esta varia históricamente) será el espejo en que se miren
quienes puedan intentar forzar o directamente violar el orden constitucional. Por ello, en la necesidad de comprometer
al convencimiento popular y de política interna, tienen un papel fundamental los medios de comunicación.
Especialmente en las necesidades de corto y mediano plazo por sostener la gobernabilidad; independiente o en
paralelo a la estabilidad sistémica. Cada negociación relativa a la adjudicación de señales de TV o radio, por ejemplo,
está signada por el apoyo a la gobernabilidad aún a desprecio de la estabilidad futura, incluyendo la violación o el
forzamiento de la legislación vigente. La actividad política en el sistema democrático, en cualquier país, se rige por las
necesidades coyunturales, por los planes de largo plazo propios del estadista y por la inmediatez de la imagen del
político frente a la opinión pública.

Por ello, la importancia del equilibrio entre ambas cuestiones y de las aptitudes y dedicación de la figura presidencial
hacia una y otra perspectiva; hacia cumplir el rol de estadista y mantener, al mismo tiempo, la posición del político que
requiere el periódico respaldo electoral. Dada la experiencia argentina en la sucesión de gobiernos entre 1983 y 2007,
es posible establecer que, frente a una alta expectativa popular es mayor la posibilidad de fracaso y de
ingobernabilidad; mientras que, frente a una menor expectativa inicial las posibilidades de éxito con menos logros se
incrementan. Dicho desde otra perspectiva; cuánto más desahuciada esté la población frente a su condición,
fundamentalmente en lo económico, mayores serán las posibilidades del político de alcanzar la glorificación y el
respeto por su tarea. Al menos, hasta la próxima crisis. La intención de generar situaciones críticas a las que pareció
tan proclive la dirigencia política en cada alternancia, se verificaba en la pertinencia de las posibilidades de éxito que en
ella visualizaban y, por lo tanto, alimentaba la transitoriedad.

Los 100 días

Desde que Franklin D. Roosevelt, en 1932, pidiera al congreso norteamericano la aprobación sin cuestionamientos de
un plan de cien días para atemperar los efectos de la debacle económica desatada más de dos años antes, ese
período se ha transformado casi en una obligación o una gentil tradición de los parlamentos hacia el nuevo jefe de
gobierno; especialmente frente a situaciones críticas. Más de tres meses para aprobar planes, proyectos, leyes que la
oposición (dentro y fuera del propio partido), no cuestionará. Esa gracia recibida habitualmente del legislativo en las
primeras acciones de gobierno debe ser la respuesta a las expectativas. Pero, en la situación de Transitoriedad de la
política argentina, las expectativas sociales actúan condicionando, incluso, las primeras acciones de un nuevo
Gobierno. Por ello, es más notoria en las etapas previas a la asunción de un gobierno, la falta de políticas concretas
para las diferentes áreas de la administración. Las campañas comenzaron desde la transición a privilegiar las
imágenes y los slogans publicitarios más que a discutir y transmitir ideas. Aun cuando, detrás del candidato pueda
haber (falta demostrarlo) un equipo con planes aplicables en lo inmediato, la primacía de la conquista de la opinión
pública y del voto electoral sepultan a aquellas. A tal punto se ha aprendido de la importancia de la opinión pública que
se planificaron actividades o decisiones políticas en función del calendario electoral o de cuestiones más banales. Por
ejemplo, durante al desarrollo del Mundial de Fútbol de 2006, los gobernantes desarrollaron buenas expectativas de
impunidad para aprobar leyes y tomar decisiones muy cuestionables desde el arco opositor. Si bien no se trata de
menospreciar el juicio de la opinión pública, esta transición y la condición de Joven Democracia facilitan la
manipulación del electorado o, al menos, la posibilidad de disimular discrecionalidades y corrupción en períodos de
bonanza económica para la buena parte de la población. Como si una cosa permitiera la otra por la desatención
popular o por ser un mal menor, los diferentes gobiernos han logrado diversas formas de autorización para las más
variadas transgresiones.

En todo caso se verificó la propensión a hacer de los cien días iniciales el estilo de todo el mandato. Los gobiernos, en
definitiva, debieron construir su propia fortaleza acumulando recursos de poder efectivo en la política y en el frente local
atendiendo a cuántas gobernaciones pertenecían a su mismo orientación política, a la existencia de mayorías
favorables en las cámaras de diputados y senadores, a la filiación partidaria de las intendencias del conurbano y de las
principales ciudades del país, a la disponibilidad en el presupuesto para acciones administrativas, sociales o de obra
pública para influir sobre políticas provinciales. Por su parte, en el frente externo debieron tratar de obtener el apoyo a
sus planes económicos y sopesar sus políticas exteriores en función del respaldo de las principales potencias, como
construcción de fortalezas para su perduración.

4             LAS JÓVENES DEMOCRACIAS

La cuestión de las Jóvenes Democracias

Entre la nueva desconfianza a los regímenes autoritarios provocada tras la Guerra de Malvinas y la caída del Muro de
Berlín con la consiguiente desarticulación de los regímenes comunistas, surgió un cúmulo de repúblicas a las que se
dio en llamar Jóvenes Democracias; fundamentalmente en América Latina y en Europa Oriental. La democracia
argentina tiene una larga tradición, siendo de las más antiguas repúblicas latinoamericanas nacidas durante el siglo
XIX; fue de las primeras en incorporar el voto secreto y el voto femenino en la primera mitad del siglo XX. A pesar de
ello, la reinstauración democrática de 1983 asimila su experiencia a la de estas Jóvenes Democracias. En términos
generales, las Jóvenes Democracias provienen de regímenes autoritarios tanto de origen militar como de sistemas de
partido único. Tendieron a organizarse, en las décadas de 1980 y 1990, como repúblicas con división de poderes tanto
en sus versiones presidencialistas como en las parlamentarias. En ambos casos, este proceso fue posible gracias al fin
de la Guerra Fría; en algunos, por dejar de ser países sujetos directamente a una de las potencias dominantes y, en
otros, por el cambio de prioridades de la política internacional que relegó el anticomunismo y el anticapitalismo.
Aquellas que provenían del comunismo enfrentaron la tarea, no siempre transparente, de organizar la propiedad
privada; algunas veces partiendo de la base de las cooperativas previamente existentes, otras transfiriendo a manos
privadas el control de ex empresas estatales y también permitiendo la apertura a capitales extranjeros para el
desarrollo comercial, financiero e industrial de nuevas áreas de esas economías, ahora, capitalistas. Coincidente con
un nuevo clima de negocios internacionales y la adscripción a los postulados liberales expresados en el Consenso de
Washington, los países de América Latina que regresaron a la democracia durante la década de 1980, también
tuvieron la oportunidad de revisar la posesión de empresas que hasta entonces habían sido gestionadas por el Estado.
Ambas formas de privatizaciones dieron lugar a un reacomodamiento de los actores económicos de cada país, con
surgimiento de nuevos empresarios y una redistribución o reasignación del poder económico. Al mismo tiempo, se
generó un nuevo clima de negocios internacional. Las Jóvenes Democracias se transformaron en destinos receptores
de inversiones con la fuerte apertura a capitales extranjeros recomendada por los organismos financieros. Para ello
contaron, en buena medida, con el auxilio de los capitales extranjeros disponibles y ávidos de la ampliación de las
oportunidades de negocios capitalistas en un marco de fascinación por la globalización.

Por otra parte, estas nuevas democracias gozaron, en la opinión pública, de una estabilidad sistémica devenida del
recuerdo de atrocidades pasadas y de un nuevo y más libre periodismo que fomentó el valor democrático por sobre
otras cuestiones, como la seguridad o las eventuales crisis económicas. Contaron con la ayuda de los centros
económicos internacionales entusiasmados por la explosión mundial de capitalismo y libre mercado. Las condiciones
de surgimiento de las Jóvenes Democracias alimentaron la discrecionalidad de los gobernantes en las nuevas
repúblicas, concentrando poder de decisión en los Poderes Ejecutivos. Esa discrecionalidad, tanto en Europa oriental
como en América Latina, se centró en la posibilidad y necesidad de recrear sus sistemas políticos y en la adopción de
sus propios modelos de desarrollo económico. Pero, fundamentalmente, en la elección de los protagonistas de las
actividades productivas privilegiadas; tanto por decisión de los poderes políticos y económicos locales, como por acción
de los organismos internacionales de crédito y las principales potencias mundiales.

Las características de las Jóvenes Democracias

Como ya se dijo, la última escalada del enfrentamiento soviético norteamericano en el contexto de la Guerra Fría,
produjo una coincidencia en los procesos políticos de América latina y Europa oriental. En ambos casos se iniciaron
procesos de transformaciones políticas y económicas tendientes a la instauración de repúblicas democráticas
capitalistas. En el caso de Europa oriental se produjo la transición de los regímenes comunistas de estilo autoritario, de
partido único, de los países independientes que se mantenían bajo la órbita soviética y el desmembramiento de la
Unión Soviética en una variedad de países independientes en el que Rusia mantuvo su primacía, aunque, en términos
generales, no su tutela. Algunas de las viejas disputas étnicas, nacionalistas y religiosas que el comunismo había
acallado resurgieron provocando guerras que concluyeron con la división de países como Yugoslavia y
Checoslovaquia. En América latina, durante la misma época comienza la transición de gobiernos militares a
democracias, fundamentalmente por la pérdida de confianza en los regímenes autoritarios liderados por las fuerzas
armadas, en un contexto internacional de transición. La forma de organización elegida para ambos casos de Jóvenes
Democracias fue la republicana; la división de poderes que se controlan unos a otros fue vista como el mejor reaseguro
contra la acumulación de poder y los personalismos. No obstante, en la práctica ha habido al menos dos formas de
violentar el espíritu de Montesquieu: mayorías parlamentarias que actuaron con disciplina partidaria sin espíritu crítico y
la posibilidad de rever todos los nombramientos del régimen anterior y designar jueces en sintonía con los liderazgos
políticos (como se dijo en “restablecimiento de la función estatal”).La concepción democrática ha tendido a ampliarse
en las décadas finales del siglo XX. No se trató solamente de la convocatoria regular a comicios con la incorporación
de todos los ciudadanos de un país; el espíritu proclive a defender las garantías y los derechos humanos de todos los
habitantes fue ganando espacio en la vida pública de los Estados remozados como Jóvenes Democracias. Derechos
de los trabajadores, de las mujeres, de niños y adolescentes, de información, de garantías judiciales, de libertad de
expresión, de manifestación, de procreación responsable, son algunas de las viejas y nuevas virtudes que se
incluyeron en el concepto de la vida democrática. Por su parte, el capitalismo ganó terreno como concepción ligada al
liberalismo y a la defensa de la propiedad privada. Fue erigido en triunfador frente a la disgregación del comunismo y la
caducidad (o simple cuestionamiento) de las concepciones del Estado Benefactor y keynesiano. El Consenso de
Washington, resume las ideas que se difundieron hasta convertirse en el sentido común de la práctica económica de
los Estados. Un capitalismo proclive a la inversión externa y al libre comercio que las Jóvenes Democracias tanto
requerían en el momento de su transición, se constituyó en el pensamiento dominante. Sobre estas concepciones
generales, las JD han desarrollado algunas características que las diferencian de otras repúblicas, de otras
democracias, de otros capitalismos y de otros tiempos históricos. Las principales han sido: el principio de
incertidumbre, la transferencia del control político, económico y social a actores no estatales, la obtención de
capacidades legislativas o judiciales delegadas en el ejecutivo, la posibilidad de redistribuir el capital  generando
nuevos actores socioeconómicos y la inserción internacional por adecuación a las condiciones y paradigmas externos.
Analizaremos estas cinco variables para el caso argentino.
El principio de incertidumbre

La incertidumbre que se genera en la población frente a cambios de gobierno es una de las características más
salientes y constantes de las Jóvenes Democracias. En Física, el principio de incertidumbre es definido como la
imposibilidad de medir la posición y la velocidad de un electrón ya que éstas son intrínsecamente indeterminadas;
situación que se acrecienta, además, por la distorsión que introduce el intento de medición. A escala atómica, ningún
aparato puede decirnos al mismo tiempo la dirección y la rapidez con que se está moviendo una partícula con
exactitud.} En una Joven Democracia, los avatares políticos y económicos, frente a cambios de gobierno (o aun frente
a cambios en el Gabinete de ministros) tienen la misma cualidad; esto es, es impredecible el rumbo a tomar por la
nueva administración o el nuevo gobierno. El solo hecho de introducir una modificación de personas o equipos
introduce una distorsión en las políticas. La mayor certeza que rescata la experiencia histórica de este período es que
seguramente algo cambiará; cuando no, todo. Por lo tanto, al igual que en la física, posición y velocidad de los
procesos económicos, políticos, sociales y culturales de una JD son incógnitas que variarán sin seguir un patrón
determinado en cada cambio de gobierno o, incluso, dentro de un mismo período presidencial. Estos rumbos erráticos
introducen una alta cuota de incertidumbre en la sociedad en general, en diferentes actores sociales y hasta en el nivel
individual. Solo excepcionalmente los cambios en un gobierno o entre gobiernos no generan incertidumbre.
Incertidumbre que se manifiesta como temor al futuro, tanto inmediato como mediato de buena parte de la sociedad por
la necesidad de asegurar la inmediatez que tiene cualquier ciudadano como parte de su condición humana, frente a un
“orden” laboral, financiero, bancario, cambiario, que afecta su futuro inmediato. Es precisamente una característica de
JD´s porque refleja una sensación de anomia propia de aquellas sociedades en que el respeto a las leyes y tradiciones
no se encuentra bien asentado. La falta de un ejercicio continuado del sistema político lleva a que toda norma o
disposición se encuentre en un estado experimental. Porque acaba de producirse un reemplazo presidencial (con lo
que ello implica como nuevas expectativas y nuevas reglas de juego) o porque la historia reciente señala bruscos
cambios de orientación en períodos de tiempo relativamente cortos. De una forma u otra, la sociedad percibe en breve
plazo aquel “experimento” como “normal” y en tal lo convierte para el uso cotidiano. La distorsión de aquella
normalidad, por reiterado que sea el mecanismo, trae aparejada la incertidumbre. De esta forma, el ciudadano arrastra
una sensación de inseguridad en las cuestiones más elementales y en las más profundas. La desprotección de cada
habitante del país por parte de los gobiernos, o del Estado en general, se produce porque cada modificación trae
aparejada nuevos derrotados y triunfadores, algunas veces insospechados. Pero, para la población en general el
tiempo de reforma abre dudas sobre derechos que se presuponían establecidos como, por ejemplo, las propias
garantías individuales.

Esta condición de incertidumbre se establece porque se cree, por experiencia histórica y personal o por pensamiento
mágico, en los presidentes y ministros (todo poderosos e infalibles) que aseguran el bienestar; como un “pater” que
sostiene, provee y transforma. Tanta creencia en la capacidad individual y no en el sistema político y de garantías
jurídicas, atenta contra el propio sistema en un círculo perverso; la expectativa está centrada dicotómicamente en un
sistema que se sostenga en el tiempo y simultáneamente en un líder de gran poder transformador. Estas expectativas
legitiman el ciclo crisis – dramatismo – emergencia – discrecionalidad – nueva estabilidad (que más pronto que tarde
recomenzará). Los círculos de tomadores de decisión han comprobado que el mecanismo de crisis recurrentes es, en
buena medida, una situación buscada que otorga ventajas para un conjunto de actores; no solo los dirigentes políticos,
también empresas y particulares llegan a sacar provecho de la forma de resolución de esas emergencias.  Por ello, ha
habido intencionalidad en generar aquellas explosiones políticas, económicas y sociales, con el fin de asegurar la
transitoriedad. Para la dirigencia política, la intencionalidad se manifiesta en las ventajas de obtener, al comenzar el
mandato, la misión de remontar una crisis de la que se responsabilizará al antecesor. Comenzando la presidencia
sobre el dramatismo que deja una crisis, las expectativas sociales tienden a ser lo suficientemente bajas como para
poder satisfacerlas con una acertada administración y con condiciones externas favorables. Esa situación dramática
para la sociedad genera la vivencia política de una emergencia a la que hay que salvar rápidamente con la
transformación de engorrosos mecanismos legislativos y judiciales, en poder discrecional en el Ejecutivo. Esos poderes
son la base del síndrome fundacional, completando el circuito. Al mismo tiempo, esta secuencia termina avalando al
“salvador” providencial; en un círculo vicioso tanto el político como el militar que ejerce poder sobre la sociedad y los
individuos; sociedad e individuos que reclaman ejercicio del poder aun contra el sistema. Ni más ni menos que el aval a
la cultura de la trasgresión. Por ello, una de las condiciones esenciales de las Jóvenes Democracias es la de la
incertidumbre que puede generar, en la población en general y en los tomadores de decisión, cada cambio de
gobierno. Especialmente en los cambios referidos al Poder Ejecutivo, por lo que se pudo comprobar en las
Alternancias. En la Argentina cada cambio presidencial despierta inquietudes respecto a continuidades o rupturas. Al
no existir acuerdos previos entre la dirigencia política no hay posibilidades de políticas de Estado que se continúen en
el tiempo. Los acuerdos o pactos de refundación política son propios de sociedades que saliendo de regímenes
autoritarios, tienen una dirigencia de variado color ideológico que asume compromisos compartidos de largo plazo.

La aspiración fundacional de cada presidente quedaría diluida porque el compromiso compartido centraría el registro
histórico fundacional en dicho acuerdo o pacto y no en las personas que lo encarnaron en su momento, El contexto
internacional solo pauta continuidades o disrupciones para los sectores dirigentes, no así para la población. En general,
esta incertidumbre se refiere a cuestiones de orden económico respecto a modelos o instrumentos adoptados para el
desarrollo, o al alineamiento internacional. Son los políticos locales quienes generan las situaciones dramáticas para la
ciudadanía. Esta característica se ha visto reforzada por la práctica de cada nuevo gobernante. El poder político
traslada a la población su propia dinámica en forma de incertidumbre, porque es muy alta la capacidad de decisión por
parte de los gobiernos; alta capacidad de discernimiento, de discrecionalidad. Esta dinámica se ha dado, en el período
1983 – 2007, cíclicamente; y la explosión de sus crisis han sido recurrentes. La incertidumbre se instala en la campaña
electoral; las elecciones pasan a ser pruebas para la población que es puesta frente a la disyuntiva entre continuidad o
cambio radical. Existieron dos momentos paradigmáticos de incertidumbre en este período. La transición entre los
gobiernos de Alfonsín y Menem estuvo dotada de un grado superlativo de dramatismo, al igual que en la situación
provocada por la liga de gobernadores peronistas y las ambiciones de Duhalde entre la caída de De la Rúa y la
designación del ex gobernador bonaerense. Sin llegar a esos extremos, muchas de las situaciones descritas en el
Capítulo 3 provocaron incertidumbres en la población, como la renuncia de Chacho Álvarez a la vicepresidencia, el
llamado “voto cuota” de 1995, la instauración del corralito, las hiperinflaciones, la resolución de los créditos post
devaluación en 2002 y tantas otras. Los hechos políticos gestados desde el Estado provocan incógnitas entre
asalariados o empresarios, que son manifestaciones de aquellas incertidumbres. Una breve enunciación de dudas
recurrentes ante cada crisis es posible en primera persona: si conservo el trabajo, si conseguiré otro, si me alcanza
para pagar la cuota del crédito, si podré pagar el alquiler, si me conviene pagar los impuestos, si vendrá una moratoria,
si los depósitos en los bancos son seguros, si el gobierno tendrá la suficiente mayoría en el Congreso para gobernar, si
el gobierno entrante aplicará las políticas prometidas o hará otras. Todo cambio de ministro o cambio de gobierno
genera incertidumbre. Sobre la base de la experiencia, la Joven Democracia argentina ha aprendido que no es posible
tener confianza en el sistema bancario, ni confianza en el tipo de cambio, ni confianza de los funcionarios intermedios
sobre su continuidad, ni los empleados “contratados” de la administración pública y del poder legislativo. Que en el
mediano plazo siempre hay riesgos sobre el trabajo; sobre el trabajo en blanco o el trabajo en negro.

La transferencia del control político, económico y social

Desde mediados de la década de 1970, fue construyéndose el consenso, en diversos círculos internacionales, sobre la
necesidad de comenzar a retrotraer muchas de las funciones que los estados nacionales habían reservado para sí
luego de la crisis de 1929/30. Aquel andamiaje había sido construido bajo dos premisas: la crisis había demostrado que
el inversor más constante de una economía frente a la ausencia de capital privado debía ser el Estado y la visión
geopolítica que ampliaba el concepto de defensa nacional reservando para los Estados la administración de áreas de
la economía consideradas estratégicas. Las políticas para reformar el Estado fueron adquiriendo impulso en medio de
la crisis petrolera de 1973/1975 y aval académico por el tipo de teorías económicas que fueron galardonadas con el
Premio Nobel en aquellos años. En la Argentina, desde el PRN, el ministro Martínez de Hoz comenzó con su
implementación; las políticas más agresivas en tal sentido tuvieron lugar, luego, durante el gobierno menemista. En ese
proceso se generaron algunas transferencias en la toma de decisiones, en los resortes que el estado keynesiano o
benefactor había asegurado para los Estados nacionales, e incluso en aquellos que la seguridad nacional había
reservado para sí. En algunos casos se trató de descentralización administrativa y en otros del traspaso a la iniciativa
privada. Fueron objeto de descentralización administrativa la mayor parte del sistema educativo con escuelas que
quedaron incluso en ámbitos municipales, buena parte del sistema sanitario, el mantenimiento de buena parte de la red
de caminos, la fijación de salarios retornando al sistema de paritarias, la decidida ausencia de políticas en materia de
precios, entre otras. Por su parte, se privatizaron sectores que hasta entonces eran considerados estratégicos para la
seguridad y el desarrollo nacional. Entre ellas, las áreas de telefonía, electricidad, parte de la red caminera, servicios
sanitarios, la parte más sustancial del sistema jubilatorio, el sistema ferroviario, el transporte aerocomercial, etc. Se
enajenaron empresas valiosas como Aerolíneas Argentinas o YPF. Casos especiales, que se remontan a la gestión de
Martínez de Hoz, son los del comercio internacional y el de la capacidad bancaria de condicionar el manejo monetario.
En ambos casos hubo una transferencia de roles y responsabilidades del Estado a actores privados o jurisdiccionales.
A pesar de que las privatizaciones fueron complementadas con la creación de nuevos organismos estatales de
contralor, el poder de decisión se traspasó; se resignó la visión global que requería de un acuerdo político sobre cuáles
debían ser áreas primordiales o cuáles subsidiarias.

El poder de decisión social quedó, en algunas situaciones, en una especie de emergencia e incrementó el rol de los
medios sobre la opinión pública. Con el cambio tecnológico y la presencia permanente de las comunicaciones como
hecho social los factores a considerar en la toma de decisiones quedaron subordinados: de ser políticas de Estado
pasaron a convertirse en espasmos circunstanciales sujetos a la capacidad del interlocutor circunstancial. Además,
funciones como las de prevención y seguridad, quedaron subordinadas al temor gubernamental a generar episodios
que los medios de difusión pudieran colocar en el centro de la agenda política con descrédito para el Ejecutivo. En tal
sentido, los largos años de ocupación del espacio público en rutas de todo el país, zonas urbanas y, especialmente, en
el centro porteño, fueron un claro ejemplo. Otra de las cuestiones referidas a la transferencia de atributos
tradicionalmente estatales fue la de la atención a los sectores más desprotegidos de la sociedad. Históricamente tales
funciones recién fueron asumidas por el Estado tras el primer gobierno peronista (1946-1952) a través del accionar en
tal sentido de Eva Perón, y que fue uno de los orígenes de la disputa con la Iglesia Católica que por entonces ocupaba,
naturalmente, una posición cercana a aquellos sectores sociales. Luego del PRN, ante el panorama de pauperización
de vastos sectores, el Estado organizó diferentes formas de ayuda y transfirió su adjudicación y reparto a sectores
sociales y políticos partidistas. Desde las cajas del Plan Alimentario Nacional (en manos del aparato político radical), el
accionar de las manzaneras (organizadas en el Conurbano bonaerense por “Chiche” Duhalde), los Planes Trabajar (en
manos de intendentes y gobernadores), los Planes jefas y jefes de Hogar (organizados por líderes regionales), los
subsidios a una infinidad de grupos piqueteros (a través de sus líderes y en función de su capacidad de movilización).
Como complemento de tanta transferencia de poder de decisión, para atender a la sobrecarga de erogaciones nuevas
para las jurisdicciones municipales o provinciales (dada por la mayor cantidad de sueldos a pagar por el traspaso de
maestros, por ejemplo), en los presupuestos nacionales se incluyó una partida denominada Adelantos del Tesoro
Nacional (ATN), por la cual el Estado nacional puede asistir necesidades extraordinarias. El reparto de los mismos,
desde su implementación, estuvo signado por la discrecionalidad del ejecutivo en función de su relación con
gobernadores o intendentes y el logro de su apoyo político. Además de las desgravaciones impositivas para la
radicación de industrias en La Rioja, Catamarca, San Luis, la Presidencia de Menem creó el Fondo de reparación
histórica del conurbano bonaerense. Con enormes partidas del presupuesto nacional se intentó darle a Duhalde una
capacidad adicional para gobernar la provincia, teniendo en cuenta que los ingresos bonaerenses por coparticipación
son bastante menores a lo que dicha jurisdicción aporta en concepto de impuestos nacionales. Otros conceptos sobre
los que se traspasó poder decisional del Estado fueron: la fijación de tarifas (como parte de los contratos firmados con
las empresas privatizadas); la fijación de las prioridades de inversión (achicando la participación de algunos bancos
públicos, privatizando otros y poniendo legalmente en pie de igualdad cualquier tipo de inversión ), el sostenimiento de
la igualdad salarial y de derechos en todo el territorio nacional (el ejemplo más claro es el de la docencia), el fomento a
zonas estratégicas de desarrollo, la atención espasmódica sobre cuáles debieran ser las actividades productivas
privilegiadas, la cantidad de circulante monetario y la capacidad de crédito (a través de complejos mecanismos de
endeudamiento público).Hubo, también, una fuerte pérdida de la necesaria discrecionalidad en el comercio
internacional por construcción de la interdependencia con el Mercosur (especialmente Brasil) o con la adscripción a la
Organización Mundial de Comercio. Además, en este proceso como Joven Democracia, tanto en la transición como en
las diferentes alternancias, los gobiernos contaron con la posibilidad y la capacidad de redistribución del ingreso a
través de sus políticas económicas; pero, fundamentalmente, tuvieron la posibilidad de generar empresarios exitosos a
través de contratos, obra pública, privatizaciones y reestatizaciones u otro tipo de prerrogativas gubernamentales,
paradójicamente bajo el argumento de las menores funciones estatales. Mientras la tradicional burguesía nacional
sufría en el período momentos de auge especialmente a comienzos de la convertibilidad con las privatizaciones, y
luego un lento retiro de los negocios, la aparición de nuevos empresarios exitosos contó con la ayuda estatal. En
términos generales, amén de aquellas excepciones, el período mostró un debilitamiento de las capacidades estatales
para generar consensos, imponer políticas o ser artífice de un rumbo determinado y sostenido en el largo plazo y de
tener una visión general de todo el territorio. Comenzó a primar la evaluación de lo “políticamente correcto” en
reemplazo de acuerdo sobre políticas de Estado por las necesidades electorales inmediatas. En la determinación de la
agenda política nacional, como ya se mencionó, tuvieron un importante rol los medios de comunicación; tanto en la
fijación de los temas centrales para la sociedad argentina cómo en una complicidad política subterránea conseguida
con el recurso de la publicidad oficial.

Capacidades delegadas

Como contrapartida a la transferencia de recursos de poder del Estado nacional hacia otros actores públicos y
privados, la dinámica de la transitoriedad procuró la obtención de discrecionalidad del ejecutivo fundamentalmente en
el uso de recursos financieros. Existen tradiciones al respecto; una general y otra local. Por un lado, la de los primeros
100 días de gobierno inaugurada por Roosevelt (en EEUU, en 1932) a través de la cual el legislativo le facilita a una
nueva administración la aprobación de leyes tendientes a establecer los lineamientos de su gobierno o a manejar una
emergencia preexistente. Por otra parte, más atrás en la historia y localmente, la delegación de poderes federales a
Rosas impuesta como condición para la pacificación del país. Ambas, incorporadas en la cultura política argentina,
alimentaron la práctica de la transitoriedad y su ciclo perverso, por la cual cada alternancia se convierte en una
emergencia en la que se requiere de delegación de poderes legislativos al ejecutivo para salvar la situación crítica.
Poderes especiales para endeudarse, para redistribuir partidas del presupuesto nacional, para establecer planes
sociales, los mecanismos de urgencia utilizados para obtener del parlamento las primeras privatizaciones, son solo
algunos ejemplos que se han reiterado regularmente. El beneficio obvio de la discrecionalidad obtenida lleva a concluir
que se trata de una consecuencia deseada por los gobiernos. Por lo que la recurrencia de crisis económicas y políticas
en el período habría sido provocada con ese fin, alimentando el principio de incertidumbre. Frente a la opinión pública
el Poder Legislativo permanece en estado de desprestigio constante; esta imagen conseguida por sus propios
deméritos o por intromisión del Ejecutivo, es funcional a este último pues permite la extorsión frente al pueblo, futuro
elector. La inacción gubernamental puede ser atribuida, a través de los medios de difusión, al Congreso; y serán
aquellos diputados y senadores los que periódicamente (ventaja del sistema democrático de renovación parlamentaria
cada dos años ) estarán en campaña electoral frente a sus votantes tratando de renovar sus mandatos. Si, además, se
vive una situación de emergencia nacional como tan cíclicamente ha ocurrido en el período, el Ejecutivo podría llegar a
contar con todos los beneficios de un sistema más autoritario, menos republicano. Ello se notó en los mecanismos de
toma de decisión y los factores u opiniones a considerar; así surgieron las diferentes leyes de emergencias y de
excepcionalidad sancionadas en el período, la suspensión de la vigencia de leyes o de obligaciones constitucionales y
la delegación de privilegios parlamentarios que facultan al ejecutivo funciones legislativas. Pero, como si hubiese sido
insuficiente aquel recurso, en el período hubo un abuso de los Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU) mediante los
cuales el presidente y sus ministros reemplazan el trámite parlamentario para la obtención de leyes, con absoluta
discrecionalidad. La reforma de la Constitución de 1994 incorporó tal figura y sus mecanismos posteriores de contralor;
aun así, e incluso previamente a su estatus constitucional, los DNU fueron una herramienta de uso común; mucho más
de lo que correspondería al estado de derecho republicano. Los gobiernos del período descubrieron las ventajas de
“vivir en la emergencia”, Incluso en el orden internacional, donde llegaron a poner en “emergencia” a Organismos
Financieros Internacionales, obligándolos a préstamos y refinanciaciones. La delegación de facultades se convirtió en
la herramienta discrecional de la transitoriedad.

Las posibilidades para la redistribución del capital

Dos procesos históricos, en el contexto del período, hicieron que las Jóvenes Democracias tuvieran la posibilidad de
provocar una fuerte intervención en sus economías. Por un lado, la aparición de la propiedad privada en los países de
Europa Oriental que hasta entonces pertenecían a la órbita comunista. Por el otro, el impulso de un nuevo liberalismo,
enarbolado por un occidente triunfalista, sobre las estructuras de los Estados que se habían reservado para sí la
gestión de los servicios públicos y de áreas militarmente estratégicas (según las concepciones de la Guerra Fría). De
tal forma, se fueron enajenando del patrimonio de cada una de estas naciones, áreas como las de electricidad, agua
potable, telefonía, aviación comercial, explotación petrolera y gasífera, diversas ramas de la industria pesada (como
siderurgia y petroquímica), transporte ferroviario, automotor, fluvial y marítimo. Esa coyuntura particular se sumó a la
capacidad innata del Estado de establecer políticas tendientes a privilegiar a alguna actividad productiva más que a
otra, beneficiando a particulares o a sectores socioeconómicos. Ello deviene de la posibilidad de definir las
orientaciones de comercio internacional (qué se importa, con que tasas aduaneras y a qué tipo de cambio; qué se
exporta), de política monetaria (con mayor o menor crédito bancario y para qué sectores), de instrumentar
desgravaciones impositivas (por regiones, por sectores o por empresas), por desarrollo de infraestructura y obra
pública en general. Juan D. Perón utilizó todos esos recursos con objetivos políticos claros, tendiendo a reforzar la
incipiente industrialización del país y, al mismo tiempo, a la generación de una burguesía industrial nacional. Por su
parte, el PRN le agregó discrecionalidad a las capacidades estatales, favoreciendo o eliminando empresas (y
empresarios) más que actividades específicas. En conjunto, y a pesar de sus debilidades y de la retracción de algunas
áreas de la economía que se produjeron entre el PRN y la Convertibilidad, el Estado conservó una alta capacidad
distributiva para favorecer a los sectores más concentrados y más relativa para atender a los sectores asalariados. Esa
capacidad de redistribución del ingreso nacional entre clases sociales es un tema de análisis socioeconómico
específico que excede este análisis. En cambio, es importante señalar la relación entre la dirigencia política y la
burguesía nacional. En tal sentido, se conjugan, el sueño fundacional que corresponde al deseo de asegurar un orden
que sobreviva a una presidencia (como se verá en el capítulo 7) y las necesidades de gobernabilidad que requieren de
una especial cooptación de los sectores empresarios (como ya se señaló). De ambos casos surge la pretensión política
de contar con una burguesía nacional propia; un empresariado tributario del gobierno. Por lo tanto, dicha pretensión y
las capacidades (aún disminuidas) del Estado, dieron cierto margen para una acción gubernamental tendiente a
favorecer a parte del empresariado ya consolidado y para crear nuevos actores en la burguesía argentina. El objetivo
fue el de contar con una prensa benévola, con financiamiento para las campañas electorales (o en retribución por
ellas), eventualmente acordar una política de precios u otras cuestiones de política económica, en general, la tentación
estuvo centrada en las posibilidades económicas y de imagen positiva que estos sectores podían llegar a brindar a un
gobierno. Eso hizo posible algunas maniobras tendientes a contar con una burguesía nacional propia, si bien ciertas
funciones de regulación estatal habían sido transferidas al empresariado, con lo que su poder de decisión se
incrementó desde el PRN.

Existieron algunos momentos en que esta redistribución fue más notoria. Al menos, hubo circunstancias en las que los
gobiernos tuvieron capacidad o posibilidad para hacerlo. Un somero repaso deberá incluir a los siguientes episodios:

. entre las postrimerías de la dictadura y el inicio de la democracia.

En el período comprendido entre la salida de Martines de Hoz del Ministerio de Economía del PRN (marzo de 1981) y
el comienzo de la Guerra de Malvinas (abril de 1982), se inició un reacomodamiento de todas las variables
macroeconómicas. Las sucesivas devaluaciones del tipo de cambio generaron serias dificultades en aquellas empresas
que estaban endeudadas en moneda extranjera con el exterior o con bancos locales; entre esas compañías se
encontraban prácticamente todas las gestionadas por el Estado, tanto de servicios públicos como productivas. Dos
mecanismos transfirieron recursos estatales al sector privado. En principio se estableció un seguro de cambio, y luego
se procedió a la estatización de aquellas deudas. El Estado argentino se convirtió en acreedor en pesos devaluados de
las empresas (tanto nacionales como multinacionales) y en el deudor de los bancos y organismos internacionales que
habían financiado, en divisas extranjeras. Luego del conflicto de Malvinas, y continuando en los inicios de la transición,
tuvo lugar una dinámica de refinanciaciones de aquellas obligaciones financieras que, sumadas al desorden
administrativo mencionado en el Capítulo 1, convirtieron a la Deuda Externa en un permanente tema de política. Las
empresas sobrevivientes al PRN salieron fortalecidas habiéndose modernizado o simplemente operado con costos a
cargo del Estado nacional.

. con el lanzamiento del Plan Austral.

La inflación persistente en una sociedad trae aparejadas consecuencias tanto macroeconómicas, como fiscales e
individuales. En este último caso, los individuos sufren el alza de precios en su planificación cotidiana pues sus
ingresos se perciben regularmente una vez al mes y el encarecimiento de los productos se produce cotidianamente.
Por su parte, el Estado percibe los impuestos con cierto retraso y por lo tanto con valores ya superados. Concluida la
experiencia del primer ministro de Economía de Alfonsín (Bernardo Grinspun), la inflación se había colocado en valores
mensuales muy altos. El ingreso de un nuevo equipo económico le permitió al gobierno desarrollar un plan heterodoxo
de ajuste que no sólo se proponía frenar el alza de precios; instrumentó, además, una original forma de quitar el
componente de ajuste de los contratos a mediano y largo plazo: el desagio. Para obtener la aprobación de los OFI´s se
negoció el apoyo norteamericano pues el plan distaba en algunos aspectos de ser similar a los recomendados por el
FMI. La capacidad redistributiva se puso en juego porque, al frenar bruscamente el juego de aumentos entre precios,
tarifas, salarios y contratos, algún sector naturalmente quedó mejor posicionado (con mayores márgenes de ganancia)
según el nivel de precios en que quedara congelado.

. en las hiperinflaciones.

Los procesos hiperinflacionarios generaron una muy fuerte expansión monetaria. Sin el respaldo de ingresos genuinos
ni de reservas que garanticen el circulante, el Estado debió atender sus obligaciones más urgentes (fundamentalmente
salarios) mediante una expansión de la emisión monetaria. A su vez, la ampliación de la base monetaria induce a la
puja inflacionaria. Una disputa de la que obtuvieron beneficios quienes estaban mejor posicionados para la
negociación. Los tradicionales sindicatos fuertes (que en su momento hicieron retroceder el “rodrigazo” en 1975) fueron
los que sufrieron el proceso desindustrializador del PRN y, por lo tanto, ya no estaban en la mejor situación de
negociación, mientras se perfilaban los del sector de servicios en un rol que recién estrenaban.

Por su parte, el negocio financiero gozó de un auge triunfalista en términos de redistribución del ingreso.

. al sancionarse la Ley de Convertibilidad.

Nuevamente con la anuencia de los OFI´s, el gobierno menemista instrumentó la convertibilidad (uno a uno con el
dólar, convertible por Estado nacional) como solución a la pertinaz inflación argentina. Ello implicó un cambio
trascendente y duradero en todas las relaciones sociales y económicas. Básicamente por dos razones; por una parte,
al quitar el componente inflacionario de los precios y de las relaciones económicas, las pujas debieron dirimirse en el
terreno del mercado con una perspectiva favorable para los grupos más concentrados. Por el otro, un lento incremento
de la capacidad de consumo al ponerse en competencia a la industria local contra bienes importados. Como
contrapartida, en el largo plazo, ambos procesos económicos tendieron al reemplazo de la producción nacional por
manufacturas extranjeras; especialmente durante una década de fuerte cambio tecnológico con aparición de nuevos y
más sofisticados productos. Al mismo tiempo, se renovó el acceso al crédito internacional (cuyos efectos se verán al
momento de la devaluación) para aquellas mismas grandes empresas, se procuró aumentar el nivel de inversión y se
modernizó buena parte de la estructura productiva, tanto en la industria (mayor automatización) como en la producción
agropecuaria (uso intensivo de semilla transgénica y siembra directa) y en el sector de servicios (incorporación masiva
de microelectrónica). Este nuevo orden económico dio lugar a la consolidación de la mayor parte de los grupos
empresarios sobrevivientes a Martínez de Hoz. Además, recibieron un espaldarazo con las privatizaciones.

. a lo largo de todo el proceso de privatizaciones.

Volcado definitivamente a los postulados del neoliberalismo, el gobierno de Menem adoptó para sí buena parte de los
postulados del Consenso de Washington con el fanatismo de quien creyó haber encontrado la receta simple para
gobernar la complejidad de la sociedad argentina. Privatizar las empresas de servicios públicos, industriales y
financieras en propiedad del Estado nacional, asomaba como un complemento a los intentos por resolver cuestiones
macroeconómicas; la meneada inflación, la extensión del empleo estatal, la existencia de tarifas políticas y no
rentables, las bajas tasas de inversión. En un proceso vertiginoso comenzaron a desarrollarse las privatizaciones,
teñidas de un carácter de urgencia que quitó posibilidades para un prolijo trámite parlamentario y para medir
correctamente el consenso social respecto al tema.

Los pasos previos a transferir dichas empresas a la gestión privada, incluían:

. intervenir las empresas para su saneamiento financiero y para un ordenamiento de la planta de personal (el Estado
asumió a su cargo las deudas financieras y operativas, y redujo la cantidad de trabajadores)

. obtener del Congreso las leyes respectivas (haciendo valer las mayorías peronistas incluso en cesiones cuya validez
se cuestionó)

organizar y llevar a cabo los concursos para la presentación de ofertas (con asesoramiento de quienes, después,
estarían involucrados en las nuevas empresas)

. establecer los organismos encargados del contralor de sus actividades en el caso de los servicios públicos (con
reglamentaciones que dejaron muchas falencias para una efectiva presencia estatal)

En términos generales, se estableció la participación de los gremios y de empresas locales dentro de los grupos que se
presentaran a cada concurso. Se requirió que, cada consorcio de empresas que se postulase para obtener la
concesión de un servicio público, tuviera la participación de un operador del área (con experiencia internacional), un
banco internacional (que aportara títulos de la deuda externa argentina), algún grupo económico argentino (para evitar
inicialmente una extranjerización total) y un programa de propiedad participada para los empleados (con el fin de
involucrar a los sindicatos).Acompañando a la privatización de empresas, se llevó a cabo una reforma al sistema de
jubilaciones y pensiones, mediante la habilitación a compañías privadas para administrar fondos específicos. Los
argumentos que justificaron esta privatización estuvieron ligados a dos grandes cuestiones; por una parte, quitarles a
los gobiernos la tentación de echar mano a los fondos que mensualmente se acumulaban en las cuentas previsionales
con otros fines (cubrir otros déficits estatales y no para atender al pago de jubilaciones más dignas). Por otra parte,
crear un mercado de capitales capaz de financiar los alicaídos niveles de inversión de la economía argentina. Se
presuponía que las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones, actuando como organismos privados,
manejarían los capitales acumulados bajo la lógica de maximizar los beneficios. Sin embargo, frente a diferentes
circunstancias, los gobiernos obligaron a las AFJP a transgredir la ley respectiva comprando más bonos de deuda
estatal que los permitidos; especialmente en las postrimerías de la convertibilidad en el gobierno de De la Rúa. Todo el
período de privatizaciones fue el momento de mayor capacidad redistributiva con que contó gobierno alguno durante el
período, de una magnitud difícilmente repetible. Si asimilamos el proceso de privatización de empresas estatales a una
“modernización”, podemos aplicar la sentencia de Huntington respecto a la corrupción. Esto es, a mayor velocidad en
un proceso de enajenación de funciones del Estado hacia actores privados, las posibilidades de sobreprecios, coimas y
dádivas al poder político aumentarían exponencialmente.

. con el retraso cambiario.

Antes de concluir la larga década menemista, el esquema de tipo de cambio fijo, convertible, mostraba sus primeros
síntomas de agotamiento. Había sido utilizado como una herramienta para frenar la inflación y se convirtió en un
modelo en sí mismo (como se verá en el capítulo 7).La satisfacción que ese Plan Económico mostraba en la población
se verificaba en las urnas, con la continuidad propuesta por la Alianza (De la Rúa-Chacho Álvarez). Sin embargo,
desde finales de 1997 y hasta poco después de la gran devaluación de enero de 2002, tuvo lugar la mayor serie
recesiva de la historia argentina, que produjo una altísima desocupación, extraordinarios niveles de indigencia y
quiebra o cierre forzado de gran cantidad de empresas, especialmente Pymes. Haber sostenido la continuidad de un
esquema cambiario que, habiendo cumplido su propósito, complicaba al Estado y a buena parte de la actividad
privada, provocó una nueva transferencia de recursos de los sectores más bajos de la población hacia los más altos y
de las empresas productivas hacia las de servicios y financieras.

. a través de la devaluación.

El proceso de salida de la convertibilidad le dio al Estado un alto nivel de capacidad redistributiva. En un sentido,
amplió y cristalizó la pobreza y la indigencia; pero en otro, le dio potestad para privilegiar algunas actividades
productivas por sobre otras. Las correcciones propuestas, tanto dentro del país por analistas independientes, como por
los OFI´s y por el propio gobierno de Duhalde, estimaban una devaluación del 40 %. Sin embargo, la forma de mercado
libre adoptada por imposición del FMI rompió todos los parámetros frente a un Estado incapacitado para intervenir en el
mercado de cambios por la licuación de las reservas del Banco Central producida durante el gobierno de De la
Rúa.Con un 200 % de devaluación y el tipo de cambio estabilizado una vez que Roberto Lavagna ocupó el Ministerio
de Economía, dos grandes sectores se vieron beneficiados; el sector exportador (fundamentalmente agropecuario,
petróleo, alimentos y el complejo automotor integrado en el MERCOSUR) y el sustitutivo de importaciones (con un gran
margen de capacidad ociosa por los largos años de recesión, prácticamente en todas las ramas industriales).

. al establecerse la pesificación asimétrica.

Como resultado de la salida de la convertibilidad un terremoto económico sacudió todas las relaciones contractuales.
Especialmente las establecidas entre particulares y empresas con el sistema bancario. Dado que la Ley de
convertibilidad establecía la autorización para hacer operaciones en moneda extranjera dentro del país, la mayor parte
de aquellos contratos se pactaron en su momento en dólares estadounidenses. Además, como durante el PRN,
muchas empresas obtuvieron créditos o realizaron colocaciones de deuda o de bonos de inversión en el exterior.El
gobierno de Duhalde estableció la conversión de las deudas en dólares a pesos según un esquema diferenciador: las
obligaciones de los actores privados con el sistema bancario se considerarían uno a uno (pesos por dólar) y las de los
bancos con particulares de un dólar a un peso con cuarenta centavos más algún índice atado a la evolución de los
precios. Recordemos que el precio de la moneda estadounidense ya se había estabilizado en torno a los 3 pesos. De
esta forma, se obligaba a los bancos a un fuerte quebranto (pagando 1.40 lo que cobrarían a 1.-) generando una
diferencia que cubriría el erario público. Fue, entonces, el Estado nacional el que corregía la impericia gubernamental
al poner en práctica la devaluación de esa forma y tratando de proteger a los endeudados; prácticamente toda la
amplia clase media urbana, la base electoral imprescindible en cualquier elección. Además, el auxilio financiero que el
Estado pudiera establecer con las empresas endeudadas en el exterior fue observado con atención frente a lo
realizado por el PRN. Sin embargo, hubo ganadores y perdedores; empresas con fuertes inversiones en tecnología
fueron prácticamente entregadas a los bancos acreedores, otras consiguieron refinanciaciones que terminaron
fortaleciéndolas.

. al constituirse las retenciones a las exportaciones.

Frente a la desproporción de los precios medidos en divisas extranjeras para la exportación de los productos primarios
(soja, cereales, petróleo, gas, carne) la tendencia fue la de trasladar a los precios internos dichos incrementos,
afectando sensiblemente el poder de compra de los sectores sociales más desprotegidos.Los gobiernos de Duhalde y
de Kirchner alcanzaron cierto acuerdo tácito con los exportadores para sostener la oferta interna en precios contenidos,
aprovechar las oportunidades exportadoras y, al mismo tiempo, lograr ingresos adicionales para el Estado. Se
establecieron retenciones sobre los valores exportados; parte del precio obtenido internacionalmente por aquellos
productos fue derivado hacia las cuentas públicas como porcentaje de los dólares o euros facturados. Esa proporción
varió entre un 3 y un 10 %, incrementando notablemente los ingresos fiscales. Este fue uno de los factores que
explicaron la reversión del déficit fiscal del período recesivo frente a los superávits obtenidos desde entonces. Esos
ingresos adicionales le permitieron al gobierno kirchnerista financiar la licuación de las deudas generadas con los
bancos y, fundamentalmente, encarar dos cuestiones redistributivas importantes: subsidios y obra pública. La
utilización de subsidios al transporte urbano de la Capital y el Gran Buenos Aries, a la aviación comercial y a una
diversidad de actividades le permitió al gobierno sostener precios frente a la nueva presión inflacionaria devenida de la
devaluación y el alza del consumo. Con las empresas agotando, en la etapa expansiva iniciada en 2002, la capacidad
ociosa que había provocado la recesión, un nuevo cuello de botella en la relación entre oferta y demanda generó
nuevamente presiones inflacionarias. Con el objetivo de sostener los precios hasta la realización de las elecciones
presidenciales de 2007, el gobierno de Kirchner recurrió, entre otras, a medidas de carácter redistributivo como los
mencionados subsidios y fideicomisos. Junto a ellas, el crecimiento acelerado de la necesaria obra pública en
infraestructura, dieron a esa etapa un carácter forjador de nuevos actores con gran poder económico. El Estado
nacional, rediseñado entre el PRN y la convertibilidad, pasó a  manejar presupuestos crecientes pero, ahora, sin
empresas, sin tarifas políticas que pagar (excepto los mencionados subsidios), sin escuelas, con pocos hospitales, con
cierto desahogo en el tema jubilaciones, con rutas mantenidas por los peajes.

La adecuación a las condiciones externas

La Joven Democracia argentina se ha mostrado dependiente de los consensos internacionales, al igual que en casi
toda su historia. La fijación internacional de los paradigmas de pensamiento económicos, políticos y culturales afectó
directa o indirectamente a los modelos de desarrollo que el país haya querido adoptar. Así ocurrió también con el
impulso que adoptó la globalización coincidentemente con la transición a la democracia de mediados de la década de
1980.Pero, nuevas circunstancias y el nuevo diseño del sistema internacional provocaron un cambio aún en proceso de
consolidarse. Si bien el Consenso de Washington es posterior, sus principios ya tenían autoridad como paradigma de
pensamiento aceptado en los principales círculos intelectuales y de negocios internacionales desde mediados de la
década de 1980 .Concluida simbólicamente la Guerra Fría cuando cayó el Muro de Berlín, con los años de la década
de 1990 se forjó una Globalización idealizada por una agenda internacional en el que el tema “seguridad” la dejó de
encabezar a perpetuidad para alternarse con cuestiones económicas, de medio ambiente, de derechos humanos; con
una única potencia sobreviviente que prefirió los acuerdos y los consensos aun para encarar misiones militares
internacionales en lugar del unilateralismo previo y posterior. Luego, casi abruptamente con el ataque a las Torres
Gemelas de Nueva York, quedó configurada una Globalización condicionada por la emergencia del terrorismo
golpeando fuertemente el propio territorio norteamericano y en los símbolos del poder capitalista; se produjeron
cambios hacia el auge de las decisiones unilaterales y un nuevo impulso al tema seguridad en la agenda internacional.
El idealismo de los años noventa hacía prever un rápido acuerdo sobre la liberación total del comercio internacional; el
nuevo siglo trajo aparejadas nuevas desconfianzas e imposibilidades para alcanzar aquel objetivo internacional. Los
paradigmas de desarrollo impuestos o que contaban con mayor consenso internacional, difundidos por ideas
académicas, por directa presión de las potencias o por acción de los organismos financieros internacionales, parecían
más claros durante la década idealizada. La conjunción de crisis económicas de los países emergentes, el alza del
precio del petróleo y la convivencia con un estado de guerra internacional abrió la oportunidad a la discusión del
paradigma único y al ensayo de nuevas alternativas, muchas veces, retrospectivas del estado keynesiano. Cualquiera
haya sido el paradigma predominante, por fragilidad financiera, por necesidad de inversiones externas o por otras
cuestiones de debilidad estructural (energética, industrial, etc.), como Joven Democracia, la Argentina estuvo sujeta a
las recomendaciones o consensos internacionales. Por lo tanto, siempre se trató de una adecuación a las tendencias
internacionales por el peso de sus paradigmas, o por la realidad planteada por las variables (competitividad, tipo de
cambio, liberalización comercial, disponibilidad de capitales para inversión, existencia de capitales especulativos). La
inserción internacional de una Joven Democracia cuya economía puede ser catalogada de “emergente”, queda
comprometida a la adopción de un entero modelo de desarrollo. Con la particularidad de estar sujeta, por su endeble
desarrollo, a los cambios bruscos de su política internacional pero también de la organización económica mundial y a la
selección de actividades productivas privilegiadas en función de los mercados globales. El período 1983 – 2007, en la
Argentina, muestra la recurrencia de necesitar auxilios financieros e inversiones que quedan ligados a avales políticos
que puedan aparentar tanto alineamiento como rebeldía internacional. En tal sentido, cada presidente ha tenido socios
privilegiados en el ámbito mundial; con el Brasil de Sarney o el de Color de Mello; con la España de Felipe González o
de Aznar, con los EEUU de Clinton o de Bush, con la Venezuela de Chávez. En todo caso, dichos comportamientos y
los bruscos cambios que representan para la economía interna son demostrativos de la alta dependencia que las
Jóvenes Democracias tienen respecto al sistema internacional. Por su estructura y por su comportamiento errático, la
democracia argentina responde a estas características de Joven Democracia.

5            LA ARGENTINA COMO JOVEN DEMOCRACIA

Las transformaciones socioeconómicas

En el caso argentino, la reorganización del orden republicano constitucional post dictadura estuvo dominada por un
conjunto de cuestiones enmarcadas en el estallido y la profundización de las transformaciones socioeconómicas
propiciadas por José Alfredo Martínez de Hoz en la primera etapa de la última dictadura y que solo fueron visibles años
después. Se trata de los cambios en la estructura de la economía, la distribución de los ingresos del Estado, el proceso
de endeudamiento público y privado, el proceso de descentralización de las funciones estatales y, también, la
privatización de empresas nacionales. El proceso económico llevado adelante entre 1976 y 1981 puso fin a la
dicotomía entre los dos modelos irreconciliables que dominaron el período 1940 – 1975. Por un lado, el encarnado por
los actores sociales nucleados en torno a la producción y exportación agropecuaria; por el otro, aquellos que eran
tributarios de la sustitución de importaciones por vía de la industrialización forzada. Ello dio lugar a un “empate
hegemónico” (como lo definiera Juan Carlos Portantiero) que trabó la posibilidad de un desarrollo sostenido en el
tiempo. Además, en aquella teoría, se encuentra también parte de la explicación de la inestabilidad política de esas
décadas. Las reformas iniciadas por Adalbert Krieguer Vasena (durante la presidencia de facto de J. C Onganía) y
profundizadas en el PRN, provocaron un cambio del perfil económico del país, con una nueva distribución del capital
(más compleja, intrincada y concentrada). Esta primera etapa fue la base para las transformaciones culminadas luego
durante la convertibilidad. Hasta la última dictadura, la economía argentina había mostrado un crecimiento errático con
etapas de fuerte modernización y momentos de estancamiento. Ciertas políticas iniciadas por PRN dieron lugar a la
profundización de la relación de subordinación económica de las provincias al Estado nacional. En este aspecto, de
fuerte relevancia política, la cuestión principal ha sido la distribución de los ingresos del Estado. En este tema, a lo
largo de la historia, solo hubo resoluciones parciales que más se asemejaron a delicados equilibrios políticos
coyunturales que a soluciones definitivas. Es necesario adentrarse en la compresión del origen y destino de los
recursos de la Nación. Existen diferentes impuestos, tasas y derechos que se abonan jurisdiccionalmente; en los
niveles municipales, provinciales y nacionales. La mayor recaudación la obtiene el Estado nacional a través del
consumo, las ganancias, importaciones y exportaciones, retenciones. Algunas municipalidades y provincias, por la
riqueza generada y asentada en sus territorios gozan de un alto nivel de ingresos, aunque la mayoría de esos distritos
tienen una alta dependencia de lo recaudado por la Nación o por los Estados provinciales. Algunos de los ingresos
impositivos tienen establecida su distribución entre porcentajes correspondientes a las provincias y partes de uso
exclusivo para las cuentas nacionales. Los primeros son los denominados “coparticipables”.

Frente a cada una de las tantas crisis sufridas por el país, se han producido aumentos de las tasas a pagar en
concepto de impuestos o, directamente, la creación de nuevos tributos. En términos generales fue mayor el aumento
de recaudación por impuestos ordinarios o extraordinarios no coparticipables con las provincias que los que aportan a
las jurisdicciones directamente, la mayoría de las veces por apelación a la resolución de esas emergencias económicas
generadas periódicamente. Además, la reticencia a discutir una nueva coparticipación se origina en ciertas
prevenciones o temores de la dirigencia política: se trata del riesgo de abrir un debate parlamentario inmanejable y de
resolución incierta porque esta cuestión de los ingresos de cada jurisdicción provoca en el seno del parlamento un
cruce de lealtades irremediable. Diputados y senadores representan al pueblo de las provincias y a la estructura federal
del país, respectivamente. Como tales, su obligación es actuar legislativamente en resguardo del interés de sus
votantes en consonancia con los intereses de la población y del Estado de sus jurisdicciones. Deberían, entonces,
resolver conforme a sus bases electorales territoriales y no por lealtades nacionales o partidarias; por lo tanto, en este
tema no deberían atender a las necesidades coyunturales que pudiera plantearles el Ejecutivo nacional. En este
supuesto debate, oficialismo y oposición de una provincia debieran votar coordinadamente. La presidencia de la nación
y los líderes partidarios nacionales no podrían contar con mayorías disciplinadas. Además, un debate de este tipo corre
el riesgo de cristalizar una nueva ley de coparticipación federal de impuesto que le quite poder discrecional al ejecutivo
nacional de turno; es decir, al dirigente político que en uso de la transitoriedad quiera asegurarse (nuevamente) el
bronce fundacional. A lo largo del período democrático 1983-2007, el esquema de los ingresos entre las provincias y la
Nación ha pasado de una estructura por la que se repartían un 45% para los primeros y 55% para el segundo en los
inicios de esta etapa, a una relación 30% – 70% entre distritos y fisco nacional al culminar la misma, por el aumento de
los impuestos no coparticipables. La estrategia, haya sido intencional o casual, de generar situaciones de emergencia
ha redundado en un aumento del presupuesto disponible para los gobiernos nacionales. Además, la continuidad de la
descentralización educativa y sanitaria iniciada en la última dictadura y profundizada en los años noventa, y el proceso
de privatización de empresas públicas, también han servido para aligerar las erogaciones del Ejecutivo nacional en
detrimento de las provincias. A pesar de ello, desde el PRN, el proceso de endeudamiento externo del país no ha
dejado de crecer. Si bien, en determinados momentos del período los Estados provinciales han obtenido su propia
financiación externa, el principal promotor de la deuda ha sido el Poder Ejecutivo. Sintéticamente, el proceso de
acrecentamiento de la deuda externa argentina tuvo los siguientes componentes: un empuje inicial dado por la
búsqueda de financiación para el experimento de la “tablita” cambiaria de Martínez de Hoz ; la nacionalización de las
deudas privadas que el PRN le llegó a la democracia; luego, ya en democracia, costosas refinanciaciones realizadas
periódicamente; nuevos préstamos atados a “indicaciones” de política económica por parte de OFI y potencias
internacionales; emisiones de deuda absorbidas por individuos y financistas del exterior en los momentos más
confiables de la convertibilidad (esta parte de la deuda es la que luego entraría en default durante la presidencia de
Rodríguez Saá); bonos emitidos compulsivamente por el Estado para ser absorbidos ilegalmente por las AFJP ;
permanentes endeudamientos para sostener la regulación monetaria .Por su parte, al declinar la efectividad del tipo de
cambio fijo uno a uno de Cavallo-Menem, las provincias se vieron  obligadas a buscar financiamiento para su déficit
mediante la creación de cuasi monedas. Como contrapartida, las jurisdicciones productoras recibieron regalías por la
explotación de recursos petroleros, gasíferos y mineros. Hasta las privatizaciones de YPF y otras empresas del sector,
dichos recursos eran (constitucionalmente) nacionales. Hubo, además, un efecto intangible en las economías
provinciales por la privatización de los ferrocarriles, que produjo un lento abandono de pueblos subsidiarios de las
líneas férreas que se fueron cerrando.

El proceso político

En lo referente al proceso político, la reinstauración del sistema republicano democrático en la Argentina tuvo que
atender a problemas derivados de la propia normativa constitucional, un presidencialismo extremo y un sistema federal
cuyas principales problemáticas no habían sido resueltas. Las elecciones del 30 de octubre de 1983 se hicieron bajo el
amparo de la Constitución Nacional de 1853-1860. Entre otras cuestiones que luego serían reformadas por la
Asamblea Constituyente de 1994, se establecía un período presidencial de seis años sin reelección inmediata (debía
transcurrir otro mandato de seis años para que un ex Presidente pudiera volver a presentarse como candidato) y
también la elección indirecta a través de la conformación de un Colegio Electoral. Este organismo decidía el triunfador
de una elección intermediando entre la voluntad popular y el ciudadano elegido. Desde la transición, en el sistema
político argentino quedaban pendientes el fallido intento de la Reforma Mor Roig , la distribución de bancas de
diputados con piso (injusto para provincias más pobladas, pero que, a su vez, aleja el peligro de peso específico propio
de provincias hegemónicas como Buenos Aires), el presidencialismo y la duración de los mandatos. La necesidad de
llevar los mandatos presidenciales a cuatro años con la posibilidad de una reelección fue retomada en el Pacto de
Olivos y convertida en norma constitucional en la Reforma de 1994. Con ella se lograba que la sociedad diera su
aprobación y no quitara apoyo parlamentario al desarrollo de una presidencia y hasta ocho años para evitar la
reelección indefinida. Otras modificaciones producidas por aquella reforma constitucional intentaron agilizar la tarea
parlamentaria de designación de jueces (a través del Consejo de la Magistratura) y darle a la presidencia una mayor
protección, ejecutividad y relación más fluida con el Congreso (mediante la figura de Jefe de Gabinete). En la práctica
de la transitoriedad, estas últimas dos reformas nunca acabaron por cumplir el objetivo para que el que fueran creadas.
Por otra parte, cualquiera fuera el oficialismo y su poder parlamentario y social, hubo siempre miedo de la oposición a
abrir reformas (Asambleas Constituyentes) por un posible efecto “Caja de Pandora” en que una mayoría pudiera
imponer reformas no pactadas; ni más ni menos que el temor a la discrecionalidad. Ejemplos de esto se dieron en las
provincias que sancionaron reelección indefinida solidificando relaciones feudales. Por ello, el Pacto de Olivos intentó
ser acotado, con intercambio de concesiones para el oficialismo y para la oposición. Las reformas en las provincias
sólo fueron posibles cuando la ecuación política estaba a favor del oficialismo. Otra cuestión, aún irresuelta, es la del
mínimo de electores necesario para que un diputado, según a qué provincia represente, lo haga en nombre de menos
electores que otro de una provincia más poblada. La tradición presidencialista argentina se halla inscripta, por una
parte, en la tradición monárquica derivada de la conquista y colonización española que luego diera lugar al caudillismo;
por la otra, en las fuentes del derecho norteamericano que se usaron como base para la redacción de la Carta Magna.
Desde ambas vertientes comenzaron a ser norma y práctica histórica arraigadas en la sociedad.

Por su parte, el sistema federal adoptado por el país fosilizó las principales problemáticas del sistema político y
económico, acallándolas, pero sin resolverlas: la distribución de impuestos (desde la cuestión de la Aduana en épocas
de Juan Manuel de Rosas hasta la ya analizada coparticipación federal de impuestos en la actualidad) y los resabios
de relaciones sociales feudales de ciertas provincias. Teniendo en cuenta la historia de inestabilidad política en la
Argentina entre 1930 y 1976, la experiencia como Joven Democracia de los últimos años ha resultado todo un éxito de
continuidad y estabilidad, tanto de las instituciones republicanas como de la sucesión electoral. Aun sin resolver la
mayoría de las cuestiones descritas y, en algunos casos, empeorando las situaciones heredadas de la dictadura, se ha
logrado sostener la renovación periódica y electoral de los gobernantes. La democracia argentina fue puesta a prueba
en una serie de oportunidades durante estos últimos años. Se trató de acontecimientos que, en otras condiciones
históricas, hubiesen implicado interrupciones del régimen democrático. Los episodios que se describen más abajo,
hubieran provocado movimientos cívico-militares tendientes al establecimiento de regímenes autoritarios, bajo el
argumento de la incapacidad de la dirigencia política para resolver cuestiones de interés nacional. La acción
combinada de actores civiles y militares sobre los gobiernos democráticos anteriores a 1983 generó golpes militares
autoritarios frente a una población dominada por el escepticismo ante sus dirigentes políticos. Las situaciones críticas
que han tenido lugar en el período manifiestan un alto grado de responsabilidad de la dirigencia política en la gestación
de las mismas. El uso y el abuso de la condición de transitoriedad es el que ha generado estas situaciones
excepcionales que tensaron los márgenes de la democracia y de la vida republicana. A pesar de ello, la población, los
medios de comunicación, la dirigencia empresaria y sindical y los factores de poder externos dieron un marco de
perduración a esta experiencia democrática.

La Joven Democracia puesta a prueba

Un rápido repaso a algunas de las situaciones vividas desde 1983, salvo omisiones involuntarias, ilustra la sinuosidad
del período, mostrando dos grandes cuestiones: por un lado, qué tipo de decisiones del poder político fueron capaces
en otro contexto histórico de generar inestabilidad política; y por otro, cómo el nuevo marco internacional y local le
permitió al sistema político rehacerse una y otra vez.

. La anulación de la autoamnistía militar.

el gobierno de Raúl Alfonsín tomó la decisión política, a poco de asumir, de anular la auto amnistía dictada por el último
gobierno militar, a través de la cual se exculpaba a todos aquellos que hubieran participado en violaciones a los
derechos humanos. Cumpliendo con una promesa de la campaña electoral, el entonces presidente dio lugar a una
impensada situación en otras restauraciones democráticas en las que los militares conservaban suficiente poder como
para seguir influenciando la política; incluso, la derogación del perdón presidencial dictado por Bignone fue aceptada
por la oposición derrotada en los primeros comicios sin provocar uno de los históricamente clásicos conciliábulos cívico
militares golpistas. Hubo en esta decisión un fuerte impacto del activismo previo, durante la dictadura, de los
organismos de Derechos Humanos que habían permanentemente hecho denuncias a riesgo de la vida de sus
integrantes. Por su parte, ni Brasil, ni Uruguay, ni Chile pudieron hacer lo mismo al inicio de sus transiciones
democráticas.

. El juicio a las Juntas.


cumpliendo otra de las promesas de campaña se realizó el juicio a las primeras tres Juntas de comandantes en jefe de
las Fuerzas Armadas que gobernaron la mayor parte del Proceso de Reorganización Nacional, acusadas de ordenar y
realizar secuestros, torturas y asesinatos (desaparición de personas); fue una demostración de poder político que contó
con el asombro y el apoyo internacional. Estos juicios tuvieron escasísimos antecedentes internacionales;
especialmente porque el juicio se hizo dentro del país y por impulso de las propias autoridades nacionales y no por una
potencia extranjera triunfante en una guerra. En cambio, la determinación de las responsabilidades sobre la Guerra de
Malvinas se hizo dentro del Fuerzas Armadas.

. La fallida Ley Mucci.

el primer intento fallido de reforma de la ley laboral fue conocido como ley Mucci; esta intención del radicalismo
alfonsinista por recortar el poder sindical en manos de la estructura peronista, no logró en el Congreso el apoyo de los
partidos provinciales para poder ser sancionada. Al ser vivida como una rotunda derrota oficialista y como una
demostración del poder intacto del peronismo, significó el tempranero inicio de la debacle de la gobernabilidad para el
primer gobierno del período, pero sus repercusiones no pusieron en duda la continuidad republicana.

. La sucesión de conflictos gremiales.

la Confederación General del Trabajo peronista en la oposición, con la figura visible de Saúl Ubaldini, realizó
innumerables paros de gremios y huelgas generales que incluyeron trece paralizaciones totales de la actividad
económica del país. Tanta interferencia a la vida cotidiana y económica del país por disputas de carácter político y
gremial, hubiera provocado cimbronazos militares e interferencias externas con presión de empresas y embajadas. Un
dirigente gremial de segundo orden , designado por los tradicionales caudillos del sindicalismo peronista para conducir
la transición promediando el PRN, se convirtió en el principal referente de un peronismo que no acertaba a encontrar
un rumbo político unificado. En retribución por los “servicios prestados”, reordenado el mapa del partido justicialista, fue
convertido en diputado nacional sin más poder en el concierto gremial.

. Los levantamientos militares

la sucesión de levantamientos carapintadas, motivada en una confusa mezcla de pedidos de reivindicación de la lucha
en Malvinas y reclamos del cese de los juicios a oficiales de las FFAA por la represión. Si bien se trató de grupos
minoritarios los que participaron en dichos levantamientos, el resto de las fuerzas armadas aparecieron
dubitativamente en defensa de las autoridades políticas. La falta de liderazgos claros tras la debacle del PRN aventó
las posibilidades de golpes o presiones mayores contra el orden constitucional. De cualquier forma, estos episodios
(hasta la toma del cuartel de Monte Chingolo por un grupo guerrillero) tuvieron en la población una alta dosis de
zozobra primero y hartazgo después.

. La renovación legislativa adversa I

la oposición triunfó en la renovación legislativa de 1987. El triunfo peronista en las elecciones que terminaron de
renovar la Cámara de Diputados electa en 1983, concluyó con las posibilidades del partido radical gobernante de
obtener el apoyo del Congreso, negociando las leyes, como hasta entonces, solo con los Senadores (tradicionalmente
ligados a los gobernadores provinciales y sus permanentes urgencias financieras), según sus principios o necesidades.
Luego del derrocamiento de Perón en 1955, situaciones como estas fueron la justificación de la instalación de
dictaduras militares o de presiones para obtener renuncias presidenciales, bajo el argumento de la imposibilidad y falta
de madurez de los sectores políticos para darse gobernabilidad.

. Las elecciones presidenciales de 1989

la oposición triunfo en las presidenciales de 1989. Nuevamente, casi una novedad de la política argentina, pues la
única vez que se alternaron gobiernos de distintos partidos mediante la sucesión electoral, había sido en 1916 con el
triunfo de Yrigoyen. Las circunstancias desatadas tras el triunfo menemista, por la anticipación, la incertidumbre, la
hiperinflación y los saqueos, en otro momento histórico hubiese significado una segura ruptura constitucional. Generó
un grado de tensiones inéditas para historia política argentina.

. La hiperinflación I
la vivencia social de la primera hiperinflación fue parte las tensiones vividas en la primera alternancia; la situación social
en los principales centros urbanos, con saqueos a supermercados, habitantes armados en guardia nocturna frente a la
fantasiosa posibilidad de irrupciones de vecinos, la sensación de impotencia frente a sueldos que se escurrían con el
paso de los días y las horas, generó una situación inédita que afectó a toda la población. Sin embargo, el consenso
social y periodístico no se apartó de la resolución republicana y, si bien este episodio histórico fue determinante en la
instauración de la práctica de la transitoriedad (porque allí los sectores políticos pudieron visualizar que a continuación,
el siguiente gobierno iba a tener nuevamente una oportunidad fundacional), primó el respeto constitucional con una
consecuencia menor como fue el adelantamiento de la asunción de Menem.

. el interinato presidencial I

el mismo remedio que representó el adelantamiento de la asunción de Menem se convirtió en excepcionalidad


constitucional; haciéndose cargo de la presidencia casi seis meses antes del inicio de su mandato, también demostró la
madurez (y el fatalismo) alcanzado por la sociedad y los dirigentes políticos. El período previo a su mandato
propiamente dicho le permitió al nuevo gobierno obtener ventajas en cuanto a imagen pública y a prerrogativas de
discrecionalidad otorgadas por el Congreso, que luego se repetirían en otras alternancias.

. La hiperinflación II

la segunda hiperinflación produjo una crisis bancaria y en la emisión de bonos que incautaron depósitos; sin una
alternancia a la vista, pues se produjo a poco de iniciado el mandato menemista, hubo una primera incautación de
ahorros de particulares y empresas en el período, algo que se repetiría más tarde.

. Las privatizaciones

la enajenación de la propiedad estatal, de las empresas de servicios y productivas que integraban el patrimonio
nacional se realizó en un período muy breve de tiempo. Motivados por la urgencia que transmitía el discurso oficial
tanto la campaña de difusión para lograr cierto consenso social como la presión puesta en los mecanismos
parlamentarios utilizados para sancionar las leyes respectivas dieron lugar a cuestionamientos que luego dejaron paso
a la resignación.El antecedente previo fue la iniciativa del ministro Rodolfo Terragno en las postrimerías del gobierno
anterior proponiendo la venta de sólo una parte de la compañía de aviación Aerolíneas Argentinas; la reacción del
peronismo fue suficiente para hacer tambalear a un gobierno y archivar la idea.

. La reelección

Menem intentó, desde muy temprano, lograr la reelección que le estaba vedada por la Constitución Nacional previa a la
última reforma; promediando su primer mandato y alcanzada la añorada estabilidad en la economía luego de la puesta
en vigencia de la Ley de Convertibilidad, el entorno del presidente comenzó por medio del periodismo, dirigentes de
segundo orden y luego con una mayor presión política, a amenazar con la utilización de la “mayoría automática” en la
Corte Suprema para violentar la letra y el espíritu constitucional. La oposición radical, en retroceso frente a los logros
económicos del ministro Domingo Cavallo comparados con el panorama que motivó el alejamiento anticipado de
Alfonsín de la presidencia en 1989, transformó una claudicación en decisión política al intentar aprovechar el impulso
menemista a violar las leyes para conseguir, en una reforma pautada, ciertas modificaciones y actualizaciones de la
Carta Magna, que previnieran la concreción de acciones autoritarias. El consiguiente Pacto de Olivos y la habilitación
parlamentaria a una Reforma fueron, desde el punto de vista radical, una forma de evitar males mayores para la
continuidad democrática; y desde el punto de vista peronista, la posibilidad de concreción y sostenimiento de
liderazgos a largo plazo ausentes desde el fallecimiento de Perón en 1974. Tanto la visualización de un contubernio
político como la propia reforma, en otros momentos de la historia argentina, hubiesen significado una ruptura
institucional.

. Las recurrentes crisis de la Deuda Externa

a lo largo del período se sucedieron diferentes crisis externas por las necesidades de financiamiento estatal o por la
imposibilidad de afrontar vencimientos; cada Misión del Fondo Monetario Internacional al país tuvo, en los gobiernos
radicales y en buena parte de los gobiernos peronistas, una alta dosis de expectativa e incertidumbre. Las visiones
más positivas eran especialmente alimentadas por la parte más concentrada del empresariado que, por intereses
particulares o por adscripción ideológica, adjudicaban a las recomendaciones de política económica de los OFI todas
las posibilidades de futuro venturoso. Todos los intentos de encarrilar a la economía argentina en una senda de
crecimiento sin inflación debieron gozar de la aprobación de los organismos financieros internacionales y de las
principales potencias mundiales. Fue así como se pergeñaron y se sucedieron el Plan Austral, la primavera, el B&B, el
Bonex, la Convertibilidad, el impuestazo de la Alianza, el megacanje y la megadevaluación; en un clima de expansión
internacional y convencimiento en torno a los postulados del Consenso de Washington. Frente a unos planes más que
otros, pero siempre ante cada misión financiera, los titulares de los principales diarios no dejaban de poner el tema en
la agenda de la opinión pública. Había desaparecido la posibilidad de acusaciones por falta de patriotismo, antecedente
de los golpes militares anteriores.

.la segunda alternancia entre partidos.

un nuevo triunfo opositor ocurrió en las elecciones presidenciales de 1999. Con la derrota del oficialismo una nueva
alternancia volvía a generar incertidumbre para la población y para todo el arco político y decisional. La continuidad del
peronismo en el poder hubiese significado, de todos modos, un cambio de orientación de políticas, pues la plataforma
política de Duhalde difería notablemente de la de Menem. De la Rúa y, más que él, la Alianza dejaban entrever la
continuidad de la convertibilidad, aunque era factible esperar un profundo cambio en las condiciones de vida
democráticas y republicanas. Cualquiera de ambas alternativas (Duhalde o De la Rúa) implicaba cierto grado de
ruptura; la población eligió una continuidad en términos de orden socioeconómico; aún así, no estuvo exenta de los
sobresaltos que la clase política estaba dispuesta a darle a toda la población.

. El impuestazo Machinea

un fuerte aumento de impuestos a la clase media fue decretado a poco de iniciarse el Gobierno de De la Rúa;
contrariando las expectativas de un gobierno que llegaba para sostener la convertibilidad y darle transparencia a la
política, la Alianza inicia su mandato afectando a su principal base electoral con un alza de impuestos tendiente a
restringir el consumo y sanear las cuentas fiscales. Más tarde, en otro contexto político, luego de la renuncia del
vicepresidente Álvarez, un intento de ajuste fiscal impulsado por el ministro López Murphy no fue posible por la
reacción de sectores internos del oficialismo radical.

. Una nueva reforma laboral

nuevamente se intentó la sanción de una reforma de las relaciones laborales (conocida posteriormente como la ley
“banelco”), como parte de las demandas que periódicamente efectuaba el FMI; tanto su trámite parlamentario con
negociaciones políticas agitadas como por las posteriores consecuencias, (al revelarse posibles coimas pagadas a
miembros del Senado y provocar la renuncia del Vicepresidente), tuvieron la difusión necesaria para acrecentar la
cuota de incertidumbre de las decisiones políticas y económicas en la Argentina.

. La renuncia del Vicepresidente

un fuerte impacto causó la renuncia de Carlos “Chacho” Alvarez a la Vicepresidencia de la Nación del gobierno de la
Alianza; como consecuencia del escándalo de las coimas desatado por la ley de relaciones laborales se quiebra
definitivamente el objetivo que había aunado a radicales y frepasistas para derrotar al peronismo. El dramatismo del
anuncio de la dimisión se prolongó en la desarticulación del poder político que, hasta entonces, podría haber detentado
el gobierno.

. La renovación legislativa adversa II

los restos de la Alianza fueron derrotados en las elecciones de 2001; con los resultados conocidos, los analistas
adjudicaron el triunfo al “voto protesta” de la ciudadanía por las características más visibles de la dirigencia política y en
el contexto de la depresión más larga de la historia económica argentina.

. El Corralito

a comienzos de diciembre de 2001 se instauró el corralito; frente a una economía estrangulada por las obligaciones
externas, la baja recaudación, la proliferación de cuasi monedas en las provincias y el estancamiento general, la
medida que implicó la restricción del circulante (las transacciones sólo podían hacerse por medios electrónicos)
sacudió a toda la población como prolegómeno a la crisis desatada a fin de ese mismo mes.
. Los Cacerolazos

una nueva forma de expresión del descontento ciudadano surgió con los Cacerolazos y la ocupación de la Plaza de
Mayo a fines de 2001; en el marco de la crisis económica y la disgregación política de la Alianza, la medida adoptada
por el ministro Cavallo, tendiente a restringir el circulante monetario y bancarizar la economía, desató una protesta
espontánea. Comenzó entre la clase media de los principales centros urbanos y su extensión asombró a todos,
instalando una nueva metodología de resistencia social. Los cacerolazos se trasladaron prontamente a las plazas con
epicentro en la Plaza de Mayo. Hacia allí convergieron también grupos más organizados que, en conjunto, tornaron la
protesta inmanejable para el gobierno y para las fuerzas de seguridad. La represión descontrolada, aparentemente sin
conducción, produjo escenas de violencia y asesinatos con la televisión transmitiendo en directo y amplificando la
indignación popular. Producida la renuncia del Presidente, nuevas formas de organización social nacieron bajo la
consigna “que se vayan todos” los políticos; asambleas barriales y mercados de trueque fueron respuestas
espontáneas a la gravedad de la crisis económica y, fundamentalmente, política.

. La Presidencia de Rodríguez Saá

cada uno de los cinco días de gobierno de Rodríguez Saá tuvo su especial cuota de dramatismo; en cada uno de
aquellos febriles días, cada anuncio presidencial mostraba, no sólo contradicciones entre las propias intenciones
gubernamentales, sino una enorme predisposición fundacional sobre cualquier asunto del que se tratare. Lo más
notorio y que quedó como legado de aquellos días, fue la decisión anunciada en el Congreso nacional de cesar el pago
de parte de la deuda externa (default). Además, mostró solapadamente el funcionamiento de una informal liga de
gobernadores peronistas sobre la que pesaban las grandes decisiones del momento.

. Corralón y devaluación

en enero de 2002 se instauró el “corralón” y se hizo una maxi devaluación; habiendo deseado el cargo, habiendo
perdido las elecciones presidenciales de 1999, habiendo boicoteado la efímera presidencia de Rodríguez Saá,
habiendo podido poner cierto orden entre los manifestantes de la Plaza de los Congresos, Eduardo Duhalde fue ungido
Presidente y demostró poseer sólo unas pocas intenciones de orientación política para resolver la profunda crisis.
Guiado por lineamientos muy vagos y la presión internacional encarnada por el FMI, produjo una salida desordenada
de la convertibilidad mediante una devaluación con mercado libre que poco respetó las orientaciones y señales dadas
en torno a que el tipo de cambio debía ubicarse en un nivel 40% inferior al existente durante casi una década. El
llamado “corralón” (una inmovilización de fondos más férrea que durante el corralito de Cavallo) y una estampida del
dólar fueron los resultados que no lograron encauzar la crisis y sí consiguieron sumar angustia, desesperanza y nuevas
protestas.

. El mercado de cambio fuera de control

la incertidumbre cambiaria tuvo su pico con las especulaciones acerca de que el  dólar  tanto podría alcanzar un valor
de $ 4.- como una cotización de $ 10.-; concluida la convertibilidad, y con mercado libre para la compra de divisa
extranjera, la depreciación del peso, acosado ya por la proliferación de cuasi monedas con las que las provincias
habían intentado paliar su falta de efectivo, parecía no tener un horizonte a la vista. Pronosticadores agoreros,
amplificados por los medios de difusión, planteaban escenarios aún más catastróficos. Al mismo tiempo comenzaba
una disputa parlamentaria, con los bancos, con los ahorristas y con los deudores bancarios acerca de lo que dio en
llamarse pesificación asimétrica  que, recién cinco años después, se terminó de resolver judicialmente.

. los asesinatos del Puente Pueyrredón

el clima general y cierto prurito político en tratar de evitar cualquier forma de represión física, alentaron una continuidad
de protesta, ahora de diferentes signos políticos, que mantuvo una alta ocupación de la vía pública multiplicando el
malestar en los centros urbanos más poblados. El asesinato de los piqueteros Maximiliano Kostecki y Darío Santillán
fue documentado por los medios gráficos y emparentó el episodio con los producidos en diciembre de 2001. Duahlde, 
que había sido designado para concluir el mandato de De la Rúa, anticipó el llamado a elecciones para descomprimir
su propia situación política. Una nueva emergencia en la vida política lograba resolverse dentro de las instituciones,
aun forzándolas. Por otra parte, la violencia política y la represión no dejaban de causar víctimas mortales.

. El ballotage que no fue


por renuncia de uno de los candidatos no se llevó a cabo la segunda vuelta electoral (ballottage) para elegir al sucesor
de Duhalde; concluida la elección presidencial, Menem y Kirchner quedaron en situación de disputar una segunda
vuelta. En ella, cualquiera de los triunfadores hubiese podido exhibir ante la sociedad un porcentaje de votos o
aprobación social importante. La defección de Menem dejó a Kirchner, para encarar su gobierno, con el 23 % de los
votos obtenidos en la primera vuelta. Un porcentaje muy similar al que produjo la debilidad política de Illía en la década
de 1960 y que concluyó con uno de los tantos golpes militares.

. El interinato presidencial II

Néstor Kirchner fue elegido para cumplir con el período diciembre de 2003 – diciembre de 2007; sin embargo, por
autorización legislativa, fue autorizado a completar el mandato de De la Rúa para el que habían sido nombrados
anteriormente, Rodríguez Saá y Duhalde, entre mayo y diciembre para luego desarrollar su propio mandato.

. La extorsión de la Corte Suprema y la respuesta de Kirchner

con la intención de provocar la renovación de la Corte y fijar su autoridad, Kirchner emitió un discurso por cadena
nacional a poco de iniciar su mandato; si bien no se trató de una acción con la espectacularidad de las movilizaciones
sociales y respondió a un reclamo instalado en la sociedad, el nuevo Presidente apeló a la televisión para mostrarse
firme frente a  la insinuación de presiones políticas por parte de algunos integrantes del máximo tribunal del país.
Generó un hecho político destinado a lograr renuncias pero, además, aprovechó para instalarse dramáticamente frente
a la sociedad con una firmeza que sus votos no le habían dado.

. La disputa por los punteros del Gran Buenos Aires

los preparativos para las legislativas de 2005 se convirtieron en una puja entre el Presidente y quien lo había
apadrinado en la elección de 2003. Kirchner utilizó todo el aparato y el poder estatal para provocar la disolución del
aparato duhaldista que lo encumbró en el poder; no para su destrucción sino para coptarlo para su propia organización
política. Al igual que para establecer una “concertación” con miras a la elección de renovación presidencial de 2007, se
utilizó el aparato estatal para forzar cambios de liderazgo en el peronismo bonaerense, más tarde, haciendo pie en
otras fuerzas políticas, con la intención de construir un nuevo movimiento fundacional; fueron operaciones políticas no
exentas de cierta dosis de violencia y coerción.

. la Reforma del Consejo de la Magistratura

el oficialismo hizo valer la disciplina partidaria y de los aliados directos en el Congreso, para forzar la modificación de la
estructura del órgano de contralor del Poder Judicial; desoyendo críticas y sugerencias de sectores no sólo políticos,
sino también de reconocidas instituciones del ámbito judicial y la opinión de los medios. Acomodar los órganos de
contralor de la función pública a las conveniencias del oficialismo es parte de la condición de transitoriedad, en tanto le
permite discrecionalidad al gobierno de turno. Ha sido una de aquellas irregularidades republicanas que la experiencia
contemporánea de Joven Democracia se permitió.

. El Presupuesto con poderes especiales

transcurridos cinco años de la crisis y en un contexto económico absolutamente benéfico el Jefe de Gabinete obtuvo el
otorgamiento de poderes especiales para reorientar partidas del Presupuesto Nacional; en el mismo sentido que en el
punto anterior, el desprecio a los constitucionalistas de 1853 es parte de la pretensión de fundar “nuevas” repúblicas
con cada gobierno. Prácticamente en todas las situaciones descritas, vividas en el período 1983 -2007, se ha sometido
a la población al dramatismo, como resultado de la tendencia de la dirigencia política a generar situaciones extremas
que reproduzcan las condiciones fundacionales. Sin embargo, esta Joven Democracia se ha encontrado con una
sociedad “culturalmente” adscripta a la democracia que ha permitido la resolución de los conflictos con cierto apego a
las instituciones, sin llegar a situaciones de ruptura del orden institucional. La clase política debió extremar, muchas
veces, el espíritu de la constitución para solucionar las crisis que ella misma generó. Los dirigentes políticos y sociales
aprendieron a hacer sus “negocios” dentro del régimen con una fuerte inclinación a reiterar el ciclo crisis – dramatismo
– emergencia – discrecionalidad – nuevos negocios políticos. Lo que antes se hacía entre golpes y restauraciones
democráticas aprendió a hacerse en el marco republicano. Sólo en las condiciones de Joven Democracia y arrastrando
vicios, tradiciones y estructuras de la política local. El “negocio” político de esta dinámica surge, sin duda, de la pasión
por servir, por representar, por realizar ideales. La cuestión de cómo lograrlo explica las formas: respetando y
alimentando la organización de punteros, sosteniendo la necesidad de costosos aparatos políticos, solventando
económicamente a dirigentes de base que extorsionan a cambio de su apoyo (y que reemplazan al dirigente en el
necesario acercamiento a las bases electorales); reproduciendo el entramando de fidelidades a fuerza de prebendas.
Por ello, las tentaciones del poder se imbrican con el manejo de fondos en puestos ejecutivos y con la decisión sobre
fondos en puestos deliberativos. Ello obliga permanentemente a mediar entre la entelequia del “Estado” y los
empresarios “reales”. Sin embargo, y a pesar de todo, la Joven Democracia argentina alcanzó en el período, por efecto
de la transición de un régimen autoritario fracasado como alternativa y en un contexto internacional propicio, un nivel
de cultura política suficiente para sostener aquellos avatares descritos. Algunas de las características de la democracia
argentina en el período 1983 – 2007 responden a la generalidad de las Jóvenes Democracias. En tanto otras son
particulares de su propia dinámica, atribuibles a su tardío desarrollo y al contexto internacional en el que se
desenvolvió. Entre las principales cuestiones a considerar es necesario analizar el alto grado de incertidumbre que
cada alternancia provoca en toda la sociedad, el juego de condiciones externas que facilitaron o impidieron políticas
locales, los roles que pudo asumir el Estado transitando una significativa transferencia del control social, las
permanentes delegaciones de capacidades hacia el Ejecutivo y del Estado a diferentes actores de la sociedad. Todo
ello, en un marco de estabilidad “cultural” de la vida democrática que la misma sociedad tomo para sí.Un estudio del
sistema político debe considerar que la perduración democrática se vio facilitada por la relación que los gobiernos
entablaron con ciertos estamentos empresarios considerando que las Jóvenes Democracias tuvieron la posibilidad de
reasignar propiedad privada, intentando crear nuevas burguesías en sintonía con nuevos liderazgos políticos con
pretensión de fundar nuevas repúblicas.

6             EL SISTEMA POLÍTICO

La cuestión de la representación y la participación políticas

Cuando se desató la crisis de diciembre de 2001 parecía que todo un sistema político llegaba a su fin. La consigna
“que se vayan todos” con los cacerolazos de fondo permitía formular hipótesis acerca de si se trataba de un problema
de representación política o de un conflicto terminal de la estructura de los partidos políticos argentinos. Los que se
reconocían a sí mismos como más escépticos establecían la posibilidad de una situación de reacomodamiento del
espectro partidario; y en muchos deseos aparecía la posibilidad de generar nuevas y revolucionarias formas de
representación política. En todo caso, la única certeza era que se estaba frente a una participación política salida del
cauce natural del sistema de partidos. Sin embargo, como una variable más de la Transitoriedad, rápidamente
reapareció la continuidad del sistema de dirigentes barriales e intermedios (“punteros”) para aquietar protestas no sin
su propia cuota de violencia e intimidación Dos de los tres partidos preponderantes por aquel entonces, el Frepaso y la
Unión Cívica Radical, aparecían en vías de disolución, mientras el tercero, el peronismo, se mostraba tan desarticulado
como para dejar su conducción en una virtual Liga de Gobernadores. La raíz del sistema partidista en la Argentina
tenía cualidades que, tras un tiempo de espera para aquietar la convulsión social (un “esperar hasta que aclare”), iba a
continuar siendo el pilar de cualquier conjunción política. Los partidos políticos argentinos son el resultado de un
sistema muy intermediado de representación política, con una estructura piramidal sustentada en una amplia base de
“punteros” o dirigentes barriales, y su representación visible constituida por figuras mediáticas con imagen de
progresismo y honestidad. Tienen superestructuras flexibles de poco apego a líneas programáticas, más proclives al
pragmatismo de conveniencia coyuntural. Se consolidaron como resultado de concepciones movimientistas
inauguradas por los conservadores, mejoradas por los radicales y llevado a su máxima expresión por el peronismo. Las
agrupaciones partidarias tienen estructuras celulares que se agrupan, en un estado de normalidad institucional, dentro
de corrientes internas que pueden variar ante cada disputa entre líderes partidarios. Frente a emergencias dentro y
fuera del partido de origen, pueden mudar de agrupación si otro liderazgo resulta más conveniente desde un punto de
vista no solo ideológico, sino fundamentalmente material. Los partidos políticos argentinos tienen un alto costo de
mantenimiento; se trata de asegurarle a cada dirigente o puntero una cuota de empleo estatal, injerencia sindical,
conexión con obras sociales y con planes asistenciales gubernamentales, cargos políticos para el dirigente, recursos
para solventar la infraestructura necesaria para la actividad política persuasiva y generadora de identificaciones,
acceso fluido para la obtención de los beneficios que el Estado dispone para quienes lo necesiten (como lugares en
hospitales, trámites jubilatorios, vacantes escolares).

Es necesario disponer de los recursos que tiene el Estado para solventar aquella estructura y sostener la lealtad de
cada dirigente y de cada afiliado. Así se alimenta la propensión de las dirigencias de estar muy cerca del Gobierno
nacional de turno, aun convirtiéndose en una oposición más formal que efectiva. Aunque no se pierda la pertenencia a
la red del movimiento político, los dirigentes menores pueden llegar a intentar mudar su lealtad hacia cada oficialismo.
Por estas características, cada presidente contó con la posibilidad de convertirse en líder de un espectro más amplio
que el que lo encumbró en el poder. Algunos desperdiciaron la posibilidad, algunos no contaron con todos los recursos
o la astucia para entretejer en esta maraña de punteros. Otros lograron construir fuerzas poderosas que duraron lo que
sus gobiernos, acotados por la alternancia republicana que previene contra el autoritarismo. Los dirigentes políticos
intermedios y de base buscan la cercanía con el Estado; es el lugar para la obtención de recursos que requerirían para
atender a la propia estructura partidista y de lealtades. Por ello se trata de una organización política volátil. Podría
afirmarse la existencia de un mercado de punteros que no solo manejan los votos de su circunscripción y la mecánica
comicial; también son capaces de instalar un cierto clima social con propensión a la protesta. Dadas estas
características, los partidos quedaron expuestos a mudanzas más rápidas que al sostenimiento de las lealtades. El
puntero es un dirigente barrial de contacto cotidiano con la población que ha cumplido una doble función histórica: ha
sido tanto la base de la estructura de los partidos políticos como el último eslabón en la ayuda estatal. Desde la
reorganización de los partidos políticos al promediar 1982, la cantidad de afiliaciones que cada dirigente lograba
presentar marcaba su importancia dentro de la estructura del partido. Este sistema se desvirtuó con afiliaciones dobles
e involuntarias, alcanzando proporciones que lo hicieron poco creíble por su masividad. En ese proceso renacieron
viejos dirigentes de la política de mediados del siglo XX y nuevos punteros compenetrados del valor de poder
mostrarse cercano a las bases. Cada Unidad Básica y cada Comité conformaban estructuras zonales representativas
de líneas internas que intentaban ganar cada jurisdicción. Aquella base era la que permitía los liderazgos que primero
competían por las intendencias y luego por las gobernaciones, la presidencia y las correspondientes estructuras
legislativas. Los grandes liderazgos se apoyaban siempre en esa base de la estructura de los partidos políticos, al
estilo de los municipios en la Provincia de Buenos Aires. Por su parte, el retorno de la lealtad y la afiliación se hacía a
través de un conjunto de prebendas que ya fueron someramente mencionadas. Pero, en su origen, este último eslabón
en la ayuda estatal parte del problema conceptual y práctico acerca del rol del Estado. La gran transformación de una
asistencia social que poco ocupaba a las políticas gubernamentales se dio con el primer peronismo (1945-1952).
Mientras conservadores, socialistas y radicales desde fines del siglo XIX establecían sus bases a través de los
dirigentes barriales, la ayuda más efectiva seguía llegando de la mano de las parroquias católicas. La aparición de
Evita liderando un nuevo modelo de asistencialismo, luego asumido por el Estado, provocó una disputa con los curas
católicos tradicionalmente más cercanos a las necesidades sociales. Allí se gesta el germen que transforma al dirigente
político en un ida y vuelta entre ser el organizador y aglutinador de bases políticas en la estructura del partido y el
administrador de asistencias y prebendas sociales donde el Estado no llega, o suplantando lo que el Estado no
contempla o, directamente, en nombre del Estado. En el período 1983-2007, ha habido intentos orgánicos por cumplir
estas funciones, dotando a los dirigentes políticos zonales de herramientas específicas; fue el caso de las Cajas PAN
(Plan Alimentario Nacional) del radicalismo y de la organización de las “Manzaneras” de Chiche Duhalde. Ante la
emergencia de nuevos actores sociales, la política y el Estado asimilaron aquella forma de organización. Desde
mediados de la década de 1990, aparecieron grupos de desocupados, originalmente despedidos de YPF en General
Mosconi y en Tartagal, (Salta) y Cutral Co-Plaza Huíncul (Neuquén), que comenzaron a organizarse y a utilizar los
cortes de rutas (piquetes) como forma de hacer notar su protesta. Aquellos primeros piqueteros comenzaron a recibir
planes asistenciales (“Planes Trabajar”). Tanto unos como otros pronto se multiplicaron; los grupos piqueteros, ante la
pauperización de vastos sectores entre finales de los años noventa y comienzos del siglo XXI, y los planes
asistenciales, que fueron quedando primero en la discrecionalidad de los intendentes y, luego, en la de los propios
dirigentes de las diversas agrupaciones. Algunas de las nuevas formas de organización social quedaron fuera del
alcance de los tradicionales partidos políticos. Fue el caso de las asambleas barriales y los clubes de trueque que
lentamente fueron perdiendo el fuerte impulso inicial y de los grupos heterogéneos que expresaron protestas puntuales
como todos aquellos referidos a temas de seguridad (madres del dolor, las marchas de Blumberg) o la de los
ambientalistas de Gualeguaychú contra la instalación de fábricas de pasta de papel en el Uruguay. Se trató, en todo
caso, de fijar la agenda política con prescindencia se las estructuras partidarias. En tal sentido, quedó registrada en la
cultura política argentina la larga e histórica marcha de las Madres de Plaza de Mayo, que señaló para siempre el
rumbo de la presencia constante para asegurar la perduración y la difusión de la protesta reivindicatoria.

El sistema federal y el sistema de partidos

Ese sistema tan fragmentado de representaciones políticas, encarnado por dirigentes zonales o punteros, fue tributario
del sistema federal y del sistema de partidos. Ha habido una diferencia en el grado de modernización según las
regiones del país, oscilando entre sistemas más feudales de lealtades dadas por encima de las adscripciones
ideológicas o de las prestaciones ya mencionadas, y zonas con aparatos políticos más modernos dependientes del
convencimiento popular. Es el caso de los grandes conglomerados urbanos en los que el juego de imágenes ha
suplantado cualquier debate. La primacía es para la imagen de honestidad y de reproducción mediática de las
opiniones y sentimientos que priman en la población según lo indican las encuestas. En todo caso, el sistema de
organización de los partidos políticos argentinos, estuvo consustanciado con las formas de representación política
fragmentadas. Se trató de un sistema asimilable a una confederación de partidos. Como un vicio de origen de los
conservadores de la Provincia de Buenos Aires o del Partido Autonomista Nacional, el radicalismo y el peronismo a
nivel nacional aúnan grupos provinciales o regionales de visiones ideológicas y modos de funcionamiento y
organización diversos. En lo más álgido de la crisis producida por la renuncia de De la Rúa, en ausencia de
conducciones nacionales de los partidos políticos por el desprestigio de la dirigencia, buena parte de la resolución de la
emergencia quedó en manos de un remedo de Liga de Gobernadores peronistas, de quienes dependieron las
resoluciones de las dos Asambleas Parlamentarias que eligieron primero a Rodríguez Saá y luego a Duhalde.

A su vez, en las provincias más pobladas y modernas, la organización recayó en confederaciones de intendentes; es
decir, en los dueños de las afiliaciones. La adscripción política continúa siendo localista ya sea por liderazgo o por
tradición. Esa estructura de los partidos es la que explica la facilidad con la que se instaló la transversalidad con
posterioridad a la crisis de 2001 – 2002. Ya estaba presente con anterioridad, aunque con menor exposición. Los
cambios de lealtades se reiteraron frente al poder de quien pueda ocupar el Estado o se encuentre en posiciones
expectantes de lograrlo. La ambición de llegar al Congreso auguró lealtades efímeras. Hubo quienes ocuparon una
banca por un partido y luego se adscribieron a otra minoría o, convertidos en independientes, fueron funcionale a
cualquier oficialismo. Pos crisis, nuevas agrupaciones (en general, viejos sellos partidarios pre existentes) se
conformaron con otrora partidarios de otros grupos políticos; llegados a una banca nacional o provincial, aquellos
políticos, aparentemente mutados en su afiliación, no dejaron de sostener sus viejas afinidades. Fue una dinámica
política que se vio favorecida por la existencia de una gran cantidad de agrupaciones que sólo son sellos burocráticos
disponibles para cualquier alquimia política electoral y que reciben financiamiento del Estado. Los candidatos llegaron a
un cargo electivo por un sello electoral para luego actuar con lealtad al partido de pertenencia; fueron electos por el
partido o coalición nueva para luego actuar con lealtad al partido de origen. En esta modalidad tienen preponderancia
las figuras mediáticas “políticamente correctas” que priman desde la marketinización de la política argentina y
encabezan coaliciones, alianzas, concertaciones, frentes electorales. Aun siendo más una carga peyorativa que una
categoría política, lo “políticamente correcto” merece una enunciación. Muchas de las sentencias que expresan los
dirigentes políticos son contradictorias entre sí porque, como axioma principal, sus temas son determinados por los
medios y no por convicciones. Los mensajes se planifican para el spot publicitario y para los pocos segundos que
puede ocupar el resumen de una entrevista en un noticiario. El tema que preocupa que es sentenciado sin ser
referenciado a una visión más general. Se trata de opiniones o sentencias atadas a las encuestas de opinión. Los
mensajes de este tipo, en general, se presentan solidarios con los desposeídos o  con las víctimas; tienen tolerancia
cero  con el delito aun cuando ello exprese a los sectores sociales abandonados por la sociedad y por la acción del
Estado. Son propensos a pedir drásticos cambios en las leyes, aun cuando las circunstanciales necesidades van en
contra de la defensa de derechos y garantías que debieran ser más permanentes en la historia de una Nación.En su
afán por mostrar que el problema es de eficiencia administrativa, cobra relevancia sólo el caso circunstancial y no un
panorama de estadista a más largo plazo y más permanente. Esos mensajes desconocen la existencia de
procedimientos legales que resguardan todos los derechos de todas las personas.  Aun así, marcan la agenda política.

Esas figuras mediáticas conforman estructuras nuevas, sobre aquellos “partidos-sellos” pre existentes , captan políticos
(dirigentes y afiliados con buena imagen o figuras de alta exposición en los medios, que encabezan causas
ocasionales), conforman listas electorales, imponen legisladores por los votos obtenidos (lista sábana mediante ) por
su propia buena imagen y luego asisten a la disgregación de sus bancas por reacomodamientos partidarios de los
políticos que obtuvieron el cargo por el esfuerzo, financiación e imagen del líder efímero. Mutuamente, buscan
aprovecharse de la difusión de su figura como parte de la estrategia de campañas electorales. Aquellos candidatos que
se encolumnan en las listas “nuevas”, retornan a su partido de origen; ya sea efectivamente (sumándose en bloques
parlamentarios), por estructura y forma de pensar la política, por sintonía cruzada con otros políticos del mismo origen,
pero electos por otras listas similarmente conformadas. Esta dinámica pone a los tradicionales partidos políticos lejos
de la disolución que analistas y medios les auguran. Siguen siendo escuelas de práctica política y referentes
ideológicos para la multitud de los sectores políticos intermedios y bajos de la estructura. Son los propios partidos
políticos tradicionales los que buscan utilizar a aquellas figuras mediáticas. Se dividen y se subdividen exponiendo sus
disputas internas en elecciones abiertas. En todo caso, lo que se ha perdido de la estructura partidaria es la disciplina
de disputar elecciones al interior de la agrupación para dirimir mayorías y minorías, para, luego, acompañar al
triunfador en la elección como bloque monolítico. Los dirigentes menores con buena llegada a través de los medios se
separan de la estructura, generan otras nuevas, pero siguen siendo líneas internas dentro de la concepción
movimientista que dio lugar a los grandes partidos políticos argentinos. Desde los desaguisados de fines de siglo, los
partidos evaden utilizar sus propios sellos y sus nombres (radical o justicialista) conformando coaliciones con nombres
para la ocasión y alentando para los cargos más expuestos, no a militantes probados en la carrera partidaria, sino a
colaterales de la política que llegan con ciertas cualidades que definimos como lo “políticamente correcto” o a aquellos
líderes de lo que anteriormente pudieran ser corrientes internas.

A la vez que se expone a los votantes a figuras pulidas por publicistas como producto que se ofrece a un mercado, las
lealtades políticas también forman parte de una negociación propia de esta dinámica política pero que adquirió ribetes
escandalosos con la llamada Borocotización. Buena parte de las críticas a estas maniobras de compra de votos y
compra de lealtades (a través de planes sociales) y de cargos para concertaciones, es que no son convenidas,
aparentemente, entre cúpulas. Al igual que la tentación de ocupar puestos de importancia en un gobierno, quitándole al
oponente, al opositor, alguna figura principal (como cuando el gobierno de Kirchner nombró a Graciela Ocaña del ARI,
entre tantos otros ejemplos).Lo que aparece frente a la opinión pública como maniobras espurias son partes de la
negociación política que queda expuesta. Pero, que algunas de esas maniobras fueran escandalosamente evidentes,
no significa que no sean y hayan sido parte habitual de la dinámica política, tanto para la conformación más
permanente de un bloque legislativo como para la votación de una ley en particular o para acceder a un cargo de
funcionario en el Ejecutivo. Otra característica electoralista de estas formas de la política argentina son las maniobras
que, como la ley de lemas y su sucedáneo la presentación de diferentes listas para el mismo partido, hacen dirimir a la
población en general los matices internos de un partido. También pertenece a esta misma categoría la presentación de
un mismo candidato principal (a presidente, a gobernador, a jefe de gobierno o a intendente) en varias listas que se
conforman con diferentes postulantes a cargos electivos. En las elecciones presidenciales de 2003 se presentaron tres
candidatos reconocidamente miembros del partido peronista, en nombre de diferentes agrupaciones; pudieron hacerlo
gracias a frentes electorales armados con partidos menores, provinciales o regionales o que, luego del auge de las
afiliaciones en 1982 – 1983, siguieron existiendo aún sin alcanzar los mínimos electores para erigir a un candidato
legislativo. La provincia de Santa Fé, llevó al paroxismo la denominada ley de lemas que permitía dirimir las internas de
un partido, directamente en la elección general. De esta forma se somete al votante a dirimir entre personalidades que,
por mínimos votos que alcanzaren, contribuyen al partido; hasta su derogación sirvió para que la provincia tuviera
centenares de listas para cada puesto en juego.

Otra de las maniobras propias del cálculo electoral fue la de acomodar los calendarios electorales según las
expectativas que transmiten las encuestas. Frente a elecciones nacionales y provinciales, a los circunstanciales
oficialismos puede convenirles juntar en la misma fecha ambos comicios para lograr que la figura nacional arrastre los
votos locales o, a la inversa, el liderazgo provincial contribuya al referente nacional de la misma agrupación; o convino
muchas veces separar ambas elecciones por el mismo par de alternativas. En todo caso, la escala de la política local
tendió a primar sobre la política nacional; la agenda política dominada por cuestiones de seguridad o empleo se
superpuso a los temas de política exterior o la búsqueda de la consolidación democrática per se.El sistema de partidos
se ha beneficiado, en este período, algunas veces de la alta participación política y en otras le ha sido funcional la baja
participación. Ambas situaciones han presentado ventajas y desventajas para los principales partidos o actores
políticos; en ello colaboró el mayor o menor impulso y difusión que se le dio a cada elección, amén del interés o el
desinterés propio de la sociedad en cada momento histórico. No caben dudas acerca del declive de la participación
política desde el reinicio de la democracia en 1983; pero la consulta periódica para renovar gobernantes y legisladores
ha seguido un camino más sinuoso; en términos generales, ha habido un mayor interés en la elección de cargos
ejecutivos y cierto desinterés cuando de legisladores se trata. Aún con esta dinámica, o precisamente por ello, la
supervivencia del régimen de acumulación capitalista no parece estar en riesgo. Por el contrario, las características de
la transitoriedad aseguran la consolidación de los grupos económicos más concentrados y las oportunidades de
surgimiento de nuevos actores dentro de la burguesía local bajo un manto de complicidad con el poder político. Aun
con la cíclica sucesión de auges económicos y profundas depresiones los cimientos de dicho régimen se sostienen,
especialmente en la obstinada continuidad del negocio financiero. Paradójicamente, esto tiene efectos de causa y de
consecuencia en la perduración democrática, como se vio en el capítulo 3. Para ello es posible asimilar el concepto del
transformismo italiano que Basualdo tan bien aplica para el caso argentino. Académicos, medios de difusión, forjadores
de opinión pública, intelectuales orgánicos de los movimientos políticos, están siempre disponibles para
interpretaciones benévolas de cada gobierno.La protesta social tiene motivaciones diversas; sólo la conjugación
temporal de los mismos llevó a la crisis de 2001. Allí se mezclaron grupos, actores, clases sociales con diferentes
intereses, reclamándolos al mismo tiempo. Aquel activismo registra, antes y después, una mayor pasividad de la
sociedad civil, alterada espasmódicamente al compás de episodios aislados (generalmente del tema seguridad, pero
también de inundaciones o apagones) y de reclamos salariales y de desocupados que adaptaron la forma del piquete.

El atractivo político de conducir el Estado

El objetivo de cualquier partido político es alcanzar el poder para llevar adelante su plataforma y su visión de mundo.
En el juego republicano y democrático, aunque ese objetivo no haya sido alcanzado porque las mayorías no
compartieron su ideario, está implícito el rol de sostener aquellos ideales y valores haciéndolos presente en cada
momento histórico. Para un partido con liderazgo, plataforma y seguidores, no ser gobierno no debe constituir una
debacle sino algo circunstancial; el objetivo del poder no es el único papel que debe tener un partido político. Sin
embargo, en el período 1983 – 2007, las derrotas electorales adquirieron características catastróficas para sus
protagonistas. En algunos casos, prácticamente al punto de llevar al partido derrotado a su disolución o a un largo
ostracismo. No poder contar con los recursos de todo tipo que el manejo del Estado conlleva fue, muchas veces, más
tremendo para una organización que el descrédito público, la indiferencia del electorado o el castigo del votante. El
manejo del aparato estatal facilita la tarea de sostener la estructura de los partidos políticos y brinda nuevas
oportunidades a aquellas líneas internas que pretenden hegemonizar una agrupación; incluso, cualquier proyecto de
liderazgo que pretenda atravesar transversalmente la política argentina requiere de aquellos recursos. Obviamente la
situación financiera del Estado puede ser un factor coadyuvante, pero no es determinante. Las tentaciones
movimientistas han sido más o menos explícitas en todos los presidentes del período con la sola excepción de
Fernando de la Rúa; que no solo no tendió a coptar, sino que dilapidó lo que le venía dado por la Alianza entre el
Frepaso y la UCR.Pero esa tentación va más allá de la clase política. En gran medida, la inestabilidad política entre
1930 y 1983 (o entre 1955 y 1983, si se prefiere) es explicada por el tironeo que, sobre el Estado y su capacidad de
decisión y de orientar la economía de la sociedad, en su puja, establecieron los defensores del modelo de desarrollo
agro exportador, por un lado, y aquellos que propugnaban la sustitución de importaciones, por el otro. Determinar el
valor del tipo de cambio podía favorecer a algunos sectores en detrimento de otros, con las consecuencias y
posibilidades políticas analizadas en el Capítulo 5. Otro tipo de prebendas se derivaron de la concesión de obras
públicas financiadas desde la Nación; las exenciones impositivas a provincias, como reparación histórica, para la
radicación de industrias (La Rioja, Catamarca); el Régimen aduanero especial de Tierra del Fuego. También sirvieron
para pujas (más mediáticas que efectivas) con sectores del empresariado, como la veda exportadora establecida por
Kirchner con el objetivo de contener la inflación interna; o el recurso de apelar a presupuestos ocultos como subsidios y
fideicomisos.

El Estado argentino también ha sido objeto de un doble juego empresarial; en términos generales, los empresarios han
sostenido un capitalismo prebendario que favoreciera a capitalistas que se reconocían ideológicamente a favor del
Estado “mínimo”, por paradójico que pudiera parecer. El Estado aporta a una sociedad el supuesto equilibrio de
poderes; pero, la tradición caudillista y luego presidencialista de la Argentina, hizo que el Congreso y la Justicia
quedaran subordinados al líder de turno en aras de un supuesto “interés superior de la Nación” o incluso del Partido
oficial. La permanente emergencia de esos discursos dejó a la oposición tanto interna como externa, sin espacio ni
argumentos para discutir. Con ello, el Poder Ejecutivo es usado como herramienta; y una y otra vez en el período se
solicitaron poderes extraordinarios, delegación parlamentaria de facultades, a fin de atender a imprecisos intereses
superiores. Conseguidas esas facultades o sin ellas, mediante mecanismos de mayoría automática o por uso reiterado
de los DNU, el Estado les permite a sus dirigentes disponer  discrecionalmente de fondos provenientes de la
coparticipación de impuestos nacionales, los Adelantos del Tesoro Nacional (ATN) a provincias o municipios, subsidios
a Organizaciones no gubernamentales (ONG) como fundaciones que esconden a algún líder político entre sus
mentores o (como ocurriera en su oportunidad) el Fondo de Reparación del Conurbano bonaerense y el empleo
público, entre otros. En definitiva, todas formas de financiamiento de la política. Las disputas sobre el Estado confirman
su rol de determinante en la distribución del ingreso y las prebendas. Por su parte, desde el Golpe de los Coroneles de
1943, la Clase obrera ha sido considerada por el Estado entre la subordinación y la protección. Todo intento
movimientista y fundacional en el período, ha tratado de incorporar al menos a una parte del movimiento obrero; este
desafío fue una tarea imposible para Alfonsín frente a un sindicalismo abroquelado en torno a la reconstrucción del
peronismo derrotado y los intentos por sancionar la ley Mucci; la aparición de la CTA de Víctor de Genaro durante la
década menemista abrió una expectativa de la que abrevaron Chacho Álvarez y el Frepaso, primero, y luego Kirchner
durante su campaña y primeros escarceos en el poder. Sin embargo, los interlocutores de la política y del Estado
siguen siendo los dirigentes que se formaron en la tradición burocrática del sindicalismo peronista. Además de actuar
con el sindicalismo, la política y el Estado procuraron una especial relación con el empresariado nacional. La alta
burguesía argentina ha tenido una  relación dinámica con todos los gobiernos; no sólo por la influencia que pudiera
ejercer en la determinación de los lineamientos macroeconómicos que cada gobierno pudiera delinear, sino,
fundamentalmente, por el tratamiento particular y directo que cada administración pudiera brindarles. Negocios
financiados por el Estado, regulaciones e impuestos negociables, protección frente a competencia externa, son
herramientas estatales que dependen más del favor oficial que de políticas nacionales de largo plazo. En contrapartida,
las empresas y sus dueños aportaron al financiamiento de las campañas electorales; un aporte no siempre explícito por
la actitud vergonzante tanto del candidato como del empresario, pues pareciera que no contribuye a la imagen del
político reconocer públicamente tales aportes, ni a la del empresario de quedar identificado con una sola vertiente
política.
En el sueño movimientista, y en toda concepción fundacional, cada liderazgo político ha intentado generar su propia
burguesía; las Jóvenes Democracias han tenido esa oportunidad que, además, se alimenta de la mitología de la
implantación del modelo de sustitución de importaciones con nuevos empresarios surgidos al calor del hogar estatal
durante el primer peronismo. Además de las utilidades descritas para la organización política que asuma la conducción
del aparato estatal, ha existido la tentación de generar lo que luego se analizará como el síndrome fundacional. La
lectura de la historia argentina despierta en cada gusto, el interés por alguna figura que ha logrado trascender a partir
de haber legado un modelo de país que ha perdurado más allá de su tiempo. La intención de ser fundador de una
nueva república. El manejo del Estado permite, según las circunstancias que caracterizan a las Jóvenes Democracias y
en las diferentes alternancias del período, la posibilidad de instrumentar herramientas de política económica o de
retocar matices que permitieran a la población identificarse con lo que parecería ser un modelo de organización social
original. La gran diferencia entre aquellas figuras como Mitre, Roca, Yrigoyen o Perón es la que hay entre líderes y
estadistas. Un líder político a cargo de la Presidencia puede lograr un funcionamiento aceptable de la economía y de la
cultura de una sociedad, haciendo una buena administración. El estadista ha sacrificado mucho de la imagen que sus
contemporáneas podían hacerse de él actuando más para el futuro que para la circunstancia. Las dinámicas de las
alternancias de este período muestran más un apego por el reconocimiento inmediato y la construcción política que
dura lo que cada mandato, que la construcción de acuerdos de largo alcance y acciones en una dirección de clara
trascendencia. La coyuntura impone un horizonte muy corto teniendo en cuenta que el político, desde el Estado,
deberá lidiar con cuestiones de control social, tanto de orden socioeconómico, como con la iglesia, con los partidos
opositores, con los sindicatos y con una atención permanente sobre los medios de comunicación. Compatibilizar las
expectativas del político con las tareas del Estado, en el período de transición con toda la inestabilidad de Joven
Democracia, abrumó a más de un presidente; aún con las mejores intenciones, la inmediatez requirió toda la atención.
Especialmente hasta la devaluación de 2002 en que las penurias económicas dieron paso a un respiro fiscal. Aun así,
la compulsión a crear crisis de algún tipo para generar condiciones de transitoriedad ha dificultado la confluencia de
intereses bajo un manto republicano, y el sostenimiento de los mínimos acuerdos y coincidencias.

A pesar de ello (o por ello), el Estado ha sido el lugar y la oportunidad para la transitoriedad.

Politización, despolitización y marketing electoral

En los inicios de la transición, la participación política tuvo altos niveles tanto en el interés demostrado por la población
en general, como por los inusuales niveles de afiliación a partidos políticos y  por la concurrencia a los comicios. A lo
largo del período, se notó que la participación comicial decayó en las elecciones de renovación parlamentaria y volvió a
mostrar sumo interés en las presidenciales. A medida que la transitoriedad hacía recurrentes las crisis de fin de
mandato presidencial, también estas elecciones mostraron que de la alta participación inicial se fue pasando al
desencanto, a la abulia o a una ritualización. La ritualización fue, en el contexto de la obligatoriedad del voto, el proceso
normal de asentamiento del sistema democrático; el deber cívico asumido con ímpetu a comienzos de la transición dio
paso a una situación más rutinaria en la que la sucesión de elecciones da lugar a la comprensión de que no está en
peligro el sistema democrático. Por su parte, tanto la abulia como el desencanto se hicieron notables con ciertos,
aunque ínfimos, movimientos como el del “Km 401” , que funcionó como invitación a no votar argumentando la
inutilidad del voto o humoradas invitando a votar por personajes ficticios . También debe considerarse que ciertas
actitudes y decisiones de la clase política alimentaron estas conductas de los votantes. Con la estabilidad económica
alcanzada a mediados de los años noventa, en un clima de triunfo internacional de la globalización idealizada, el
imperio del mercado y el marketing vaciaron de contenido, de ideas y propuestas a las contiendas electorales.   Se
habló entonces del “voto cuota”, argumentando que los triunfos del oficialismo se explicaban por la necesidad individual
de mantener el esquema económico debido al endeudamiento de las clases medias.

Los propios políticos tendieron lenta y gradualmente a la despolitización de los Actores Sociales hasta la irrupción de la
crisis de 2001 . La irrupción de los cacerolazos fue la manifestación de descontento social (cada sector según sus
intereses), pero el detonante de aquella crisis hay que buscarlo en la renuncia del vicepresidente Carlos Álvarez; para
los votantes de la Alianza el gesto representó una fuerte denuncia sobre uno de los vicios de la política argentina que
supuestamente ese gobierno había llegado para desterrar.  La compra de votos en el Senado para la aprobación de
una ley enviada por el Ejecutivo era parte de una práctica que se sospechaba funcionó durante los años noventa; pero
ahora se producía una confirmación pública. Se dio una ambigua situación respecto al líder del Frepaso: su dimisión
señalaba el compromiso que había asumido con los votantes, pero su defección prácticamente terminó con sus
posibilidades electorales. El propio sistema fagocitaba a los díscolos. Los cacerolazos pedían por los depósitos
bancarios bajo el “que se vayan todos”. Pero otros sectores sociales que se sumaron luego a las manifestaciones en
las Plazas y en las Asambleas Barriales profundizaron el sentido de la protesta haciendo hincapié en la representación
política y en los vicios de conducción del sistema republicano con legisladores y jueces pendientes de los deseos
presidenciales. Conseguido el objetivo duhaldista de alcanzar la presidencia, lentamente se tendió a una nueva
“normalidad”. Esta normalización del sistema político se hizo con frentes electorales y partidos relativamente nuevos,
con otros nombres o identificaciones partidarias, con alianzas preelectorales expresadas directamente en la
conformación de la misma lista y pases transversales pre y pos electorales. El análisis del origen de los candidatos y su
posterior desempeño legislativo indican un apego por las anteriores filiaciones. La lista impulsada por Mauricio Macri
para la legislatura de la Capital es demostrativa; la inclusión de peronistas, radicales y liberales se desnudó luego en la
tendencia a reagruparse conformando mini bloques legislativos o actuando según el tema en consonancia con sus
viejos camaradas (correligionarios o compañeros) mostrando una transversalidad que sólo refleja el sistema de
partidos supuestamente fenecido. El análisis induce a considerar, como en el Capítulo anterior, que se utiliza a figuras
bien instaladas en los medios de comunicación, de supuesto progresismo y “políticamente correctas” como ya se ha
señalado; pero las viejas adscripciones continúan funcionando. En otros casos, la propia recurrencia a figuras
mediáticas, con ninguna o poca tradición partidaria es tan volátil como para generar el fenómeno de “borocotización”;
que no es nuevo ni es exclusivo de la Argentina. A todo ello se agrega la tendencia a inducir a la confusión al
electorado, con la permanente labilidad de los calendarios electorales. Los sectores de la política son quienes, con sus
decisiones, profundizan la despolitización de la sociedad. En contrapartida, existe un contrapeso de estabilidad
“cultural” en los sectores que se autodefinen como de clase media urbana; tal categoría incluye prácticamente al 80 por
ciento del electorado. Habría un convencimiento ciudadano acerca de los valores democráticos. Las expresiones pos
cacerolazos fueron tendientes más a profundizar la democracia que a cuestionarla; las formas de autoorganización
surgidas en la crisis de 2001/2002 tuvieron ese carácter. Si bien hubo grupos que apostaron su accionar a la dicotomía
de orden vs. caos, las expresiones mayoritarias se volcaron hacia la defensa de las garantías y de una política honesta
y transparente. Los medios de difusión, actuando libremente, cumplieron un rol de trascendencia dentro del
dramatismo de la situación. Por ello, es manifiesta la contradicción ente el aparente y real desinterés del electorado
frente a algunas circunstancias y su propia estabilidad democrática culturalmente incorporada luego de 24 años de
democracia y de todas las situaciones vividas. Ha sido importante el fenómeno de las organizaciones del denominado
Tercer Sector. Han proliferado ONG´s dedicadas a la ayuda social en diversas formas (desde la filial local de Missing
Children hasta la Red Solidaria de Juan Car) o a la defensa de derechos (como los del consumidor, de la niñez, del
peatón) y programas internacionales como los del PNUD  (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo); todos
ellos consustanciados del valor de la vida en democracia.

Pactos, acuerdos, respeto constitucional

Las característi cas del sistema argenti no de representación y parti cipación


políti ca en el período 1983 – 2007 ti enen su origen en un pecado inicial: la
ausencia de concertación, acuerdo o compromiso entre los principales parti dos.
Entre el peronismo que se creía invencible y el radicalismo sorprendido por su
propio éxito, en los inicios de la transición, quedaron postergadas las
posibilidades de reformular el Contrato Social implícito y alcanzar mínimos
compromisos políti cos. El acuerdo mínimo debió ser el respeto a la Consti tución.
Aun así de simple, hubiera debido hacerse explícito. Sin embargo, la dinámica
que adquirió la políti ca desde la transición imposibilitó la confl uencia de
intereses y el sostenimiento del compromiso en la búsqueda de un orden menos
agresivo y confrontati vo. En buena medida, esa dinámica se basó en la puja y la
imposición, más que en la negociación o el cumplimiento de los escasos acuerdos
alcanzados en más de una negociación. Así ocurrió en variadas oportunidades;
puja y leyes de Obediencia Debida y Punto Final, puja y Pacto de Olivos,
imposición y modifi cación del Consejo de la Magistratura, imposición y obtención
de superpoderes y leyes de emergencia económica. La primacía del pragmati smo
estableció un orden propio de la transitoriedad por el que cada problema crecía
hasta su explosión; luego sí, con o sin negociación llegaba una solución
espectacular. En ello se imponía una cuesti ón de esti los de confrontación y los
pruritos para conseguir el objeti vo que cada fuerza políti ca y cada líder podía
ejercer. La transversalidad de las lealtades políti cas, la ausencia de concertación
o acuerdos mínimos, el movimienti smo y el síndrome fundacional, se
contrapusieron a una opinión pública independiente que le dio una estabilidad
sistémica a la Joven Democracia argenti na. Esa estabilidad sistémica y cultural de
la sociedad argenti na se superpuso a la debilidad del régimen políti co y a su
propio proceso de despoliti zación.

Las “cosas juzgadas” y la revisión del pasado dieron lugar a tantas reinterpretaciones de la historia como períodos
fundacionales creyeron vivir sus protagonistas.

La aparición de sectores sociales nuevos, como piqueteros, cartoneros y tantos otros, alimentó en apariencia a las
corrientes ideológicas propulsoras de “que todo esté peor”. Era la consecuencia lógica de tanto apelar a la
transitoriedad.
La omnipotencia de la presidencia parecía alentar cada crisis o, en su expresión más azorada, leer en la realidad, en
las consecuencias de su gobierno, la oportunidad de una refundación. Una fundación original, sin socios.

7             LA REFUNDACIÓN PERMANENTE

El síndrome fundacional

La lucha política en la argentina busca obtener el control del Estado para beneficio partidario y personal. Los ideales
políticos son, habitualmente, los de poder llevar a la práctica una visión de la sociedad; a partir de un diagnóstico, del
conocimiento de su realidad, el poder sirve para intentar corregir, modificar, generar nuevas y más justas situaciones
sociales; buscar el desarrollo sostenido, generar un espacio social en el que hombres y mujeres puedan realizar sus
vidas salvando sus penurias. Es el espacio y el momento para contribuir con la historia desde la fugacidad de su paso
por el poder. El síndrome fundacional es la compulsión presente en la política argentina por la que aquellos que
alcanzan el poder político, especialmente el devenido de la Presidencia de la Nación, creen poder inaugurar una nueva
era histórica. Nada de lo anterior, de lo que les viene dado, les parece útil. Nada de eso constituye la base a partir de la
cual se pueda seguir construyendo. La noción de continuidad, antítesis del síndrome fundacional, parece desterrada
del lenguaje político. En esa compulsión a inaugurar nuevas eras parece necesario denigrar el pasado y reinventar la
historia. Durante el período 1983 – 2007 se ha evidenciado la necesidad de generar nuevos símbolos, reinterpretar la
historia, establecer lealtades y querer gozar del tiempo y discrecionalidad para fundar lo nuevo. Al estilo de las
presidencias históricas de Mitre, Roca, Yrigoyen o Perón. Para ello, la búsqueda de la discrecionalidad va más allá de
los requerimientos de poder disponer de una administración más ágil que la que imponen las leyes y la Constitución.
Cada estilo de conducción de los asuntos del país, cada descripción de la realidad y del pasado, cada enunciación de
la obra en curso de su presidencia, hace de cada presidente un buscador de nuevas fundaciones. La intención parece
ser la de generar un orden social, un modelo de desarrollo económico y una cultura, que se extienda en el tiempo más
allá de su propia persona. Por ello, aparece reiteradamente la necesidad de alargar el tiempo de cada presidencia,
fundar movimientos políticos, disponer de la delegación de potestades para concentrar en una visión personalista la
construcción del futuro. Todo ello, no sólo por el poder (que se usa o se padece según el origen partidario), sino por la
compulsión fundacional. A cada uno le pareció necesario abordar la construcción de poder político y económico nuevos
y tener una presencia omnímoda en la opinión pública. Ni siquiera las tradiciones y entramados partidarios
preexistentes parecieron adecuados para evitar encarar cada presidencia como una era fundacional. Bartolomé Mitre
impuso la unificación del país y la puesta en marcha de un proceso organizativo nacional. Julio Roca extendió la
presencia argentina a un territorio más vasto y fértil, estableciendo las políticas para varias décadas. Hipólito Yrigoyen
dio nuevo sentido a la política y al rol del Estado. Juan D. Perón señaló un rumbo en la construcción de poder político y
de la influencia del Estado en el diseño de un modelo económico y de la integración de todos los ciudadanos. Ser
“Roca” en la historia argentina significa ser el constructor, ser el incuestionable, tener vigencia más allá de sí mismo; el
consultado para cada decisión aún mucho después de dejar de ser el presidente. Sin embargo, el querer ser un nuevo
Roca en la historia argentina, para lo demostrado en este período y en las condiciones de transitoriedad, se intentó sin
respetar la continuidad del proceso histórico. El contexto internacional favoreció notablemente la consolidación
democrática y el crecimiento económico sostenido; pero la discontinuidad de las políticas implementadas entorpeció las
posibilidades. Peor aún, al estar extremadamente pendientes de la imagen electoral, el hallazgo circunstancial de
herramientas de política económica que providencialmente evitaran situaciones de disolución de la economía, fue
confundido con la obtención del gran Plan. Como se verá más adelante, haber alcanzado situaciones
macroeconómicas de estabilidad y aún de crecimiento mediante la aplicación de soluciones coyunturales para el déficit,
la inflación, la falta de inversión, fue tomada y enarbolada como si constituyeran un sofisticado plan de desarrollo
económico que debiera durar por siempre. Confundir la herramienta con una maquinaria puesta en marcha mediante
acuerdos políticos a largo plazo alimentó la sensación fundacional. Considerar al rival como enemigo a destruir y
pretender la reelección indefinida son síntomas de cómo se entiende el uso del poder; la pretensión de “ser Roca”.

Las personalidades y el liderazgo

La Presidencia de la Nación es el máximo cargo institucional en la Argentina. Es la aspiración de quienes se dedican a


la política. El sistema republicano de gobierno establece controles cruzados entre tres poderes independientes para
evitar modelos autoritarios de gestión y para obligar a los acuerdos políticos compatibilizando posturas diferentes en
aras de un bien superior para la Nación. El sistema democrático propugna, en el mismo sentido que el republicano, la
rotación periódica de autoridades ejecutivas y legislativas, mediante la consulta regular a la opinión popular.Las
prácticas del período 1983 – 2007 han mostrado que tanto en el oficialismo como en la oposición entienden el juego
político desde una perspectiva de confrontación tendiente a la aniquilación en busca de un pensamiento único.
Destruyendo al enemigo, al opositor e, incluso, al anterior aliado, se promueve borrar vestigios de los demás para
fundar un nuevo orden con simbología, modelos de desarrollo, prácticas políticas propias y sin compartir su autoría.Las
comparaciones han sido evitadas. Nadie quiere ser asociado ni siquiera con los próceres de su propio origen político.
El radical no hace yrigoyenismo y el peronista no hace el peronismo de Perón. Alfonsín intentó la fundación de una
democracia de 100 años; Menem, una revolución (productiva) para la eternidad; De la Rúa, (el caso atípico) puede que
aún lo esté decidiendo; Rodríguez Saá, cambiar todo en cinco días; Duhalde, no tuvo tiempo de refundar un nuevo
peronismo sustitutivo industrial. Kirchner lo define mientras avanza sin reconocer las facilidades que le fueron dadas.
Kirchner creo su propia “emergencia” en las elecciones de renovación legislativa de 2005 para sepultar los escasos
votos de origen; aquel 23 % con que lo dejó Menem en la primera vuelta sin revancha. Recién a partir de allí pudo
mostrarse como un nuevo fundador. El halago colectivo al individuo que encabeza cada intento de movimiento
fundacional se cumple con la liturgia de “llenar la Plaza de Mayo”. Desde que insospechadamente le ocurriera a Galtieri
el 2 de Abril de 1982, en esta etapa pos Perón, todos han intentado que la “gente” le transmita su calor en una plaza
llena. La oportunidad se ha cumplido si se hubo elegido el momento justo del apogeo de cada uno. A la inversa, como
le ocurriera a De la Rúa, una plaza opositora es el peor fantasma para el ego, para el tercer movimiento histórico y para
la ambición fundacional.}Si no es la Plaza, al menos se ha buscado tener un buen tratamiento por parte de la prensa.
Con mayores o menores presiones, la seguridad en sí mismos, en sus propias condiciones y recursos, amén del
convencimiento individual, los presidentes han permitido mayor o menor grado de libertad de prensa. Como se trata de
un derecho establecido constitucionalmente, no hay posibilidades en esta democracia republicana de establecer una
censura pública; pero existen otros mecanismos: la ausencia de información, la escasez de contacto con la prensa, el
uso del off the record para hacer decir algo, la presentación de datos estadísticos recortados de la realidad, los
contenidos de la publicidad oficial, el reaparto de las pautas publicitarias oficiales, los intentos por tener diarios y
semanarios más efímeros que sus propios gobiernos; además de los tradicionales intentos que han convertido a Telam
(la agencia oficial de noticias), Canal 7 y Radio Nacional, en organismos gubernamentales y no en instrumentos
republicanos más independientes. Permitirse ser objeto de los humoristas o, en contrapartida, buscar que todos los
días haya un titular en los diarios con logros gubernamentales. Todo contribuye a la búsqueda del bronce en las
estatuas; a poder decir “soy Roca”. Parecería haber una excepción que reafirma esta regla no escrita de la política
argentina entre 1983 y 2007. El gobierno de Fernando De la Rúa lo intentó; que no haya logrado ser mínimamente
creíble, ni aun para sus propios partidarios, por incapacidad o por convicción, lo dejó (entre otras muchas y más
importantes políticas) en la debilidad que facilitó los movimientos en su contra. Por lo tanto, se puede afirmar que frente
a la dinámica informativa de esta democracia, cumplir con aquellos rituales se ha transformado en una condición
necesaria para perdurar y, al menos, intentar cumplir el mandato. Otra cuestión que navega entre aspectos de
personalidad y de oportunismo político es la referida a la conformación de las fórmulas presidenciales. Inicialmente, la
búsqueda de los vicepresidentes (segundos en la línea sucesoria) se orienta hacia candidatos que representen
jurisdicciones diferentes a las del postulante principal, que sean aceptables políticamente para diferentes franjas del
electorado, que aporten sus propios votos y que, al mismo tiempo, no opaquen la figura del presidente. Como la tarea
de conducir el Senado está menos expuesta a los riesgos y fracasos de la gestión gubernamental, se incrementan las
posibilidades de haber engendrado un competidor por la sucesión y por el “bronce” en la figura del compañero de
fórmula.  Ha existido una solución presidencial, generalmente instrumentada a medio mandato; se trató de enviarlos a
disputar, ganar y tratar de gobernar la compleja Provincia de Buenos Aires. Lo hizo Menem con Duhalde en su primera
presidencia, con Carlos Ruckauf en la segunda y Kirchner con Daniel Scioli. Esto les permite a los jefes de Gobierno
posicionarse solos en el centro de la escena, pues la sucesión queda en manos del presidente provisional del Senado
sobre quien el Presidente ejerce no sólo liderazgo, también tiene la capacidad política para que el cuerpo legislativo lo
nombre o lo remueva.

Movimientismo y mercado político

En el capítulo anterior se ha analizado el significado, la conveniencia y los mecanismos de la acción política ejercida
desde el poder. Como esa acción sufre del síndrome fundacional, se descubren intenciones hegemónicas en la
pretensión de destruir a los opositores. Empresarios, sindicalistas, gobernadores, intendentes, integrantes de los
poderes legislativo y judicial han sido objeto de operaciones políticas para intentar forzar sus posiciones a favor del
oficialismo. Algunos gobiernos lo han hecho con mayor virulencia que otros; algunos lo han hecho más veladamente
que otros; algunos han intentado la coerción y otros el convencimiento. La estrategia dependió de los recursos
disponibles en el Estado. Tanto interés en lograr aquellos apoyos tenía por objetivo concretar los proyectos imaginados
por cada uno; hayan sido proyectos de reelección, intenciones de crear nuevos movimientos históricos superadores de
la concepción clásica de partido político, alcanzar una adhesión social transversal a las adscripciones políticas dadas.
Hubo una presunción básica para aquellos movimientos: se creyó que siempre hubo masas capaces de mutar tras
liderazgos que asuman características específicas  y se tuvo la certeza de que había punteros políticos en
disponibilidad .A pesar de que las altas afiliaciones que muestran los principales partidos políticos pueden parecer
dudosas transcurridos más de dos décadas, cualquier intención de reclutar adherentes a un proyecto político propio
pareció encontrar con quiénes llenar una Plaza, con quiénes compartir la inauguración de una obra pública o quiénes
participen de un acto oficial o proselitista. La crisis de 2001/2002 dio la impresión de que esas masas realmente no
estaban dirigidas ni tenían referentes políticos; que estaban en disponibilidad para nuevos movimientos, tal como
encontró Yrigoyen en la segunda década del siglo pasado o Perón en los años cuarenta. Si antes fueron hijos de
inmigrantes o masas obreras, ahora esas masas en disponibilidad política se encontraban entre sectores marginales
abandonados por la desindustrialización, la recesión o la devaluación. Como se ha señalado, los punteros políticos
respondieron a una lógica que requería del abrigo del poder para sostenerse. Su disponibilidad para sumarse a nuevos
movimientos fue notoria. Incluso, sin abandonar su partido de afiliación, existió una disponibilidad para apoyar
mediante acciones diversas a un nuevo líder; transporte para comicios internos, fiscales para una elección, fuerzas de
choque para frenar una manifestación opositora. La tendencia al movimientismo incluyó el intento por crear nuevas
liturgias abandonando las existentes. En mayor o menor medida, según las situaciones críticas o benévolas que les
tocó atravesar, todos los presidentes lo intentaron; en algunos casos movidos por los propios publicistas que
prolongaban su tarea una vez concluida la campaña electoral. Hasta el Himno Nacional fue relegado a las fechas
patrias o reinventado cada noche tras la crisis de 2001. Dirigentes políticos, punteros, líderes de organizaciones
sociales militantes, participaron del armado de las nuevas fuerzas políticas que requería cada presidente. Pero el
componente “opinión pública” ha comenzado a jugar en este período un rol trascendente. Por ello, la cuestión del
manejo de imagen a través de los medios de comunicación se hizo una permanente cuestión de Estado. La tendencia
se ha ido sofisticando hasta llegar a la aspiración de una buena tapa de diario cada día. El mercado electoral se jugó,
encuestas mediante, cada día, en la opinión pública. Ningún hecho, por humorístico que haya parecido, fue dejado al
azar por los responsables de la imagen presidencial. Teniendo en cuenta que el movimientismo es asumido como un
modo de asegurar la gobernabilidad, el camino más reiteradamente intentado ha sido el de constituir alianzas implícitas
en base a las meneadas y denostadas corporaciones. Nunca se explicitan estas coaliciones o acuerdos a la luz de la
opinión pública, por el desprestigio de esos actores sociales y de la forma de este tipo de asociaciones en la cultura
política argentina. El movimientismo requirió, en esta etapa histórica, de contar con bases gremiales y apoyo
empresarial. El burocrático y tradicional núcleo sindical se ha mostrado resistente a imposiciones coyunturales; su mira
siempre estuvo puesta en la perduración luego de cada alternancia. Sus entendimientos con los gobiernos solo se han
sostenido cuando el beneficio para sus cúpulas solo fue superado por las ventajas para el sindicato a largo plazo
(como en los programas de propiedad participada que se hicieron en las privatizaciones de los servicios públicos).Por
su parte, el empresariado ha mostrado, al finalizar la década de 1990, una desorientación propia de un paisaje en el
que sus reclamos fueron atendidos aun antes de hacerse. Al producirse la crisis de diciembre, sus organizaciones
representativas carecieron de presencia; se hallaban prácticamente inactivas, por las disputas internas y por los
cambios producidos durante aquella década en la composición del capital, que había pasado de un puñado de grupos
nacionales a ser compartido con fuertes presencias europeas, fundamentalmente, por efecto de la forma en que ser
realizaron las privatizaciones. Aun así, la pretensión de constituir una burguesía nacional, cuyo origen fuera tributario
del poder político, no dejó de existir. Como ya se mencionó en el Capítulo 4, la potestad estatal de dirimir sobre la
realización de obras públicas de infraestructura, sobre licencias reguladas para las telecomunicaciones y para el
espectro radiofónico, sobre la representación internacional de los negocios argentinos y la capacidad de favorecer
sectorial o individualmente, fueron el sustento para incorporar en la construcción movimientista a nuevos y viejos
actores del empresariado.

Reelecciones

Más o menos explícitos, todos los presidentes del período ensayaron alguna forma de reelección, de prolongación o de
perpetuación en el poder. Mientras la fortuna de la estabilidad económica los acompañó, imaginaron extensos períodos
de gobierno más allá de los plazos fijados por la Constitución, aún luego de la reforma de 1994.La intención de
perduración asumió diferentes variables; reelecciones, reformas constitucionales, reinterpretaciones forzadas de la
Constitución y las leyes. Algunas provincias han marcado un rumbo en este sentido hasta alcanzar, reformas mediante,
la reelección indefinida de sus gobernadores. Las permanentes promesas de renovación de la política, no sólo durante
las campañas electorales sino también en la construcción cotidiana del discurso oficial, quedan en hechos que solo
refuerzan los vicios y las falencias preexistentes. La justificación de los vicios políticos que ya se han descrito, podría
expresarse en relación a la necesidad que han demostrado, al momento de manifestarse el síndrome fundacional, de
continuar la obra iniciada; de no interrumpir lo que se comenzó a construir, de no interferir con los supuestos deseos
populares. Hubo una práctica, o al menos una propensión, a la hegemonía política. Sin embargo, la reelección o al
menos la amenaza de concretarla, están relacionadas con la necesidad de evitar lo ocurrido con Alfonsín al final de su
mandato. Para no perder gobernabilidad, los presidentes entendieron que opositores, actores con capacidad de
decisión y opinión pública, deben visualizarlos con capacidad de maniobra en el ejercicio del cargo, al menos hasta dos
meses antes de entregar el poder en la siguiente alternancia. Además, este clima creado con el fantasma de la
permanencia indefinida tiene el efecto de dotar de más impunidad, al tiempo que alimenta la transitoriedad. El
síndrome fundacional requiere de la reelección y es su argumento de justificación. El breve lapso de un período de
gobierno, de un mandato constitucional, es insuficiente para la pretensión hegemónica.

Planes fundacionales

La inflación puede tener efectos favorables o desfavorables sobre una economía, según diferentes análisis que pueden
realizarse. Pero influye negativamente en el humor social, en la conformación de la opinión pública, que es primordial
en el juego democrático. Estabilizar las variables macroeconómicas como inflación, tipo de cambio, tasa de interés,
asegurar el menor déficit fiscal posible y evitar que las dificultades con la Deuda Externa sean tapa de los diarios, son
preocupaciones que lindan lo cotidiano. Ocuparse de ellas ha hecho perder de vista la ausencia de una determinación
política consensuada para sostener un determinado modelo de desarrollo económico; o al menos sus lineamientos
básicos. Como parte de la transitoriedad, le ha tocado a cada gobierno enfrentar dificultades de este orden en los
inicios de sus mandatos. Fueron partes de las herencias recibidas. En la necesidad perentoria de mostrar logros
visibles, todos los presidentes han intentado una o dos baterías iniciales de medidas instrumentales. Esos planes
iniciales han dado lugar a la ilusión cortoplacista de resolver los problemas; o aunque sólo sea evitar sus
manifestaciones más negativas. La sorpresa por los resultados obtenidos generalmente al segundo intento, en el inicio
de la gestión (Alfonsín, Menem, Duhalde, Kirchner), ha llevado a cada gobierno a encantarse con los mismos y a no
avanzar en otras reformas de la economía. Eso parece habilitarlos a no requerir de acuerdos con la oposición política o
con otros actores del proceso económico, abonando la sensación fundacional. Por ello, la perduración de cada
gobierno estuvo ligada a la marcha de la economía. Otra condición básica de la transitoriedad. Este encantamiento con
las soluciones instrumentales hizo que fueran presentadas, con la convalidación de la prensa, como si se estuviera en
presencia del Gran Plan, base de un promisorio futuro. Un repaso a estas situaciones, en el período 1983 – 2007, da
cuenta de las siguientes vicisitudes económicas en relación con la perduración política:

.el plan nacional (Bernardo Grinspun – 1983)

Con la economía doblemente castigada por las consecuencias de los programas implementados por Martínez de Hoz y
los efectos de la Guerra de Malvinas, los primeros intentos por encauzar un modelo de desarrollo consistente tendieron
a parecerse a los implementados durante el último gobierno de Perón. El entonces Ministro José   Gelbard había
apostado al mercado interno, al sector industrial de sustitución de importaciones. El ministerio de Grinspun a los inicios
de la transición intentó remedar lo que parecía un plan perfectamente adecuado a las necesidades y con gran
incidencia en las mayorías de clase media y obrera urbanas. Sin embargo, lo que los economistas tardaron en
percatarse era que aquel país de puja entre agroexportadores e industriales había dejado de existir como tal. En poco
menos de un año, la economía seguía sin encontrar un rumbo y el cambio de Ministro se hizo imprescindible. La
intención fundacional, adoptando un modelo “nacional” supuestamente favorecedor de la burguesía local y la clase
obrera, fracasó estrepitosamente por incomprensión de la situación real de la economía posterior al PRN. Las ilusiones
fundacionales puestas en un modelo “peronista” dieron lugar al desencanto dirigencial y a la urgencia por encarrilar la
economía.

.el plan heterodoxo (Juan Sourruille – 1985)

La llegada de un equipo económico remozado que incluía radicales, independientes y peronistas, puso en marcha el
diseño e implementación de un plan que permitiera reducir drásticamente la inflación para dar un clima social más
propenso a la inversión. El Plan Austral contó con el apoyo externo tanto de los Estados Unidos como del FMI que se
convertiría en una presencia constante. Los primeros éxitos del Plan llevaron a la confusión que luego se repetiría
como una constante: confundir una serie de instrumentos que tenían un fin macroeconómico preciso en combatir la
inflación, con un completo plan de desarrollo económico para el largo plazo. Los políticos, más que los técnicos de la
economía, se enamoraron de la nueva situación que les brindaba un mejor clima social devenido de la estabilidad
conseguida. Los planes fundacionales y de tercer movimiento histórico surgieron casi naturalmente sobre el clima de
euforia oficial. Desgastados los instrumentos y sin plan alternativo, el alfonsinismo penó en su última etapa hasta
encumbrar la frase de Juan Carlos Pugliese devenido al final de su carrera en ministro salvador; “les hablé con el
corazón y me contestaron con el bolsillo” dijo refiriéndose a la respuesta empresarial a su intento de ajuste. Una
inflación expectante devino en la primera hiperinflación al calor del triunfo de Menem.

.el plan nacional (Bunge & Born – 1989)

Cayendo nuevamente en la confusión acerca de la composición del capital en el país luego de las transformaciones
que realizó el PRN, el primer intento del menemismo por encarrilar la economía tuvo como protagonistas a la
entelequia de una burguesía nacional que, ahora, tenía intereses muy diferentes a los de las décadas anteriores.
Presentado como una alianza entre grandes empresas nacionales y la clase obrera, convocó a dirigentes de la
multinacional Bunge & Born (cuyos dueños habían sido secuestrado por el grupo guerrillero Montoneros en los años
setenta). Un rápido fracaso sumó al gobierno en la desesperación de una segunda hiperinflación con incautación de
depósitos bancarios transformados en bonos a largo plazo.

.el plan ortodoxo: la Convertibilidad (Domingo Cavallo – 1991)

La salvación para ese gobierno llegó, nuevamente, de la mano de una herramienta instrumental que logró frenar la
inflación: la convertibilidad del peso y el dólar. Junto con las privatizaciones, la estabilidad conseguida permitió avizorar
un lejano horizonte de prosperidad que permitió la modernización en ciertos sectores de la economía, como en la
producción agropecuaria o en las telecomunicaciones.  Transformaciones que tuvieron lugar más por el lassiez faire de
orientación liberal, que por planificación u orientación estatal. La euforia menemista en una etapa más prolongada de
estabilidad que la obtenida por el radicalismo sirvió para pergeñar un nuevo síndrome fundacional que,
inmediatamente, requirió de la reelección como una consecuencia aparentemente lógica. Frente a la imposibilidad de
una segunda reelección (no sin haber intentado obtener apoyos para buscarla) el gobierno desatendió las señales que
mostraba la economía preanunciando el agotamiento de aquella fundación que parecía haber llegado para durar
cuarenta años (según se la parangonaba con la etapa iniciada por Carlos Pellegrini). Problemas fiscales, pérdida de
competitividad y una programación de la deuda externa con fuertes vencimientos para los años inmediatos fueron su
legado.

.los ajustes (José Luis Machinea – 1999) y el abrupto final de la convertibilidad (Cavallo – 2001)

En parte por la herencia recibida y en parte por no haber tenido la capacidad de encontrar otro rumbo, el gobierno de
Alianza no pudo enarbolar un plan fundacional. No pudo hacerlo en lo político ni en lo económico; en esta última área
no pudo encontrar solución a la necesidad de ajuste fiscal ni en los varios intentos por reprogramar los vencimientos de
deuda externa. Las ilusiones de perpetuidad quedaron en “el sueño eterno” sin nunca poder manifestarse.

.Adolfo Rodríguez Saá y otra “nueva” Argentina (2001)

En sólo cinco días efectivos de gobierno, la presidencia de Rodríguez Saá alcanzó a enumerar un sinfín de
componentes propios de una pretensión de larga perspectiva. Desde lo económico dio indicios de proyectos
fundacionales con nuevas simbologías, interlocutores, tradiciones. Declaró la cesación de pagos de una parte de la
deuda externa (el default), anunció su solución para la proliferación de cuasi monedas provinciales mediante la
creación de una nueva moneda nacional, prometió la abundancia de crédito para reabrir industrias y atender a los
requerimientos de ajustes de salarios; en un país que tenía inmovilizados los depósitos bancarios, déficit fiscal, de
balanza de pagos y de balanza comercial. Sus declamadas soluciones comenzaron a sorprender a técnicos y políticos
por impracticables. Lo hizo aún antes de asegurarse mínimas bases de apoyo, aunque algunas medidas tendían a
mostrar a la opinión pública un nuevo estilo más atento a las penurias generales, como fue el establecer, entre otras
cosas, un tope salarial para los funcionarios. Si el gobierno de De la Rúa fue aquel “sueño eterno”, el de Rodríguez Saá
fue el de una vida efímera.

.el plan “provincial” (Jorge Remes Lenicov – 2002)

Al asumir en la que ya fuera catalogada como la peor crisis social de la historia argentina, Eduardo Duhalde recurrió
para el Ministerio de Economía a un técnico de su confianza pero con poca experiencia en el nivel nacional y escasa
raigambre entre economistas, empresarios y sindicalistas. Acosado por la urgencia de la crisis y por las presiones
externas que encendieron sus alarmas tras el aplaudido anuncio de default en el Congreso, la aplicación de las
primeras medidas económicas sólo agravó el dramatismo de la situación. Los cacerolazos motivados por el corralito
debieron conformarse con el corralón, más duro aún en la inmovilización del dinero depositado en los bancos. Los
votantes pro convertibilidad, que en 1995 dieron la reelección a Menem y en 1999 su oportunidad a De la Rúa, se
desesperaron con una devaluación con mercado libre (según las recomendaciones del FMI) que sólo ahondó la
angustia presagiando una inflación que removía la memoria social de otras penurias. Ese primer intento por enfrentar la
crisis tuvo una ingenuidad en su implementación que no permitía avizorar un hecho fundacional; más bien, recordaba
los antecedentes de Juan Carlos Pugliese (el ya mencionado “les hablé con el corazón y me contestaron con el
bolsillo”) o el de Lorenzo Sigault de “el que apuesta al dólar pierde” en 1981.

.el plan nacional con vacío político (Roberto Lavagna – 2002)

La solución para el gobierno de Duhalde, y para el país en general, llegó de la mano de la imposición que la Liga de
Gobernadores peronistas le hizo al ex Gobernador bonaerense para nombrar como Ministro de Economía a Roberto
Lavagna, quien además de ser reconocido por sus capacidades técnicas y políticas ya había actuado en la función
pública durante la gestación e implementación del Plan Austral. Habiendo conseguido la estabilización de las variables
macroeconómicas con soluciones para el déficit estatal y un sinnúmero de frentes abiertos pero atendidos con la
pericia que la situación permitía, se encarriló la economía; la agitación social y las escasas posibilidades de extender
los apoyos políticos fuera de la dirigencia de la Provincia de Buenos Aires (peronista y radical) dieron por concluido el
gobierno de Duhalde y su pretensión de largo plazo, aún en su papel de reservorio de la clase política.

.el plan nacional y ortodoxo con determinación política (Roberto Lavagna – 2003)

El reconocimiento social alcanzado por Lavagna para pilotear la crisis, obligó a Kirchner a sostenerlo en su cargo hasta
concluir la renegociación de la deuda externa en default. Con la continuidad (excepcional para el período) y las
favorables condiciones fiscales logradas mediante las retenciones y el sostenimiento de un tipo de cambio
“exportador”, la economía del país alcanzó a revertir la crisis; primero con la reocupación de la capacidad instalada y,
luego, lentamente, con mayores inversiones en las áreas de la construcción y la obra pública. La obra pública y el alto
superávit fiscal animaron aún más el síndrome fundacional de esta etapa. Superado el problema de origen (el 22% de
los votos obtenidos y la no realización del ballotage) tras las elecciones de renovación legislativa de 2005, el grado de
determinación política del presidente Kirchner logró plasmar en la legislación las herramientas de discrecionalidad
necesarias para alimentar reelecciones, movimientismo (ahora “transversalidad”) y refundaciones.

EPÍLOGO TRANSITORIO (DE UNA TRANSICIÓN PERMANENTE)

La Argentina inició su transición a la democracia sobre el vacío de poder dejado por las Fuerzas Armadas. Los
antecedentes de inestabilidad política de la mayor parte del siglo XX presagiaban el nacimiento de una endeble
transición hacia una democracia incierta. El triunfo radical en las elecciones de 1983 dio una nueva alternativa al
proceso político, porque generó en el peronismo la necesidad de una renovación de dirigentes.  La perduración
democrática requería, en aquellas primeras instancias, no sólo de la adecuación de las Fuerzas Armadas; era
necesario una revisión de las prácticas políticas para que su dirigencia se apegara a la defensa del sistema y la lucha
política no concluyera en intentar eliminar al opositor y en trabar toda posibilidad de juego democrático; revalorizar las
condiciones del sistema republicano y la periódica consulta popular. Arduo camino transitó tanto el radicalismo como el
peronismo hasta alcanzar la primera alternancia del período; debía ésta constituirse en todo un hito de la refundada
república. De su resultado surgirían las características futuras de un sistema político en construcción. En esa primera
alternancia quedó impresa una dinámica que tendió a la repetición. En principio estuvo dotada de un fuerte dramatismo
y una crisis económica que afectaron a toda la población. Una novedosa situación militar y un contexto internacional
favorable al proceso democrático salvaron el proceso más allá de las pujas políticas. Las condiciones de aquella
alternancia entre partidos tendieron a repetir ciertas posibilidades y desafíos que habían sido propios, hasta entonces,
de un pasaje de lo democrático a lo militar y viceversa.  Cada nuevo gobierno, frente a un cambio de sistema, debía
reformular el funcionamiento de todo el aparato estatal que incluía la administración pública, las Fuerzas Armadas, las
fuerzas de seguridad, los poderes Judicial y el Legislativo, con ingerencia en todas las jurisdicciones provinciales y
municipales. Fue su tarea, además, alcanzar condiciones de estabilidad tanto en la llamada gobernabilidad (para la
administración propiamente dicha), como para el sistema en general. Hubo que precaverse de las herencias dejadas
por la administración anterior y maliciosamente dejar los legados que le aseguraran al derrotado una continuidad en el
manejo de algunos resortes de poder. Como se dijo, el contexto internacional coadyuvó incluyendo el proceso
argentino dentro de un panorama más general de lo que dio en denominarse Jóvenes Democracias. Éstas estuvieron
imbuidas de una buena dosis de incertidumbre, tanto para el proceso democrático en sí, como para la población en
general, frente a cada cambio de gobierno.

Estas alternancias comenzaron a sucederse reiterando las condiciones de la transición en lo que denominamos
transitoriedad: una dinámica tendiente a lograr los beneficios de un primer gobierno de transición, que recurre a
situaciones extremas en los cambios de gobierno pautados constitucionalmente o que fuerza alternancias desde la
oposición, tensando las situaciones políticas a costa de procesos económicos la más de las veces o de violaciones
constitucionales cuando las fuerzas políticas lo creen necesario. Esa transitoriedad es útil a cada gobierno en la
obtención de altos niveles de discrecionalidad devenidos de la emergencia en que se coloca a la sociedad, en forma
dramática. Aun así, el proceso político no modificó otras características que devienen de la tradición política argentina y
de la dinámica de las Jóvenes Democracias; algunas áreas cuyo control han quedado (o han pasado) de manos del
Estado a la de otros actores sociales, económicos y políticos; la recurrencia a la delegación de facultades
parlamentarias o judiciales, de capacidades que alimenta la discrecionalidad de los sucesivos Ejecutivos. Además, en
su base, la estructura de representación y participación política, y el sistema de partidos siguen siendo altamente
proclives al movimientismo o transversalidad, en un panorama de dirigentes de base altamente en disponibilidad para
cualquier tentación que viniera del Estado y de su capacidad de financiamiento de la política. En ello radica, para el
líder o dirigente que mejor se posicione mediáticamente, el atractivo de conducir el Estado. A su vez, los sectores
políticos han tendido a desactivar la fuerte politización inicial, procurando que el normal proceso de apego a la
democracia sea acompañado de una despolitización de grandes masas y constitución de redes sustentadas en
punteros y dirigentes de organizaciones tradicionales y nuevas del fenómeno político. Acompañándose del remozado
maketing político que procura la instalación de figuras “políticamente correctas”; ejecutivas, apegadas a los derechos
humanos, tendientes al respeto de las garantías individuales, atadas a la agenda política que señalan las encuestas y
los medios de difusión. Las condiciones de transitoriedad deseadas y generadas por la clase política parten de la
imposibilidad de establecer mínimos Pactos para pautar el funcionamiento del Estado y dirigir el proceso de desarrollo
económico de largo plazo. El hallazgo circunstancial de herramientas económicas capaces de contener las tormentas
desatadas en la prosecución de las condiciones de transitoriedad de cada alternancia, se confunde rápidamente con la
existencia de un plan fundacional. De tal forma, el largo plazo para el país queda relegado a la coyuntura política que
concluye con la posibilidad o imposibilidad de obtener la reelección y, por ende, la prolongación del período
presidencial. Ese Síndrome Fundacional requiere de repetir y aprovechar las condiciones preexistentes del sistema
político, por lo que su postergada reforma nunca es ahondada, a pesar, incluso, de cimbronazos como los ocurridos en
la crisis de 2001/2002. La reiteración de invitaciones a la conformación de grandes movimientos hegemónicos es parte
constitutiva de aquella propensión. Su gran realización es el Plan fundacional que la población visualiza como un
completo sistema de crecimiento económico, pero que carece de líneas acordadas políticamente de continuidad para el
largo plazo del país. La estabilidad del sistema democrático luego de transcurridos veinticuatro años, parece haber
alcanzado su madurez, dentro de un estilo propio. La valoración de la vida democrática y la posibilidad de que las
instituciones republicanas se hicieran cargo, soportó la profunda crisis de 2001/2002. Para ello, los sucesivos
gobiernos se preocuparon más por la estabilidad de corto plazo, la gobernabilidad, relegando la estabilidad sistémica a
la confianza en la inexistencia de actores que pudieran cambiar el sistema y a una coyuntura internacional proclive a la
defensa democrática; los gobiernos debieron resolver, en  mayor o menor grado, dos dimensiones; por un lado, la
estabilidad que alejara los riesgos sobre su continuidad como administración y les diera capacidad  ejecutiva
(gobernabilidad); por el otro, el alejamiento los riesgos que podían llegar a afectar al sistema democrático como tal
(estabilidad propiamente dicha). En este último sentido, han logrado crear un perfectible sistema por el cual se pudo
comprometer a la sociedad y, en especial, a aquellos actores con capacidad de decisión; se han construido algunas
fortalezas en el reparto de beneficios del sistema y se ha logrado operar eficazmente sobre el contexto internacional,
especialmente dotando a casi toda oportunidad comercial externa del requisito democrático como en el Mercosur. En la
dinámica de la transitoriedad existen condiciones básicas y suplementarias que hacen de toda alternancia una
transición. “Vivir en la emergencia” parece ser la más clara de ellas. La clase política ha descubierto los beneficios de
generar crisis para luego salvarlas y alcanzar después una estabilidad en el acotado marco de un mandato
presidencial. Ello requiere que cada presidencia sufra y busque dotarse del síndrome fundacional, con el objetivo de
repetir en cada alternancia las características fundacionales de la transición, aunque implique forzar las reglas para
buscar la reelección y para asegurarse la gobernabilidad hasta dos meses antes de tener que traspasar el poder.
Viviendo en las emergencias creadas por ellos mismos, todos quieren ser fundadores de una república de cien años;
pero no para ser recordados como Pedro de Mendoza, sino para poder decir “Soy Roca”.

Luis Mesyngier

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