Historia Del Cine Espanol
Historia Del Cine Espanol
Historia Del Cine Espanol
Historia
del cine español
NOVENA EDICIÓN
CÁTEDRA
Director de la colección: Jenaro Talens
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Cine-Club del S.E.U. de Salamanca.
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Hasta 1939 no hay cine español, ni material, ni espiritual, ni técni-
camente. En 1929 y 1934 da sus primeros pasos. En 1939 pudo em-
pezar a andar, pero se frustra la creación de una industria, así como
la posibilidad de un cine político. Continúan las castañuelas y el
smoking. Sobre los intentos de cine sencillo se desploman el cine de
gola y levita, y un cine religioso sin autenticidad. El neorrealismo,
que pudo ser español, se reducirá a una película tardía. Pero nuestro
cine supera al de 1936 y puede esperarse que los jóvenes le den el
estilo nacional que necesita.
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2
Editora Nacional, Madrid.
3
Cátedra/Filmoteca Española, Madrid, 1996.
10
mos luego el significado del cine mudo español, pero añadamos inmediatamente
que el cine sonoro republicano y el de la Guerra Civil, que tuvieron muchísimo
más interés objetivo, fueron reprimidos de la memoria histórica por la victoria
bélica del franquismo en 1939.
A los prejuicios acerca del interés histórico del cine español hay que aña-
dir el factor de su desconocimiento, debido en buena parte a la devastadora
destrucción del patrimonio fílmico de sus primeras cinco décadas, debido a
cuatro incendios en laboratorios importantes, pero también por la incuria o
irresponsabilidad de muchos comerciantes e industriales del ramo, por el des-
interés de los poderes públicos, por la fragilidad de los soportes de los films,
por catástrofes naturales, por vandalismo y, en general, por la subestimación
de su valor histórico y cultural. La Filmoteca Nacional no se fundó en Madrid
hasta febrero de 1953 y con medios muy escasos, es decir, unos veinte años
después que las principales filmotecas europeas y americanas, creadas cuando
el cine mudo todavía circulaba por algunos circuitos periféricos o salas rurales
y que por ello pudo ser parcialmente salvado. De manera que, como resultado
de este desastre, suele estimarse de modo aproximativo que de la producción
española anterior a la Guerra Civil se conserva poco más del diez por ciento
de su volumen. Y en este parvo patrimonio se detectan ausencias de mucho
bulto, como Zalacaín el aventurero (1929), de Francisco Camacho, en la que
aparecía como actor Pío Baroja y primer film español distribuido interna-
cionalmente por la Metro-Goldwyn-Mayer; como Las de Méndez (1927), de
Fernando Delgado, que se exhibió con éxito en París y que en junio de 1991
el veterano crítico Florentino Hernández Girbal recordaba como una de las
cuatro mejores películas del cine mudo español (las otras, según él, serían Boy
de Benito Perojo [de la que sólo se conserva un fragmento] y La hermana San
Sulpicio y La aldea maldita, ambas de Florián Rey, desaparecida la primera,
así como la versión sonorizada en París de la segunda); como Lo más español
o Al Hollywood madrileño (1927-28), una de las raras nuestras de cine expe-
rimental peninsular, realizada por Nemesio M. Sobrevila; como La traviesa
molinera (1934), realizada en versiones española, inglesa y francesa por Ha-
rry D’Abbadie D’Arrast: o como Nuestra Natacha (1936), versión de Benito
Perojo de la polémica pieza teatral de Alejandro Casona sobre la reforma pe-
dagógica progresista, cuyo material fue confiscado y destruido por la censura
franquista al acabar la guerra.
Es sabido que la industria del cine nunca ha aspirado a la preservación de
un patrimonio cultural, sino a una preservación de sus fuentes de rentabilidad.
En el caso español este fenómeno se ha agravado, pues su debilidad industrial ha
hecho que generase un exiguo número de copias de cada título, haciendo más
problemática su supervivencia. A ello hay que añadir todavía lo que Alfonso del
Amo ha llamado acertadamente la «paradoja del éxito»4, a saber, que cuanto
mayor y más rápido es el éxito de una película, peor se conserva, debido a la
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sobreutilización de su negativo para sacar copias y a la generación de remakes
que marginan a las primeras versiones.
En una apretadísima síntesis, señalemos que hasta 1905 la producción
española apenas existe. Desde 1905 su volumen asciende, pero sufre una
crisis importante en el periodo 1917-1920 y no consigue aprovecharse de
la neutralidad española durante la Primera Guerra Mundial, como ocurre
en otros sectores de la economía, ni de la pronunciada desaceleración de la
producción cinematográfica europea en esos años. Por otra parte, padece un
primer castigo institucional al implantarse la censura administrativa de pelí-
culas por Real Orden del Ministerio de la Gobernación de 27 de noviembre
de 1912, ratificada el 31 de diciembre de 1913 a petición de Rafael Andrade,
gobernador civil de Barcelona, sede del negocio de distribución desde la que
se ejercería la censura para todo el país. Según indica Alfonso del Amo en el
artículo citado, de las películas producidas hasta 1916 se conserva aproxima-
damente un cinco por ciento del material en versión más o menos completa
y fragmentos identificados, lo que supone en conjunto un uno por ciento del
total del metraje producido hasta entonces. La producción de anteguerra se
vio castigada, además, porque hacia 1920, debido a la rápida evolución de las
costumbres y hasta de la vestimenta, la producción anterior a la contienda
mundial pasó a ser percibida como anticuada y por ello condenada al aban-
dono y la destrucción. A ello debe añadirse que la llegada del cine sonoro al
final de la década —coincidiendo con el asentamiento de la II República en
España— condenó al patrimonio mudo a la obsolescencia técnica, vendién-
dose sus negativos para reciclar su materia prima en la fabricación de peines,
botones, lentejuelas, etc.
El cine sonoro español, que despega en 1932, no conocerá una suerte mu-
cho mejor. Al estallar la Guerra Civil, las autoridades franquistas dictaron múl-
tiples disposiciones de represión cultural, que también afectaron al cine. En
diciembre de 1936, una orden declaraba ilícitos «la producción, el comercio y la
circulación de periódicos, folletos y toda clase de impresos y grabados pornográ-
ficos o de literatura socialista, comunista, libertaria y, en general, disolventes».
La confiscación de publicaciones, carteles, discos y películas fue una práctica
obligada del ejército de Franco en su ocupación de las ciudades enemigas, desde
antes de que se instaurase oficialmente su censura cinematográfica especializada
en marzo de 1937. Al acabar la guerra, en 1939, el Departamento Nacional
de Cinematografía se incautó de todo el material cinematográfico objetable y
Carlos Fernández Cuenca recuerda que de Barcelona, capital de la distribución
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4
«Bases industriales de la conservación cinematográfica», en Archivos de la Filmoteca,
núm. 10, octubre-noviembre de 1991, Valencia, pág. 19.
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peninsular, se enviaron a Madrid «varios millares de cajas»5 procedentes de fil-
ms depositados en sus laboratorios. Este material fue parcialmente manipulado
y desguazado por las autoridades, con fines policiales o de documentación de
los vencedores, y así, en los noticiarios catalanes de la productora Laya Films,
se agruparon las noticias y planos con criterios temáticos monográficos. Todo
este material fue depositado en 1943 en los laboratorios Cinematiraje Riera,
de Madrid, y sería devastado por un misterioso incendio que se produjo el 16
de agosto de 1945, por causas jamás aclaradas, y que resulta harto sospechoso
por coincidir la desaparición de este material inculpatorio con el final de la
Segunda Guerra Mundial, que auguraba posibles represalias contra el régimen
de Franco por su compromiso político con las potencias nazi-fascistas. El escaso
material salvado del desastre, entre el que se hallaban algunos títulos clásicos del
cine soviético, constituyó el patrimonio fundacional de la Filmoteca Nacional,
creada en 1953.
A esta brutal mutilación del patrimonio cinematográfico español hay que
añadir todavía otros obstáculos nada menores para las tareas del investigador.
Así, los títulos de crédito de la mayor parte de los films de los años 50 y 60
están falseados, para cumplir ficticiamente las normas administrativas, espe-
cialmente en lo tocante a la obligada contratación de trabajadores afiliados al
entonces obligatorio Sindicato Nacional del Espectáculo. Estas falsedades se
amplían todavía más en el caso de las coproducciones internacionales, por la
necesidad de cumplir los cupos de personal nacional y que daban lugar a las
ficciones presentes en las fichas de los anuarios profesionales tanto como en
las portadas de las películas. Estas abundantes inexactitudes, y muchas otras
informaciones inciertas, podrían resolverse con los testimonios personales de los
profesionales implicados que todavía permanecen vivos o que nos han legado
sus memorias antes de morir. Pero en nuestro país faltan las autobiografías y
los libros de memorias. Después de consignar los esquilmados recuerdos del
pionero Fructuoso Gelabert, las desordenadas memorias inéditas de Francisco
Elías, las evocaciones de Ramón de Baños en Brasil, la autobiografía de Eduar-
do García Maroto, las elegantes memorias literarias de Fernando Fernán Gó-
mez y de Adolfo Marsillach, los recuerdos plagados de errores de Juan Antonio
Bardem y las poco útiles evocaciones de Jesús Franco, este capítulo se cierra con
un grave déficit testimonial. Y la interpelación oral de los profesionales vetera-
nos se revela las más de las veces escasamente productiva, por sus desmemorias
voluntarias o involuntarias, a veces para acomodarse a la versión oficial y consa-
grada de unos hechos conflictivos o lejanos.
Para hacer más compleja la historia del cine español, hay que recordar que
su industria estuvo asentada durante mucho tiempo en la bicapitalidad (como
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5
La guerra de España y el cine, op. cit.
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ocurrió con el cine italiano primitivo escindido entre Turín y Roma, o el nor-
teamericano entre Nueva York y Hollywood). La actividad cinematográfica
protoindustrial se inició en Barcelona en 1906, en la capital industrial y burgue-
sa de la península, y en menor medida en Valencia. Por eso, Palmira González
pudo titular su historia del cine mudo en Cataluña Los años dorados del cine
clásico en Barcelona (1906-1923)6. El apogeo de este cine barcelonés tuvo su
epicentro en la productora Studio Films, pero desde 1923, y coincidiendo con
la dictadura centralista del general Primo de Rivera, la capitalidad se desplaza
a Madrid, cuyo puntal industrial será la productora Atlántida, bendecida por
Alfonso XIII. Pronto veremos cómo la industria del cine sonoro nació en 1932
en Barcelona, lo que le permitió recuperar su alto nivel de actividad profesional.
Y este zig-zag geográfico nos conduce a la cuestión de la periodización de la
historia del cine español, intentando su división en etapas relativamente homo-
géneas, pero que en todos los casos admiten en realidad el establecimiento de
subperiodos y hasta de microperiodos subsidiarios.
El invento de Lumière fue presentado en Madrid el 14 de mayo de 1896, con
posterioridad a las exhibiciones iniciales en París, Londres, Bruselas y Berlín, es
decir, antes que en la mayor parte de las capitales europeas. Pero a pesar de la
pronta instalación en Barcelona de sucursales de Pathé, Gaumont y Méliès, el
cine español tuvo una evolución atípica en relación con las dos potencias cine-
matográficas vecinas de Europa meridional: Francia e Italia. El argumento que
invoca el atraso industrial de la sociedad española para explicar su atipicidad
cinematográfica resulta de escaso relieve cuando se constata que otros países
europeos preindustriales, como Dinamarca o la Italia central-meridional, desa-
rrollaron potentes cinematografías en época temprana. Por eso, si Noël Burch
ha considerado el periodo 1900-1905 como la etapa de «plenitud» del llamado
Modo de Representación Primitivo7, en España, en donde el cine anterior a
1905 es casi inexistente, este periodo estético canónico debería ser alargado.
En España, como en otros lugares, la periodización cinematográfica se vio
afectada por importantes cambios de regímenes políticos, ajenos al devenir
europeo, mientras que no se vio involucrada, en cambio, en las dos Guerras
Mundiales que asolaron Europa y condicionaron su actividad cinematográfica.
La periodización política española en este siglo es, sucintamente, la siguiente:
Monarquía constitucional.
Dictadura militar desde septiembre de 1923.
República democrática desde abril de 1931.
Dictadura de 1939 a 1975.
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6
Institut del Teatre, Barcelona, 1987.
7
El tragaluz del infinito, Madrid, Cátedra, 1987, pág. 33.
14
Transición a la democracia desde diciembre de 1975 hasta 1977.
Monarquía constitucional desde 1978.
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8
José Luis Castro de Paz, Un cinema herido. Los turbios años cuarenta en el cine español
(1939-1950), Barcelona, Paidós, 2002.
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la bondad o maldad del cine español, que en la peor de las hipótesis ha sido por
lo menos un espejo directo o indirecto de las mentalidades prevalentes en cada
época, de sus costumbres, sus modas, sus aspiraciones, sus prejuicios, sus mitos
y sus frustraciones. Nuestro cine ha sido testigo de la crisis de la monarquía
borbónica, de la Semana Trágica, de la guerra de Marruecos, del advenimiento
de la República, de una guerra fratricida, del tránsito de la desmayada España
de la autarquía a la del desarrollismo económico y de las libertades públicas
recobradas.
La recuperación de la monarquía constitucional en 1978 supuso, cierta-
mente, novedades importantes. La agobiante censura cinematográfica hereda
da de la dictadura fue abolida por Real Decreto de 11 de noviembre de 1977
y su vacío fue reemplazado por un sistema de clasificación de las películas según
las edades de su público, al tiempo que se preveía el secuestro judicial para las
películas cuyo contenido pudiera infringir algún precepto del Código Penal he-
redado de la dictadura. Eso fue lo que ocurrió, precisamente, con Salò o le 120
giornate di Sodoma (1975), de Pier Paolo Pasolini, cuando se presentó en la Sema-
na Internacional de Cine de Barcelona en 1978 y fue secuestrada judicialmente
por la denuncia de un particular. Con ello se evidenció que la transición entre la
dictadura y la democracia no estaba exenta de inercias de la etapa política ante-
rior ni de turbulencias predemocráticas, la más grave de las cuales fue el secuestro
por las autoridades militares de El crimen de Cuenca (1979) y el procesamiento
de su directora, Pilar Miró.
Pero estos cambios tuvieron lugar en un paisaje en el que coexistieron las
continuidades —como la persistencia del doblaje heredado de la dictadura y
la hegemonía coercitiva de las majors de Hollywood sobre el mercado— y los
cambios relevantes, como la integración de la actividad cinematográfica en el
vasto complejo mediático del «audiovisual», con nuevos canales y soportes de
difusión, con la expansión de las televisiones públicas y privadas, con nuevas
cámaras y técnicas digitales y con nuevas fórmulas de producción y de alianzas
empresariales, señaladamente en el ámbito europeo. Por no mencionar la des-
centralización de la producción, atendiendo al nuevo mapa territorial de las
comunidades autónomas, aunque a la postre serían muy pocas las que desarro-
llarían una actividad significativa en este campo, con frecuencia en coalición
con los centros televisivos regionales o locales. En un panorama en el que han
coexistido cuatro generaciones de directores en activo, el cine español de la
etapa democrática consiguió saltar definitivamente a la palestra internacional
con los Oscars a la mejor película en lengua extranjera que recibieron Volver a
empezar (1982) de José Luis Garci, Belle Époque (1992) de Fernando Trueba,
Todo sobre mi madre (1999) de Pedro Almodóvar y Mar adentro (2004) de Ale-
jandro Amenábar. Un síntoma elocuente de los cambios operados en el paisaje
cinematográfico español.
Es menester señalar que, paralelamente a estas mutaciones en el campo de
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la creación y de la recepción, los trabajos de recuperación y de investigación de
la historia del cine español han progresado espectacularmente en los últimos
años, apoyados por la labor de nuevas filmotecas regionales, por tesis doctorales
en departamentos universitarios y por el despertar del interés hacia el cine por
parte del hispanismo académico internacional, promovido en buena parte por
la muy exitosa difusión mundial de la filmografía de Pedro Almodóvar. Se han
recuperado en las últimas décadas películas tan decisivas como la primera versión
de La verbena de la Paloma (1921) de José Buchs, El misterio de la Puerta del Sol
(1929), experimento paleosonoro de Francisco Elías, las comedias producidas
por Luis Buñuel en Filmófono en vísperas del estallido de la Guerra Civil,
Frente de Madrid (1939) de Edgar Neville, la versión original no censurada de
Raza (1941) de José Luis Sáenz de Heredia y Rojo y negro (1942), de Carlos
Arévalo. Y han proliferado las monografías sobre cineastas, como (y sin ánimo
de exhaustividad) Pedro Almodóvar, Vicente Aranda, Montxo Armendáriz,
José Luis Borau, Luis Buñuel, Francisco Camacho, Jaime Camino, Segundo
de Chomón, Eloy de la Iglesia, Víctor Erice, Fernando Fernán Gómez, Rafael
Gil, Cesáreo González, Manuel Gutiérrez Aragón, Pilar Miró, Ricardo Muñoz
Suay, Manuel Mur Oti, Edgar Neville, José María Nunes, Benito Perojo, Pere
Portabella, Florián Rey, Carlos Serrano de Osma, Gonzalo Suárez, Ricardo
Urgoiti, José Val del Omar…, además de los imprescindibles diccionarios de
guionistas y de productores del cine español confeccionados por Esteve Riam-
bau y Casimiro Torreiro9, o el exhaustivo panorama ofrecido en Los orígenes del
cine en Cataluña, de Jon Letamendi y Jean-Claude Seguin10, o el fundamental
estudio No-Do. El tiempo y la memoria, de Rafael R. Tranche y Vicente Sánchez
Biosca11.
Y en estos años de proliferación y madurez investigadora ha quedado bien
establecido que las producciones cinematográficas pueden ser contempladas o
estudiadas desde ángulos muy diversos, como textos, como formas de expresión
autoral, como documentos sociales de una época, como muestras de tenden-
cias estéticas y estilísticas, como mercancías elaboradas para generar beneficios
económicos, como fantasías de función compensatoria o consoladora, o como
síntomas (en sentido psicoanalítico). Las nuevas perspectivas metodológicas —
como las de los estudios culturales, o las del feminismo y las de la identidad
homosexual— han desembarcado en nuestro mundo académico y han contri-
buido a la polifonía de los estudios sobre la historia del cine español.
Para estudiar esta historia tan compleja se plantea, como siempre, el pro-
blema de la opción del punto de vista. En 1979, en una asamblea de estudiosos
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9
Editados por Cátedra/Filmoteca Española, Madrid, en 1998 y 2008.
10
Filmoteca de la Generalitat de Catalunya, Barcelona, 2004.
11
Cátedra/Filmoteca Española, Madrid, 2001.
17
que pretendía poner en pie en Sofía una historia del cine mundial escrita por
equipos nacionales, abordamos uno de los puntos más arduos de nuestra tarea
con el siguiente enunciado programático: «La Historia General del Cine partirá
de un análisis de las tendencias (corrientes, escuelas, géneros), profundizando
las investigaciones sobre los autores más o menos importantes y sin descuidar,
por supuesto, a los cineastas dignos de interés que han creado sus obras al mar-
gen de las tendencias dominantes.» En este enunciado se desvelaba la tensión
entre el análisis diacrónico y el sincrónico, entre el examen de las tendencias co-
lectivas y el de los textos singulares y de los rasgos característicos de un cineasta.
Porque incluso dentro de lo homogéneo coexiste lo heterogéneo. La deseable
reconciliación de la lectura textual y la lectura de la causalidad de las formas
cinematográficas permitiría demostrar que los textos son producidos por unos
sujetos inmersos en una evolución sociocultural —sus contextos— y que esta
evolución está inscrita en tales textos, aun siendo dispares y personalizados, y
puede por ello ser leída en su textualidad. Creemos que el caso particular de la
cinematografía española, inmersa en unos vaivenes sociopolíticos tan pronun-
ciados, permite como pocas detectar estas turbulencias en la escritura de sus
textos, incluso más allá de la voluntad o de la conciencia de sus cineastas. El cine
español ha sido, visto con la debida perspectiva, un verdadero laboratorio en el
que, con grandes precariedades, se han vivido repetidos procesos de ocasos y de
reactivaciones: en el cine barcelonés, en el madrileño, en los inicios del sonoro,
tras la Guerra Civil, tras la dictadura del general Franco, etc. Y esta atipicidad
es la que define su singularidad y, en definitiva, su originalidad y subido interés
para la historiografía internacional.
18
Narración de un aciago destino (1896-1930)
Julio Pérez Perucha
0. 1995
19
factores, por el dificultoso maridaje de dos irreversibles parcialidades cuyo
resultado final no podrá evitar situarse al resguardo de imprecisiones y es-
peculaciones. Por tanto, si todo análisis histórico es contingente y un tanto
provisional, la manera de exponerlo deberá construirse de forma delibera-
damente narrativa, si no quiere que aquellas incertidumbres y oscuridades
conviertan ese análisis en fuente de estériles paradojas.
En segundo, una tesitura particular que afecta a nuestra historio-
grafía. Desde hace casi treinta años los estudios históricos de las cine-
matografías nacionales han entrado en una nueva etapa metodoló-
gica —casi una ruptura epistemológica— en la que ha comenzado a
tenerse en cuenta aspectos de historia local, cuestiones de recepción
pública del producto fílmico, perspectivas antes empresariales y ad-
ministrativas que globalmente industriales, y abordajes textuales del
objeto film en tanto que lugar de encuentro material de las circuns-
tancias que lo hacen posible. Esta nueva etapa, sin embargo, sólo ha sido
posible apoyada sobre un trabajo historiográfico previo que atendía al de-
sarrollo completo y universal de los acontecimientos más relevantes, y que
apelaba a su generalizada interpretación. Pero en nuestro caso, brutal y deci-
siva anomalía, este largo periodo preliminar no existe puesto que no dispo-
nemos de ninguna historia del cine español homologable con las existentes,
y en crecido número, no sólo en naciones de cinematografías desarrolladas,
sino incluso en países industrialmente periféricos como, por ejemplo, el
mexicano. Todo lo cual nos conduce a que el cinema español esté aún y en
buena medida por registrar, cartografiar, catalogar y describir, disponiendo
tan sólo y por el contrario de una larga cadena de omisiones, errores y glosas
inanes o incompetentes que nos sitúan, salvo estudios parciales trabajosa-
mente aparecidos en la última década, en el páramo más inconfortable. Por
tanto, nuestra investigación historiográfica actual no puede ignorar la pre-
sencia de esas nuevas corrientes metodológicas, pero al mismo tiempo debe
entregarse a una preliminar labor notarial del desarrollo de nuestro cine que
en cierta medida es contradictoria con aquellas, por lo que enlazar ambas
tareas de manera inteligible se presenta como propósito erizado de escollos.
Y en tercer lugar, y esto es ya una limitación casi anecdótica compa-
rada con las anteriores, el presente trabajo se ve restringido por el espacio
lógicamente disponible en este proyecto editorial, lo que me ha llevado en
las páginas que siguen, y si no quería condensarlas hasta arriesgar una im-
penetrable opacidad, a tener que prescindir de algunos aspectos de nuestro
cine mudo que aun sin ser relevantes no están exentos de significación: los
20
vacilantes cines «regionales» de los años veinte (gallego, andaluz, balear,
canario, asturiano, vasco y valenciano); las curiosas figuras de los inmi-
grantes Enrique Santos y Mario Roncoroni, ambos relacionados con el
cine valenciano; el trabajo del que quizá podría considerarse como cineas-
ta orgánico del protofascismo primoriverista, Fernando Delgado; y la sin-
gular y aislada experiencia de Francisco Gómez Hidalgo y su La malcasada
(1926). ¡Qué le vamos a hacer!
En resumidas cuentas, este trabajo se apoya en el examen de fuentes
primarias (las no pocas películas supervivientes; revistas cinematográficas
como, por ejemplo, Arte y Cinematografía, El Cine, Cinema/Cinema Va-
riedades, Fotogramas, Popular Film, La Pantalla...; publicaciones de in-
formación general como Nuevo Mundo...; y libros contemporáneos a los
hechos como el de Alfredo Serrano Las películas españolas, 1925, el de José
Román Frente al lienzo, 1924, o el de Gómez Carrillo En el reino de la
frivolidad, 1923); también se apoya en el análisis de fuentes secundarias
(estudios posteriores firmados por Piqueras, Hernández Girbal, Villegas
López, etc.) cuya lejanía casi las convierte en fuentes primarias; y en la
consideración matizada de estudios recientes. Nada de ello evita, sin em-
bargo, que algunos pasajes de la historia de nuestro cine mudo sigan man-
teniéndose, en mi opinión, en el dominio de la conjetura: lo que decimos
conocer sobre los inicios de Patria Films, por ejemplo, se apoya no pocas
veces en datos por ahora convencionales y de segunda mano que en oca-
siones me ha parecido oportuno modificar desde esa misma convención
de origen; valoro también, por ejemplo, la decisiva figura de Chomón de
forma diferente a como es usual en otros colegas partiendo, no obstante,
de análogas informaciones a las habitualmente utilizadas por ellos...
En todo caso, he pretendido ofrecer, pese a la relativa fragilidad del
estado actual de los conocimientos sobre el periodo estudiado, un modelo
reducido de su fisonomía, características, avatares y funcionamiento. Mo-
delo reducido que, como tal, sólo aspira a ser sustituido en un futuro lo
más cercano posible.
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el panorama que se abre ante sus ojos es muy diferente al que conoce en su
lugar de origen, ya que nuestro país presenta acentuados rasgos tercermun
distas y un plomizo atraso estructural y político.
La sociedad que le acoge tiene aún en la memoria las desgarraduras
producidas por la violenta eliminación, veintidós años atrás y a manos
de una coalición entre militares ultramontanos y la retrógrada burguesía
agraria, de una república constitucional y progresista. De igual forma, to
davía perduran en ella las heridas producidas por una cruenta guerra civil
carlista que hace veintiún años ha concluido. Asimismo, los estómagos
populares aún recuerdan las consecuencias de la gran hambruna padecida
catorce años atrás. Se vive en una sociedad que tan sólo hace seis años ha
restablecido el sufragio universal y que vegeta bajo una monarquía «cons
titucionalista» en la que el rey reúne y concentra todas las prerrogativas.
Los hipotéticos espectadores españoles del nuevo invento ven transcurrir
su existencia presidida por conflictos coloniales y sociales, inmersos en un
clima político en donde el riesgo de pronunciamientos militares es conti
nuo, y soportando unos salarios cuyo bajo nivel determina una inestable
y precaria escala de consumo. Espectadores cuyo país ha conocido cuatro
años antes una sangrienta revuelta campesina en Andalucía, cuyas inver
siones industriales dependen casi hasta 1911 del capital extranjero, y que
importa productos alimenticios, materias primas textiles y maquinaria in
dustrial, mientras sus exportaciones se reducen a ciertos productos agríco
las (vinos y naranjas), metales vizcaínos y tejidos catalanes que se encami
nan hacia unas cada vez más disminuidas colonias: colonias que se pierden
dos años más tarde de la presentación del cinematógrafo en Madrid.
La española es una sociedad que al acabar el siglo tiene un índice de
natalidad del 77%, cuando el europeo asciende al 81%, y cuya masa cam
pesina supone el 68% de la población, mientras los trabajadores industria
les no alcanzan la cifra del 16%; cuya población es analfabeta en un 50%
y cuyos habitantes se encuentran dispersos por la geografía hispana (en
ciudades de más de cien mil habitantes sólo reside el 9% de los españoles).
Y que, además, padece desde 1859 un crónico problema bélico en el norte
de África, y cuya legislación laboral sólo se dicta en 1900...
En consecuencia, las tres largas décadas a lo largo de las que se desa
rrollará el cine mudo español estarán marcadas por esas circunstancias,
que sólo de forma débil mitigará el paso del tiempo. Así, aquellas décadas
conocerán dificultades coloniales en Marruecos, una sociedad perniciosa
mente impregnada de una mentalidad castrense sólo preocupada por su
22
autoprestigio, continuas agitaciones obreras y campesinas, feroces repre
siones, desastres bélicos, semanas y jornadas trágicas, huelgas generales,
campañas anticlericales, inoportunos asesinatos anarquistas de presidentes
liberales de gobierno, pertinaces y abrumadoras intromisiones de la iglesia
y de las numerosísimas órdenes religiosas en la sociedad civil, trienios bol
cheviques en el sur, pistolerismo patronal en el norte... Todo ello mientras
la burguesía se enriquece a ritmo acelerado sobre los esfuerzos, primero,
de la población trabajadora, y, después, a causa de la favorable coyuntura
que impulsa la guerra europea. Finalmente, 1923 verá imponerse una dic
tadura militar de rasgos progresivamente musolinianos...
De todas formas, los comienzos del cine entre nosotros son similares
a los de cualquier otro lugar del ámbito occidental. Un nuevo enviado
de los Lumière, el joven Alexandre Promio, filma durante las primeras se
manas de junio —aunque parece probable que en los primeros días del
año Francis Doublier ya rodara, durante un viaje exploratorio por cuenta
de Lumière, una corrida de toros— características escenas locales con las
que engrosar el Catálogo de Vistas Lumière. Así que las primeras «esce
nas españolas», las primeras películas que se impresionan entre nosotros
por el galo mensajero de los Lumière, son un par de ocasionales panora
mas portuarios barceloneses, vistas urbanas madrileñas, ejercicios mili
tares protocolarios y ritos taurinos; es decir, lo más visible o pintoresco
para una mirada poco atenta. Tras ello, Promio regresará hacia Lyon.
Antes Boulade había dejado preparada la presentación pública del ci
nematógrafo en Madrid, el 14 de mayo, en un aristocrático salón del
centro de la capital.
Todo esto se refiere, claro está, al cinematógrafo Lumière, procedi
miento considerado hoy canónico por lo que a la reproducción de imá
genes en movimiento se refiere. Sin embargo, entre 1894 y 1896 son
numerosos los ingenios mecánico-ópticos patentados para reproducir
imágenes en movimiento, algunos de los cuales conocerán un modera
do desarrollo industrial por lo que también aparecerán entre nosotros y
con mayor presencia, si cabe, que los aparatos de la empresa Lumière,
para cuya potencia industrial nuestro territorio no dejaría de ser, por
evidentes motivos de evolución económica y demográfica, un mercado
relativamente secundario; mercado que, por esa misma lógica, y a la in
versa, podría resultar rentable para todos aquellos pequeños empresarios
marginales y ambulantes que habrían adquirido esos otros sistemas gene
ralmente menos perfeccionados pero más baratos.
23
De forma y manera que el certificado de nacimiento del espectáculo
de imágenes (analógicas) animadas registradas sobre un soporte de celu
loide y consumidas colectivamente mediante entrada de pago (lo que hoy
entendemos como cine) tuvo lugar varios días antes, con otro sistema y
en un marco bien distinto: el 11 de mayo, de la mano de un madrugador
electricista correcaminos llamado Erwin Rousby, mediante un aparato de
nominado Animatógrafo (que bien pudiera responder, aunque no nece
sariamente, al sistema del mismo nombre del inglés Robert W. Paul), en
un circo (el Parrish), y en compañía de las atracciones correspondientes.
Así pues, a partir de mayo de 1896 el cinematógrafo va presentán
dose por toda la geografía peninsular: a finales de mayo en Barcelona
(un precario Animatógrafo); durante junio también en Barcelona, Za
ragoza y Lisboa; y consecutivamente en Madrid, Valencia, Santander
(julio), Bilbao, San Sebastián, Murcia (agosto), Coruña, Valencia, Za
ragoza, Valladolid, Sevilla (septiembre), Valencia, Pamplona, Barce
lona, Madrid (octubre), Vitoria, Murcia, Madrid, Alicante, Anda
lucía (noviembre)... Y lo hace bajo toda suerte de denominaciones y
aparatos entre los que se pueden, trabajosamente y con todo tipo de
reservas, identificar los sistemas de Gaumont-Demeny (Cronofotó
grafo), Meliés-Reulos (Kinetógrafo), Pathé (Ecnetógrafo), Edison
(Vitascopio), Paul (Animatógrafo) y, obviamente, Lumière (Cinema-
tógrafo).
Y, en consecuencia, tras las diversas filmaciones de Promio (las once
panorámicas que dan origen a la serie «Vistas Españolas»), comienzan a
registrarse las primeras películas españolas filmadas gracias a la iniciativa
de algunos exhibidores que quieren presentar a su público temas locales
que permitan asegurar cierta fidelidad de sus primerizos espectadores a sus
establecimientos en detrimento de la competencia. Sus títulos son Llegada
de un tren de Teruel a Segorbe, proyectada en Valencia el 23 de octubre y
filmada varios días antes posiblemente por Charles Kall (probablemente
porque podría ser otra película reutilizada para el caso, sin que ello aminore
la importancia política de su utilización); «Siete actualidades» madrileñas
presentadas el 11 de noviembre y filmadas días antes por el operador fran
cés Beaugrand; y, finalmente, dos «vistas» valencianas y otras dos «esce
nas» típicas (Baile de labradores y Ejecución de una paella) filmadas por
el francés Eugène Lix con la asesoría de dos pintores locales, y exhibidas
en Valencia el 17 de diciembre. (Nótese que todos los operadores de este
material son o parecen ser franceses...)
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A partir de este momento los temas se irán repitiendo pese a que,
cabe presumir, la producción de vistas y temas típicos no fuera muy
abundante en los años siguientes por elementales razones económicas.
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