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PENÍNSULA - Feb2007

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ACERCA DE PENÍNSULA

Península es una novela fragmentada en 9 capítulos divididos en dos partes o


dos marcados estados de vida del protagonista: el poeta y oficinista Piero
Buccardo.

La novela trata sobre la infructuosa búsqueda de identidad e irremediables


intentos del protagonista por querer encajar en la sociedad moderna, en que
las convenciones sociales son requerimientos que lo exceden. Una sociedad,
además, en la que no hay espacio para que la literatura, y menos todavía la
poesía, resuelva decentemente la vida de nadie sin ser vapuleado (aunque sí
es posible que dicha vida fuera entendida desde lo poético). Desde culminados
sus estudios universitarios a sus veinte años hasta poco más de sus cuarenta,
seguimos los episodios de este confundido e inocente poeta-oficinista, víctima
de sí mismo, poseedor de una sólida formación en ciencias económicas y de
una singular propensión al arte que parece gobernarlo, siendo testigos de sus
pequeños triunfos, apenas disfrutados; pero también testigos de su inexorable
hundimiento en las fauces del extravío. Piero Buccardo proviene de una familia
de clase media de inmigrantes italianos, dividida entre el amor al trabajo y al
hogar, donde el padre, enfermo de celos, es un frío símbolo de poder opresor.

La novela transcurre en una Lima moderna, lírica y pestilente, dibujada o


subvertida desde el malecón de la Costa Verde transitando de Barranco a
Miraflores, para luego situarse, muy breve, en una anónima provincia de la
sierra peruana; y, posteriormente, en la segunda mitad, tomar por asalto el
Centro Histórico, recorriéndolo con afiebradas pupilas, descubriendo otra piel
sobre la agitada dermis de la ciudad, la misma que se vuelve un territorio de
pesadillas y ensueños alimentados de la misma realidad.

La primera parte, Costas delirantes, esboza la vida de Piero Buccardo desde


poco después de que abandonase las aulas universitarias y huyera de la casa
paterna al departamento de su amigo Renzo, poeta clandestino líder de un
grupo de rapsodas que se hacen llamar Los Tres Veces Dulce. Concluye esta
primera parte con la reclusión de Piero en un nosocomio casi a sus cuarenta
años, atropellado por sus tribulaciones, luego de haber estado errando por el
mundo, dividido entre el arte y el subsistir, enfrentando, además, un destino
que parece empecinarse en mantenerlo a la deriva.

En la segunda y ultima parte del libro, Naves a pleamar, nos encontramos con
un Piero maduro, viviendo en la soledad de su añorado departamento en lo
más alto del Malecón Cisneros, confundido entre libros y gaviotas, alejado y
espantado de la sociedad que lo vapuleó cuando joven y aun cuando ya no lo
era tanto. Sabe que el tiempo jamás podrá volverse atrás, y que todo intento de
ello le produce desolación; pero sabe aun que la vida no ha sido lo que él
pensaba ni lo que le dijeron que sería, y entonces decide vivirla a su aire, sin
importunarse por nada, ceñida al arte y a las sorpresas que antes tuvo que
sacrificar, o vivir a medias, aunque ahora también desconfía de ello. Así,
sabremos de él sólo a través de urbanas travesías suyas, pequeñas batallas,
fogonazos distanciados en un túnel, piezas sueltas de un todo en constante
cambio, noticias de sus enfrentamientos con una Lima que por momentos se
torna tenebrosa.

Península es una novela episódica que pretende fecundar estados poéticos.


En poco más de 200 páginas la novela es narrada fundamentalmente por dos
voces que se alternan e incluso parecieran confundirse con cierta intención:
una omnisciente aunque reservada, que habita en los silencios del
protagonista; y la otra, la cadenciosa voz en primera persona de Piero
Buccardo, que es la que lo enfrenta al mundo.

OPG. Noviembre 2006

2
Yo no viviré jamás la edad viril.
De niño me convertiré en un viejo con el cabello blanco.

Franz Kafka

Teoría del “error inicial”: en toda vida hay un error preliminar,


aparentemente banal, como acto de negligencia, un falso razonamiento,
la contracción de un tic o de un vicio, que engendra a su vez otros errores.
Carácter acumulativo de éstos. Al respecto: imagen del tren que, por error del
guarda-agujas, toma la vía equivocada. Más justo sería decir por un descuido
del conductor de la locomotora. Más justo todavía imputarle el error al pasajero,
que se equivoca de vagón. Lo cierto es que al pasajero se le terminan las
provisiones, nadie lo espera en el andén, es expulsado del tren, no llega a su
destino.

Julio Ramón Ribeyro – “Prosas Apátridas”.

Yo buscaba otro ser,


Y ese ha sido mi buscarme.
Yo no quería ni quiero ya ser yo,
Sino otro que se salvara o que se salve,
No el del Instinto, que se pierde,
Ni el del Entendimiento, que se retrae.

Martín Adán – “Escrito a Ciegas”.

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Oscar Pita Grandi

PENÍNSULA

INDICE

PARTE PRIMERA: COSTAS DELIRANTES

 CAPÍTULO PRIMERO

 CAPÍTULO SEGUNDO

 CAPÍTULO TERCERO

 CAPÍTULO CUARTO

 CAPÍTULO QUINTO

PARTE SEGUNDA: NAVES A PLEAMAR

 CAPÍTULO SEXTO

 CAPÍTULO SÉPTIMO

 CAPÍTULO OCTAVO

 CAPÍTULO NOVENO

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I: Costas delirantes

5
A mis amigos Cristian Galarreta, Fabián Escalante, Jorge
Vargas, Xixe Fuentes y Renzo Bolognesi, por lo que fuimos en los noventas.

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1

TAL VEZ UN ORÁCULO

Habían emergido de la profunda obscuridad de la noche cernida sobre el


parque, anunciándose con dilatadas crepitaciones que sus pasos le arrancaban
a la maleza... Apenas si tardaron menos de un verano en comprobar que Piero
sí era uno de ellos. Le habían advertido más de una vez que nunca renunciara
a su elevado refugio. Le habían aconsejado que no tratase jamás de entender
nada. Le habían ofrecido sus manos, sus ojos, sus piernas e incluso lo que se
le antojara con tan solo señalarlo a la distancia, porque así marchan las cosas
entre ellos, Los Tres Veces Dulce. Incluso supieron consolarlo como se
consuela a un lobo herido; y con el tiempo aprendieron a apaciguarlo,
velándolo con prolongadas ausencias que luego lo devolvían taciturno y
cauteloso; no obstante, por los recientes episodios, lo acusaban de traidor y lo
abandonaron en la playa la tarde de hoy: las botas en una mano, las bastas
recogidas, sus pies desnudos, sembrados en la orilla, ahogándose como
pilares de algo insulso que cortaba a la resaca. Aciagas palpitaciones le
espoloneaban el pecho. Gaviotas. El faro inerte. La tarde llegaba a su fin y el
estallido de las olas parecía haberle ganado unos metros a la playa. Las bastas
recogidas, antes libradas del mar, ya le pesaban oscurecidas por el agua. La
brisa que antes lo refrescaba despeinándolo, ya le producía escalofríos.
Escapar. Trepó por el zigzagueante sendero dibujado en la piel del acantilado y
al cabo de algunos minutos, jadeando, llegó a la vera del Malecón Cisneros.
Pocos niños en el parque triangular. Anaranjados barrenderos. Un amarillo
heladero tocando marcha de retirada. Autos de recorridos indiferentes
retocaban la silueta de la Costa Verde. Abajo, había quedado el mar. Arriba y
adelante, quedaba su refugio. El ocaso destellaba insinuante, desafiante en el

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dosel de balcones y cristales que enfrentaba al acantilado. Su guarida. El
conserje revestido de borlas y caireles y de hipócritas ademanes. Piso 14.
Nunca por el ascensor. Un paso. Un salto. Trancos gigantes. Su corazón era
un perro nervioso a punto de explotar de asfixia cuando llegó al umbral de la
azotea. La caótica bastedad de su terraza. El cielo azafrán era invadido por
adormilados tules azulados que arribaban indiferentes desde Chorrillos. El
parapeto despellejado por la brisa. Gaviotas reposando alineadas. La playa era
un ondulante y ampuloso cobertor escamado de luminosos visos verdes,
azules y violáceos extendido desde el horizonte. El faro empezaba a
desperezarse. Abre la puerta de su habitación y al ingresar sus pies patean
algo ligero que se deslizó bajo la cama. Aquello a lo que más le temía lo
aguardaba allí, en el piso, amenazándolo con su indiferencia. Se inclinó y
recogió el sobre, desconfiado; como se duda del perro solícito y desconocido
que nos mueve la cola en medio de la calle, pero en cuyos ojos, uno es incapaz
de interpretar lo mismo que de su cola se entiende. No era ningún manifiesto
de Los Tres Veces Dulce. Ni tampoco algún recado de su madre; cosa poco
probable. Tampoco quejas del comité senil del edificio. No. Era la misiva que
pensaba sería definitiva.

Aquella fresca noche Piero Buccardo tuvo un intenso insomnio. Abrigado


por un ligero pijama, meditaba echado sobre su cama. Al voltearse, sobre su
lado derecho, veía la solitaria ventana que entregaba al mar. Y cuando lo hacía
sobre el izquierdo, criticaba el trazo o el color o lo cursi de unas acuarelas
suyas colgadas en esa pared. Hacia la madrugada, se levantó en busca de un
cigarro. Y aunque le apetecía volver a la cama a fumarlo, prefirió el alféizar de
la ventana. Se llegó hasta ella y la abrió de par en par, permitiendo así que un
soplido salado invadiera su alcoba y le alborotara los ensortijados cabellos
sobre la frente. Montado en ese bajo murete, recostó su espalda en el quicio de
la ventana, viendo hacia el exterior, y quedó expuesto a los agónicos sablazos
de luz que el faro desvelado le asestaba a la noche, o al velo de neblina que la
antecedía. Piero Buccardo fumaba su Camel. Olía el tabaco persistente
impregnado en la brisa que soplaba contra él. El faro trabajando. El rumor de
las olas. Aspiraba plácido de la brasa. Fumaba cual si fuera el último cigarro

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ofrecido a un sentenciado, y con no muy distintas tribulaciones, exhalaba el
humo que le porfiaba por instantes a la brisa. Al acabarlo, traspuso el vano
completamente y quedó de pie; avanzó unos pocos pasos y reposó acodado
sobre el parapeto de la terraza. Miraba hacia abajo. Veía la pista abandonada e
iluminada por lánguidos postes, las diminutas bancas vacías, la ondulada
desnudez de la vereda, las copas de los árboles y antes del acantilado,
salvando el cerco vivo de geranios y granadías, una retahíla de tercas ramas o
manojos de brazos o piernas que eran sacudidas por el viento. Pensaba
todavía en sus días venideros y en la correspondencia recibida. Suponía
nefastas consecuencias, producidas por actos que sabía cometería nunca.
Encendió otro cigarro. Acuciado por la incertidumbre, aspiraba presuroso y la
brasa, excitada, le iluminaba el rostro demacrado. Exhalaba pausado, quizás
temiendo que la vida se le fuera a escapar en el vapor de tabaco que
abandonaba sus labios, reconfortándolo frente al mar. Mas en un arrebato
involuntario que le apretó el ceño, sus posibilidades de porvenir e indeseables
escenarios cruzaron inasibles, fugaces y tormentosas por sus ojos, sobre la
costa oscura. La brasa palpitó breve cerca de su rostro. Un geniecillo de humo,
confiado, presuroso, expulsado de su boca se formaba en la penumbra para
fragmentarse impetuoso en el viento. Las olas. La brisa. Sus manos. Miró en
derredor. A lo lejos, Lima era una dramática procesión de infinitos destellos que
parecían volcarse sobre ellos mismos en medio de la noche que los empujaba
hacia el mar. En la calle, dos insólitos autos dibujaron la curva del Malecón
Cisneros con sus recorridos, uno tras del otro. Alzó la mirada y continuó
acodado en el parapeto, fumando con la correspondencia apretada entre los
dedos de su mano libre, viendo a la noche acostada al final, sobre el Pacífico,
hasta poco antes de que el alba la espantara.

FINALES CREPÚSCULOS DE MARZO.


El sol parece incendiarse desde su interior a esta hora, cuando inicia su
diario descenso hacia el mar de la Costa Verde, antes de hundirse ahí, a
extinguirse. Piero Buccardo, desde su azotea en el Malecón Cisneros, con los
ojos fatigados, contemplaba ese ocaso. Era un muchacho de veinticinco años,
unigénito, economista sin vocación; aunque inteligente. Además, herido de

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poesía y desempleado por voluntad propia. Usaba la barba rala y los cabellos
rizados sobre los hombros. Vestía yines y camisetas y calzaba botines de
cuero. Era, también, un tipo delgado y no muy alto que llevaba el aliento
habitualmente torcido de vodka y tabaco. Albergaba, en su mirada, el brillo
propio de una adolescencia cercana y finos rasgos de una cultura latina. Con
esos ojos negros, como recién desembarcados a este mundo, contemplaba la
puesta del sol desde la azotea del espigado edificio en que vivía. Parecía
atribulado y no seducido. Por las noches, no lograba conciliar el sueño. Y por
las mañanas, se le olvidaba lo qué hacer. Estaba así desde que arribó de viaje
del interior del país. Sabía que aquella correspondencia, de la que era en parte
responsable, lo alcanzaría llegado el fin del verano. Sabía, además, y muy a
pesar suyo, que con ella vendría la posibilidad de renunciar a lo que hasta
ahora él había amado.

Piero Buccardo, erguido en la cumbre de su altísima terraza, observa


consternado cómo el sol del final de la tarde, o del principio de la noche, con un
delgado resplandor azafrán, ha iluminado los dominios de su reino sobre el
balneario. El viento le revolvía los negros cabellos, algunas gaviotas y
pelícanos planeaban rumbo al acantilado, lánguidas nubes cruzaban en
manadas por sobre todo y desde Chorrillos: iban lentas, en dirección al faro, a
escabullirse detrás de los edificios, a obscurecer parques y avenidas, calles y
jirones, patios y callejones. Lima, apreciada en lontananza a la hora del
crepúsculo y desde ahí, le resultaba un hirsuto espejismo de millones de
palmas de manos sembradas en concreto, cuyos dedos yuxtapuestos y
extendidos al cielo formaban comunidades y urbanizaciones que dibujaban
senderos e intersticios por donde la gente, venida la noche, se escabullía.
Altísimas falanges habitadas. Inquietos letreros girando como veletas en
esquinas indicaban el nombre de caprichosas calles trazadas por un arquitecto
demente, recluido mucho antes de que pudiera ver su obra. Puertas que daban
a ninguna sala no obstante a la mañana habían despedido a alguien desde allí.
Ventanas que abiertas parecían cerradas. Balcones con gente aferrada a las
barandas de un barco. Vastos parques enverdecidos de álamos y eucaliptos
colmados de niños que corretean y cazan mariposas hasta que sus madres,

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presurosas, escupidas de las bancas, interrumpen sus charlas y los arrastran
de los brazos para que no se pierdan en aquellos marmóreos mausoleos que
ya empiezan a brotar entre la bruma. Cocheras que bostezan desterrando
automóviles que nunca pudieron dar con ellas al regresar. Puentes cruzados
imposibles de volver a sortear pues han sido mudados donde antes hubo algún
obelisco o restaurante. Autopistas que al día siguiente serán las alabastrinas
calzadas que conducen a una parroquia que, al paso de unas horas, no lo será
más; pues un edificio de viviendas se erguirá en su lugar, cuando no un
ministerio con miles de personas desesperadas, esparcidas en las escalinatas
reclamándole domicilio a un burocrático sujeto cebado, atemorizado en el
rellano más alto y con un megáfono en las manos, pues ya no reconoce a
nadie y además, como todos, ya no sabe llegar a casa. El intermitente brillo de
una ciudad que en pocos minutos cederá a la inminencia de la noche. La
historia de su vida misma, pensada también por él y desde ahí, se le antojaba
igualmente un espejismo. Un ustible espejismo.
Se atusó sin precisión, con el brazo, el cabello que le formó un ajeno
cerquillo. Un suspiro le ganó la boca y postergó la última pitada de su Camel.
Víctima de la arrebolada, su mirada divagaba en el brillo último del horizonte,
esperanzada en descubrir los primeros pelos de alguna nave que remontara el
abismo de los mares. Y en una mano sostenía la correspondencia que halló
pocos días atrás, extrañamente, en el piso de su refugio. Y sentía que esa
carta, recogida aquella fresca noche, había violado sus dominios; aun los de
sus proyectos personales. Se obstinaba en esa impresión. La anticipada
existencia de aquella correspondencia le era conocida no obstante. Alguien la
había deslizado bajo su puerta, como quien desliza una carta cualquiera,
pensaba. Sin embargo, el remitente le quedaba más que claro; tanto, como que
ésa, no era una carta cualquiera.
Adivinaba que a diferencia del mar y la ciudad, su existencia no cedería
a la noche, próxima desde ultramar; sino, a los hechos en que se convertirían
las palabras vertidas sobre la misiva que su mano sostenía. Porque es sabido
que las acciones engendran consecuencias imborrables; aunque tomen
primero, las acciones, la forma de palabras. También se sabe que una vez
pronunciadas las palabras, no se puede nunca devolverlas a la boca; cual una

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bala que fuera disparada, por error o accidente, o por voluntad propia. Piero
Buccardo decidió leer aquella epístola entregada no a él, propiamente, y así
era ya en parte responsable de lo que no hacía todavía, o de lo que evitaba
realizar. De lo que proyectaba y anulaba en su confuso porvenir. Porque
además, una vez leídas y asimiladas las palabras, se torna imposible extraerlas
de uno y de lo que éstas hubieron formado también en uno. Entonces no se
atina en qué ha sido resuelto y qué no, aún. Precisamos de momento,
titubeando, o quizás con extrema necesidad, viajar al país en que reposan
nuestros actos, o lo que de ellos ha quedado: una travesía hacia un puerto
recóndito, anónimo, desde el cual una vez zarparon incendiadas, todas las
palabras.

SI LAS AMARRAS FUERAN SOLTADAS

Ha transcurrido un poco más de tres años desde que me gradué (aún


recuerdo la ceremonia con la toga y las fotos). De inmediato, me sentí investido
con el hábito de alguna orden del claustro más riguroso. Tan sólo una noche
delgada bajo mi almohada y, al amanecer, mi vida se vio enredada en un
torbellino que soplaba, giraba, construía y destruía escenarios y posibilidades
de vida que, al final, sólo me dejaba jirones. Carroña. Una vida que, por si no
se habían percatado, me pertenece. Pero claro, eso a quién le importa.
La rebeldía, que no fui capaz de manifestar cuando me encaminaron a
ser algo que ni siquiera sabía para qué me serviría, despertó de súbito ni bien
llegamos a casa de mis padres. Podría decir que me poseyó. Miraba mi
diploma y mi birrete dejados sobre el sofá. Algo me aguijoneaba el pecho y las
vísceras. Cedía y volvía a hincarme y a arderme. Aún me perturbo las veces en
que recuerdo aquella fotografía, congelada por siempre detrás de mis ojos: mi
diploma y mi birrete, dejados sobre el sofá. La empleada traía copas y
champagne en una bandeja plateada. De momento me sentí involucrado en un
film de David Lynch grabado en mi sala, rodeado por las personas que solía
tener cerca de mí y que luego del brindis, quizás en un descuido al atender
algún ruido venido de la calle o de la cocina, desaparecerían sin dejar más
rastro que sus copas vacías. Papá dijo, ante lo que yo le increpaba y en un
tono hosco y blandiendo su pipa, que eran las consecuencias del

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intelectualismo mal orientado y que nunca se fió de las universidades; mamá,
también con una copa en la mano pero con un Salem y no una pipa, que es por
culpa de esos amigos extraños que tengo y que no sabe por qué nos hacemos
llamar Los Tres Veces Dulce. Mi abuela sólo sonreía y me guiñaba el ojo
mientras bebía de ese licor francés. ¡Buona fortuna! Pienso que es algo
inevitable y que nadie puede contener por mucho tiempo lo que forma parte de
su piel.

La primera semana luego de mi graduación, fue una semana


insoportable y decisiva. Anulada mi odiada rutina universitaria, la extrañé como
nunca pensé que lo haría. Me quedaba tiempo de sobra para pensar en mis
cosas y eso era justamente lo que me atormentaba. El tiempo caía a raudales y
se empozaba en los rincones de mi habitación, que en ese entonces, sentí más
que como una pecera, como un estorbo. La más estúpida postura de mi
velador o de mi lámpara de noche me escupía a la cara su servil hermandad.
Estaba inquieto. Sopesaba mis posibilidades noche a noche y me odié por ello:
pues me percaté de que el análisis académico había copado hasta mi vida
fuera de aulas, incluso mis actos más fútiles. Y yo me lo reprochaba. Pensar.
Meditar. Postergar. Recapitular. Detestarse. No me atrevía a enfrentarlo. Todo
cuanto miraba me envolvía en nauseas, mis pasos carecían de sentido alguno,
estaba marchitándome a mis veinte años.
Sentía unos deseos aplastantes de no hacer nada y hundirme en las
frívolas ordenes paternales, de embelesarme en la calidez de prolongados
encantos familiares a costa de una vida que no me atrevía a recorrer; a fin de
cuentas, pensaba cuando algún verso me detenía casi al fondo del abismo,
siempre tendría noches y energías suficientes para sentarme a escribir y no a
calcular cifras para terceros. Pero del otro lado de la balanza, en la otra orilla
de aquella playa que a veces se comía al Mundo, palpitaban deseos y
tentaciones que me eran imposibles contener; más complicado aún porque era
yo, creía entonces y aún lo siento, quien en cada amanecida se encargaba de
sembrarlos involuntariamente y con tesón desde pequeño, como un poseso
jardinero del Demonio. No se requiere de magia para tomar una decisión,
recuerdo que me decía con una convicción habitualmente escasa en mí. Basta

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pensarla y ejecutarla y luego festejarla o arrepentirse de haberla tomado pero
más, de haberla ejecutado. Ya no sé si aquéllas eran mis palabras o lo que me
había quedado de tanto oír las tertulias de Los Tres Veces Dulce. Temía. Pero
ni modo. Había que hacerlo. Lo preví para el fin de la siguiente semana.

Aquella ansiada noche la recuerdo claramente no tanto por la


abrumadora conciencia que me mantuvo en vela como por las correrías en los
tejados de una de las gatas de mi madre, huyendo despavorida entre zarpazos
y maullidos del asedio de los angustiados mininos del vecindario, atraídos por
el perturbador celo que mi abuela no pudo disuadir con abluciones de vinagre y
jengibre. En esa madrugada, durante las parpadeantes horas de acoso, pensé
que no era el único despierto en casa, al menos no hasta que los maullidos y
gemidos cesaron y una calma exigida por la costumbre se apoderó de todos los
rincones. Y entonces no pude más que imaginarme a la robusta gata persa de
mi madre, sus sensuales ojos redondos y azules, su glamour de Marilyn al
ronronear peinándose el lomo de bisonte albino enroscándose entre las
pantorrillas de mamá, su esponjosa y exuberante cola hipnotizada por una
lejana flauta mientras bebía delicada su porción de leche tibia, sus pasos
pequeños y calculados cuando subía por las escaleras en busca de las caricias
de la abuela; además, me imaginaba a tan engreída y atesorada damisela
aferrada con sus últimas garras marfiladas de alguna cornisa cercana, con sus
mitones echados a perder, despeinada, estrujada y víctima de sus deseos,
penetrada espinosamente por un bastardo que no distinguía de estirpes y que
luego, desangrada y sin decencia, la iba a abandonar. Cerré los ojos para
intentar conciliar unas pocas horas de sueño, pero me engañaba al pensar que
realmente estaba durmiendo, descansando, cuando en verdad estaba
imaginando mi clandestina partida y lo que sería mi futuro próximo.

Con los primeros visos del alba emprendí una rápida y desordenada
huída de mi casa, en San Borja, al departamento de Renzo, en Barranco. Los
Tres Veces Dulce me recomendaban romper el cascarón cada vez que nos
reuníamos a incendiar el mundo desde una alcoba o un parque cualquiera, y yo
ya había decidido irme a vivir con el líder. Cargué mi mochila con más libros y

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discos que ropa. Escondí una bolsita de cuero detrás de la bragueta, con los
billetes enrollados que mi nonna me obsequiaba a hurtadillas. Salí en silencio,
y al bajar las escalinatas hacia la calle desguarnecida, el letargo matutino y los
trinos de aves invisibles me parecieron perfectos como escolta; me detuve un
instante a recorrer con la mirada la silente cuadra de izquierda a derecha: dos
Toyota estacionados, humedecidos de noche en la acera de enfrente como
mudos testigos; las bolsas de basura todavía al pie de los arbustos o sobre
pedestales de fierro, algunas con los vientres escarbados por nocturnos perros
hambrientos o criadores clandestinos de cerdos o algún loco famélico o
juguetón; vi, además, las esbeltas rejas petrificadas, ventanas y cortinas
cerradas hasta que de pronto Marilyn me descubrió o yo la descubrí a ella por
su desvergonzado maullido; estaba empapada a un lado de los geranios, al pie
de uno de las ventanales que ilumina la sala. Me acerqué hasta donde ella y la
levanté sonriéndole, revisándola por si la habían lastimado, pero no pude ver
más que huellas de lo que era evidente. Le acomodé la piel del abrigo y la
devolví al jardín, a que aguardara porque una de las muchachas la recogiese al
salir por el pan; la miraba confundido, pues Marilyn afuera era como si mi
madre me estuviera viendo huir. Ya descendía a la calle por las escalinatas
diciéndole con un gesto que por favor guardase silencio; ella se relamía la lluvia
del lomo, se limpiaba las plantas de sus robustas patas con la aspereza de su
lengua y se frotaba, luego, los ojos con el dorso de sus mitones… de pronto
pareció comprender lo que ocurría en frente de ella, así que reclinó su maciza
cabeza a un lado y me quedó viendo con desdén o con esa indiferencia con
que los gatos nos ven en el mundo, y poco después de que volviese a
relamerse el lomo, partí.

Realmente, disfruté de mi pequeña primera independencia. Sin


embargo, la emoción enmudecía por las noches cuando pensaba en
mamá y sólo tenía a Renzo durmiendo en la cama de arriba. La soñaba
mucho y muy seguido. Renzo me decía que no cabía duda: ella piensa
en ti. Me lo decía con el sentimiento de convicción y tristeza que siempre
me guardó. Su madre, antes de morir, le dijo que él nunca la iba a dejar
de soñar y que ella tampoco iba a dejar de verlo. Un vaso más de vodka

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y mejor escuchamos algo más animado. Los acordes de Silvania no nos
ayudaban mucho en aquellas ocasiones, menos todavía Nudo de cielo y
delfín. A veces pienso que Renzo reunió a este grupo de poetas
incendiarios no tanto para preservar lo que el llamaba “el destino de la
poesía” como para no sentirse tan solo. A veces pienso que yo me uní a
Los Tres Veces Dulce no tanto por la poesía, sino por Renzo. A fin de
cuentas jamás pensé que lo mío podría llamarse poesía. Lo que escribía
El Balurdo sí que lo era; aunque tuviera todas las faltas de ortografía del
mundo; y en varios idiomas; aunque con esa boca que no sabía sino
estar perennemente boquiabierta, con esa cara pecosa de plátano
mosqueado y con esos pelos de cucaracha, y esa nariz resbalada en dos
tiempos, era difícil tomarlo como poeta y no como una especie de autista
en recuperación… siempre me inspiró algo de temor el silencio con el
que me miraba, pero su poesía era todo lo contrario, era, más bien,
estrepitosa y altisonante, plagada de signos de admiración. Lo que
explicaba que escribiría El Burrito, también nos parecía poesía; sólo que
pocas veces le alcanzaba la consciencia para sentarse a hacerlo, y más
de una vez se dudara sobre su alfabetismo. Siempre andaba bromeando
con la nariz de El Balurdo, y ello parecía gustarle al Balurdo, que incluso
le pedía sin éxito que le hiciera un poema a las “lomas” de su nariz. Las
pocas líneas que le arranchábamos de las manos a La Princesa Hierba,
también era poesía; aunque solo empleara verbos de a lo más cinco
letras y recomendara vivir en cámaras de gas, diciéndolo con esa carita
tan espeluznantemente tierna que pocas veces sonreía. El mismo Renzo
era un poeta enrevesado que mezclaba filosofía, música y fútbol para
explicar el caos del mundo; pero nunca pasaba a limpio nada, y al cabo
de pocos meses o años sus poemas crecían en fuerza, en belleza, en
musicalidad, no obstante estar contenidos en amarillentas hojas
atiborradas de tachaduras y llamadas a los márgenes que casi nadie,
salvo él mismo, lograba traducir. Incluso Maira, la comenubes, y no
justamente por sus versos, pienso que era más poeta que todos

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nosotros: pues ella nunca se enteró de que lo era, siéndolo desde mucho
antes de que nos conociera. Lo mío: nunca supe cómo nombrar lo que yo
escribía; a pesar de que al resto le gustara. Y si realmente existía algo
que nos homologaba, eso era el Cine; aunque el término “homologar”
pudiera caer en discusiones, recordando que rara vez nos poníamos de
acuerdo sobre alguna película o sobre algún director o sobre algún actor
o actriz. Más justo sería decir que todos éramos absorbidos por una
desmedida pasión por el Cine; salvo por El Burrito, que por lo general
abandonaba la sala de proyecciones a mitad de la película, pues decía
que con eso le bastaba para enterarse de todo. Los Tres Veces Dulce,
cada quien con sus gestos y sus temores, con sus manos ensuciadas de
indiferencia, con un lugar vacío dejado en la mesa familiar, con un
pedazo de memoria arrancada del recuerdo, con sus pocas ropas y
héroes de papel sabía yo que cada uno de nosotros abrigaba una
quimera solitaria en el corazón. Así, con aquella cofradía acompañando
mis pasos y aterrizajes, entre tormentosas disyuntivas y paradisíacas
noches, salvé mi primera temporada como independiente tan contento
como preocupado, puesto que el mundo aún no terminaba de encajar
con lo que había pensado yo que sería. Aparte, el dinero de la nonna y
mis ahorros estaban por agotarse. Sin embargo, persistí. Pero una
mañana, casi un año después de mi partida, no pude contener los
deseos de volver a ver a mi madre. Renzo había salido a dar un paseo
por la playa, y yo aproveché en partir sin explicarle nada ni mentirle.
De Barranco a San Borja, haciendo trasbordo en el Orrantia, hice casi
una hora. El tráfico era insoportable al medio día.
A la tarde me aparecí en la casa. Aún conservaba mis llaves. Mamá
estaba en el jardín interior, con la abuela. Cuidaban de los nardos dejando que
la resolana se divierta sobre ellas. Mi nonna me miró como si me viera a diario,
y sin desatender a las flores me dijo: Vaya si te has demorado; mira nomás
cómo tienes a tu madre. Yo me mantenía callado. Mamá, en cuclillas y con las
manos terrosas, volteó hacia mí. Cuando me bañó con la luz de sus ojos, todo

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lo demás desapareció. Se incorporó suave. Se limpió las manos en su delantal
y avanzó hacia mí, abriendo los brazos, aguzando la mirada mientras delineaba
su mediterránea sonrisa, armándome con su perfume a campo fresco y a
buena sazón. Me aferró a su pecho agitado y después me alejó un tanto, me
tomó por mis ásperas mejillas, me contemplaba y yo me sentía de nuevo un
colegial. Me dijo que estaba flaco. Me besó la frente y del brazo me condujo a
la cocina para que me sirviera spaghetti a la marinera y un poco de vino. No
pensé que podía llegar a extrañar el olor de la cocina. El caño seguía
goteando. Los gatos, grandes y pequeños, persas y bastardos, entraban y
salían. Conversamos en voz baja en el comedor de diario, como refugiados. Le
pedí perdón sin mirarla a los ojos (a veces me es imposible sostener tanta
dulzura). El spaghetti estuvo perfecto. Se lo hice saber y ella, presumida, se
frotó las uñas en el pecho. Pero le dije también que sólo estaba de visita y que
así sería mejor. Ella escanciaba el tinto, colmando mi copa, sin importarle el
futuro. No me lo dijo. La conozco bien. Sentí que, en ese preciso momento,
tener a su figlio, frente a ella, lo era todo.
Papá se asomó por el corredor. Salía de su estudio. Estaba metido en su
bata y traía las manos en los bolsillos y la pipa en los labios, chupándola con
mesura, dejando atrás unas tímidas y aromáticas volutas de humo. Avanzaba
lento hacia nosotros. Yo sabía que con cada paso iba disponiendo sus
palabras. Todo en su lugar. Nada debía de sobrar. No fue sencillo convencerlo.
Es un tipo duro. Tuve que tragarme la plática sobre las mujeres, la familia y la
patria. El esfuerzo de enviarte a la universidad, para qué, me dijo. Más tabaco
para rellenar la cazoleta y preguntar por su encendedor. ¡Aunque sea el de la
cocina, mujer!, le espetaba a mamá. Al final, el viejo se deshizo cuando la
abuela, su suegra, le besó la frente y le dijo: Míralo, acaso no te reconoces. El
viejo sólo atinó a decir una palabra, mordiendo la pipa apagada: Bernardo. No
demoró en romper su silencio y dijo: No quiero que sea como Bernardo. Le
respondía así a su suegra, pero viéndome directo a los ojos: los suyos, verdes
o celestes, empequeñecidos de cansancio con los párpados doblegados
plisados de arrugas, su piel empezando a resquebrajarse en las mejillas
aunque sin perder su natural rubor, su abundante cabello cenizo peinado a un
lado, el gesto duro que le rayaba la frente, los labios ya casi extintos y la nariz

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roma ensanchada con los años. De cualquier forma, lo que todos me
reprocharon fue que tardara casi un año en volver a verlos. Que ni siquiera por
mi santo los hube visitado ni llamado y comparaban mi cariño hacia ellos con el
que sentía yo por Renzo. Me reprochaban, además, que me hubiera marchado
de la noche a la mañana. Entre gallos y media noche, aseveró papá. ¡Como un
saltaventanas! Pero qué he hecho todo este tiempo. Un poco de ésto y algo de
aquéllo. Estaba prácticamente conviviendo con Los Tres Veces Dulce y
leyendo como nunca antes y aun escribiendo historias o poemas de historias
que al final rompía o quemaba y que después de unos días rescataba del
tacho, al menos las que no fueron incineradas por completo o vueltas trizas,
aunque sí estrujadas y orladas de lumbre. Me entregaba entonces durante
horas, días y noches con pasión de arqueólogo o de niño solitario, a armar
sobre mi mesa los rompecabezas en que se habían convertido mis textos
vapuleados por mi impaciencia o insatisfacción, o por mi falta de talento. Había
reunido en poco más de un año un manojo de versos o prosas poéticas o algo
que se asemejaba a algo que siempre me parecía mejor que lo mío, que
pensaba sería lo único que yo iba a escribir en toda mi vida. No sé para qué las
reunía y las guardaba, si más bien parecían papiros rescatados de los ardores
de alguna urna crematoria. Incluso pensaba agruparlos bajo un título que
nunca llegaba a mi imaginación; y cosa curiosa, además de haberlo presentido
siempre, fue Renzo quien finalmente y sin saberlo bautizó mi triste “poemario”
que jamás nadie leerá. Pero eso no era todo. Nadie iba a entender en lo que
estaba metido. Hay cosas que cuando las explico, desaparecen.

Quizás por eso, por temor a que mi historia desapareciera o se volviera


ajena ante mis ojos, fue que realmente huí. Pero quién sabe realmente el final
de las cosas. Quién y cómo lo podría garantizar. Nadie. No lo supe entonces,
hace dos años, cuando visité a mamá por vez primera y la hallé en el jardín con
sus nardos, junto a la abuela. Con sus nardos y sus gatos adorándola en
ronroneos. Y tampoco lo sé hoy ni lo sabré nunca. Más aún, con esta carta en
mis manos; puesto que me confunde inclusive pensar en quién la deslizó por
debajo de mi puerta y por qué estaba rasgado el sobre. Si quien abrió el sobre
fue la misma persona que lo deslizó a mi refugio. O si fueron personas

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distintas. Quién y para qué se ha querido enterar de algo pensado para mí.
Posiblemente más de uno, y en tal caso debí haber dicho quiénes. Enterarse
de una comunicación ajena. Pero más que esta indiscreción, me perturba el
contenido. Me obliga a cuestionar mis intenciones. Mis convicciones. Mis
negaciones. No obstante, sabía que llegaría pronto, pues así me fue dicho
entonces. Fue remitida a casa de mamá. Así lo pedí, recuerdo. Allí siempre hay
alguien. Yo casi no estoy en ninguna parte. ¿Y si hubiera consignado un
destino falso y así la carta nunca me hubiera hallado? ¿Hubiera sido llamado
traidor por tan solo haberla deseado, a pesar de que pudiera haberla
rechazado?

Desde que visité a mi familia, en esa primera vez luego de mi fuga, mi


presencia en su casa fue más frecuente. Retorné varias veces a ver qué
noticias había. Más durante el invierno, por mamá y sus afecciones
bronquiales. Papá insistía, entonces y como de costumbre, con lo del trabajo.
Yo, obstinado, lo rechazaba. Mi vida, en ese tiempo, estaba acompañada de
nuevas sensaciones. Deseos. Dolores. Placeres. Y tribulaciones. No me gusta
nada aislado. La magia de la complicidad de los elementos es la que me
conquista. Siempre he sucumbido ante el placer en conjunto, a saber tanto de
las cosas hasta olvidarlas por completo, a ser un desconocido frente al espejo
que me repite sin pensarlo siquiera. Mi nonna sabe de qué hablo. Por ella es
que renté mi propio nido, en el que vivo desde hace más de un año. Casi dos.
Habito en el techo de uno de los edificios más altos del malecón. Sólo ella lo
conoce, creo. Aunque alguna vez, pasados de vueltas, vinimos aquí La
Princesa Hierba y yo pensando en hacer el amor bajo la luna leyendo a
Novallis; pero ella se descompuso en vómitos y tembladeras y entonces la dejé
dormida junto al cilindro de la basura, tapada con una toalla y cuando desperté,
ya se había ido. El Burrito y El Balurdo también lo conocen, aunque cada quien
a su vez y jamás juntos, pues temía que provocaran algún incendio o se
robaran mis libros. Renzo jamás quiso venir desde que lo dejé de nuevo solo
en su departamento de Barranco. No obstante Los Tres Veces Dulce, a pesar
de saber mi paradero, quedaban descartados como furtivos carteros
cachueleros: pues la tarde en que a hurtadillas alguien deslizó dicha

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correspondencia bajo mi puerta, ellos me hacían a un lado de sus vidas, en la
playa, llamándome traidor.
Una tarde le comenté a mi nonna que anhelaba vivir solo y ella, en sotto
voce y en italiano, y sin cuestionarme respecto de Renzo, me contó que su
amiga vivía aquí desde hacía mucho y pensaba ofrecerlo en alquiler. Te va a
encantar, me dijo, pertenece a la tía de un tal Ribeyro, fumador o escritor, no
recuerdo bien que fue lo que de él me dijo mi amiga. Ma non interessa. El
asunto es que antes se lo arrendaba a su sobrino que tenía fama de huraño,
pero desde que el tipo partió a Europa, ella volvió a su antiguo hogar, al
edificio; quizá por nostalgia; sabes, Piero bellissimo, nunca pude responderme
qué quería la vieja de mi amiga viviendo en el piso catorce de un edificio,
teniendo loco con sus mandados al conserje que en aquel tiempo, ya parecía
tan decrépito como la pobre. Yo no lo podía creer. Ribeyro. Su antigua guarida.
Yo. Mi próximo nido. Me costó trabajo reprimir la emoción y mostrarle a mi
abuela cierta pena por el favor que me estaba haciendo. ¡Y qué favor!
Entonces vinimos a hurtadillas de mis padres a visitar a su decrépita amiga un
domingo y la hallamos muerta sobre una mecedora al extremo de la terraza (mi
terraza), cubierta de moscas y gaviotas que se alimentaban de ella, sitiada por
ejércitos de puchos y miasmas imposibles para un solo día. Pues aquí estoy;
pero no justo en donde estuvo la vieja muerta, sino, encima de lo que fue su
alcoba y antes, pero también después, lo fue de Ribeyro, de quien no pudo
contarme nada: ni cómo era de chiquito ni nada. Estoy aquí, de pie sobre el
techo del techo de la azotea de un edificio de catorce pisos en pleno Malecón
Cisneros. Respiro por los ojos la pasividad del cielocéano. Y he releído muchas
veces, en estos recientes días y noches, la inoportuna correspondencia que yo
mismo he generado. Primero el sello postal (con una curiosidad infantil que creí
extinta). Luego el remitente (negando con la cabeza). No tuve que rasgar el
sobre, pues ya alguien lo había hecho por mí. Desde que recogí la carta del
piso, temo más por mis actos que por mis pensamientos; y decir esto, ya es
bastante, al menos para mí. Y encima las nubes que hoy no se saben estar
quietas. Avanzan. Se sueltan de las manos. Prosiguen solas. Se juntan a otras.
Se anudan y avanzan. Y muy rápido el día de hoy. ¿Estarán huyendo también?

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CAMBIOS EN LA BITÁCORA

La culpa es mía. Pensaba demasiado. Dudaba.


Si me atreví a molestar a papá, a morderme la lengua, a aceptar el juego
de pertenencia con su atrofiada realidad, fue porque todo cambió
drásticamente. Muy rápido. Entonces, como consecuencia de la buena
voluntad de mi padre y de mi estupidez, comenzaron las evaluaciones.
Papá se encargó. Hace veinte días planeó el viaje al interior. Hace dos
semanas realizamos una rápida visita por las instalaciones de Textil Jandoca; y
lo más complicado entonces para mí, fue pensar en alguna mentira que me
excusara ante Los Tres Veces Dulce. Ya en Textil Jandoca, paseamos primero
por la fábrica y luego por el edificio administrativo en donde había un escritorio
que me esperaba. El obeso Director, compañero de alguna añeja carpeta de mi
padre, nos acompañó al inicio dentro de la planta industrial. Pero después,
cuando salimos de ahí y llegamos a la trapezoidal plazuela, camino al edificio
de oficinas, retuvo por el brazo a mi padre y me dio una palmada en el hombro,
como si me hiciera falta ese pequeño impulso para marchar en solitario. Creo
que sí lo necesitaba. El enhiesto frontispicio no estaba lejos. Continué
avanzando, intimidado por una frívola arquitectura en opaco cemento,
ornamentada con cegados arcos alternados con ventanas dispuestas en frente
y a los laterales. Crucé el pórtico principal del edifico. Recorrí los anchos y
largos pasadizos escoltado por el eco de mis pasos solamente. Gente
silenciosa tras los cristales de sus módulos, me miraba con desdén. No pude
evitar sonreírles, pues me sentí ambulando por truncos corredores extraídos de
Alicia en el país de las maravillas, esperando a que apareciera algún conejo
parlanchín que me guiara. Sin embargo quien apareció fue un tipo con un
curioso terno beige, lentes gruesos y un escueto bigote; me hizo una venia al
cruzarse conmigo en uno de los pasillos. No pude evitar detenerme y voltear a
verlo alejarse, andando con un paso que parecía demasiado rápido para él.
Una semana después, emprendí el mismo viaje. A las mismas
instalaciones. Viajé solo. Al llegar a Textil Jandoca y luego de llenar algunas
fichas y formularios, de cotejar mi identidad y otros detalles cotidianos en la
portería, me entrevisté con las psicólogas. ¿Qué color te gusta? ¿Tienes
problemas con las mujeres? ¿Desde cuándo no te masturbas? ¿Eres tú quien

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inicia la conversación en las fiestas? ¡Me estaba enloqueciendo! Me asusté, y
mis pies bajo la mesa y enlazados a las patas de la silla se pusieron a temblar.
¡Eran capaces de leerme el pensamiento! ¿Qué te gusta comer? No podía
responderles a eso, pues sentía que podía traicionar a mi abuela. Una iba
llenando los formularios mientras las otras leían, preguntaban y conversaban
entre ellas. Hacían una pausa a sus murmullos y se dirigían a mí, que estaba
marchándome, sin moverme, en la luminosa y colorida tarde empotrada en la
ventana. Creí no haberlas oído, y la más próxima me devolvió al salón con dos
toques de su lápiz sobre mi mano. La que parecía dirigir el interrogatorio, me
hizo notar que no era benéfico, para mi cometido, guardar silencio a las
preguntas. Me dijo, además, que si estaba consciente de lo perjudicial que
podría ser eso para mi futuro. ¿Futuro? Peor. Más mutismo todavía. Cuando
me siento consciente de mi consciencia, me pongo muy mal. Me dan náuseas y
escalofríos. Mi boca lloraba saliva. Pedí permiso y me retiré al baño.
Cuando volví a mi asiento, al rato de usar el inodoro, me extendieron
una cartulina blanca y un lápiz. Me pidió, la más vieja, que dibujase a mi
familia. Dibuja a tu familia, muchacho, y no lo pienses mucho, recuerdo que me
dijo. Lo hice. ¿Y éste? ¿Quién es? Lo zio Bernardo, respondí. Lo qué. En
castellano, insistieron. No sabían quien estaba de cabeza y quienes de pie o
viceversa. Se miraron. Me miraron. Dejé quieto el lápiz. Enseguida la más
joven realizó una extensa anotación. Tuvimos un breve receso, y prosiguieron
las preguntas acerca de la vocación y de las drogas y mis carcajadas, hasta
que la más vieja, otra vez, me pidió que colaborase. El ser tan socarrón,
también podría perjudicarme. Continuamos jugando a las preguntas y a las
respuestas hasta que la noche brotó por la ventana. Estaba agotado. Me
alojaron en su hospedaje durante los tres días que duró mi evaluación. Luego
del primero, prosiguieron más exámenes. Todos engorrosos. Al concluir cada
sesión, sentía que me conocía menos y me ponía torpe. Me alimentaron muy
bien, pero mi dormitorio era horrible. Era una caja blanca construida con
paneles de zinc rellenos de espuma y desprovista de ventanas, aunque con
aire acondicionado y calefacción. Podía escuchar sin esfuerzo, desde ahí, el
ruido de prensas cerrándose sobre algo metálico, sometiéndolo durante pocos
minutos para luego exhalar, y quedarse calladas por un momento. Alcanzaba

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también a oír calderos resoplando, grupos electrógenos que roncaban
amargamente sin tregua, además oía, en intervalos desiguales, silbatinas de
vapor, cual si un buque ingresara a puerto; incluso de madrugada... ¡Pero si la
costa más próxima está a siete horas de aquí! Descubrí, en mi primera noche
de huésped, que había traído mi insomnio de Lima. El llano cielo raso. El foco
encendido. Sólo anhelaba regresar a la costa. A mi calmo y elevado balcón, en
que a veces me parecía estar viendo al flaco Ribeyro, acodado en el parapeto
disfrutando de un cigarro, librado del tiempo, preguntándome por qué carajo no
me sentaba a escribir.

He comprobado que no me queda mucho de este lado para permanecer


aquí, en mi refugio marino. Tal vez todo sea como dice Hermann Hesse
(aunque yo me enteré por boca del Balurdo o del Burrito) y “sólo quien está
pronto a partir y peregrinar podrá eludir la parálisis que causa la costumbre”. En
todo caso, he respondido fríamente, con una llamada telefónica tan solo, la
carta del Director. La misma que vino acompañada con los resultados de mi
evaluación con un folio de menos, según la compaginación. Un texto que a
duras penas soporto. El mismo que también ha leído alguien más en mi casa.
O tal vez alguien de mi edificio. O ambos. No deja de avergonzarme esta
infidencia. No tengo otra salida que aceptar los términos, por más que los
aborrezca. No puedo seguir deambulando por aquí. No así. Ya no me importan
Los Tres Veces Dulce. Ya no queda mucho que defender de este lado. Uno
avanza y la gente se va. Ya no me importa que me llamen traidor. Papá ha
debido de influir en la decisión del Director, a pesar de las evaluaciones. No
existe otra explicación. En tal caso, ¿para qué adjuntar los resultados de mi
evaluación? ¿Qué pretenden comunicarme sin decirlo claramente? ¿Cómo
podría yo interpretar lo que no se dice en forma cotidiana? ¿Qué lectura habrán
tenido de ello, de mí, quienes han leído esto antes de que yo lo hiciera? ¿Qué
estarán pensando de mí, sin que yo me entere ni entienda nada, aun cuando
también he leído el informe? (La vida es un experimento y la calle es un buen
laboratorio. El hogar es siempre el cuartito congelado donde se guardan las
muestras; hasta mañana, mamá).

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A duras penas logro sostener las hojas que estoy releyendo acá arriba;
el viento se ha despertado de mal humor esta tarde. No pensé que tanta
estupidez pudiera caber en una página o dos o tres. Cómo pueden descifrar,
con unas cuantas preguntas y dibujos, el desquiciado enigma, si a uno la vida
no le alcanza para resolverlo. No hay tiempo para preocupaciones de segundo
orden. Si continúo pensando en las posibilidades, recaeré. Es algo inevitable
buscar el vórtice de lo que me sucede. ¡Qué patético este informe que me han
hecho llegar! Si se lo hubiesen guardado, me perturbarían menos. Tal vez
porque sé que alguien más, en mi familia o en el edificio, también ha sido
enterado. Qué puede saber el resto de un pasado que no ha vivido conmigo. La
idiotez intelectual es la que me ofusca pero; aún así, mi memoria debe de
persistir por sobre todo. Por sobre mí, inclusive; y no olvidar lo que fui y lo que
soy y dejar de estarme aguantando el paso pensando en lo que iré a ser.

EN EL PUERTO DE LAS PALABRAS INCENDIADAS

He reconocido la sensatez que me empuja a emprender este viaje por el


cual Los Tres Veces Dulce, con dos despistados miembros más, me han
expulsado y tildado de traidor, y no los culpo. ¡Pero qué cosa podría saber yo
del “destino de la poesía”! ¡Quién carajo soy para guiar a un grupo de
náufragos! Con cuánto dramatismo suelo tomar a veces los actos más
cotidianos. La madre de mi amiga Lucía, dice que debería de estar agradecido
de tener un padre tan bueno que hasta se preocupa de conseguirme trabajo. Y
yo pensaba en responderle: un padre tan idiota que no sabe qué hacer para
alejarme de mamá. Como si mi madre me diera a mí los mismos besos y
abrazos que le brinda a él en la oscuridad de su alcoba. Quizá presienta que
incluso cuando mamá lo besa y lo abraza, ella piensa en mí. En soportarlo
resoplando whisky y putas encima de ella, por mí. En bajar la mirada ante sus
frívolos ademanes y maquillarse sin escrúpulos, por la mañana, el inflamado
párpado que detuvo el dorso violento y dominante de su mano, por mí. En
soportar su flatulencia y su obsceno beso de las buenas noches bajo las
sábanas, por mí. Entonces se veía imposibilitada de contradecir a su marido,
mi padre, cuando éste persistía, nunca tan astutamente, en alejarme de ellos.
De ella. Esas veces mi madre también callaba. No le daba la razón pero

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tampoco osaba contradecirlo. Si alguien pudiera alguna vez editar un manual
para descifrar silencios. Los breves. Los largos. Los gesteados. Si alguien
pudiera alguna vez decirme lo que pensaba papá cuando por las mañana o a la
tarde, antes de irme a la universidad, yo me prendía del cuello de mi madre y la
besaba de fantasía, tras la nuca, como en aquellas películas de Liz Taylor que
tanto le gustaban y que le disminuían una veintena de años, mientras papá,
incólume, con su pipa en los labios y fingiendo no haber levantado nunca la
vista del periódico, se incorporaba y abandonaba en silencio la mesa del
comedor de diario y se marchaba al baño de visita, azotando la puerta. Sólo
gestos quedaba entonces. Gestos y latidos que nunca hallaban respuesta.
Silencio. Siempre silencio. Mamá callaba por mí. Por mí. Yo. Partir. Marilyn. Lo
que me asusta mucho es perderme. Alejarme tanto de lo que guardo y me
cobija que tal vez no pueda volver o, peor aún, no darme cuenta y quedarme
del otro lado. El lado de papá. ¡Jamás! Necesito re-crearme para no
extraviarme. No. No existe foto ni documento que perdure tanto como el
universo intestinal que conservo conmigo. Los brazos han comenzado a
picarme. El tiempo no deglute. Yo lo sé. Calma. Necesito tranquilidad en mi
paraíso. Por qué no puedo ser indiferente a todo, como la ropa que el viento
fustiga en los cordeles. De un lado el mar y el resto, edificios. Azoteas y atisbos
de una insondable metrópoli. Un espejismo. Falanges habitadas. Puertas que
nunca se abrirán y si lo hacen es para ser devoradas por ellas mismas. Sempre
più, sempre lontano. Cuando niño, mis ojos siempre en el cielo, como hoy, pero
casi veinte años atrás. No quiero olvidarlo nunca. (Y digo “nunca” con la
certeza de que ese fin existe y que yo jamás lo conoceré). Tampoco me
permito olvidar mi rotura de peroné al tropezar con un buzón destapado cuando
salía de la escuela primaria persiguiendo a una ballena que en el cielo
discurría. Y lo pienso hoy como preámbulo de algo que ignoro y que tal vez
empezó en mi vida como principian las historias más fatales: inocentemente. A
veces lo pretérito se vuelca sobre mí con tanta fragilidad, que por momentos
percibo que aún no lo he vivido; que se sigue de largo en busca de su
verdadero dueño, de un muelle donde atracar. No obstante lo recuerdo cual si
fuera legado. Como la vaporosa ballena que sobrevolaba antaño mi escuela y
que jamás he podido apartarla de mis sueños desde que la vi, aún inasible en

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mi juventud, la considero el inicio de todo mi sentir. Mi destino marcado por una
ballena que alguna vez por el cielo de mi escuela voló, y que sólo yo pude ver o
sólo estuvo ahí, por mí. Tontería más grande querer entender o explicar mi
existencia a raíz de una ballena de nubes que cuando bambino perseguía.
Tontería más grande querer explicarse o entender lo que nos sucede. Tontería
más grande pensar que podemos entender todo… incluso a las ballenas que
cruzan por nuestras cabezas. Puedo asegurar que años después la he vuelto a
ver. O tal vez no la he visto nunca (otra vez esa palabra) y por eso creo verla
siempre. Estas cosas no se le pueden confesar a quienes te evalúan. Tampoco
que algunas noches, más con el vodka y los caramelos mágicos, tomo la
precaución de cuidar mis pasos al camiflotar sobre los postes y azoteas. Les
piso la joroba o la cabeza sin pedirles disculpas y sigo sin rumbo. Qué más da.
Andar por la vida es como preparar spaghetti: unas veces quedan al dente y
otras, terminan en un tacho, según mi abuela. Comida para cucarachas. Como
mis textos. Así son las cosas. Pobero mamma. Antes era la distancia y ahora
es el tiempo lo que me aleja de ella. Al menos podía visitarla los domingos o
cuando me hastiaba de tomar sopas instantáneas, comer pizza o pollo a la
brasa traído a domicilio. Todavía no me voy y ya la estoy extrañando toda. Su
cara tierna cuando yo con quince años, contándome en la penumbra de mi
habitación que el Tarot le vaticinó un nefelibata en el vientre. Una noticia así,
no se da como los buenos días. No a ella. Los suspiros le ganaban la boca el
día en que se lo dijeron, me contó. Pobre. Pensó que era el nombre de un tipo
de cáncer. Hizo falta que yo cumpliera veinticinco años y pasara mis últimos
tres fuera de casa, para darme cuenta de que mamá no estaba tan errada
respecto a eso del cáncer. Recuerdo que a mi abuela materna le
diagnosticaron lo mismo cuando joven. Esto me lo contó ella misma. Papá se
asustó porque mi tío Bernardo, su cuñado, no hizo en su vida otra cosa que ser
trapecista colgado de las crucetas de los puentes, allá, en la Italia de
posguerra. El nefelismo adopta extrañas manifestaciones, decía papá. No
conocí a mi tío Bernardo. Sólo en fotos añejas y refundidas que mi nonna
atesoraba más que a su propia vida. Y con ella las defendía. Y Bernardo
ostentaba entonces un inmenso mostacho. 1958. Última función en alguna
calle de la Italia. Colchón de nubes y Bernardo al viento sobre los ojos del

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público. 23 años. Morto. Titulares. Mi abuela, que entonces era madre
solamente y no sabía que sería mí nonna, vino a Perú en buque con el resto de
la familia al poco tiempo de semejante desgracia. Una vez en Lima, ya
instalados con ciertas comodidades, pues los italianos nunca abandonan a sus
paisanos cuando en tierras ajenas se hallan, mi familia se dedicó a trabajar y a
velar por un próspero porvenir. No obstante las distracciones y la buena
marcha de dicha empresa, mi abuela parecía arrebatada por la melancolía ante
la proximidad de la noche, y ya todos sabían que era a causa del hijo muerto,
mi tío Bernardo, con quien todos me comparan aún. Fue por eso que mi bella
nonna gastó sus dos años posteriores a esa infortunada noticia, venida a ella
de labios de saltimbanquis y escupefuegos, reponiéndose de la pérdida en una
casa de reposo en Chaclacayo, a un océano de distancia de Ponte Garibaldi
que cruza el río Tevere al sur de Roma, en cuya populosa rivera estuvo
apostado Bernardo con un grupo de gitanos, la tarde en que se perdió en el
cielo, cuando se soltó del trapecio.
Los años han transcurrido en aparente calma para mi nonna; aunque
determine cuando se entrega a su mundo, que nunca perdió a su primogénito,
porque suo figlio Bernardo (lamentablemente), nunca estuvo aquí. Mira la
nuvolaglia, recuerdo que me decía de pequeño mi abuela, mira la nuvolaglia. Y
yo, obediente entonces, pero con más ilusiones que en este momento, miraba
al cielo con bastante aprensión. Veía antaño al límpido cielo de mi infancia,
guiado por las fantásticas biografías que mi abuela le inventaba a cada nube.
Durante el tiempo cuando yo aún estaba dentro de mamá, me contó mi abuela,
ella le aireaba el rostro afiebrado a su hija embarazada, en la habitación de la
madame, las veces en que ahí acudían en busca de consejo. Una vez repuesta
mi madre, la suya le explicó que no se trataba de nada serio. Nefelibata.
Nefelismo. Cáncer. Que yo nunca me subiría siquiera a un columpio. Que su
hermano, mio zio Bernardo, no se repetiría en mí. Pero yo sé que mi tío
Bernardo sigue haciendo piruetas debajo de algún puente. Desde entonces, le
cuesta mucho a papá salvar siquiera el más corto, camino del trabajo, sin sentir
que su cuñado Bernardo le viene a tomar de las manos o del volante. Papá
dice que él se aferra fuerte al timón de su Dodge y hunde el pie en el
acelerador. Pobre papá. También lo voy a extrañar, aunque no consiga

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entenderlo nunca. Se apenó mucho antes de mi nacimiento, porque sabía que
pronto yo no estaría, a pesar de que todavía no llegaba. Y besaba enternecido
el vientre hinchado de su esposa. Y le hacía mimos a su ombligo regordete. No
sigas a Bernardo, le decía al vientre de mamá, y yo escuchaba desde adentro.
Ya sé de eso. Extrañar lo que aún no se marcha. Lo que pasea al lado de uno
tan cerca que ya ni se le escucha. Vidas que he disfrutado y que después me
parecían imaginadas. Pero el viento y el mar no son impostores de nada.
Tampoco los autos que corren allá abajo, ceñidos a la curva, aunque no
puedan nunca hallar la casa que los despidió. La sal en el viento. Adoro las
noches de verano desde aquí. Casi se me vuela la carta. Algunas luces ya se
están encendiendo. Los postes. Los autos. Las ventanas.

ARCHIPIÉLAGO
¿Qué hubiera sido de mi vida si todos siguieran aún conmigo? Y no me
refiero solamente a Los Tres Veces Dulce y sus extrañas maneras de hacer
amigos o enemigos, emboscándolos en algún parque, como lo hicieron
conmigo. Y si nunca hubiese aceptado la ayuda de papá. Si mucho antes, no
hubiese huido de casa. Y aun antes, no los hubiera complacido estudiando
ciencias económicas sino Letras, como yo quería (es extraño que lo diga en
pasado, cuando todavía lo siento y debo ya dejar de mentirme). Si hubiese
tenido un hermano o hermana que se quedara con mamá, a consolarla, cuando
en ocasiones como ésta, yo no estuviera con ella. Si tuviese yo los mismos
anhelos de los demás. ¡Pero qué maldito destino el mío! Venirme a tocar ser
poeta en un cuerpo de economista. Si hubiera sido mendigo quizás no me
estaría lamentando tanto. Nunca nadie podrá responderme a todo ello. No
obstante aquí estoy de pie y enfrentado al océano desde lo alto, cargando a
cuestas mi invisible caparazón, alojando ahí, invisibles también, pesares que
otros no padecen o no creen sufrirlos como yo. Quedo erguido, equidistante a
dos tiempos. Como el silencio entre dos gritos del que hablaba Sologuren. A un
brazo de mi pasado y a otro de mi futuro. De pie en este presente mío, que por
momentos es tan sólo rocío entre mis manos. Los Tres Veces Dulce entre los
árboles. Renzo y Maira bajo el puente. Ángela y Lucía embriagadas de amor.
Mi pequeña vida exigida a soledad.

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¿Será que próximos a partir revistamos el equipaje? ¿El caparazón? Por
qué, hoy. Mio zio Bernardo, las veces que lo recuerdo, me vienen aromas a
madera, a herrumbre. Recostado sobre mi cama, el chelo de Renzo, en
cambio, huele a vodka. Los huequitos de mis venas verdes huelen siempre a
pus. Mamá, mi mamma bella, huele a spaghetti in salsa di pomodoro. Mi nonna
huele a naftalina o gencianas. ¿A qué olerá mi tristeza, Françoise Sagan? No
creo ser romántico al decir que es un placer respirar aquí, arriba de todo.
Aunque en mis pulmones no pueda esconder mucho aire. Cuando inhalo
profundamente, ellos se inflan apenas, y mis pies se desprenden un poquito del
piso. Cuando estaba en la clínica, hacía lo mismo; pero entonces mi cuerpo
levitaba sobre la camilla. La enfermera corría hacia mí, a sujetarme del
meñique para que no me estrellara contra el cielo raso, y luego se esforzaba en
bombear las nubes de mi pecho con sus manos entrelazadas. Mis nubes la
miraban desde los huequitos de mis venas verdes y yo me escondía con ellas.
Nunca me encontrarán, decía para mí. Tiempo suficiente para treparme en el
lomo de un unicornio que cruzaba junto a un zapato por la ventana y por favor,
mamma, le pedía con la mirada como una vez lo hice con la peluda Marilyn, no
me mires así, que me vas a delatar. Inyecciones de glucosa. Y luego los
muchachos arremetían contra los galenos y se metían a mi cuarto a mirarme y
a preguntarme en multiplicadas voces qué se siente estar así, tan en otra.
También tenía a Ángela, mi enamorada. No sé por qué me refiero a ella
en pasado, como si diera ya por sentado que también la he perdido. ¿Acaso
creerá también que la he traicionado? Ella se ríe cuando le digo que puedo
respirar por los dedos. Pone esa carita tan de colegiala. Me cubre los ojos con
su pañuelo cowboy y me rellena la nariz como a un muerto, pero con
algodoncitos de mentholatum. Recuerdo que al comienzo estornudaba y ¡plaf!
proyectiles de mocos algodonados en su cara. Era tan cómico verla
despejándose el rostro. Parecía una gata limpiándose las lagañas con sus
patas ensalivadas. “Piero”, me decía conteniendo la risa, “eres un asqueroso”.
Pero no demoré en acostumbrarme. Gusta de meter su lengua por mis orejas y
alimentarse con mi cera. Cuando se hastía, me la ofrece, pegoteada y amarga,
para que se la limpie con mis labios y después, con su lengua aseada por la

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mía, lame mi cuello. Dice que así quedo lejos de las nubes y cerca de ella.
Ritos de pareja. Me hace palpar hojas de ruda. Infusiones hirvientes de
manzanilla. Sus muslos perfumados y erizados. Polvo de pimienta y recipientes
con óleos o mostaza. Su pecho breve y desnudo. Yo voy adivinando lo que
toco sin ver nada ni oler algo distinto al mentholatum. Pero claro que no puedo
determinar a qué huele todo. Nadie es perfecto, le decía. Me cuesta percibir el
perfume de su entrepierna sin coger más allá. Tibio. Húmedo. Terciopelo
áspero y frondoso y sus lúbricos labios apretados. Se disgustaba cuando le
decía que tenía un aire a Isabella Rosellini. Ella, se recogía el cabello y ladeaba
la cabeza, e insistía en que su aire era a Claudia Cardinale. Yo le decía que no
tanto y se enfadaba. Quedaba desnuda, tendida y curvada sobre la alfombra
verde olivo de su sala, acomodando la postura hasta que emulaba la de su diva
italiana, con el sexo al cielo y un brazo como almohada y una pierna recogida.
Yo, de pie a su lado, la contemplaba. Buscaba el encuadre contrapicado que
hubiera exaltado su postura. Terminábamos tirados sobre esa alfombra,
resoplando luego de habernos amado, lamiéndonos los lomos como perros,
curándonos después de habernos contado, desde el cóccix, una a una las
vértebras con los dientes. Y siempre sobre el final, era Isabella Rosellini la que
se quedaba conmigo, protegida o velada por su camisón azul; pero al inicio de
nuestros juegos, la peligrosa sensualidad de Claudia Cardinale era la que
prevalecía. Concluíamos entonces con la sesión de curitas. No muchos
adheridos en mi espalda, sobre las marcas hechas por ella. Sin embargo, los
había por millones en la espalda de Ángela, que primero fue la de Cardinale
para quedar como la de Rosellini, y un par más y en cruz en donde estuvo su
carnoso lunar, disputado hasta entonces en cada contienda. Luego nos
vestíamos y veíamos el noticiero tomados de las manos, pulcros, esperando
muy buenitos a que lleguen sus papis con la pizza y la Inca Kola.

EXPEDICIONES DIURNAS
Anoche salí a caminar, y cuando reparé en ello, estaba ya a pocas
cuadras de la casa de mis padres, en San Borja. Quizás quería ir a verlos y no
lo sabía. Últimamente me siento muy solo. Una vez en casa, papá me dijo que
en mi nueva vida me irá de maravilla porque soy un joven muy inteligente. No

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sé qué tiene que ver la inteligencia con la felicidad, le dije; pues mis instantes
felices son muy simples y faltos de inteligencia (esto me lo callé). Sólo sé que
nunca he trabajado en nada formal y que me voy a iniciar fuera de Lima,
ejerciendo mi carrera. Curiosa palabra que sólo me hace pensar en una
autopista vacía. Lejos del malecón. De los pedazos de mi vida que se han
quedado prendidos de los árboles y de las azoteas. De la alfombra redonda en
la sala de Ángela. De los parques que tanto he habitado. De los gemidos,
hedores y sabores de mi convulsa e insaciable amante: Lima. ¿Dónde
conseguiré los anticuchos y picarones que venden las negras en Barranco?
¿Dónde una tarde apoyado en el pretil frente al mar de la Costa Verde? ¿Y los
capuchinos o los churros de Manolo’s en Larco? ¿Y un Sol y Sombra o las
butifarras del Cordano o las noches en el balcón del bulevar en que vivía Martín
Adán, o las pesquisas en librerías de viejo entre los meaderos de Quilca?
¿Dónde un grupo de afiebrados rapsodas, peleados consigo mismos,
enfrentados a sus aplastantes adolescencias y limitaciones en brazos del arte,
rebeldes, orgullosos de ser nadie sino poetas de anónimas filas que decía amar
a la poesía más que a sus propias madres? Nadie tiene ninguna respuesta. Y
aquí, desde lo alto, parece que nada me pudiera tocar. Sin embargo, con sólo
saber que puedo abandonar todo esto, ya he comenzado a dejarlo. Sé que
extrañaré también a Los Tres Veces Dulce. No puedo culparlos por odiarme
luego de haber aprendido a quererme. Evito siquiera nombrarlos porque sino
voy a bajar a escarbar entre los matorrales, entre las peñas del acantilado, en
las colas de los cine-clubes, perseguiría las luces más tenues del horizonte
buscándolos, gritando sus nombres y sus poemas implorándoles que me
perdonen… pero también querría decirles que aun existe poesía en lo que he
decidido ejecutar, porque qué más poético que alejarse de lo que se ama
porque no se le desea corromper; decirles que lo mágico se pierde en visos
lastimeros cuando uno no es sincero, y mejor es marcharse a pesar de que sea
la sinceridad la que nos condena; decirles en murmullos que no desesperen en
explicaciones, porque la cobardía nos sofoca una vez alcanzada la
comprensión, y mejor sería morir engañados, que convencidos de fingimientos.
Ninguna ballena en el firmamento. Los Tres Veces Dulce, lo que de ellos ha
quedado, vendrían como saltimbanquis atolondrados con El Balurdo a la

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cabeza, blandiendo navajas, querosén y sogas para atarme a una silla y
quemar mis maletas, regocijándose cual si incendiaran buques repletos de
violadores, mientras La Princesa Hierba, silenciosa y vengativa, o El Burrito,
torpe y cadavérico, me alimenta con vodka, versos y aromático humo
delicuescente y es algo que deseo tanto, tanto. Pesares. Me arrepiento de
haber insultado a La Princesa Hierba aquella noche cuando no hicimos el
amor; pero es que ninguno de los dos estaba en sus cabales… ¡pero cuándo
carajo lo hemos estado! Aún así creo que jamás me perdonará el que la haya
despreciado y abandonado semidesnuda en la terraza, como a una gaviota
revuelta en sus deposiciones, refugiada detrás del cilindro de la basura. Los
Tres Veces Dulce: trilces, tristes y bohemios; una improvisada familia de
bizarros sentimientos y maneras; la moral en una cajita de melodías, cercenada
hasta su más correcta expresión, con una pata en la genialidad y la otra en la
demencia; dueños de cuanto alcanza su mirada. Para qué más.
Desencantados. Porosíperos. Traslúcidos. Tenía yo menos de un año de
mudado con Renzo, cuando principiamos la elaboración de una lista de
pretextos de por qué vivir. Cada sábado, en el parque grande de Barranco,
cerca de la casa de la comenubes Maira, añadíamos al listado un pretexto más.
Así estuvimos por casi un año, hasta que Renzo se aventó del Puente
Armendáriz. La lista quedó truncada y nadie más cruzó el puente. Tengo que
anotar esto en algún lado, porque luego se me va a olvidar. Podría hacerlo en
el borde de la carta o en mi mano, ahora que lo he recordado, pero no tengo
lapicero y me da miedo bajar en busca de alguno con estas ideas en mi
cabeza. Que más da. Una frase que me pareció acertada y malvada. Renzo la
escribió de su puño y letra en nuestro cuaderno, unas semanas antes de
entregarse al vacío: “Busca a alguien y enamórate hasta asegurarte de que no
le quede nada que no seas tú”. De momento la sentencia nos cautivó. ¡Asu!
Dijimos todos con caras de idiotas. Ahora lo entiendo. Renzo nunca tuvo otra
intención que estar en ambos lados. Aquí y allá. Conoció a Maira en la
filmoteca del Museo de Arte. Recuerdo que entonces me habló de una
hermosa y refinada mujer que llevaba de la mano a la que parecía ser su
hermana menor. Una imagen fantasmal, propia de Godard o Fellini que
veíamos en un ciclo de cine en esas semanas, que arrastraba a otra por los

33
pasillos: Lucía. Así Renzo conoció a Maira que luego me presentó a Ángela, mi
chica. Al poco tiempo Maira se enamoró de él hasta copiar sus gestos y
respirar cuando los pulmones de Renzo se lo indicaban y comer sólo sí él
deseaba hacerlo. Además de tener sexo con él y con quien él quería que ella lo
tuviera, según como él lo disponía. En su departamento (nuestro, al principio) y
con él (mientras yo, en la cama de arriba, fingía leer algo). En el mío (es decir,
en éste, en el que un tiempo vivió Ribeyro) y con Ángela… ahora que lo
recuerdo, Renzo sí había venido a mi refugio por una única vez, y lo hizo medio
ebrio, empujando a Maira a que estuviera con mi enamorada… y entonces
dónde estaba yo… qué estuve haciendo mientras tanto. O si no le pedía que lo
hiciera en un parque con alguien conocido recién. Algunas veces le parecía
mejor que lo haga en un bar (por lo general en el que antes fue la casa de
Martín Adán), propiamente en el baño, con él. Otras veces conmigo, en su
departamento y jamás en el mío ni tampoco en la casa de Martín Adán. Ahora
creo que quizás por eso me aparté de él. No de Martín Adán, pues lo seguía
leyendo frente al mar, sino de Renzo, el líder de Los Tres Veces Dulce. Otras
veces pienso que lo hice por Ángela, aunque ella sólo se mostraba anuente. De
cualquier forma, nunca me agradó que la lengua de Maira me escarbe sobre,
entre, debajo y al lado de mis escondrijos, en donde Ángela la metía, y que
luego me bese con su aliento de celo. Ni la pegajosa manía de romperme los
labios con sus dientes. Me chupaba las pestañas con su lengua de gata y me
las dejaba larguísimas y chorreando babas sanguíneas. Por supuesto que a
Renzo le encantaban mis pestañas escurridas. Me decía que ponía cara de
payaso acuático. Siempre fue bueno con las ocurrencias. Pero a mí no me
gustaba mucho el olor de la saliva luego de frotada sobre la piel. La pequeña
Lucía sólo nos miraba calmada desde su rincón mientras escarbaba en una
bolsa de papel, como desplumando un ave, y comía pedazos de algo flácido
que masticaba lentamente. Ángela estaba celosa porque Maira besaba a
Renzo con más lengua que a ella. A mí no me molestaba verlas. Yo sólo quería
los besos de Ángela sin importar que estuviera desnuda sobre Renzo y
besando a Maira.

34
CONTRACORRIENTE
Al poco tiempo de la relación, no más faldas ni trajes de abogada para
Maira. Un bluyín y un polo estaban bien; y el cabello tan largo como la Bellucci,
mejor se lo rapaba. La hermosa Maira quedó bien Renzo o Renzo quedó bien
Maira. Costaba trabajo reconocerlos luego de algunos vodkas. Cuando salían
de la Filmoteca o de entre los árboles, eran un Dèjá vu. Y cuando nos
juntábamos en algún lugar a conversar, ya pronto Maira completaba las frases
de Renzo con una envidiable armonía. La doctora Maira no dejaba de
sorprendernos. Mejor un Stolichnaya que una copa de Margarita y el Camel
que el Salem. My Bloody Valentine mil veces antes que Rocío Jurado. Antes
Onetti que Coello; y Pasolini o Fellini que Spielberg. Renzo le enseñó a tocar el
chelo y a sonreír como James Dean. A declamar en francés a Mallarmé y a
soportar gotitas de cera hirviente en el clítoris mientras que los pelitos se le
ponían como esculturas y su piel se tensaba toda. La pequeña Lucía seguía
alimentándose de la bolsa y tenía la boca ensangrentada. Pero a mí no me
importaba que a Maira se le estuviera incendiando el alma ni que Ángela le
apagara la hoguera con la lengua que incontinenti me robaba las nubes de la
boca, porque Renzo estaba frotándome y diciéndome que estábamos hechos
de esto: esperma.
Todos amábamos a Maira. La abuela y mamá la adoraban como a una
hija. Entonces, con dos Renzos aquí, uno se fue volando por el puente.
Lo que Renzo no pensó nunca fue que Maira lo seguiría al poco tiempo.
Valgan verdades, ni yo ni nadie lo pensó. Claro, conociendo como era Maira de
sentimental, no pudo quemar sus cosas como juraba que lo haría cada vez que
se emborrachaba y salía calata a desafiar el tránsito en el malecón, una vez
muerto Renzo. No. Ella se deshizo de su legado un poco antes, pero muy a su
estilo: en mi cuarto, vive el chelo y cela mi cama cuando yo no estoy. Lucía
conserva todos sus discos de Mecano y varios afiches de Ana Torroja; también
usa sus vestidos. La abuela atesora unas primeras ediciones en francés. Con
Maira partió la sonrisa que se alimentaba del cielo. Aún la echo de menos y
hacen ya… No importa. Tiempo. ¡Maldito tiempo! Todo se moja en esta playa
de vidas. Todo se hincha. Se pudre. Se envejece sin piedad. Se piensa en todo
como si fuese a volver de tanto pensarlo. Utopías.

35
RETORNO DESDE UN PAÍS RECÓNDITO
Creo que ya estoy más tranquilo. Quizá me esté mintiendo y sea
resignación. Tal vez, como me dijo Renzo en una oportunidad: Sólo
imaginamos que avanzamos. De todas formas es extraño cómo se guarece el
tiempo cerca de las despedidas. Las veces que me he alejado de aquí, lo he
hecho no de mala gana, pues conocía la brevedad de esas ausencias. Bastaba
una llamada telefónica para dejar mis lecturas o mis apuntes, encender un
Camel y bajar por las escaleras los catorce pisos que me separan de la calle.
Bastaba, también, acordarme de que aguardaba por una llamada que haría
saltar mi teléfono en pocos minutos, para abandonar a mis amigos en el
malecón o en el Café, y subir por las escaleras los catorce pisos antes
descendidos y que me apartaban de esa persona; es decir, del teléfono. De lo
que por él me iba a enterar. Como la vez en que mamá me llamó, en voz
soterrada, para decirme que prefería que me quedara aquí, en mi azotea, solo,
a que me fuera lejos, donde papá lo había arreglado todo. Me dijo, además,
que eso de laborar en provincia y no en Lima, no era gratuito. Que en Lima,
papá también conocía gente y que no sabía por qué diablos me enviaba lejos,
a Textil Jandoca. Tu padre no anda bien, tú lo sabes, siempre te tuvo celos, mi
amor, por eso yo casi ni hablo de ti cuando él está... Piero, por lo que más
quieras, no te vayas, mi amor, no hagas caso tampoco a lo que dicen de ti esos
doctores, ellos no te conocen, Piero, yo sí, porque soy tu madre, mi amor, yo te
parí..., Piero, no vayas. Sé que bastaba un “no” para detener esta historia. Sé,
también, que podría buscar algo por mi cuenta, en Lima, o hacerle caso a mi
abuela y tramitar mi Pasaporto della Comunità Europea y mandarme mudar
realmente lejos. Pero sé, además, que no conseguiría nada con esta desgana
mía. No te prometo nada, mamma, recuerdo que le dije, y le colgué, no sin
antes decirle que la amaba. Era imposible, pues yo había hecho hace dos días
una llamada telefónica para comunicarle al Director que aceptaba el trabajo (no
le hice acordar de los resultados de mi evaluación, ni que le faltaba un folio al
envío que luego de la llamada de mamá, supe que ella había ojeado, aunque
no sé si fue la única). Además, mi padre ya me había llamado diez minutos
después de ello para felicitarme. Mi abuela le quitó el fono aquella vez, y

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alcancé a oírle algo enredado y altisonante en italiano que no comprendí, pues
mi padre la interrumpió, para cerrar la comunicación diciéndome: Ese es mi
muchacho.

No pensaría yo en disolverlo todo, de no haber tenido responsabilidad en


ello. Una pequeña tajada, pero significativa. La porción de culpa que le
corresponde a quien con su obediencia y modorra, se niega un presente
conocido, a favor de un futuro siempre insospechado. Difícilmente imaginado. A
partir de mañana me regiré por un reglamento y un contrato de trabajo, que
deberé de honrar con mis actos y mi desempeño y bla, bla, bla. Lo que pudiera
producir en el área de finanzas de Textil Jandoca, sería primero anotado,
después revisado y finalmente catalogado. El ciclo corriente de mis actos
quedaría grabado en Reportes de Gerencia y en cifras que irían a sumar o a
restar, en una o dos páginas, mi estéril Hoja de Vida. Después de un año de
trabajo, según lo ofrecido por El Director, sería mi Hoja de Vida la que por mí
hablaría. Es decir, trescientos sesenta y cinco días con sus noches, con sus
actos y postergaciones, no serían otra cosa que palabras y números para
muchos. ¿Y si hubiese mandado al diablo a papá? ¿Y si lo hago en este
instante? Sería cuestión de bajar de la cornisa y sentarme en la cama a marcar
su número y decirle que lo he pensado mejor. Que mamá no me ha aconsejado
de nada. Que no voy a ningún lado y que mañana mismo le devuelvo el boleto
y la bolsa de viaje (prestada, por supuesto). Pues qué te has creído, ordenando
siempre mi vida, como si realmente hiciera falta. Ya tengo más de veinte años y
mejor acomoda la tuya, que de la mía, me encargo yo. En qué estoy pensando.
Sólo espero que no vaya nadie al terminal. Me duele bastante dejar mi
refugio. Su eterno olor a marinas trasnochadas. Las undívagas gaviotas que
tomaban aliento en el alféizar de mi ventana y permanecían quietas,
auscultándome. Las olas que se rompen abajo y mojan a las parejas por las
noches. Mis nocturnas y solitarias caminatas a la vera del acantilado, Ángela
hermosa, cuando venía desde tu casa, en Barranco. Llegaba aquí, a mi terraza,
a pensarte y escribirte cartas que nunca te he entregado. Ángela, ojalá nunca
te mueras antes que yo, te escribía. Te juraba, con palabras que tampoco has
leído, que pronto volveríamos a estar juntos, como antes. Todavía no parto y ya

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la estoy anhelando a mi lado. También, sin que ella lo supiera, le decía que
estaríamos tan unidos como en las veces a la salida de El Cinematógrafo,
cerca de su casa, cuando con Renzo y Maira nos abandonábamos en la hierba
de algún parque barranquino, a contarnos la película recién visionada, o
mirarnos los rostros y sonreírnos tan solo, ocultando en nuestros silencios los
deseos que ya todos conocíamos nos ganarían entrada la noche. Le decía,
además, que la amaba; entonces ponía en la siguiente línea: “Tuyo: Piero”. A
continuación, arrancaba la página y la colocaba, doblada elegantemente, sobre
las antiguas, dentro de una caja de zapatos bajo mi cama, para que entre ellas
se digan lo que sabe la una de la otra. Lo que tú nunca sabrás.

UNA NAVE, UN PASAJERO


Asomada la noche, Piero Buccardo descendió del techo de su refugio
con la carta estrujada entre su mano, y se dirigió allí dentro, ha sentarse sobre
su cama. El redondo reloj despertador, herencia directa de Renzo, sobre el
velador, marcaba la siete menos quince. Recordó que no había empacado sus
cosas aún. Lo poco que con él llevaría y los enceres que debería de embalar y
almacenar en el depósito del edificio. Recordó, además, que tenía que vaciar el
cilindro de la basura en una bolsa negra y arrojarla después por el ducto de
deshechos. Permanecía sentado sobre su cama apenas, viendo todo lo suyo
en derredor, pero como si fuera su primera vez allí. Recorría los peldaños y los
rellanos de los catorce pisos indefectiblemente transitados por él. Bajaba
despacio. Aunque esta vez con sus valijas bajo los brazos, topándose con el
pasamanos a un lado. Iba leyendo, al descender, los curvados números de
bronce incrustados en las puertas de los departamentos y como siempre, no
asociaba a ellos rostro alguno. Exhausto, llegaba al vestíbulo. Se despedía con
una venia del decrépito y refunfuñón conserje vestido siempre con un saco de
paño granate con borlas y caireles que lo igualaban a un edecán, reanudaba la
marcha y a escasos dos pasos, se cruzaba con una pareja de seniles
inquilinos, que al verlo, lo evitaron cual si fuera portador de alguna peste.
Continuaba enfilado hacia la calle. Cruzaba el ancho y elevado umbral del
ingreso y afuera, mientras nacía ante sus ojos la nocturnidad veraniega, sobre

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la acera y con el equipaje descansando a sus pies, estiraba un brazo y lo
agitaba para detener un taxi que asomaba desde la curva que nacía en el faro.
Empezó a empacar.

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he arribado con la mochila repleta
de aleteos y graznidos,
con pesadillas de olas
soplándome los cabellos,
con mi cordón umbilical
trenzado al cuello…
he traído, además, dos ducados:
uno para el postrado pozo de mi infancia,
y el último para el autobús enrumbado
a ciudades de puentes incendiados

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2

PRIMEROS CABLES DEL VAPOR

Una baja temperatura fue percibida hacia la última hora de viaje en el


autobús. El paisaje, hasta entonces, había sido vario desde que dejara Lima:
primero, vio desordenados y tercos comercios a ambos lados de la
Panamericana, breves descampados, villorrios apenas alumbrados a esa hora
de la noche; después, todo no sería más que siluetas de algo indefinido en la
oscuridad, quizás cerros o lomas, o sólo un sinuoso manto de lúgubres nubes
dibujado a lo lejos.

Al despuntar el alba, ya lejos de Lima y abandonando la costa, el color


había vuelto al mundo: un cielo límpido y coloreado por el nuevo amanecer,
vacas y caballos y ovejas pasteando desordenados en lánguidos apriscos; uno
o dos camiones de carga averiados en el arcén de la vía, gente de rostros
atezados por sombreros andando alineada a ambos lados de la carretera con
el equipaje o los niños o sacos de verduras o atados de caña al hombro,
cunetas colmadas de rezagos de lluvia y lodo, arboladas laderas
extendiéndose a pocos metros de la carretera eran dejadas atrás al paso
despreocupado y cuesta arriba del ómnibus en que viajaba. Habían
transcurrido casi doce horas desde que partiera de Lima; pero sólo durante la
última hora de viaje, a media mañana, en que el frío calaba en las manos y
templaba las orejas, todo había sido descender lenta y temerosamente por la
sinuosa carretera afirmada, bordeando cerros de desordenadas casas de
esteras encastradas en pendiente, custodiadas por rostros de niños arropados
con lo que le parecieron andrajos, y vigilar las amenazantes copas de los pinos
asomados a la pista desde el abismo por el margen derecho. Finalmente, cerca

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del medio día, arribó a la ciudad: a sus calles angostas, a su pujante dinámica,
a su clima seco, a su gente extraña.

PROFÉTICOS VIENTOS DEL NORTE


Una vez recogido y verificado su equipaje, luego de haber arribado a su
inmediato destino a la mañana, Piero Buccardo, desconcertado todavía por el
frío que reinaba en la ciudad, se dirigió (antes de ir al hotel El Conquistador a
hacer efectiva su reservación) a Textiles Jandoca, su nuevo empleo. A
reportarse e informarse de las instrucciones que para él tenía el Jefe de
Personal: un escuálido cuarentón que escondía sus abultadas ojeras tras
lentes de aumento, y que además ostentaba un diminuto bigote hitleriano y
vestía un impecable terno beige de corte clásico, cerrado con corrección sobre
la corbata; y arriba del bolsillo superior del saco, ostentaba un marbete de
acrílico negro con su nombre poco legible; pero su cargo, también en letras
blancas, en mayúsculas: JEFE DE PERSONAL. Piero Buccardo recordaba a
este singular empleado, de las veces en que él realizó las evaluaciones que su
padre, amigo del Director, le había arreglado semanas atrás. Aunque en
aquellas ocasiones (no más de tres o cuatro entrevistas, fortuitas o planeadas,
incluso durante la semana en que lo evaluaron) ni siquiera sospechó de que
esa inocua apariencia pudiera ser capaz de velar algún sentimiento malicioso.
Tampoco ningún extraño proceder, que fuera pasado por alto justamente por
no creer en malicia alguna. Nadie hubiera podido presumirlo. No obstante, a la
luz de los hechos cometidos muchos meses después de su arribo, esas
apreciaciones resultarían erróneas. Pues por entonces consideraba que por
culpa del Jefe de Personal (y también por la de otros colegas suyos), se
hallaba sumido en tremendo infortunio. Estaba convencido de ello, a pesar de
que al empleado de bigotitos y traje beige (y también a sus colegas y ex
amigos), ya no les importe un bledo. Piero Buccardo, a pesar de haber estado
cientos de noches casi inconsciente, aterido de frío en un rincón, había
regresado inexplicablemente a El Conquistador luego de pasar por Textil
Jandoca. Se había introducido en su mediana habitación luego de registrarse,
rubricando su nombre en el inmenso cuaderno sobre el mostrador y junto a un
timbre cromado, anotando, además, en el recuadro contiguo a su nombre,

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treinta de marzo como el día de su llegada; fecha en que también principiaba la
contabilidad de su entonces desconocida estadía.

CARTOGRAFÍA DE ESCOMBROS
El mundo, que se resume en las cuatro paredes de un hotel, huye
siempre por la ventana, decía Piero Buccardo para sí. Una cama tan
desconocida como mi tristeza. La puerta se cerró tras de mí y, de inmediato, ya
nada fue igual. Maletas al piso. Mi rostro en el baño. No cabían dudas: había
llegado. De momento no supuse que fuese tan duro rearmar mi vida lejos de
casa. Tener que ensamblar lo que somos, o lo que creemos ser. Un
rompecabezas nuevo y sellado que abren sin más y manosean y desbaratan,
confiados en lo sencillo que resultaría dejarlo cual si hubiera sido alterado
jamás. Antípoda enlazada. Por un lado mis pensamientos y en la otra orilla, mis
actos. Quizá también deba de mencionar a mis manos. Y a mis piernas. Y a
mis ojos y a mi lengua y a mis oídos. Mencionar el puente por el que cruzan
mis pensamientos y se vuelven acciones (aunque en esta noche no sea mi
cuerpo más que un puente endeble, resquebrajado de frío y disminuido en un
mugroso rincón). Soy como un pulpo urbano de tentáculos rebeldes que tiran
de mí y yo sólo observo que me arrastran. Parece que realmente no tengo
remedio y sigo lamentándome de las cosas como si fuese una enfermedad que
luego transmuta en una llaga viva o en una hipócrita sonrisa. Sí, sólo escenas
de un juego que cada vez se torna más real: jugar a vivir.

Mamá suele decir que cada cabeza es un universo; o que cuando


soñamos estamos en los pensamientos de alguien… ¿Me estás soñando
mamá? Pensar que mejor hubiera sido seguir tus consejos y no ceder a los de
papá. Quizá tú sabías de algo que él a mí me ocultaba. Quizá fuiste tú quien
abrió el sobre que hallé bajo mi puerta aquella tarde, cuando me enteré de que
me habían aceptado en Textil Jandoca. Quizá también lloraste al leer lo que
decía de mí el resultado de esa estúpida evaluación. Tal vez no fuiste tú y así
nunca lloraste de nada. Y tampoco extrajiste la página que sé que le falta.
Quisiera pensar eso. Aún así, sólo puedo hablar por mí. Por las necesidades
que mi cuerpo exige en este absurdo espeluznante. Una caricia. Un retazo de

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cielo. Un beso. Mi olfato muere sin el aliento que lo excita; pero aquí, sólo
mugre y azufre.
Y por eso he secuestrado un reflejo prolongado para amarlo cuando no
se reflejen nada más que alongadas e inhóspitas veredas: Ángela desnuda y
tendida bajo el sol de la ventana que tuesta las pelusas de su vientre. Tal vez al
caer la tarde, dentro de su bluyín y un polo en el parque. Tan árbol. Tan flor.
Tan nada entre la hierba y un pan agobiado por hormigas. Sólo movimientos de
su vientre contra el mío y un millón de colores con sus uñas en mi nuca y sus
dientes en mi oreja. Rasguña y rasguña mis pensamientos tanto que los
adivina y luego se chupa los dedos para leerlos. Después, tumbarme a pensar.
Pero la belleza no se piensa: se come. Y es entonces cuando también vuelve
La Princesa Hierba semidesnuda tendida en el piso, su cuerpo intoxicado,
magullado y manoseado por taxidermistas, convulsionando en vómitos en mi
terraza junto al cilindro de la basura, conmigo sobre ella tratando de penetrarla
y de leerle algunos versos de Novallis, hasta que reparo en las sacudidas de
sus arcadas y luego todo fue nauseabundo: éramos dos trozos de carne
resbalándose atenazados entre pestilentes regurgitaciones; después cruza un
endemoniado tren de nieve que nos borra por unos segundos y cuando
concluye o parpadeo, me veo incorporándome de ella sin entender nada, con
Balada de los ahorcados en mi mano… luego retorno a la escena del crimen
con pasos indefinidos portando una toalla, y me veo cubriéndole el torso y
dejándola a su suerte al lado de la basura.

Días antes que yo partiera (una de esas tardes en que tomábamos


helado de un solo barquillo, sentados ambos en el pretil del malecón), Ángela
me preguntó si valdría la pena dejar atrás lo que más se ama. Dejar los besos y
abrazos que nos ilusionan. Los parques que tanto nos escondían. La amigable
perspectiva de la avenida cerca de su casa. La bodega del italiano. Las pocas
monedas en los bolsillos y las tardes que se desvanecen en el malecón.
Incluso me preguntó por mis amigos, los poetas. Nunca le respondí y sólo la
apreté contra mi pecho. Fuerte y triste, contra mi pecho. Resulta tan instintivo
alejarse tanto hasta volver. ¡Al diablo con todo el mundo! Mejor aguantar la
respiración hasta dormirse. Dormir a tu lado, Ángela hermosa, con tus pestañas

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aleteando en mis mejillas. Tu brazo en mi pecho: un tibio tentáculo que me
despeina mientras me curas la vida contándome la tuya al oído.

UNA MERIENDA EN LA CUBIERTA


La imponente realidad me alcanza desarmado y me susurra la misma
bilis a través de mi ventana. Mis dedos extendidos sobre el mohoso alféizar de
piedra, escardando ciegos los aromas cuando tú en Lima. Amanece y padezco,
Ángela. Abajo, las mismas calles mojadas. Servicio a la habitación y buenos
días al conserje que trae el café y las tostadas. Bien trajeado para un día más,
salgo y enfrento el pasillo. Las escaleras relucientes. Balaustres y cantoneras.
El vestíbulo. La mañana al acecho y contenida tras la mampara del ingreso. Mi
portafolio tomado de mi mano, andando conmigo cual si fuera un niño perdido.
La calle y respirar el hedor de una parodia de metrópoli corroída. Morir durante
más tiempo pero fuera de una pecera que me persigue hasta el trabajo, en
donde todo no es sino un inmenso bostezo desquiciado, hábilmente disimulado
con ventanas que jamás abro, pues temo ser devorado.
Es inevitable el malestar de pensar a largo plazo. Qué vano es gastar el
tiempo en lo que no se posee. El verdadero plan es no hacer ninguno. Nunca
me pude imaginar de adulto. En consecuencia, lo que no existe, no importa.
Igual que hoy. Que no visualizo al anciano que no pienso llegar a ser.
Baudelaire nunca hizo un trazo de su vida más allá de las obligaciones diarias.
Claro, la sífilis, la gonorrea y el opio. Sartre lo explicaba muy bien. Pero yo no
tengo ni sífilis ni gonorrea ni me gusta el opio y, sin embargo, también me
cuesta instalarme en el futuro. Aunque sea en el más inmediato. Ni me entero
de que los días se suceden a no ser por el movimiento de la gente o el
desayuno, los gallos de la mañana o los atardeceres que se incendian frente a
mis ojos y que tortuosamente me acercan a ti, Ángela hermosa e intocable,
fresca y deliciosa una tarde de verano frente al malecón, lamiendo nuestro
único helado y cruzando las pistas tomados de las manos con los ojos
cerrados. Frenos, bocinazos e insultos. Nuestras lenguas de lúcuma y
chocolate pintándose entre ellas, sobre el pretil con las espaldas al mar. Tus
labios gélidos atrapando a los míos. Tus dientes pequeños que apenas se
insinuaban. Tu boca roja y jugosa como una sandía que sorbo desesperado

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tomándote de las mejillas. Las sonrisas de los niños rondándonos y el sol
hundiéndose en el Pacífico.

ACASO UN MOTÍN
No sé desde cuándo lo tenían planeado. Quizás desde poco antes de
que me mudaran a la Zona de Archivos. O Quizás antes, desde la cena en
casa, con vino y canelones a la bolognesa y varios whiskys después, cuando
papá, delante de mamá, mientras ella aguardaba por encenderle la pipa, le
insinuó al Director la posibilidad de que me empleara; y éste, aceptó. O tal vez,
después de enterarse ambos de los resultados de mi evaluación y ya no poder
volverse atrás, pues se debían la palabra empeñada por mi puesto de trabajo.
El Jefe de Personal no me trataba distinto al resto. Por el contrario, era
cordial; pero sostenía breve su mirada cuando la mía insistía sobre ella.
Transcurridos mis seis primeros meses en Textil Jandoca como Analista de
Cuentas, los errores en mis informes fueron en aumento, y aun ahora no logro
entender mis deficiencias matemáticas de entonces, habiendo sido yo bastante
aplicado en la universidad, al menos en materia financiera. Los resultados de
una operación matricial (efectuada por terceros) eran anexados a mis cálculos
y de ello se desprendían decisiones. Las decisiones eran equivocadas porque
mis cálculos habían sido erróneos y la culpa recaía en mí. No recaía en quien
había efectuado las operaciones matriciales que luego yo añadía a mis
cálculos. Nadie preguntaba por esas personas. Nadie, sólo yo, pues eran mis
colaboradores; aunque tuvieran en Textil Jandoca años de trabajo y yo meses
recién. Aunque fueran, como yo, también economistas; pero no venidos de la
capital. Bromeaban a mis espaldas agitando las manos como si fueran
angelitos prestos a emprender vuelo, y se burlaban de mis conversaciones
acerca del arte y la literatura. Después me expulsaron de mi despacho, y así
quedé igualado en rango con quienes antes eran mis asistentes. Nunca se me
preguntó por nada. Sólo se accionaba sobre mí. Yo no entendía mucho de qué
trataba todo eso. Pensé, una de esas noches, en regresar a Lima un fin de
semana y preguntarle a papá acerca del trato que había logrado con el
Director. También, preguntarle a mamá si es que ella sabía algo al respecto, si
en aquella cena había conseguido oír algo más. Incluso pensé en preguntarle a

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mi nonna, mas luego me arrepentí cuando recordé que ella sólo sabe de
asuntos que casi nadie desea enterarse. Días después, mi escritorio fue
ocupado por un gordo de apariencia afable que, a diferencia de mí, le hacía
venias al Jefe de Personal, aunque eso no fuera necesario. Mis informes
aguardaban en su escritorio (es decir, en el que fue mío por unos meses y que
ya no me corresponde) antes de que fueran escudriñados y garabateados y
devueltos enteros o vueltos trizas a mi mesa de trabajo. Los de mis
compañeros, en cambio, eran aceptados o enmendados en silencio, antes de
pasar al despacho del Director. Las reincidencias en mis insólitos errores
hicieron que me echaran del departamento de Análisis de Costos y me
ubicaran en la Zona de Archivos (un mediano cubículo en el que no cesaba de
estornudar), a buscar resultados anteriores que pudieran alimentar de
información a quienes antes efectuaban las operaciones que yo incluía en mis
cálculos y que indicaban al Director que decisión tomar respecto de la fábrica,
al menos durante ese período contable. Transcurridos unos meses, en los que
nadie soportaba la estridencia ni la apretada frecuencia de mis estornudos que
se filtraban desde el sótano, me asignaron al Departamento de Cobranzas,
también en el ala posterior del edificio; pero no en el subsuelo sino en el piso
octavo.

Estuve bien por un tiempo, aunque sabía que no era necesario haber
estudiado economía durante cinco años para ser Asistente de Créditos. No
obstante me gustaba porque podía disipar las mañanas o las tardes (nunca
ambas en un mismo día) recorriendo las calles de la ciudad, visitando los
comercios o las casas de sus dueños, para proponerles un replanteo de sus
deudas con Jandoca y ofrecerles más crédito. Dejé de frecuentar el comedor
(primero el Sector Staff, después el Sector Comercial), para limitarme a
meriendas callejeras o galletas de soda y gaseosas en mi mesa, en el ala
posterior del edificio en el que antes tuve una lustrosa oficina, en donde el
Director, amigo de mi padre, una vez me instaló.

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UN BOSQUE DE ARRECIFES
La tarde en que ocurrió el incidente, todo se veía normal en la oficina. La
misma estupidez que nos convierte en zombis. El repugnante orden de los
escritorios. El rancio olor de la alfombra que no me hace sino estornudar cada
vez que entro ahí (aunque no huela tan mal como la del Archivo). Los ridículos
comentarios del clima que ni siquiera nos toca porque el aire acondicionado es
el perfecto refugio: Atención, planeta Tierra, estamos a salvo, cambio. Burdas
reuniones con café caliente y las proyecciones de ventas y bonos y créditos
colocados. Yo también con un café en la mano, pero con el cielo en mis ojos
desde la ventana, lejos de las proyecciones y de los bonos por objetivos que
repartía la muerte encorbatada. Palomas en el alféizar. Todo a mi alrededor era
un soslayo fresco. De pronto, el movimiento feliz de los cuerpos que entramos
al ascensor y las palmadas en los hombros que avivan el paso en el corredor
con los preparativos para el cebiche y las cervezas. ¿Qué sucede? A cobrar.
¿Qué cosa? A cobrar, tonto, a cobrar. Mi sueldo había disminuido con cada
muda de cargo, pero yo no necesitaba de mucho para vivir ahí. Sabía que
mamá no me aceptaría ningún giro porque no lo necesitaba y tampoco me
animaba a enviarles encomienda alguna a Los Tres Veces Dulce, pues lo
tomarían con sorna… Mis colegas se frotaban las manos y se humedecían los
labios cuando de plata se trataba. Ahí estaba yo en la cola y sin saber qué
hacer con el dinero que me darían, sino ahorrarlo para no sé qué.
La contadora me miró complacida por encima de sus gigantes lentes y
se cruzó de brazos tras la ventanilla. Sus labios frescos y carnosos no se
correspondían con su rostro macilento. Un cerquillo fosilizado en laca formaba
casi una ola sobre su frente. Quinientos doce, le dije. Entreabrió sus labios
pintados con un débil carmín y buscó entre los sobres y no encontró ninguno
con mi código. Mi cara era una inmensa interrogante, la música de Fausto
Papetti nos adormecía desde el hall de ascensores. Algunos colegas habían
armado pequeños grupos en los que se charlaba de fútbol, de la contadora o la
chica de la fotocopiadora y de mí, hasta que el turno de uno de ellos llegaba.
La charla era interrumpida entonces, pero retomada en breve, aunque con un
miembro de menos o alguien nuevo. La contadora me buscaba en su pantalla
repitiendo mi número dos veces y preguntándome si el código que le había

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brindado era correcto. Quinientos doce, le repetí. Aflojó los labios y rompió el
silencio y la pétrea monotonía que nos invadió por unos segundos. Quinientos
doce, su sobre está en la Dirección; el que sigue, por favor, le dijo a su
pantalla; y una charla se interrumpió.
Mis cejas en alto. Ya nadie me sonreía ni me miraba; sin embargo, me
palmeaban el hombro con un gesto fúnebre mientras me regresaba por la fila al
pasadizo. La interrogante descendió de mi rostro para acomodarse dentro de
mi cuerpo. El bajo vientre. El pasadizo estaba tan vacío como el ascensor
detenido con las puertas abiertas y ambos susurraban la misma música
simplona. La geometría prismática del elevador me reconfortó por un instante.
Era yo el único pasajero de ese corto y vertical viaje. El vacío en mi estómago
despertó con la marcha del ascensor. Piso doce. Las puertas se abren hacia
los lados, ocultándose tras los muros, y salgo. Tapizón azul bajo mis pies, el
largo pasillo y al final, La Dirección. La puerta entreabierta y unas risas dentro.
Adelante y cierre despacio, por favor. El escuálido Jefe de Personal, de
pie y metido en su terno beige, y el diminuto Director, en su trono, me estaban
aguardando con sus rostros de lavanda y sus gestos impecables. Una opulenta
oficina, revestida en cedro labrado, que no conocía y que me convirtió, desde el
primer paso que di dentro, en un bicho insignificante: un insecto despreciable
ante su primer y único amanecer. Conocido ritual: la puerta se cerró tras de mí
y lo demás ya lo conocen. Las manos transpirando y mis bolsillos vueltos en
sudarios. Pero, ¿por qué estaba nervioso? ¿Qué me podría ocurrir en tan
frívola habitación? Mi boca degustaba un extraño sabor, el mismo que desde
entonces tuerce a mi aliento. Ahí estaba yo. De pie, frente a los dos gigantes
que tiraban de mis hilos. Eso somos para ellos: fantoches. Percibí la silla
infinitamente lejana. Avancé cauteloso unos cuantos pasos para volver a
quedarme tullido. Dudando sí el modo sería el correcto, tomé asiento.
De un lado y tras de ellos, los inmensos y macabros cuadros con rostros
de muertos cebados y enmarcados con pan de oro. Toda la tradición de La
Empresa, me explicaron, luego. Desde Don Josefino Jandoca y Estudillo, hasta
Don Luís Bustamante Jandoca, todavía no muerto y sentado a su escritorio en
frente de mí. A mi izquierda, el radiante y opulento ventanal ocupaba todo el
flanco, mostrando primero las hirientes astas de los pinos que escoltaban la

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Plaza Mayor, delante de la acaramelada cornisa del municipio, vilipendiada por
un bochornoso tanque elevado que reconocí como el de La Prefectura, y al
fondo, como enturbiados por pelusas de algodón, el lomo enverdecido del
monte. Enseguida, me ofrecieron una taza de café, pero la rechacé con
cortesía, muy a pesar del estado de inutilidad que podría colmar al menaje y la
cafetera, rechazadas. En breve, ambas bocas comenzaron a moverse
indecisas hablándome de asuntos que yo no asimilaba. Mantenía la disyuntiva
en mi rostro que luchaba por fijar mis ojos en los del Director y no en los de la
tarde que me miraba cálida a través de los cristales. Dos palomas cumplían
con su instintivo cortejo en la baranda del balcón. En el momento en que el
Director dijo algo y lo remató agregando: “su padre ya sabía de esto”, volví a él,
a prestarle atención. A querer enterarme de todo y a querer también entender
lo que se suponía debía de haber sido entendido por mí. Porque su padre
debió haberle explicado a usted los términos en que fue usted aceptado aquí,
por mí. Usted también debe de haberlo sabido, ¿cierto? No se quede así, tan
en blanco, como si nunca hubiese leído lo que le envié en el sobre, en que le
decía, también, que bajo tales términos quedaba usted contratado. El Director
hizo una pausa y yo recordé que un folio le faltaba al informe numerado que
recibí en aquella ocasión. Recordé, además, que la noche en que hallé ese
sobre en el piso de mi refugio, ya había sido rasgado por alguien que no era yo.
Que primero vino de aquí a casa de mis padres, y desde ahí, en san Borja, a mi
refugio, en el Malecón Cisneros. Sabía que no habían contactado al Balurdo ni
al Burrito ni a ninguno de ellos para que me lo hiciera llegar, pues ellos me
estaban rodeando en la playa, culminando su confabulación en contra de mí en
esos momentos. Alguien en casa debió de haberlo abierto antes que yo. Quizá
no en casa pero sí camino de mi refugio. Tal vez alguien lo abrió en casa de
mis padres y luego fue remitido así, abierto, a mi departamento. No había sido
mamá ni la abuela quien lo había abierto, pensaba. Tampoco el conserje del
edificio ni antes el cartero o quien en casa o en el barrio pagaron para ello. Un
cartero no recibe cartas abiertas ni las abre antes de deslizarlas bajo las
puertas. En tal caso se las roba o las destruye. Tenía que haber sido papá; “su
padre ya sabía de esto” me había dicho hace poco el Director. Recapacitaba y
negaba con la cabeza, aún sentado en mi silla, frente al Jefe de Personal y a

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Don Luis Bustamante Jandoca. ¿No? Cómo que no, prosiguió este último, un
tanto confundido y malhumorado. Si era una hoja adjunta al contrato y a otras
hojas, referida en la carta como “Anexo 1”. ¿Acaso, no la halló dentro del
sobre? Mire, señor Buccardo, yo no estoy para explicarle a usted las
conversaciones que su padre, mi buen amigo, ha debido tener con usted; más
todavía, cuando yo a usted también se lo he comunicado en el referido anexo.
“También”, había dicho el Director. O sea, papá ya sabía de ello antes de leer
la hoja que extrajo de mi correspondencia, de haber sido él y no mamá ni la
abuela ni el conserje ni el cartero ni nadie, sino él, quien lo hiciera. Pero algo no
encajaba. Si ya sabía lo que decía el referido anexo, ¿para qué extraerlo?
Quizás para mostrárselo a mamá y no a la abuela. O Viceversa. Y en ambos
casos para que no lo lea yo. No creo que hubiera sido por eso, pues creo que
no era nada de que sentirse orgulloso al mostrarlo. Entonces, tal vez sí para
ocultárselo a ambas y también a mí. Tal vez justamente porque conocía el
contenido, porque adivinaba mis respuestas futuras y no resolvía sus dudas
respecto a las consecuencias de aquel porvenir que él había esbozado para
mí, fue que tuvo la necesidad de sustraerlo. Sabía de algo que yo desconocía y
que debía de haberme enterado entonces, pues tal vez hubiera modificado mi
decisión de venir a laborar aquí, en condiciones en que no soy más que un
conejillo de indias (aunque con título universitario y también con conocimientos
que ninguna universidad imparte), al que se le busca un espacio en donde
moleste menos. Las condiciones estaban claras, señor Buccardo, y usted no se
ha ajustado a ellas; a pesar de nuestros intentos por, digamos, por mantenerlo
con nosotros, darle una mano, aun con todas sus, cómo llamarle a todo esto...
digamos, aún con todas sus reticencias, de las que no me diga que tampoco
tiene conocimiento, me decía el Director, en tono sarcástico. Me refiero a las
evaluaciones psicológicas, por supuesto, señor Buccardo, acá sobre mi mesa;
además de la evolución de su desempeño, claro está. Entonces, carraspeó dos
veces, fingidamente, y dirigió su mirada hacia el adiestrado Jefe de Personal,
de pie a un costado del opulento sillón en el que permanecía sentado
laxamente el Director y abultada barriga. Yo también me fijé en él: un tipo frágil
y almidonado dentro de su traje beige y que iba perfilándose, con los dedos
ensalivados, su ridículo mostacho; no obstante, no podía alejarme de las

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entrevistas que sostuve con las doctoras cuando me evaluaron, y más todavía,
de las tontas interrogantes que ellas me plantearon y de mis inmediatas
respuestas. “¿Qué color te gusta? ¿Tienes problemas con las mujeres?
¿Desde cuándo no te masturbas? ¿Eres tú quien inicia la conversación en las
fiestas?” Aun así, mi atención volvió al presente que me importunaba. A los
maquinados movimientos de las manos del Jefe de Personal, ordenando unos
folios mientras parecía irlos leyendo: primero sólo para sí, y después para
nosotros (aunque más para mí), en voz alta, y siempre de pie junto a su amo
arrellanado en su lustroso sillón. Iba pasando las páginas a medida que
parlaba. Mi vida convertida en varios cuadros que reportaban gráficas y
porcentajes. Al final de otra plática que tampoco asimilé, me acercó un sobre
con dinero. Un sobre mediano que recibí como a un saludo. Hecho esto y
después de que yo firmara una carta y un anexo, asintieron. Cambiaron
miradas y el Director retomó la palabra. Su voz había adquirido un tono frío y
territorial. Me parecía increíble que mi padre fuera amigo de una persona como
ésa. Que estuviera coludido con él en situaciones que tenían que ver con una
vida ajena a ambos; más todavía porque esa vida, era mía. Que la filosofía de
mi padre hubiera sido adquirida del dueño de esta oficina, o viceversa, mucho
antes de que ambos siquiera pensaran en textilerías heredadas o en hijos
desempleados. Quizás desde la época de sus fantasiosas mataperradas en
pleno gobierno de Velasco, en las chacras ocultas de los Jandoca; o quizás
antes, cuando siquiera imaginaban que se conocerían en una revuelta y que
alguna vez ambos, dados a la guitarra, iban a estropear mi juventud.

No me era difícil trasponer el rostro duro de mi padre (y tampoco podía


quitarle la pipa) por sobre el de Don Luís Bustamante Jandoca, a pesar de que
mi padre era delgado y Don Luís, obeso como todos sus predecesores
enmarcados con pan de oro. Al igual que papá cuando en casa algunas veces,
el Director me hizo sentir que todo lo que él estaba mirando, tocando y oliendo,
le pertenecía. Incluso yo, disminuido y aterrado ante la posibilidad de que en
cualquier instante una mano o un zapato se alce y me aplaste (y papá me
abofeteaba a la salida de la escuela cuando en mi libreta no abundaban
diecisietes o dieciochos; y también, por lo mismo, me sacudía de los hombros

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en los pasadizos de la Facultad y me golpeaba luego en el auto, camino a casa
y yo, como en la escuela, solo soportaba en silencio). Por eso, al sentirme tan
vulnerable, volteé y me quedé viendo la tarde: un regazo calmo y azafrán que
nos iluminaba desde afuera, con las mismas dos palomas enamorándose en la
baranda del balcón y el monte que ya casi no existía detrás de la bruma lejana.
El Director prosiguió mortificado hasta que su falta de paciencia y mi
inexpresión le forzaron a dejarse de convencionalismos y ser directo, para
sorpresa de su asistente, que no pudo evitar voltear a verlo por un momento
mientras que el Director, con el puño apretado, martillaba la mesa bruscamente
en cada sentencia e iban adquiriendo, tanto sus ojos como su rostro, los
colores encendidos propios de la ofuscación: ¡Déjese ya de tonterías señor
Buccardo, y díganos de una buena vez qué es eso de culpar a sus compañeros
de su incompetencia! ¡No le basta acaso habernos mortificado durante casi un
año con sus ineptitudes! ¡Piense por un momento en su abnegado padre! ¡Por
Dios, piense en algo y decídase a aceptar sus errores, como hombre! Ya veo
que tiene problemas al respecto... pobre muchacho, qué no haría yo con su
juventud; en cambio usted, un delicado desperdicio capitalino.

BAJO EL INFLUJO DE PRAGA


En un momento indeterminado, (pero mientras seguía gritándome el
Director) el bicho trivial no lo fue más. Mis pulmones eran demasiado amplios
para tan mezquina atmósfera. Algo me sobrehabitaba. Me sofocaba. Sentía
que mi cuerpo era un frágil guijarro que en dos minutos más, tres, a los sumo,
sería agrietado desde el interior por un ser que de ahí surgiría. Solté el nudo de
mi corbata y me incorporé de la silla violentamente en busca de oxígeno,
percibía que mis ojos se comprimían, que mis gestos se endurecían y que mis
rasgos cedían ante otros que pugnaban contenidos dentro de mí. Esto discurría
con malevolencia, lejos todavía de ambas caretas que me miraban confundidas
aunque placenteras. Dos caretas que por momentos eran tres, con la
fantasmagórica de papá. O Cuatro o cinco o seis, con las de los otros que
sabía buscaban siempre aconchabarse con el Jefe de Personal, sin necesitar
de ello. Juro que quise huir. Pensé en marcharme sin reproches; aunque sea
por la ventana, por el balcón. Recapacité por un momento y entendí que

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estábamos en el octavo piso. La tarde estaba tan inflamada como mi pecho
alterado y el rostro del Director recobraba ya su mortecino color. La puerta me
pareció un buen lugar para salir de ahí. Caminé agitado hacia ella, imaginando
en sus rostros risas de sardonia que se perfilaban a espaldas mías, en los
labios sarcásticos de aquel par de tunantes ante mis desordenados
movimientos y mi previsible derrota… “en cambio usted, un delicado
desperdicio capitalino”. Alcancé a oír, o creí haber escuchado, unas carcajadas
que se alternaban con mi nombre, mordiendo frases hirientes que retumbaban
entre mis orejas, andanadas de insultos que no lo parecían se mezclaban con
risotadas fingidas, agravadas por accesos de tos que obscurecían la oficina.
Descansé apoyado en el pomo de la puerta por unos segundos para librarme
del vahído que me sobrevino y, una vez repuesto, y quizás con obcecación, le
coloqué el pestillo y regresé sobre ellos, aún jactándose estridentemente,
próximos e indefensos ante mí, ante lo que me había convertido, en lo que me
pareció un erial.

APUNTES EN EL CAMAROTE
No tengo remedio. Desde pequeño vengo almacenando sonidos,
imágenes y sensaciones. Un charango desahuciado como mi sombra me
acompañó al morir aquella tarde; que sin saberlo, iniciaría la cuenta de otras
bastantes peores de las antes vividas desde que llegué aquí, a principios de
ese otoño (me refiero al otoño de Lima y no al de acá, bastante retrasado), a
trabajar por vez primera. Caminaba cuadra tras cuadra las mismas calles, sucio
y transpirado, hasta que llegué resoplando a la periferia del Centro, y después
de doblar un par de esquinas, a mi hotel, El Conquistador. Allí, en la recepción,
no solicité mi llave ni el periódico ni una copa de pisco, sino, el Cuaderno de
Registro. Regresé sus páginas hasta el mes de marzo. Bastantes páginas. El
recepcionista, un muchacho estudiante de filosofía, se había vuelto amigo mío
desde el inicio, y algunas noches bebíamos café con pisco en el bar del hotel (a
la cuenta del hotel), charlando sobre literatura alemana o latinoamericana o el
tipo de culo de las pocas damas alojadas en El Conquistador y lo caídas que
tenían las tetas las mujeres en estos lares. Pero en esa ocasión a la tarde, no
hablamos de nada. Al menos yo, no lo hice. Él, creo que algo me dijo respecto

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de mis manos y de mi apariencia y de mi olor; pero no logré captarlo del todo y
menos, entenderlo. Me parece que no le solicité el Cuaderno de Registro, sino
que yo mismo me lo facilité desde el interior del mostrador. Quería leer mi
nombre y mi firma en alguna de sus páginas. Que se me dijera que era yo el
mismo que estaba preguntando por mí en el Cuaderno. El muchacho me
contemplaba intrigado y atento, fumando disimulado de un cigarro negro. Yo
pasaba las páginas hacia atrás hasta que me hallé en una de ellas. Seguí la
línea de mi nombre con mi índice apoyado sobre esa página, manchándola con
residuos de sangre adheridos a mis manos, y me enteré de la fecha de mi
arribo: lunes treinta de marzo. Quise entonces calcular cuántos meses tenía en
esta ciudad, maduraba la idea de que no eran muchos y que entonces podría
juntarlos todos para así hacerlos parecer nada y sentirme quizás, como recién
arribado y tal vez por eso, pudiera regresarme sin siquiera reportarme a la
fábrica. Pero desde que abandonara la oficina del Director, no hacia más de
media hora, me era bastante complicado hilvanar mis pensamientos.

ENCALLADO EN EL ÁRTICO

Noche. El modo en que escribo estas líneas me recuerdan a la forma en


que se dibujan mis pasos. Sin esperanza. La inercia de un pie tirando del otro,
sin rumbo fijo. Mucho cielo en mi inalcanzable ventana. Un cielo que antes
avanzaba sobre mi cabeza pero ahora, lo veo cruzar sólo por el alto vano en
uno de estos muros. Extiendo mis brazos y apoyo mis muñecas en el derrame
del pétreo alféizar, el viento vuela afuera entre mis dedos helados y mi tacto
cree asir frutos, en los que mis ojos en otro verano.
Palabras. Una letra que vomita otra. Acaso alguien las lea alguna vez.
Es vano bosquejar conjeturas por lo que menos soy, porque siento que soy
todo menos letras. Letras hermanadas como las que ahora persiguen a mi
mano y atrapan mis ojos en la penumbra donde gobiernan las ratas. Letras
mudas y torneadas por los labios de Ángela tras el cristal en el sector de
embarque del terminal, la noche en que partí hacia aquí. Una imagen tan lejana
que ahora me rodea, me abraza y me llama por la espalda. Un corazón que se
agita y empuja las lágrimas que bañan tus ojos tan dulces. La certeza de una
prolongada soledad ha consumido tu rostro, Ángela hermosa, y por las noches

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no eres más que un fantasma que ambula por estos pasadizos y acaso te estés
alocando en tu atelier con tanto óleo y resinas que nunca podrán pintar la
belleza que has perdido por mi culpa. Te veo tirada a un lado de nuestra cama
de hostal extrañando mi cuerpo sobre el gélido vacío de las sábanas que ya no
te abrigan: te amortajan. Letras y sólo letras queda siempre al final. Una carta
torpe que intentaba explicarte lo que no sentía. Adiós. Una gota salada que se
despeña desde tus ojos y explota la tinta frente a ellos para derretir tus órganos
y emociones. Un taxi indiferente que te esconde entre el tráfico de la Vía
Expresa y se niega a abandonarte en el puente al llegar a Barranco. Amor
contenido entre tus manos. Mi foto tan ajena entonces. Tus poemas en mi
memoria. Mi epitafio en tu frente. Mugre y muerte en mis manos. Al final lo que
menos soy. L-e-t-r-a-s. Como éstas. Sin anhelo de reflejarse en ojos diferentes
a los míos. Un poemario que no me canso de escribir y de quemar y de
arrebatárselo a sus admiradoras lenguas de fuego. La estúpida presunción de
creer que mis ojos me pertenecen. Ojos hastiados de tanto artificio. Borrachos
de tanta nube. Algún día alguien dispondrá de estas grafías recogiéndolas
aisladamente cuando rompa mi cuaderno y les quiebre el cielo por donde ellas
vuelan y también tus recuerdos, Ángela hermosa. (Y quizás también mis
recuerdos se caigan si alguien arranca y rompe la página del Cuaderno de
Registro en la que mi nombre y mi firma están escritos). Todas las palabras
quedarían mutiladas y regadas como cuerpos heridos buscando calor sobre un
campo de nieve, hundiéndose, arrastrándose sangrientas y moribundas hacia
aquel lunático hospital que no es sino tu casa llena de cuerpos abandonados
en el corredor donde uno es el mío.

SÍNDROME DE ALTAMAR

Voces que me persiguen y me hacen voltear. El hábito compulsivo de


otorgarle vida a los objetos, desde púber y aun cuando niño. Y en los últimos
días en casa de mis padres, tomo unas pastillas de más y mamá me lleva al
hospital sólo porque no despierto hace dos días. Caramelos mágicos. Si
supiera que a veces sólo quisiera charlar con aquello que no habla. Cosas
mudas. Yo. Ensordecedoras. Una enfermera venida desde el pasado me
calcula la vida a través de la muñeca y el estetoscopio sin ruido, una eternidad

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después. Cuando no charlaba con el recepcionista sobre literatura ni
latinoamericana ni alemana ni sobre los culos de las pocas damas alojadas en
El Conquistador, salía a la calle. Y visitaba no a mi colega sino a su búcaro que
la debía estar pasando muy mal, vacío o con flores secas y cosas así. La
cafetera despreciada en el despacho del Director, qué culpa tuvo ella. Por eso
tengo pocos amigos. Cuando me conocían, yo no hacía sino admirar lo que
para mí era anónimo. Quizás por no compenetrar con los clientes sino con sus
objetos fue que… para qué pensarlo esta noche. Es lógico. Las mesas o las
lámparas no necesitan fraccionar su deuda o adquirir nuevos créditos. No te
salgas del protocolo que es peligroso, me advirtieron. Yo les decía sí en todo.
Tonterías comerciales. Por qué no preguntarles por sus muebles; desde
cuándo no se baña aquella lámpara o si siempre es así de muda la mesa y si
se pueden callar, por favor, que estoy olisqueando las cortinas. Creo que ya no
pudieron aguantarme un poco más en Textil Jandoca. Tal vez sólo esperaban a
que sucediera. Ellos decían conocer mi futuro. Papá también me decía
presagios con tanto convencimiento, como si él acabara de volver de ellos.
Voces silenciosas que revientan el cielo. Una flor en su manicomio y el eco
estupefacto de mis tribulaciones. El denso vapor orgánico que se libera
siempre entre la gente y yo, como una especie de burbuja entre mis manos y el
mundo. Entre papá y mamá. Entre Los Tres Veces Dulce y yo. Entre mis
recuerdos y las fotografías que una a una caen desde mis ojos hasta la
escudilla del agua. El colegio. La universidad una vez en otoño. Mi diploma y la
toga ignoradas en el confortable de la sala. Antes, bofetadas o empellones o
una mano cualquiera que se alza para aplastarme. Con los parques era distinto
aunque amarillos. Y con Renzo, las mañanas en que al levantarse descolgaba
desde el camarote su cabeza rapada y la tirita de una sonrisa luchando con un
bostezo para preguntarme qué es lo que había soñado y pedirme que le
encienda un cigarro.

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EN EL CUARTO DE MÁQUINAS

Distancia. La habitación me sofoca y todo se reduce a una partícula. Una


miserable partícula que me proyecta desde un rincón y que me asusta. Mi
juvenil y limeña ventana convertida en un acuario en donde los peces son mis
tontos vecinos que no saben hacer otra cosa que saludarme y sonreír
maquinalmente. Cruza Don Anselmo y me dice “Blu” con su cara de tramboyo
sombrero en mano, luego regresa Doña Luisa y vocifera “Blu, Blu, Blu” con sus
ojos saltones y nunca sé si es una merluza o una anchoveta, más cuándo se
pasa de copas y se descompone toda; y los niños de enfrente, cuando llegaban
del parque y se asomaban por mi ventana para verme escribiendo detrás de
torres de libros, me parecían un cardumen de sorprendidas pirañas de muelas
afiladas que luego el “Blu, Blu” de alguna empleada, disolvía. Pronto se los
comerán, pensaba siempre, pero nada. A lo lejos, casi inalcanzable, mi
pequeña cama en la casa de San Borja y la botella de chianti que mi nonna me
dejaba en el velador que atraviesa mi mano; también el libro nunca entre mis
dedos. La imagen fantasmal de mamá que entra y sale preocupada de mi
habitación y coge el auricular tomándose la cabeza. Huequitos en mis venas
verdes. Inyecciones de glucosa. Mamá pensó que yo nunca iba a despertar.
Tío Bernardo me enseñaba dos nuevos mortales bajo el puente, cuando según
mamá, yo estaba ausente pero en mi cama. Ángela, mi amor, no te pongas tan
triste. Cuando palpas mis dedos, huelo la hierba donde nos desnudábamos; es
cierto, conservo mi pecho escuálido abierto a la noche. El pan y las hormigas.
Tú y las estrellas de un cielo que gira sobre nosotros y penetra los árboles,
lastimándolos, masticando como las tenazas entre las migas, ¿recuerdas? Una
nube.

AMORES DE PUERTO

Un espasmo íntimo y febril se extiende hasta apresar mis recuerdos y


me devora plácidamente en la complicidad de mi madriguera; sea ésta
expuesta al sol de la Costa Verde, o al diminuto cuadrado que tengo acá por
ventana. De cualquier forma, en soledad, la memoria es más persistente.
Alambre de púas con jirones de gente pendiendo de él. Quién gobierna los
recuerdos que algún día se transformarán en olvidos y mientras tanto, se

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siguen acumulando noche a noche dentro de mí, más cuando siento que el
futuro no es lejano, sino breve. Sin embargo, aún sigo sintiendo a Lima en el
paladar. Mejor dicho, los pedazos de Lima que me pertenecen. Pero dejémosla
ahí como lo que es. Una mezcla de niña y de loca, desquiciada y escondida
entre mis manos y las de ella, que no sabe si jugar o matarse. Tal vez confunda
ambos conceptos cuando estos requieren ser materializados. Las imágenes
nocturnas que acompañan a mis ojos transidos. A mis pasos plúmbeos y
curiosos. Al futuro que se estrelló en mi rostro como un ruiseñor en una
ventana y también, a mis ganas de llorar.
Es cierto que partí asustado por tanta distancia. (Y pensar que las
partidas se olvidan pronto, si no se retorna a tiempo). Primera distancia.
Mordaz. En el asiento yo. Mi equipaje. Fotos y libros. Afuera, mamá. Mis versos
y un poema de carne y hueso. Ángela hermosa, no me mires así con tus ojos
mojados, por favor. Abraza fuerte tu mochila y ve a casa. Prométeme que
tendrás un cuadro para mí en la exposición de fin de año. Tal vez el faro y
nosotros en torno, simulando ceñirle su cintura con nuestros brazos larguísimos
tomados de las manos formando una ronda. Coge tu nube por la mañana y no
cruces el puente en busca de Maira; tampoco la tomes de las manos para
cruzar las pistas, hazlo sola, por favor. Y despídeme de Lucía.

UNA COSTA ENTRE LA BRUMA

Tuve que partir. Para eso crecer. Para convertirme en algo que no existe
sino en el corazón y en los ojos de algunos cuantos que hace mucho no me
visitan. Llevo aquí más de seis años y aun sobre las ruinas, todavía siento que
es nueva la ciudad. Seis años son muchas noches desde el primer treinta de
marzo en que arribé. Y aunque mis pasos ya no la recorran, la camino como un
amnésico, noctívago espectro. No consigo entrar nunca al viejo café al que
mejor lo he clausurado en mi memoria para que no me lastime tanto. Las
servilletas que luego se perdían estrujadas en mis bolsillos, cementerios de
protolibros. Ya casi veo derruido el bar del hotel, la barra de pino en la que el
filósofo me servía café con pisco y me decía que la Generación del 50 nunca
se repetirá; sí, le decía yo, jamás se repetirá; y entonces viajaba un poco más
adelante y también defendía afiebradamente a Luis Loayza, a quién mi letrado

59
amigo desestimaba por su terca invisibilidad, y le contaba de memoria algunos
relatos de El Avaro y casi al borde de las lágrimas, extasiado, recordaba
algunos pasajes de Otras Tardes; además le decía que tampoco se repetirá el
esplendor germano de Rilke, de Schiller, de Walser, de Kafka, de Mann...
aunque a veces siento que no alcanza la ficción y entonces es mejor
zambullirse en la realidad, y sucede que ésta pareciera también querer huir de
ella misma y una noche, en esas noches en que no se desea el amanecer, nos
da el alcance en una esquina cualquiera para caminar solamente. Y aquí sólo
abundan calles estrechas. Gente ausente. Y yo, que soy como el polvo que se
escabulle en los ojos y tortura al resto, pellizcándole el paisaje, pero nadie lo
ve. Nadie. Qué palabra para más bonita. Nadie. No sabían que en mi portafolio
solía llevar un tablero y unas cuantas cartulinas con acuarelas. También
formularios. Ventas y contratos. Pedidos e intereses. ¡Bah! La muerte
encorbatada dándome órdenes cada mañana. ¡No más! Odiaba la muerte de
los domingos porque cada lunes por la mañana despertaba a la destrucción.
Lunes, otra vez. Hoy me es indiferente. Tengo frío. Ni gabardina ni albornoz ni
un capuchino en el Manolo’s de Larco ni un Sol y Sombra en el Cordano. La
noche es obscura en esta celda y tan solo los grillos que sobreviven a las ratas,
le cantan. No sé nada de los poetas que me emboscaron, me adoptaron y
luego, me expulsaron. No sé nada de nadie. Mamá ya no responde mis cartas.
Mi nonna creo que se ha muerto. Papá debe estar de festejos. Mejor escondo
todo esto debajo del ladrillo. Ya escucho los agónicos goznes gimiendo al
vaivén de las puertas; vienen desde el lado norte, ahí nadie confiesa nada, los
pescuezos languidecen en el potro que luego ocultan muy bien bajo cobertores
en algún sótano... las botas han pateado un gato. Ya comienza la danza. Los
guardias rondan el corredor, bastoneando los barrotes e insultándonos, como
sombras alcohólicas de la muerte.

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por qué se viaja mejor
cuando no se sale
por qué se llena de muros
el paisaje

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3

MÁSTILES EN LA NIEBLA
Hacía varios años que no se apreciaba semejante alboroto en aquella
casa, acostumbrada a la discreción tras sus cortinas cerradas. Pero durante
esa semana, abiertos los póstigos y ventanales y descorridas las cortinas, a
pesar del invierno que arreciaba, se oía el rumor de un vals o una tarantela o
alguna música vetusta, cantada en femenina voz y en lengua extranjera que se
escapaba sutilmente a la calle, transitada apenas. Las diarias partidas del
padre al trabajo habían desaparecido en esos días, y fueron reemplazadas por
las frecuentes idas y venidas de las mujeres de la casa a Wong, en la avenida
Javier Prado. Una vez allí, siempre agobiados sus pasillos por gente indecisa y
compulsiva de arriba abajo, las dos empleadas domésticas, empujando sus
respectivos carritos, iban dejando incompletos las góndolas a una sola señal de
su patrona, llenando con lo indicado los carritos que ellas mismas detenían por
un momento para engordarlos, y que después volvían a echar a andar sin
demoras ajenas a las de su enlutada señora. Portolas, duraznos en almíbar,
spaghettis. Aceite de oliva, tomillo y estragón. Morcilla, jamones, tocino.
Quesos y vinos. Mariscos, bifes y pechugas. Tomates, cebollas, pimientos.
Mermelada, cereales y yogurt. La espigada abuela, vestida de un luto indecible
y de refulgentes cabellos blancos, iba a la cabeza de la atareada expedición el
día de hoy. Salían de un pasillo para luego, en apretada curva, penetrar en el
contiguo, o en el siguiente de aquél o regresarse o irse a formar cola frente a
alguna caja registradora.

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En el estacionamiento, en las afueras del supermercado y dentro de un
Peugeot 306, sentada frente al volante y mirando continuamente su reloj, las
aguardaba una hermosa señora de cabellos borgoña, tersa piel morena y
mirada triste. La expedición, siempre guiada por la abuela vestida de negro,
abandonaba el supermercado y se dirigía al estacionamiento referido, pero con
un provisional miembro de más: un muchacho disfrazado de duende, empleado
de Wong y encargado de ayudar a los clientes a llevar al auto las frescas
provisiones. En este caso, a la cajuela del Peugeot, abierta y sostenida por la
señora de cabellos borgoña y mirada triste, que en ese momento, ya no lo
parecía tanto. Todas se sonreían con el curioso mozuelo después de que la
cajuela, repleta de comestibles, fuera cerrada. Las cuatro mujeres abordaron
ese sedán francés. La abuela enlutada iba de copiloto, al lado de su hija; en el
asiento posterior iban las dos jóvenes domésticas, coqueteándole todavía al
fugaz colega que les decía “adiós” con la mano y en maromas de saltimbanqui
mientras las veía partir del amplio estacionamiento y acomodarse al apretado
tráfico en Javier Prado.
Durante el trayecto a la casa en San Borja, madre e hija iban planeando
en voz alta la cena de bienvenida. Lo que sus patronas conversaban adelante,
era asimilado por las atentas empleadas, sentadas atrás y calladas. También
en silencio y con señales que sólo ambas comprendían, iban distribuyéndose
los quehaceres domésticos; pero no así los culinarios, pues de ello se
encargaba la hija de la patrona. A su vez, cada muchacha se imaginaba de
forma distinta el rostro del hijo agasajado, mencionado en la casa con mayor
frecuencia en las últimas semanas, y conocido para ellas sólo por atesoradas
fotos de él, encajadas en relucientes marcos sobre las mesas de centro,
anaqueles, veladores y paredes de la casa. Eran fotos de un niño de mirada
perdida, sujetando en una mano un palito envuelto en rosado algodón dulce, a
la salida de un circo o una feria y tomado de la mano de su madre, la hija de la
patrona, muy delgada entonces. Otras veces, demasiado serio en comparación
a los otros colegiales, agrupados en el patio del Raimondi. El niño creció y
entonces sus fotos lo mostraban distinto: un apuesto veinteañero, delgado y de
rasgos suaves, bastante parecido a su madre en la mirada, con el cabello
negro y ondulado y siempre crecido sobre los hombros. Fotos últimas pero

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igualmente lejanas, tomadas en algún reflexivo momento de su vida, aunque
para ese fotógrafo lo reflexivo, en esa toma, tal vez sólo iba a dar en el
encuadre y en la luminosidad. Aún así, existen ocasiones (y fotografías que las
capturan) en que viendo al lente de la cámara que nos apunta uno sonríe o
duda en sonreír, o bien permanece con los labios cerrados, apretados pero no
tanto para parecer adustos mas no enfadados, dudando si, tal vez, dicha
imagen prisionera en un disparo y luego de revelada, fuere de entre el resto la
que perdure cuando uno haya partido. La inquieta posibilidad de que aquella
desentendida toma se convierta, con el paso del tiempo, en la única evidencia
de nuestra presencia en el mundo.

Veinte minutos después de que dejase el estacionamiento de Wong, el


Peugeot con sus cuatro ocupantes se detuvo frente a su conocido frontispicio,
a mitad de una calle serena, en San Borja. Mientras las empleadas
descargaban la cajuela del auto, madre e hija se dirigían tomadas del brazo
hacia las escalinatas previas a la puerta principal, charlando de algo para ellas
solamente, y no para sus domésticas.
– Mamá, ¿crees que haya hecho bien en acomodarle su dormitorio, tal
como lo tenía desde antes de que se fuera de casa? A veces creo que exagero
un poco y lo que no deseo es presionarlo. Mira todo lo que ha sufrido en estos
últimos años y...
– Ay, no te preocupes, mujer –le iba diciendo a su hija,
reconfortándola con caricias maternas en el dorso de la mano prendida de
ella por el brazo–. Ese figlio tuyo es un pan de Dios, y espero que lo
ocurrido no te haya hecho cambiar de opinión al respecto, porque... –
Inusualmente dos Vespa conducidas por endiablados escolares cruzaron la
calle, devorando un pedazo del diálogo entre ellas, aturdiéndolas con el
estruendo, fundiéndolas con temores.
– ¡Qué bárbaros estos muchachos! Pero mamá, cómo crees eso.
Yo entiendo claramente que lo ocurrido no fue hecho por él. Es decir, no por
él sólo. Lo hicimos todos nosotros. Tú, inclusive. Todos nosotros, en cierto
modo, también llevamos las manos manchadas de aquella sangre. Porque
los hijos son en gran parte un reflejo de quienes los criaron. De lo que en su

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momento no les dijimos con claridad, o bien lo pasamos por alto. De todo
ese mundo que con nuestro cariño les negamos; y también de ese otro
gestado en simultáneo, que también con el mismo cariño, les ofrecimos.
Eso me lo has venido enseñando tú, desde el día en que nació tu único
nieto, hacen ya treinta y seis años. Y yo nunca lo he olvidado, ni un solo día
de mi vida; ni aun cuando sus ausencias me dolían en el alma –abrió la
puerta principal y le cedió el paso a su madre. Se instalaron por un
momento en la sala de recibo; todo estaba en orden en el ambiente
principal: los confortables muebles de cuero marrón sobre la alfombra árabe
de pictóricos motivos, la robusta mesa de centro sosteniendo las fotos del
muchacho, una tabaquera de bronce acariciada por un caprichoso tejido de
hilo, los nardos vacacionando en un florero que parecía un mosquetón de
plata abriéndose al cielo; algunas marinas colgadas en los albos muros,
recostados junto a la ventana estaban la otomana y el esbelto espejo en
inacabable romance, y al lado de ellos, el irónico teléfono como malévolo
chantajista; más allá, cruzando el arco y descendiendo dos gradas, el
holgado comedor siempre dispuesto, los anaqueles y el fino menaje, al final,
a un lado, la puerta de la cocina abierta de par en par filtrando el trajín de
las domésticas. Sentadas cómodamente en aquella antesala, prosiguió la
charla, en tanto que las empleadas continuaban su circular marcha entre la
cochera y la cocina, mientras una sirena se hizo oír prolongada, agónica,
persistente sobre los rabiosos zumbidos de unas motocicletas que
atronaron ciegas y fugaces en la calle, hasta diluirse en alguna esquina–.
Mamá, lo que sí me asusta un poco es su futuro. Yo no sé decirle bien las
cosas, en cambio tú; él te escucha bastante, mamma. No es que esté
celosa, eso nunca. Ya tenemos suficiente con los celos de su padre... Sólo
que parece que ustedes dos tuvieran algo especial. Convérsale para que
considere volver a trabajar. Que no termine de desperdiciar su vida
encerrándose a escribir. No sé si es verdad que las adversidades
enriquecen a los escritores, como lo dijo una vieja en una película; lo que yo
sé es que quien las ha padecido todas, primero es mi hijo, y después es
escritor. Él tiene una profesión y es inteligente. Bueno, también tiene un
pasado que lo atormenta; pero no es el único ni será el último atormentado

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por algo que hizo o que no acabó de hacer. Pocos logran comprenderlo y
eso tan bien es culpa nuestra, mamá. Sé que es talentoso, lo sé; y no lo
digo sólo porque es mi hijo. Si hubieras leído los poemas que le he
encontrado; son bellísimos y muy tristes, son pesimistas o idealistas –los
ojos de su madre se ajustaban con calma, como indagando o
confundiéndose en esos conceptos soltados por su hija, despertando las
arrugas de sus párpados-, yo no lo puedo diferenciar. Habla de un mundo
que no parece lejos de ninguna parte, lugares como a la vuelta de la
esquina o a la vuelta del planeta, creo, pero que no consigo relacionarlos
con esta casa, su casa; aunque tampoco me dan ganas de conocer, tú
sabes lo tímida que soy para los viajes... en cambio sí me provoca saber de
alguien que de ahí hubiese regresado; es eso, escribe como si realmente él
hubiera estado alguna vez sumergido ahí, cuando yo lo hacía en su
habitación o en la escuela o en la universidad; un lugar maravilloso,
complicado, espontáneo, donde... cómo es que lo escribió... algo dijo acerca
de asfixiarse de tanto respirar; pero claro, no lo dijo así, eso fue lo que yo
entendí, y creo que lo entendí mal, no lo sé, dijo, o escribió algo acerca de
una península o de una bahía, no lo recuerdo bien, en que las cosas sólo
sucedían; como si para respirar algo tan denso como el mercurio, o para
volver con quienes se creía perdidos, sólo bastase con desearlo sin temores
y ponerse a realizar lo que se deseaba. Qué, no sé. Caminar, ir a ver a los
amigos, darse un chapuzón en la playa, fumarse un cigarro, volar, arrojarse
a un tren, qué se yo... No, mamá, no creo que se hubiera referido a Sicilia ni
a ninguna expedición pasada ni futura de Los Mil, y no me mires así: son
sólo mis impresiones. Él y Renzo… pobre Renzo, sé que está mal decirlo,
pero “felizmente” que su madre ya estaba muerta para cuando ese
muchacho se mató, si no, cómo se le hubiera partido el alma… bueno, ese
par algunas veces afirmaba que conocía todo sin asomarse siquiera a las
ventanas, y eso tampoco conseguía entenderlo, mamá, no hasta que
encontré esos poemas suyos... aunque lo cierto es que me dejaron más
confundida... pero en el fondo, sabes, me sentía su cómplice: de alguna
manera pienso que me sucede lo mismo que a él, pero con los nardos –su
madre la miraba atenta, como queriendo sonreír o preguntarle algo; el ruido

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de las bolsas de plástico descargadas en la cocina llegaba ajeno a toda
plática, el olor a frutos marinos empezaba a anunciarse–. Y durante su
ausencia, me escribía unas cartas tan lindas, tan cargadas de su modo de
ver las cosas, y más con esa forma suya de contármelo, que me era sencillo
estar a su lado; aunque estuviera yo a miles de kilómetros y muchas
puertas distanciada de él. Aunque su padre ni siquiera por casualidad me lo
mencionara. Aunque yo, algunas tardes de debilidad, de congoja, de
arrepentimiento, lo diera por muerto o perdido. Sé que todavía puede
rehacer su vida y tú también lo sabes, mamá. No quisiera que se hunda en
esa península o en ese mercurio o en esas asfixias. No quisiera que se
vuelva a rodear de sombras y de ausencias, porque de eso sé que se llenan
los escritores... Ya basta de encierros, mamma, ¡Basta de encierros!
– Shuuu. Habla más bajito, que las chicas te podrían oír. Hasta los
mininos se han despertado; míralos como se estiran estos zánganos, eh, y
esta vieja Marilyn que no sabe más que estarse preñada y tenerme la casa
infestada de bastardos que me rompen el corazón cuando pienso en
ahogarlos... tremenda puttana que me resultó... mejor la hubiésemos
llamado Sofía... por la Loren esa, desvergonzada que conquistó al mundo
con su escote... ¡Oye Filomena, no vayas a mezclar las almejas con el
pulpo! ¡Y filetéame decentemente ese lenguado, que en esta casa la del
Parkinson, soy yo, mujer! En fin. Escúchame, ese muchacho es tan mío
como tuyo, è mio figlio anque, parecidísimo a mi Bernardo; aunque a su
padre, tuo marito, no le plazca mucho aceptar eso. En fin, tienes razón,
todos tenemos algo de culpa, eh; pero más suo papà –cerró las puntas de
los dedos sobre una partícula, y blandió esa mano a la altura de sus ojos
enfurecidos, repetidas veces, de arriba a abajo, con energía–, por mentirle
de esa manera y querer que se hiciera hombre, padeciendo como él nunca
lo hizo ni siquiera en su imaginación, confundiéndolo con sus... ay, en fin; ya
para qué revolverse las tripas, eh, mejor andiamo a cucinare. –Se puso
suavemente de pie, invitando a su hija a que la siguiera a la cocina, y
prosiguió hablándole– Lo del trabajo y lo demás, ya está resuelto, mujer,
con el doctor Romanelli. Te lo vengo diciendo desde hace meses. ¡Pero qué
ganas de estos muchachos de estar pasando montados en esas abejas de

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fierro por esta cuadra! Tú lo sabes bien, ese siciliano es una de las pocas
joyas que tuo papà –hizo una extraña señal de la cruz– me legó desde que
zarpamos de la Italia, è il nostro benefattore. ¡Benedetto San Gregorio!

Frisando las seis de la tarde, se escuchó que un auto se detenía frente a


la casa. Luego, el ruido de portezuelas azotadas y después, lo que pareció por
el rugido del motor, ser el mismo auto iniciando la marcha. En la sala, madre e
hija desatendieron sus lecturas y quedaron, con el oído, al pendiente de lo que
acontecía afuera, en la puerta de la calle. Una risa y unos murmullos llegaron
débiles hasta ellas desde ese lado de la casa. Un largo tosido seco, seguido de
otros más breves y persistentes, también desde ahí, las inquietó. El padre, abre
la puerta desde el exterior y devuelve sus llaves al bolsillo de su saco; su
esposa y su suegra se ponen de pie, ansiosas, nerviosas con las manos asidas
entre ellas en gesto de plegaria y alargando la mirada hacia la calle expuesta
ante la puerta entre abierta. Sin embargo no consiguen ver más que valijas. El
padre las contempla por un breve instante, asiente, se vuelve hacia la calle,
recoge las dos valijas del rellano del ingreso y camina hasta al centro de la sala
de recibo y, virando la cabeza hacia la puerta aún abierta a sus espaldas, sin
soltar el equipaje todavía, le dice en voz cavernosa a quien con cierta
vergüenza aguarda afuera: Piero, hijo, ven; pasa y cierra, que esta llovizna no
le hace nada bien a esa tos que nos has traído.

Piero Buccardo, un adulto joven camino a los cuarenta, castigado por


unos años aciagos, tenía la apariencia de haber sido rescatado no hacía
mucho de un naufragio, y vestido y alimentado para presentarlo a los ojos de
su madre: estaba delgado y ojeroso, en yines azules, abrigado con una casaca
de drill marrón cerrada a medias sobre una chompa oscura, protegiéndose la
garganta con una copiosa bufanda beige, portaba un libro en las manos y una
mochila colgada al hombro; en silencio, con aquellos ojos suyos que parecían
haber presenciado las últimas guerras del fin del Mundo. Avanzaba tímido
hacia la sala que fuera suya desde siempre, en que había enfilado ejércitos de
pequeños soldados y tanques y aviones y camiones y canicas y amigos
imaginarios cuando niño; la misma sala alfombrada que cruzaba a diario desde

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el comedor para ir saltando al colegio, a encontrarse con esa ballena que sólo
él decía ver en el firmamento; y muchos años después, la seguiría atravesando
para asistir a la universidad. Todos lamentarían luego, que esos recorridos
quedaran truncos, pues huyó de casa al poco tiempo de haberse graduado de
economista en la Del Pacífico. Estaba de pie en esa estancia y no comprendía
lo entrañable que le era estar así, allí. La amaba hoy que había retornado,
quizás porque antaño desgranaba sus tardes en ella. O tal vez, porque no
existe puerto más añorado para un naufrago, que el dejado a espaldas con
amores y madres que agitaban pañuelos, cuando jamás se pensaba que se
fuera a zozobrar. Se había detenido dentro de la pequeña sala, pero ni a tres
pasos de la puerta que antes lo alejaba y protegía de un mundo distinto al
suyo. Un umbral transpuesto hace muchos años por él, cuando joven todavía,
y que hoy, había vuelto a cruzar; aunque desde el exterior, para volver con su
madre y con su abuela, y además, con los restos de él que creía haber perdido
para siempre. Madre, hijo y abuela se confundieron en un tierno y prolongado
torbellino de besos y abrazos, y más besos y más abrazos ante la fría mirada
del padre, a un lado de ellos, con las valijas alzadas todavía.

DE CRUCERO CON FANNY ARDANT


Don Giuseppe Ponti, un setentón dado a las extravagancias, escueto,
voluble, de hablar decimonónico y poca paciencia (como todo buen
napolitano), consideraba aristocrático que uno visitase al psicoanalista, y
además, se preocupaba de que lograsen hacerse amigos; en caso de que ya
no lo fueran desde antes. Más todavía, no contar con uno, sino con varios; pero
uno sólo en cada país donde se extendía su imperio. Así, el doctor Romanelli
cumplía con creces esta labor para él, en el Perú, durante las temporadas que
el napolitano permanecía en el país, afincado en Chaclacayo.

Assicurazioni Ponti, empresa transnacional italiana de seguros y


reaseguros, propiedad de Don Giuseppe Ponti, había iniciado sus operaciones
en el Perú un año antes de que Piero Buccardo retornara a casa de sus
padres, hace ya cuatro años de ello. Don Buccardo (el hijo, y no el padre de
voz cavernosa), como preferían llamarlo en la oficina, era un apreciado

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profesional de la compañía de Don Giuseppe, con sede en Perú, y gozaba de
la confianza personal de su dueño. No obstante esto último nunca lo supo Piero
Buccardo sino de labios del doctor Romanelli, frecuente comensal en la casa
de San Borja y amigo íntimo de la abuela enlutada. “No te equivocaste con ese
muchacho, Romanelli, no te equivocaste; tú siempre acertado, incluso con lo
del viaje a Pekín y esos masajes con piedras candentes que me recomendaste,
he vuelto a ser el de antes: ¡un semental!, Romanelli, ¡un semental! Otro día te
muestro las fotos, son una delicia de fotos... Salute!”. Al año siguiente del
ingreso de Piero Buccardo al departamento financiero de Assicurazioni Ponti,
hace tres inviernos, ya había logrado que lo nombraran Jefe de Analistas.
Razón por la que fue necesario que abandonara su mesa de trabajo, junto a la
de sus compañeros de entonces, para que ocupara una mediana oficina y
dispusiera, también, de una asistente personal: la señorita Brunella Brasi;
hermosa y joven lingüista de refinados modales, debutante en Assicurazioni
Ponti. Había culminado la secundaria en el Antonio Raimondi, y la universidad
en la Ricardo Palma. Tenía una maestría en Asuntos Diplomáticos cursada en
la Universidad de Bologna. Gustaba del cine de Truffaut y de Chabrol. Pero
aclaró que nunca más que el Neorrealismo Italiano. Más Fellini que De Sica.
Salía a trotar a la mañana e iba al gimnasio a la noche. Trabajó para la
Embajada de Francia, traduciendo, del francés al castellano, tratados de
comercio y contratos diversos. Luego, en el Goethe Institute, laboró haciendo lo
mismo; pero desde el alemán y con documentos que iban desde insólitos
ensayos que habían contemplado inéditas páginas de Musil, hasta pedidos de
enciclopedias y reclamos, o enrevesadas discusiones entre musicólogos cuyos
nombres le perecían imposibles. Ah, y por último, pero no menos importante,
era hija de uno de los amigos de Don Giuseppe. De todos estos atributos, Piero
Buccardo, el día en que la entrevistó, más a fin se sentía con sus referentes
artísticos que con los profesionales; a pesar de que la señorita Brunella Brasi
estaba ahí para desempeñarse haciendo algo semejante a lo que había hecho
para la Embajada de Francia; aunque en esta oportunidad, del castellano al
italiano, y no del francés al castellano. Además, conociendo la afición de ella
por el cinema noir, se podía entender un poco su atuendo, más en invierno que
en verano; así lo explicaba entonces Don Buccardo a sus jóvenes asistentes,

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enamorados platónicamente de la señorita Brasi, a quien él creía a veces
confundir con Fanny Ardant, más cuando desde lo alto de su oficina la veía
cruzar las invernales pistas e ingresar al edificio. Y quizás respondan a ello
algunas miradas suyas hacia la nueva traductora que, desde un inicio, parecían
impregnadas de cierta salacidad.

En la buscada soledad de sus noches en la casa paterna, con la mirada


estampada en el cielo nocturno sobre el jardín posterior, entre el perfume de
los nardos y con un vodka en la mano, Piero Buccardo, con cuarenta años y
una vida rasgada por episodios ominosos, volvía con frecuencia a la soltura de
la segunda mitad de sus veinte años. A su ribeyriano refugio en el Malecón
Cisneros. A los meses que vivió con el líder de Los Tres Veces Dulce y conoció
a la comenubes Maira y a la pequeña Lucía (ya no tan pequeña como en sus
recuerdos primeros, pues la percibió toda una señorita la última vez que la vio,
hará cuestión de semanas). Recordaba también a la pintora Ángela, su pasado
e inocente amor, que desapareció de su vida como se pierde en invierno la
evidencia de una piel bruñida a los antojos de un soleado verano. Fumaba de
sus Camel y volvía, sin pensarlo ni desearlo, también a sus años nefastos. A
esas frías noches en que inclusive los pensamientos parecían haberse
quedado entumecidos, y todo no había sido sino un inmenso bostezo
desquiciado. Buscaba, presuroso, acuciado por temores que lo descomponían,
los consejos vertidos por el doctor Romanelli; bebía un trago largo, seguido de
una pitada intensa, y se reconfortaba viendo la opacidad del nocturno y estático
cielo de Lima sobre su jardín. Volteaba la página y encontraba a Brunella Brasi.
Una sonrisa le ganaba la comisura. Encendía otro Camel y se quedaba
jugando con el Zippo que ella le había obsequiado hace mucho, por su sexto
mes de novios. Su madre y su abuela estaban más que contentas con ella. El
padre de él, no tanto. No me fío de las mujeres que dicen dar la vida por uno;
menos cuando se visten todos los días como para acudir a una función, eso es
todo, decía. Pero ya nadie le prestaba mucha atención al padre de Piero. Ya ni
su esposa, siquiera. Percibían que era el único en la casa que no compartía
con sinceridad los logros de su único hijo. Primero celos por la madre, después
por el éxito, ¿quién cazzo te envenena el alma? Le preguntaba la abuela

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durante la cena o la sobremesa, con ese gesto increpador tan italiano de agitar
la punta de los dedos cerrados sobre una partícula, cuando a ella se le
pasaban las copas. Sin embargo, nadie le decía nada para silenciarla; ni su
hija, ni Brunella Brasi, ni Piero Buccardo y, ocasionalmente, tampoco el doctor
Romanelli. Pensando en la jornada que lo aguardaba, apagaba su cigarro
antes de dirigirse a su alcoba, en el segundo piso y junto a la de sus padres. Y
cuidaba de lavarse bien los dientes para no ir con el aliento torcido al lecho de
su esposa, a besarla y acariciarla, y a quedarse dormido a lado de ella, vueltos
uno bajo las sábanas. Brunella Brasi, protegida apenas por un transparente
camisón y entre las sábanas de seda que la delataban debajo, con los
castaños y sedosos cabellos extendidos sobre las almohadas, sentía a su
amado esposo aferrándose a ella por sus espaldas: su mano delgada, tímida,
sigilosa introduciéndose al camisón, reconociendo sus pechos adormilados; su
pene firme y curioso buscándola desde atrás; su pierna que la enlazaba con
delicadeza, protegiéndola, reservándola; sus besos que empezaban a treparle
a la nuca por los cabellos; algunos susurros de versos, el fugaz rugido de un
auto en medio de la noche, y omnipresente, algún grillo desvelado como
anónimo concertista en el jardín. En aquella fragilidad de su primer sueño, se
volvía hacia él sin abrir los ojos, le dibujaba el rostro barbudo con sus manos
tersas, cual si fuera ella una invidente escultora copiando a su memoria el
modelo a plasmar, y le decía te amo, Piero Buccardo, jamás me voy a morir
antes que tú, te lo prometo; y se quedaban abrazados, oliéndose, besándose,
tocándose hasta que el crepúsculo los fulminaba.

CAMPANADAS ROMPEN LA CALMA


La calefacción empañaba los cristales de las oficinas de Assicurazioni
Ponti. El invierno, había copado hasta el último recodo de Lima; pero era
mantenido a duras penas fuera del edificio, la mañana cuando una llamada
telefónica hizo tambalear a Piero Buccardo. Había contestado desde el anexo
en el Salón Azul, donde estaba reunido con sus asistentes en una plática de
negocios. Luego de que colgara desconsolado el auricular, visiblemente
afectado y sin ofrecer disculpas a nadie, partió despavorido por su auto y luego

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de ello, ya nunca más volvió a ser el antes conocido; al menos no para los de
Assicurazioni Ponti.

EN CHALECOS SALVAVIDAS
Era de esperarse mi apariencia cuando regresé a casa aquella tarde
lejana, después de tantos años sentidos como siglos. Un tipo maltrecho e
insignificante, que no terminaba de acostumbrarse a las comidas rápidas ni al
tráfico capitalino. Un reflejo parecido a ése, es el que me devuelve el espejo
sobre el lavatorio por las mañanas. En aquel entonces, había cumplido
parcialmente una condena en el interior del país por un crimen que tampoco
logré culminar, y que no acabo de asimilarlo todavía. (Para qué sirve entonces
el dinero sino para costear unos buenos abogados, papá. Mejor las ratas y los
muros a ésto, aunque mejor no pensar en el encierro). Sin embargo, parece no
haber sido suficiente pago todavía; pues la vida a vuelto ha golpearme
impunemente. Sé que los demás no podrán olvidar nunca lo que yo no consigo
alejar de mis recuerdos. Tal vez también sea un castigo mantener con uno la
memoria; más cuando ésta suele ser una cuerda de púas alambradas que
constriñe y desgarra desde lo pretérito a nuestro presente, y aun más a nuestro
frágil futuro gestándose en nuestras mentes; como en los vientres de las
madres los niños anhelados por ellas. Más al primerizo porque quizás se
convierta en el único hijo. Tal vez un niño o una niña en las entrañas es la
certeza de que el futuro existe. Pues a diferencia del porvenir imaginado, éste
se mueve y duele dentro de la madre; entonces ella le narra al padre, con
insuficientes palabras siempre, cómo ese futuro de ambos, alojado en el vientre
de ella hasta el momento del parto, se acomoda y transforma día a día. Juntos,
de acuerdo al sexo planteado, le otorgan un nombre y un destino. Lo conducen
al colegio y después a la universidad. Asisten a su boda y le piden hijos que los
convertirían en abuelos. Pero no se medita nunca en la desgracia que pudiera
amenazarlos siquiera; más cuando el hijo no abandona el vientre en que se
nutre, todavía. Y se protege de este modo a ese futuro mancomunado,
percibido por la madre, pensado por el padre, y eternamente insospechado por
los tres.

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Lejos de todo lo que me ata a ella, he huido como un parásito que teme
alimentarse de cadáveres. Ambular viendo hacia atrás se torna inevitable.
Insoportable. Cuánta razón tenía Cortázar cuando decía que luego de los
cuarenta caminamos con el rostro en la nuca. ¿Por qué seré así? Por qué no
simplemente acostarse y levantarse y así hasta que ya no se recuerde nada y
se muera. No. Demasiado fácil. Tuve que venir a hospedarme, a encerrarme a
escribir en una habitación en el tercer piso del hotel El Mirador. Cuatro paredes,
otra vez. Que paradójico. Pero qué podría hacer con todo esto. Han
transcurrido más de dos meses y mi piel aún la siente tibia por las noches,
junto a mí. ¿Estaremos tan lejos realmente?

LAS BODEGAS HACIENDO AGUA


Me resultaba difícil pintar la noche desde mi ventana de hotel. Cuando
eso ocurría, miraba mi mano sosteniendo el pincel, y me preguntaba en qué
momento se me dio por la pintura. Aparte de un par de amigos que hice en el
patio del penal, los talleres de arte me hacían los días cortos después de leer
hasta el hastío cuatro o cinco veces los mismo textos de Garcilaso o las
Tradiciones Peruanas. Al cabo de un año, había adquirido cierta destreza con
los pinceles. Después, todo fue menos penoso. Al menos hasta que volvíamos
a la celda. Intercambiaba con los guardias libros de Ribeyro, Kafka, Hesse o
Cortázar por cuadros pequeños que yo les pintaba; pues pronto entendí que
con poemas no llegaría a nada en ese encierro. Algunos cuadros eran
realmente diminutos, pintados en el pálido fondo de las cajitas de fósforos. No
obstante nunca me pudieron conseguir nada de Schiller ni de Rilke, ni de
Eielson o Westphalen, ni de Thomas Mann siquiera. Ya ni la correspondencia
me eran entregada; o quizá mamá realmente dejó de escribirme… jamás se lo
pregunté. De los alemanes, mis colegas y los guardias pensaban que les
tomaba el pelo cuando les relataba alguna de sus novelas o cuando los re-
bautizaba con nombres como Adrian Leverkün, Hanno Budenbrook, Gustav
von Ascenbach, Törless o Bacini o Tadzio o Goldmundo a los más jóvenes.
Aunque a mis colegas siempre les fascinaba que les repitiese un fragmento de
El Lobo Estepario; aquel pedazo que nos hacía libres por un instante, en el que
ya todos habíamos adquirido la destreza del protagonista, Harry Haller, para

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fugarse en ese tren dibujado en el muro de su celda. Pero nosotros no éramos
dueños de ningún tren ni de nuestras celdas, sin embargo, teníamos dibujada
en el patio una inmensa y preciosa rayuela. En ella nos poníamos a brincar
como niños algunos domingos al medio día. Éramos los de siempre, el mismo
tímido grupete cercano a las ridiculeces, que saltando en un pie disimulaba la
carencia de visitas. Incluso organizábamos discretos campeonatos y
competíamos con algunos guardias. Ellos siempre tenían que ganar. Todo
estaba bien, salvo por La Maga que nunca aparecía y el maldito Morelli de
nuevo a la celda, a parlotear con los grillos y esperar la meada de los guardias
por la mañana. ¡Vaya noches que me he fumado! Por ahí aparecía el de
limpieza y me decía poeta, no se me deprima y abríguese las piernas que este
invierno va a ser duro. Lima no ha cambiado mucho desde entonces. Las luces
se siguen encendiendo a las seis y diez en invierno. La inmensa desolación
que todo lo gobierna y pone en cada hogar una lucecita como una cruz en cada
tumba. Antes, en mi oficina de San Isidro, hasta las cinco con treinta todas las
tardes; después, en Miraflores, en esta habitación. Mi cuerpo, el tablero, mis
manos, pinceles y garabatos. La ventana y el vacío de una noche estática pero
viva. Brunella.

No he podido esbozar algo más que el vano y las hojas abiertas. El


doctor Romanelli me ha prohibido escribir y me ha recomendado pintar. Eso es
lo que he estado intentando. Pero sólo he conseguido insinuaciones de una
noche blanca encerrada en delgados bastidores de madera. Dibujo y pinto los
muros. El parapeto perdiendo estuco. La imperfección del derrame. Imposible
reproducir lo que todo ello enmarca: la noche. Inhumano copiar semejante
belleza sin ser burdo. En el penal, se me hacía más sencillo. Pintaba de
memoria la Costa Verde. Con el faro me complicaba un poco. El sunset de La
Herradura me salía, si no perfecto, bastante vivo. Pero esto es distinto. No es
fácil mirar los ojos de la noche sin ser visto por ella. Mejor sentarse y fingir con
su compañía. Con su aliento helado en la espalda agitando las cortinas. Con
sus ojos en el papel. Me espantan las cortinas cuando se agitan.

75
ABORDANDO LOS ÚLTIMOS BOTES
Conversación. Eso es lo que necesito. Es lo que menos he hecho.
Silencio. Siempre silencio en mi boca y ocultarme. Detrás, el esplín de mis
gritos arrastraba las pirámides de mis vocales pero mis labios cerrados. Don
Buccardo, me decían los chicos de la oficina, es usted demasiado lacónico. Me
causaba gracia que me dijeran “Don”, pues lo consideraba pronto para mis
cuarenta años aunque mis canas venidas del futuro, o de la etrusca sangre de
mi abuelo, acusaran algo distinto; en cambio, me enfadaba que resaltasen mi
parquedad. Mirar y mirar hasta copiar todo en todos lados. Sonreír. Llorar.
Besar. Abrazar. Acariciar. Morder. Lastimar. Matar. Un día más. Palabras
vacías. Y adónde se fue mi ballena. Un hipócrita que busca refugio donde no
existe. Eso es lo que soy. Un ser despreciable que no soporta candirse cuando
la vida desborda. Un vividor de lo que me rodea. Un estúpido conformista y
cobarde que intenta escabullirse en algún libro que nunca podrá escribir. Un
profesional. Un imbécil que se mete donde no lo llaman. Más imbécil al creer
que un pedazo de lienzo o un papel pueden ocultarme. ¡Hasta cuándo voy a
seguir huyendo de mí! Blanco. El eterno blanco que mata primero y masca
después adoptando mi expresión. Mi silencio. Mi cobardía. Tanto que decir y yo
sólo miro. Mis ojos hablan mejor que yo. ¡Malditas costumbres penitenciarias!
Mi silencio es locuaz dentro de mí, un muro que vela mis actos negados.
Enfrentarse contra las propias decisiones es lo que te mata en libertad, me
decían los guardias a veces. En este momento, me agrada escribir. Incluso
esto es cobardía. Si pudiese pintar la noche no estaría escribiendo. Y si antes,
hubiera podido sobrellevar mi vida y sus pesares, no estaría aquí, escribiendo
ni renegando de no poder pintar. Estaría en casa con... bueno, estar con papá
siempre fue difícil, y mi abuela está irreconocible. Mejor hacerle caso al doctor
Romanelli, pero lejos de casa. Cómo contarle luego que he sido derrotado por
una noche exuberante que se escapaba de mis manos y que me extendía las
de ella. No debo seguir aquí. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Acaso no ha sido
suficiente? Necesito una esquina y un cigarro. Una carta. Una foto. Un balcón o
crayolas para extraer mi voz. Unos labios que abracen a los míos. Un cuerpo
que me asfixie. Brunella.

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Alguien deambula por el pasillo. No podría ser ningún guardia. Ellos no
están aquí. El administrador. Debe ser el administrador.

Paciente. Lo que me agrada de la noche es que al cerrar la ventana ella


aún permanece ahí. Aguardándome. Como las gaviotas que reposan en el
cable por la tarde. O las zapatillas enlazadas que penden también allí, pero a
toda hora, y enlazas tu corazón a nadie: tan silencioso soy que recordarte me
permite la dicha escribió Luis Hernández y se arrojó bajo las ruedas de un
violento tren que venía de Buenos Aires, y yo siento mi corazón vapuleado,
como las zapatillas anónimas, abandonadas, enlazadas al cable por alguien
que jugando a ser niño, se deshizo de ellas. Y sigo aquí. Otra noche. Vencido.
Recogiendo tácito mis fragmentos y gritando a través de la tinta o del color. Y al
amanecer, alistarse y partir rumbo a Assicurazioni Ponti, como si el mundo
realmente siguiera girando. Llegar. Saludar. Trabajo y más trabajo hasta
alocarme e implorar porque el tiempo se dilate y todo no sea otra cosa que
tiempo pegado en las paredes o atado a la muñeca de cualquier persona. El
teléfono que timbra a cualquier hora sobre mi escritorio y yo, aturdido y
temeroso, demoro siempre en contestarlo desde la ultima llamada en el Salón
Azul. El despertador sacude al mundo los lunes por la mañana y la rueda
vuelve a girar, me decía mamá cuando me oía renegar de mis días. Al término
de la jornada, regreso. Una calle tranquila y lúgubre que parece no haber
nacido en Lima sino arrancada de algún film de Pasolini. Pocas personas. El
vestíbulo. Escaleras y mi habitación. La ventana y la noche siguen aquí. Las
zapatillas todavía condenadas al cable. Mirándome. Mi corazón, balbuceando
latidos que nunca retornan. Brunella dentro del vano. En el papel. En el techo.
En mi cama. Mis labios han volado, Brunella, no me preguntes cómo.

Mamá. Cuando armaba los rompecabezas por las tardes en el jardín,


contigo, siempre escondías una pieza. Así te divertías; viéndome no hacer
nada sino admirar la belleza incompleta del paisaje o del tren y la pasividad con
que lo desarmaba pieza por pieza y lo volvía a armar en silencio mientras
terminabas tu Salem; como si la pieza ausente volviese alentada ya que todas
las demás estaban regadas sobre la hierba. Lo que yo miraba era el vacío de

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aquella pieza, mamá. El hueco en el tablero y tu rostro. Amaba ese lugar. Los
nardos. También Marylín o la madre de Marylín rondándonos, no lo recuerdo
bien. Tu mano tibia en mis mejillas. Nubes y sólo nubes sobre nosotros. Yo
aquí, ustedes allá; y siempre alguna pieza que se me escapa. ¿Dónde estás
mamá? Pero quién cruza tanto por el corredor. Tacos. O tacones. No son las
botas de los guardias. No. Ellos no podrían ser. No ahora.

Postergación. Toda mi vida ha sido sólo eso. No pudo ser diferente. Las
palabras nunca abandonaron mi boca y las cosas sólo ocurrieron. Cobarde. Me
he convertido en el monstruo que combato. Un abrazo final. Me asustan tanto
las despedidas que marcharme antes es mejor. Como tú, mamá. Como tú,
Brunella. Yo, sentado aquí. Viviendo en mi silla cada noche junto a la ventana.
Acumulando cuadros incompletos. Ventanas y más ventanas. Generando
movimiento para postergar todo. Mi corazón es un péndulo agónico y aburrido.
Mi estúpida anatomía del baño a la cama y de la cama a la silla, hasta el
amanecer. Amanecer en soledad es doloroso, cuando el cuerpo ya extraña a
otro cálido al lado suyo.

Brunella me preparaba el desayuno mientras mamá me acercaba El


Comercio a la mesa del comedor de diario. Los ojos tiernos de mamá en bata
bajo el arco del comedor principal sosteniendo mi portafolio, cuando veía desde
ahí, que yo me levantaba de la silla. Los gatos frotándose el lomo en sus
piernas a esa hora de la mañana, ronroneando acaramelados, estirándose las
garras en el vuelo de su albornoz, hasta que mamá los espantaba con un “zape
mininos”. Los labios tibios de Brunella conmigo en la puerta y el café de un
primer beso. Ella había dejado de trabajar desde mucho antes de lo normado
para mujeres gestantes. No hizo falta de que ni yo, ni ella ni su padre se lo
pidiera a Don Giuseppe. Pues desde que se enteró de que nuestro primogénito
estaba en camino, no hizo sino aliviarme las labores y pedirme que pasara más
tiempo con el niño que aún no llegaba, y por consiguiente, con quien lo llevaba
dentro suyo: Brunella. Me lo dijo por teléfono, primero desde Roma, la vez que
lo telefoneé para darle la buena nueva; luego, desde París, cuando me llamó
para informarse de una gestión importante y aprovechó para preguntarme por

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las ecografías; y la última vez, medio ebrio, desde Pekín. El doctor Romanelli
estaba más que satisfecho conmigo, al punto que nuestras reuniones
profesionales se distanciaron casi hasta extinguirse. Los Brasi empezaron a
frecuentar nuestra casa en San Borja (es decir, la casa de mis padres, en que
vivíamos desde nuestra boda; pues el doctor Romanelli así lo recomendó).
Venían con viandas y vinos, sin importarle los desplantes de papá, y
almorzábamos los domingos en la terraza y nos exigían, con bastante cortesía
e ilusión, que pronto nos decidiésemos por una de sus propiedades para que
ellos pudieran ponerla a punto para nosotros tres. Mamá no podía creer que
tanta felicidad pudiera caber en ese jardín, y no hacía más que suspirar; en
cambio la abuela, alborotada como suele serlo cada vez que bebe, se ponía a
bailar en una pata con su copa en la mano, cantando una canción de Alida
Valli, que insistía era de la Piaf, o al revés.

AL BORDE DEL NAUFRAGIO


El día que me llamaron cuando estuve en el Salón Azul con mis
asistentes, pensé que esa sería una llamada cualquiera. Una de algún banco o
ministerio. O quizás desde mi casa, Brunella o mamá querían que pasara
comprando algo en Wong para la cena, camino de regreso adonde ellas. Pero
no fue una comunicación de ningún banco ni ministerio. Tampoco era ninguna
de ellas dos, pues no estaban en casa entonces, sino de compras. O al menos
lo habían estado un poco antes y ya regresaban a casa, luego de haberlas
realizado. Era la abuela, hablándome en italiano, abrumada y llorando;
seguidamente, la voz de papá, también quebrada aunque en castellano,
confirmando lo dicho primero en italiano por mi nonna. Brunella y mamá por
Javier Prado en el Peugeot, con la cajuela cargada de víveres y artículos
innecesarios todavía para un bebé que vendría en pocos meses más. Una
intersección conocida que las colocaba siempre en nuestra calle. Un camión
descontrolado. Los frenos en el asfalto. Ellas nunca volvieron. Ni ellas ni mi
hijo, que jamás nadie pudo ver ni nombrar; ni llevarlo al colegio ni a la
universidad; tampoco verlo desposarse y pedirle que me hiciera abuelo, por
que no tuvo la oportunidad ni de equivocarse al menos, pues muy pronto, todo
se le negó.

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Un día de hotel, me dije en aquella ocasión, luego de que fueran
cremados los restos de mi madre, de mi esposa, y los de mi hijo dentro de su
madre. Sólo una noche alejado de todo lo que me los arrojaba en el rostro, me
dije. Pero ya el insomnio me volvía a pintar entonces siniestras ojeras. Tenía
permiso para ausentarme del trabajo, aunque ni eso ni nada me importaba en
aquellas primeras noches ni tampoco lo hace hoy. Transcurridas un par de
semanas, volví a la oficina. Pero sólo por no querer realizar actividades
distintas a mi rutina, o por no aceptar que no sabía o no podía realizarlas.
Insomnio. Cigarros. Vodka. Las silentes noches retornaron a mí, y yo les temía
profundamente. El teléfono continuaba timbrando aún, en algún lugar siempre
al alcance de mis oídos que no entendían de tiempo ni de distancias, mientras
yo atendía otra llamada, o cuando iba conduciendo como en rutas de un país
metafórico, o incluso las veces en que estaba en la ducha o en cualquier
maldito rincón de la tierra adonde llegaba como un alma en pena. La voz
quebrada de mi abuela me repetía, articulando con desesperación, los fuertes
verbos italianos que desde pequeño se me enseñó a comprender. Y sin
demoras, pero en tono dubitativo, la voz rota de papá que me decía nos las
quitaron, Piero, nos las quitaron; y después se vino en llanto, contándome sin
detalles y sollozando, el desenlace de algo que ni yo ni la abuela ni él ni nadie
que a ellas las hubiera amado tanto como nosotros, había presenciado. El final
inesperado de las vidas de quienes más amé, me fue explicado por gente que
yo había visto nunca: testigos fortuitos del impacto, rostros miserables que
fueron presa de mi ira maniatada pero también, de mi insoportable
claudicación. Documentos policiales firmados por aquellos sorprendidos
testigos y que luego, también debía de rubricar yo, para otorgarle fe al episodio
que no había visto ni hubiera querido ver, sino evitar; y que me había sido
narrado cual si fuera una aterradora película que yo desconocía. Una barbarie.
Una tragedia que después de contada, no habría querido sentarme a mirar sino
con una pistola en la nuca. Los días se fueron sucediendo con una aparente
indiferencia por parte de todos. Incluida la mía. Un día de hotel que engendró
otros más y que juntos suman ya casi cuarenta esta madrugada, fuera de mi
casa. Hoy, o mejor dicho, ayer, aún fui al trabajo; y me asqueé de saberme

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sentado allí, viendo, desde lo alto en mi oficina, el tráfico insensible en el
Centro Financiero de Lima, y el crucero peatonal desgastado a las incesantes
suelas de ferrocarriles humanos en que, nadie era mi Fanny Ardant. Seguía
fingiendo que el andamiaje que me sostenía se hallaba intacto. Me enfadaba
sobremanera que los demás (y no sólo en la Compañía) me miraran y me
conversaran cual si nada hubiera sucedido; cual si estuviera yo en un día de
los de hace dos años o tres como máximo; pero no más de cuatro, porque
entonces todavía estaba recluido en una sierra enfermiza por algo que no
concluí, esa es mi forma de verlo, aunque la verdad es que se me condenó por
el intento y sólo entonces le agradecí a las malditas evaluaciones… aunque
eso demoró más de lo debido por la displicencia de papá, o la de los abogados
que él solventaba. Un tipo que no le temía a nada. Soñador y rebelde. Eso era
yo cuando joven. Poeta clandestino perdido en los vapores de la noche, la mala
receta de un padre cuyo docto esperma tomó un atajo y se hizo poeta, un verso
maltrecho que a codazos se abría paso entre epopeyas, una sombra que se
reunía en las esquinas o en los parques con otras sombras a charlar de la vida
de otras sombras que como nosotros, escribían poesía, o eran devoradas por
ésta. Y sin embargo, la cobardía y el asco me sofocan desde hace un tiempo.
Semana tras semana en esta habitación postergando mi destino. El pánico de
volver a casa y nada. Cefaleas y gastritis. Luchito Hernández a sus treinta y
seis en Santos Lugares lejos de Perú. La abuela debe estar arrancándose los
pelos por mí. Y Papá… a él no lo sufro tanto.

UN BOTE NO HA SIDO LIBERADO


Reposo la mejilla contra la pared y cierro los ojos para sentir las manos
de mi esposa. Los dedos finos de Brunella dibujándome el rostro en la
penumbra. Tacto que consumía mi expresión. Mamá solía decir que las manos
de Brunella me robaban la vida. Que por eso la buscaba antes de acostarme y
le pedía el beso de las buenas noches como cuando bambino. Luego volvía
con Brunella a nuestra alcoba: a que me arrebate la vida hasta que el
crepúsculo nos fulmine. También te extraño, mamma bella. Tus ojos húmedos
cuando te levantaba la voz, tus manos en mis cabellos, sin reproches,

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diciéndome amorosa que mejor guarde la botella y me vaya a dormir. Pero esta
botella no será guardada por nadie, mamma bella, per nessuno. Tampoco será
vaciada por completo. La prolongación de una callada noche arrolladora
derramándose por mi ventana, es todo lo que tengo. No requiero más. Io non
voglio niente della vita. Perdónenme. Brunella, amore mio: cuando te veo en mi
ventana, ya no sé qué es lo real. El abrazo de mamá y el perfume de sus
cabellos borgoñas. Las luces de la ciudad cuando se van encendiendo una a
una, despacito, hasta que despiertan y ¡zas! Cómo huir de los últimos ojos de
Brunella. De sus primeras miradas de madre por la mañana cuando la veía
desde mi auto: ella de pie bajo el umbral de la fachada, diciéndome adiós con
una mano que luego bajaba junto a la otra, para sujetarse el vientre crecido por
el embarazo. Pero se acabó. Me llama la noche. Desnuda. La ventana abierta.
Mis cuadros incompletos. Mi libro siempre inconcluso. Mi silla vacía. Las
sombras persisten bajo mi puerta y es mejor ignorarlas. Tiembla el pomo de la
cerradura. Quién llama a mi puerta. Deslumbrante la habitación sin mí. El vano
de la ventana. Mis dedos tensos en el parapeto. Yo afuera, en la noche.
Aflojando los dedos. Soltándome hacia ella.

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como en la noche elegida tú ya no estas más y páginas en blanco –
sietemesinos firmamentos boreales– caen oliéndose las espaldas
numeradas el perfume de tu sombra la música de tus pasos no te
decía te quiero te decía acaso no oyes nada y alargabas el oído: no
son abejas te decía es la playa preñada de motores de aviones y
ahora qué hacemos preguntaste absorta y te dije abrázame fuerte
con tus ojos negros tus cabellos negros tus deseos negros y nunca
más te volví a ver

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4

SIN TIMÓN Y EN EL DELIRIO

Han concluido los fúnebres ritos fraternos y filiales. Han concluido


como concluyen las cosas plagadas de nostalgia e impotencia, así, de
golpe. Y hallaron su fin, su aparente epílogo y conciliación, el día en que
la madre decidió jamás volver a revisar dentro del clóset de su hija.
Momentos antes de que tal determinación fuera tomada por la madre,
ésta se hallaba plácidamente abandonada al romper de las olas y a la
brisa que le arremolinaba sobre el rostro los cabellos, sorbiendo sin
prisas de un café, arrellanada sobre un sofá de mimbre en la amplia
terraza que entrega a la Costa Verde, contemplando un inflamado ocaso;
entonces, el brusco ronquido de la mampara al ser descorrida a espaldas
suyas, hizo que volviese su mirada en esa dirección y descubriese a
Lucía, la menor, trémula, en un ligero vestido blanco raído y
ensangrentado, sollozando bajo ese umbral, reclamándole como suya la
habitación de su hermana.

Aquella cálida tarde de enero, ensombrecida de pronto por aciagos


presentimientos venidos con Lucía en la terraza, había encontrado en soledad
a la madre; pues inconvenientemente el marido se hallaba de viaje y la
servidumbre, de salida. Aunque más inoportuno le resultaba la ausencia del
marido: padre, apoyo y amigo y además, confidente; en cambio, no valía tanto
lamentar la falta de domésticas, no obstante amigas supuestas y obligadas a
servirlos y a soportarlos en silencio, no suelen nunca guardar secretos, más
todavía cuando éstos escapan de la discreción. Descifrando a su hija a pocos

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pasos de ella y temiendo que la escena se desbocara, la madre, algo perpleja,
halló apenas fuerzas e inteligencia para no espantarse y con mucho tino,
contenerse, y calmar con infantiles argucias a una Lucía adolescente y
furibunda, salpicada de fresca sangre que de momento su madre no determinó
si era propia, o de alguien más.

Desde aquel infortunado verano, aquella guapa señora de ojos


almendrados y frondosos cabellos bermejos, no había vuelto a husmear dentro
del clóset en que Maira, la mayor de las dos hermanas, se ocultaba durante
largas horas algunas tardes, escapándose así de la profesora de piano o
francés después del colegio, mucho antes de que estudiara Derecho y
conociera a Renzo en la antigua Filmoteca de Lima y se matara en su terco
afán por perseguirlo. Sin embargo, con aquella muerte aún entre los dedos,
esquilmada de ánimos, la madre juraba entonces que seguía viendo a su
difunta hija, enfundada todavía en su uniforme escocés del San Silvestre, con
los ojos tristes y el rostro sembrado de sudor, disminuida y confundida
respirando entre la ropa de su clóset, detrás de esa vistosa puerta apersianada
de caoba que antaño resguardaba sus vestidos y zapatos y algunos peluches
extrañamente decapitados. Y nadie, tan solo la madre, aseaba el aposento de
Maira y acomodaba con dulzura la ropa en su clóset. Y nadie, tan solo la
madre, decía verla a veces escondida, agazapada en ese clóset; a pesar de
haberla velado durante prolongados días y noches y finalmente enterrado un
año antes de que Lucía, ensangrentada, se le apareciera en la terraza. Y el
padre, su marido, no le creía; pero la envidiaba y la consolaba con palabras y
caricias insuficientes, espolvoreadas más de respeto que de amor,
esforzándose en secreto por imaginar siquiera lo que su esposa decía ver.
Pero su férrea educación y principios no le permitían momentos de vacilación.
Siempre había sido así y quizás, no era culpa suya. Se trataba de un exitoso
empresario financiero, criado en fastuosas asciendas arequipeñas y hecho a
los rigores monásticos que su apellido demandaba. Fue educado primero en
Lima y luego en París, y se debía a una recargada agenda que lo mantenía
trajinando gran parte del año entre América y Europa, carente de domicilio fijo,
atendiendo diversos asuntos de consultoría a instituciones privadas de la

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Comunidad Europea, quedando muy temprano impedido de disfrutar
plenamente de la compañía de su esposa y de ambas hijas (cuando vivía la
mayor todavía) en su hermosa residencia encastrada en una privilegiada
oquedad de los escarpados barranquinos, desde la cual se dominaba el
Pacífico y se alcanzaba a vislumbrar el faro de Miraflores. Y durante los últimos
años, con esa culpa e impotencia incontenibles que forman espinosos nidos en
las entrañas de los padres a la muerte de los hijos, más punzantes aún si ésta
fue violenta y prematura, se fustigaba por no haberle brindado más tiempo ni
atenciones ni oídos a su familia. Más a las hijas que a la esposa, a quien
calladamente sentenciaba desde la muerte de Maira; pues de haber estado
apenas en la víspera él en Lima, pensaba, todo hubiera tenido otro desenlace.
En consecuencia, como producto de sus nocturnas lucubraciones, los
sentimientos paternos antes dispuestos para Maira, ovillaban doblemente a una
Lucía solitaria y aturdida, convertida en hija única desde la pérdida de la mayor,
y aturdida también a causa de esa ausencia irremediable. No obstante, la
frivolidad terminaba por sustraerlo de sus reflexiones sentimentales; la
frivolidad y la cobardía de enfrentarse a una vida familiar que le sabía a
fracaso, a culpa, a preguntas sin respuestas o con respuestas que parían
proles de preguntas, a un mal pacto transado paulatinamente con el más atroz
de los báratros, un pacto irreversible y silencioso del cual él era el principal
gestor, y cuya fortuna, si fuera posible devolverla, sería incapaz de inclinar
siquiera una nada la balanza a su favor. Cerrar los ojos para no llorar o para no
ver más el anémico hospicio de posesos que ha creado. Rescatado por la
excusa de un empleo al que se debía íntegro, había vuelto a partir al viejo
continente hace poco más de tres meses. Como exiliado, desde algún hotel en
alguna ciudad europea, mantenía parcas comunicaciones con su esposa, en
las que Lucía acaparaba gran parte de sus interrogantes y apenas si quedaba,
sobre el final, un “cuídate mucho” o un “yo también te extraño” o un “procura
descansar” o evasivas respuestas que despertaban en la esposa aquella
desconfianza que jamás hubiera deseado sentir, o imaginar, y mucho menos,
aceptar; y todo ello le impedía atisbar siquiera el menor indicio de retorno de su
marido, a pesar de haberse acostumbrado a naufragar en el mar de sábanas
en que se volvía su lecho llegada la noche.

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Se pensaba que la afectación que envolvía a Lucía desde pequeña, se
había empecinado en alejarla más del resto desde la muerte de su hermana,
en quien se protegía del mundo que frugalmente disfrutaba. La madre de Lucía,
en Barranco, y el padre, huésped de algún lujoso hotel en Madrid, Bruselas,
París, Milán o Luxemburgo, tenían suficientes motivos para preocuparse este
año por el futuro de su hija, puesto que la fecha de su onomástico estaba
próxima y con ella, cumpliría Lucía veinticinco años: la misma edad que tenía
Maira cuando decidió arrancarse la vida.

En la última navidad que festejaron juntos los cuatro en el comedor


principal, sentados a la mesa decorada con un barroquismo justificado por la
inusual presencia del padre en Nochebuena, entre villancicos y cercanas
detonaciones y silbidos de fuegos artificiales que iluminaban el cielo marino y
contagiaban de humo y pólvora la atmósfera, el padre había accedido a que
fuera Maira y no ningún especialista quien ayudase a Lucía a decidirse por una
profesión. Lucia estaba más que contenta por la venia de su padre: le arrojaba
sin oficio exultantes besos volados desde su silla hasta la cabecera paterna, en
que sus desordenados besos eran prendidos en el aire por un diestro tenedor
que los conducía formando apretadas volutas a esa boca carnosa bajo el
mostacho. Seguidamente, y sin cambio alguno en su ánimo, hizo a un lado los
besos y se abrazó de Maira, sentada junto a ella e incluso, en un arrebato de
locuacidad, se animó a especular con una disparatada lista de posibles
carreras que dijo podía ejercer a la perfección. Descartó de plano la posibilidad
de ser bibliotecóloga o botánica o arquitecta o siquiera abogada, como su
hermana y su madre. Mucho menos, economista, como su padre. Por el
contrario, entornando los ojos y amenazando primero y destazando después
con los cubiertos a una ficticia víctima sometida a sus pies, dijo que podría ser
una espléndida asesina; y olvidó que su romo cuchillo había sido un cuchillo
filudo y rebosante de sangre que ella había lamido luego de su reciente crimen,
y lo acerco nuevamente a los labios para soplar de su extremo, cual si fuera el
humeante cañón de una pistola recién percutida. Una vez enfundada el arma,
arrancó un pedazo de panetón y lo remojó en su taza de chocolate antes de

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llevárselo a la boca, y mientras recogía su cabellera azabache hasta
acumularla casi sobre la frente y fumar, repetidas y apasionadas veces, de un
cigarro imaginario que todos supusieron calado en un interminable y finísimo
filtro de marfil, dijo que también podría ser una pícara cabaretera; y dejó quieta
la mano que le abría paso a su mirada entre la nube de humo, para agregar
que jamás sería como esas baratas que sabía abundaban en el Centro de Lima
y más aún en Colmena, sino de aquellas que admiraba en las películas
extranjeras, al punto de destronar a la Dietrich. En tanto el padre se atusaba los
bigotes y la miraba con desconfianza, forzando una demacrada sonrisa. Maira,
entusiasmada por su hermana, degustó un bocado de puré de manzanas y lo
apuró con un trago de vino, para decirle que tenía un amigo, un viejo amigo de
la Facultad, que podía enseñarle un par de pasos de lujo e incluso esponjearle
el cabello y teñírselo de rojo. La madre, atenta a la conversación, se limitaba a
revolver la ensalada de verduras y legumbres en mayonesa a un lado de la
fuente del pavo al horno, sonriendo por las ocurrencias de sus hijas, pero
dudando de la ligereza de lo último dicho por ellas. Al padre, quien cuando
aconsejaba de proyectos comerciales o familiares adoptaba las formas de los
sumulistas, obviamente no le hizo mucha gracia todo eso; mas no quiso
estropear la cena y se limitó a decirle que no quería entrometerse, pero que
considerase estudiar en Europa o Estados Unidos una carrera seria;
enseguida, terminando de saborear un jugoso bocado y mirando complacido a
su esposa sentada a su diestra, comentó que el puré de manzanas le había
quedado de chuparse los dedos, y se limpió burguesmente los bigotes con una
servilleta de papanoeles, e insistió en que a su mujer le hubiera ido mejor de
haber sido chef en lugar de jurista. La mesa quedó en silencio. Como si los
comensales (al menos las mujeres) se hubieran instalado por un momento en
ese futuro inmediato provocado por el padre (un futuro con nieve y guantes y
orejeras), en que dejaban a la pobre Lucía a las solemnes puertas de una
prestigiosa universidad en París, Roma o Nueva York, desvalida, con su
equipaje bajo el brazo tan solo y una tristeza imposible de disimular. La madre
quebró ese breve silencio diciendo, en son de broma, jocosa y mientras cortaba
delicadamente el pavo en finas lonjas aromáticas que atraían las miradas del
resto, que sería mejor que en tal caso se llevaran también el parque y el faro y

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el malecón y la burbuja negra, ya que nada de lo dejado a espaldas sería lo
mismo sin la pequeña Lucía, y que, por supuesto, le hicieran a ella un campito
en la valija de su hija, “habráse visto”, pues también se iría aunque sea
escondida ahí, doblada en ocho. El padre parecía más interesado en el jugoso
pavo que degustaría en breve que en el comentario de su esposa, aunque
esbozó una breve sonrisa sin voltear a mirarla. Para entonces los villancicos y
los fuegos artificiales proseguían abarrotando la atmósfera, pero dando la
impresión que las municiones empezaban a agotarse y que los niños cantores
ya acusaban fatiga o aburrimiento. Maira empalmó la broma y agregó que sería
más fácil que se llevaran todo Barranco a París, Roma o Nueva York, a que
Lucia se fuera de Lima. Lucía pareció confundida. Su rostro se había detenido
en un gesto afatuado que todos quedaron viendo algo inquietos, pero con
suficiente disimulo. Al dejar con delicadeza los cubiertos apoyados en el borde
del plato, dirigiéndose a su padre, Lucía dijo, efusivamente, tropezando con sus
palabras, algo que en limpio se refería a que había visto en Discovery Channel
cómo mudaban un edificio completito en Malasia o Japón, “con todo y zapatos,
digo, cimientos”, sujeto de herrumbrosas cadenas en roldanas descomunales y
arrastrado por pesados camiones amarillos y lentas grúas de oruga que
velaban de su equilibrio; y que si ya podían hacer eso, les advirtió con una
certitud que nadie osó poner a prueba, pronto podrían desplazar una ciudad
entera, con sus inquilinos asomándose a sus balcones y puertas y ventanas
mientras eran levantados en vilo y trasladados dentro de sus casas o
departamentos, sabrá alguien adónde.

Aquella venturosa Navidad (a diferencia de la siguiente, con el sitio vacío


del padre; y la consecuente de ésta, también con el sitio vacío del padre y
además, enlutada con la muerte de Maira) parecía haber alejado de sus vidas
los fantasmas del desasosiego, y ayudado a comprender que la inocencia de la
época en que se obsequiaban muñecas y diminutos juegos de té, no las había
abandonado por completo. Y quizá por ello era recordada habitualmente por la
madre y sus hijas a la hora del almuerzo o durante la cena, o cuando salían de
compras las tres juntas, o en aislado cada cual en su dormitorio, incluso mucho
después de que el padre volviera a cruzar el Atlántico a mediados de ese

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febrero contiguo, cuando el verano limeño había principiado en forma
abrasadora, infestando los balnearios de gente a medio vestir. Lucía, por su
parte, había terminado en ese año el colegio con buenas calificaciones y una
inesperada mención en dramaturgia, por lo cual estaba jubilosa, buscando
talleres de arte y actuación en que inscribirse hasta que decidiera junto a Maira,
o mejor dicho, hasta que Maira la convenciera de qué carrera estudiar.
Casi todo el año siguiente a esa hermosa Navidad que coincidió con el
fin de la vida escolar de Lucía, discurrió acompañado de una cotidiana
indecisión respecto de qué haría Lucía con su vida, mientras ella se rendía a la
ilusión de sus últimas vacaciones de verano, prolongadas a tal punto que
suponía durarían por siempre, más todavía porque ya era lo mismo despertarse
un lunes que un domingo. A la mañana y clandestinamente en el malecón, o a
la tarde en la privacidad de su dormitorio, Lucía notaba que su cuerpo se iba
pareciendo cada vez más al de su hermana, en quien era sencillo adivinar su
parentesco. Su piel rebozaba de una cándida frescura que rebalsaba por sus
mejillas, sus caderas, aunque delgadas, parecían por fin haberse animado a
delinearle una femenina silueta y su rostro, aunque no dejaba de sostener
todavía aquel travieso aire escolar, había cobrado cierto gesto desafiante,
azuzado tal vez por sus negros cabellos ondulados que cubrían sin
miramientos sus hombros. Se estrujaba desconfiada los pechos frente al
cómplice espejo, y lamentaba que fueran tan pequeños; pero no perdía la
ilusión de que antes de los veinticinco ya fueran tan carnosos como los de su
hermana; a quien la vida apenas le alcanzó para inscribirla primero en la
academia y luego, festejar muy a su estilo (con Los Tres Veces Dulce y otras
amistades de su universidad, e incluso con el travestido amigo suyo que le
enseñó a caminar como la Dietrich; y nadie jamás supo cómo se las ingenió
para reunirlos) su ingreso a la Universidad de Lima, a la facultad de
Comunicaciones, y presentarle a toda la collera que luego, a la muerte de
Maira, legaría Lucía. Algunos, del grupo universitario, consideraba por demás
prescindibles debido a sus apetitos, poses y futilidades, a quiénes Lucía sólo
nombraba despectivamente por un sustantivo: Bucéfalo (A uno: “Chau,
Bucéfalo”. A otro: “Hoy día no, Bucéfalo”. Reunidos: “Hola, Bucéfalos”. Etc.).
Muy por el contrario, había un desaliñado grupete universitario que encajaba

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con Los Tres Veces Dulce, horda a la que pertenecía su hermana, que saltaba
a la vista fácilmente y según los dictámenes de Lucía, eran interesantes y de
buena plática sin ser presumidos. Se refería aquí a los letraheridos, a los
cinéfilos o prospectos de directores o dramaturgos, a los actores, actrices y
guionistas (nunca a los publicistas), a los pintores, retratistas y fotógrafos (pero
no a los fotógrafos publicitarios), incluso a quienes sin demostrar todavía
ningún arte (como era el caso de ella, una posibilidad de actriz), con sus
silencios y miradas y apuntes parecían engarzarse sutilmente en aquel
desarrapado ramillete de otredades. Mas de toda aquella singular comunidad
que había legado Lucía, nadie como el tipo delgado y greñudo del que se sabía
apenas que habitaba en la cumbre de un espigado edificio del malecón,
prisionero de libros y gaviotas, convertido en nuevo líder del grupo de rapsodas
que se autonombraban Los Tres Veces Dulce, con quien siempre compartía su
poesía, sus dudas y sus planes inacabados a los que él jamás supo encajarle
un final asequible. Un tipo casi tan mayor, o tan joven, como su hermana
muerta recién, a quien Lucía conocía desde pequeña: de cuando iba con Maira
a la anacrónica filmoteca del Museo de Arte y, sentada en añejas butacas
condenadas al piso de madera curtida de petróleo, se le iban los ojos en el
inmenso y heroico telón que se abría el pecho y así, descubría que el mundo
también palpitaba en la penumbra y sin lógica ni resistencias en una sala de
proyecciones. Lucía, luego de Maira, jamás quiso a nadie como a Piero
Buccardo.

Únicamente Piero Buccardo tuvo las palabras para esbozarle a Lucía, de


un modo distinto, con una voz susurrante y gestos infrecuentes en él, a los que
ella conocía de él, la partida de Maira en el puente Armendáriz, poco después
de que la madre de ella lo llamara por teléfono para que por favor viniera a
Barranco en su auxilio, porque Lucía, la pequeña Lucía, estaba enardecida por
la noticia. Quizás porque la forma en que Lucía percibía el Mundo no era muy
diferente a la de su amigo, en quien veía un hermano mayor que difícilmente
llegaría a la parquedad de su padre y a la ternura de su hermana. Quizás
porque Lucía también había conocido a Renzo y sido mudo testigo de la
extravagante relación que él mantuvo con Maira. Quizás porque Renzo era un

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tipo fácil de querer y difícil de olvidar. Quizás porque solamente la muerte de
los amantes (o en todo caso, la de uno de ellos) es lo que le confiere realidad al
recuerdo común que los sobrevive. Quizás por eso o por todo fue que Piero
Buccardo le repitió a Lucía, abrazándola como se abraza a un ser endeble y
tembloroso, condoliéndola en la misma terraza en que un año después ella se
apareciera ensangrentada frente a su madre, lo que Renzo le había dicho y
escrito una vieja tarde de 1992, antes de que conociera a Maira: “Busca a
alguien y enamórate hasta asegurarte de que no le quede nada que no seas
tú”. Muy a diferencia del mutismo que se esperaba se cerniría sobre ellos,
abandonados a la inhóspita vastedad del mar desde lo alto de Barranco,
tuvieron en esa ocasión una plática apacible en la terraza, acompasada por los
gritos de las gaviotas planeando sobre el acantilado, y decorada por el rítmico
barbotar de las olas esculpiendo la playa. Y le explicó que Maira también había
entendido e instintivamente puesto en práctica esa frase inventada por Renzo
ni bien lo conoció, pero sin que él se la confesara todavía; que tal vez por
reflejo o porque Maira lo consideró inevitable, como si otra Maira dentro de ella
misma hubiera estado esperando durante siglos a verse feliz y recién en ese
momento, al final o al medio de haber reparado en la frase que un Renzo ebrio,
pasado de vueltas, le confesó como su único propósito de vida, curiosa o
meditadamente poco más de un año antes de que él se le adelantara, tal vez
por ello, le decía Piero a Lucía, a Maira le fue imposible proseguir viviendo sin
él. Sin Renzo, quien había moldeado una Maira no tanto a su imagen como a
su semejanza, para nosotros, los que no teníamos más refugio que la poesía.
Para que no lo extrañáramos una vez él ausente y sin boleto de retorno: o sea,
Lucía, perdido por siempre en los laberintos del infinito, como él se refería a
ese lugar del que nadie jamás ha vuelto, al menos no que yo sepa: una especie
de península suspendida de sueños bajo el puente Armendáriz, pero trazada
por arquitectos obsoletos, en que las tormentas o las caprichosas
temperaturas, verdugos de cemento, asfalto, hoteles y bares, subterráneos y
rascacielos, no permitirían nunca recomendarla como un helicón en
rebuscados mapas borgeanos. Y sin cartas ni postales estúpidas que pintaran
algo jamás disfrutado; además, sin teléfono ni domicilio ni rastro alguno más
que una vida exigida a la música y a la poesía, y en Renzo, esas dos cosas

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estaban casi soldadas; por no mencionar el Fútbol, que siempre pensamos
envilecía su poética. Eso sí, una vida breve. “Si he de vivir, que sea sin timón y
en el delirio” decía el poeta mexicano Mario Santiago Papasquiaro, que en
realidad se llamaba José Alfredo Zendejas de quien Renzo conocía su
existencia desde finales de los ochenta, por una de esas revistas que sabrá el
diablo como la consiguió en Quilca; decía que era hermano de Mario Santiago,
o de Ulises Lima, como lo bautizó Roberto Bolaño en Los Detectives Salvajes a
finales de los noventa; y creo que esa fue la última novela que leyó Renzo
antes de morir recién comenzado el siglo veintiuno, o al menos fue la última
que leímos a cuatro ojos o a dos bocas pero con un solo cigarro, porque así
leíamos las cosas que pensábamos iban a perdurar en el planeta, o en lo que
por éste entendíamos, y en todo caso ese mapa todavía me parece gigante y
mezquino. Recuerdo que cada vez que me buscaba con un libro o revista o
algún hallazgo extravagante, ya sea en literatura, música o lo que fuera,
sonreía diciéndome que perro que camina encuentra hueso, y en eso tenía
bastante razón. Sin timón y en el delirio. Una vida de hombres, Lucía; pero
también una vida de otros hombres. Sé que suena raro, pero eso era lo que él
decía y de momento, te juro que lo entendía, o eso me parecía. En una
palabra: Renzo estaba muerto. No habido. O habido sólo su cuerpo informe
estrellado sobre el asfalto bajo el puente. Como si él se hubiera quedado en
aquella península y su cuerpo la hubiera atravesado, pesadamente, para
terminar estrellado contra la pista. No prófugo: muerto. Eso hay que entenderlo;
aunque explicado por Renzo, parecía más complejo. Además, Lucía, no sé tú,
pero yo siempre tuve la idea de que Renzo era como el título de un poemario
de Wáshington Delgado, ¿lo recuerdas?, siempre lo vi como esas Formas de la
ausencia. Como soplidos de un difunto alcohólico estafando a la muerte a
última hora. Y creo que por eso más que por cualquier otra cosa, Los Tres
Veces Dulce le teníamos fe. Él era más que como su poesía misma, como la
forma en que su poesía estaba escrita. Es decir, era como tachaduras de un
poema jamás editado; ¿no me entiendes?, mira, de esas tachaduras que se
posan sobre un verbo o un adjetivo, expulsando a esa o a esas palabras del
poema; pero jamás de la hoja. ¿Por qué?, quizás porque se les teme o se les
tiene compasión o porque se va a tientas, sin ninguna seguridad, ni siquiera la

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de eliminar nada que hubiera sido dejado líneas arriba. Entonces, dichas
tachaduras llegan a ser famosas cuando son descubiertos los manuscritos
luego de décadas de muerto el autor; y se piensa que en ese error tachado y
subsanado, en esa corrección, en esa desesperada búsqueda de la belleza, o
de la fealdad de la belleza, o de la belleza de lo horroroso o simplemente en
ese arrebato de disyuntivas, reside el misterio de toda su obra; claro, en caso
de que dicha obra fuera considerada siquiera interesante por alguien, y
descubierta, claro está; pero en el caso de Renzo, decir que tenía borradores
de algo, sería afirmar que alguna vez tuvo trabajos en limpio, y en Renzo, eso
sería decir demasiado. Y si te cuento todo esto de Renzo, Lucía, es porque no
se me ocurre otro modo de enfrentar la muerte de Maira que a la sombra de
sus días a lado suyo; más a la de sus noches que a la de sus días, tú ya estás
grandecita y sabes a qué me refiero; pero quédate tranquila, que si existe una
certeza en todo lo de ellos, es que jamás se mintieron. Se ocultaron cosas, sí,
me consta; pero jamás se mintieron.

En un principio, lo relatado por Piero a Lucía respecto de Renzo (y de


alguna manera también respecto de Maira) en los noventa, daba la apariencia
de ser suficiente para devolver a Lucía a su cotidianeidad, y traer abajo el tenso
entramado formado por sus devaneos. Sin embargo, a pesar de que Piero
Buccardo gastaba abundantes horas junto a ella, Lucía no perdonaba que su
padre y su hermana la hubieran abandonado a su suerte. Recordaba sin
desearlo que el velorio tuvo que prolongarse macabramente para darle tiempo
al padre a que arribase desde Nápoles, y pueda al menos llorar al pie del
féretro cerrado que decían contenía a su hija mayor, muerta
incomprensiblemente durante su ausencia. Contradictoriamente a lo esperado
más por la madre y sus amistades que por Lucía, la muerte de Maira había
terminado de zanjar la anhelada unión familiar; pues el padre había decidido
radicar en Europa, salvando con su ausencia los silencios que lo gobernaban, y
de momento no pensaba regresar a Lima. Astutamente mantenía, no obstante,
desde algún hotel o algún improvisado despacho, las cuentas de su residencia
barranquina al día y demás gastos u holgadas remesas mensuales de dinero y
vistosos obsequios para su esposa e hija. Así mismo, cual si tuviera el mismo

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significado para él, por medio del hilo telefónico tan solo (de ser esto posible),
mantiene vigente aunque frágil su relación marital y paternal, todavía,
preocupándose de anunciar desde una cabina en algún aeropuerto o en algún
andén de trenes, su próxima partida o su reciente arribo a las ciudades que
recorre, cual si en Lima, su esposa o su hija, trazaran con fervor y con un
plumón gordo y rojo en un gigante mapamundi nunca pegado en el estudio, la
bitácora de sus profusas travesías lejos de ellas.

Algunas noches, (en esas primeras noches de luto) amparada en la


penumbra de los pasillos, y en el silente universo en que los calmantes
enviaban a su madre al acostarse, o un poco antes de ello, Lucía penetraba a
hurtadillas en el espacioso dormitorio que habitaba su hermana cuando viva.
Una vez dentro, permanecía de pie al centro de esa pieza, escudriñando con
nostalgia los dominios de su hermana muerta, celados durante el día por la
madre, quien lo mantenía intacto. Avanzaba en medias sobre el frío piso de
parquet hasta el clóset, abría la esbelta puerta apersianada de caoba, se
deleitaba con la aromática vaharada que emanaba de ahí dentro, cual si Maira
todavía siguiera asperjándose perfume en su cuerpo; y de entre los vestidos,
descolgaba unos cuantos que extendía sobre la cama, para cotejarlos a la
tenue luz ambarina que se filtraba por la ventana desde los postes de la calle,
velados de neblina. Se tomaba su tiempo para discernir entre uno u otro
vestido. Y luego de realizada su elección, devolvía los infortunados candidatos
al clóset, a que siguieran aguardando por siempre a su dueña primigenia que
arribaría jamás.
Para entonces, los habituales paseos nocturnos por los alrededores del
balneario, conduciendo aferrada al sólido timón perla de su Volskvawen del 68,
su burbuja negra, cedieron ante unas prolongadas caminatas, siempre
nocturnas, por las periferias de Barranco y Miraflores, evitando en lo posible los
tumultos de gente, y explorando parques y jardines a la vera del malecón,
mientras el viento agitaba el vuelo de su vestido; es decir, del vestido de Maira
que ostentaba entonces, y que aún le quedaba inmenso; incluso, parecía que
jamás ninguno lograría ceñirla con tanta gracia como a Maira: pues del cuerpo
fémino y dispuesto que se adivinaba en ella cuando adolescente, quedaban

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aislados vagos recuerdos escolares que se desvanecían de inmediato para
dejarnos una sombra marchita y despreocupada, amortajada en albos tules que
el viento de la huida porfiaba en arrancarle.

Para entonces, la universidad ya no era una preocupación para Lucía


(aunque persistía en su gusto por la lectura, más por la poesía que Piero y
Maira habían compartido), pues la había olvidado sin ninguna contemplación a
la muerte de su hermana. Y sin mayores responsabilidades, había hecho de las
noches sus días y de sus días (al menos después del almuerzo y hasta las seis
de la tarde) sus noches. Sin embargo, trastornando la utópica armonía que la
gobernaba desde poco menos de un año, no había salido de su habitación en
varios días y contestaba solamente con berridos (si es que respondía) cuando
las domésticas llamaban a su puerta ofreciéndole algo de comer, o
preguntándole si es que no se le antojaba nada. Y si el joven Piero Buccardo
estaba al teléfono, requiriéndola, alargaba entonces una lánguida frase desde
su cama o la ventana hasta la puerta de su dormitorio: “Dile que yo lo llamo”.
Lo mismo cuando era el padre quien estaba del otro lado de la línea; aunque
para éste, luego de una demora que parecía agudizar hirientemente la espera
(de la madre o las domésticas, con el anexo en las manos, a la puerta de su
dormitorio; y la del padre, en Europa, con el tubo en la mano o mirando sentado
el altavoz activado en su escritorio, aguardando a que la voz de Lucía, o Lucía
misma, apareciera por ahí), respondía al fin: “Díganle que no estoy”. Iba a
cumplirse una semana que la sombra de Lucía, desterrada a voluntad propia
en su aposento, era percibida sólo fugazmente, dudando de lo visto, cuando
cruzaba los pasillos y se perdía por los umbrales de su hogar o creían verla
subir o bajar, incluso deslizarse, por la escalera ornamentada que conectaba
los dos niveles de la residencia. No obstante, después de una jornada de total
ausentismo, hacia la tarde de ese fin de semana, se apareció en la terraza, con
las ropas enrojecidas de sangre, frente a los ojos de su madre, mascullando
sentencias desalentadoras, y acusando a alguien de traición.
Días antes a tan alarmante escena, en una de esas furtivas noches de
pesquisas en el dormitorio de Maira, luego de pasear su mirada por sobre la
cómoda erizada de simpáticos bibelots, perfumes y enmarcadas fotografías de

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su hermana con Renzo, Lucía fue tentada a hurgar en el único lugar que sin
explicación había escapado a su imprudencia: la cómoda. Fisgoneó en los
cajones, delicadamente, cuidando de no derribar nada. En uno de ellos, en el
que reposaba la lencería de Maira, una de las prendas había quedado trabada
al fondo mientras era requerida por Lucía, quien en su afán por extraerla,
cuidando de no hacer ruido y dejándose llevar por su ambición, se halló con la
sorpresa que aquello que sujetaba desde el interior a esa prenda también en
sus manos, era el sutil falso fondo de aquel cajón. Bajo éste, en aquel delgado
compartimiento, descubrió varios sobres de papel atiborrados de microgramas
que de momento no tomó en cuenta o no pudo discernirlos como tales, sino
después de que extrajera algunas fotos que engordaban a dichos sobres. Fotos
que tampoco pudo apreciar nítidamente a causa de la penumbra, aunque si le
alcanzó la mortecina luz derramada en esa pieza desde la ventana para
percatarse de que esas fotos estaban numeradas en su reverso. Entonces, con
aquellas imágenes en las manos, Lucía tuvo dos marcadas reacciones frente a
su hallazgo: primero, se desesperó por no poder visionar sino difusamente lo
capturado en éstas (movía nerviosamente las manos y miraba repetidamente a
la puerta y a la ventana). Y segundo, una profunda intriga la envistió de pronto
cuando reparó en que esas fotos habían sido ocultadas bajo aquel falso fondo
y por tanto, no podía tratarse de fotos corrientes; como las que reposaban
enmarcadas sobre la cómoda o agonizaban adheridas en los álbumes
familiares o personales, en que Maira aparecía en sus viajes o en fiestas de la
universidad y aun en brazos de su padre o de su madre o entre ambos, cuando
era una niña apenas, y que estaban al alcance de quien gustara visionarlas, si
aquella visita aguardaba en la sala de estar, o si a la madre le apetecía mostrar
a sus hijas retratadas a su estilo y de paso, mostrarse ella también, pero más
hermosa y espigada en aquellas tomas. No. Éstas deberían ser imágenes que
presentía ella había visto nunca. Pero dudaba. Quizás no debería husmear
más y dejar todo como si nunca lo hubiera descubierto nadie, se dijo. Hubiera
sido mejor que lo anterior se hubiese cumplido. Pero era cuestión de tiempo
echar mano de un botín sin resguardo destinado a morir en el anonimato, y
ella, lo sabía. O abandonarlo cual si en ese fondo que nunca lo hubiera
descubierto, jamás hubiese reservado nada para nadie, se dijo, pero era ya

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demasiado tarde. Entonces aferró los sobres a su pecho, a su triste pecho que
alguna vez pensó en retoñar, y salió sigilosa del dormitorio, a cruzar el pasillo y
dejar atrás la habitación de su madre, como un espectro, rumbo a su alcoba, al
final del mismo.
Durante los días que vinieron luego de su hallazgo, o, mejor dicho,
durante las noches (no más de cuatro o cinco) luego de éste, Lucía estuvo
enclaustrada en su habitación, interpretando las escenas fotografiadas,
descifrando más que leyendo, o en todo caso, releyendo los textos. Escenas
que parecían corresponderse, según su numeración (a veces repetida) con una
historia o explicación o anécdota o poema o reunión de versos de origen
distinto, a manera de microgramas, escritos en sobres de papel y según el
temple de la caligrafía, se podía interpretar el ánimo de Maira a la hora de
haberlos escrito y, además, en algunos casos, la tinta descorrida (a veces
explotada, como por una lágrima furtiva) cuando no el frenesí del trazo o la
dramática proximidad entre los textos, impedían leerlos con claridad. Pero la
perseverancia de Lucía había conseguido vencer dichos escollos y así,
consiguió descifrarlos o al menos, eso era lo que ella pensaba. Por ejemplo,
entre muchos otros, determinó que no todos los poemas o los fragmentos de
poemas o versos arrancados de poemas, eran de Maira o de Piero o de Renzo
ni de ninguno de sus cofrades: pues reconoció algunos de Delgado (“Las
puntas / de tus dedos son / primera sombra / de la muerte. Muerdo la vida, /
muerdo las puntas / de tus dedos”. Otro: “Tu cuerpo calla / tu cuerpo huye: / mi
amor te abraza”), cuyas fotos asociadas, en la mayoría de los casos, eran
demasiadas complejas para las palabras, o para la brevedad a que uno se
enfrentaba al verlas. También creyó reconocer a otro de la Generación del 50,
a Eielson (“Que tu corazón y tu sexo son la misma cosa con sabor a / paraíso”),
cuyas tomas, a diferencia de las de otros, le parecieron de una justicia enorme.
Incluso se sorprendió que su memoria no hubiera sido tan rebelde como ella a
su educación, pues también encontró a Verlaine confundido con Blanca Varela
(“Elle cachait –la scélérate!– / sous ces mitaines de fil noire / ses meurtriers
ongles d’agate, / coupants et clairs comme un rasoir / Sí / la oscura materia /
animada por tu mano / soy yo”) en una de las fotos más violentas que pudo
descifrar. En conjunto, quedaba un manojo de textos huérfanos a los que

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ninguna fotografía se asociaba. Por lo general, textos de su hermana, según
Lucía. Textos que jamás supo si habían sido pensados y redactados como
producto de algunas fotografías que ya no estaban en ninguno de los sobres
hallados, pues yacían en manos de otra persona, o tal vez ya fueron destruidas
por ser incriminatorias; o si no, porque dichas fotografías aún no habían sido
tomadas. En esto último se había detenido a reflexionar profusas veces durante
su breve aunque intenso claustro. El mundo de las posibilidades (que en todo
caso resulta algo bastante distinto del mundo de lo posible). Armaba
escenarios. Los demolía con un pestañeo al verse tapiada de conjeturas
incapaces de mostrar un cabo del cual tirar. Los volvía a armar para luego
traerlos abajo. Sin embargo, se había quedado con el pensamiento afilado en
aquella posibilidad que cada vez parecía prevalecer más en ella; aquel naipe
que extrañamente se mantenía enhiesto, en equilibrio, luego de que ya ninguno
quedaba en pie ni sostenido de nada. Analizaba (si es permitido llamar así al
pensar en alguien a quien no se conoce bien) a quiénes aparecían retratados
en aquéllas extravagantes reuniones que jamás le parecieron impostadas. Le
hubiera sido imposible a Maira volver a convocar a Los Tres Veces Dulce para
lo que tenía en manos luego de que Renzo se marchara, pensaba; más aún
porque el lugar de Renzo, protagonista, estaba destinado a ser ocupado por su
hermana, según le había contado Piero Buccardo, la tarde en que le habló
sobre la muerte de Maira. Entonces, luego de sus reflexiones, Lucia optó por
considerar los textos restantes y desvalidos de fotografías como una especie
de confesionario de su hermana muerta. Un confesionario con sentencias
breves, como lo son las confesiones o lo que de éstas se quiere dar a conocer.
Un cúmulo de intrigas y sospechas; de envidias encubiertas; de posibles
recorridos y escapes; de malolientes incordios y soledad, copiosa soledad
había percibido en los textos que clandestinamente había legado de su
hermana. Una forma de confesión de la que ya se sabía el final; un final nunca
confesado ni anunciado (al menos no en forma burda), sino, ejecutado.

Como impulsada por alguna desconocida vitalidad, o por encriptados


designios revelados a ella en esas últimas noches, y quizás también por el
inusual claustro al que ella misma se había sometido, Lucía había salido a la

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calle desde temprano y retornado a su casa a la tarde, con el vestido raído y
ensangrentado, cuando el sol empezaba a hundirse en el Pacífico ante los ojos
de su madre, en la terraza, hacia el fin de semana. Trémula a la sombra de la
mampara, sollozando, con tiento, le reclamaba a su madre la habitación de su
hermana; y tras una breve pausa, como si hubiera recordado entonces algo
olvidado durante toda su vida, miraba al cielo y gritaba “¡Traición!”, gritaba
“¡Justicia!”, luego volvía a enmudecer por unos segundos, en tanto la madre
intervenía con palabras de madre hacia ella, que tras la pausa irrumpió por
segunda vez: “!Traición! mamá, ¡fue traición!”, “Está bien, mi amor, está bien”
reponía la madre, auscultándola con pudor, tratando de descubrir el origen de
la sangre en su hija, “Mataron a mi hermana, mamá, mataron a mi hermana” y
estuvo apunto de desplomarse a los pies de su madre; pero ésta la sostuvo de
entre sus brazos, y entonces se percató, cuando Lucía deshizo los brazos de
su pecho, que su hija apenas si conseguía pesar una nada y, además, que una
pequeña y finísima tijera de estilista, nunca antes vista por ella, embadurnada
de fresca sangre, pendía con gracia de la mano de Lucía, cual si fuera un
espolón de plata surgido en su mano la noche anterior, paralizando o nublando
por un momento su hasta entonces sereno proceder. “Cálmate, mi amor,
cálmate; déjame ver qué te ha pasado”. Con el cielo de la Costa Verde
enmarcado por la mampara a sus espaldas, ahusándose a medida que
penetraban en el corredor, ver venir a la madre abrazada a su hija,
sosteniéndola debilitada, conduciéndola casi a rastras desde la terraza al
dormitorio de Maira al inicio del pasillo, era tristísimo.

El lunes siguiente, a media mañana, la menor de las empleadas insistía


a la puerta de Lucía porque ésta le abriera y le recibiera la bandeja con la
merienda, pero no obtenía respuesta alguna y en aquella ocasión, no pensaba
rendirse con facilidad; pues la señorita Lucía, si seguía sin comer una semana
más, segurito que se nos moría. Pero la madre acudió tardíamente a darle el
alcance para enterarla de que la señorita Lucía no ocuparía más su antiguo
dormitorio, sino, que se había mudado al de la señorita Maira, y que estaba de
más decirles que a dicho aposento, sólo ella y su hija ingresaban. Le extendió
los brazos a la ruborizada empleada y ésta, mudamente, con una venia en

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desuso, le entregó la bandeja y se marchó rumbo a la terraza, a pedirle consejo
a su colega que estaba de rodillas, ahí, fregando las baldosas, de cómo
desmanchar el tapiz de la burbuja negra y decirle, susurrándole al oído y
fingiendo recoger algo del piso, que en la cochera había algo que hedía. La
madre todavía no recapacitaba en que debía de resistirse a sus viejas
atribuciones, y se introdujo sin llamar a la puerta al antiguo dormitorio de Maira,
donde Lucía estaba repuesta, casi intacta, con leves arañones en el rostro, en
el cuello, en el pecho y en las manos que escapaban de las amplias mangas de
la bata de su hermana en que estaba metida, de pie a la ventana, con la mirada
perdida en lo que adivinaba era la cabeza del faro escapándole a la baba de
neblina. La madre no quiso o no pudo sustraerla de su ensimismamiento, y se
limitó a hacer a un lado, con movimientos de ajedrecista, los bibelots y las fotos
sobre la cómoda, para dejar a medio sentar la bandeja, descansando ahí, y
colocar fuera del frasco dos aspirinas junto al jugo de naranjas. Al salir y
apenas cerró la puerta, se percató que la mayor de las domésticas venía a su
encuentro con el teléfono inalámbrico en una mano, cubriendo la bocina con la
otra mano ahuecada, diciendo en voz muy queda: “Es el señor, pregunta por la
señorita Lucía”. La madre tomó la llamada con naturalidad y se encaminó con
calma por el corredor hacia la terraza, con el inalámbrico a la oreja y una mano
en la cintura, escuchando sonriente lo que el esposo le decía desde Europa,
(mientras las domésticas bajaban por agua de recambio a la cocina) quizás
alguna nueva broma contada a él recientemente por un cliente, a lo que ella
reía y entusiasmada reponía: “Muy buena esa del general y su mucamo...,
tengo que anotarla”, y su fresca risa menguó en suspiros para detenerse en un
gesto amable tan solo, mientras emprendía el retorno a la habitación en busca
de Lucía, pues su padre la estaba solicitando. En tanto se llegaba a la
habitación, iba respondiéndole al marido el usual cuestionario respecto de la
casa, de su auto, de sus amistades, del club, de cuándo se viene a Europa con
Lucia a pasar unos días y mientras abría la puerta del dormitorio, lamentando
haber vuelto ha olvidar anunciarse antes de ingresar, veía que Lucía, con unos
sobres en las manos, se estaba introduciendo en el clóset, agazapándose entre
la ropa, estirando como un fleco su brazo lánguido para cerrar esa puerta
apersianada de caoba, con ella adentro. Entonces la madre, boquiabierta por

101
un instante, con el pulso sacudiéndole los pechos tras la blusa, asida todavía
de la manija, sintió abandonarse al súbito vértigo que la sobrevino; creyó estar
estrangulando la manija en ese momento, aunque en realidad fue la ilusión de
su peso confiado en bruto a esa mano: una mano blanca y delgada en cuyo
dorso corrían finas venas azules, enfriada de pronto por un tropezón de latidos,
una mano que la mantenía todavía en la casa cuando de momento, ésta no era
sino trombas de muros y pasadizos. El marido permanecía aguardando en la
línea, carraspeándole al oído, devolviéndola con ello, sin saberlo, a una
incipiente y anhelada quietud. Aún tomada de la manija, desconfiando de su
equilibrio, y mientras su mirada iba de los fresquillos del closet a la cama, y
luego a la ventana, y terminaba resignada en la bandeja de comida sobre la
cómoda, cerraba la puerta con bastante escrúpulo, recuperando su tono de voz
luego de limpiarse angustiada la garganta y disculparse por ello con su esposo,
aún en la línea (una línea ciega, con oídos y presentimientos solamente), por
donde llegaba desde Barranco hasta algún hotel del otro lado del Atlántico, su
delgada y apenas inquebrantable voz diciéndole al marido que lo sentía, pero
que Lucía, no estaba.

102
el picudo continente de mi esquina –costas de cemento y playas de
meados– hierve excitado de respuestas voces inaudibles gestos
naranjas barrenderas sirenas mudas y otros silencios que también
antes fueron preguntas de un muerto que sigue vivo y desenterrado
mamá, por favor, no me veas así que ya no soy un polluelo [mamá
no me reconoce]

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5

LEJANA GENTE DE PUERTO

Pensar que un muelle a la madrugada, inhóspito a primera vista,


entregado al letargo y al murmullo de las negras aguas que adelgazan y
tuercen sus pilares, indefenso ante la bruma que desciende sobre él,
reptando, cobardemente devorando sus rampas, grúas y pasamanos
desprovistos de estibadores y todo tipo de gente prendida de ellos a esa
hora de la noche, esa apariencia de vuelto a la vida luego de una guerra
o dos, verlo así llamaría a pensar no tanto en la gente ausente ahí y a
esa hora como en el muelle mismo. No llamaría a pensar tanto siquiera
en uno, de ser uno un trasnochado observador de esa ausencia
extendida sobre una rampa que entrega a ningún barco. Pero de
aparecer en el muelle alguien de improviso, una sombra de parcos
movimientos, por ejemplo, a una distancia imposible para nuestra voz no
obstante nuestros ojos ya lo han capturado, no se demora mucho en
hacer a un lado el lánguido muelle y sus dolencias para ponerse a
pensar, a ver y a esperar, en qué dilema enciende o silencia la existencia
de aquella alma en pena. Contenidos gritos y susurros. Aciagos lamentos
que nunca nos salen al paso, sino en noches de insondables horas. Mas
en la ciudad, lejos de los muelles y embarcaderos, están sembradas
edificaciones de alzados frontispicios rendidos, como los muelles y
embarcaderos, a los rigores de las noches invernales. De uno de ellos,
erigido en Miraflores, se guardaba hasta hace poco las mismas
impresiones del inhóspito muelle; cosa obvia, sin negras aguas que

104
adelgazaran sus cimientos, aunque sí con una baba de neblina
merodeándolo, y con la misma apariencia de olvido en la madrugada.
Estaba en calma, con las luces apagadas, hasta que el destello inquieto
y prolongado de un televisor, aparentemente atormentado por el control
remoto en manos indecisas, iluminó intermitente el interior de esa
habitación, en lo alto, atravesando el resplandor la delgada piel de las
cortinas, escapando hacia la calle. Por momentos, esa cortina es
descorrida con escrúpulo, nunca del todo, y una silueta masculina,
delgada, difusa, aparece al pie de esa ventana, fumando sin presteza,
dejándose estar por unos minutos apenas. Por momentos, también, pero
más infrecuentes, aquella silueta parece iracunda y abre las hojas de esa
ventana de par en par y entrega el torso a la noche: un torso abrigado
por una chompa oscura o alguna prenda semejante, imposible de
discernir en la penumbra, no obstante el televisor le enciende el contorno
por la espalda, aproximándola a quien abajo pudiera percatarse de ella.
Luego, arroja con desdén al vacío el saldo de un cigarro encendido que
el viento no demora en sostener y alejar, dando la impresión de que el
sinuoso descenso de la brasa diminuta frente al edificio, fuera pensado
por la brasa misma y no por el hálito que la somete. Aún ahí, la silueta,
inalterable por momentos, retrocede y se devuelve indiferente a la noche
limeña que palpita en vacilantes luces y sirenas enloquecidas, en rugidos
mecánicos y ladridos, en silbatos callejeros y alarmas activadas a
manzanas de allí, en sonidos mortales que apenas si perturban su
recogimiento.
La silueta, como la surgida en el muelle a los ojos de alguien,
alterando una vez más la estática perfección de esa ventana y por tanto,
además, la pétrea limpieza de la fachada (que ya empieza a perder altura
a causa de una leve bruma venida de ultramar), aparece nuevamente
hacia la madrugada, fumando con el torso expuesto a Lima, oteándola
como hechizada, hasta que no queda más indicio de ella que una
ventana abierta, y las lenguas de unas cortinas que el viento azota.

105
UN CAMAROTE OLVIDADO

Misteriosas aves de paso en muelles, embarcaderos, quizás


polizontes en pestilentes bodegas, huéspedes de buhardillas, hoteles y
sanatorios que jamás hubieran querido pisar y menos, permanecer.
Siluetas que se topan el hombro en pasillos o escaleras o vestíbulos o
cuartos de baño y que responden, como el común de las personas, a un
nombre y un apellido que a nadie parece importarle en lugares en que
todos son anónimos u homologados, si es que nada se adeuda o no se
provocan disturbios. Así, un huésped lo es mientras mantenga la cuenta
al día y no se le eche a la calle o abandone súbitamente la posada. Sin
embargo, un enfermo es un enfermo hasta que se recupera o se muere;
bajo riesgo de recaer si es salvado, aun en contra de su voluntad. Al
enfermo o al muerto se le vela siempre con silencio. Silencio para no
perturbarlo si aún está vivo y escucha y en todo caso, fingir silencio para
no decirle que se va a morir. Se procura conservar una calma aparente
para no comunicar nada o comunicar con rodeos o en medias palabras lo
que no se desea oír ni confesar. Semejante tranquilidad mortuoria cunde
en los ambientes de reposo de los hospitales, acunando
arrepentimientos, esperanzas y preocupaciones y sobre todo,
confesiones que anhelan ser contadas por temor a perderse en el
silencio que la muerte infringe cuando llega; y quizás a los moribundos
les apetece partir un tanto más ligeros o con menos hierro o con la
certeza de que fueron bien entendidos al final, por lo menos.
Tranquilidad. Sosiego que se echa a perder o se distrae de cuatro a siete
aun domingos, como hoy, a la hora de visita. Los cuerpos de gente de
todo tipo van y vienen por los corredores hasta cruzar alguna puerta y
perderse ahí dentro. Flores y revistas para algún enfermo o penosas
despedidas y genuflexiones para los desahuciados. Los niños se aburren
de estar quietos y juegan en los pasillos. Sobre las bancas. Bajo ellas. La
gente sale y entra a los ascensores. Suben y bajan por las escaleras.

106
Abren y cierran puertas cegadas en madera o cristal pavonado. Las
señoras alarmadas detienen y rodean a cuanto doctor se les atraviesa en
la sala de espera o cerca de la recepción. Se piensa que cualquier
médico porta las noticias sospechadas por nosotros, inquietándonos al
verlo aproximarse con ese gesto indolente y cotidiano educado en
exhumaciones y autopsias. Las enfermeras no dejan de circular de arriba
a abajo y sus pasos no dejan huellas molestas a la vista sobre las
baldosas marfiladas, relucientes como el enchape que trepa desde el
piso y forma medianos zócalos. Así también, desde la cornisa de los
muros, en un correcto y adormilado castellano, una voz femenina
desciende y se repite por los parlantes llamando al doctor Herrera. En el
exterior, la tarde pugna por penetrar en el nosocomio, pero es contenida
por los cristales de esbeltos y alineados ventanales contenidos en arcos
de medio punto, bordeados por molduras de corte republicano que, a la
distancia, emulan profusos nichos ornamentados. Una ambulancia acaba
de abandonar el sector de Emergencia y se pierde entre el tráfico
exigiendo el paso con su sirena. La hora, cuatro con veinte en el reloj
redondo sobre la portentosa mampara principal. Los niños, en la sala de
espera, han comenzado a mojarse con el agua del dispensador y una
enfermera los reprende. Ellos, persisten mojándose y le hacen muecas y
la amenazan incluso con empaparla. Lo hacen. A pocos metros de ese
alboroto, en el corredor central, un breve y delicado tintineo anuncia la
llegada del ascensor a ese entrepiso, el octavo. La puerta acerada,
corrediza, se abre escondiendo ambas hojas dentro de los muros del
vano, y la abuela, elegantemente ataviada en negro de mocasines a
pañoleta, algo desconfiada por el súbito vértigo que la envolvió durante
su vertical travesía, sale despacio, asida con firmeza de su bolso,
albergando un gesto duro en su rostro surcado por delicadas líneas de
expresión, espolvoreadas de fragantes cosméticos. Seguidamente, lo
hace un señor que ostenta un curioso sombrero de fieltro, un tupido
mostacho y una gabardina gastada, que antaño debió ser un formidable

107
cheviot, además de un fino bastón e intenta leer lo anotado en un papel
que sostiene en su mano libre; tal vez el número de una habitación; y tras
de él, aparece una hermosa señorita en unos vaqueros apretados, con el
torso ceñido por una diminuta chompa verde que armoniza con la miel de
sus cabellos lacios sobre la espalda. Se desplaza con gracia y soltura por
el corredor hacia la izquierda, mientras el sonido de sus tacones contra
las baldosas, a diferencia de su vaharada de colonia juvenil en el
ambiente, va alejándose con ella. La abuela aún no se cree próxima al
bullicio que percibe sobre su izquierda, cual si fuera el eco de traviesas
voces niñas venidas desde su pasado, y permanece quieta en el holgado
corredor, a escasos dos pasos del ascensor detrás suyo, cerca de la
puerta de cristal templado a su derecha. Hacia el dintel de esta es que
dirige la vista y se fija en la hora. La compara con el tiempo atado a su
muñeca y sin lograr entender el retraso, procede a pellizcar la manija de
su Cartier, girándola hasta agregarle los veinticinco minutos que le faltan,
arrugando la nariz en el momento que descubre un tufo a creso
resollando desde el piso recién trapeado. En tanto, el caballero del
curioso sombrero parece haber verificado su equivocación. Pues luego
de hacerle una consulta a la enfermera detrás del mostrador, con
aparente decepción y paso cansino, se encamina de retorno al ascensor
que abandonó hace un minuto, ante la indiferencia de la abuela enlutada
que continúa en su lugar, todavía desconfiando de la hora que marca el
reloj del hospital. Las puertas del elevador, que en forma inusual
permanecían abiertas, escondidas tras los muros, cierran lentas ahora
que el solitario pasajero lo ha solicitado, mientras que una enfermera
gorda, presurosa, es detenida casi de inmediato por la mano de la
abuela, dispuesta cual si fuera un garfio aparecido de la nada para
prenderse de ese brazo fortuito, que mantiene subyugado en tanto le
hace un par de preguntas a su propietaria. La obesa enfermera, algo
fastidiada por la intromisión abrupta, le responde con dos o tres
movimientos por dónde dirigirse hasta la habitación en que está

108
internado su nieto. De esta manera, luego de transitar por el pasillo
sorteando a los niños, a los pequeños grupos de adultos trabados en
charlas con los galenos, a las encargadas del aseo trapeando por
siempre el piso y después de doblar a la izquierda en la intersección
antes recomendada, anduvo hasta el final del corredor y allí, tal como le
instruyó la rolliza enfermera, viró a la derecha y halló en lo alto no un
reloj, sino un cartel que decía Cuidados Intensivos.

Le sorprendió que durante todo el trayecto, desde que llegó al


octavo piso, la agitación haya sido similar. Cruzó el amplio vano con un
poco más de convicción y se podría decir que estaba ansiosa. Casi al
centro del extenso corredor, sobre el lado izquierdo, la puerta de la
habitación 85C permanecía entreabierta y, desde adentro, se podía
observar, muy breve, el movimiento fugaz en el exterior. En el corredor.
Movimientos que podrían considerarse fugaces desde el interior de dicha
habitación, debido al escaso ángulo que permite la abertura de esa
puerta, pero que en realidad correspondían al trajín corriente de la gente
en los pasillos. Ahí está el nieto. Tirado sobre la cama y con el cuerpo
adolorado. No hace mucho que le han curado los ojos y se está quejando
en silencio. La abuela se aproxima por el corredor. Dos puertas más y
quedará frente a la 85C. Libra una pequeña mesa plateada y rodante,
erizada de pomos y jeringas. Un tacho solitario y un trapeador impasible
a su abandono. Una atareada enfermera la saluda sin interés con una
venia al cruzarla. El parlante insiste con el doctor Herrera. La abuela se
siente bastante contenta hoy, pero también preocupada porque en los
últimos dos meses no ha sabido nada de su nieto, y vaya forma de
hallarlo: rendido en una cama de hospital. Si hubiera sido en una clínica,
tal vez le molestase menos. Su engreído, el único que le quedaba,
internado en un nosocomio público, cuyo nombre insigne y pomposo que
se repetía a sí misma, hubiera preferido olvidar. Necesitaba
recomponerse antes de entrar y quedarse al lado suyo, abrazándolo y

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besándolo con esos brazos y labios que languidecían en silencio al
pensarlo siquiera muerto o agónico. Lo queda viendo desde afuera, a
través de la abertura de la puerta. No lo quiere creer. Sabe que es él.
Una sonrisa le ha ganado los labios trémulos y se apura a esconder esa
lágrima inoportuna. Tanto recuerdo no es saludable en un domingo como
éste, piensa, y menos frente a esa puerta. El nieto continúa quejándose
como hace un momento, expresando parcamente, con el rostro apenas,
la pantomima de sus infortunios. Además, le resulta imposible, inevitable
remembrar el episodio que lo ha dejado postrado y escarmentar, con ello
y con fragmentos de este presente suyo que no logra aceptar, a su nueva
conciencia con el filo de sus tribulaciones.

JUNIO TAMBIÉN ES UN MES CRUEL

¡Qué desilusión! Yo sólo esperaba a que el vacío me atraviese y


me aleje de aquí. Un lugar donde lo que se ama huye. Quise llegar al
final. Allí. Adonde no llegan las palabras. Recorrer mis manos en el amor
de los rostros que no están más. Perderme en la hermosa prolongación
de una noche interminable y asesina. Una noche que me conversaba
siempre a través de la ventana. Que sacudía las cortinas con un soplido
tierno y desquiciado. Sin embargo, dentro de tanta agitación que apenas
si me roza, he reconocido la parte orgánica de mi subjetividad. Tirado en
esta cama de hospital, puedo sentir el recorrido morboso de un dolor
punzante que se engolosina con mis cicatrices y prontamente reposa en
el titanio de mis articulaciones, latiendo sin tregua durante varios
minutos. No tengo remedio. Soy un fiasco. Fracaso inclusive en mis
intentos por desaparecer: el yugo de seguir soportando mis latidos más
allá de mi voluntad, persiste. El gélido vértigo del salto final que se diluyó
primero en los malditos arbustos y después, en la vereda. No recuerdo
bien qué sucedió después de las ramas. Respiración que apuñalaba mis
pulmones y unas vagas sirenas en medio de la noche. Gente
rodeándome. Brumosas cornisas. Ladridos. Voces. Alguien ilegible

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pronunciaba mi nombre. Un charco de sangre. Sí, estaba sobre un
charco de sangre al borde de la vereda... Mis ojos lacerados se abrían
plúmbeamente para dejarme dentro de una ambulancia. Luego esto: una
cama de hospital.

Lo mejor de todo este internamiento han sido mis días de ciego.


Entregarme al mundo de los movimientos armado únicamente con la
imaginación que alimentaba mis oídos. Entonces, el calambre de una
cortina al descorrerse no podía ser algo distinto al sol de la mañana y por
tanto, al inicio de la jornada. Las bisagras trabajando de improviso: la
puerta que cerraban y abrían como antesala a los pasos delgados de
zapatos bajos. El paulatino enmudecimiento de los pasillos, los suspiros
junto a mi pecho, el frío estetoscopio bajo mi bata: el reino de la noche.
Un leve silencio, por momentos imperturbable, copaba el corredor
entrada la madrugada y yo sólo percibía alguna enfermera de guardia,
ocasionales ruidos callejeros que se filtraban para romper aquella muda
monotonía, cuando en realidad yo me hallaba ensimismado en mis
pensamientos o tratando de descifrar lo que decía alguien a esa hora de
la noche, desde un televisor encendido al parecer en alguna pieza no
muy apartada de la mía.

Me aferré con vehemencia a la perfecta oscuridad que guardaba la


venda sobre mis ojos heridos y que fue mi breve esperanza. Cuando se
goza del sentido de la vista y se piensa con los ojos cerrados, ciegos a
voluntad propia hasta abrirlos también a voluntad propia, solemos creer
que nos acercarnos a lo meditado, al vernos instalados, degustando o
huyendo de lo figurado; pero cuando se está realmente ciego, aunque
fuera esta una ceguera temporal, no se tiene más que pensamientos o
vagos recuerdos de lo recorrido en tinieblas; entonces resulta casi
imposible desprenderse de ese mundo tangible en nuestro silencio y
oscuridad, que hubiera sido arrasado al abrir los ojos sólo y percibir la luz

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que de momento nos era negada. A ello responde tal vez mi insistencia
en que lo maravilloso posee la crueldad de la fugacidad. La felicidad que
se prolonga termina ahusada e inconveniente o engañosa. Lo he estado
madurando y por el momento no existe palabra que refleje mejor lo que
sentí el día que recuperé la vista, es por eso que voy a repetirla:
Desilusión.
Hace unos días me informaron que estoy por salir de Cuidados
Intensivos y cuando me dicen el tiempo que he estado internado, todavía
me suena a broma. Aunque aún me resulte dificultoso distinguir una
noticia buena de una mala, me agrada saber que ya puedo alimentarme
como los humanos y mandar al diablo el tubo que ocluye mi intestino. No
obstante, aún siento débiles mis ojos y a pesar de mi buida figura, tengo
la panza inflada con jugos vitaminados pero no tengo conciencia de
cómo los he estado evacuando. Inamovilidad que tercamente me libera.
He comenzado a producir saliva y un áspero sabor insano refriega mi
boca. De mi aliento, mejor no hablar. Mi lengua, desinflamada aunque
suturada, todavía se rehúsa a liberarse totalmente. ¡No me vengan con
dietas que yo sé qué comer! Mi abuela, hermosa, me ha encontrado y ha
venido a visitarme. Mi nonna vestida de luto, está aquí.

Arrellanada sobre la incómoda silla de visitas junto a mi cama, me dice


que ésta vez sí la asusté. Que si no era porque el doctor Romanelli adelantó su
retorno a Lima desde Roma, y ella no le insistía a que dejara de mentirle,
(“Romanelli, per favore, por la memoria de su amigo, mio marito, dígame la
verdad”) no se hubiera enterado nunca de que yo estaba aquí y no en la Anglo-
Americana o en la Meson de Santé o en clínica alguna. Yo no puedo hacer más
que mirarla en silencio, pues todos esos datos son nuevos para mí. Aunque
conociendo al doctor Romanelli y su influencia en Assicurazioni Ponti, además
de la abnegada amistad que le profesa a mi abuela, no me caben dudas de que
hubiera preferido ocultarle la verdad de las cosas para evitarle más sufrimiento
a la pobre, que parece haber llorado bastante, pues eso me dicen sus ojos
abotagados. Luce más pálida y delgada de como la recordaba. Se demora en

112
retomar el hilo de la conversación. Siempre ha sido así. Percibo que fatiga el
compendio de su vida con pasajes desordenados de su existencia, para
concluir que al final soy lo que se supone que sería: un Bernardo caprichoso
que vuela no bajo los puentes sino por las ventanas de algún hotel, y que no he
necesitado, a diferencia de mio zio, su hijo Bernardo, de ningún trapecio bajo el
puente Garibaldi ni caravanas de gitanos apostados al sur de Roma para dicho
cometido. Además, se acuerda de papá. Dice que también debe de estar con el
tío Bernardo. Jugaban tanto en la plazoleta cuando niños. Le vienen entre
sonrisas que le ganan por instantes el diálogo, como enviadas desde un mundo
ya perdido pero vigente, las imágenes de ese par de zamarros en pantalones
cortos y camisetas rayadas, divirtiéndose en las abrasadas canteras de Tívoli,
recolectando a hurtadillas caprichosos y minúsculos bloques de mineral, con
los que luego edificaban una deslucida copia del Colloseo Romano bajo la ropa
tendida en el amplio patio del panóptico en que vivían entonces, y yo también
sonrío al imaginármelos mientras me lo narra. Grandes amigos aun antes que
supieran lo que es el amor de mujer, continúa. Mucho antes que papá
sospechase de que ese amor vendría a su vida con un rostro y cuerpo
mediterráneo: mia mamma. Sin embargo ella también está morta, me dice, y
entonces no puedo evitar aborrecer, odiar mi realidad. Mi esposa, la bella
Brunella que le leía los domingos a Artaud y que le hacía el coro cuando
cantaba entre vinos Ma l’amore no, muerta también y junto con mamá. En el
mismo impacto. Me entristece sobre manera asimilar que en la vida regresarán.
Que fueron muertas cuando yo empezaba a amarlas como nunca jamás. Del
fruto que abrigaba el vientre de mi esposa, prefiero no hablar; pues me
embargan caóticamente cuantiosos rostros de niños desconocidos que he visto
ambulando en las calles de Lima, aferrados a las manos de sus madres en los
centros comerciales o bien en los paraderos o a la salida de alguna escuela, o
desperdigados en hordas huérfanas por el Centro con un hambre de días y las
ropas raídas, peleándose mendrugos de limosna en un rincón o en las
mortuorias bancas de las plazas. Continuar sin ellas, sin él, a pesar de que aún
no llegaba, me enfurece tanto, tanto. Pero mi abuela me pide que no me
abandone. Yo le digo que hubiera preferido que me cortaran las manos, las
piernas, que me arrancaran los ojos pero que no se llevaran a mi madre y a mi

113
esposa ni aun a mi hijo dentro de ella. Inevitable. Dos vidas, tres, que se
extinguieron en ese accidente. Dos miradas que me persiguen y yo, inútil
inclusive en componer mi vida sin ellas. Sin mi hijo, a quien nunca pude ver ni
oír ni arrullar, a quien nunca pude ver responder al nombre previsto para él,
porque no nacía todavía. Porque jamás consiguió nacer.

Extrañamente mi abuela parece haberme entendido, o compadecido, no


lo sé. Está de pie junto a la ventana que la ilumina. Luego, vira la cabeza hacia
mí; hacia lo que queda de mí. Entonces el brillo de la tarde se posa sobre mi
lecho. Me dice que a pesar de todo, ella también se siente un poco sola. Cómo
no estarlo, le digo, si permanece en aquella vasta casa en San Borja, la de
todos, con abundantes recuerdos inclusive prendidos de los caireles de las
alfombras. Es que no se puede tirar la vida por la ventana; me lo dice con sus
ojos grandes y tristes, condoliéndome hasta el punto de abochornarme.
Traduzco que con el menear de su cabeza, niega en silencio alguna sentencia
que no se atreve a proferir, mientras su mirada se distrae con el tráfico
bullicioso allá abajo, o con las copas de los cipreses sembrados en el jardín
perimétrico, o con las bocanadas de gorriones que ennegrecen por momentos
el cielo de mi ventana. La gente se ve pequeña desde acá, me dice. Yo la
conozco bien, no le importa que la gente luzca pequeña desde mi habitación.
Algo encubre. Todos se ven iguales desde lo alto, le digo por decir algo,
buscándole la lengua. Tu padre te quería mucho, repone. Mucho. No vale la
pena que le guardes rencor ni que te sigas envenenando el alma con lo que
nunca hizo o dijo. Luego, agacha la cabeza, como arrepentida de habérmelo
dicho, acaso pensando que volvería a alejarme de ella. Por el contrario, sus
palabras parecen haberse quedado suspendidas en el tiempo, en mi ser, vuelto
yo una caja de resonancia expedita en multiplicar las voces atrapadas dentro
de mí. Papá. Ya casi ni recuerdo la última noche que lo vi, me lo dice con ese
gesto que yo entiendo como interpelación. A mí me cuesta recordarlo en
aislado, le digo y la confundo. Su vida giraba en torno a algo que yo nunca
descubrí. Al menos desde que salí del colegio, le digo. Después, cuando
estuve en la universidad, sólo aparecía en los pasillos o en la cafetería o en mi
habitación para recriminarme mis bajas calificaciones que en realidad no eran

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malas, sino, insuficientes para él; para lo que él solventaba. Y luego de la
universidad, nonna, me fui de casa al departamento de mi amigo Renzo, en
Barranco, ¿te acuerdas de Renzo, verdad? Me refugié ahí porque no lo
soportaba más, y así me perdí de su vida, de sus días y sus noches que
igualmente jamás pude compartir aunque sí reprochar. A la vuelta de casi dos
años de mi partida, mi vida se entorpeció desde que Renzo se lanzó del puente
Armendáriz y quedé solo y confundido y entonces acudí a él, ¿recuerdas?, a
sus consejos paternos, y terminé ejerciendo por vez primera la profesión que él
eligió para mí. Era un prometedor empleo pero en el interior del país, en Textil
Jandoca, nonna, bajo unas condiciones confusas que fueron pactadas por él y
ya sabes en qué terminó todo eso. De no haber sido por ti y el doctor
Romanelli, no hubiera ingresado nunca a lo de Don Giuseppe Ponti, nonna,
papá no movió ni un dedo por mí, por verme repuesto e instalado en la
normalidad que él me arrebató; una vez mamá me contó que el viejo estaba
celoso de mí, de mis logros en Assicurazioni Ponti. Yo pienso que él siempre
supo agenciarse de algo para sentir celos de mí, para alejarme de mamá y
verme lejos o mejor aún, ni siquiera saber de mí o saber mal de mí. Dicho esto,
volvimos a quedar en silencio por unos segundos; y con el silencio en mi
habitación, el cortante olor a creso parecía haberse despertado. Y también con
nuestro silencio, las posibles interrogantes respecto a mi relación con mi padre,
se presumieron resueltas. U olvidadas. Mas no del todo, porque en estos
últimos días mi memoria se está recuperando, y se ha vuelto desobediente y al
mínimo indicio de cualquier fruslería, me suelta todo un episodio. Basta
imaginarme el rostro de mi padre, ponerle bigotes y gruesos lentes, quitárselos
porque él no usaba ni bigotes ni lentes y no sé entonces a quién visualicé. No
importa porque ya lo veo dentro de su bata japonesa saliendo con paso
cansino del jardín posterior, salva esa mampara, prosigue por el comedor
principal y atraviesa la sala con la pipa en los labios, chupando a intervalos de
ella y sujetándola suave de la cazoleta, con El Comercio doblado bajo el brazo,
yendo tal vez malhumorado a atender el teléfono al pie del alto espejo junto a la
otomana, la tarde en que le informaron del accidente, de la muerte de nuestras
mujeres. Aquel fue un día de los más agitados para mí en la oficina, tenía
varias reuniones y trabajo acumulado que debía resolver sin más excusas ni

115
postergaciones. Casi a la hora del lonche, una llamada nos sorprendió en el
Salón Azul, en que estaba reunido con mis asistentes. Era papá, llamando para
enterarme de la tragedia, aunque no creo que haya sido desde el teléfono de la
casa, pues primero debió haber verificado lo narrado a él en esa nefasta
llamada, y para ello, debió de haber acudido en su Dodge hasta donde yacían
los cadáveres, a esa maldita intersección cerca de Javier Prado.

UNA EMBARCACIÓN A LA NOCHE


A las dos semanas del crematorio desapareció papá. Bueno, aunque
volvió a aparecer a los pocos días para confirmarnos que ya no estaba
desaparecido. Era un tipo curioso que siempre supo cómo hacer aquello que
no era su obligación. La última vez que lo vi, fue poco antes de que yo
abandonara la casa para refugiarme en El Mirador. Era una mañana cualquiera
del mes asesino. Portaba su vetusta valija, herencia de Bernardo, el saco
impecable, el nudo perfecto, el pañuelo en su lugar, su perfume y todo lo
demás. Salió al trabajo. Sin despedirse, como siempre. Aquella primera noche
nadie se alarmó de no verlo regresar, y decir nadie tal vez sea exagerado,
considerando que sólo quedábamos en la casa mi abuela y yo. No vale la pena
mencionar a los nardos, los gatos, ni los ratones que nunca cazaron porque
siempre se acostaban con la panza reventando de sardinas. Pensábamos (y
aquí voy a hablar también por mi abuela) que estaba quemando las noches en
alguna hostal con la cuenta abierta en cualquier bar, embriagándose con neón,
tabaco y escocés, buscando en la decadencia de sus madrugadas las palabras
que jamás pronunció. Al menos no delante de mí, y si lo hizo alguna vez
delante de mamá, ya no importa, pues ella no podría certificarlo más y de otro
modo, yo nunca se lo hubiera creído. Me parece mentira que yo lo recuerde tan
nítidamente a pesar de que en silencio lo negaba. Quizá los rostros que uno se
niega se conservan en el recuerdo mejor que los que uno se prodiga casi a
diario. Y así, aquella persona envejece menos dentro de uno, al no ser tan
solicitada y la recordamos poco, pero lozana. Al menos hasta que aparece un
día frente a nosotros, con facciones actuales y desprotegidas, hendidas por los
años que uno le libró de envejecer, para apreciarla como en el recuerdo de
cuando a uno todavía no le decían que no le amaban, o que ya no le amaban

116
más. Mi abuela sabe respetar mi silencio, o tal vez lo está interpretando o
permitiendo que yo lo haga, pues sigue absorta frente a la ventana. No era
normal que el viejo saliera a perderse, pero como saben, aquellos días no
tenían nada de normalidad. No nos preocupó su ausencia en los días
posteriores hasta que llamaron de su oficina a preguntar por él. Yo le había
tomado algo de miedo al teléfono y nunca lo contestaba. Me intimidaba con la
amenazante personalidad que adquieren los aparatos ruidosos cuando se
están callados, más desde que aquella infortunada llamada enlutara mi vida. La
abuela fue quien se encargó. Yo nunca me enteraba de lo que papá hacía o
dejaba de hacer y no tenía en mente principiar a hacerlo entonces ni nunca.
Las dos empleadas domésticas fueron despedidas a la muerte de las señoras,
y yo sólo abandonaba mi habitación para cruzar a la cocina o al bar en busca
de provisiones. Alguna vez conversando con mis amigos o ex amigos poetas,
llegamos a la conclusión de que las desgracias cuecen la mejor literatura; y
entonces nos preguntábamos, impetuosos e incrédulos, cuándo íbamos a ser
tocados por alguna; y La Princesa Hierba se respondía o nos respondía
mascullando frases apretadas, que el hecho de haber nacido poetas en
cuerpos de otros, era ya una silenciosa desgracia. De cualquier forma en esos
aciagos amaneceres, no pergeñé verso ni prosa alguna; ni leí nada que me
pudiera alejar de tan insoportable hondonada crecida en mi alma. Por aquellos
días mi abuela encontró cierto estado de armonía dentro del mediano jardín
interior, tanto en la mañana como en la noche. Pobre. Continuaba
deambulando bajo las ordenes de Fellini en Giulietta degli spiriti. A mí ni me
miraba o no quería ver a nadie o quizá yo no podía ver lo que ella veía. Nunca
lo supe.
Una noche la policía llamó a la puerta. Eran casi las once de un jueves o
martes y llovía, estaba despierto, pensando en mis cosas sin música ni
televisión. Jugaba con las pastillas, el vodka y mi revólver, viendo regadas
sobre mi cama las fotos de una vida que alguna vez poseí. Me asomé por la
ventana de mi cuarto a la calle, y vi un patrullero en la penumbra frente a
nuestra casa, y dos policías al pie del ingreso. De momento me sobrecogí al
verlos, pues de inmediato me invadieron puntuales escenas de Truffaut o
Godard que tanto disfruté al lado de Brunella, mi Fanny Ardant. Me repuse.

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Levanté mi bata del piso y mientras bajaba en pijamas por la escalera, iba
metiéndome en ella, encendiendo un Camel.
A veces los rostros policiales asemejan toda la pesadumbre del mundo,
pero con un cigarro en los labios y la lluvia resbalándose por sus solapas en
una noche obscura. Todo se desarrolló en el ingreso, a la luz del farol y bajo los
tímidos escupitajos de una lluvia que en Lima jamás termina de llegar. Se
quitaron sus kepises y subieron la breve y ancha escalinata, y así quedaron
ambos policías protegidos bajo el alero. Reconocí a uno de ellos de mis
anteriores idas y venidas a la comisaría de San Borja, cuando ocurrió el
accidente que nos enlutó. Un prieto y barrigón cabo o sargento o suboficial de
unos refinados modales incongruentes con su tosco aspecto, a quien la polaca
verde bajo el cinto parecía fajarlo más que distinguirlo. Morales o Moravia, creo
que se apellidaba. El otro era su subalterno, aunque bastante mayor para serlo.
Al saludarme Morales o Moravia antepuso el divisorio “Don” a mi apellido, a
pesar de que aparentaba aventajarme por mucho en edad. Me extendió una
mano henchida, callosa y nos saludamos con cortesía, con exagerada cortesía
que no comprendía a esa hora de la noche. No demoró en disculparse primero
por la hora de la visita y que así era ese trabajo suyo, para luego decirme, con
bastante escrúpulo y casi recitando las frases en su marcado acento piurano,
que los muchachos de la DIROVE habían hallado el Dodge de papá orillado en
un puente cerca de Chosica, intacto pero sucio y lejos de todo. Lo primero que
cruzó por mi mente al oír esas palabras, fue la imagen de mi tío Bernardo
actuando bajo ese ignoto puente y después, barajé un huidizo mazo de
posibilidades respecto a qué fue a hacer papá tan lejos de casa. Como era
natural, pregunté por mi padre. Morales o Moravia se contuvo por un momento
y le dio a su cigarro una copiosa calada, como si en ello le fuera la vida; sus
ojos pequeños parecieron encenderse con la brasa que también iluminó el
grueso anillo en el índice, delatando además unas sombrías y abultadas ojeras
que pensé cultivadas en trasnochadas rondas; seguidamente se tragó el humo
y lo exhaló calmado, alternando los soplidos entre la boca y la carnosa nariz
que lo convertía en un obeso dragón con la mirada en el suelo, sacudiendo la
ceniza de su cigarro; luego, se miró con su subalterno, volvió a aspirar y exhaló
casi de inmediato, con poco arte, y después de que me plantó los ojos (sus

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ojos pequeños y opacos sin la brasa que los iluminara al principio), y mientras
yo regresaba mi Camel a los labios y me distraía en las solapas de ambos
uniformados, escarchadas de garúa como las veredas y las plantas, me
respondió que también habían ubicado a papá. Estaba sentado frente al
volante; se había descerrajado un tiro en la boca. “Lo siento, Don Buccardo”,
concluyó Morales o Moravia, y en un movimiento que me pareció ensayado con
su compinche, se llevaron los kepises al pecho.

Era un tiempo en que ya nada nos podía sorprender, aunque los días se
sucedían con el presagio de ser los últimos, al menos para mí. No recuerdo
muy bien lo que sentí en ese instante, pero no se me partió el alma y menos, el
corazón. Hay quienes mueren en nosotros mucho antes de que la infalible
muerte se haga de ellos. Algunas ausencias nos las explicamos aun sin
argumentos; en cambio otras, las dejamos pasar sin miramientos de ningún
tipo. Primero suele empezar a descomponerse lo que queríamos que ellos
fueran. Después, incluso lo que de ellos creíamos. Al poco tiempo se siente
que se les quiere un tanto de menos y no podemos interpretar el por qué. Ya
no se les precisa como antaño y aun se torna molesta su presencia. Pero el
recuerdo es ambiguo y la memoria suele traicionarnos; es entonces que
insistimos en nuestro afán por recuperar lo antes amado y vivo e inventamos
mil pretextos para aproximarnos a ellos. A lo que deseábamos que se esfumara
nunca. Pero un día la mínima aspereza o mentira, soportada antes sin
consecuencias mayores y sin ningún dramatismo, desbarata nuestra ilusión de
volver cálido el recuerdo opaco y distante que de ellos guardábamos.
Finalmente y al cabo de un tiempo que he consumido sin premura, he
constatado que la única diferencia entre su postrer muerte y la que aconteció
bastante antes en mí, fue tan solo su cuerpo occiso que alguna vez cuando
vivo amé, aunque nunca hubiera querido que una bala de mano propia ni de
nadie, cegara su vida.

La competencia con mi padre parecía no haber concluido a pesar de la


desaparición del objeto del deseo, apodo que le puse a mamá sin que nadie lo
supiera. Mi abuela sospechaba de la tonta competencia, en silencio, como en

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este momento. Ya sé que no sirve de mucho especular con situaciones
concomitantes a los conflictos edípicos entre papá y yo, más hoy en día que
está muerto; pero no deja de ser un fastidio, para mí, el hecho de que hubiera
sabido ocultar tan bien su decisión final. Que me hubiera sabido consolar y dar
consejo de una manera antípoda a su ejecución, más aún, porque he fallado en
la mía. Dejémonos de rodeos: que se me hubiera adelantado y por si fuera
poco, con éxito. ¿De qué estamos hablando cuando hablamos del objeto del
deseo?, ¿acaso Brunella no cuenta más?, ¿papá lo hizo por mamá y yo por
Brunella?, me devano los sesos y no consigo respuesta satisfactoria; ¡siento
que la cabeza me va a estallar!
La abuela se ha acercado a mí y tal si leyese mis pensamientos, coge
suave mi mano y la acaricia. Papá se mató, así de simple, hay que saberlo
decir, nonna, se mató, le digo. Antes estuvo desaparecido. La gente que
desaparece está desaparecida hasta que su cadáver lo hace pertenecer a otro
club. No al de los finados ni al de los difuntos, nonna: al de los muertos. Una
vez más nos refugiamos en nuestro mutismo, cual si fuera algo tan sólido y
cotidiano. No había transcurrido mucho tiempo desde que murió papá, cuando
volví a huir de casa, con cuarenta años encima y no con veinte, como en mi
primera ida al departamento de Renzo. Y me refugié con mi cobardía y unos
pocos trastos en el hotel El Mirador, en Miraflores, y lo demás, ya lo conocen.
Por ello estoy aquí, devastado en una cama de este hospital. Es un día
domingo del mes de junio y he calculado que hace poco ha sido mi santo, pero
como comprenderán, no recuerdo haber estado despierto en esa fecha.
Eligieron un día peculiar para quitarme la venda. Para abrir los ojos. Domingo
estival que no lo parece, ya que si bien el día no está soleado, tenemos una
resolana caprichosa que se filtra por la ventana.

DESDE LA OTRA ORILLA


¿Cuántos años tiene mi abuela?, ¿80?, ¿85? Insiste con lo de papá y le
da mucha pena no haberlo tomado en serio las pocas veces que parecía falto
de cariño, a pesar de su dureza, me dice. Yo no hago más que oírla y
contemplarla. Se incorpora de la silla y regresa a la ventana, lentamente, se
entretiene mirando el pálido jardín que cuidan los encargados y se lamenta de

120
que una frívola desnudez se está apoderando de las plantas en todo Lima;
todos escuálidos, me dice. Insiste con lo mismo, que todo se ve igual desde tan
alto. Los edificios y las calles, la gente ambulando en las veredas y cruzando
las pistas esquivando micros y combis, los árboles sembrados en el cemento,
conviviendo con kioskos de periódicos y ambulantes que les roban la sombra y
perros y personas que los mean sin misericordia. Me da un poco de pena verla
sobrevivir a tanta muerte que no se atreve a tocarla, sólo a rodearla y
anunciarse cobardemente, matando a los que de verdad nos otorgan vida,
abriéndose paso hipócritamente hacia nosotros.

BARANDALES DE PROA
Siento las piernas adormecidas y se me antoja ir al baño, aunque sea
como pretexto para andar unos pocos pasos, como lo hice días atrás con la
ayuda de la enfermera que hacia las veces de mi lazarillo, agradecida
discretamente porque no iba a tener que padecer más con mis excrementos ni
con la jofaina. Le pido a la abuela que me ayude a bajar de la cama, que aún
no consigo dominar. Una vez frente al lavatorio, olisqueo el ambiente y percibo
que algo hiede de modo inconstante; quizá ratas y desechos hacinados en
alguna tubería picada que insufla la ventilación. Quizá la humedad y la
corrosión empapadas de ácidos y sulfuros, traspirando hermanadas en sigilo
durante décadas, corrompiendo el aire en vapores virulentos, adelgazando los
cimientos y despellejando desde el zócalo las paredes desnudas de este
nosocomio que en los domingos, no se sabe quedar en silencio ni compadecer
a quienes lo necesitamos. Se arma un barullo insoportable en el pasadizo.
Todos corren hacia la cafetería. Luego regresan para volver por algo más. Los
niños juegan en el corredor y suben y bajan por los ascensores, según logro
descifrar de la nitidez del campaneo y los chillidos que hacen eco hasta mi
habitación, despertando el letargo de mis oídos, acostumbrados a calcular
distancias y movimientos imposibles de ver desde mi cama. El altavoz que no
cesa de llamar al doctor Herrera y que las visitas concluyen a las siete. En fin.
Un ápice de sol se filtra por la rejilla del cuarto de baño a través del oblicuo
tragaluz. Aprovecho e interpongo mis ojos en el rectángulo solar reflejado entre
el muro y la ventanilla que lo proyecta, a que revivan en el leve resplandor que

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siento sobre mi rostro como un vaporoso y vivo antifaz. Placer. El calor me
desenreda las pestañas y cual primeras, minúsculas briznas de nieve cayendo
a inicios del invierno en tejados, balcones, patios y plazas de la Italia en que
crecieron mis padres, ruedan mis lágrimas y caen sobre las baldosas de esta
fría pieza. Instintivamente me aferro del lavatorio por temor a perder el
equilibrio. Sucede que los ojos todavía me arden y entonces lagrimeo gotitas
de sangre diluida que nublan mi visión, inflamando el panorama. Me veo en el
espejo y no reconozco mis facciones. El lugar donde hubo frescas suturas a un
lado de mi frente y próximas a esa ceja. Mis ojos débiles, flotando a la deriva
en cuencas enrojecidas. Una venda abrazada a mi cabeza. Estoy dentro de
una bata blanca dos tallas excedida de la mía. Mi aliento, áspero y destruido
por el silencio que habitaba en mi estómago. Retorno lento a mi lecho cuidando
de mis pasos y del vuelo de mi bata, cuya blancura ha sido estropeada por
aquellas intempestivas y breves lágrimas que también cayeron ahí, como
parcas gotas de sangre en un albo tejado. Mi abuela me ayuda a acomodarme
en la cabecera, parlando recomendaciones respecto de mi dieta y los modales
memorizadas desde niño, y cuando empezaba a preguntarme el porqué de su
discurso, reparo en que han traído una prematura cena durante mi corta
ausencia. Sucede que los horarios se adelantan en los hospitales sin importar
el metabolismo de nadie, se nos da de comer y beber a su antojo, se nos pide
tranquilidad o se nos conmina con jeringas, se nos ordena dormir y despertar y
engullir medicinas que ingerimos o permitimos se nos inocule sin remilgos y
con más ignorancia que confianza, en caso se tenga conciencia. Se nos calcula
la vida cronometrando las pulsaciones de nuestro corazón al discurrir por las
arterias en nuestras muñecas, se le verifica con un frío estetoscopio que
también la busca, pero bajo la bata y sobre nuestro pecho, revistan además
que las pupilas se dilaten al iluminarlas y se nos calma con palabras o frases
que nunca nos dicen nada completo. Se afanan en tareas que uno,
imposibilitado de evitar, permite que se nos practiquen; a pesar de no querer
que se nos salve.

122
II: Naves a pleamar

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6

RETORNO A HELICÓN
Sabía que llegado el momento, el menor descuido o la mayor de mis
hipocresías una vez repuestas mis fuerzas, tendría que huir; y así lo hice. No
me avergüenza haberme marchado sin despedidas, acaso jamás los llegué a
querer sino a tolerar irremediablemente. Meses, días enteros que antes fueron
noches y antes semanas en completa obscuridad que se consumieron cuando
yo, inconsciente, divagaba en una cama de hospital. ¡Pero quién puede librarse
del filántropo abrazo de cualquier nosocomio! Más aún cuando se cuenta con
un jugoso Seguro que se piensa jamás se utilizará. Y si uno no quisiera ser
salvado, sino, desestimando que cobrasen igualmente todo el fondo permisible,
ser dejado tal y como fuera hallado, abandonado a los bostezos del tiempo y al
festín de anémicas exequias. Pero eso, es ya historia. Reciente, pero historia al
fin y al cabo. El Mar. Si quieres saber de mi vida, vete a mirar al Mar decía
Martín Adán; y a los pocos días descendía de un tranvía con una valija en las
manos y casi imperceptible dentro de su milenario sacón, se acomodaba los
gruesos lentes de carey atezados por su infantil sombrero de fieltro y llamaba
aristocráticamente a la puerta del manicomio para internarse. No había
terminado de instalarme en mi antiguo departamento, disculpando las
pretensiones del caso por llamar así a un rectángulo de cuatro por cinco en lo
último de uno de los edificios más altos del Malecón Cisneros, cuando
comenzaron a dejarse caer en mi terraza.

Los primeros días ambulaba como un tímido y primerizo actor


reconociendo el escenario en un ensayo (las marcas dónde detenerse, el crujir
de los tablones a sus pies, su diálogo, retornar a vestidores). Paseaba con
sigilo por mis dominios, por mi heredad de muros bajos y baldosas
abstractamente decorada con excrementos de gaviotas, temiendo llevarme
algún resto fresco a mi aposento prendido de mis pantunflas. Incluso, a veces,

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me detenía, o mejor dicho, regresaba sobre mis pasos rescatando algún
Pollock perdido en mi memoria, quizás algún Klimt que me había parecido
vilmente copiado en el piso de mi terraza por las aves: nunca con pinceles ni
óleos ni resinas ni aceites, más bien con su mierda lanzada desde los aires y
borroneada o difuminada sin composición alguna por sus pisadas (aunque
Pollock rara vez empleaba pinceles sino cuchillos o ramas o lo que fuera, y
tampoco usaba caballete sino el muro o el piso para sostener sus lienzos); pero
éstas eran huellas de aves que escapaban torpemente de la escena del
crimen, como espantadas a última hora por un tropel de esbirros anunciándose
con silbatos. Centímetros o poco más de un metro cuadrado de excremento
reunido, que plasmaba obras que emulaban a otras obras que
caprichosamente me eran arrojadas, una tras de otra, desde el fondo viciado
del baúl de mis recuerdos, sin mediar motivo alguno, al menos no que yo
supiera, a algunas horas de la tarde o la mañana cuando mi terraza, herida de
luz, esplendía. No obstante, me había acostumbrado o tomado menos
repulsión al hedor que me sitiaba en ocasiones, más a media semana y en
verano, y tenía el hábito de gastar las primeras horas alimentando a las
gaviotas que descansaban en el parapeto frente al mar. Restos de pizza y de
pollo. También recogía a las que venían a morir al rincón de mi azotea, detrás
del cilindro de la basura; y entonces me era inevitable arrepentirme de haber
desairado tan vilmente a La Princesa Hierba cuando jóvenes, aquella noche
que jamás consumamos nada por sus vómitos o por mi repugnancia, hace
poco más de quince años. Gaviotas. Al principio pensaba que se morían a
causa de la comida que les arrojaba (pensé que quizás darles pollo era
fomentar canibalismo; de hecho, aún lo pienso), pero eso era imposible, puesto
que yo mastico lo mismo y todavía estoy aquí, en mi elevada manida que
jamás debí abandonar, como me lo advirtieron en su momento Los Tres Veces
Dulce, que sabrá el diablo lo que fue de sus vidas. Además, no creo que mi
sistema inmunológico, un bosque estival en que sólo retoñan úlceras e
infecciones, sea más resistente que el de esas buchonas carroñeras vestidas
de blanco que, entre manjares, se sodomizan. De cualquier manera, no eran
más de cuatro o cinco las que recogía cada semana desde que se ha
declarado el invierno en Lima. Las envolvía con la sección deportiva de El

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Comercio y sin mucho drama, tampoco ninguna plegaria ni genuflexión, las
colocaba dentro de la basura; pero antes, y esto me abochorna decirlo, las
orientaba pecho al cielo sobre mi mano para revisar la planta de sus patas y
comprobar si había sido o no una de mis artistas callejeras, alguna heredera de
Klimt, de Jasper Jhons, aunque más de Pollock o enviadas por aquél desde su
tumba, a manera de broma o equivocación a causa de la morfina; o quizás
podía tratarse de alguna de sus originales herramientas, caída en desgracia
debido al triste invierno o tal vez, también como tanto artista, se tratase de
alguna suicida, como lo he presenciado en luctuosas ocasiones.
Pero no deseo hablar de cosas luctuosas, sino de mis días y mis noches
expuesto a la inmensidad de un océano que quizás me vea morir alguna vez.
En esta furtiva soledad, uno se hace de detalles insospechados. Por ejemplo:
una de mis extrañas (y últimas) preocupaciones, es lo indeterminable que es la
salud de las aves; al menos de las que me visitan. Por mi desconocimiento en
ornitología, a las que no son palomas ni gallinazos las llamo gaviotas. Las más
pequeñas, a las que mi nonna llamaba estorninos, sé que nunca han venido
por aquí. Pero refiriéndome a las aves en general, y esto ya es decir bastante,
enterados que de ellas no conozco más de lo que supiera un niño bien
informado, a riesgo incluso de que algún rapaz me imparta cátedra al respecto,
debo confesar que nunca sabré cuándo alguna está vieja o enferma. Con los
que nos decimos humanos es otro cantar: basta con echarse una mirada en el
espejo y descubrirse el pelo o la barba veteado de blanco o con leves briznas
de caspa que anteceden a la calvicie entrando por las sienes o la coronilla, los
párpados plúmbeos apenas si se sostienen abiertos y una fatiga que no tarda
nada en vencerlos, el rostro o el borde de los ojos cruzado de arrugas así no se
hubiera sonreído mucho, y los dientes, los que quedan, amarillentos y mejor no
sigo porque sino me voy a deprimir. Sin embargo en las aves me parece que
aparte de la capacidad de remontar los cielos, estas imprecisiones podrían ser
su segunda virtud; envidiable, por cierto. Sólo se les paralizan las alas y caen
sobre los tejados, las pistas o los carros, el parque, la playa o el mar; salvo las
que se quedan atrapadas en las copas de las palmeras o las que bajan aquí en
busca de un refugio para pasar la noche. Su última noche. El piso de mi terraza
no mostraba ningún rastro de sangre ni tripas, propio de la incontrolable caída

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en picada o en barrena que les he visto hacer desde aquí. No obstante, para mi
sorpresa, ahí amanecían. Tiesas y con un gesto incompleto en el pico.
Acurrucadas entre el cilindro oxidado y la pared despellejada por las invisibles
garras de la brisa. A veces me acercaba con cautela por temor a espantarlas o
que me asustasen al salir volando intempestivamente o que algo tenebroso
creciera de ahí. Creo que demasiado cinéma noir me ha extendido la factura de
la desconfianza. Por lo general no me percataba de que el cilindro estaba lleno
sino cuando el revolotear de las moscas se hacía insoportable –siempre es
mejor vaciarlo por pocos: la bolsa negra no cabría por el ducto y me vería
obligado a descender los catorce pisos por las escaleras con la basura a
cuestas y el cortejo de moscas tras de mí hasta el lobby, y el resto, ya es
historia conocida: el comité senil del edificio llamando a mi puerta con el
conserje ojeroso revestido de caireles fungiendo de testigo clave–, entonces
abandonaba mis lecturas y me acercaba al rincón de la terraza y descubría a
dos o tres prodigándose calor entre sus cadáveres, pero desentendidas de
todo, en poses que me exigían el cuello y la imaginación para descifrarlas. Y en
ocasiones en que mi soledad me empujaba irremisiblemente hacia atrás, a la
vida dejada a mis espaldas, o la vida que me pasó por encima como un tren
descarrilado y conducido por espectros, las contemplaba más de lo usual o lo
merecido, y pensaba en si Renzo y la comenubes Maira, mis buenos amigos,
tal vez pudieran estar así, entonces y siempre, tan juntos el uno del otro,
aunque no puedan hablarse ni oírse siquiera, sino en sueños en las costas de
la península asida de visiones bajo el puente Armendáriz, a la que los dos, y
jamás pude imaginármelos con claridad haciéndolo cada quien a su vez, se
lanzaron como si eso fuera el despeñadero de Acapulco, o alguna pileta
olímpica.
Tampoco sé si las gaviotas sean capaces de diferenciar entre un muerto
o un dormido. Esta cuestión es atribuible a la antigua inquilina, la tía de
Ribeyro, o en todo caso de un Ribeyro al menos más optimista o a punto de
quebrarse, pues todavía no se iba de Perú y entonces habitaba donde yo
habito ahora. Resulta que una tía suya, según datos precisos de mi abuela,
amiga de la pobre desde que en Lima los tranvías me parece, tal vez la venció
de sueño el sopor de aquella tarde, o se le fue la mano con los calmantes o los

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confundió y tomó dos de uno pensando que eran dos del otro y eso de los
miligramos etcétera, no sé, pero parece que se quedó profundamente dormida
la tarde en que las gaviotas se la comieron. Toda ella era un hervidero de
moscas y aves pellizcándole todo el cuerpo, que, por la forma en que estaba
repantigada en su perezosa, cruzada de brazos, parecía no haber opuesto
resistencia alguna; ni siquiera daba la apariencia de haber blandido algún
manotazo azaroso, de esos que uno da como para espantarse las moscas del
rostro, sólo que ella hubiera espantado gaviotas. En ese detalle se fijó primero
mi nonna, que me dijo persignándose y murmurando salmos laudatorios, que al
menos la pobre no había sufrido; cosa que yo, categóricamente, o
macabramente, o cinematográficamente, ponía en tela de juicio. Pobre vieja,
pensar que en el fondo estoy en deuda con ella; o con las gaviotas; aún no me
pongo de acuerdo. Algunas (yo a todas las llamo gaviotas) se mueren con los
ojos abiertos y cansinos. Otras los conservan cerrados por una flema, como las
de anoche. Sin embargo, nunca sabremos cómo se quedaron los ojos de la
vieja: pues en su lugar dejaron un par de hoyos negros; y el rostro salpicado de
carnosos orificios como aceitunas. Apuesto a que Hitchcock hubiera pagado
millones por filmar lo que mi abuela y yo vimos aquí, cerca de donde hoy está
mi cilindro, antes de que llegara la policía y la bajara envuelta en cubrecamas
como un fardo funerario Paracas, y nos estropeara el encuadre. Por lo demás,
aparte de las gaviotas, el tabaco y el vodka, y huyendo de los poetas (cosa casi
imposible, pues la mejor poesía moderna parece haber sido escrita en prosa),
sólo Walser y algunos putativos hijos suyos como Kafka, Musil y Thomas
Mann, cuando no Onetti o Julito Cortázar, rejuvenecidos con la fragilidad de mi
memoria, sino alguna National Geographic o epístolas antiquísimas o
fotografías mías donde ya casi ni me reconozco, lograban distraerme. Y luego
de ello pensaba, comúnmente fumando o bebiendo a principios del ocaso,
reposando mis ojos en lo último del mar (que desde aquí parece más distante e
inalcanzable), que uno puede alejarse, espantarse, esconderse o si quiere,
imprecar de los poetas; de uno mismo aun poeta cuando joven; de tanto
muchacho muerto o extraviado que robaba partidarios (hijos de algunos padres
que se preocupaban al no verlos llegar luego del colegio o la universidad, o
descomponerse por no poder arrancarles palabra alguna si es que llegaban

128
alguna vez), camaradas desconcertados en las aulas en aras de la ebriedad
baudeleriana y de la belleza y de la libertad que apenas si conocieron o
creyeron alcanzar en mórbidas noches que días después el crujir de las tripas
anunciando hambre, hacía olvidar; uno puede imprecar si le place, y con razón,
de los fantoches que contagiaban falsedad e inmundicia venida en versos
alcohólicos escupidos en bares y cantinas que fueron incendiados a la orden
de alguien, o convertidos en templos religiosos o postas médicas u comercios
pusilánimes; mas nunca lo hará de la poesía, pensaba. O me preocupaba o me
ponía a escribir algo al respecto. Creía, luego de tantos años, por fin haber
hallado el título perfecto para mi único poemario que tantas veces le había
ganado al fuego y a mis ataques de ira o de depresión. Península. Luego, me
iba a dormir intentando olvidar algunos textos que persistían incluso entrada la
madrugada, a pesar de no haberlos escrito nunca; a pesar de que llegado el
alba, los hubiera olvidado por completo.

Ya me había resignado a sacrificar los cálidos días de verano al humor


de un cielo cerrado. ¡Inútiles días de invierno! Por el contrario, me fascinan sus
noches porque ahuyentan a la gente: un bosque nocturno con bancas, veredas
y palmeras alocadas por eolios susurros que no llega a ser nunca la Selva
Negra ni tampoco ningún cuadro de Egon Schiele, en que todo luce como
lamido por el vacío; concurridas plazoletas, parques y alamedas diurnas que se
rinden a la cerrazón cuando el viento y la garúa las posee con menosprecio.
Mas no aceptaba aún el espasmo que cubría al malecón bajo la baba de
neblina. Me levanté perturbado y salí al patio con el pijama encima. Me
sangraba la nariz por las mañanas. Esto no es ningún secreto ni algo de qué
avergonzarse: es un mal que me acompaña desde pequeño y que ningún
pediatra en su momento, ningún curandero después, ni tampoco los viajes a
Chaclacayo y Cieneguilla han sabido remediar (me vienen ahora algunas
plácidas tardes a la vera del río, viendo las hojas amarillas de los árboles caer
sobre las vivas aguas y marcharse en misiones inexplicables, como
embarcaciones partiendo a la conquista de un mundo que nunca veremos, con
el sol en sus pálidas cubiertas que nunca las abandonaba). Los estornudos se
multiplicaban malévolamente y el piso quedaba salpicado entonces de flemas

129
sanguinolentas y bilis inevitables. Pues al parecer, mis ulceras también
tomaban partido si de aniquilarme se trataba, aunque fuera esto propiciado por
desquiciados estornudos que adivinaba con intenciones de querer desollarme
la tráquea. Ahí quedaban esparcidas las gaviotas, hormigueando en torno a
mis deshechos, picoteándose erizadas como buitres en la sabana africana,
alimentándose. ¡Qué horrendo! Sentía que el papel higiénico había cobrado
una importancia bárbara en mi vida fuera del baño; además, los pomitos de
Rintal se hacían nada literalmente en mis fosas obstruidas, taponadas de
cobardes mucosas. No obstante, a pesar del malestar de no poder abrir los
ojos sino eran velados de lágrimas, del ardor que reptaba hacia mi estómago a
causa de los antialérgicos y del Rintal que siempre se filtraba, de los fogonazos
que despedían mis intestinos ulcerados, encendidos por el esfuerzo que
produce estornudar salvajemente y por los medicamentos que, al pasar por
ellos, parecían apagarles en las bocas candentes puchos de cigarros; con todo,
sentí la curiosidad de ir a ver detrás del cilindro; pero me contuve, pues a todo
esto debo agregar el pavor y la vergüenza de poder hallar tendida ahí,
semidesnuda y cadavérica luego de quince años, a la silenciosa Princesa
Hierba. Tontamente permanecía inmóvil y bostezando con la toalla
ensangrentada sobre mi rostro, cual si fuera un maldito tuberculoso. Estaba
confundido y malhumorado. Los cigarros no se encontraban en mi bolsillo.
Además, el ruido de las olas a esa hora de la mañana, al estrellarse contra las
peñas, no podría sustentar que lo que confrontaban mis sentidos perturbados,
era la realidad; es decir, lo que comúnmente se conoce como tal, pues mi
estado entonces era más propicio para pesadillas, para querer vaciarse el
estómago con las uñas, para subirse al parapeto y simplemente aguardar a que
arribase el próximo estornudo y caer envuelto en viento. Dudaba del ruido de
las olas al romperse. De las olas, no del mar, de las olas. Del mar nunca.
Martín Adán. Sucedía que la baba todavía estaba allí: extendida bajo mi azotea
y sobre el malecón, como un colchón vaporoso y traicionero. También
alcanzaba a copar la metrópoli que agoniza en la cresta del acantilado, cuyos
últimos edificios o casas, o los primeros, viniendo del mar, soportan con sus
talones el empuje de los que llegan desde la ciudad, desprendiendo pequeñas
rocas que ruedan hasta el pie del acantilado, donde habita otra estirpe: cuyas

130
verjas hechas un lío de troncos, llantas, bolsas, sogas, latas, caracolas y
trastos inimaginables, se extienden hasta el mar. Y es una lástima que desde
aquí no logre ver qué es lo que hacen los amigos de Ribeyro allá abajo, en sus
frígidas parcelas de arena. Sólo sé que si el gringo idiota que los sobrevuela en
su parapente cae sobre ellos, nunca más lo volvería a ver: pues se lo comerían
en pocos días y con mucho ingenio se fabricarían una sala con la bandera de
Estados Unidos. ¡A quién se le ocurre con este clima!
Lo veía cruzar y desaparecer para sorprenderme otro día con lo mismo.
Quizá yo no deba de discutir las desapariciones, puesto que la prueba de mi
fracaso soy yo mismo, aquí. Un tipo que huyó del hospital por temor a que lo
devolviesen al hogar donde un día fue feliz, a una casa grande, más grande
que antes y menos hermosa en San Borja, donde alguna vez viví con mis
padres, mi abuela y mi esposa. Donde pasaba las noches, algunas, y
aguardaba por el trino de las aves o la corneta del panadero para levantarme e
ir al trabajo, a Assicurazioni Ponti. Y mejor no recordar por qué estuve
internado. Un ser endeble y víctima de su inutilidad ante la vida pero que con el
mayor descaro, persiste (“Piero, tesoro, a la vida le ganas de puro terco, mi
amor, no te desanimes” me decía mamá y ya casi no puedo sostener en mis
ojos ninguno de sus rostros). De todos modos, ahí está el parapente que se
lleva a Mister Good Bye. Atraviesa desde la derecha a partir de los edificios
más espigados de Miraflores, describe un par de círculos pomposos a la altura
del arenal en donde viven los basureros (¡ugly people!) y luego se desliza,
majestuosamente, cual una cometa guiada por bailarinas de ballet, paralelo al
litoral con el malecón a su izquierda, para descender a la altura del parque de
Barranco por donde suele pasear Lucía. Estoy convencido que para la gente de
abajo pasa inadvertido y no sólo por la baba: Lima casi nunca mira hacia arriba,
salvo en los veranos, cuando tienden en las playas sus cuerpos cebados
durante el invierno para que los dore el sol, cuando en algunos se extraña una
roja manzana embutida en la boca.
He notado que sucede algo singular entre los amigos de Ribeyro y los
gallinazos. Un intercambio de roles. Debe ser alguna adaptación de la
prodigiosa naturaleza, creo. Códigos indescifrables: Mister Good Bye surca los
cielos dibujando elegantes círculos sobre la gente que lo espera abajo, es

131
decir, debajo de los de abajo, para comérselo. Lo digo porque lo usual, lo
cotidiano y lo instintivo sería que los gallinazos observaran su alimento desde
las alturas en que son majestuosos (aunque los basureros sólo podrían ser
majestuosos quizás a la vista de ellos mismos; en todo caso, también a la de
un poeta; incluso, no descarto que entre los basureros hubiera algún poeta,
sino bien no toda la comunidad incluidos los niños, y quizá ellos sean lo que ha
quedado de Los Tres Veces Dulce), no que aguardasen lánguidos, impacientes
por él, afilando los cubiertos e instruyendo a última hora a sus críos, a quienes
imagino haciéndose de piedras y palos en tierra, alejados un poco de los
afilados muros del acantilado, danzando en torno a sus padres que no son
pocos, esperando porque el gringo les caiga del cielo. Me asombra más
todavía porque Mister Good Bye no parece estar herido ni debilitado, ni con
visos de cometer suicidio; aunque ya no tenga menos de sesenta y quizás ese
detalle, como limpiando la manada, no ha escapado a los harapientos buitres
implumes que se sienten oídos por el viento que está soplando: un viento
rebelde que parece querer estrellarlo contra las rocas verdeadas de musgo.
Salvo por los basureros que viven al pie del acantilado y quizás por alguien
como yo, un ex todo: ex economista, ex marido, ex hijo, ex casi padre, ex
poeta, ex suicida al que los únicos rangos que le quedan, curiosamente, son
los de viudo, nieto y amigo, como decía, salvo por los basureros y por mí, el
gringo no existe hasta que aterrice; en caso logre hacerlo en el lugar apropiado
y, al menos hoy, el viento se desentienda de él a último minuto y pueda librarse
del voraz abrazo de los amigos de Ribeyro.

De pronto, las gaviotas van apareciendo desde la playa con los gritos
que trepan por sus pescuezos, atravesando, como venidas del futuro, la baba
de neblina. También arriban desde lo alto. Escandalosas. Pequeños niños en el
patio al recreo. Siempre ocurre lo mismo cada vez que Mister Good Bye
desciende; como si al verlo en su parapente, sutil pero artificioso y grotesco al
lado de las aves, éstas se espantaran cual si una horripilante gárgola con una
bandera inflada sobre su cabeza viniera a darles muerte en el firmamento.
Vienen a mi atalaya atronando el cielo, a reposar en los bordes de mi terraza, o
a disputarse a aletazos la cimera del edificio. He aseado anoche las baldosas a

132
la espera de alguna nueva pintura, pero creo que el olor a creso las ha
espantado o tal vez, no las inspira a nada o Pollock se ha marchado sabrá
alguien adónde. Cuando vienen al caer la tarde, suelo reconocer a más de una
por sus miradas de soslayo o ciertas manías que yo creía sólo en canes o
mendigos. Tengo la impresión, pero no podría jurarlo, de que son las mismas
que se tragaron a la amiga de mi nonna. En cierto modo estoy en deuda con
ellas, aunque como lo dije, aún no me decido. De no haber sido por su
impaciencia y voracidad, tal vez la vieja aún seguiría viva y yo, quién sabe en
cuál rollo estaría metido. ¿Cómo es que comienza Tabaquería? Aún así, lo
desagradable es que me dejan el patio lleno de gritos y de mierda que muchas
veces no plasma nada y no hace sino heder. La silla mecedora. La hamaca se
salva porque vive bajo la sombra de una sábana. La sábana de mamá llena de
caca y acunando lluvia. Si la viera así, seguro que me daría un jalón de patillas
como cada vez que me trepaba a su cama con las zapatillas puestas. ¡Porco
bambino, porco! Tal vez nunca lo supo, pero realmente la extrañaba por las
noches. La vida lejos de ella me parecía una boca gigante y desconocida. Pero
no había remedio. Entonces tenía que partir. Hacerle caso a Démian, el
estigma de Caín y romper mi cascarón. ¡Pero qué carajo sabía yo de carcasas
psicológicas y descubrimientos metafísicos! Povero mamma. Nunca debió de
salir aquella tarde. A veces me parece oír su voz llamándome a almorzar entre
los gritos de las gaviotas. Pero abajo ya nada existe a mis ojos. Tan solo
algunos bocinazos que trepan hasta mi refugio. Llantas presurosas que se
resbalan en el asfalto humedecido. Rugidos de los autos que no se dejan ver.
Sonidos maquinales que se confunden con la voz del mar. Los primeros versos
de un Pessoa tan humano como desquiciado. Yo, acodado en el parapeto de
mi atalaya miraflorino con la toalla enrojecida en el rostro, desangrándome en
estornudos, en vómitos, en llantos que por momentos no consigo contener,
mirando perplejo a la baba densa y lenta extenderse paciente sobre todo,
aguardando a que mamá venga y me lleve al hospital porque mis heridas se
han abierto otra vez y doctor esto no puede ser posible, le increpaba mi madre
al galeno, después de tantas cirugías pero que no le hago caso a nadie y es
culpa suya, señora, por mantener los póstigos y las ventanas abiertas y sin
vigilia y, además, no se puede luchar contra esa vieja enlutada que responde al

133
llamado de nonna y que siempre trae un bolso negro saturado de objetos
plateados y que no hace sino insultar hasta a las enfermeras mejor debieron
internarme en el sótano. Qué se puede hacer con todo esto. Mejor entro y me
consigo un Camel.

Desde el interior de mi refugio todo se aprecia distinto. Me apetece


pensar que parte de la vida de Ribeyro transcurrió aquí mismo; justo el pedazo
de vida que se respira en Sólo para fumadores, y es que los enfermos siempre
andamos buscando más miembros para el club. Parece que la existencia se
enrareció en esta pieza y en un torbellino que de pronto ha dejado de soplar sin
excusas en este instante, dejándome de pie, mezclado entre los restos.
¿Dónde puse los cigarros? Primero la densitometría y ahora indicios de
Alzheimer. Cuarenticuántos años. Sucede que me agrada el caos estático de
las cosas porque reproduce el movimiento ausente de los objetos, se lo decía
siempre a Lucía, pero ella continuaba leyendo alguna revista o poemario o
haciéndose las uñas como si yo no existiera. Un teléfono es hermoso mientras
está callado, seguía yo, como si realmente le importara a ella lo que le decía.
Un recién nacido es hermoso sólo cuando duerme y no cuando llora,
proseguía, y entonces ella me miraba y asentía y yo sonreía, pues me sabía
oído por encima de sus lecturas o su manicura, y eso me componía la tarde o
la noche o el día. Pero cuánta metafísica puede soportar un edificio. El maldito
y hermoso letargo; ¡ja! Como si no lo conociera luego de ¿cuarentidós años?
¡Qué joda con el tiempo! A veces tengo la sensación de que si levanto la ropa
tirada en el piso, miro bajo la cama o muevo las cajas que nunca he
desempacado, alguien surgirá de improviso. Heterónimos. No tengo vocación
de epicureísta. Cosas mías. Sobre todo en el invierno se me ocurre cada cosa.
Recién entiendo a Simone de Beauvoir cuando hablaba de la vejez; a la Sagan,
a sus diecinueve y con esa joyita de novela… en cambio, yo. El pulso me
tiembla por las noches cuando al fin se me ocurre alguna prosa. Y vivo
huyendo, espantado de los poetas porque no deseo causar más daños ni
formar ni seguir legión alguna. Qué joda esto de mentirse. Sobre todo porque
uno lo sabe y ni por eso. Luego la depresión. Las noches interminables con la
mirada y mi vida tatuadas en el cielo raso. A pesar de todo, no supuse que

134
llegarían a ser tan tristes estas mañanas, aun con los Camel que me
acompañan siempre. Más aún en las últimas dos semanas, en las que tengo
prohibido los fármacos y justo se me ocurre mandarla a la mierda a la china de
la botica. Si no seré cojudo. No hagas rabia con doña Yumi, me decía siempre
mi abuela, amiga también de doña Yumi, tan anciana como la pobre china pero
bastante menos arrugada y con dientes. No hagas rabia con doña Yumi. Y a la
primera de bastos le caigo con un cuarto de hora de mierdadas, que sus
abuelos fueron esclavos de los míos, y además que me importa un carajo si es
que son japoneses porque para mí todos son chinos, con esa verruga tan fea y
peluda que le cuelga bajo el párpado hasta que celulares por aquí y por allá
con los nietos asustados tras el mostrador, pero la gente aglutinada en el
ingreso, contenida por el energúmeno en que me convertí entonces, hasta que
vinieron los muchachos del Serenazgo y me sacaron de ahí a empellones y me
dejaron, con dos o tres chichones, en los brazos del decrépito y refunfuñón
conserje vestido siempre con un saco de paño granate con borlas y caireles
que lo igualaban a un edecán; el eterno edecán que más de una vez a
testificado en mi contra ante el comité senil de mi edificio. Si no seré idiota.
Pero a estas alturas prohibirme las cosas, ¡por favor! Imagínense. ¡China de
mierda! Eso de comélselos, señol, como si fuesen lentejitas, señol, no le hace
bien a nadie, señol. Sin embargo yo opino distinto, saben. No es la cantidad,
sino con qué trago se resbalan y eso, la abuela de Bruce Lee, no lo entendía.
El whisky, por ejemplo, es nefasto con Válium; a pesar de mascar un poquito
de hielo para que limpie su huella hasta el estómago (y de paso refresque las
bocas de mis férvidas úlceras), no obstante es espléndido con Sánax y
Optalydon, aunque me deje la garganta como una costra y un hueco en el
cerebro por donde se me escapa hasta mi nombre. Muy por el contrario, con el
vodka todas se portan de maravilla. Son una bendición estos rusos socialistas.
El pendejo de Lenin debió haber sido un granputa, recuerdo que me decía el
doctor Romanelli cuando brindábamos luego de las consultas. Pero ni aun con
el alcohol Lima se ponía bonita. Claro, quién podría serlo en invierno, con tanto
trapo puesto… Pero qué desordenado que está mi refugio, la guarida de un
lobo minusválido que todavía amenaza con el recuerdo de su ferocidad. Se me
ocurre cada cosa durante el invierno; como que la ciudad no es sino el letargo

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de un grito famélico ahogado bajo un puente de barro (¿me habrá bajado la
presión?). Cómo no encuentro mi cuaderno para anotar todo lo que estoy
diciendo. Si me pongo a buscarlo más que fijo se me olvida lo que estaba
buscando. En fin. Estaba en definiciones de la ciudad en invierno: hasta podría
resumirla como la voz ácida de las barandas estranguladas/masturbadas por
transeúntes agitados, encogidos y amortajados con chompas, casacas,
chalinas y lúgubres sacones (pero nunca tan sublimes como los que arropaban
a Pessoa en Lisboa o a Martín Adán a la salida de El Cordano). Guantes
empanzados de temblorosas manos citadinas. Vistosos gorros de estibador
calados hasta las cejas. Anatomías de arbustos parlanchines que fuman y
charlan y esperan o andan por las calles. Garúa, llovizna o escupitajos de
inexistentes tormentas divirtiéndose sobre Lima desde el alba. Dientes
cascabeleando de frío y el bajo vientre crispado de orines. Pitadas intensas y
apresuradas que forman dinámicas constelaciones bajo el techo improvisado
de algún paradero. Pasos fugaces, desaliñados, constipados y manos en los
bolsillos aferradas al llavero o cerradas desconfiadas sobre la correa del bolso
colgado al hombro. Pistas, la Arequipa, Javier Prado, Larco, Tacna o Colmena
cruzadas por sonámbulos cardúmenes, enrevesadas manadas, jaurías
apuradas por cláxones catatónicos, bandadas de posguerra o sombras
volumétricas las atraviesan sin reparar apenas en el tráfico pista de carreras
atrofiada ni en los atónitos semáforos amarillas estacas olvidadas de un circo
demente. Fugaces Custer, combis asesinas, colectivos-naves Chevrolet Impala
o Dodge Polara del sesenta y cuatro de jubilados desterrados de la Vía
Expresa, roedores Tico amarillos y microbuses-chimeneas hacinados de
rostros como escapados de un camal que antes era alimentado por tranvías
pasando sus cargamentos de sombreros inhalando la halitosis y el sobaco de
otros. La incertidumbre de un paradero aislado. La carretilla de los confites
cubierta de acetato picoteado de lluvia. Vapor de palabras entre un ambulante
caldo de gallina y la última función. Llantas presurosas nerviosas en el asfalto
humedecido. Policías trajeados como para una guardia en Siberia de las
Galaxias. Las coloniales puertas cerradas de la Catedral. Amplias y resbalosas
escalinatas enchapadas de turistas y mendigos. Torre Tagle tras esbeltos
enrejados custodiado por centinelas de Mauser y penachos colorados

136
fantasmas de la Batalla de Ayacucho. Nubarrones indecisos le roban la cruz al
San Cristóbal. La fotogénica fachada rosa de El Cordano. Desamparados
bombardeada de inconclusas refacciones y olvidada con vagones de fumones
y cafichos escapados de un ghetto herrumbroso. Y en los cornisamentos nunca
gaviotas sino gallinazos, pegados los unos a los otros, escurriendo lluvia
durante horas, viendo todo y también, como buenos limeños, no viendo nada.
Ventanas cerradas, lápidas traslúcidas. Calefacción en las oficinas (en
Assicurazioni Ponti deben estar desvaneciéndose en vapores). Prohibido
fumar. Playas arrancadas del olvido por algún surfer cómplice de la bruma.
Parejas empapadas fundidas a la lluvia. Gripe. Mal humor. Un café o un
emoliente. El Hombre sin atributos. Mi sofá. Por fin los Camel y ahora que veo
mis libros, así, tan juntitos y apretados en el estante, los percibo tan hipócritas
como yo. Una hipócrita compañera es la soledad, pues hace falta dureza para
tomarla y valentía o estupidez para vivirla, me increpaba el doctor Romanelli
para convencerme de volver al trabajo. No sé si quisiera ser como mis libros
tirados bajo la cama u olvidados dentro de alguna gaveta empolvada, solos.
Creo que no tengo elección: soy como aquéllos. Los que no siempre hallan un
cálido lugar en la biblioteca. En cambio los otros, la gente de abajo, son como
los primeros: soportándose sin conocerse, andando las calles hombro a
hombro, cediéndose los asientos incluso sonriéndose al hacerlo, agradeciendo
mecánicas atenciones, comparándose inevitablemente al verse el uno frente al
otro y luego, llegado el momento en que algo enturbia los ánimos, se repudia al
mundo hasta el punto de causar arrepentimiento y penitencia. Compañía.
Complicidad que no asimilo. No soy nada, nunca seré nada, no puedo querer
ser nada; aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo y por qué
carajo viene ahora Pessoa con estos versos que no hacen sino confundirme y
querer adoptarlos como propios. Poesía. Hospital. La Generación del 50 está
acabando de marcharse y no quedan más que algunos sobrevivientes. Hay que
hacer poesía mirando un kilo de pan y no contemplando atardeceres, recuerdo
que me decía Pablo Guevara, quien también amaba el mar; pero prefería
escapar del bullicio de Lima en su soleada casa de Pachacamac. Escribe o
perece, les lanzaba Guevara a los jóvenes poetas en quienes vislumbraba
cierto talento. Además, recuerdo que me sobrecogió la noticia de su muerte,

137
más todavía porque en su último poemario-testimonio escrito con el pulso de
sus últimos latidos en una cama del Rebagliatti, tropecé con unos versos
despechadamente honestos que me hubiera gustado escribir cuando yo estuve
internado por episodios que prefiero olvidar; versos sin misericordia para nadie
y con la muerte a la vuelta de la esquina; versos a boca de jarro en los que
cuatro paredes de un hospital del Estado no pudieron contener el bote-cama
del poeta que a su regreso, o perenne retorno de puertos insospechados,
escribió respecto a los nosocomios que los que visitan grandes tiendas por
simple curiosidad en busca de novedades o de algún accesorio van por esas
calles laberínticas babeando las pecheras o camisas o blusas solo que aquí la
única diferencia es que los accesorios estén o no bien expuestos o escondidos
son piernas brazos testículos arterias venas sangrados meados pulmones
hígados vientres páncreas orines heces vómitos y todo lo que usted
celosamente guarda bien adentro… Mi nonna jamás hubiera entendido mi fuga
del hospital. Generación del 50. Heterónimos. Mejor apuro mi vodka y busco La
Femme Rompue que me ha prestado Lucía, por esas seis páginas que no
acabo de digerir y tal vez sea mejor así; no entender mi vida y ponerme a
escribirla, inventarme un personaje como Maurice que me quiera y me diga que
mejor consiga un empleo porque sino me voy a aburrir mucho. Quizás. Sólo
quizás. Una bocanada amarga y espasmódica que me ha reconfortado,
abandona mis labios y se introduce, suave, en el caos maniatado de mi
habitación y bueno, ahí va otra gaviota detrás del cilindro.

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una línea de latidos es el horizonte sube y baja y parece morirse
mas nunca llega nada a nada y así las naves jamás arriban ni
zarpan solo suben y caen mis ojos en el columpio –no tan fuerte me
impulses– y la línea nada a nada cruzan con gaviotas mis ideas
noches meses estaciones alzan vuelo mis ojos y se hunden –dime
si acaso no parezco un péndulo– mi nariz cercena al Cielo y en la
vida un barco cerca de la orilla

139
7

SINGLADURAS
A nosotros, los que estamos entrando con calma o cobardía en los
cuarenta, nell mezzogiorno della mia vita, nos cuesta tomar decisiones que
pudieran ser vistas como ridículas, tontas, infantiles y como me dijeron hace
poco, estúpidas, por los menores o por los mayores; a pesar de estar contentos
de sentirnos así: ridículos, tontos, infantiles y estúpidos. Es una joda. Ahora
tengo que cuidarme de los de arriba y de los de abajo; quedar casi en medio,
equidistante, expectante durante una década más para que aun mis acciones
más efímeras y atroces puedan ser medidas con la gentil vara con que se mide
a los cincuentones. Si acaso viviera para contarlo. Si acaso, sólo si acaso. Por
el momento ando bajo receta de Sologuren, deambulando en el presente como
un hueco entre dos gritos. ¡Qué fuerza la de Sologuren!, decía me roerás los
huesos, el pensamiento, la misma sombra de la sangre; pero yo ya estaré, bajo
otra muerte, más grande. Pero pocos entienden la grandeza a la que se refería
Sologuren. Pocos, y a veces creo que yo la llegué a entender a medias tan
solo. Pero ahí seguimos dando tumbos en la vida. Mortificando a la existencia
como mosquitos hiperactivos. Y con esa extraña vitalidad que me embarga
desde hace unos meses, he decidido emprender el viaje que tanto me ha
costado afrontar. Comunidad. Sociedad. Gente. Conceptos que me cuesta
asimilar pero que por esta vez, los he echado a la espalda. No obstante les
prevengo, por una cuestión de complicidad, que durante el viaje tengo
planeado tomar algunas fotografías de la carretera y lo que la acompaña. No
piensen que serán las mías unas fotos corrientes, no, no, no. Serán algo
especial. Un nuevo enfoque que si bien sé que no raya con lo revolucionario,
hablando en materia estética, al menos tomará un atajo en esa autopista en
que se ha convertido la fotografía moderna.

140
Un atajo a no sé dónde; pero atajo a fin de cuentas: como el de
Caperucita, como el de Rimbaud o Lautréamont, como el de la gripe que se
llevó a Egon Schiele a sus veintiocho años, como el de Bolaño con Sensini o
los de La Maga en cada puente de París que cruzaba al Sena, no lo sé. Será
algo así como tomarle fotos a mamá con sus hijitos de la mano y en el parque,
y no a los hijitos que penden de las manos de mamá. Espero haberme
explicado con corrección. He percibido el mismo encuadre en las ideas
soterradas que se pudren junto a mi natátil almohada. ¿Natátil? A veces me
ganan mis lecturas. Pero siempre espero –y esperar es algo que me han
recomendado– sorprenderme de poder enfocar, con morboso detalle y asistido
por el apetito de los 140 milímetros del lente perverso en la boca de mi Canon
5000, los pliegues de mis elucubraciones. –otra palabra que me gana la boca–
acaso un zoom en la maldad de mis pensamientos (si pudiésemos fotografiar
los pensamientos todo sería distinto y habría menos gente amándose y
preguntándose cosas). Porque todos tenemos aunque sea una pizca de
maldad. ¿No es lo que evitamos ver lo que interesa? Para qué creen que se
han inventado las vendas. Qué importa entonces una burguesa diferencia:
pienso ésto y hago aquéllo; después lo otro y luego al revés. Me instalo en un
lunar bajo el labio. El inferior, sus grietas, los bellos. Lo calculo
despiadadamente. Equilibro los órganos de mi cámara. Cerca. Más cerca. El
lunar y la comisura. El lunar. Presión parcial del índice en el percutor. Un poco
más sosteniendo la respiración. El disparo perfecto es el que te sorprende.
Tiritan dentro los sensores y se excita el diafragma. Encuadre brutal. El lunar.
Todos estáticos esperando la sorpresa del disparo. Preparen. Apunten... Mejor
no disparo y le apunto a un balcón. Me vuelvo a instalar.

BORDEANDO LAS ISLAS


Una de las conjeturas que he conseguido como producto de mis
recorridos por Lima desde que le he perdido miedo, es que las veredas o las
pistas no se hallan dentro del paisaje. Por el contrario, el paisaje (como los
niños de mamá) le debe su vida a la película que se desarrolla mientras se
desenrolla la vereda o rueda la carretera (mamá). Algo así como un carrete,

141
que al rodar por la calle va dejando extendido horizontal y verticalmente una
agitada existencia volumétrica, arquitectónica y orgánica de seres que entran y
salen de los edificios tan novísimos como el paso del carrete entre nosotros. El
doctor Romanelli comparte plenamente mi punto de vista; inclusive está
preparando material para un libro académico y me ha recomendado leer
algunos textos que a mi gusto, son irrecomendables. En otras ocasiones
sucede de un modo más violento. Más raudo pero no por ello menos extraño.
Un brochazo veloz a diestra y siniestra muy al estilo de Droopy que aparece y
nos dice con voz nasal: “Hola amigos”. Pero no es necesario hacer distingos,
como decía Ribeyro, sobre la mejor. Un televisor en pleno uso de sus
facultades mentales o los recorridos en/por los acuarios que también con el
cristal nos separan de la otra existencia pero nos integran a la vez. ¿De cuál
lado están los peces? Todos abren la boca formando su conocido “blu”
oxigenador pero cuando hablan dicen algo muy diferente a un blu. Además, la
función acontece próximo a uno y seguimos avanzando por las avenidas hasta
que el semáforo o la voluntad dictatorial del encargado nos detiene para poder
apreciar la simbiosis entre ambos mundos que hasta hace poco permanecían
aislados por el cristal y avance, avance que al fondo hay sitio, y el cobrador ya
le dice al encargado de la sala: pisa, pisa. Continúan los cláxones infernales y
las pitadas de los policías esquizofrénicos. De cualquier manera, sentados o de
pie, lo agradable es que siempre viajamos con una pantalla al lado.

A VISTA DE CATALEJO
En reiteradas ocasiones el espectador más exigente necesita
involucrarse a manera de Reality Show o Discovery Channel. Por lo general en
el verano. Entonces procede a bajar el vidrio de su televisor o correrlo hacia el
costado, según el modelo. Este acto no es tan sencillo como pareciera serlo:
pues siempre se está algo asustado al inicio y debo aclarar que esto no es
culpa de nadie, puesto que a todos nos invade el temor de que la pecera se
desborde por la abertura lateral y los peces, que nadie sabe si son ellos o
nosotros, quedemos regados en la pista o la vereda, gesticulando expresiones
que podrían ser tomadas como un “blu”, pero que en realidad no tendrían
mucho que ver con eso. O tal vez, que a raíz de la diferencia de atmósferas

142
que ambos recipientes se imprimen, se produzca un vacío del lado nuestro y
sean ellos los que terminen tirados sobre nosotros; absorbidos y regados en el
corredor con sus ojos más redondos que nunca y sus bocas haciendo blu, blu,
blu, pero vociferando algo muy ajeno.
Sin embargo, para sorpresa de todos los que respiramos un poco más
aliviados, y no tanto por el viento que recorre el interior del vehículo como por
contemplar que todo conserva su orden inicial: la vida en el otro lado del cristal
continúa dentro de su más caótica normalidad y nosotros retomamos la
marcha, obedeciendo a las pitadas del custodio del orden y la ley, que está
pronto a perder la compostura.

ESPEJISMOS ULTRAMARINOS
Valdría la pena mencionar los cambios catárticos que se han producido
en el interior de la sala por culpa de la abertura. El volumen se ha
incrementado, los tentadores aromas grasientos de anticuchos, pancitas, rachi,
papas rellenas, choncholíes, fritanguitas, chanfainitas, cuellocuchos, paticullos,
torrejones, picarones y demás alimentos al paso se han filtrado hasta nosotros:
el Centro de Lima es una cocina callejera con baño al fondo a la derecha (como
en las mejores películas). A su vez, el viento ha despeinado a ese aventurero
espectador y le ha arrancado los lentes y el sombrero arrojándolos a la platea
en un caso, al escenario en otro. Inclusive algunos, los más osados, exponen
parte de su anatomía (el codo, la cabeza o el torso) en el mundo que existe en
la pantalla. También he sabido de espectadores muy intrépidos que se animan
a comercializar con la otra realidad mientras los sorprende el cambio de luces.
Varios han sido víctimas de bandidos que irrumpieron en la platea a través del
cristal para hacerse de sus bolsos, gorros, relojes y mucho etcétera y esos, no
podrían ser los peces. Quizás pirañas; pero no peces de mar.
Las pobres víctimas descubren que ambos mundos se mezclan. Que
todas las ósmosis se aplican. Que los ahora espectadores se pueden convertir
en actores en cuestión de cuadras y viceversa. Que pueden permanecer con
los pies en la otra y con los brazos en la nuestra. Por ello es comprensible la
confusión que esto produce en la sala: nadie sabe en cuál parte permanecer
cuando el perjudicado expone de un salto su convulsa humanidad en el otro

143
lado, para participar de lo que hace poco formaba parte de la función. Entiendo
que tan audaz determinación podría responder al reflexivo afán de recuperar lo
arranchado. Quizás al orgullo descubierto tras breves excogitaciones. Acaso
muy distintas a las del gendarme de casco blanco, que con el silbato entre los
labios se desentiende de la situación.
Por consiguiente, no resulta difícil imaginarse las persecuciones que se
han generado. Algunas han sido tan asombrosas que han merecido los elogios
de la prensa –“TIO TELA CHAPA CHORO DE BOBO EN COMBI”, “TOMBERÍA
APRIETA A PONEDORES EN LA AREQUIPA”–. No obstante, por lo general
quedan inconclusas al doblar las esquinas, para decepción de la audiencia que
nos quedamos comentando todo entre nosotros con estos blu que no nos dicen
mucho. En ese instante, todo lo que acontece en el escenario se congela y
hasta pareciera que los actores perdieran los papeles. Los peces con los labios
formados sobre una generosa y redonda “O” que nunca llegaría a ser un blu.
Estamos pasmados por el realismo de la persecución que merecidamente ha
generado muchos comentarios entre ellos y nosotros que vamos subiendo el
vidrio de nuestro televisor, no sin decirnos blu y compartir la plural decisión de
guardar nuestros relojes en los bolsillos. Ya pueden imaginarse las fotos que
he tomado entonces. Mis morbosos acercamientos. Mi tratamiento de la luz.

AL FULGOR DE CONSTELACIONES
Sin reparo puedo afirmar que me agrada lo variado de las películas tanto
como lo multiforme de mis sueños. Es decir, en las escasas oportunidades que
logro conciliarlo y no tengo que charlar con las arañas ni cronometrar el canto
de los gallos ni dejar de leer desde la noche anterior porque ya es hora del
desayuno. En diversidad el Centro de Lima y El Cercado no tienen pierde. No
voy a negar que me gustaría hacer estos recorridos acompañado, ahora que ya
me siento repuesto. Mas por el momento, camino en soledad por el Centro
porque a Lucía le espanta tener mucha gente a su alrededor y rompe a correr
por las calles con deseos de aventarse debajo de algún microbús o prenderse
con los dientes del brazo de algún muchacho. Padece de lo que ella llama
claustrofobia abierta y me parece que ha quedado así desde la muerte de su
hermana. Aunque haciendo memoria, creo que desde un poco después: desde

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que regresó ensangrentada a su casa de Barranco, con esa violenta muerte
anónima en sus manos; aquella vendetta que nunca he podido olvidar desde
que Lucía, visiblemente afectada a los pocos meses o semanas de ello, me lo
relatara con pelos y señales. Además porque ese difunto anónimo tiene
nombre y apellido para Lucía y para mí. Y para todos los que lo conocimos, los
pocos miembros de aquella cofradía en la que ninguno cumplía todavía
veintiséis años, y que de alguna manera silenciamos por siempre su muerte, o
mejor dicho, el nombre de su verdugo y desaparecimos por un tiempo de los
acantilados; porque que esa gente de mierda, traficante de sentimientos,
mercachifle de desgracias, merece la muerte dijo entonces El Balurdo, acodado
a la mesa de un hediondo bar que ya no existe, bebiendo largos tragos de
pisco, mientras que La Princesa Hierba, El Burrito, Lucía, un Bucéfalo y yo,
asentíamos y levantábamos los vasos para brindar por la última sentencia de El
Balurdo, y también porque nos pareció ver salir del baño a un tipo
enchamarrado que confundimos con Renzo. Lucía tuvo su venganza y nosotros
nos la callamos y con ello, la habíamos ganado para Los Tres Veces Dulce, en
momentos en que nadie, incluso yo mismo, sospechaba que dentro de poco
iban a llamarme traidor. La romántica muerte con la que nosotros, poetas
perdularios e inéditos entonces y siempre, soñábamos.

Sin embargo ya he superado varias cosas de mi vida. Es increíble lo que


pueden hacer las pastillas del doctor Romanelli. A mí la gente ya no me asusta:
sólo veo a los que quiero, y a todos los que no, los difumino. Pobre Lucía.
Alguna vez entenderá que el mundo también existe del otro lado del malecón y
no justamente en el mar. Volviendo al tema de la fotografía, lo que me disgusta
un poco es la impresión de albergar vidrios en mis ojos desde aquel episodio
en El Mirador. Claro, ya no están más ahí, pero me ha dejado secuelas de
ardores que por momentos parecen fuegos artificiales a un centímetro de mis
pupilas. No consigo aguzar un punto focal sin que alguna lágrima
sanguinolenta se resbale por mi rostro. En ocasiones, más cuando estoy al
descubierto, ni me entero sino hasta que la gente me mira extrañadísima; como
si yo tuviera algún tipo de estigma o quizás cierto parentesco con las
sangrantes esculturas de yeso que persigue la Iglesia, o como si me apellidara

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Buendía y en mi partida de nacimiento dijera Macondo en lugar de Lima. En fin,
ahí seguimos yo y mis cosas.

GENTE DE ALLENDE EL MAR


Con o sin compañía, la avenida Abancay y sus arterias se transforman
en Broadway y estudios diurnos de grabación muy bien estructurados y
equipados donde, sin necesidad de cambiar de escenarios (en cuestión de
cuadras dejamos el Virreynal por el Gótico y llegamos al Neo Barroco), se
realizan desde balaceras y sablazos al mejor estilo de Tarantino hasta épicas
batallas (garrote y caballo incluidos) entre los cruzados de la policía y los
bárbaros de Construcción Civil que destrozan toda la escenografía y si no hay
solución, la huelga continúa. Gas lacrimógeno y cachiporrazo limpio para todos;
inclusive para nosotros, los curiosos transeúntes, a quienes no nos queda más
remedio que volver a casa o al trabajo con ojos de muerto viviente, y si se tiene
demasiado infortunio, también con uno que otro chichón. Mi archivo fotográfico
consta de tomas formidables que muestran pedazos de lenguas, incendios de
piernas y ojos sobre manos que le causarían envidia a David Lynch; tal vez me
las hubiera solicitado para las tomas intermedias de Terciopelo Azul, aunque
pensándolo bien, Isabella Rossellini se hubiera visto algo grotesca. No
obstante, aquellas escenas son restringidas por el nivel de violencia que
contienen; y en los medios, por salvaguardar la tranquilidad emocional de los
menores y a favor de una cultura de paz, si no son anuladas, sólo son
transmitidas después de las diez de la noche, cuando los niños están
durmiendo o viendo pornografía por la Internet.

UN PASEO POR EL MALECÓN


En tales circunstancias, me refiero a la violencia mencionada no hace
mucho, no resulta impropio, sino saludable y acertado que, como Lucía,
prefiramos la tranquilidad del mar. Quedarse en el malecón. Comprarse una
raspadilla o fumarse un cigarro acompañado por un capuchino, buscar un buen
lugar a la sombra de alguna palmera, tomar asiento en alguna banca o en el
pretil del acantilado y aguardar con tranquilidad y en armonía frente al Océano
Pacífico, que el firmamento de la Costa Verde nos pinte la piel y los

146
pensamientos con el azafrán que liberan las nubes, al promediar las cinco de la
tarde.

FIN DEL PASEO POR EL MALECÓN


Pero ahora no quiero hablarles del malecón y sus terrores, porque no
todo ahí es tan cursi; tendrían que caminar entre los edificios pasadas las once
de la noche y ponerse un par de ojos en la nuca. Ahora tengo interés en
plasmarles una parte de mis recorridos nocturnos por un sector que cada vez
es menos frecuentado; aunque antaño, era referente obligatorio de la bohemia
limeña. Me refiero a la proyección de la vida nocturna en el extrarradio de la
Plaza San Martín. Zona ocupada por seres ignotos como las especies
fosforescentes que habitan en las profundidades del Mediterráneo, que
también, por el pobre nivel de oxígeno y alimento, han sabido adaptar su
sistema inmunológico y los hábitos de excreción; mas no estoy seguro que
profieran los conocidos blu, pues de ellos no albergamos suficiente
conocimiento. Un universo semejante se despierta con el neón a la espalda del
ahora decrépito Gran Hotel Bolívar y se extiende lúgubre a través de orines,
fumaderos y condones hasta las inmediaciones de Camaná, Ocoña,
Moquegua, Cailloma y por afinidad olfativa, quizás también por melancolía,
cruza hasta Quilca y Rufino Torrico. La fenecida Ciudad de los Virreyes se
iluminaba en los años cincuenta con estas callejas y otras aledañas. La
vigorosa y acaso auténtica bohemia capitalina quemaba sus noches en
cantinas, bares, restaurantes, moteles y clandestinidad detrás de las
persistentes fachadas que hasta ahora se yerguen allí, pero con otro o ningún
uso. (Ay, Martín Adán, Martín Adán) Visto en un plano metropolitano, a vista de
pájaro, tendríamos a la Plaza San Martín pintada con plumón verde
fosforescente, como centro del cuadrado rojo que se extiende por el lado Norte
hasta la Plaza Mayor; por el Sur hasta el edificio más alto de Lima, el otrora
paraíso de los suicidas: El Centro Cívico, un Guliver atrofiado por infatigables
bocinazos y gentes hormigueando a sus pies; por el Este nos detenemos en
ese codo que forman Tacna y Wilson y por el Oeste, queda restringido por la
avenida Abancay. Es decir, un radio de cuatro o cinco manzanas de fácil

147
acceso pero difícil regreso, al menos después de las once de la noche; a pesar
de las embalsamadas patrullas del Serenazgo.

RESTOS DE UN NAUFRAGIO
Aquellos peces forman parte de una subespecie promiscua del tipo
gótico, me parece, o tal vez todavía no hallan sido catalogados, censados.
Unas criaturas que parecieran mantener el singular blu en sus labios rojos de
carmín o de sangre y que transgreden los límites de la copulación a costa de
nosotros, los espectadores, que a veces comercializamos con ellos. La última
vez, y quiero que conste que ha sido por una labor documental, necesité
participar de aquella existencia. Compenetrar. Ser parte de. Hacer blu y
sonreírle a las sombras que me atravesaban y que, a pesar de sus miradas
nefastas, solicitaban o vendían seducción. Todo fue un desastre. Sólo porque
continuamos siendo cómplices en todo, les voy a decir algo que me está
terminantemente prohibido por el doctor Romanelli y, a fin de cuentas, por mí.
Me hubiese gustado contarles que es un lugar maravilloso, un bulevar
resplandeciente en los sótanos de inveteradas edificaciones, un paraíso
perdido, un oasis detrás del repulsivo telón de meados, neón y látex y que la
tradición decadente que conocemos de él, es un mito snob en bocas de
quienes tomamos café y gastamos las horas en un cálido restaurante de
Miraflores, San Isidro o Barranco. Pues no. No podría mentirles. Y pensándolo
mejor, tampoco les voy a poder confiar lo que me ocurrió. Al menos no ahora.
Así cuando tenga prohibido por prescripción enfática del doctor Romanelli
remembrar dichos episodios, me limitaré a decirles que no faltó mucho para
sucumbir en la bodega de uno de los edificios, poco después de haber salido o
ingresado a un bar. El tema es confuso. ¿Qué hacía en el bar? Todavía me lo
estoy preguntando. A veces uno sale a caminar y simplemente las situaciones
empiezan a abrirse como una rosa en alguna esquina y resultan siendo
voraces plantas carnívoras. Con decirles que me pareció que en eso estaba
metida la mano de Norman Bates, creo hacerme entender.

148
VOCES DEL NAUTILIUS
En todos los casos la vida prosigue de la misma manera pero con otro
lente. Otro diafragma. Tal vez otros ojos o ninguno. Olvidémonos del incidente
en el bar. Es increíble lo que me he estado perdiendo. Tantas noches
encerrado en mi azotea viendo tan solo las luces del malecón encenderse una
a una, las de los autos que no se detienen, la del faro esclavo que apenas si
roza la fachada de Lucía. Todo consiste en alimentarme de nuevas imágenes
para no querer volver a… para no recaer en… para qué decirlo si lo tengo
prohibido por el doctor Romanelli. Viejo borracho siciliano que no sé cómo
conoció a mi abuela y tienes que experimentar con nuevas situaciones, Piero;
necesitas una vida nueva, Piero; tómate éstas en las mañanas y éstas en las
noches, Piero; las fotos, Piero, las fotos, esa es tu vida, Piero, las fotos, la otra
realidad, Piero, deja ya de querer ser escritor y eso del vodka, muchacho, son
todos unos muertos de hambre salvo Vargas Llosa y Bryce y de poetas, mejor
no hablemos si no es de Leopardi o Montale, de Pavese, o incluso de los
poemas sinfónicos de Ottorino Respighi…. Oh Las Fuentes de Roma, Los
Pinos de Roma, Fiesta Romana… oh, ¡eso es poesía! Pero aquel manojo de
suturas al que has llamado Península, muchacho, está lejos de conseguir
laureles en cualquier parnaso, créeme, lo tuyo carece de orden alguno, de la
respiración que se le exige a la verdadera poesía, de aquella belleza a la que
ningún pintor jamás tuvo acceso, carece además de equilibrio, no respeta nada
ni a nadie y así no se puede entrar al teatro de lo poético, le falta clase,
distinción, decencia; aunque es fuerte en otras cosillas que no me atrevo a
resaltar por temor a abofetearme de inmediato, o quizás ya estoy demasiado
viejo para dejarme impresionar por nada; también debo confesarte que es un
nombre atractivo, misterioso y lo es más la historia misma de la que se
desprende dicho título. Me hubiera gustado tratar con Renzo. Contigo y con
Renzo en sesiones compartidas. Acéptalo y cambia de rumbo, tan joven,
carajo, cuarenta años no son nada, hombre; mira cómo fenecen los freak que
lees, no te dejes, me decía y dale a ponerme la mano gruesa con el anillo
helado tras la nuca imprimiendo pequeños golpecitos, y tienes que volver a las
charlas, Piero, para que te descargues, muchacho, verás que sí funciona. ¡Pero
qué van a funcionar! Si el único que parla es él; y si le deja un respiro a su

149
lengua, es tan solo para meterle whisky al cuerpo; y, en su caso, mejor una
galonera que un vaso o una petaca. Lo bueno es que a las sesiones también
asiste mi nonna, pero ella no cuenta porque es voluntaria, aparte que no hace
más que confundirnos y espantarnos con sus silogismos y con los fetiches que
extrae de su bolso para ponerlos a actuar sobre la alfombra del consultorio,
como si eso fuera la arena de algún circo de enanos o lo que en Sicilia se
conocía como opera dei pupi.

CORRIENTES SUBMARINAS
Despejemos el panorama. Quisiera revisar algunos detalles previos que
no me han sido benéficos. Algo para tomar en cuenta (y ya es tiempo que se
haga algo al respecto) es lo incómodo que es apreciar la función de pie y con la
tensión de darle caza a la primera butaca que se libere. Por supuesto que las
salas públicas nunca cierran al agotarse los asientos, a diferencia de las
amarillas o las privadas. Hay que agregarle a ello que el encargado es un
apresurado que ha perdido todo deleite por el acontecer del séptimo arte y del
primero y de todos, cuyos torpes sentidos están orientados sólo en el
desordenado proceso de captación de más audiencia: aún a costa de ella
misma, que en ocasiones termina cruelmente sacrificada.
Las quejas son comunes por parte del público que reclama a las
autoridades competentes (y a las incompetentes también) más severidad en los
controles. No es justo que a mitad de la función, con lo concentrado que uno
está buscando el ángulo perfecto, reciba sorpresiva y violentamente sobre el
regazo el peso muerto de algún espectador lanzado por la inercia de la sala.
Mejor dicho, por la estupidez del encargado que pone el plomo en el freno cada
vez que pestañea. El compararnos con una recua es inevitable a pesar de los
blu que nos quedamos haciendo y que, correctamente, hubiésemos preferido
que se nos compare con un cardumen. La película sigue rodando y del otro
lado nos ponemos a pelear.

EL CANTO DE LAS SIRENAS


Un caso particularmente repulsivo es el de los espectadores (casi
siempre de sexo femenino) que vienen con sus vástagos. La mayoría de los
condenados no hacen sino llorar y llorar toda la función y la madre mece que

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mece al chillón y a uno también y shuuu, shuuu y duérmase mi niño por
millones y es muy raro que ellas no digan blu; aunque nunca deja de
agradarme la redondez de los ojos niños. Con tanta distracción se torna
imposible apreciar la línea del tabique. Los pelos del párpado. La transparencia
de las blusas o un pezón respondiendo a la variación de la temperatura. Quizá
un anillo y por qué no, una mano delicada que se despierta sobre la oreja y la
recorre hasta el lóbulo carnicero que esclaviza un pendiente. Debiera estar
normado. Es un malestar que todos los asistentes soportamos a regañadientes.
En las primeras ocasiones estaba presto a aportar muchísimas ideas cuando
oía las sugerencias insanas respecto al método que las madres deberían de
emplear para silenciar a sus niños en la platea. Me contuve por temor al
bochorno. Además, las he reservado por ser bastante morbosas y de sencilla
ejecución (no deseo involucrarme en conflictos con nadie y menos con el
doctor Romanelli).

DESEMBOCADURAS
Otro rubro que no debiera estar exento de regulación es la asepsia.
Inclusive la eliminación de gases provenientes de las combustiones imperfectas
del organismo. Esto pareciera obedecer a un desequilibrio social, puesto que la
gente está consumiendo alimentos excrementicios más que antes. Ninguna
sala cuenta con máscaras de oxígeno necesarias en ataques de sobaco,
flatulencia o halitosis. Extensa es la relación de espectadores que en busca de
purificación exponen el torso en la otra realidad, y cuando lo devuelven, ¡Oh
sorpresa! lo hacen con alguna prenda de menos, sustraída en pleno rodaje a
vista y paciencia de todos. ¡Es el colmo! No habrá nunca tanta paz como la
reciclada en mi cuarto oscuro.

LA GRAN TRAVESÍA
Hastiado de casi todo lo experimentado y sin importarme que mis
acciones pudieran ser vistas como ridículas, tontas, infantiles o como me
dijeron hace poco, estúpidas, he decidido darle una vuelta de tuerca no al

151
modo de ver las cosas, sino a la manera cómo las cosas se dejan ver. Después
de todo, no estoy haciendo nada que perturbe al doctor Romanelli y por el
contrario, pienso que enriqueceré su publicación acerca de la Realidad Parcial
o algo por el estilo. En tales circunstancias, no tiene por qué causar asombro el
hecho de que me haya embarcado en una travesía con rumbo norte, con una
negra prendida de mi cuello: mi Canon 5000. Por supuesto que tuve la
previsión de reservar una de las butacas con la pantalla junto a uno, a mi
derecha. Me la imaginé plana, de 32 pulgadas y así es. Lucía tampoco ha
querido acompañarme esta vez y a mi abuela, mejor no sacarla.
No quiero pecar de inconformista ni mucho menos de perfeccionista,
puesto que mis propósitos (si acaso existiesen) rayan muy lejos del abstracto
concepto. Aunque estas salas son modernas y entre sus bondades destacan el
equipo artificial de televisión, aire artificial, atención a la butaca (también
artificial porque naturalmente nadie atiende a un desconocido), excelente
suspensión e incluso servicio higiénico (una pieza donde el excremento se
suicida contra la pista); estamos impedidos de abrir las ventanas y por tanto de
involucrarnos con la existencia del otro lado. Un verdadero desencanto para los
que anhelábamos algo más corporal. Más porosípero.

EN AGUAS POCO PROFUNDAS


Otro detalle, ya que estamos pronto a partir. La selección de los
compañeros de asiento es tan aleatoria como en otras salas. Salvo los que
asisten con familiares o amigos. Vale decir, que tengo a mi lado una mamá con
su niño que no deja de chillar en mi oreja, e inclusive me ha pedido que le
ayude a cambiarle el pañal porque de lo contrario no se callaría nunca. Justo
cuando quiero colocar el rollo. Muy contra mis deseos, sostengo el carrete con
los dientes y la mierda envuelta en un pampers, con mis manos. Claro, y yo
que soy tan paternal como las arañas. ¿Cuál botón activa el aire
acondicionado? ¡Carajo! Por si fuera poco, tengo que disculparme con la
terramoza porque presioné el izquierdo y no el derecho. ¡Faltaba más! ¿Qué
hago con la cabeza de mi vecino que ha reclinado su butaca casi hasta mi
pecho y se dispone a realizar lo que sea menos gozar de la función? ¿Qué
espera el macrocéfalo? ¿Acaso un masaje? Definitivamente no hay calidad que

152
soporte la decadente normativa de las salas. Para cambiar el rollo tengo que
alzar a mi negra sobre la cabeza y lejos de las garras del niño que la jala del
brazo. (Cuanto extraño a Lucía en estos momentos para que se devore al
nene). ¡Carajo! Me ha hecho errar. El rollo se ha despeñado por mis piernas
hasta el piso y muy antojado se ha escondido justo por el maletín de los
pañales (entiéndase cloaca; no el movimiento poético de los ochenta, sino un
recipiente de considerable proporciones que contiene la mierda; aunque para
los poetas de Kloaka, estas diferencias sean mínimas) ¡Ay! ya me golpeé la
frente con el macrocéfalo y el niño no suelta a mi negra. ¡Qué mamá tan
desconsiderada! Se ríe formado un oblicuo blu y el desenfocado de los ojos
redondos sujeta el brazo de mi negra con sus cartílagos rosados y no piensa
en mí ni en mi negra. ¿Cómo romperle el brazo a un niño que toma su biberón
jalándole el brazo a mi negra y ha dejado la sala colmada de su pestilencia?
No. Respiración: uno, dos, tres inhalo: ¿Vinagrillo? ¡El colmo! Mis manos
huelen a mierda. Hasta la cabeza del tipo huele a mierda macrocéfala y su
compañero se queja con la madre porque el niño le está vomitado la cabeza, y
la oreja, y el hombro; ¡Que porquería de viaje! A más curvas, más vómito. Debí
quedarme en mi azotea, en mi cuarto oscuro. ¡Doctor Romanelli!

Mejor intento calmarme ahora que he tomado el control de mi cámara y


los demás han terminado de limpiarse y disculparse no sin los extraños blu que
se agolpaban sobre sus rostros. El macrocéfalo sigue esperando su masaje.
Voy a preparar mi Canon por si algo interesante surge al final de la curva
porque la calma es el principio de todo, Piero, y no deseo que causes ningún
tipo de estragos y no olvides la respiración, Piero, la respiración, así, uno, dos,
tres… Si me viera el doctor Romanelli. Si el italiano mago de Viena pudiera
estar sentado en mi lugar. Cómo diablos voy a poder respirar decorosamente si
todo no es más que un hervidero de remanentes nauseabundos. Caras idiotas
las de todos que no hacen sino mirarme con sus ojos tan redondos como si
fuese un bicho raro y ya déjense de tanto blu. Qué tramarán estos fantoches.
Porque algo traman. Yo lo sé. El doctor Romanelli dice que las miradas
esquivas son la pantalla perfecta de la maldad. Ahora que lo pienso mejor:
¿Cómo me mira el doctor Romanelli? No puedo concentrarme. Mal síntoma.

153
Calor. Asfixia. Desesperación. Pastillas. Dónde están mis lentejitas... en el
pijama. Las dejé en el pijama. Soy un imbécil. No, no soy imbécil. No debo
subestimarme. No. El paisaje. Claro, el paisaje. Esperaré calmado a que la
curva se extienda. Sí. La curva.

EN ANÓNIMAS BAHÍAS
Mala suerte. Más de lo mismo. La película obra monótona las arañas en
mi techo con el maldito insomnio y el tedio con más monotonía de vuelta el
insomnio noche tras noche la voz de los gallos que borran los caminos
dibujados en el techo los caminos aburridos de la costa. Debí suponerlo, cerros
amarillos por doquier o áridos descampados en tonalidades oscuras a pesar de
la hora. Qué raro. Aún es temprano. Tengo el diafragma y la velocidad del
obturador perfectos pero el sensor me sigue exigiendo. Qué es esto.
Polarizado. ¡Es un maldito papel polarizado! Uno, dos, tres inhalo y huele a
mierda; cuatro, cinco, seis exhalo y tuve que contener el blu con mi mano.
Respira, Piero, respira, qué querrá esta vieja. ¿Cómo? La vieja de la butaca
posterior me ha entregado su camarita (y yo idiota se la recibí cual uvas) para
que le tome una foto a ella y a su nieta.
He quedado inclinado hacia ellas gracias al macrocéfalo que me
restringe el movimiento de la espalda. Estoy en contacto con la pantalla debido
a la mierda del pañal, que se ha escapado y viene reptando hacia mí, como si
alguien hubiera pisado un tubo engordado de dentífrico. Tengo que levantar los
pies y mejor me arrodillo sobre mi asiento. Me parece que estoy muy próximo.
Por eso las veo gigantes en el lente (una porquería de lente). Me perece
haberle entendido entre blu y blu que me aleje un poco. Veo que no es tonta la
vieja. Voy a disparar y nada más. Total, cuando revele el desastre yo no voy a
estar... a ver, digan... digan lo que quieran... (¡Clic!) Total, no voy a estar, claro.
A ver señora, haga a un lado a su desenfocado y déjeme pasar. Un paso y el
corredor. Le voy a tomar una al desenfocado pestilente; los ojos más redondos
que he visto. (¡Clic!) Un momento, señora, no se apresure que enseguida
termino y se la devuelvo. Otra al macrocéfalo y al vomitado. (¡Clic!) También al
bigotón del periódico por tener los ojos más feos. A la terramoza (la cegué casi

154
al cruzarnos y le he congelado un blu). De lado, una panorámica con la cara
estúpida de todos que están pronunciando algo parecido a un blu pero farfullan
algo muy diferente. (¡Clic!) ¡Hermosa! Que se espere señora y usted no se
meta señorita, mire que no estoy haciendo nada que pueda mortificar al doctor
Romanelli, así que hágase a un lado y déjeme continuar si no quiere que... Otra
a la terramoza persiguiéndome detrás de sus lentes gigantes que no hacen
sino ponerle los ojos más redondos. (¡Clic!) Que no se ponga así, señorita,
suélteme que yo sé lo que hago y además, la cámara no es suya. Que me
suelte, le digo. Ahí está, pues, merecido se lo tiene por prenderse de mi negra;
a ella nadie la toca y mejor quédese en el suelo si no quiere otro. ¿Qué? No me
importan los túneles, señorita, si viera el que tengo en casa y el que guardo
aquí dentro: aquí, sí, aquí; que no se levante, le digo. No me importa el túnel,
qué de nuevo podría haber en la oscuridad, ¿ah? Que se quede en el piso, le
digo, que sólo quiero una toma del estúpido encargado de la sala que me ha
polarizado la pantalla. Cómo que cuál sala, señorita, por favor, no se me haga
la bruta y hable claro que con tanto blu no logro entenderla bien y déjeme la
pierna, por favor. A ver, sonríe, estúpido. Qué. ¿De cuál visibilidad me hablas?
(¡Clic!) toma otro (¡Clic!) por tus colegas y ahora uno al corredor con los rostros
fantasmagóricos e iluminados por el flash. Cómo que no puede ver nada, pero
si para eso está el flash, señorita, por favor, suélteme la pierna y no les diga
esas cosas que los va a asustar, por favor, qué eso de la posición de impacto,
señorita, tampoco exagere las cosas y usted, hombre, no me mire así con esa
cara de idiota y concéntrese para la foto que yo también sé que estamos por
salir del túnel y ya vi las luces del auto que se nos viene encima; pues mejor,
más iluminación porque este flash es otra porquería... (¡Clic!) Suélteme la
pierna, señorita, y no sea pesimista que estos idiotas saben hacer bien las
cosas cuando quieren, créame, yo los conozco a la perfección, oiga, ¡suelte a
mi negra! Que la suelte le digo, imbécil... Ahí está, se lo tiene bien merecido, se
lo dije, nadie toca a mi negra... ahí está, ya vio cómo no pasó nada con el auto
que venía, si son escandalosos ustedes; pero espérese un poquito para
tomarle una foto a esa gotita roja en su nariz... qué, ¿barandas? ¿cuáles
barandas? Ya sé que estamos saliendo del túnel, hombre, idiota no soy,
vamos, sonría y guárdese el blu para después: (¡Clic!) Pero póngase de pie,

155
señorita, si no es para tanto. Qué manía la de ustedes con el tartajeo. Ya
salimos del túnel y esta curva es laxa, qué tanto miedo a las barandas si son
bien resistentes. ¿Por qué detienen la sala? Oiga, no abra la puerta. ¡Oiga!.
Cuidado con las atmósferas. Con los peces. Y ustedes, idiotas, cállense que no
saben nada de nada. Si hubieran escuchado al doctor Romanelli no estarían
así, haciendo blu como si no supieran hacer otra cosa y ya saquen las cabezas
de entre las piernas. ¡Idiotas! Señorita, oiga, señorita, no sea mala y entréguele
la cámara a la vieja junto a la niña; sí, a esa, la de chompa verde y cara pálida
que no puede soltar su blu; y no se moleste por la cachetada, no se ponga
triste, usted sabe que se lo buscó, acomódese los lentes. Vaya, si que son
redondos sus ojos. Son sólo fotos, hombre, fotos, no se ponga así y límpiese la
nariz, eso no demora en coagular. Claro que es cierto, usted también se lo
buscó... oiga, mi equipaje, ya me bajo, claro que me bajo, porquería de sala,
esto me pasa por hacerle tanto caso al doctor Romanelli, pero ni bien regrese
me va a escuchar. Oiga, mi equipaje. Caramba, no me empuje. ¡No me empuje
que ya estoy bajando!

156
yo no soy aquel a quien se le escapan las nubes le decía al Mago y
mil niños aplaudían luego la playa era el dorso desnudo de un ángel
que herido cerraba los ojos y cernía la noche en el Mundo no he
llegado todavía porque nadie me ha visto llegar –pensaba– llamo a
la puerta de mi casa y mis dedos apretados en nada llaman a la
nada y la playa no piensa –pensaba– la noche es un enigma para
los ciegos los albatros se vuelan se vuelven a mudar y los magos
no me nombran nunca más

157
8

ASTROLABIO
Qué se podría decir de la Noche sino que es el manicomio de las
sombras. Este pensamiento, a manera de interrogante, veníase repitiendo
inofensivamente en mi vida desde hace algunos años, y de modo profuso la
noche de hoy, mientras adivinaba, más que entendía, los sentimientos que
forjan las pasiones de un hombre solo.

Había periodos en los que inclusive la soledad me estorbaba.


Momentos, horas, días, meses en los que no soportaba siquiera el ficticio
reflejo demacrado que me devolvía el espejo sobre el lavatorio. Ese mismo
reflejo, aunque no tan demacrado hoy, está siendo repetido en el cristal oscuro
a mi izquierda: captura mi rostro hasta el cuello, lo protege de la lluvia y del
viento afuera reinantes, instalando mi expresión por sobre la gente y las
fachadas que vamos dejando atrás. (Pasando el semáforo deberíamos voltear
en Nicolás de Piérola). Hemos abandonado la avenida Abancay con tan solo un
giro en Nicolás de Piérola. Les resulta tan sencillo cambiar de rumbo a algunos.
Una máquina defectuosa no sabe que es una máquina defectuosa; esto último
es una línea desapercibida, proferida por un personaje secundario en una
escena cualquiera de un film que ya olvidé. ¿Mamma Romma?, no podría
apostarlo. Si no será caprichosa la memoria.

Continuo en el interior de la Custer que me transporta desde al menos


una hora, acompañado por el rollizo chofer que todavía no termina de domarla
con una mano, mientras que con la otra, se prodiga lento un cigarro. Su
asistente, el cobrador, hace lo mismo, aunque con el torso expuesto en la otra
realidad. Una anciana desdentada y con un hilo de baba que se resiste a caer
desde la comisura de lo que fueron sus labios, se halla con el cuerpo aterido de

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frío en el último asiento; dos prostitutas ebrias y sentadas detrás de mí, no
cesan de maquillarse e insultar al estúpido conductor cada vez que suelta el
plomo sobre el freno, porque esa brusquedad les arruina el delineado; a mi
derecha y salvando el corredor, cómodamente sentados, se encuentran dos
jóvenes olorosos con pinta de universitarios aplicados y reprimidos, cuchichean
y flirtean con las dos prostitutas antes mencionadas; lo mismo hacen con las
otras chicas buenas de la mala vida que ocupan las esquinas, aunque con ésas
son algo más atrevidos: tanto como la mesura de sus gruesos lentes y la
tiesura de sus camisas se lo permiten; hay también cuatro o cinco pares de
asientos vacíos y alternados sin orden alguno; un tipo indio y delgado, ceñido
por una chaqueta militar o al menos eso me pareció, sujeta entre sus manos
larguísimas y huesudas una bolsa cerrada de papel que envuelve algo no muy
pesado, diría incluso que ligero. Ese tipo, que ya estaba en la Custer cuando la
abordé, es el que más nervioso me tiene. Está sentado de espaldas al chofer y
frente a mí y no deja de mirarme ni de recordarme al mejor Anthony Perkins en
Psicosis. ¿La hora?, estamos sobre las dos de la mañana. ¿El día?, es viernes.
No, ya no es viernes, es el albor del sábado. Tenía la impresión de que era
viernes, al menos cuando salí todavía lo era. Siempre me confunden las
madrugadas.
Hace unos minutos dejamos atrás lo que en los cincuenta fue el
concurrido bar Palermo, cuyo clásico reservado a la derecha era segundo
hogar de Ribeyro, de Loayza, de Abelardo Oquendo, de Salazar Bondy y de
Vargas Llosa; de Reynoso, de Zabaleta, de Scorza, de Vargas Vicuña, de
Sueldo Guevara e incluso del impetuoso Porfirio Meneses, algo mayor que
ellos entonces; y pensar que de aquella generación primero brillaron los
poetas, me parece que del cuarenta y cinco al cuarenta y ocho, amaneceres de
Sologuren, de Eielson, de Blanca Varela; también los autonombrados “Los
poetas del pueblo”: Florián, Gustavo Valcárcel, Felipe Neira, Eduardo Jibaja,
los dos Carnero y Juan Gonzalo Rose; con aquel escarpado allanado de versos
vinieron luego febriles poetas como Alejandro Romualdo, Carlos Germán Belli,
Francisco Bendezú, mi gran ausencia Wáshington Delgado, el mismo Leoncio
Bueno, Efraín Miranda, Américo Ferrari, José Ruiz Rosas, el arisco Quíspez
Asín, Leopoldo Chariarse, Yolanda Westphalen, Lola Thorne, Edgardo Pérez

159
luna, Augusto Lunel, Alberto Escobar, Luís Hernán Ramírez, Demetrio Quiroz
Malca, Mario Florián, Bacacorzo, Francisco Carrillo, Manuel Velásquez y el
reciente naufragado Pablo Guevara, de cuyo bote-cama alguna vez me
mantuve asido en la tempestad de mis alucinaciones cuando yo, herido y ciego,
naufragaba también en una cama de hospital. Pero estos poetas no pululan
más por estas calles trastornadas, cuyas puertas y ventanas desartilladas,
incluso las cautivas del Palermo, se cierran estruendosas ni bien nuestras
miradas terminan de abandonarlas. Y el tráfico, si se le puede denominar tal,
parece las vías de un tren fantasma, al menos hasta donde alcanzaba mi
mirada: desde poco después de la Plaza San Martín hasta el cruce con Tacna.
Digo, casi ningún vehículo pero avanzando lento, más buscando que yendo.
Poquísima gente, al menos caminando por Colmena; dentro de sus arterias no
distingo más que sombras o luciérnagas en movimiento. El ingreso de los
locales nocturnos mostraba la efervescencia de parroquianos y fisgones,
hirviendo de excitación. La policía no existía sino, supongo, en el inconsciente
colectivo que el instinto de supervivencia nos proyecta a ciertas horas y en
ciertos lugares; y los semáforos, qué les podría decir de los pobres, parecían
lánguidos ahorcados dejados por siempre a las puertas de una ciudad ahora en
el futuro. Una leve pero persistente llovizna caía sobre Lima. Uno de los
limpiaparabrisas no funcionaba pero hacía su mejor esfuerzo por librarse del
calambre que parecía haberlo atrofiado. No estoy seguro de saber qué fue lo
que me animó a tomar la decisión. Me Incorporé con cierta comodidad y le
indiqué al cobrador que me bajaba en la siguiente esquina, la de los
emolientes. Agitó la torrecita de monedas que abrigaba en su mano y me pidió
que le pagase; sin embargo, al mostrarle mi sudoroso y arrugado boleto, no
demoró en sonreírme y disculparse. Una dentadura metálica resplandeció
breve pero repulsiva. Sincronizado con el chofer por el retrovisor, el cobrador
agitaba la mano con el cigarro a través de la ventana, varias veces, mientras
pregonaba los destinos rosa a los que se dirigía nuestra nave; puertos, quizás
galaxias que respondían al nombre de La Nené, El Botecito, Las Hijas de Sade,
El Trocadero que me eran ignotos y tentadores, muelles a los que pensé llegar,
seguirme de largo la próxima vez, en tanto la combi ya se orillaba a la derecha
e iba menguando la marcha. Mientras yo, sostenido con firmeza del

160
pasamanos, ya estaba de pie frente a la puerta articulada, viendo cómo las
gentes, las carretillas y las fachadas lúgubres o luminosas, atenuaban su paso
frente a mis ojos de cazador. Cuando hube salvado el temor inicial que
invariablemente me embarga en tales circunstancias, y luego de apreciar que
en el otro lado nada ajeno a lo esperado sucedía, abandoné la Custer con
tranquilidad y quedé también de pie junto a un poste moribundo, un palo de
ahorcado, al lado de una vieja emolientera que desde unas cuadras antes se
convirtió en mi efímero punto de referencia. Comprobé que el aire era distinto al
infectado que se respiraba en el interior de la Custer, a pesar del perfume a
lavanda que emanaban los universitarios y de las fragancias indecibles de las
putas. No era mejor, sino menos denso o eso fue lo que pensé, y quizás
porque mi techo ya no era de latón salpicado de oxido y espuma forrado por un
grasoso tapiz. No. Mi techo, fuera de la Custer, era la sosegada y fúnebre
amplitud de la noche.

EN PUERTOS BÁRBAROS
Una vez hecho al tufo de Colmena, una extraña sensación me forzó a
virar la cabeza por sobre mi hombro izquierdo y encontrarme con la combi que
hace un instante había dejado. Y dentro de ella, a espaldas del conductor, hallé
la mirada del tipo que me había puesto algo nervioso.

Se esforzaba por mantener alineados sus ojos afilados con los míos a
pesar de que la Custer estaba retomando la marcha. Libramos las
engominadas cabezas de los estudiantes. La parca silueta de la vieja sentada
al final. Estuvimos unidos por un vector imaginario que conectaba sus ojos
alejándose con los míos estáticos, mesmerizados, hasta que la penumbra, el
tráfico y el vértice del salón de billar, lo devoraron.

Por satisfacer un arraigado hábito mas no por necesidad de orientación


–pues no guardaba la más leve importancia para mi cometido–, quise leer en
cuál intersección me ubicaba. Fue una pérdida de tiempo intentar leer los
nombres de las calles que suelen estar indicados en las esquinas y en lo alto
de los postes, con letras blancas en fondo verde, pues no figuraba ninguna

161
anotación o nada legible ni muerto alguno y sólo conseguí que la lluvia me
lavase los ojos. Aproveché entonces para echarle un vistazo a la avenida
escoltada por farolas a las que la neblina les robaba la vida y luego, constatar
bajo la garúa, con el bullicio y la podredumbre de Colmena: la gente que salía
del cine pornográfico y las prostitutas que pactaban con ellos, los cobradores
de los colectivos aparcados llamándolos para acercarlos a los burdeles y
mataderos, los anticuchos y las pancitas cocinándose y reproduciéndose en
brasas ambulantes, el neón en las cornisas de los night’s clubes y cantinas,
con las patrullas infantiles de terokaleros, pirañas al acecho, sirenas a lo lejos,
con mis temores y mi curiosidad; con todo ello comprendí que la noche estaba
más viva que nunca. Una noche que escondía a otra detrás de los edificios. La
que me interesaba. Quizás dentro de las inveteradas edificaciones. Una boca
negra y demente que se abría en cada esquina me invitaba a caminar en su
lengua de asfalto y amoniaco. Seguir el rastro de los puchos y los condones no
era una tarea difícil a pesar de la oscuridad. Los palitos de fósforos regados en
la acera, como inútil evidencia de crímenes imperceptibles, iniciados tal vez con
el primer ardor de un cigarro. El alquitrán en la neblina. El vapor de mi
respiración. Las luciérnagas. Los fumaderos insinuándose como trincheras de
espantos. Quedarse estático y preservar el propio silencio por sobre la voz de
todo y realizar un viaje incorpóreo, atravesando paredes y corredores en busca
de la habitación que emana gemidos, azotes y trompetas. Estaba condenado a
seguir a las sombras que me topaban el hombro al pasar. A degustarlo todo.
Para eso estoy aquí, me dije. También para fotografiarlo.

No demoré en encontrar una calle que me pareció adecuada, si acaso el


término adecuado no llegara a ser ridículo o una simple prueba de mi falta de
imaginación. Aproveché la llovizna para atusarme el cabello que caía sobre mi
frente. Mi cámara estaba cobijada entre mi pecho y mi casaca de cuero con el
cierre subido hasta el cuello. Las manos en los bolsillos laterales de la casaca,
de modo que podía sentir, con los nudillos, el lente erecto de mi negra asesina
que con un leve disparo, un parpadeo apenas, era capaz de birlarse un instante
de vida; instantes que como otros, a nadie pareciera importarles. Las calles
mojadas. Mis pasos eran lentos, más bien pensados, como de gladiador

162
atropellado por el público abarrotado en graderías, esperando a verlo luchar
con una muerte atroz a pocos metros de él. Figuras espectrales apoyadas
contra los muros en mi acera y en la de enfrente. Seguía avanzando. Dos
cuadras. El olor me indicaba que estaba cerca. ¿De dónde? No me importaba.
Estaba cerca y nada más. Pronto sabría a dónde introducirme. Cuál frontispicio
penetrar. Las trompetas. Los azotes. Al menos eso estaba pensando mientras
caminaba, hasta que Anthony Perkins me detiene por detrás, sujetándose de
mi hombro izquierdo. Una sensación espeluznante me invadió ipso facto al
verlo en la penumbra de la calle estrecha, de pie, sobre los orines de la noche,
bajo la llovizna, su rostro anguloso, su mano aún asida de mi hombro. Debido a
la inercia de nuestras reacciones, me volteé y quedé frente a él. Está
respirando agitado, mucho más que yo. Él, tal vez por la fatiga que le ha debido
de tomar alcanzarme. Yo, por la exaltación. Nuestros alientos se mezclaban en
el vapor que expelían nuestras bocas y narices. El suyo era nauseabundo,
espeso, dominante. ¿La bolsa de papel? Con cierto disimulo deslicé la mirada
hacia abajo y comprobé que la conservaba aferrada a su mano derecha. Mis
manos en los bolsillos se mantenían estáticas, temiendo traicionar a la rigidez
que controlaba mi cuerpo. Comprobé que el tipo no era tan indio como lo había
percibido sentado frente a mí y que por el contrario, no era mal parecido e
incluso amarcigado; además, era bastante más alto que yo. ¿Una cabeza?,
quizás dos.
Te conozco, me dijo con una voz que no me pareció la de un asesino y
me soltó. Yo respiré un poco más tranquilo y hasta sonreí. Suelo sonreír hasta
por la más nimia fruslería. Sólo pensé, muy fugazmente, casi por instinto, en
pedirle que se quedara quieto. Así como está ahorita y que no moviera ni un
músculo. Su brazo quedaría suspendido en el aire, apoyado en mi hombro que
ya no estaba. Yo retrocedería unos seis pasos y le tomaría una foto preciosa
con la garúa cayendo sobre su rostro y sobre la vereda, el asfalto
empapándose de lluvia, su espigada figura iluminada parcamente desde la
izquierda por una discreta ventana en un segundo piso, el fondo oscuro en
perspectiva estrangulándose hasta ser guillotinado por los movimientos
fugaces en Colmena y poco antes de culminar, antes de presionar el percutor y
con la misma intensidad con que mi índice se hundía allí, la orquestación que le

163
inoculaba suspense a las escenas sangrientas de Psicosis me invadía integro:
la cámara enfocaba su hombro derecho (un hombro definido, cubierto por el
paño gastado de su chaqueta militar), luego bajaba suave y con la música por
el brazo, el antebrazo de su chaqueta hasta la mano, antes se detenía,
iluminada, por un momento, en las gotas atrapadas entre los pelos que
abandonaban el puño de la manga y se extendían por el dorso de su mano
hasta los nudillos (unos nudillos magullados), la música crecía y enfocaba,
aproximando dramáticamente sus dedos tensos y cerrados sobre la bolsa de
papel que escondía el cuchillo. Recordé de improviso que Norman Bates
también tenía la voz amable. No hice nada. Quedé petrificado de pánico luego
de que la instantánea se desvaneció detrás de mis ojos a pesar de que los
violines persistían. ¿Qué le respondería?, ¿qué podría decirle?, claro,
compadre, por supuesto que nos conocemos, cuánto tiempo sin verte, qué ha
sido de tu vida, cómo estás, nos conocemos de la fiesta en casa de, caramba,
cómo se llama la amiga de, espérate, ah, ya sé, déjame ver... y luego él
intervendría para ayudarme y decirme que tenía razón y que desde aquella
fiesta no nos hemos vuelto a ver. Otra posibilidad que barajé –no deja de
sorprenderme la cantidad de cosas que uno es capaz de pensar en momentos
como éste– fue la respuesta negativa. Pensar en el empleo de esa alternativa
fue algo que me inquietó y no justamente por ser la que más me excitaba, sino
porque era la verdadera. Sucede que exceptuando el día de hoy, el tipo era un
completo desconocido para mí; valgan verdades, aún lo sigue siendo. Bueno,
salvo por su descollante actuación en la adaptación que hiciera Alfred
Hitchcock de la novela de Robert Bloch: Psicosis (una de las pocas veces en
que el libro es superado por su versión cinematográfica), de la que además y
no para mi tranquilidad, y supongo que para la de nadie, guardo la imborrable
escena de la ducha, incluida la macabra orquestación de hace un momento, en
la que el afilado y no despreciable cuchillo de cocina en manos de Norman
Bates se alzaba para destazar el cuerpo hermoso y desnudo de Janet Leigh
bajo la reluciente regadera y que, tal vez, en breve, se alzaría sobre mí, bajo la
lluvia.

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EL ABORDAJE
Especulaciones. Me quedé como al inicio y no dije nada. Quería parecer
calmado. Seguro de mí mismo. Que estaba en este lugar porque yo así lo
había querido y no por error. Quería que me dijera que sólo íbamos a tomar un
trago y que así son por acá: bromistas, pesados con los foráneos. También
quería que me dijera, no, mejor que me mostrara qué es lo que ocultaba la
bolsa de papel. Quería y sólo quería saber que no era ningún cuchillo ni nada
semejante. Quería y sólo quería. Seguro lo tendría escondido en alguna parte
del cuerpo o en la bolsa de papel que ahora cambiaba a su mano izquierda.
Luego retornó el cuchillo, es decir, la bolsa, a la mano derecha, como
calibrando en cuál posición sería más vulnerable o de qué lado me sería más
difícil resistirme. No demoró en abrazarme por sobre mi silencio e inexpresión y
comenzamos a andar, confundidos, al menos yo, en la dirección primigenia
hacia la negra garganta de la noche.

El tipo caminaba despacio y un poco torpe. No sé si estaba drogado o


quería acomodarse al ritmo de mis pasos que, como supondrán, eran bastante
más cortos que los de él. Una bocacalle se insinuaba a la derecha. La esquina
estaba resguardada por una mujer que se movía como felina en celo alrededor
del poste apagado y que por un instante, un breve instante, me pareció Liza
Minnelli en New York, New York. Un Datsun verde o azul aparecía lento y
tocando una salsa. Creí ver a dos tipos adelante y uno sentado atrás; aquél
movía la cabeza al ritmo de la voz delgada del cantante borícua, supongo. Nos
miraron con desprecio y viraron a la derecha, llamando también la atención de
Liza Minnelli, enroscada al poste con una pierna, a punto de perder el
equilibrio. No tenía luces posteriores. Se detuvo una cuadra más adelante y
dos sombras se le acercaron y quedaron apoyadas sobre las portezuelas del
lado izquierdo. Se encendió un fósforo, luego dos cigarros, y entre ambos, dos
rostros resplandecieron, breve, cerca de la ventana del piloto o la posterior.
Hubo un juego de manos entre ambas realidades, unas carcajadas, una
portezuela que se abrió, una sombra que subió. El Datsun desaparecía en la
oscuridad mientras llegábamos a la esquina –siempre abrazado por mi nuevo

165
amigo que tal vez escondía un cuchillo en la bolsa de papel– y ahí
descubríamos que Liza Minnelli era un travestido metido en un abrigo
demasiado grande para él. Al acercarnos se quedó quieto, siempre sensual y
sin que el frío ni la lluvia le robasen el caché, con un taco apoyado en el poste y
el otro en la vereda (me fijé en ese pie: un pie como de niño somalí, pero
pintarrajeado a más no poder en los extremos, en que abultadas callosidades
recordaban a sus uñas); luego se descubrió con garbo y nos mostró su pubis
rasurado, la cicatriz por donde le extirparon la apéndice o quizás el pico de
alguna botella enterrado ahí hace años, el pene diminuto, agónico e indiferente,
su glabro pecho rayado de costillas, las tetillas cubiertas por dos estrellitas de
escarcha a medio pegar, y la sonrisa ulcerada de caries. Aun así me pareció
una ¿persona? simpática. Tenía una mirada de lástima, de agonía, de un
hambre que ya le había consumido la expresión, surcos en los párpados
imposibles a los treinta o a los cuarenta, aunque con la pasta y el kerosén que
inhalan, nunca se sabe; no obstante parecía hacer uso de algunas clandestinas
reservas de vitalidad (si es que esto no suena exagerado), para no venirse
abajo delante de nosotros. Yo avanzaba aterrado y extrañamente confiado.
Como aguardando con más cautela que deseo el desenlace fatal que me había
sido asignado y escuchando los presagios de Liza Minnelli lanzados a nuestras
espaldas: nos aseguraba, tratándonos de rosquetes, de cafichos, de paseros,
de chupapingas, de putos y de fumones, que luego íbamos a arrepentirnos de
haberla desperdiciado. Me sentí como un desdibujado personaje de las
historias que suelo bosquejar, las mismas que sé nunca nadie leerá. Y no sé
porqué me vinieron unos deseos repentinos de andar las calles mojadas en
compañía de Los Tres Veces Dulce, aunque espectros silentes venida la
madrugada, sabía que en ellos podía confiar, a pesar de no saber nada de
ninguno desde hace varios años. Y cosa curiosa, para mí ninguno de ellos ha
envejecido, y los recuerdo como cuando éramos jóvenes todavía. El doctor
Romanelli. Podría decir que estoy metido en esto de la fotografía por su culpa o
gracias a él. Pero no quiero pensar en el medico siciliano y borracho que me ha
metido en ésto. A fin de cuentas, poco o nada importan las responsabilidades
cuando se es ¿arrastrado?, ¿abrazado?, ¿conducido?, ¿agasajado? por
Norman Bates dentro de unas calles obscuras y voluptuosas de las que tal vez

166
no pueda llevarme ninguna fotografía: sólo el recuerdo de su rostro y el peso
de su brazo sobre mis hombros, sólo la pestilencia de su aliento, sólo mis
anhelos… en caso sobreviviera. Por momentos no creía que yo fuera más real
que algún personaje escapado de alguna novela o nívola, o quizás, el modelo o
pretexto angustiador de algún poeta enrevesado. Un herma vuelto a la vida en
el Centro de Lima a la madrugada, discurriendo como hechizado en una ciega
y cavernosa pecera, constreñido por desvencijadas fachadas y putas
revocadas de nylon y gabardinas por mi flanco izquierdo, mientras que por el
derecho, un predador de casi dos metros me conducía del cuello a su guarida.

ESCANDINAVIA
Cruzamos la calle y para mi sorpresa se abría otra más larga y lóbrega.
Quería dejar de suponer lo que podría ocurrirme, lo que podría padecer, pero
no lo conseguía y en cierto modo eso me complacía. A diferencia de la anterior,
esta calle estaba más concurrida. Sombras que sólo se les percibía por su
fosforescencia, señales silentes emitidas por las brasas de infectos cigarros.
No tengas miedo, me dijo sin mirarme, y percibí entonces el alcohol en el vaho
de sus palabras, o serían los orines que corrían al borde de la vereda los que
me confundieron. Te invito un trago, le dije, para recordar de dónde nos
conocemos. La verdad es que sus últimas palabras me acercaron de manera
brusca al terror, pero no quise huir; es decir, lo pensé por un nanosegundo,
pero no quise llevarlo a cabo tal vez porque me predije la derrota. Creo que no
hubiese podido librarme del abrazo de mi acompañante. El doctor Romanelli
me ha dicho que es algo contra lo que él mismo no puede combatir y que mi
nonna acusa algo semejante. Es decir, que existe un estado de armonía en
tanto el miedo se va apoderando de modo paulatino de nuestra conciencia y
que mientras sucede dicha conquista, dicha ocupación, o hasta que algo
violento corte la progresión que se podría visualizar como un poco de tinta
haciéndose de una servilleta, la testosterona aletarga el proceso de disipación
del placer y lo mantiene por sobre el propio instinto de supervivencia. Es algo
enredado el doctor Romanelli. Lo que él quiso decir aquella vez es que
podemos estar a mitad de un orgasmo mientras nos llevan camino del camal,
aunque al final o poco antes se esté algo consciente de la fatalidad que nos

167
aguarda. Cuestiones genéticas, supongo. Me estaba perdiendo de fotografías
exquisitas, pero, ¿qué podía hacer? Norman Bates iba saludando a una
hermandad de seres quiméricos que festejaban su ingreso a la caverna, como
rapaces polluelos convulsionando en el nido al avistar a su madre. Una calleja
tierna, en penumbra, adolorada, desquiciada y rejuvenecida por la impudencia
que la habita de madrugada. Algo de música alcanzaba a oír. Melodías obtusas
y reptantes de algunas trompetas y timbales; luego un solo de bongó se hizo
sentir breve y preciso, desde el suelo sobre la izquierda. Pronto cedería ante la
estridencia de los platillos que irrumpieron poco antes de los variados
instrumentos de viento, no tan ordenados como los de percusión.
Seguía lloviendo pero a escupitajos tan solo y yo, tontamente y algo
entusiasmado, contagiado sin explicación alguna, también saludaba a los que
nos saludaban; aunque yo lo hacía con discretos cabeceos y no con chiflidos y
aplausos, como ellos. Se me antojó un cigarro, pero no quise dejar sola a mi
negra y como era de suponerse, no pude fumar ninguno de mis Camel, aunque
sí podía simularlo, porque la humedad de la noche y el frío hacían posible
visualizar nuestro aliento en bocanadas densas y perecederas que empezaban
a descomponerse. Mis manos permanecían petrificadas y cerradas en mis
bolsillos y sentí que se quedarían ahí por siempre. Mi Canon permanecía oculta
y aterrada todavía, pero lista a prodigarse placer. Un trago, me respondió el
tipo y me aferró a él, con un gesto que me hizo pensar que éramos
compañeros desde siempre. Qué equivocado que estaba. Me miró sin
expresión, tal vez con cierto desdén que yo no supe interpretar, o malinterpreté.

DEMONIOS MARINOS
Tres individuos como salidos de la tierra, de las veredas, de las pistas,
con ropas negras nos venían siguiendo desde que dejamos a Liza Minnelli bajo
su farol apagado algunas cuadras atrás. Nunca volteé, pero lo supe por las tres
sombras alargadas que se arrastraban ora proyectadas por las paredes ora por
el suelo, gesticulando en silencio mientras les íbamos pisando las cabezas en
cada paso, como si se acomodasen para encajar justo bajo mis botas, al
menos la del centro. Nuestro andar continuaba siendo torpe por la diferencia de

168
estatura que guardaba con mi raptor. Todo me parecía una broma que en
breve quedaría al descubierto, dos latidos en mi pecho que habían embrujado
al tiempo, prolongándolo, escenas anacrónicas de sucesos ficticios y
posteriores vigentes esta noche, una vendetta reclamándome desde el silencio
de la memoria, la parodia de mi vida jugándose otra mala interpretación: pronto
la realidad se encargaría de espetarme la verdad.

CAVERNOSOS FARALLONES
Nos detuvimos en el ingreso de un edificio gris que parecía un ministerio
abandonado y morada segura de Okupas, en caso de poder llevar semejante
coloso a alguna calle de España. Tres putas escamadas de lentejuelas
declamaban en la puerta el menú carnal, e invitaban a los posibles comensales
a verificar, manualmente, lamiéndolas incluso, la frescura de las viandas.
La puerta, mejor dicho, la plancha de cartón que cubría el vano del
ingreso, al culminar las pocas escalinatas hacia el sótano, era resguardada por
un negro casi tan alto como mi nuevo amigo, pero más corpulento; no más
joven aunque sí más atlético, cubierto de cuello a pantorrillas por un cerrado
gabán de paño negro, como los sepultureros del sur de Norteamérica en pleno
festín del Ku Klux Klan. Algo de música similar a la que habíamos oído no hace
mucho se escapaba por alguna rendija de ventilación. Trompetas con sordina o
desafinadas. Tubas. Timbales. Al descender, empujado por una palmada de
Anthony Perkins, descubrí dos cosas que no hubiera querido descubrir:
primero, que los tres demonios que pensaba que nos estaban siguiendo, no
nos estaban siguiendo, sino que venían con nosotros; y segundo, pero no
menos importante, que sería mi última noche.

NOTICIAS DE DELFOS
A pesar de considerar, con las reflexiones que le vienen a uno ni bien
pone pies en las cuatro polvorosas décadas, que mi vida ha sido un
desordenado cúmulo de errores inducidos, meros ejercicios de desolación
artificial, y a pesar también de mis remilgos contra la vida, contra algunos tipos
de vida (esto va a enfadar al doctor Romanelli, pues me ha prohibido repetir,
pensar, visualizar, calcular, proyectar y lo peor, ejecutar las posibilidades de
rebeldía), estoy aterrado de poder morir ahora. Una existencia que no deja

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opciones y que hace lo que se le ocurre: por supuesto que la detesto. Hoy te
deja sin trabajo. Mañana sin mamá. Pasado sin esposa. Y después, todos te
dicen que no te debes de dar por vencido. ¡Qué joda con la vida! Que primero
te endulza y luego te mata. A esa vida, claro que la evito. ¡La difumino! Es la
misma vida, el mismo niño aburrido y poderoso que mata hormigas con su lupa
en el patio una tarde de sol, proyectándolo sobre sus articulaciones,
agudizando el ardor, calcinándolas, y que antojadizamente me ha dejado en la
entrada de la guarida de mi asesino. Claro, Norman Bates no es ningún niño y
tal vez no atesore ninguna lupa, pero esconde un cuchillo. Y quizás yo sí le
parezca una hormiga, y no sólo por ser menos alto que él. Entonces el
sepulturero me derramó una mirada que de momento me tranquilizó, pero
luego, al recordarla, y no sé por qué, dentro del bar al que accedimos, me
invadió un estertor que supongo es el que invade a los heridos de muerte en
los campos de batalla.

INFECTOS HUMORES DE CÁRTAGO


El lugar era un antro como cualquier otro; un lío de mesas y gente a
medio morir sobre el piso embadurnado de miasmas y aserrín. El neón
predominante era rosa, luego le seguía el azul, pero sólo como
resguardándolo. Ambos teñían con delicadeza o con ignorancia el humo de los
fumadores abarrotados a sus mesas, islas golpeadas por un huracán y
atiborradas de pomos de cerveza, de algo transparente que traduje como pisco
o anisado, otros pomos de algo azulino que no pude traducir sino como agua
de colonia o ron de quemar, aunque dudo que se tratase de eso, ceniceros
explotados como chinos, mujeres y hombres vestidos parcialmente o con las
ropas hechas jirones, con los torsos, manos, cuellos y brazos tatuados por
algún artista esquizofrénico o por algún paleontólogo desempleado,
empuñaduras de cuchillos, pistolas y revólveres bajo las pretinas, bocas
vociferando palabras inaudibles y monstruosas carcajadas también inaudibles –
al menos desde donde me hallaba–, movimientos grotescos y sobre todo
diversión: era un bacanal que yo no podía disfrutar; o disfrutarlo como se
disfruta un cigarro espaldas al paredón.

170
Una pequeña orquesta compuesta por seis músicos y una joven
curvilínea y pelirroja cantante negra, con un estilo comparable al de la mejor
Lucha Reyes, dentro de un ceñido y escotado vestido azulino, animaba el bar
con canciones tropicales y algunos boleros. Virgen de las Mercedes, patrona
de los reclusos estaba llegando a su fin poco después que ingresáramos, y
entonces entendí cierta bronca a la salida de lo que me pareció el meadero.
Bésame, bésame mucho era la nueva pieza que interpretaba para nosotros con
voz afrancesada la hermosa mulata, en un estilo salpicado de mambo, como si
fuera esta noche la última vez, mientras se contorneaba extendiéndome una
rosa roja, y el apetito inmaculado de su sonrisa. Creí por unos segundos que
todos estábamos embrujados por el ébano de su belleza y que como yo,
habían quedado impedidos de producir pensamiento o movimiento alguno
ajeno a satisfacerla. Pronto el empujón de un borracho que se dirigía a la barra
me devolvería a la realidad. Luego de ello, pude descifrar algunos bultos que
iban y venían, tropezándose con las mesas, con las sillas, con los que estaban
de pie y entre ellos, cual si fueran cachanillas espoleadas por el viento en un
cementerio abandonado. Se trataba de cuatro o seis parejas bailando
acarameladas algo bastante incongruente al bolero. Un sujeto permanecía
arrodillado al pie del chato escenario, entregándole el pecho con los brazos
extendidos y una copa, acompañando la romántica y lastimera canción con
tristes movimientos de torso y cabeza, golpeándose el pecho cuando finalizaba
una estrofa. Que tengo miedo quererte y perderte después. El bolero de la
cantante negra, el tipo arrodillado frente a ella, que en un momento
indeterminado, como en un montaje de cine o televisión, en una reacción que
supuse venida del futuro para corregir lo que todavía no hacía, se estaba
amenazando a sí mismo con su pistola, y a nadie parecía importarle el
desenlace; todo eso, además de la negra misma, guiñándome el ojo con
ambiguas interpretaciones, y haciendo a un lado el arrobamiento inicial que me
sustrajo, terminaron de cocinar mis temores.

QUIMERICAS PLAYAS
Aunque pareciera que la comprensión se encontrase bastante distante
de mis episodios, de pronto comprendí, o al menos eso supuse en medio de

171
aquella agitación que me contagiaba su brutalidad, pestilencia, decadencia y
vitalidad; comprendí que había satisfecho algo desconocido hasta entonces en
mí: el morboso e íntimo placer de lo primitivo, de lo también humano y animal,
aunque sea por una noche o por lo que de ésta quedaba; acaso por algo
menos y quizás, por última vez. A pesar de haber estado desarrollando durante
los últimos años mi afición fotográfica por espacios abiertos, estricta
recomendación del doctor Romanelli, ésta se había limitado, hasta hoy, a
recorridos diurnos. Vale decir que antes podía contentarme, sino satisfacerme,
conservando una tímida y parcial visión del mundo: cuando los olvidados
duermen. Las veces que la noche está ausente, la maldad pierde color, me
decía Renzo. Lo había comprobado a pesar de venirlo percibiendo desde hacía
mucho. Ya no recuerdo quién dijo o escribió que la muerte es necesaria para
reafirmar la importancia de la vida. Entonces, luego de haber experimentado,
comprobado y dudado de tantas situaciones, podría marcharme a mi hogar en
el malecón y servirme contento un Stolichnaya con hielo y fumarme unos
cuantos Camel en la terraza y esperar el amanecer mientras la brisa me
revuelve el cabello. También podría sentarme en mi cama luego de una ducha
tibia, metido en la ternura de mi bata de seda y con un vodka a la mano, a
reformular mis apuntes y teorías acerca de la interacción de las realidades, o,
mejor dicho, mi proyecto de novela. También podría coger el teléfono y llamar a
Lucía, a pesar de la madrugada, y contarle acerca de lo que había degustado y
quedarnos charlando durante horas y ser mortificado por el millón de preguntas
que seguro tendría para mí. Incluso podría telefonear al doctor Romanelli y
decirle que nos reuniríamos en pocas horas, pues tenía material para su
Tratado de la Realidad Parcial. Pero mejor empezaba a asumir que todo lo que
he pensado que podría hacer, había sido una utopía, pues no debo olvidar que
estoy con mis depredadores, casi al centro de la pista de baile y enrumbado
hacia el estante de los licores.

LA MÁS LARGA DE LAS TORMENTAS


Quedé cercado por la barra y por ellos, que me vigilaban en silencio.
Casi podría afirmar que sus papilas gustativas se ejercitaban con la formación

172
de mi imagen en su cerebro. Vestían casi del mismo modo: pantalones negros,
no sé si de látex o de alguna piel pero brillaban, polos turbios debajo de sus
chaquetas de cuero, cadenas en los cuellos y anillos en casi todos los dedos.
Me sorprendió que no estuvieran maquillados. Por un momento, fugazmente,
mientras me miraban en la barra, se encendieron en mi interior las instantáneas
de La Naranja Mecánica. No tanto las del libro de Anthony Burgess, sino la
versión cinematográfica de Stanley Kubrick y más aún la de Alex, el jefe de Los
Drugos, en momentos en que irrumpen en el hogar del escritor que
caprichosamente ostentaba mi rostro, y lo dejan minusválido luego de violar a
su esposa frente a sus ojos. Hubiera preferido no visualizar nada, porque en
resumidas cuentas no hacia sino martirizarme y aumentar mi temor y soterrado
nerviosismo. En tales condiciones, inmóvil y erguido al centro de Los Drugos y
cogido del cuello por Norman Bates, me resultaba fatigoso sino imposible,
avizorar alguna posibilidad de salvación. Uno de ellos, Alex, de ademanes
esquivos o misteriosos, mirada clavada en el piso, con los cabellos castaños
desaliñados y revueltos sobre su rostro que casi no existía, tenía una cita en el
pecho firmada por Rimbaud: “En el barro de las calles gime un crimen
maravilloso”. Se percató que la había leído y se subió torpemente el cierre de la
chaqueta. Esa breve mirada que me derramó, vino acompañada de cierta
incomodidad y desdén de parte de él, y me causó un suspiro agudo y helado,
que de momento me aceleró el corazón. No podía darle crédito a lo que
suponía yo que estaba viendo. Las dudas me embargaron. Me dije, buscándole
los ojos al rostro esquivo y destruido de Alex, si acaso no sería él… si tal vez
ese rezago de hombre hace veinte años o un poco menos no había sido uno de
nosotros, un poeta que cuando joven había formado filas con Los Tres Veces
Dulce. Es el Balurdo, pensé. Luego dudé. Todo acontecía demasiado rápido en
mi interior. El caos seguía vigente en el bar. Y yo, enfrascado en mis
esperanzadoras disyuntivas. No podía tratarse de El Balurdo, salvo que hubiera
estado recluido en algún guetto o hubiera comercializado su dentadura y quien
sabe, algunos órganos suyos o vuelto un devoto de alguna secta de
ayunadores. Alex era una calamidad. Estaba yo comparando a Alex con el
juvenil recuerdo de El Balurdo, y en eso estaba totalmente errado. Descubrí su
perfil a contra luz por un breve instante, en momentos en que creo que él

173
estaba tratando de mirarme sin que yo lo notara, y se desanimó. El rostro
pecoso como un plátano mosqueado, ya no era tal; más bien parecía algún
recodo cavernoso, opaco y erosionado. El tono rojizo de sus cabellos juveniles,
también había desaparecido; y en su lugar quedaba algo pajizo, chamuscado,
abundante, con visos marrones, negros y castaños. Esa nariz, me dije, es
semejante a la que antaño servía de soporte de las bromas de El Burrito y las
pocas risas de La Princesa Hierba. Ese mentón, laxo, eternizado boquiabierto,
donde siempre esperábamos por ver deslizarse un hilo de baba que nunca
llegaba. La nuez del cuello siempre inquieta… pero sus ojos eran distintos, no
más grandes ni menos afilados, sino distintos, como apagados o hastiados de
permanecer abiertos, aunque atentos… Norman Bates estaba pegado a mi
hombro izquierdo y no me quitaba la mano de la nuca; como dije, estaba dentro
de unos yines gastados y una chaqueta militar o al menos eso pretendía ser
por las charreteras, prendedores o medallas y abundantes bolsillos,
descontado el color. Me había olvidado de la bolsa de papel por estar
preocupado adivinando a El Balurdo en Alex, hasta que mi acompañante la
colocó sobre el mostrador y le espetó un nombre raro al cantinero; algo como
“Chinchurra”, o “Chicharra”, o “Chemichurri”. Yo no sabía qué hacer. Recordé
que le había ofrecido un trago y pensé que sería correcto que pidiera una rueda
para los cinco. Estaba inquieto y transpiraba. Sentía, con poco sustento y
mucha intuición, la proximidad de algo que no podía ser beneficioso para mí.
Pedí una rueda de vodka pero nos sirvieron cinco vasos y una botella
empezada de pisco Los Descalzos, colocada en mis narices con estrépito por
Chemichurri o Chinchurra o Chicharra, como para taparme la boca. Hasta
donde pude alcanzar a leer en la etiqueta, era destilado en refinados
alambiques en las inmediaciones de la Plaza de Toros de Acho. El teléfono
para los pedidos no llegué a distinguirlo. Nadie protestó. En ese momento
reparé en que desde que dejé la Custer en Colmena hace poco menos de una
hora, no había extraído las manos de los bolsillos, ni siquiera deshecho los
puños que éstas ahí cerraban. Pensé que mis manos debían estar fosilizadas,
y con tiento empecé a reconocer el despertar tímido de mis falanges,
abriéndose como pétalos de una rosa de concreto. Cancelé con un billete que
traía en el bolsillo y devolví mi mano a su lugar. Ellos, menos Alex, que estaba

174
como hipnotizado por algún piojo del suelo, me miraban no indiferentes, sino
con indiferencia; pero yo sabía que esa había sido la primera vez que dejaba
de sentir a mi negra desde que nos embarcamos en esta travesía y seguro que
mi rostro, así lo acusó. Fingí no mirarlos, aunque de soslayo labraba en mis
recuerdos el rostro de Alex en tres cuartos, sesgado por el cuello subido de su
chaqueta de cuero. Así permanecí como un simple observador de todo lo que
acontecía en el bar. Al mismo tiempo, y no sin arrogancia, me juré nunca más
volver si es que lograba salir vivo de aquí.

Uno de los muchachos me hizo un gesto que entendí como una solicitud
para beberse mi vaso de Los Descalzos que estaba en la barra, sobre un
posavasos que alguna vez tuvo un estampado de alguna marca de cerveza (lo
que me pareció una actitud que denotaba ciertos modales y eso, en parte, una
millonésima porción de un piojo, me tranquilizó). Yo asentí y el muchacho lo
bebió en seco y volteado, sin saborearlo, sin gestos, sin carraspear siquiera, y
pronto descubrí que su mirada se había enrojecido, vidriado como producto del
ardor; y curiosamente sonreí al recordar en aquellos gestos algunas noches de
ebriedad en los parques de Barranco, al lado de Renzo y del resto de poetas…
¿Qué habrá sido de las vidas de aquéllos rapsodas?, estaba yo pensando,
cuando de pronto el pecoso rostro delgado y socarrón de El Balurdo a sus
veinticinco, se encendió de pronto con ese gesto tan suyo de mantener el seño
fruncido durante varios minutos, como prisionero de prolongadas migrañas
espontáneas. Luego lo recordé como en aquella tarde en la playa, cuando me
había señalado con el dedo y luego amenazado con el pico de una botella,
delante del resto, expulsándome de Los Tres Veces Dulce, acusándome de
traidor… Había yo pensado que quizás si Alex fuera El Balurdo, podría yo
pedirle clemencia o en todo caso, hacer amistad con sus nuevos camaradas
que me tenían, desde hace ya un buen rato, bastante atemorizado. Pensé
luego que si Alex fuera El Balurdo, el último gesto que tendría para conmigo,
sería de piedad, y por el contrario, se regocijaría con cierta venganza personal
a nombre de lo que fuimos o pretendimos ser hace casi veinte años. Luego me
dije que eso había sido cosa de jóvenes, y que de ser Alex, El Balurdo,
posiblemente ya me habría ayudado o saludado y olvidado aquellos códigos

175
que de jóvenes juramos no romper jamás, a favor de la Poesía. El espejo
detrás del estante de licores estaba rajado, pero aún podía reflejar lo que
acontecía en el bar, a mis espaldas. Así me enteraba de todo. Al menos de lo
que podía verse repetido entre las botellas que protegían al espejo.
Chemichurri se aproximó hasta nosotros y frotó el estropajo pestilente en la
barra luego de levantar los posavasos. Me echó un vistazo y se retiró
meneando la cabeza, moviendo de lugar con la lengua la pajilla que sostenía
en sus labios, delatando en ello un torcido diente de plata. El cuchillo ya no
estaba sobre la barra; quiero decir, la bolsa de papel había desaparecido de
ahí. Mi nuevo amigo, que había entrado en una especie de voto de silencio, la
tenía en su mano izquierda; la derecha, como saben, estaba prendida de mi
nuca, con firmeza, pero como dormida. Los otros tres estaban a un par de
pasos de la barra, dándome las espaldas, grabando todo cual si fueran
filmadoras de pie gulusmeando el caos que bañaba cada rincón del bar,
pensando quizás en pedirle a alguien que bailara con ellos. Intentaba tallar
dentro de mí aquellos rincones que había entendido jamás serían devorados
por mi negra. Esto lo deduje poco después de que Anthony Perkins, sin
soltarme, se estiró por sobre la barra y le susurró algo al viejo Chinchurra y
éste le señaló, con discreción insuficiente, el lado izquierdo del bar, o sea,
nuestra derecha, y le entregó lo que me parecieron unas llaves condenadas a
una argolla de fierro. Los dos muchachos y Alex viraron hacia nosotros en ese
momento, y se disponían a escoltarnos… yo miré por sobre mi hombro,
torciendo el cuello, viéndolos venir detrás de nosotros, y descubrí que una
sonrisa nacía en el sepulcral rostro de Alex, bastante mayor incluso que sus
compinches; se iba descubriendo la casaca, ostentando el eternizado rostro
juvenil de Rimbaud estampado en su polo, señalándome la cita escrita también
allí, antes ocultada a mis ojos, y me miraba asintiendo con el seño
extrañamente fruncido… De dónde dices que nos conocemos, me dijo Normas
Bates mientras imprimía más presión a mi nuca y nos dirigíamos, mejor dicho,
me dirigía al lado izquierdo del bar. Atravesamos el umbral que era dibujado
por una deslucida cortina de cuentas y penetramos en un pasaje corto y
estrecho, con la música y la sopa de murmullos cediendo a nuestras espaldas.
Encontramos, sobre el lado derecho, unas carcomidas escaleras infestadas de

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gente drogándose y lamiéndose, masturbándose, fornicando sin distinciones,
también hallamos a un ser de apariencia dudosa, andrógina con las ropas
mojadas, viscosas, doblado de espaldas al barandal y con facciones de
escapado de una cámara de gas o de la casa de La Princesa Hierba. El humor
de las calles parecía haberse condensado aquí, pensé. Subimos el primer
tramo sin toparlos, evitándolos como si contagiaran fuego, lepra o electricidad.
Cruzamos sobre ellos. Casi no había iluminación y tal vez por reflejo o
motivado por las agonías que estaba dejando a mi paso, me detuve –supongo
que la disipación de placer de la que hablaba el doctor Romanelli había cedido
al pánico o había sido insuficiente ante la proximidad de un desenlace fatal– y
así quedamos plantados a mitad de la escalera, entre el primer rellano y el
segundo piso. Fue la primera vez que forcejeamos.

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no habían atracado en verano sino en invierno
maletas baúles bultos y malos sentimientos
brumosas noches parques anémicos destierros
un colegial angustiado presa del frío en el averno
–adónde mis amigos mis anegados ojos adónde–
la noche masca soledades los árboles se tuercen al viento
y fue que un bulto estrujado del balcón a sus pies precipitado
no era un gato tampoco una trompeta
siquiera atados de pan o cometas
el pequeño Aprendiz extraviado era
–quizás en el acantilado, pensábamos–
primera muerte adelantada de nosotros los poetas
que alguna vez enloquecimos
ajusticiados a esa puerta
–adónde el colegio el parque la playa adónde–
le pregunto al pequeño Aprendiz pero calla
calla su nombre y el mío y el nombre de lo que aquí nos falta

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9

NAUFRAGIO A LUSITANIA
Al medio día timbró el teléfono. De inmediato, la letanía que reinaba bajo
mi techo se estropeó en descargas como de electrocutados, en cada timbrazo
que atronaba en los rincones. El epicentro debía de hallarse inequívocamente
en las cercanías de mi velador. En un afán por silenciarlo derribé el
despertador y éste rodó de la cama al suelo y también se sublevó, pero en
gritos aguardentosos. Mi cuarto/sala/comedor/cocina estaba de cabeza y recién
había reparado en ello. Manotazos por ahí y patadas por allá, hasta que sólo
quedaron mis ojos en el teléfono, bajo unos libros que creía extraviados, y
sobre los ronquidos del despertador y del teléfono mismo, sorprendí a este
último por el dorso del auricular. Lo descolgué: ¿Aló?

Escuchaba atento lo que me decía la voz susurrante y afónica del otro


lado de la línea. Una voz que me ganaba en sonrisas y me agitaba el corazón
con gratos recuerdos que caían sobre mí, a pesar de estar hablándome de
asuntos distintos, que tenían injerencia más en el presente que en el pasado, y
en todo caso también en el futuro, pues todavía no eran cometidos, pero lo
serían al caer la tarde de hoy. Desde que mi nonna me lo ofreció hace poco
más de dos años, no he pensado con tanto ahínco en nada como en esta
llamada. Por consiguiente, no tuve más remedio que alistar mis cosas y
prepararme para partir. Intenté imprimirle un poco de orden al caos que me
rodeaba, pero luego de levantar algunos libros y pantalones del piso, entendí
que al menos hoy todo esfuerzo sería insuficiente, y los volví a arrojar al pie de
la cama. Estaba excitado. Algo de música y de vodka haría la tarde, o lo que de
ésta quería que se consumiera, más amigable o menos larga. Puse un disco de
Slowdive y me serví un trago. Tomé un par de anti-histamínicos porque sentí
los ácaros pellizcándome los párpados y lo que menos deseaba era sucumbir

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en estornudos o en vómitos expulsados por mis contorsiones. También me
apliqué Rintal en las fosas, aunque mis narices estaban despejadas;
humedecidas, pero despejadas. Mi ánimo se había renovado. Apenas si se
percibía un frágil resplandor en el firmamento, pero me bastaba por hoy. No
obstante, opacándome con sentencias venidas desde el futuro, quizás desde la
noche de hoy que aún no llegaba, o de la mañana o la semana siguiente, algo
de arrepentimiento me heló la mente y el tórax. Luego cedería como expulsado
por el vodka o la música, o porque realmente nunca llegó a arraigarse tan
profundo en mí. Valgan verdades, ni siquiera había salido de mi refugio para
empezar a arrepentirme tan temprano y sin motivos. Me asomé a la ventana
que entrega a la terraza, traspuse el vano con cuidado y me llegué al parapeto
que enfrenta la playa, y no pude verla sino adivinarla entre la bruma; entonces
quise creer que mi arrepentimiento postrero, esas navajas de hielo que
rasgaron el lienzo de mis pensamientos y amenazaron a mis latidos,
respondían a los tristes días que se suceden durante el invierno.

El cielo había tomado tonos grises que empezaban a descomponerse en


proféticos violáceos, invitando a la noche: una noche adelantada o una tarde
llevada a límites atmosféricos. Insistiendo todavía con lo del orden, me dirigí al
clóset y lo cerré. Mejor dicho, corrí la urdimbre de cuentas que protege a mi
poca ropa colgada de la pared; luego, al virar la mirada sobre mi lado izquierdo,
pensando en dónde había dejado mis pastillas, el despertador lunático volvió a
gritar activado por nadie. En tales ocasiones debo de someter mis arrebatos
para no lanzarlo a la calle por la ventana. Lo sofoqué debajo del colchón con
todo y su bulla que no podía silenciar por más que lo abofeteaba y le
presionaba y presionaba el maldito botón. Pensé en repetir el pedazo de la
canción que había sido estropeada por la demencia del legado de mi amigo
Renzo; me refiero al instante en el que las guitarras parecen evaporarse, pero
otro pensamiento se me atravesó: “siempre se te olvida algo antes de salir”.
Los cigarros. Las llaves. La billetera. Una hornilla encendida. Todo estaba tal y
como debería. Mas recordé que otra persona también esperaba la llamada.
Bueno, mi llamada producto de la llamada. Se lo había prometido y claro, había

180
que cumplirle. Así fue que luego de encender un Camel, cogí el auricular y
llamé a Lucía, la pequeña asesina.
Me demoraba en explicarle cómo llegar y el maldito despertador que
seguía gritando debajo del colchón; mi cigarro estaba por la mitad. Tenía la
garganta reseca, como empolvada; en una pausa, estiré el brazo y me serví
otro trago. Ocurre que Lucía es tan hermosa como testaruda y si tiene que ir
más allá del malecón, no lo hace fuera de su burbuja negra.
Era complicado para mí indicarle la manera de ir a un lugar al que yo
nunca había ido. Pero me las arreglé con la ayuda de los planos en las Páginas
Amarillas (para algo sirve la Telefónica), manipuladas torpemente sobre mi
cama que era estremecida por el despertador orate.
Transcurrido un breve silencio en la línea, la delgada voz de Lucía llegó
tropezándose hasta Piero Buccardo.
– No, no puede ser, Piero, te mato… no me digas que eso que está
sonando es el despertador de Renzo… lo conozco bien.
– No, Lucía, –Piero, fumando sentado al borde de la cama, daba sobre sí
pequeños saltos en un intento por silenciar al despertador– es Slowdive,
pero mira…
– Oye, no te hagas, me refiero a ese ronquido que se escucha al fondo;
que si me decías Sonic Youth, mira, me lo creía.
– Ah, bueno… sí, Lucía. Mira, será mejor que tomes un taxi y le pidas
que...
– Te pasas, Piero. No me habías dicho que aún conservas el
despertador… vaya amiguito que tengo… y después estás con tu cara
de sonso rogándome que te cuente todo lo que me pasa en la
universidad; te fregaste conmigo… ¡Qué cólera! –hubo un instante de
silencio en el que ambos pensaban qué decir o qué responder– Pero
sabes qué, te perdono –el despertador iba cediendo a la asfixia pero sin
alejarse de la conversación; Piero Buccardo, abochornado sobre su
cama, se cubría el rostro con la mano que sostenía el cigarro y
agachaba la cabeza–. Te cuento algo ¿ya? Mira, anoche tuve un sueño
en el que Maira estaba pequeñita y me llevaba de la mano dentro de un
museo... Pobre mi hermanita... ¿recuerdas que Maira y Renzo se

181
conocieron en el Museo de Bellas Artes? Ese par de locos de verdad
que se amaban, ¿no? Cuándo llegará alguien que de verdad me quiera,
alguien por el cual yo también quiera matarme alguna vez, alguien que
al menos me tome en cuenta cuando me dan mis pataletas; Piero...
alguien que me ame tanto hasta que dentro suyo no le quede nada que
no sea yo, como decía Renzo.
Las últimas palabras de Lucía parecían haberle inoculado a su
interlocutor una dosis de melancolía; pues de dos intensas y consecutivas
pitadas liquidó lo que le quedaba del Camel; luego, lo comprimió dentro de
la caracola que usaba como cenicero y al retornar la mirada desde la
ventana hacia sus piernas, fue víctima de un leve escalofrío que lo obligó a
llevarse la mano libre al bolsillo de sus Levi’s.
– Cada vez que los recuerdo –prosiguió Piero Buccardo, apabullado por
su memoria– me siento muy solo; como si el mundo se hubiese detenido
luego de lo que les pasó en el puente Armendáriz. Península. Ellos
creían que había una península bajo el puente, Lucía, no sé si alguna
vez te lo dije, una península suspendida ahí, asida de algo que no creo
consigas entenderlo; pero eso creo que creían, y por un tiempo, ¿lo
sabes, no? yo también lo creí y aun a veces, tan solo cuando pienso en
ellos y me asomo a esas barandas y el viento viene a palmearme los
hombros, a querer consolarme o empujarme, también creo verla
flotando: sus playas, ese brazo de tierra y peñascos que le gana dominio
al mar y abre sus costas a profesos náufragos, seres provistos de
sueños, penas y poesía; aturdidos de amor, de locura y de odio, pero
también de incertidumbres; noches o tardes, pequeña Lucía, en que las
certezas desaparecen del mundo y también se lanzan, envueltas en sus
palabras como románticos deseos, a aquellas playas suspendidas bajo
el puente, sobre los carros que cruzan debajo, silbando de vértigo o
velocidad, Lucía, incapaces de presentir nada sobre sus cabezas y
sabes, pequeña Lucía, no desistas ni acudas a ella a otra cosa que no
sea pensar en los ahí caídos, que ya pronto vendrá alguien, alguien que
te ame de verdad, que te merezca, pequeña Lucía, no algún Bucéfalo
sobreviviente ni ningún remanente de Los Tres Veces Dulce, de los que

182
felizmente lograste escapar aunque sea tardíamente… Yo te advertía
hasta el cansancio que El Burrito te miraba con malos ojos pero terca tú,
insistías… no desmayes, pequeña, el día menos pensado alguien
cruzará su sendero con el tuyo y no te dejará marchar en solitario nunca
más… y mejor lo dejamos ahí, Lucía, vamos, no nos pongamos así que
ya sabemos cómo terminaríamos –se incorporó e inhaló copiosamente
para luego exhalar fuera del auricular–. Mira, será mejor que vayas en
taxi. Llama a Taxiseguro y pídeles que…
– Yo sé cuánto querías a mi hermana, Piero. También cuánto amabas a
Renzo. Y cosa extraña, sé, incluso, cuánto amabas la relación que ellos
tenían: pero no sé cuánto me amas a mí, y eso, más en invierno, me
pone a pensar sin sentido...
– Te amo bastante, Lucía, bastante…
– Sí, pero no es ese amor el que yo necesito… Ahora sé el porqué del
nombre de tu poemario que tanto ocultas; tu misterioso poemario ha
adquirido la personalidad de su título y así, es casi tan espectral como la
península de donde proviene, y eso me agrada, a pesar de que solo me
has dejado leer algunas cosas sueltas que seguro ya han transmutado
en otras que tal vez nunca podré leer… recuerdo que me gustaba leer
hasta el cansancio aquel que hablaba de un Mago… El Balurdo decía
haber leído algunos textos tuyos rescatados del fuego o algo así, que le
parecieron imposibles en alguien como tú, pues al principio era él quien
más desconfianza te guardaba; y nos dijo, además, que fue por aquellos
versos torrentosos y profundamente solitarios que su voto fue el que te
dio el breve liderazgo de Los Tres Veces Dulce a la muerte de Renzo,
hasta que tú decidiste vivir a tu aire lejos de nosotros, y ya sabes lo
pésimo que la pasaste durante años, lejos de los tuyos… Cuando nos
enteramos que estabas en prisión, La Princesa Hierba soltó una
carcajada y nos dijo que se había cumplido la maldición… que nadie
deja a Los Tres Veces Dulce sino hasta la muerte, como lo hicieron
Maira y Renzo, como lo hizo aquella puta que nunca hablaba y se decía
poeta de amores rotos, cuando no era sino la puta de El Balurdo y de El
Burrito o de cualquier muchacho letrado que le ofreciera una jungla en

183
un cigarro; y en los amaneceres, cuando ya nadie quedaba consciente,
tan solo yo porque sabes que nunca he bebido ni volado mucho, veía a
la sucia puta meterse entre las piernas de La Princesa Hierba y alocarla
también a ella; al final, Piero bello, creo que nunca nadie la quiso por
arribista y promiscua, y pensar que más de una vez justo por ello la he
envidiado; aquélla, su muerte, nadie jamás lamentó ni delató; aquel
crimen no lo fue tanto por tratarse de ésa… es lo que me deja tranquila
después de tantos años… Pero está bien, flacucho, dejémoslo ahí y
dime qué cosa es ese ronroneó esquizofrénico que alcanzo a oír...
– Nada Lucía, nada. Mira, llama a Taxiseguro y...
– Pero lo del despertador de Renzo, Piero embustero, te pasas. Cuándo
pensabas contármelo, ¿ah?
– No es nada, Lucía… es que temía que me lo pidieras, tú sabes que no
podría habértelo negado. Sabes lo dificilísimo que me resulta decirte que
no. Aparte que el despertador, así demente como está, de alguna
manera me acompaña... pero espérate, pues, no te enojes, mira, luego
te cuento, ¿si? Estábamos en que los taxis suelen coger la avenida
Arequipa y después toman la…
– Piero, ¡qué pesado que eres! No sabes cuánto te odio cuando te pones
así. Parece que no me hubieses escuchado: voy a ir en mi burbuja
negra. Tú sabes lo triste que se pone si no la llevo, así que ya deja el
rollo del taxi y dime cómo puedo llegar sin que me pierda y más bien
apúrate que todavía tengo que hacerme las uñas… oye –apoyada en el
alfeizar de la ventana que entrega al malecón, alejó su mirada de las
uñas, y extrañada, le echó un vistazo al cielo marino–, Piero, ¿te has
dado cuenta de lo nublado que está todo? Creo que esto es lo que
llaman panza de burro ¿no?
Las preguntas de Lucía y la voz de ultratumba del despertador.
Slowdive en el portátil y en la conversación. La pieza como revisada por
mafiosos o detectives. Un vaso de vodka al lado del teléfono. La estática
opacidad de la terraza y las gaviotas que revoloteaban afuera y
curioseaban a través de los cristales. La explicación casi infantil de Piero
que todavía no terminaba de coordinar las manzanas y las esquinas y,

184
sin embargo, Lucía interfería para añadirle algún absurdo al plano mental
que él trataba de esbozarle; un plano en que todas las manzanas de
Lima, inmiscuidas en el trayecto, habían sido demolidas o cubiertas por
un manto de invisibilidad para dejar un recorrido cartesiano y limpio por el
que debería de transitar Lucía unas horas después. De algún modo
tendría que arribar a Breña. Cincuenta minutos o un poco más. Un
distrito popular y enredado, cimentado en el casco antiguo de la ciudad.
Lucía me ofreció llegar en media hora a pesar de que nunca terminó de
entenderme. Tuve que calmarla. Mi abuela me había citado a las cuatro
de la tarde y Lucía no debería de llegar antes. No se me ocurrió qué
decirle luego de que me preguntó que qué podría hacer mientras tanto.
Así es Lucía. Poco antes de colgar me dijo que la estaba poniendo
nerviosa; además, que le había dado hambre e iría a buscar algún
bocado debajo de su cama sino en el clóset. Tal vez, mientras discute
conmigo por teléfono, guarda su mirada de niña buena, así como cuando
la reprendo; la verdad es que casi no la entiendo cuando se pone así. A
pesar de todo, seguíamos en la línea. Apresurados, acordamos que
llegaría alrededor de las seis. Colgamos.

Terminé de un trago el poco Stolichnaya que quedaba en el vaso. Sentía


que con el calor que bajaba hacía mi estómago, una nube vaporosa se alojaba
en mi cabeza. Sucede que Lucía es una chica muy desordenada y para
desorden, basta con el mío. No hace mucho que se asustó al calzarse las
botas. ¡Carajo… Piero! Sus ojos negros se pusieron más enormes y palideció
por un momento con aquella expresión que la hace verse tan vulnerable; como
la vez en que, hace no sé cuántos años, tuve que consolarla en la terraza de su
casa, la misma tarde que nos enteramos de la muerte de Maira y su madre me
llamó al borde de un ataque de nervios para que viniera a Barranco a calmar a
la pequeña Lucía. Recuerdo que aquella fue la primera vez que sostuve una
charla seria con Lucía, a pesar de su corta edad: estábamos apoyados en el
parapeto de su terraza, viendo al Pacífico adormilado sobre la Costa Verde a
principios del ocaso. No sólo charlamos como adultos aquella tarde nefasta

185
porque la penosa noticia parecía haberla destruido, sino también porque recién
en ese momento comprendí que Lucía estaba empezando a ser mujer; cosa
por demás tonta pues acaso qué se yo de mujeres o qué sabía yo de ellas a la
mitad de mis veinte, pero eso percibí y entonces conversamos de muchas
cosas de su hermana y de Renzo; cosas que en el fondo deseaba yo que
jamás se repitieran en ella, pues una muchacha inteligente, inocente y
talentosa como lo es Lucía, que entonces empezaba a recorrer una
abrumadora adolescencia, no merecía andar por las tormentosas vías que
cuando jóvenes nosotros habíamos horadado afiebrados de poesía. Y tiempo
después cuando estuvimos en su habitación, me sentí mal al hacerle notar que
esa manía de morderse los costados de la lengua, no le hacía nada bien. Se
veía tan frágil mi pequeña asesina. Hay algo adentro… lo juro por mi
hermana… ¡hay algo ahí! Lo decía aterrada, colgada de mi cuello y señalando
unas botas a dos pasos de ella, al pie de la cama. Todo iba medianamente
bien, si es que algo puede marchar bien en el dormitorio de Lucía que antes fue
el de Maira, hasta que algo flácido le detuvo el pie desde el interior de una de
las botas. Tuve que reprenderla. Que sea más cuidadosa con sus cosas y que
yo a mis veinte me las arreglaba solo. Eran pamplinas, por supuesto; mamá o
la abuela eran las que ordenaban mi habitación mientras yo estaba en la
universidad o en el parque, recuerdo. Luego, mientras se limpiaba los pies de
esa sustancia repugnante y se cambiaba de medias, trepaba hacia mí esa
mirada que es el mejor pretexto para respirar. Después, entornaba los ojos y su
mutismo me decía que algo estaba andando por su cabecita. Algunas veces la
he figurado en mi cama: sobre mí, delgada y ágil a contra luz. Pero no. No
podría hacerlo. Cada vez estoy peor. ¿Dónde están mis cigarros? Maldito
invierno que sólo viene para estropearlo todo, ¡Todo! Lucía. Hermosa y
testaruda. Es extraño lo que me pasa contigo desde que todos se fueron. Me
confundes tanto, pequeña asesina, ¡tanto! Pensar que sólo me quedas tú y a la
vez me dueles mucho. Cómo harás para ir a Breña desde Barranco en tu
burbuja negra si apenas puedes recorrer las periferias de Miraflores. Ahora no
quiero ni pensarla conduciendo extraviada y atolondrada por la Arequipa, por
Wilson o en la curva del atolladero de la Plaza Bolognesi, peleándose con las
combis desde su Volkswagen o detenida al centro de la pista para hacerle una

186
consulta al policía de tránsito, a la señora de los confites, a los niños que
limpian parabrisas o a los que respiran de una bolsa; a cualquiera que
estuviera al alcance de su voz en el momento en que la abata la desorientación
y necesite comentar lo trágico que es salir de Barranco y lo ansiosa que la
ponen las tardes de lluvia. Se quedaría ensimismada mientras el semáforo
pasa del rojo al verde y el tránsito en su carril se detiene luego del alboroto
sinfónico de los cláxones y de los pitos y ella también tocaría su bocina pero sin
saber por qué; maldeciría a todo el mundo aferrada al sólido timón perla de su
Volkswagen del 68 mientras que la llovizna continúa mojando la ciudad y los
cobradores se aglutinan en torno a su pequeña máquina para hamaquearla e
insultarla y decirle, con las manos y con muecas de chimpancé, que está loca,
y el policía que ya viene muy molesto con el bigote chorreando y con la libreta
en la mano que hace toc toc en el vidrio ante los ojos gigantes de Lucía en el
bigote empapado del custodio así que buenas tardes señorita y parquéese a la
derecha, por favor. No quiero ni imaginármela.

Sin embargo, Lucía estaba más preocupada que ansiosa y


caminando de aquí para allá en su habitación mientras se hacía las uñas.
Miraba al reloj sobre la cómoda y calculaba que le quedaban al menos
unas dos horas para terminar de alistarse; luego, se volvía a mirar las
manos con los dedos recogidos hacia ella. Escatimaba las diferencias
cromáticas del esmalte sobre sus largas uñas y después las mimaba con
soplidos que pronto perdían la compostura. Insatisfecha con los
resultados, procedió a abanicar los dedos a una velocidad asombrosa,
pero cuidando de no toparlos con nada ni entre ellos. Los colores de la
tarde, que se asomaban por la ventana expuesta al malecón, no
correspondían a los usuales a esa hora del día ni a dicha ventana. Una
de las pequeñas alegrías de Lucía era poder ver el faro desde allí. No le
importaba si es que durante el día permanecía apagado e inerte. Si se le
había roto un pedazo de la baranda. Si la roja-y-blanca no estaba izada.
Si lo habían cercado para que nadie intentara trepar por su espiralada
columna vertebral hasta el balcón de guardia y se arrojara desde ahí o

187
para que los niños no volaran sus cometas encaramados de las últimas
barandas de la cúpula. Ella era feliz con verlo tan solo, o con imaginar
que todavía seguía sembrado en el parque, sobre una escalonada peana
de cemento que hacía las veces de una gradería circular, en donde
algunas tardes se sentaba junto a Piero a charlar sobre los viejos poetas
de los cincuenta, o sobre los libros que no podrían o no deberían ser
llevados al cine, o sobre las nuevas tendencias de la moda europea o
simplemente, sentarse a inventarle, a dos manos y a dos bocas, una
nueva biografía al faro de Miraflores: venido a pie desde las costas de
Cartago, pisando el fondo de todos los océanos del mundo hasta que
asomó su único ojo luminoso en el horizonte limeño, una noche cuando
nadie lo vio. Aquel gigante abrigado por una chompa epóxica de franjas
negras y blancas y que por las noches iluminaba el mar con una linterna
de minero en socavón, delatando grietas y fisuras en los muros de la
noche, y cuya estela de luz, antes de regresar en su esclavo recorrido,
casi podía besar su fachada y las enredaderas que de ella pendían. Pero
no. El faro también había sido engullido por la baba de neblina y tampoco
podía divisar la azotea en donde vivía Piero Buccardo, a pesar de ser
una de las cimeras del balneario. Esta tarde todo es gris. El esmerilado
reflejo de un cielo postergado que se filtraba por la espesa neblina, y que
Lucía podía percibir desde la ventana de su dormitorio en el segundo
piso, con las cortinas descorridas y los cristales cerrados que soportaban
el viento que empujaba las olas hacia la playa; el mismo jadeo que
también lanzaba a la llovizna contra su ventana. Un tanto satisfecha al
observar que el negro iba secando sobre sus uñas, agitaba las manos
con menos intensidad. Atraída por el repiquetear de la lluvia en la
ventana, se aproximó al vano. Pudo constatar, angustiada, que poco o
nada quedaba por ver del otro lado: apenas el estrépito de las olas al
romperse contra la playa y algunas llantas derrapando en el asfalto
humedecido, le indicaban movimiento en la otra realidad. La negación del
cotidiano paisaje ante su mirada, la hizo atisbar temor ante su próximo

188
recorrido dentro de su burbuja negra y bajo un cielo que se traga todo y
escupe solapadamente durante horas. Sus ojos negros trataban de
cazar, casi al instante, cada gota que se estrellaba contra el cristal y que
luego se escurría, agónica, rastrera, hasta empozarse al pie del marco
para engordar el pequeño lago sobre el derrame. De pronto, algo pareció
perturbarla. Algo ajeno al exterior. Su postura se tornó tensa; los labios,
que hasta ese momento habían permanecido laxos, frescos, entornados,
se endurecieron y secaron tanto como su mirada. Continuaba frente a la
ventana pero parecía no estar allí. Sus ojos proseguían recorriendo
dichos cristales, pero con una cadencia que iba en aumento. Esta vez
intentaban anticiparse a la ubicación de la siguiente gota de lluvia, y de la
próxima, y de la otra. Sus manos retomaron el ritmo incontrolado del
inicio, mientras que la breve redondez de su pecho, cubierto por una
chompa azul, se agitaba como un pez agónico y rebelado contra la
muerte, delatando lo convulsivo de sus latidos y su respiración, que abría
y cerraba apresuradamente las aletas de su nariz. Una gota de lluvia.
Dos. Cientos. Miles contra su ventana. Las olas y los autos. Su
respiración. Transpiración. Imágenes de ella en la terraza varios años
atrás, ensangrentada y aturdida. Una tijera en sus manos. Su hermana
muerta en el Puente Armendáriz. La húmeda limpieza de su frente. De
sus cabellos negros. Sus manos. Los movimientos atrofiados de sus
párpados. Sus días y noches agazapada en el clóset a la muerte de
Maira. Los ojos en la lluvia que se tatuaba en la ventana. Los labios
templados. Su lengua entre sus dientes. Las olas afuera. Adentro. El
asfalto empapándose. Los autos. Sus manos oscilando, la puerta que se
abre y su madre que entra y corre a abrazarla, a aferrarla contra su
pecho y a pedirle que se tranquilice, que ya todo va a pasar; que todo
estará bien y ahora estaba con mamá y nada malo podría sucederle; no
obstante, la lluvia continuaba resbalándose por su ventana.

189
Piero Buccardo terminó de alistarse con la mente puesta en los
movimientos de su amiga conduciendo descompuesta por el Centro. Luego de
verse demacrado y desencajado en el espejo del baño, sintió deseos de volver
a ser joven y lozano, acaso impetuoso. Estaba a punto de acceder a una de las
inusitadas ambiciones que lo mantenían intrigado, y nada menos que en la
íntima compañía de su abuela y Lucía; aún así, la vida y los medicamentos lo
habían convertido en un nuevo cuarentón que no sentía ninguna afinidad con
aquella perdida juventud. Un tipo que, no obstante haber atesorado un talento
no despreciable para las finanzas, había optado por subsistir de las pequeñas
remesas que pactara con Assicurazioni Ponti, su último bondadoso empleo, a
su renuncia o incapacidad declarada entonces. Una renta que le había costado
la plúmbica soledad que lo arrastrara al fondo de sus más recónditas
tribulaciones y de las que, aunque algunos no opinen igual, aún no se había
liberado. Sus manos temblorosas se hundían en las encanecidas sienes y
llevaban su cabeza hacia atrás, para luego entregarle al mismo tipo frente al
espejo. El vaso de vidrio, con el cepillo de dientes y la descartable, lo distrajo
por un momento. Traía en los bolsillos, y colgado a su cuello, lo necesario para
acudir a la cita. Se había descubierto nuevas arrugas bajo los párpados y los
ojos más endebles, pero eso no le preocupaba. Sin embargo, al trasponer el
rostro de su difunta joven esposa sobre el suyo, una extraña vitalidad lo
encendió por un segundo; una salva de esperanza en los cultivos de la muerte;
luego, lo dejó más desolado y con una desconcertada lágrima que empezaba a
recorrer los pliegues de su rostro.
Le parecieron distantes estas lágrimas de las anteriores. Sólo intuía que
también se debían a ella, o a lo que de ella quedaba en él. Tuvo la impresión
de que sus facciones continuaban adheridas al espejo, a pesar de que él ya
estaba abandonando el cuarto de baño, distraído por el rugido de un avión que
parecía estar aterrizando en su terraza. Aún así, prosiguió. Sabía que ni él ni el
semblante que se había quedado sobre el lavatorio estaban más ahí, además,
que tenía que descender los catorce pisos por las escaleras y cruzar el lobby
hasta penetrar en territorio enemigo: la calle.

190
Llovía y estaba oscuro para ser tan temprano. No puedo quejarme del
recorrido en el taxi. Pudimos evitar la Plaza Bolognesi y antes, también, nos
conducimos por calles alternas. El conductor, un oficioso anciano de mirada
lánguida, me relataba las pasadas maravillas del ahora decrépito distrito
mientras que los ambulantes, canillitas, pirañas, meones y dementes se iban
quedando atrás, con los postes y paraderos que publicitaban a Dina Paucar en
el Divós. Tomé una foto larga y difuminada de una fachada empapelada con
todo tipo de propagandas: desde “Visas a EE.UU con contrato de trabajo” hasta
“ZAFIRO: amarres, baños de florecimiento, se leen las cartas, se cura daño,
infertilidad, atrasos.” Una foto larguísima y colorida que me parece van a
echarla a perder los obreros de SEDAPAL que están rompiendo
enfermizamente la pista, como buscando añejos tesoros o cadáveres que
probasen alguna barbarie.
Una vez en la intersección, que cruzamos a pesar del rojo, el chofer me
señaló un balcón casi destruido pero hermoso; uno en el que alguna tapada, o
la Perricholi misma, no hubiera desentonado. Pero nada jovial ni esperanzador
se hallaba en él entonces, sino, una anciana sentada sobre una mecedora,
tejiendo una larga bufanda que escapaba a los pomposos balaustres y bajaba
a la calle como una sonámbula anaconda multicolor. Tejía desentendida del
tiempo pero mirando a la baba que oscurecía a la ciudad. En el taxi, las
plumillas desgastadas, con un molesto chirriar, iban y venían sobre el
parabrisas. El chofer me hablaba de algo que yo no entendía; balbuceos de
una vida en las cavernas, o describiéndome sin motivos algún arrabal
arrancado de algún tango, o quizás se estaba acomodando, con la lengua
contra el paladar, la dentadura postiza solamente y yo imaginé el resto. Me
admiré en cuanto me vi a mi mismo, si esto es posible, de cómo yo miraba ese
rectángulo de ojos suyos (un rectángulo de ojos que parecía hecho en papel
crepé rescatado del tacho) a través del retrovisor en que se reflejaba el
conductor. Me odié por verme, o por imaginar verme, aunque sí sentía en mis
gestos que estaba sosteniendo una sonrisa estúpida, de esas que uno dibuja
en el rostro hasta porque le preguntan la hora o cuando le extienden la carta en
algún chifa. Quise corregirme. Me volví contra las fachadas que se sucedían a
nuestro paso, y a las pocas cuadras descubrí que todavía sostenía mi estúpida

191
sonrisa. Un zapatito de bebé, colgando del espejo, se balanceaba
desordenado. Quise encender un cigarro, pero un gesto áspero del conductor
hizo que lo regresara de mis labios a la cajetilla y me rascara el mentón.
Aunque la llovizna seguía mojando las calles, la baba mantenía su algodonado
gris ¡Estos tipos del SENAMHI no atinan ni una!, logré entenderle al conductor.
Imposible pensar en otra cosa: Breña posee una arquitectura que se aferra de
modo macabro al colonialismo, al mismo esplendor del virreinato y al principio
de la era republicana, en que todo era neo barroco; pero también se aferra a
las inmundicias nacidas no hace mucho, a todo junto a su vez y a nada
definido; salvo que quisiera extraer el reciente balcón y colocarlo, como una
pieza de rompecabezas, en Torre Tagle, pensaba. Por lo sórdido, algunas
calles dibujan una perdida y alterna Inquisición. Un patíbulo urbano y
arrendado, pensaba. Pero lo que me tiene preocupado es la baba. Breña no
cuenta con edificaciones importantes, como las del malecón, no obstante, la
neblina ha descendido considerablemente hasta respirarle muy cerca a las
cornisas. ¿Hasta dónde irá a descender? ¿Llegará Lima a convertirse en las
brumosas costas de Cártago?

En el 322 de la calle Libertad lo aguardaba su nonna. Ya no era extraño


verla vestida de luto después de todo este tiempo. Estaba intranquila y se
podría decir que inclusive, arrepentida; pero no de haber llamado a su nieto:
sino de haberle atado al perro las patas y el hocico. Aun así, fiel a los
requerimientos de Camila, sua vecchia amica, permanecía sentada al lado de
ella, a un margen de la cama. Había adquirido una singular postura en aquella
casa. La costumbre de permanecer en silencio durante largas horas y con la
espalda erguida mientras le prodigaba cuidados a Camila. Sostenía sobre sus
piernas la jofaina que contenía el agua tibia con manzanilla que le frotaba
maquinalmente por el rostro con un paño. Algunas veces, la mirada abúlica y
decrépita de Camila despertaba, no sin letargo, y la sorprendía enjuagándole
las facciones. Por lo demás, aparte de los berridos agónicos y la repugnante
flatulencia que la coronaba en su lecho de muerte, Camila parecía no existir
bajo las sábanas. ¿Desde cuándo eran amigas? ¿Cómo se conocieron?
Lamentablemente ya ni ellas lo recordaban. Nos conformaremos con saber que

192
mucho antes de que Camila sintiese la pesadumbre de la muerte respirarle al
oído, era una mujer robusta y de mediana estatura, poseedora de una
extranjera belleza que los años habían acentuado, y cuyo marido, un
comerciante de cueros y calzados, siempre menospreció. No era inaudito que,
en ese tiempo, Camila guardase claustro en su lujosa casa de la novísima San
Borja, donde gastaba los días sino conversando con los estorninos en el jardín
posterior, limpiando el menaje español, los cubiertos de plata, desempolvando
la cimera de los estantes, anaqueles y la porcelana pero sobre todo, dibujando
al carboncillo los ebúrneos canes, en escala natural, que habían adquirido en
Sudáfrica durante su luna de miel y mientras se formaba en su vientre el
primogénito heredero. El marido cruzaba el Atlántico varias veces al año, por
negocios, hasta que nunca más regresó. El hijo único, producto de las tórridas
noches de amor que vivieron en el Continente Negro a finales de los cuarenta,
jamás heredó la habilidad del padre para los negocios, pero sí su afición a los
naipes y a la bebida. Es así que a finales de 1969 y casi en la ruina, Camila
decide vender la lujosa residencia de San Borja y sus más preciados objetos.
El hijo había partido hacía algunos años a Portugal en busca del padre, de
quien conocía la residencia de sus oficinas en Lisboa, donde comercializaba
con algunos gitanos; pero sabía, además, que su padre, un aburguesado y
obeso comerciante de voz pastosa algo más joven que su madre, gustaba de
pasar los meses cálidos en Oporto, a las tardes de ninfas en tules, bebiendo
vino dulce y degustando callos guisados en ajos. Los estorninos se esparcieron
por el cielo de Lima. Ella, compró una pequeña casa de corte colonial en
Breña, donde vive desde entonces con algunos vejestorios que le rememoran
los años dorados y con una cuenta bancaria que le ha alcanzado para vivir, si
bien no con soltura, con dignidad. Continúa ahí, donde la hemos dejado hace
un momento, en el que fuera su aposento solitario desde siempre y en donde
ha decidido esperar, con la pasividad de su única amiga, a que la muerte se
apiade y arremeta contra ella de una buena vez; y así, quede libre y sin huellas
de la putrefacción estomacal que la condena desde hace años y que además,
mal intencionadamente, ha sabido divertirse con su cuerpo.
Fiel por naturaleza, la nonna esperaba sentada al lado de su amiga, y le
refrescaba el rostro que hervía de fiebre, con suavidad, mientras le canturreaba

193
algunas estrofas de Ma L’amore No, que le eran recitadas a ella por Alida Valli
desde el pasado, o desde un disco tocado en el pasado, más preciso desde
alguna empolvada tarde italiana, de cuando los bombarderos ya habían dejado
de ennegrecer los frágiles cielos de Roma. Camila yacía en su amplia cama,
cubierta de sábanas y edredones no obstante la fiebre; pues los escalofríos
arremetían sobre ella, quien ya no podía quejarse siquiera. Bombón Caligari,
maniatado a la pata del ropero y amordazado, estaba inquieto. La nonna de
luto, al lado de Camila y canturreando afónica en una habitación envuelta en
funestas vaharadas de formol y naftalina. Ya no queda tiempo para nada.

Piero Buccardo venía en un taxi rumbo al encuentro de su abuela.


Guardaba entre sus dudas el rostro de la vieja y desconocida Camila, de
la que su abuela tanto le había platicado, pero también el rostro del
chofer que me miraba por el retrovisor porque me pareció demasiado
viejo para estar detrás de un volante; sin embargo, calmos, dimos unas
cuantas vueltas por plazuelas olvidadas, calles angostas y carcomidas
hasta que de pronto dobló a la izquierda, en la esquina con
Independencia, pasando por alto esa prohibición.
Encontramos la calle Libertad tres cuadras luego de atravesar la
avenida Arica. El chofer insistía en que los postes debían de encenderse
más temprano en días como éstos. Al final se rindió y aseveró, siempre
por el retrovisor, que éste había sido un día de los más extraños. El
zapatito continuaba moviéndose desentendido de todo comentario,
mientras yo asentía mirando las fachadas derruidas o sin revoque,
también algunas que supuse a punto de desplomarse, miraba los chatos
cornisamentos empezando a ahogarse en la baba de neblina, los
enrejados torcidos de herrumbre y arruinando la arquitectura a latigazos
de intemperie, veía incluso las desoladas veredas bañadas por la
llovizna, la pista misma sobre la que estábamos todavía, y regresé mis
ojos al retrovisor asido como un pescante al parabrisas salpicado de
lluvia, a buscar ahí el reflejo decrépito del conductor para decirle,

194
sonriendo tan estúpidamente como siempre, que el día aún no ha
terminado.

¿Y Lucía? Pobre asesina llorando en los brazos de su mami. Tendría


que recomponerse muy rápido si es que no desea perderse de la cita. Por ello
se enjugó los ojos, cuidando de no estropearse las uñas, con el cuello de su
chompa que estiró desde el mentón, como lo hacía en el colegio. Se deshizo
de los fluidos que se agolpaban en su nariz. Su madre abandonó el cuarto casi
a empellones; pero acostumbrada a ello en los últimos años, sólo se limitó a
mirar su reloj de pulsera y a bajar apresurada las escaleras hacía la cocina,
para controlar el pastel que tenía en el horno, cuya cocción se percibía en las
aromáticas esencias de vainilla y naranja que invadían la casa.

La poca gente que he visto en estos lares, es horripilante. Arrastran los


pies y me quedan mirando con maldad entre sus caperuzas o gorros o
pañoletas calados hasta las cejas, quizás deseando que el taxi se averíe de
improviso frente a ellos para volcarse como hienas sobre nosotros. Como los
amigos de Ribeyro lo hicieron sobre Mr. Good Bye el invierno pasado, cuando
ninguna cuadrilla de bomberos ni de policías pudo hacer nada por evitarlo. Una
calleja corriente, silenciosa, menos derruida que las anteriores, nos recibía
moribunda. La calle Libertad. Las pistas y las veredas fracturadas continuaban
mojándose. Una curva angulosa y laxa hacia la derecha. Mitad de cuadra. El
tramo final. 322. El taxi se detiene con el motor aún en marcha. Las plumillas
iban y venían con los consejos del chofer que se persignaba luego de recorrer
la calle con la mirada y acariciar al zapatito. Le agradecía por el servicio
mientras buscaba los billetes en mi bolsillo, pero más aún por haberme evitado
el tráfico; me recomendó que sujetase fuerte mi cámara en caso decidiera
ambular por los alrededores, aunque insistió en que si gustaba me podía
esperar; luego vinieron más recomendaciones del anciano conductor que me
observaba, siempre desde el retrovisor, como si una tortícolis severa le
impidiera voltear aunque sea para despedirse solamente, y me veía intentar
abrir la puerta de su Datsun amarillo y yo le daba las gracias otra vez. Me puse

195
un cigarro en los labios y abandoné el vehículo, pensando en las últimas
escenas de Taxi Driver.

La puerta de la casa, tras las rejas, se mostraba entornada. Sabía de la


existencia de un pequeño y rabioso can, uno que se afilaba los dientes en los
barrotes oxidados de la reja, según mi abuela; y aunque yo siempre había
tomado eso como una exageración, hoy no pensaba ponerlo a prueba. Bombón
Caligari debía de estar suelto, pensé. Rejas. Todas las casas enrejadas. Un
estilo arquitectónico impuesto por los ladrones en todo Lima. Rejas para las
puertas y para las ventanas. Para las cocheras. Para los tragaluces. Para todo
eso y además, una gran reja para todo el frontis. ¡Una porquería de estilo!
Discretas mazmorras que cobran alquiler cada fin de mes, pensaba. No me las
pierdo y mejor les tomo una foto. Listo. No imaginé que sería necesario el flash.

Luego de resguardar su cámara en el estuche de cuero, se mantuvo


aferrado a los barrotes de acero con ambas manos, soportando la lluvia.
Permanecía inmóvil y con los ojos en la parte inferior de la puerta, en la
abertura, como esperando a que algo reptante, violento y mortal apareciera. La
lluvia parecía haberse empecinado con él. En su memoria, tal vez atraídos por
el sosegado instante arrancado al extravío, se despertaron los parvos
recuerdos de su abuela. Las visitas que le hacía en el nosocomio tras sus
fallidos intentos por no estar más entre nosotros. La noche en que se fugó del
hospital. Arribaron también los nardos en el jardín de su primer hogar. Los
gatos que habitaban la cocina y los muebles, más los de la blanca gata persa
Marilyn que lo vio partir un lejano amanecer. Vinieron, también, algunos versos
que creía perdidos o nunca transcritos. Brunella, su única esposa. Su madre. El
accidente. Los días de soledad y la crisis de la abuela. El auto de su padre
abandonado en el puente con las luces encendidas. El sargento Morales o
Moravia dándole esa noticia a media noche. La última mirada de Chinchurra en
el Escandinavia. Las gaviotas… Mejor tocar el timbre y borrar la pizarra con el
din-don.

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– Bambino, bambino… no has debido de tocar el timbre, mira que la pobre
se podía haber despertado y lo que ella más necesita es… pero vamos,
pasa y ponte cómodo que enseguida te alcanzo un vino; esta lluvia que
no hace sino estropearlo todo… pero vamos, apaga ese cigarro que no
hace sino robarte la vida, déjame mirarte… qué muchacho más bello,
qué estoy diciendo, bellísimo… tienes los ojos cansados, negros y
profundos como los de tu mamma… cómo me la recuerdas… Pero ven,
siéntate que ya te alcanzo una copa, eh, y no vayas a hacer ruido, eh…
fíjate en donde pones los pies; claro, tú no lo sabes, pero en esta casa
todo suena y hasta se han apolillado algunos tablones del piso y de los
muebles –el acento romano de su español y el susurro afónico de su voz
parecían ser cómplices de la lámpara, de los flabelos, de las marinas
colgadas en los muros, del papel decorativo, del estante con el menaje,
de las cortinas bordadas pero sobre todo, del tipo delgado al que cogía
del brazo. Avanzaron con cautela desde el ingreso hasta el centro de la
pequeña sala rancia y empolvada. La puerta de la calle permanecía
abierta e indiferente. Apenas perceptibles, los mocasines y las botas le
arrancaban tímidos lamentos al agrietado piso de madera. Cavidades
que albergaban delicadas y sedosas larvas blancas. Un paso lento
seguido del otro. Su brazo enroscado en el del nieto. Un sendero
invisible y silencioso. Los muebles. La abuela recorría extasiada sus
ojos por el rostro del mozo que aferraba a su cuerpo, y éste, a su vez,
sonreía dulcemente y no dejaba de sorprenderse de estar ahí–, por qué
no te has afeitado; si no es por Camila no nos vemos… ma non importa,
cómo es que decían en mi tierra, la vita è fatta dei addii… Lo que más
voy a extrañar de Camila es el don de reunir a la gente. Imagínate a la
pobre vieja con ese don y sin embargo, siempre tan sola. Me recuerda a
mi amiga, la tuberculosa que vivía en tu azotea y que decía ser la tía de
un tal Ribeyro, ¿te acuerdas de ella? Pobrecita, eh. Casi nada quedó de
mi amiga después de las gaviotas y los gallinazos... esos pájaros son el
demonio por todo Lima.

197
Mi nonna hermosa, vestida de luto, se perdía por el corredor danzando
alguna especie de vals o tarantela. A ella siempre le ha gustado bailar. Incluso
cuando triste. Durante el velorio del tío Bernardo cantaba y bailaba para él, que
por supuesto, no podía verla porque el ataúd estaba cerrado. El párroco, un
escuálido clérigo napolitano que, según mamá, estaba ya tan viejo que parecía
embalsamado, amablemente quiso detenerla. Sabía de lo doloroso que era
para una madre perder a un hijo; más él todavía, que seguro ha visto fenecer
pueblos enteros, recuerdo que me decía mamá. Pero fue en vano. Bastó un
¡finocchio di merda! con el puño en alto para petrificarlo (supongo que entonces
mi nonna era más fuerte) y casi provocarle un paro cardiaco o un preinfarto.
Nadie en la iglesia se había animado a decirle nada. Acabaría llorando
abrazada al féretro, rompiéndose las uñas en su desesperación por abrirlo.
Mamá recién intervendría en aquel instante. Reacomodaron el púlpito y las
ofrendas. Mi mamma bella suspiraba las veces que me lo contaba. Mi nonna lo
niega todo, todo; incluso la muerte de su hijo, mi tío Bernardo. La misa
proseguiría guiada por los monaguillos, con el párroco recuperando el aliento
sentado a lado de San Benito, y la abuela aferrada a mamá y tarareando
afónica desde su asiento las melodías de Ma L’amore No. Pero ahora no
estaba triste. No, por supuesto que no. Cómo iba a estarlo si después de todo,
su amiga, la vieja Camila que tanto la quería, había cumplido la promesa. Es
decir, estaba a punto de cumplirla: acaso su última promesa. Lo cierto es que la
casa todavía me parecía extravagante. No era fea sino anómala.
Misteriosamente acogedora. Solitaria. Sí. Claro. Solitaria y aburrida. Yo no
podría vivir ni siquiera un par de días en un lugar como éste. Abres la puerta de
la calle y lo primero que te revienta en los ojos es la tremenda reja de fierro
negro con esas puntas romas que la coronan toda, como esperando a los
moros. Luego la vereda y la gente que camina como estantigua. La lengua de
asfalto. Los autos que transitan lentos y poseídos por el tedio de la tarde. La
acera de en frente. Más rejas negras. Frontispicios monótonos y envejecidos
desde la época de Piérola. Ventanales. Muerte ocultada inútilmente tras las
cortinas, recluida, espiándonos, y siempre, encima de todo, la baba, ¡la
grotesca baba de neblina! No. No soportaría más de dos días con semejante

198
panorama tan distinto al malecón en donde vivo gracias a mi abuela, que ahí
viene bailando y haciendo equilibrio con dos copas.
– Qué haces de pie, bambino. Toma, es el tinto que le regalé a Camila
para su cumpleaños número ochenta y uno, me parece, hace dos
años… no, tres, ma non importa. Bébelo para que te abrigue el cuerpo.
Disculpa que no tenga vodka; esa porquería rusa no sé por qué te gusta
tanto. Puedes creer que tiene en el sótano una bodega llena de botellas,
barriles, portolas, kerosén, sogas y más cosas que no sé qué hacen ahí
ni desde cuándo las tiene, eh, tampoco sé para qué cazzo serán las
máscaras de cuero… ¿Cómo? Sí, ya sé que todo el mundo me decía
que no la visitara. Pero sucede que no es como se lo imaginaban, ya
verás; pero tú, bambino bello, tú nunca me decías nada, eh, inclusive
sabiendo que venía a ver a la pobre Camila, luego te cuento lo de il suo
marito, un figlio di Troya que le robó su juventud y la abandonó por una
porca puttana lusa. Pero ven, vamos, déle un baccio a su nonna, venga,
estos besos son los que me mantienen viva, bebe tu Chianti, bambino…
¡cien anni!
Quise sentarme. Sin embargo, me parecía bochornoso sentarme sobre
unos muebles rojos decimonónicos, manchados de polvo sobre el acetato que
los cubría. Pero mi nonna insistía con su copa en la mano. Al final accedí. Me
entregué a la opaca opulencia del mueble, que al acogerme completamente,
exhaló un tufo polvoriento y añejo. Por un momento me robaron a mi abuela de
la sala. Cuando las pelusas y demás formas volátiles se disiparon, distinguí a
mi nonna sortear la radiola para perderse por el otro corredor. Era de
esperarse. Los estornudos estaban próximos. Los podía sentir abriéndose paso
desde mis ojos. Descolgué la cámara de mi cuello y la coloqué sobre la mesa
de centro. El vino en una mano. La otra, asfixiándome por un instante y
conteniendo la fluida avalancha que ansiaba despeñarse desde mis fosas y
fallidamente intentó contener los estornudos que pugnaban por liberarse: la
copa de vino se bamboleaba entre sus dedos mientras expelía, varias veces y
de forma estrepitosa, saliva, vino, polvo y pelusas. Al incorporarse y dirigirse
atormentado a la puerta de la calle, los tablones iban despertando bajo sus
botas, produciendo todo tipo de cacofonías resecas que hacían imposible

199
pensar en algo diferente a una inminente caída en el estómago de la casa.
Tensión y prisa en cada paso. Una vez próximo al enrejado, se enjugó las
lágrimas. Los estornudos fueron menguando. Pudo contemplar, otra vez, pero
sin definición, como a través de una cascada, el limitado paisaje de la calle
estrecha en la que se hallaba. Nadie afuera. El cielo convertido en un manto
vaporoso y apretado, que ya coronaba a la ciudad. El tránsito escabulléndose.
Las veredas empapadas. Dos robustas palomas escurriendo la tarde sobre un
cable a lo alto. Un berrido desde el interior de la casa lo hizo girar sobre sí. La
abuela reaparecía preocupada y ligera como una sombra por el corredor. El
berrido lánguido se repetía una y otra vez desde el interior y tras la abuela que
se aproximaba indicándole silencio con el dedo en la boca.
– Shuuu, aún está viva. Mejor quédate aquí, me había olvidado de tus
alergias... ¡Qué terrible! A veces pienso que has heredado la epidemia
que se llevó a mis abuelos, La Spagnola, aunque no creo que esa
maldita peste nos persiga desde los tiempos de Garibaldi; y esta Camila,
lo mejor que siempre tuvo fue el oído –ambos permanecían en la puerta
de la calle, bajo el alero, las veredas aguardaban desiertas,
imperturbables, resplandecientes de lluvia, y tras las cortinas de en
frente se percibían opacas miradas, temblores de curiosidad
despertados por los estornudos–. Hace poco me estuvo contando que
podía oír las hormigas trepando por las patas de su cama, eh, qué te
parece. Yo no le creí. Pero mira, en el momento en que se quedó
dormida, me asomé por debajo, de pura curiosa y allí estaban: rieles de
hormigas trepando hacia ella y extendiéndose desde su nuca. No te
imaginas todo lo que tuve que hacer para dejarle la cabeza libre de esos
bichos, eh, tan visibles aunque silenciosos entre sus ralos cabellos
blancos... no sé cómo no pude verlos antes; ni te cuento cómo le quedó
de irritado el cuero. Bambino, ¿Has visto a las palomas mojadas en el
cable? Qué cielo para más feo se nos ha formado hoy, eh; pobres
criaturas, mejor quédate acá, pero bajo el alero, espera a que todo esto
se disipe; así es siempre, bambino, luego todo se asienta y la casa
vuelve a quedarse en reposo, salvo por Camila. No, bambino, cómo
piensas esas cosas, Bombón Caligari está con Camila, a su lado,

200
esperando como todos, pero en silencio. Aunque debo decirte que
estuve pensando en darle una pulpettina, pero no. Sí, ya sé que no te
gustó que le diera muerte a los gatos de tu mamma, pero eso ya pasó,
bambino, aparte que esa Marilyn no sabía hacer otra cosa que
rellenarse la panza de sardinas y abrirle las patas al primer bastardo que
asomaba los bigotes por el tejado... pero el peludo está en el cuarto, con
ella, pero amarrado, sino no nos dejaría hacer nada, ya regreso.
Piero Buccardo continuaba con la sonrisa formada en los labios.
Colocó la copa vacía sobre el alféizar y con el papel higiénico que sujetaba
entre los dedos, armó muy hábilmente una especie de tapón cilíndrico que le
serviría para baquetearse las fosas nasales. Miraba en derredor y pensaba que
las canciones de Slowdive, Silvania e inclusive algunas de Lou Reed
encajarían muy bien en un día como éste (Fourty days and I miss you / I'm so
high that I've lost my mind). De pronto, un seco golpe sobre la vereda lo
sobresaltó. Avanzó dos pasos hacía la calle y olvidó la protección del alero. La
lluvia pudo hacerse de él. Atravesó la reja. Observaba confundido al ave que
acababa de caer muerta desde el cable. No era una gaviota ni un gallinazo, era
una paloma grande y gorda, plumas marrones, negras y azules. Alzó la mirada
y contempló apenado a la otra ave, su pareja, que lo miraba desde lo alto,
quizás pidiéndole alguna explicación. Así permanecieron los tres por un
instante. Desde lo alto, escurriendo el plumaje, el palomo observaba cómo
Piero Buccardo levantaba el cuerpo inerte de su compañera. La sujetaba desde
la espalda para auscultarla. Los ojos abiertos. Las patas rojas. Era una hembra.
Estaba muerta y empapada. Elevó la vista hacia el palomo y se la ofreció con
los brazos extendidos. Éste, salió volando. El vuelo errático del ave lo
desconcertó, la vio desaparecer en la baba que le pareció más próxima. Su
pensamiento retornó al ave muerta en sus manos. Buscaba instintivamente un
periódico para envolverla y un tacho de basura. No halló nada que le pudiera
servir. La paloma muerta continuaba mojándose sobre sus manos que también
sostenían el tapón cilíndrico de papel higiénico. Retrocedió para buscar cobijo
bajo el alero y luego de sonreírle, la colocó entre los geranios y el muro. Pensó
que las hormigas que habían querido devorarse viva a Camila, podrían luego
alimentarse con la paloma detrás de los geranios, pero no le importó. Un par de

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canciones más se entremezclaron dentro de su cabeza cuando se percató de
que el escozor nasal había menguado. Inquieto, mirando el reloj y pensando en
Lucía, reingresó a la sala; pues ésta, había recobrado su transparencia inicial.

Instalado cómodamente en el sillón, excesivamente grande para el


solitario visitante, sorbió lo último de su copa y se fijó en la hora. Lucía estaba
por arribar. De momento no le preocupó mucho la situación en la que se podría
encontrar su amiga, tanto como la forma en que su abuela tomaría dicha
presencia. Barajaba dos o tres posibilidades de comunicárselo, pero ninguna lo
convencía. Se distrajo un rato en las marinas, en los estantes colmados de
porcelanas, en el pequeño can plateado que gobernaba el anaquel esquinero,
en el ruido de la lluvia al estrellarse contra la vereda, en el aroma que la tierra
humedecida emanaba y que por momentos, apenas breves instantes o
pestañeos, parecía ganarle a la mortuoria atmósfera que se respiraba en la
sala. En eso estaba cuando un portazo, en la calle, lo devolvió a su copa vacía
y al sillón. No lograba divisar, desde allí, a través de la ranura de la puerta ni
por la ventana, el brusco y pausado movimiento que surgía frente a la casa.
Logró oír un sonido metálico, de llaves, tal vez; otro portazo y luego, tres secos
pero sonoros toques de una bocina harto conocida hicieron que se incorpore
violentamente y acuda al exterior: Lucía había llegado.
Se asustó cuando bajó del Volkswagen, entonces decidió volver a él.
Estaba temblando, aferrada al timón, con los ojos gigantes y negros
alimentándose del parabrisas, mientras la lluvia, sin atisbos de escampar, caía
bruscamente sobre el escarabajo. Piero Buccardo, con la copa vacía en la
mano, sorteó las dos gradas de un brinco y hábilmente abrió la reja; en breve,
quedó agazapado sobre la ventana del piloto de la burbuja negra. Golpeaba,
con los nudillos, reiteradas y suaves veces al vidrio que se hallaba cerrado,
pero Lucía no parecía oírlo ni verlo; las gotas se escurrían por la holgura del
cuello de la casaca a su espalda; entonces atinó a coger la manija de la puerta
y la accionó para abrirla. Lucía seguía temblado, aferrada al timón perla que
resaltaba el esmalte negro de sus uñas largas.

202
– Lucía. Lucía. ¿Me oyes? Pequeña, calma, ya llegaste, ya estoy contigo,
vamos, cálmate, suelta el timón y tócame el rostro, ven, dame tu mano,
así... ves, soy yo, el viejo Piero, todo está bien, vamos, te ayudo a bajar.
Ella, a pesar de haber reconocido a su amigo, no abandonaba por
completo la rigidez que se había apoderado de su cuerpo. Por el contrario, el
temblor en sus manos persistía mientras bajaba del escarabajo, protegida por
el regazo y las palabras de Piero Buccardo que cerró el vehículo con
delicadeza, tal vez pensando que su abuela no había oído los portazos previos
ni los tres toques de bocina. Pero esto era pedir demasiado. Pronto lo
entendería así, cuando ante ellos, en el umbral de la puerta de la sala, apareció
la abuela con una toalla mojada en las manos, dándole dobleces, buscándole
la dimensión apropiada, enarcando las cejas bruscamente, dibujando un gesto
que no se podría describir, pues enseguida cambió a otro que si era,
definitivamente, de enojo.
– ¡Shuuu! Caramba, Piero, qué es todo este alboroto y qué eso que traes
en los brazos. Camila se ha alterado y ahora no quiere que le cure las
heridas de la cabeza ni nada. Qué es todo esto, ¿eh? Primero puertas y
luego bocinazos, eh, sabiendo que la pobre Camila no puede... ¿Quién
es ella? –el rostro de Lucía se hallaba arropado en el pecho de su
amigo, quien pronto encontraría las palabras adecuadas para calmar a
su abuela, mientras acariciaba los cabellos mojados de aquella
pequeñez que hacía poco había rescatado.
– Nonna bella, discúlpame, mira, no te enojes, es Lucía, te lo iba a decir,
pero bueno, aquí está, mira cómo se ha puesto, pobrecita, no le digas
nada, luego te explico, ¿si?
– ¿Lucía? ¡Ma que cazzo hace Lucía aquí!, ¿eh? Bueno, bueno, pobre
niña, a ver, dámela, qué es lo que te ocurre, querida, deja de temblar...
pero si estás tan tiesa como Camila, y tú tan joven, eh, querida, no vale
la pena, no me hagas caso, ven, siéntate acá, despacio, cuidado con el
piso que está podrido, pisa sobre mis huellas, ven, así, bene, muy bien,
siéntate, despacio, así; ahora mismo te traigo un vino caliente. Y tú,
Piero, no te quedes ahí parado, luego hablo contigo; ven y dale calor a la
pequeña y ten cuidado de donde pisar... estos muchachos de ahora son

203
cada vez más frágiles, no me demoro, querida, voy a dejar este paño y
te alcanzo un Chianti, e tu, bambino, ¿ti piace un’altra coppa?
– Gracias, nonna, así estoy bien, mira, de veras que lo siento, no quería
causarte molestias, pero es que...
– Claro, claro, si fuese ese orín ruso... pero ya, ya, eso de las excusas es
algo que nunca me ha gustado. Ya está, ya, eh, además, Lucía nos
podría ayudar; bueno, luego les digo en qué... no me demoro.
La abuela se perdía rumbo al corredor que entrega a la cocina;
meneaba la cabeza como si le fuese imposible entender lo último que había
acontecido. Antes, próxima al ortogonal dintel que divide el encuentro de los
dos pasadizos, se detuvo y reclinó el cuerpo sobre su lado izquierdo, alargando
el oído, convencida de que ese movimiento la acercaría a los posibles ruidos
en la habitación de Camila. Pero sólo oyó el refunfuñar de Bombón Caligari y
algo que tradujo como el carraspear de su vieja amiga. Luego, continuó en
busca del vino para la aterrada Lucía.

El vino caliente parecía haber surtido efecto en la ahora quieta Lucía.


Notábase que sus mejillas, sobre el cuello Jorge Chávez de su chompa azul,
habían recobrado el rubor natural que siempre se aloja en ellas; además, había
entablado un diálogo enternecedor, al menos con la abuela, respecto a la
odisea que tuvo que librar para acudir hasta donde ellos. Piero Buccardo
parecía no sorprenderse mucho del relato de Lucía, sino cuando narró el fresco
incidente en su dormitorio, poco después de colgar el teléfono, luego de haber
hablado con él. La abuela se deshacía en engreimientos de todo tipo,
aconsejándola de la manera en que sólo las buenas madres lo saben hacer,
mientras que Piero Buccardo, sentado en el otro extremo del sillón, las miraba
con complacencia. Pensaba, no muy convencido, en levantar la cámara de la
mesa de centro y capturar ese instante. La lluvia y Lucía no eran amigas. Esto
lo sabía él muy bien. Ahora lo sabía la abuela, que no terminaba de entender
cómo, con ese pavor, se había atrevido a venir hasta Breña y sobre todo,
manejando ese Volskwagen negro. Piero tenía la respuesta en mientes y, de
modo sutil, como afianzándose en el conocimiento que guardaba de su amiga,
se limitó a decir ante el rostro interrogante de su abuela:

204
– Curiosidad, nonna, curiosidad. Y claro, bastante de majadería con eso
de la lluvia y demás fantasmas –alzaba las manos y movía la cabeza
como imitando a un espanto– que sólo habitan en la cabeza de Lucía.
Así es, abuela; basta con que se acuerde de las cosas que la asustan
para que sienta miedo y se aterre. ¿Puedes creerlo? Ella, aquí, es la
prueba fehaciente de lo que digo, pero claro, Piero, tú sabes demasiado
de todo, claro, sí, con todo ese kilometraje y nunca me escucha; siempre
me dice que la desespero y que ella sabe que...
– Eres un embustero, Piero, yo nunca te digo que me desesperas; bueno,
aunque a veces lo consigues, sólo te digo que nunca me entiendes
porque haces que te repita todo y siempre te quedas como en las nubes
cuando te cuento algo que realmente vale la pena para mí; para él todo
es poesía, incluso la basura y los basureros mismos, así es, abuela, no
le haga caso a este flacuchento que ahora se la quiere pegar de
Superman, o acaso ya olvidaste quién es el que se ha arrojado por las
ventanas más de una vez, ¿ah?, ves, te quedas mudo, ¿no? Acaso
también has olvidado que quien se queda encerrado con sus libros y sus
vodkas y sus gaviotas y sus historias a medio terminar eres tú y no yo;
¿ah?, claro, el “amiguito” perfecto que le hace el bien a la “atrofiada” de
su Lucía que se caga de miedo bajo la lluvia pero que no puede
reconocer que el cagado es él; sí, Piero, tú. Y mira, no sé, abuela, si
este manganzón le ha contado que se estuvo escondiendo de todo el
mundo, inclusive de Usted; sí, de Usted; y que no quería saber de nadie,
¿no?, claro que no, y por qué, ahí está, pues, eso es algo que ni el
doctor Romanelli ha podido descifrar, pero sin embargo, la cagada soy
yo; perdón, abuela, pero es que recién me entero que éste se creía
mejor que yo, y eso no es cierto, yo no soy mejor que nadie, pero él no
es mejor que yo.
La abuela estaba atónita. Tanto que no pudo ser capaz, o se olvidó, de
pedirle que bajara el tono de voz; tampoco se había percatado de los berridos
de Camila ni del persistente refunfuñar de Bombón Caligari, que seguía
amordazado y atado a la pata del ropero. Sólo se limitaba a contemplar a su
nieto, disminuido, en el extremo del sillón, postrado por algo que nadie podía

205
visualizar pero sí presentir, por su rostro, que parecía no pertenecerle. Piero;
pobre Piero. Parecía que una locomotora lo había embestido. Cada palabra de
Lucía la había sentido como los tercos asientos de los vagones que se
estrellaban uno a uno contra él en cada frase, en cada sentencia, y ahora, le
parecía inútil intentar mover siquiera el índice de la mano apoyada sobre el
brazo del sillón, acaso esbozar una leve sonrisa, quizás parpadear. Su mirada,
¿quién sabe qué estaría viendo?, sólo podría decir que no estaba ni en el
rostro de Lucía ni en el de su abuela, tampoco en las marinas ni el estante de
la vajilla, menos en los bordados que recibían a los floreros abarrotados de
nardos perplejos sobre la mesa de centro, mucho menos en las gruesas grietas
del piso de madera ni sobre la alfombra central; sólo estaba allí: en algún lugar.
Tal vez luchando, maltrecha, por regresar sobre las vías de la locomotora que
hace poco lo había arrollado.

La alteración en el dormitorio de Camila se anunciaba a través de los


gemidos maniatados que atravesaban el corredor hasta la sala. La abuela pudo
percibirlos, pero los ignoró. Su nieto, a pocos pasos de ella, parecía necesitarla
con más urgencia a pesar del mutismo que lo había ovillado, tanto como a la
sala en la que se hallaban. La lluvia, en el exterior pero no ajena a todo esto,
también parecía haber enmudecido para oír lo que la abuela tenía que decirle.
Ante la aproximación instintiva de la abuela, Piero Buccardo, con el brazo
extendido la alejó bruscamente al comienzo, con dulzura al terminar. Ella, más
tranquila al ver la re-compostura de su nieto, estuvo de acuerdo con él y se
limitó a ofrecerle, más por nerviosismo que por cortesía, otra copa de Chianti a
la pequeña Lucía; pronto lo pensaría bien y así insistió en que un té le caería
mejor. Fue un vano ofrecimiento, pues la abstracción de Lucía, del otro lado del
mueble pero cerca de ella, se encargó de rechazarlo.
Lucía estaba silente. Sus ojos negros, aprisionados en la pesadumbre
de su amigo, permanecían atentos a cualquier cambio en su expresión. Algo de
aquel mudo lenguaje reanimó la mirada de Piero Buccardo. Las facciones tan
femeninas como infantiles de Lucía, alimentaban sin premura, en pequeñas
porciones que iban desde las ceja hacia los ojos, de éstos a la nariz y luego a
los labios temblorosos, la mirada lánguida de su amigo que, a su vez, asentía

206
desubicado, expulsado de lo cálido. La abuela continuaba de pie, al lado de
ellos, junto al sillón. Pero en breve recordaría el motivo de su presencia en
aquella vetusta casa; entonces, desentendida de aquel par de almas en
conflicto, partió en busca de otra: a la que las hormigas le habían carcomido el
origen de los cabellos y que seguramente necesitaba de alguna atención; pues
los berridos desde su alcoba se volvieron intensos. El par de amigos,
curándose las heridas, se quedó solo en la sala.
– Tienes razón, Lucía, tienes razón; había olvidado que el fiasco soy yo;
que ni siquiera eso puedo hacerlo bien. Luego escudarme, esconderme,
sí, porque eso es lo que hago: esconderme en lo ajeno, por citar al
siciliano de Romanelli que estoy a punto de mandarlo a la mierda; tienes
razón, eso es lo que soy, una pieza suelta de algún rompecabezas y
que, falsamente, intenta construirse otro a costa de lo ajeno, de lo
lejano. Pequeña Lucía, no sabes cuán lúcida has sido, creo que quizás,
no, creo no, estoy seguro que nunca te he escuchado algo tan acertado
desde que te conozco. Algo que...
– No, Piero, perdóname, no sé lo que he dicho, te lo juro, me salió así,
¡plaf! de la nada, me siento terrible, no puedo mover las piernas, Piero,
pero qué estás diciendo, si tú no eres ningún fiasco, yo soy la que no
sirve, la que no sería nada sin ti. Piero, hey, Piero, levanta la mirada,
flacucho, mírame, ¿si?, eso; mira, Piero, quiero que olvides esto último y
cuando lleguemos al malecón, ¿sabes lo que vamos hacer?, no,
¿verdad?, por eso me encantas: siempre tan ingenuo y predecible, y yo,
bueno, tú ya me conoces; mira, vamos a llegar y tomar un helado en el
Manolo’s de Larco, o mejor un churro, sí, yo mejor un churro y después
un helado y tú tomarías otro, ya sé, de lúcuma y chocolate, claro, luego
pedirías un café negro, sin azúcar. Me enseñarías el truco que nunca te
acaba de ligar con tu Zippo y al final, el mozo, aburrido, vendría y te
encendería tu Camel sostenido hace horas entre tus labios como un
termómetro olvidado. Estaríamos en la mesa de afuera, viendo a la
gente y a los carros pasar; conversaríamos de mis clases en la
universidad pero, espérate, mejor no; la universidad no. Sabes que la he
vuelto a dejar ¿no?, pero no importa, hablaríamos de mis clases

207
pasadas, del Bucéfalo que me encontré como profesor de Fotografía y
Periodismo y de lo mañosos que son los docentes en la de Lima, –Piero,
aunque destruido en sus verdades, la escuchaba con una enorme
sonrisa escondida entre la barba rebelde y visualizaba en los gestos de
la pequeña Lucía sus mejores días de verano al lado de su hermana
muerta y de Los Tres Veces Dulce. Cuánto se le parece, pensó– Piero,
perdóname, por favor.
– ¡Piero! ¡Lucía! Vengan rápido, ¡corran! –la voz de la abuela interrumpió
la futura cita del par que estaba en la sala y éstos, tan extrañados como
ignorantes de lo que acontecía en la alcoba de Camila, se pusieron de
pie al instante y corrieron al encuentro de la abuela, sin reparar en la
madera apolillada del piso que se abría, crujiendo, al paso de ellos.

Lo primero que vieron al ingresar, luego de soportar el nauseabundo


olor disimulado con naftalina, alcanfor y agua de rosas, fue a un perro peludo.
Se diría que entre blanco y beige, con las orejas pequeñas y caídas a los lados,
con un apelmazado cerquillo que cubría el lugar donde se supone debían estar
sus ojos. Algo extraño. Una bestia peluda, robusta y mediana con apariencia de
los más tiernos, pequeños e inútiles perros falderos pero que, a diferencia de
éstos, era capaz de sacudir el recio ropero al que se hallaba atado de las patas
y mostrar, sobre el enrollado de cuerdas que hacía las veces de bozal, los
incisivos y los colmillos, superiores e inferiores, cerrados en perfecta tijera. La
abuela los instó a ignorarlo y a que vinieran al lado de ella, del otro margen de
la cama.
Una vez instalados y aterrados por el espectro en que se había
convertido Camila, a la que además recién conocían, recibieron las
instrucciones del caso de labios de la abuela. Ésta, a su vez, contenía con los
brazos las arcadas de su amiga, sofocada por la descomposición que
vomitaba. Había dispuesto de memoria y con una tranquilidad escalofriante, lo
que cada uno debía de ejecutar. La habitación, vuelta un hervidero de dudas y
convicciones, parecía no estar preparada para el sosiego que pronto se cerniría
sobre ella. Bombón Caligari estaba furioso. Era la primera vez que veía tanta
gente al lado de su ama. Era la primera vez que lo habían atado. Lucía y Piero

208
Buccardo, a pesar de haber recibido hace un momento las órdenes de la
abuela, permanecían en el mismo lugar desde que ingresaron a la alcoba.
Tenían los ojos puestos en las manos que empezaban a desnudar a Camila,
luego de haberla aseado. Semejaban a dos niños extraviados en la noche,
tomados de las manos, vulnerables y frente a un oscuro túnel que
inevitablemente debían de cruzar y en el que, además, no podían columbrar
ninguna posibilidad de salvación.
La abuela desatendió por un momento sus labores en el cuerpo
exánime de su amiga y alzó la mirada hacia ellos. Les preguntó si es que hacía
falta que les repitiera las indicaciones, también preguntó si es que las habían
entendido. Aparentemente no era entendimiento lo que les faltaba, sino
convicción. Lucía, vuelta en sí de pronto, se encaminó a realizar lo suyo. Piero,
al ver la silenciosa iniciativa de Lucía y no sin darle un beso a su nonna, hizo lo
mismo.
Entre dudas y elucubraciones sobre si sería lo correcto, terminaron de
ejecutar con poco placer las órdenes de la última amiga de Camila.

Sobre las nueve de la noche, la burbuja negra se desplazaba de


regreso por la avenida Arica bajo la baba que ya descansaba sobre los dinteles
más bajos. Seguía lloviznando desde la mañana no obstante parecía siempre
que iba a escampar. Piero iba al volante, con el rostro sucio y sudoroso. Estaba
fatigado. Los trabajos más gruesos le habían sido asignados entre otros. La
improvisada venda que le contenía la hemorragia a la altura de la pantorrilla,
producto de su torpeza y nerviosismo en los recientes incidentes, pero más por
culpa de Lucía que no pudo contenerse ante las escenas finales, le generaba
cierto ardor y pulsaciones cada vez que apretaba el embrague. Lucía, en el
asiento del copiloto, aferrada con todos sus dedos al cinturón de seguridad, no
despegaba los ojos de la lluvia que era barrida por el limpia parabrisas. Sólo
atinó a dejar por un instante la correa que la aferraba al asiento, y fue para
extender por sobre los labios el cuello Jorge Chávez de su chompa azul. La
abuela, en el asiento posterior, cuidaba de vez en cuando los movimientos de
Bombón Caligari, todavía atado y colocado cual peluda valija en el pequeño
compartimiento trasero; sin embargo, estaba más preocupada en lo que sus

209
manos albergaban: un engordado sobre castigado por el olvido y la humedad,
el mismo que contenía las últimas cartas que debía enviar a una dirección de
Lisboa, consignada con redonda letra de imprenta sobre éste y que, además,
testimoniaba el cumplimiento de su palabra empeñada a Camila.
Cada vez que algún semáforo los detenía, le recordaba al nieto que
mañana, por la tarde a lo mucho, tenía que hacerle llegar las fotografías que le
había tomado a Camila. Tanto las de la alcoba como las del sótano. Pues no
podía cerrar el sobre y por consiguiente, enviarlo sin ellas. Piero Buccardo
asentía bastante perturbado, ansiando beberse el primer vodka que hallase,
pero lo sabía disimular muy bien cada vez que se encontraba con el rostro de
su nonna en el retrovisor. Habían avanzado pocas cuadras a pesar del cuarto
de hora que llevaban desplazándose. La neblina, la misma que Lima ha visto
nunca, había decapitado los postes y descendido, en algunos tramos, casi
sobre las cabezas de los transeúntes. El asfalto se estaba saturando de lluvia y
vapores y, además, por si fuera poco, el Volskwagen de Lucía no era un
vehículo de los más veloces. Unas cuadras más adelante, la voz de Piero
Buccardo, algo engrosada por los años y una vida al amparo de tabaco y licor,
brotó por vez primera desde que emprendieron la fuga, y lo hizo para acusar
furiosamente el ardor que le causó el pedazo de barandal formado como una
cuña enterrado en la pantorrilla, vuelto incandescente en un brusco movimiento
de su pierna. Lucía permanecía desentendida de todo menos de la lluvia frente
a sus ojos, pues el eretismo de su cerebro no se lo permitía. La abuela, en
cambio, se permitió liberar una mano del sobre para apoyarla sobre el hombro
de su nieto y reprenderlo por haber sido tan imprudente al salir del sótano, sin
reparar en la podrida escalinata de madera, luego que abandonaron a Camila
allí, sobre una mesa que parecía destinada desde siempre para la pobre vieja.
La misma mesa que se convirtió en su sepulcro. Aquel barroco mueble que
antaño, en las épocas de esplendor, había alojado a los más íntimos
comensales en la residencia de San Borja pero que también, no hacía mucho,
había servido como escenario de las fotografías que Piero Buccardo le había
tomado, rodeada de tantos vejestorios: las últimas tomas poco después que
dejó de respirar frente a ellos, acaso, las más tranquilas en la triste vida de
Camila. Fatigado, confundido y sediento, con una punta de madera enterrada

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en una pantorrilla, conducía y negaba con la cabeza las palabras de su abuela
y cuando el tráfico en la Arica se lo permitía, posaba la mirada sobre su amiga,
a la derecha, entumecida y llorando junto a él. Detenidos una vez más en un
semáforo, todavía lejos de la referencial Plaza Bolognesi, se inquietaron al oír
las sirenas que crecían paulatinamente. Aquellos endemoniados aullidos
aceleraba los latidos de todos y no era sino la voz de los fantasmales destellos
rojos y azules que veían aproximarse hacia ellos y que luego cruzaron,
fugazmente, en una escarlata y rugiente tromba mecánica hacia el sur por el
carril de la izquierda como perseguidos por dragones, rompiendo el espasmo
de la apretada intersección y de la inusual neblina sobre la ciudad. Los tres
ocupantes –puesto que no vale la pena mencionar al disminuido Bombón
Caligari– del Volskwagen detenido por el semáforo, persiguieron en silencio y
con la mirada el paso de la caravana bomberil hasta donde la baba y la
perspectiva urbana se los permitió. Todavía detenidos detrás de una combi, se
miraron brevemente los rostros. Pocas personas cruzaron la pista delante de
ellos; algunos todavía detenidos en el crucero peatonal, estiraban el cuello para
lograr divisar los prófugos aullidos. En el interior, con los cristales cerrados y
empavonados de respiración, ninguno se atrevía a quebrar el silencio
declarado dentro de la burbuja negra. En breve, retomaron la marcha, no
menos calmados, y pronto entendieron que la pira que habían encendido bajo
Camila, estaba devorando la casa.

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y es mejor no abrir puertas ni de reposteros ni de roperos menos
principales o traseras y tampoco consolas ni alacenas ni cajones ni
cocheras pues nos salta a la cara vajilla copas vasos pimenteros
chompas polos calzoncillos barrenderos invitados policías incluso
malos vecinos libros ceniceros cachivaches bicicletas autos
patinetas cuando toda la casa anda de cabeza mejor cerrar bien
todo todo y marcharse y no volver nunca nunca jamás.

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