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HyC27 06 Pereyra

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HISTORIA Y CULTURA

2014 N° 27 pp. 151 - 175


Recibido el 20 de junio de 2014
Aceptado el 15 de agosto de 2014

COMUNIDADES, JUSTICIA Y MEMORIA: LOS


CAMPESINOS DE AYACUCHO Y EL ESTADO
PERUANO EN EL SIGLO XIX / COMMUNITIES,
JUSTICE AND MEMORY: THE AYACUCHO PEASANTS
AND THE PERUVIAN STATE IN THE 19TH CENTURY
Nelson E. Pereyra Chávez

Resumen
A lo largo del siglo XIX los campesinos del departamento de Ayacucho
diseñaron estrategias colectivas para acudir a los tribunales de justicia
del Estado peruano contra hacendados y gamonales y pedir la restitución
de sus tierras. Esta recurrencia denota la reproducción y reinterpretación
de un orden estatal marginal, con prácticas y discursos alternativos.
Dichas alternativas, consideradas como memorias, aluden a los orígenes
históricos, sirven para contrarrestar el poder hegemónico de hacendados
y gamonales y terminan generando la acción política de los mismos
campesinos.
El presente trabajo pretende estudiar desde la etnohistoria (combinando el
enfoque antropológico de las permanencias con el método histórico) estas
tres variables de recurrencia judicial, reestructuración de comunidades
y memoria de los campesinos ayacuchanos del siglo XIX, a partir de los
numerosos expedientes judiciales de los archivos de Ayacucho.

Palabras clave
Comunidades campesinas / Justicia / Memoria / Sociedad rural
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HISTORIA Y CULTURA 27

Abstract
Throughout the nineteenth century, Ayacucho peasants created collective
strategies in order to challenge landowners in court, looking forward to
have their lands restituted. Such a phenomenon displayed the reproduction
and reinterpretation of a marginal structure within the state, brought to light
through alternative practices and discourses. Recalling historical origins
–memory– peasants attempted to contest landowners’ hegemonic power, in
turn generating political action from peasants themselves. Through the lens
of ethnohistory, this article focuses on the analysis of three issues based on
the nineteenth-century judicial records found at the Ayacucho archives: the
recurrence of these judicial procedures, community restructuring, and peasant
memory.

Keywords
Rural Communities / Justice / Memory / Rural Society

El siglo XX fue el período de aumento de «la toma de conciencia acerca del


indio» entre los políticos, intelectuales y artistas del país, sentenció hace
varios años el historiador Jorge Basadre (1979: 326). Sin embargo, dicha
toma de conciencia parece no haber modificado ciertos estereotipos sobre los
campesinos, que indican que ellos no desarrollan ningún tipo de actuación
política protagónica o solo desarrollan algún tipo de «agencia cultural».
Por ejemplo, se sigue creyendo que durante el período de violencia política
fueron condicionados por Sendero Luminoso para formar su ejército o, al
contrario, fueron manipulados por los militares para participar en los Comités
de Defensa Civil y luchar contra los subversivos. Dicho estereotipo no solo
contribuye a la elaboración de argumentos que culturalizan y despolitizan
las acciones campesinas, sino terminan reproduciendo los discursos de
otredad, las formas de marginación y subordinación políticas.
Lamentablemente, la Antropología y la Historia, hegemonizadas
en la segunda mitad del siglo XX por los paradigmas del dependentismo,
marxismo ortodoxo, estructuralismo o los estudios culturales, han reforzado
dichos estereotipos, al construir la imagen aislada o manipulable del
campesino peruano. Como bien señala Cánepa, con la intervención de dichas
disciplinas en ocasiones se ha reforzado la idea de que los actos y movimientos
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PEREYRA / Campesinos republicanos: comunidades, justicia y memoria de Ayacucho en el siglo XIX

campesinos, pasados y contemporáneos, son eventos ajenos a la vida social


y política nacional, puesto que son protagonizados por gente diferente,
de lejanos lugares y alejada también del mundo civilizado, democrático
y moderno (2004: 28). Con dichas interpretaciones no solo se reproducen
enunciados de otredad y formas de marginación y subordinación, sino que
se sintetizan relaciones de alteridad, identidad y poder que en el fondo son
resultado de luchas y procesos históricos protagonizados por los mismos
campesinos en continua relación con el Estado. Precisamente, la experiencia
de la violencia política reciente revela la existencia de un «pacto militar»
entre campesinos y Estado: aquellos, en alianza con las fuerzas del orden,
triunfaron sobre los senderistas y luego elaboraron una «memoria épica», en
la que aparecen como «héroes de la guerra» y «legítimos defensores de la
Patria y la democracia», para finalmente pedir la ciudadanía e inclusión a la
nación.
A partir de dicha historia reciente, vale preguntarse si ocurrió lo
mismo en los períodos precedentes; es decir, si las experiencias históricas
campesinas que combinan política con cultura contemplan ligaduras con el
Estado y se inscriben en un conglomerado mayor de relaciones de poder con
otros actores sociales externos. ¿Qué tipo de presencia ha tenido el Estado
en las comunidades del interior del país? ¿De qué manera, a través de qué
prácticas y de qué imágenes el Estado se manifiesta y es vivido especialmente
por los campesinos de manera cotidiana? ¿Qué tipo de intereses ha generado
entre ellos?
El presente trabajo intenta responder dichas interrogantes a partir del
estudio de la participación y experiencia de los campesinos de la región de
Ayacucho en el proceso de formación del Estado republicano en el siglo XIX.
Considera que estos sujetos políticos estructuraron colectivos para lograr
la propiedad de la tierra en una coyuntura de reproducción y aplicación de
normas liberales relacionadas con el acceso a tal medio de producción, para
litigar con hacendados y gamonales que encarnaban la «justicia marginal»
del Estado precisamente en procesos de justicia estatal, con memorias que
recreaban múltiples recuerdos y encubrían la convergencia de múltiples
voluntades internas y externas.

Haciendas a fines de la Colonia


A fines del período colonial, el territorio de la región de Huamanga
—rebautizada por Bolívar como Ayacucho en honor al llano donde se selló la
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HISTORIA Y CULTURA 27

independencia americana el 9 de diciembre de 1824— se dividía en haciendas


de españoles y tierras de indios, que servían para la producción de gramíneas
o tubérculos, o para la crianza de ganado, a beneficio de una sociedad rural
autosuficiente pero a la vez integrada al mercado. A la agricultura y ganadería
deben agregarse la producción de manufacturas y artesanías y el comercio
interregional, influidas —claro está— por las conflictivas y contradictorias
circunstancias de fines del siglo XVIII e inicios de la nueva centuria.
En efecto, al culminar la larga etapa colonial fueron el comercio de
telas burdas, derivados del cuero, coca y la producción de las haciendas las
principales actividades de una economía que no puede considerarse como
«estancada». Aunque la guerra de la independencia y los conflictos políticos
temprano-republicanos alteraron la dinámica de la economía regional, no
obstante la producción de tocuyo y bayeta alcanzó elevadas cifras y continuó
comercializándose en mercados lejanos como Cerro de Pasco, Huánuco y
Chile (Urrutia 1994). De igual forma, la coca continuó colocándose en el
mercado urbano de Ayacucho, mientras que la producción agraria se expandió
entre 1780 y 1823, para luego contraerse a partir de este último año y volver
a recuperarse entre 1828 y 1850, tal como revelan, grosso modo, las cifras del
diezmo de la región (Huertas 1982; Méndez 2005).
La producción agropecuaria era lograda en haciendas, estancias
y hatos que estructuraban el paisaje rural de la región. Las haciendas eran
unidades de producción agrícola y ganadera y de organización social,
consistentes en una propiedad, sus propietarios y sus trabajadores (Diez
1998: 48). En Ayacucho decimonónico la categoría alude solamente a las
propiedades privadas sin tomar en cuenta su extensión, mientras que las
tierras de los repartimientos de indios fueron consideradas como propiedad
«del común».
Se considera que la producción de las haciendas se cimentaba en
la existencia de una renta lograda por el arrendamiento o parcelación de las
tierras de «derecho útil» a colonos o yanaconas a cambio de dinero, trabajo
o productos (cf. Favre 1976). En haciendas como las de Acos Vinchos las
relaciones de producción ocurrieron de este modo, tal como refiere el
campesino José Sánchez, quien en 1843 ocupó «en arriendo un terreno en la
hacienda de Ayahuarco de don Francisco Vivanco y también trabaja en sus
lomas»1. No obstante, los roles de hacendado-arrendatario y colono-yanacona

1 Archivo Regional de Ayacucho [en adelante ARAy], Juzgado de Primera Instancia, Leg. 51,
Cuaderno 1022, año 1843, f. 20r.

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PEREYRA / Campesinos republicanos: comunidades, justicia y memoria de Ayacucho en el siglo XIX

no fueron asumidos exclusivamente por criollos-mestizos e indígenas, como


comúnmente se piensa. Mientras en Tambillo el locador de la hacienda
de Yanamilla era el gobernador José Palomino, «natural de esta ciudad
[Ayacucho], labrador de treinta y siete años, de casta español i que profesa
la religión católica, apostólica i romana»,2 en Huamanguilla (Huanta) los
indígenas alquilaron las tierras comunales de Sapsi al arrendatario mestizo
Domingo Oré por un tiempo de nueve años y «con cargo que ha de pagar
doce pesos en dinero en cada año cumplido».3 Estos arrendatarios contrataban
jornaleros y operarios campesinos a cambio de un jornal. Durante el tiempo
de locación, Palomino contrató a «Mariano N., residente en Tambillo, por
cuatro días por una peseta diaria que le daba» y a la vez demandó la energía
laboral de los pobladores a través de una minca, «costeando comida, coca y
chicha».4
Las figuras se aproximan a las relaciones descritas por las etnografías
contemporáneas en comunidades como Pacaraos, donde los campesinos
intermediarios alquilan sus tierras y contratan jornaleros para incrementar
su producción (cf. Degregori y Golte 1973). Sin embargo, a mediados del
siglo XIX ello resulta relevante, puesto que denota la inexistencia de una
gran propiedad terrateniente, únicamente criolla o mestiza, que hegemoniza
la mano de obra de los campesinos. Al contrario, la figura resalta la existencia
de medianas y pequeñas propiedades (entre ellas, las de los campesinos) y
la persistencia de relaciones laborales establecidas a partir de los lazos de
parentesco y afinidad existentes en la zona rural de Ayacucho que funcionan
como mecanismos para que el hacendado produzca la tierra y los campesinos
cumplan con sus obligaciones tributarias.
Dicha presencia de pequeñas y medianas propiedades queda
confirmada por las matrículas y padrones decimonónicos de predios rurales.
Por ejemplo, en la provincia de Huamanga, según el padrón de contribuyentes
rurales de 1826 existían 173 haciendas, 20 hatos de ganado, 13 huertas para
frutales y hortalizas y 8 molinos; es decir, un total de 214 propiedades rurales
en posesión de españoles, criollos y mestizos (Carrasco 1990). En la norteña
provincia de Huanta, el Padrón de Contribuyentes del decenio 1869-1879
registra la existencia de 249 pequeñas y medianas haciendas concentradas
principalmente en el valle y dedicadas a la producción de aguardiente. Para
la microcuenca de San Miguel, valle integrante de La Mar desde el año de

2 ARAy, Juzgado de Primera Instancia, Leg. 46, Cuaderno 920, año 1840, f. 4v.
3 ARAy, Juzgado de Primera Instancia, Leg. 18, Cuaderno 341, año 1840, ff. 1r-1v.
4 ARAy, Juzgado de Primera Instancia, Leg. 46, Cuaderno 920, año 1840, f. 6r.

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HISTORIA Y CULTURA 27

creación de esta provincia (1861), la matrícula de 1869 arroja la cantidad de


47 haciendas dedicadas al cultivo de caña y producción de aguardiente. Y
hacia el sur de la región este paisaje propiedades no difería sustancialmente y
más bien combinaba haciendas agrícolas con hatos de ganado, especialmente
en la puna. En Víctor Fajardo y en el valle de Cangallo (territorios que
en la segundad mitad del siglo XVIII formaron parte de la intendencia de
Vilcashuamán) había 31 haciendas instaladas en su mayoría en la cuenca del
río Huancapi y dirigidas a la producción de gramíneas, caña y aguardiente y
131 hatos de ganado. Más al sur, en Lucanas, el Padrón de Contribuyentes de
1897 grafica la existencia de 567 predios rurales de diferentes tamaños: desde
grandes haciendas y fundos ganaderos, hasta fincas, chacras, tierras, alfalfares
y huertas, para el cultivo de hortalizas y alfalfa o la producción agropecuaria.
Estas numerosas haciendas se formaron entre los siglos XVI y XVII
con las composiciones de tierras que fomentaron la aparición de la propiedad
privada de españoles a cambio de dinero para el arca real. Más adelante fueron
afectadas por las disposiciones agrarias dieciochescas de los reyes Borbones,
que apuntaron a desamortizar y parcelar las tierras de corporaciones,
pueblos, mayorazgos y comunes para consolidar la propiedad privada, pero
manteniendo la cooperación entre productores (Jacobsen 1991: 33). En la
región de Huamanga estas disposiciones ocasionaron la fragmentación de la
propiedad agraria de los españoles con la respectiva legitimación de la nueva
propiedad privada, aunque sin los apremios de una sublevación indígena
próxima. En efecto, los documentos de las últimas décadas del siglo XVIII y de
los dos primeros decenios del XIX revelan la aparición de aquellos numerosos
predios rurales concomitante con situaciones y conflictos de herencias y
sucesiones y cabalmente reconocidos por la autoridad colonial mediante
nuevas composiciones de tierras. Es el caso de las propiedades de Francisco
Meneses, «ciudadano de la villa de Huanta», quien en su testamento alega
tener unas tierras nombradas Comunpampa, «[…] compuestas con el Rey por
ante el gobernador subdelegado don Bernardino Estevanes de Cevallos, con
fecha quince del mes de mayo de mil ochocientos quince, con sembradura
de tres medias en la cantidad de ciento cinquenta pesos».5 Y también ocurrió
con las haciendas que los oficiales, cívicos de la milicia real, curas e indios
tributarios del pueblo de Huanta tuvieron en la ladera oriental de la cordillera
y en el valle del río Apurímac, en tierras realengas privatizadas y repartidas
por el intendente Demetrio O’Higgins en 1800 y exoneradas de impuestos por
cédula de Fernando VII de 1816 por diez años (Méndez 2005: 72).

5 ARAy, Corte Superior de Justicia, Causas Civiles, Leg. 16, año 1850, f. 2r.

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PEREYRA / Campesinos republicanos: comunidades, justicia y memoria de Ayacucho en el siglo XIX

Tierras de campesinos
Las tierras consignadas a los indios tampoco formaban una unidad, puesto
que en ellas era posible distinguir varios tipos de propiedad: tierras de
repartimiento y numerosas haciendas, estancias y sitios pertenecientes
a las parcialidades o a indígenas particulares. Las tierras de repartimiento
eran consideradas como propiedad del «común de indios» y reclamadas
como propiedad comunal sobre la base de las composiciones de tierras de la
época colonial. Por ejemplo, las tierras (Ahuaccollay y Suso) de los ayllus
de Anansayocc y Lurinsayocc (Quinua) provenían de la composición de
Gabriel Solano de Figueroa de 1595, confirmada por los corregidores Pedro
Serbereño y García de Parado Minaya (1607) y por el oidor de la Audiencia
y juez visitador de tierras Andrés de Villela.6 Igualmente, las tierras de los
pueblos de Sacsamarca, Sancos, Huancasancos, Lucanamarca y Pomabamba
provenían de la composición de tierras del visitador Juan de Palomares de
1574 (Quichuas 2013). Y los indígenas del pueblo de Andamarca (Lucanas)
señalaron que sus tierras resultaban de la composición del juez Joseph de
Goyonechea y Bentería, de 1700.7
Estas «tierras del común» fueron reservadas para el pago de las
obligaciones de los indígenas, como la mita o el tributo colonial. Junto con
ellas existían estancias y sitios próximos a los pueblos, reclamados por
familias de indígenas como propiedad particular. En San Pedro de Cachi
(Huamanga) los ancianos indígenas Carlos Mollo Cóndor e Isabel Paconanya
vendieron «un pedazo de tierra y chacra de sembrar maíz en el río de la sal
llamada Corvapampa […] por no poderlo sembrar ni ir tan lejos y tener junto
a este pueblo otras tierras y chacras, que con nuestro trabajo podemos sembrar
algunas de ellas […]».8 Los indígenas contemporáneos a dichos vendedores
refieren la existencia de una propiedad privada, enajenable y heredable, en
manos de indígenas y legitimada con la mención del «derecho del ynga», que
alude a una memoria de los orígenes, como se verá más adelante.
Estas propiedades, colectivas e individuales, fueron tocadas también
por las disposiciones agrarias de los Borbones que protegían las tierras
del común a fin de que los indígenas pudieran subsistir y cumplir con sus
obligaciones tributarias y a la vez sancionaban la aparición de la propiedad
privada de españoles, mestizos y también indígenas. En las alturas de

6 Archivo de la Dirección Regional Agraria de Ayacucho [en adelante ADRAAy], Huamanga


42: Lurinsayocc y Anansayocc, año 1939, ff. 60v-62r.
7 ADRAAy, Lucanas 2: Andamarca IV, año 1700, f. 8r; Ossio 1992: 76-77
8 Archivo de San Pedro de Cachi, Títulos de la comunidad, año 1617, f. 3r.

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HISTORIA Y CULTURA 27

Huanta, por ejemplo, estas disposiciones revivieron un viejo conflicto que


los indígenas sostenían con los descendientes del platero español Juan García
Sotelo desde 1825 por las tierras de Culluchaca y Orccoguasi, que habían
sido compuestas por el visitador Gabriel Solano de Figueroa. En abril de
1807 el mestizo Blas Aguilar (bisnieto de Sotelo) acusó al mestizo Lorenzo
Guerrero de usufructuar sus tierras y las tierras de los campesinos como si se
tratase de su propiedad particular. En efecto, los indígenas sostuvieron que
«el dicho Lorenzo Guerrero los tenía notificados, lo conociesen a él por dueño
de aquellas tierras y le pagasen sus arrendamientos, con que se falsificaron
no ser de mita como intentaban, y el alcalde y los otros le hicieron conocer
su malicia y que se compusiesen con los dueños».9 En 1814 los indígenas (a
través de su alcalde del pueblo de Ccano, cercano a Culluchaca) reclamaron
la posesión de Llicapata (un sector de las tierras de Culluchaca), arguyendo
que se trataba de tierras de mita:
Félix Aguilar, alcalde ordinario de naturales del pueblo de Ccano,
en voz y nombre del común de mi cargo ante U como más haya
lugar en derecho, digo que Francisco Aguilar, de casta español,
pretende despojarnos de las tierras nombradas de Llicapata sobre
que se ha seguido autos y están presentados recibos de los curacas
antiguos, que entre yndios son equivalentes a títulos y respecto a
que la nueva Constitución nacional previene que a los de nuestra
naturaleza se les den tierras a proporción quando estas no las
hubiésemos poseído de tiempo inmemorial, se nos debía adjudicar
y devolverse al citado Aguilar lo que costaron en composición
con el juez revisitador según lo prevenido por Real Cédula de su
majestad. Últimamente yo solicité que este negocio se condujese
en juicio conciliatorio, poniéndose dos hombres buenos, uno
por cada parte, conforme lo prevenido en la misma Constitución
mediante lo qual, a U pido se sirva proveer y determinar como en
el cuerpo de este escrito se contiene que repito por conclusión,
que así procede en justicia, costas, etc. Félix Aguilar.10
El documento denota la concepción dieciochesca de propiedad
que había calado entre los pobladores de las alturas de Huanta, mezclada
con los principios liberales que sobre la ciudadanía y tributación indígena
enunciaba la Constitución gaditana de 1812 (O’Phelan 2007). Cabe destacar

9 ARAy, Corte Superior de Justicia, Leg. 36, año 1849, f. 47r.


10 ARAy, Corte Superior de Justicia, Leg. 36, año 1849, ff. 61r-61v. El expediente contiene este
escrito de 1814.

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PEREYRA / Campesinos republicanos: comunidades, justicia y memoria de Ayacucho en el siglo XIX

que estas disposiciones fueron conocidas y utilizadas por los habitantes


indígenas de lugares aparentemente distantes y aislados como Culluchaca,
Ccano o Uchuraccay para sostener demandas y pleitos por sus posesiones
con españoles y mestizos que intentaban consolidar la propiedad privada en la
zona, movidos precisamente por aquellas disposiciones agrarias borbónicas.
Al respecto, Cecilia Méndez refiere que las normas hispanas dieciochescas
y las disposiciones liberales decimonónicas llegaron a las alturas de Huanta
como parte del equipaje de comerciantes mestizos y arrieros indígenas que
intercambiaban coca con bienes agrarios y manufacturas en los mercados de
Ayacucho, Huancavelica y Huancayo. Agrega que estos enunciados fueron
el sustrato de la ideología promonárquica que asociaba la estabilidad con la
imagen del Rey y que movilizó a estos campesinos a levantarse en armas
contra la joven República en 1827 y a apoyar en el siguiente decenio a
caudillos liberales como Orbegoso y Santa Cruz (Méndez 2005: 125-153).

Liberalismo, tierras y juicios


En 1824 Bolívar dispuso la desamortización de las tierras del común de
indígenas y su distribución como propiedad privada entre sus usufructuarios
(Favre 1986). Dicha disposición (que recuerda la antigua política agraria de los
Borbones) no fue aplicada por las circunstancias políticas imperantes; pero,
cuatro años después, La Mar ordenó la conversión de mestizos e indígenas
en propietarios de las tierras que ocupaban, prohibiendo su intercambio a
menos que estos nuevos dueños supiesen leer y escribir. Según Urrutia
(2014: 214) esta disposición liberal motivó el crecimiento de las haciendas
en la región entre 1835 y 1855, en medio de la contracción económica; no
obstante la evidencia empírica no revela la agresividad de las haciendas como
consecuencia de crisis agraria alguna, sino como efecto de la aplicación de la
ley en una coyuntura de crecimiento demográfico y mayor presión sobre los
recursos. Además, dicha agresividad no supuso, en absoluto, la aparición de
la gran propiedad latifundista, sino la consolidación de medianas y pequeñas
haciendas, puesto que la legislación agraria liberal fue profusamente propalada
en los lugares más remotos de la región y sirvió para que los campesinos
legalmente reclamasen «su derecho a una estancia» (Jacobsen 2013: 210).
Una breve mirada al perfil poblacional de la región entre fines
del siglo XVIII y mediados del siglo XIX permite constatar el crecimiento
demográfico aludido en las líneas precedentes. Según los datos de 1795, la
intendencia de Huamanga tenía 109 185 habitantes, siendo el 67 por ciento
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HISTORIA Y CULTURA 27

población campesina. En 1827 la población del departamento de Ayacucho


era de 121 776 habitantes, con 69 por ciento de habitantes indígenas. En
1850 la población de la región fue contabilizada en 130 070 habitantes. Una
comparación de estas cifras revela que entre 1795 y 1827 la población de la
región tuvo un crecimiento estacionario de 0,3 por ciento anual, en proporción
con la recuperación demográfica peruana de fines de la Colonia y mediados
del siglo XIX. Al compás de dicho crecimiento tenue, la población indígena
también aumentó en 0,4 por ciento anual, especialmente en jurisdicciones
como Huanta o Parinacochas, que se convirtieron en las provincias más
«indianizadas» de la región. Este crecimiento tenue se mantuvo hasta
mediados de siglo, con una tasa anual de 0,2 por ciento.
Las disposiciones agrarias de La Mar refrendaron la compra y
venta de predios agrarios como componentes intrínsecos de un todavía débil
mercado de tierras, pero también alentaron la usurpación de los terrenos de
los campesinos y su anexión a la hacienda. Una estadística elaborada por
Urrutia a partir de los archivos judiciales revela el incremento de la curva de
conflictos judiciales que involucran a comunidades campesinas entre 1833
y 1855, para luego caer abruptamente y recuperarse después de la Guerra
del Pacífico. En esta curva se hallan condensados juicios intercomunales por
tierras, quejas por el abuso de autoridades estatales, demandas contra diversas
formas de tributación, motines, levantamientos, litigios entre comunes y
haciendas, pleitos entre campesinos y curas, problemas entre comunidades y
particulares y casos de abigeato (Urrutia 2014: 215). Agrega el citado autor
que esta curva presenta matices de acuerdo a la ubicación geográfica de las
comunidades que litigan: mientras que en el norte de la región (Huanta,
Huamanga) los problemas son ocasionados por las haciendas en expansión
y «solucionados» con la intervención de las autoridades nacionales, en el
sur (Cangallo, Lucanas, Parinacochas) prevalecen los conflictos por pastos
entre comunidades que participan del intercambio mercantil de ganado y lana
y estos son regulados por las autoridades tradicionales con la consiguiente
preservación de la identidad étnica comunal.
Sin embargo, la información empírica revela la existencia de
numerosas haciendas en el sur como se vio anteriormente y el interés de los
campesinos de preservar su acceso a los recursos con la garantía del estado
republicano. Ello ocurrió precisamente en 1866, cuando los campesinos de
Poma, en la doctrina de Querobamba (Lucanas) demandaron al gobernador
Luis Gamboa por querer apropiarse de las tierras comunales de Huayabamba
que eran usufructuadas por varias familias campesinas y hasta una cofradía.
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PEREYRA / Campesinos republicanos: comunidades, justicia y memoria de Ayacucho en el siglo XIX

En su descargo, Gamboa señaló que las referidas tierras pertenecían al Estado


y eran compartidas por varios arrendatarios. Por boca de su «agente de
pleitos» alegó lo siguiente contra los demandantes:
Que se quejan de despojo de cosa que no han poseído ni poseen,
porque los terrenos que hacen mención como he dicho son
comprendientes de la finca de Huayabamba, que desde tiempo
inmemorial fue poseída por diferentes dueños sucesivamente
bajo el título oneroso de arrendamiento escriturado por la
Nación, reconociendo un gravamen de 8 pesos anuales de censo
y por nuevo título de compra-venta, recayó en poder de su
parte, cuyos instrumentos justificarán a su vez lo que constituye
noticia de ignorancia en que se hallan aquellos semibárbaros
(que se quieren decir) de Poma […] Que, como gente avezada al
desorden, tumultos y continuas asonadas contra las autoridades
que no mucho hace, han practicado con mi poderdante desfases
de colucionarse entre todos, parte de ellos vinieron a ese serio
juzgado a burlarse, acusando a mi parte tropelías y abusos de
autoridad, que siendo tan falsa se refugiaron al silencio […] Que
siendo esencialmente falsa, proyectan justificar mediante testigos
del mismo pueblo que como he dicho están solucionados. En su
mérito el juzgado, obrando en justicia, será imposible que reciba
de esos testigos sino de pueblo extraño que esté cerciorado del
caso para evitar perjuicios detestables y horrorosos.11
El Juez de Paz de Lucanas Gervasio Arbulú llevó el juicio y sentenció
a favor de los sucesores de Gamboa, al indicar que no existían instrumentos
que certificasen propiedad comunal o despojo alguno. Con esta sentencia, el
referido magistrado confirmó legalmente la transformación de Huayabamba
en propiedad privada, puesto que certificó algo que ya había ocurrido en
la práctica, con la posesión de Gamboa. Dijo el Juez que los terrenos «han
formado siempre una finca de dominio particular, que reconocía un censo y la
que ha sido poseída en los últimos tiempos por don Luis Gamboa a título de
compra-venta, poseyéndola hoy su hijo por derecho de sucesión».12
Algo similar ocurrió en Huanta, en 1872, cuando los campesinos
usufructuarios de los terrenos del Estado en Chihua denunciaron con la ley
agraria de 1828 en la mano al hacendado Fidel Zagastizabal por haber sido

11 ARAy, Corte Superior de Justicia, Leg. 43, año 1866, ff. 8r-8v.
12 ARAy, Corte Superior de Justicia, Leg. 43, año 1866, f. 40r.

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HISTORIA Y CULTURA 27

agregados en su hacienda. Pidieron también el cumplimiento del mandato del


exsubprefecto Mendoza, de restituir el predio a sus respectivos usufructuarios.
Por supuesto que el aludido Zagastizabal rechazó la demanda, alegando su
propiedad de las tierras por herencia y «sin interrupción alguna».13
Ambos casos denotan la formación cotidiana del Estado republicano
en dos provincias de la región de Ayacucho, a partir de una norma
estructurante como las disposiciones agrarias liberales, que condensa acciones
y representaciones relacionadas con la regulación moral de la propiedad de
la tierra (Joseph y Nugent 2002). Dicha norma de regulación moral generó
acciones y reacciones entre hacendados y campesinos: aquellos aprovecharon
la ocasión para incrementar sus tierras a costa de la propiedad comunal de
los campesinos, mientras que estos apelaron a la misma norma de regulación
moral para resistir la usurpación o legitimar su propiedad comunal. Dichas
respuestas ocurrieron precisamente cuando aparecía el fenómeno del
gamonalismo e implicaron forzosamente el acceso a la justicia marginal del
Estado republicano, con la intervención de elementos adicionales, como los
«agentes de pleitos» o la memoria como justificación moral.
Además, los casos revelan la existencia de propiedades colectivas
usufructuadas por familias campesinas en parcelas individuales, reclamadas
por colectivos conformados por dichas familias que se autodenominaban como
«pueblos», «comunidades» y «ayllus». Siguiendo a Alejandro Diez (1998) se
puede afirmar que estos colectivos son la raíz de una nueva institución que
se relacionaba con el Estado republicano: la comunidad. Precisamente, en
un litigio que enfrentó entre sí a campesinos de Cangallo por los maizales
y pastos de Urihuana, Huallchancca y Tucsín, el alcalde indígena del «ayllu
Cañari» de Pomabamba dijo:
Efectivamente, los poseedores apasionados del juez de paz don
Pedro Gutiérrez han convertido a un caos más obscuro que el que
pinta el poeta las semillas y la verdad de la justicia del pueblo
que represento. Este de una antigua existencia en Cangallo
tiene vecindario, tierras comunes, pastos i ejidos que las leyes
le concede como a todas las poblaciones de indios. Además, por
título de compra se han agregado a este territorio dos suertes de
tierras: la una un citio de bacas con dos hanegadas de sembrar
maíz en las llanuras de Urihuana con todos los altos para el
pastoraje de los ganados i otro sitio conocido por Cañaupampa,

13 ARAy, Corte Superior de Justicia, Leg. 52, año 1872, ff. 3r-3v.

162
PEREYRA / Campesinos republicanos: comunidades, justicia y memoria de Ayacucho en el siglo XIX

cituado en Belencucho, colindante con Huallchanga. En uno i


otro terreno han estado los vecinos o indijenos de la comunidad
de Pomabamba en posesión sin contradicción alguna.14
La referencia apunta a un colectivo residencial que administra
los terrenos y el acceso de las familias campesinas a recursos de nichos
ecológicos adyacentes, tal como ocurre en las comunidades campesinas
contemporáneas. Además, en los litigios, estos campesinos eran representados
por una dirigencia compuesta por alcaldes y regidores de antiguos cabildos
indígenas coloniales que en la República devinieron en municipalidades
distritales, o un síndico procurador de la jurisdicción distrital más cercana,
que era encargado de los asuntos referentes a los indígenas (Diez 1991: 180).
Contaban también con un abogado o un «agente de pleito» que en muchos
casos se desplazaba a los mismos pueblos de indios para producir los escritos
y ordenar los autos, o para notificar a las partes y trasladar los instrumentos
entre uno y otro lugar, como piezas de un burocrático engranaje judicial. La
importante matrícula de gremios contribuyentes de la ciudad de Ayacucho
de 1827 registra la existencia de diez individuos dedicados a las labores de
escribanía y «agencia de pleitos» (Urrutia 2014: 183). La cifra se incrementó
notoriamente con el funcionamiento de la Corte Superior de Justicia en
1844. Fueron estos abogados los coautores de los argumentos morales de los
instrumentos judiciales, que manejaban el poder de la palabra escrita, pero
bajo el mando de los mismos campesinos o de otros poderes locales, como los
hacendados, jueces y autoridades estatales, que también decidían en el curso
de un proceso judicial.

Gamonalismo y justicia en los márgenes del Estado


La apropiación de tierras del común de campesinos por parte de hacendados
criollos y mestizos alude inmediatamente a la formación del gamonalismo
en la sierra sur central del país. Con el término se designa a una forma
de poder local personalizado, que se originó a mediados del siglo XIX
(cuando la abolición de la contribución indígena favoreció la expansión
de las haciendas) y que reposaba en la propiedad individual de la tierra, la
privatización del poder político y el uso de la violencia (Manrique 1988;
Burga y Flores Galindo 1990; Poole 2009), aunque dicha definición guarda
correspondencia con la imagen que las élites regionales han construido de

14 ARAy, Corte Superior de Justicia, Expedientes Civiles de Huamanga, Expediente 15, Paquete
1, año 1845, ff. 21r-21v, el resaltado es mío.

163
HISTORIA Y CULTURA 27

los gamonales: mestizos que se apropiaban de las tierras de los campesinos


mediante el fraude o la violencia y que carecían de los valores morales de
la decencia y del refinamiento espiritual que poseían los terratenientes del
Cuzco o Ayacucho (Gamarra 1992; De la Cadena 2004).
La explicación anotada debe reproducirse con bastante cautela y a
partir de evidencia empírica. La propuesta de formación cultural y cotidiana
del Estado permite constatar la existencia y reproducción del Estado en los
ámbitos local y regional, no a partir de la presencia o ausencia de instituciones
oficiales o autoridades dependientes de Lima (ello no existe ni existirá hasta
mediados del siglo XX), sino de formas discursivas, normas y símbolos que
llegan hasta la población campesina y se reproducen cotidianamente, en un
contexto de reclamos judiciales o quejas políticas específicas. En tal sentido,
se debe precisar la forma como esta reproducción cotidiana del Estado
empata o se contradice con el sistema de dominación y violencia privada que
imperaba en regiones como Ayacucho.
El gamonalismo apareció en Ayacucho con la dinámica de apropiación
de tierras comunales impulsadas por la legislación agraria liberal y gravitó en
el uso de la violencia hacia los campesinos. En ocasiones, estos gamonales
además eran gobernadores, subprefectos o jueces de paz de las jurisdicciones
oficiales del país y ejercían poder sobre autoridades municipales (alcaldes,
regidores) o tradicionales (alcaldes vara). En 1840, el alcalde auxiliar de
Tambillo Juan Cancho presentó queja contra el gobernador de este distrito
de Huamanga, José Palomino, por haberle retirado de su cargo y por ejercer
violencia contra su esposa y contra los alguaciles de la municipalidad. El
acusado sostuvo en su defensa que depuso a Cancho por no haber cumplido
con entregar el porcentaje de contribuciones que le tocaba cobrar, puesto que
como alcalde auxiliar desempeña el cargo de «ayudante de los gobernadores
en el cobro de la contribución» y que es gobernador de Tambillo «por motivo
de tener en este distrito una hacienda arrendada i vive en ella la mayor parte
del año».15
Hay que considerar que estos casos fueron denunciados por las
víctimas implicadas y llevados ante el sistema judicial peruano, que no es
solo un conjunto de instancias encargadas de administrar justicia a nombre
del Estado republicano, sino también normas, procedimientos y rituales
que reproducen el Estado en la cotidianeidad. Sin embargo, muchos de
los actores comprometidos con esta forma cultural de Estado eran los

15 ARAy, Juzgado de Primera Instancia, Leg. 46, Cuaderno 920, año 1840, f. 4v.

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PEREYRA / Campesinos republicanos: comunidades, justicia y memoria de Ayacucho en el siglo XIX

mismos gamonales, que al desempeñar funciones de gobernadores o jueces,


terminaban reproduciendo las normas y rituales con los que el mismo Estado
debía de regular su conducta cotidiana o sancionarlos. Así, ellos aparecen
como actores de la «justicia marginal» del Estado, que recibe quejas y
demandas de sus víctimas campesinas. Con «justicia marginal» no se designa
la extensión física y administrativa del aparato del Estado desde un centro
(donde es vigente y funcional) hacia una periferia (donde es débil y precario);
al contrario, se alude a las prácticas judiciales que combinan marcos teóricos
y procedimientos «legales» con otros «extralegales»; es decir, la justicia
«pública» con la justicia «privada», o el derecho «formal» con el derecho
consuetudinario. En el caso peruano, estas prácticas coinciden con los
territorios y poblaciones que se consideran como físicamente alejadas de los
centros de poder político y económico, como advierte Deborah Poole, además
que demandan la participación de estos personajes que devienen en «juez y
parte» de los procesos judiciales (2009: 608).
Las prácticas de «justicia marginal» fueron aceptadas por la población,
pero a la vez negadas, porque conservaban un aurea de simultaneidad. «Es
esta doble cara del estado ‘de derecho’ la que se hace presente en la memoria
campesina cada vez que la orden ‘presente sus documentos’ es enunciada
(y entendida) como una orden proferida simultáneamente como amenaza y
garantía» (Poole 2009: 617). Y aquí residía precisamente el poder cotidiano
de los gamonales, porque instauraban la amenaza y la garantía para las
poblaciones campesinas. Era también la forma como dichas poblaciones
simbolizaban el Estado.
El caso de la denuncia contra el gamonal y hacendado de Tambillo José
Palomino ayuda a clarificar esta percepción de «justicia marginal». Palomino,
como autoridad del Estado, estaba encargado de regular el cobro del tributo,
velar por el orden interno de su jurisdicción y colaborar con el municipio en
la ejecución de obras públicas mediante el reclutamiento de mano de obra.
Además, debía solucionar y administrar justicia en conflictos menores, como
pequeñas disputas por terrenos o pleitos intrafamiliares e intercomunales.
Como hacendado, aparecía como un individuo que competía y se apoderaba
—mediante el recurso de la violencia— de las tierras y energía laboral de su
distrito. Uno de los testigos del caso anterior refiere que este gamonal «no
retribuye a los indígenas que se le ponen para el servicio diario de la casa
para todo el mes».16 Casi lo mismo sucedió con Caminada, quien además fue

16 ARAy, Juzgado de Primera Instancia, Causas Criminales, Leg. 46, Cuaderno 920, año 1840,
f. 9r.

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HISTORIA Y CULTURA 27

percibido por su acusador no solo como un patrón prepotente y abusivo, sino


también como un garante de su reproducción económica. Guiado por esta
definición simbólica, Almansa optó por retirar la denuncia por maltrato físico,
indicando que el incidente había ocurrido cuando el gamonal estaba ebrio y
porque «era su sirviente y había recibido de él muchos beneficios».17
Además, la aparición y reproducción del gamonalismo en la región
guarda correspondencia con la renovación de actores y grupos sociales
que ocurrió a mediados del siglo XIX. Según Ponciano del Pino, con el
incremento de la producción agropecuaria, los terratenientes y gamonales se
estructuraron como grupo social que progresivamente ingresa a la vida política
en confrontación con la burocracia local hegemónica, llegando a formular un
discurso modernizante, «en tanto señalaban a las políticas fiscales, el tributo,
los altos impuestos en el comercio, etc., como instrumentos que impedían el
desarrollo y ‘progreso’ regional» (Del Pino 1993: 15). Para la provincia de
Huanta, Patrick Husson constata la aparición de un nuevo grupo social de
terratenientes mestizos que pretendió acrecentar su capital en tierras y estatus,
compitiendo con la antigua elite aristocrática. Esta competencia devino en
una vendetta política que enfrentó a las dos familias rivales que alinearon
a ambas fuerzas sociales en pugna: los Arias, que condensaban a la antigua
élite aristocrática, y los Lazón que eran los mestizos que se aliaron con los
campesinos para materializar sus aspiraciones sociales y de monopolio del
poder y luego para enfrentar a los chilenos durante la Guerra del Pacífico
(Husson 1992). Estos nuevos actores sociales fueron los gamonales que
llegaron a participar en todos los ámbitos de la formación cotidiana del
Estado al iniciarse la segunda mitad del siglo XIX. No se debe de olvidar que
la distinción entre terratenientes y gamonales, basada en las nociones de raza,
cultura y decencia, recién aparecerá en el nuevo siglo.

Las batallas por la memoria.


Las estrategias campesinas de defensa de la propiedad activaron un proceso en
el que los recuerdos y las narrativas del pasado fueron organizados y colocados
por los mismos individuos en una sola gran «memoria emblemática», que a
su vez condensa las memorias concretas y sus sentidos (Stern 2009). Esta es
modelada y reforzada con diferentes documentos que, al ser extraídos del
archivo comunal o de los archivos privados de los notarios de Ayacucho,

17 ARAy, Juzgado de Primera Instancia, Leg. 49, Cuaderno 920, año 1840, f. 9r.

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PEREYRA / Campesinos republicanos: comunidades, justicia y memoria de Ayacucho en el siglo XIX

Huanta, Cangallo, San Juan de Lucanas o San Miguel y correlacionados entre


sí, forman una narrativa que es integrada al expediente judicial y constituye
prueba histórica y aparentemente irrefutable para amparar la demanda o
defensa de la «posesión inmemorial y sin contradicción alguna» de la propiedad
comunal, como reza una frase bastante utilizada en los juicios decimonónicos
por tierras. Ello ocurrió, por ejemplo, en el largo proceso judicial que enfrentó
a los campesinos del pueblo de Quinua con la hacendada de Ahuaccollay
Isabel Aedo durante más de diez años. El voluminoso expediente judicial
contiene numerosos documentos que datan de los siglos XVII y XVIII, que
sirven para que los contrincantes puedan moralmente argumentar sus derechos
a la posesión de las tierras.
En octubre de 1850 la demandada Isabel Aedo intentaba hacer
valer sus derechos de posesión nominando a sus ascendientes afines y en
especial al cura Diego Castro, a quienes consideraba como primigenios y
legítimos dueños de las tierras de Ahuaccollay. Por su lado, sus contrincantes
exhibieron un expediente colonial organizado por los antiguos caciques
don Melchor Guayllasco y don Pablo Guasaca, que contenía diversos
instrumentos relacionados con un pleito entre los indígenas Juan Camacachin
y Rodrigo Paucartanqui por la herencia de las tierras de Susso, que habían
pertenecido a Magdalena Choquetinto.18 Según la memoria de los campesinos
decimonónicos, la propiedad colectiva de las tierras de Ahuaccollay se
asociaba a esta mujer, quien había heredado de su padre Cristóbal Chuca,
curaca del ayllu Lurinsayocc, las tierras de Susso. Para intentar probar sus
afirmaciones, ellos mostraron (a través de su apoderado) un escrito con el
testimonio oral de uno de los testigos de Paucartanqui, quien en 1618 había
afirmado lo siguiente:
[…] que las dichas tierras y chacra llamada Susso sobre que se
litiga con el dicho Pedro Huamán Camacachi zapatero fueron y
son de la dicha Magdalena Choquetinta, heredadas de su padre
y abuelos desde el tiempo del ynga porque se las dio el mismo
ynga por ser como era criado suyo y guardaba a los pájaros y
otras aves que el dicho ynga Ataguallpa tenía para su recreación
y por esta probanza se las mandó dar y se las dio. Un casicho
[sic], un cacique señor que el dicho ynga envió visitando esta
tierra y por mandato del dicho ynga se les dio y adjudicó las
dichas tierras de Suso y otras que tuvo a Halaca, abuelo de

18 ARAy, Corte Superior de Justicia, Leg. 15, año 1850, ff. 1r-25r.

167
HISTORIA Y CULTURA 27

Magdalena Choquetinta, que al presente vive y heredó las dichas


tierras de Suso. Y el dicho Halaca, que será gentil, se las dejó
a su hijo Cristóbal Chuca padre de la dicha Magdalena y esto
cosa de tiempo, porque como cacique principal se informó y
está informado de todos los viejos antiguos que los saben y que
después como hija legítima de Cristóbal Chuca las heredó el
dicho su padre y esto responde.19
Ambas memorias en disputa, que estructuraban el proceso judicial,
exaltan las distintas visiones culturales construidas por demandantes y
demandada sobre las tensiones ocasionadas por las disposiciones agrarias
dieciochescas y decimonónicas en la estructura rural de la región. Aedo
recalcaba la sucesión y propiedad privada de las tierras, mientras que
los campesinos valoraban la antigüedad y «originalidad» de sus títulos
y enfatizaban la posesión colectiva del terreno, elaborando incluso una
definición procesal y cultural de la disputa (La Serna 2013: 257).
Además, los campesinos graficaban en su recreación la red parental
del curaca Pablo Guasaca, quien descendía de Francisco Guasaca, casado con
Rufina Guayllasco, quien a su vez fue la primogénita de Blas Guayllasco,
curaca principal del ayllu Lurinsayocc de Quinua. Aparentemente, esta breve
genealogía de nobles indígenas coloniales no guardaba correspondencia con
la hacienda Ahuaccollay y esta propiedad tampoco tenía relación alguna
con las tierras de Susso, que son mencionadas en el pleito colonial. Sin
embargo, los demandantes cuidaron de formular un «trabajo de memoria»
(Jelin 2002) desde su contemporaneidad; es decir, estipular en el siglo XIX
una conexión simbólica entre pasado y presente para «mostrar» la posesión
«histórica» de una propiedad colectiva que dependía de la ascendencia con
curacas considerados como «ancestros» del colectivo. En otro expediente
utilizado por los descendientes de estos campesinos republicanos para pedir
el reconocimiento de su comunidad campesina ante el Estado peruano en
1939, se menciona que los herederos del curaca Pedro Suyro, demandaron
en 1595 la composición de las tierras de Susso ante el juez Gabriel Solano
de Figueroa y que luego los curacas Francisco Guasaca y Sebastián Pablo
Guasaca sostuvieron sucesivos pleitos con Antonio y Francisco López Jerí por
la posesión de dichas tierras en tiempo del virrey José Antonio de Mendoza,
Marqués de Villagarcía. Un escrito de 1725 presentado por Sebastián Pablo
Guasaca refiere lo siguiente:

19 ARAy, Corte Superior de Justicia, Leg. 15, año 1850, f. 12r.

168
PEREYRA / Campesinos republicanos: comunidades, justicia y memoria de Ayacucho en el siglo XIX

Dice que a los indios de su comunidad se le repartieron desde el


año de mil setecientos treinta y cinco las tierras y pastos y hatos
nombrados Ñahuinpuquio, Mayguayuna, Pamparay, Yanacocha,
Mojoncancha, Urgospampa [sic], Llanavilca, Putacca, chacras
con sus hatos y mojones, y otras en Quecra y Suso y Toctocancha,
hatos de vacas con sus pastos y mojones para cabras y ovejas […]
que después por el año de setecientos treinta y seis [sic] se confirió
y mandó por cesión el señor doctor don Andrés de Villela, juez
privativo y visitador de las tierras de aquellas provincias, en cuya
virtud han estado en goce y posesión repartiéndolas continuamente
a los indios para que las siembren y se mantengan y puedan cumplir
las obligaciones y servicios personales de puentes, chasquis y otras
funciones, como también la paga de rentas y tributos, y aunque por
el año pasado de setecientos veinte y quatro [sic] con el motivo de
la nueva venta que se hizo en la provincia quiso perturbar Antonio
y Francisco López Jerí, hijos de Juan López Jerí que antiguamente
quiso introducirse y fue lanzado, tratando estos de apropiarse de las
cuatro suertes de tierras nombradas Susso, Quecrapampa, Vacuy,
Mayguayra y también Ñahuinpuquio y Managuaytuy, se presentó
el cacique en nombre del común de este superior gobierno que
debo a su favor la provisión de amparo, en cuya virtud las justicias
le han mantenido repetidas veces en la titulación y amparo de
posesión y goce de las referidas tierras, hatos y pastos, conforme a
sus linderos y mojones […].20
En esta extensa cita, Guasaca es aludido como curaca descendiente
de los primigenios jefes nativos del lugar: don Pedro Suyro y sus hijos,
quienes (en el recuerdo campesino) lograron la posesión de la propiedad
comunal. Aquel Pablo Guasaca y este Sebastián Pablo Guasaca son la misma
persona: el curaca descendiente de Suyro que existió en tiempos del virrey
Marqués de Villagarcía (1735-1745). La mención de este gobernante actúa
como nudo para localizar el recuerdo y eslabonarlo a la tradición (Halbwachs
1998). De igual forma, la nominación de las tierras actúa como referencia
para estructurar la posesión comunal y relacionar un hito con otro. El sitio de
Urgospampa, no viene a ser otro que Higospampa o Uviscancha; es decir, una
loma que forma parte del predio de Ahuaccollay; por ello la propietaria de
esta hacienda se interesa en observar los instrumentos escritos utilizados por
los campesinos decimonónicos.

20 ADRAy, Huamanga 42, Lurinsayocc y Hanansayocc, f. 67v. El resaltado es mío.

169
HISTORIA Y CULTURA 27

Ambas memorias contienen también una contraparte de silencios que


denotan manejo de poder para encubrir o disimular aquello que no se quiere
recordar o que genera molestia y rechazo entre campesinos y hacendados
(cf. Trouillot 1995). En el caso de Ahuaccollay, Aedo pretende ocultar las
acciones que motivaron tan engorroso pleito y que tienen que ver con la
expansión de sus propiedades motivada por las disposiciones agrarias de
los Borbones y la legislación liberal temprano-republicana. Los intersticios
del voluminoso expediente judicial revelan que hacia 1776 el cura de Diego
Castro tomó posesión de los terrenos de Antayccacca con el consentimiento
del común de indígenas de Quinua. Años después, la tierra fue privatizada
por su hijo Pedro Castro Coronado, esposo de Isabel Aedo, con respaldo de
las referidas normas. Él, además, «se apoderó de la hacienda Ahuaccollay
alegando que tenía derecho sobre ella» y convirtiendo a sus usufructuarios
campesinos en yanaconas de su nueva propiedad privada.21 Por su lado, la
memoria de los campesinos silencia los enunciados y narrativas contrarias
al relato emblemático que intenta conectar (forzar) pasado con presente para
lograr relaciones de solidaridad entre usufructuarios de un predio común y
en torno a su defensa legal. Constituye, en palabras de Mallon (2003) un
«resultado hegemónico» que sujeta un conjunto de conflictos y negociaciones
por cuestiones de identidad, clase, género y poder que ocurren cotidianamente
en el mundo de los sectores populares y que son arreglados por las jerarquías
comunales.

A modo de conclusión
Las páginas precedentes esbozan la experiencia política de los campesinos de
Ayacucho, que en el siglo XIX actuaron reclamando su propiedad comunal
y estructurando un colectivo para relacionarse con la forma cultural del
Estado. Todo ello ocurrió en medio de un proceso de reestructuración de
las propiedades rurales, alentado por las disposiciones agrarias de los siglos
XVIII y XIX, acicateado por el crecimiento demográfico y una mayor presión
sobre los recursos y protagonizado por hacendados y gamonales que eran los
responsables de la reproducción cotidiana de normas y símbolos del Estado
republicano, pero también sus principales transgresores.
Se habla de reproducción cotidiana del Estado porque alude a formas
culturales que pretenden regular la conducta cotidiana de los individuos o su

21 ARAy, Corte Superior de Justicia, Leg. 15, año 1850, f. 12r.

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PEREYRA / Campesinos republicanos: comunidades, justicia y memoria de Ayacucho en el siglo XIX

acceso a recursos. No obstante, dichas formas se mezclan con las respuestas


políticas y culturales de los subordinados, que en el caso de Ayacucho
decimonónico consisten en acciones judiciales y recreaciones históricas
presentadas a la vez como estrategias jurídicas e hitos de solidaridad
comunal. Estas memorias condensan múltiples recuerdos registrados en un
caleidoscopio de papeles extraídos del archivo comunal o de algún repositorio
notarial. Aluden los orígenes coloniales o a los ancestros prehispánicos para
trazar los puentes cronológicos simbólicos y lograr la aceptación judicial, la
solidaridad hegemónica comunal y la ubicación política de sus portadores
campesinos en el estado republicano. Lo singular del hecho es que muchas
comunidades campesinas de Ayacucho acuden a dichas memorias para lograr
su reconocimiento contemporáneo o justificar sus prologados conflictos
intercomunales.
Sin embargo, dicha acción no revela automáticamente la existencia
de una agencia campesina autónoma. Muchos de los discursos y prácticas
anotadas fueron influenciadas o diseñadas por agentes de pleitos y abogados
que al participar en los juicios como apoderados de demandantes y demandados
y organizar los autos, declaraciones y escritos, reconstruían la «verdad legal»
a partir de los hechos y podían hasta determinar, aunque fuera de forma
implícita y sutil, los resultados del proceso, ya que en realidad controlaban
tanto su transcurso como su final, como bien dice Burns (2005: 58) citando a
Tamar Herzog. En tal caso, la agencia campesina formaba parte de una suma de
deseos y voluntades de múltiples agentes inscritos en relaciones de poder y de
marginalidad del Estado, pero que también terminaban enlazando los diversos
elementos concomitantes con este tinglado de reconocimiento, memoria y
política: oralidad con escritura, comunidades con estado republicano, campo
con ciudad.

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HISTORIA Y CULTURA 27

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