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TZOPILOTE

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TZOPILOTE

Esa noche debía tener frío, la lluvia se empecinaba en descender torrencialmente


sobre mis hombros; su ejército de escuadrones, conformados por millones de
gotas, se sumaba al vaivén del viento obligándome al refugio de mi pórtico.
En mis entrañas un vacío infernal se acumulaba, quizá el apetito la razón. Había
trabajado todo el día y la luz solar se desvanecía tras nubes oscuras que sobraban
entre la penumbra. Colgué mi capote al entrar, el fuego aún ardía suavemente
entre las brasas rojas del fogón y me dirigí a la mesa, rincón solitario de mis
aposentos, encendí la vela y blandamente removió las sombras que a su paso
dejaron entrever antiguos recuerdos de una memoria lejana y presente postrada
en lo alto como una luz de plumas, como un remolino de alas y, nuevamente, la
sensación de siempre, ese algo entre molestia y alivio envolvió mi ser.
Trate de pensar qué detonaba tal sensación pero esas meditaciones no duran
mucho; qué saben las entrañas de costumbres y horarios, de tiempos y memorias,
de calidez o frío cuando están vacías. ¡Tengo hambre!
Dentro de esta rutina todo ya es tarde, distanciado del resto transcurren los
eternos segundos que se van plegando entre mi piel cansada de pliegues rítmicos
de un constante andar. Miro tras la ventana que me protege de la lluvia y ahora,
fuera de mis hombros, parece tan suave y dócil, y las ausencias, la suave luz y el
silencio van siendo mis amigos conforme la noche avanza.
El nuevo día parece cubrirse de una espera automática y no parece llegar el
sobresaltado instante de romper la absurda cadena lógica rutinaria. Nuevamente
la penumbra, la calma y el cansancio me rodean y solamente una tenue luz
matutina traspasa la ventana junto a la sensación de molestia y alivio. Afuera la
lluvia ya no golpea la calle.
La puerta de entrada entreabierta da paso a las figuras inciertas que en las
sombras se van dibujando entre el piso y se pierden entre los escasos muebles de
la habitación imprevisible y vagamente envejecida y engañosa.
Veo esas sombras detonadas desde las ramas que se columpian al otro lado de la
callejuela desde el árbol apaciguado y estoico que lucha por no perecer, acto que
me remite a sus movimientos y parece como si no me percatara del paso del
tiempo, la lógica de la rutina cotidiana me sobresalta en reflexiones y me incorporo
de golpe al avance del minutero que ya ha comenzado a marcar el caminar de la
mañana. Forjo un cigarrillo para calmar el vacío del estómago con el dulzón del
tabaco, mis entrañas siguen la espera.
Lentamente se consume el cigarrillo, con toda la lentitud que exige su buen sabor
y perfume, la cavilación de las reflexiones se va perdiendo en el vago y rítmico
vaivén del tránsito de la mano que acerca el dulce humo hasta los labios. Ahora
solo queda el pensamiento convertido en un acto irrefutable que ordena y exige
salir en busca de algo que darle a mis entrañas.
Me sacudo como lo hacen las aves por las mañanas, como si esperaran con ello
desaparecer el entumecimiento de las frías plumas y mis nervios y músculos
comienzan a agitarse en esa sensación de despertar explosivamente al
movimiento, más quedo casi perplejo porque en todo esto hay algo que se me
escapa, algo que quiero entender pero que no es nada y no logro precisar si hay
un momento en el que lo entiendo todo, más la niebla no se hace trizas y algunas
cosas tan solo son inconcebibles; qué pesado es levantarse de la cama. Mi cuerpo
termina de sacudirse, estira hasta el último nervio de su masa y queda listo para
comenzar otro día sin siquiera una idea articulable tan solo con el pensamiento a
la altura del estómago.
Logro salir a la calle con una sensación de miedo y alivio que se entretejen al
mismo tiempo ya que la palidez de este sitio, el aire puro que se agota y los gestos
mecánicos de este rostro hacen visible el cansancio de tantas noches y días de
vigilia interminable de estas paredes que me resguardan y encierran. Me sumerjo
en mi capote sabiendo que desprecios, insulto y agresiones son lo que espera tras
la puerta al cruzar la frontera del pórtico.
La callejuela apenas iluminada y desértica se disfraza de ese aspecto como si me
esperara, como si al transitarla ella me comprendiera y a la vez me entendiera a
mí mismo, como si todo se abriera y sumergiera de algo muy hondo y por fin
alcanzara todo un sentido. Más en estos callejones la lenta e irrestañable
degradación de la mañana sigue su curso carente de deseo y gracia, cubierta de
vicios y vacíos. No sé por qué siempre retorno a este andar del interminable juego
del hastió y la costumbre.
Deambulo y me apresuro por callejones retorcidos y empinados con los ojos fijos
entre cada rincón y sin perder el final de cada uno. Ya es entrada la mañana y
trabajo; búsqueda y hambre de presentes y pasados en contradictorias
recurrencias de esta manera de estar y de ser. Todo se mezcla poco a poco, hay
días en que todo pesa tanto y otros en que el tiempo simplemente está en otro
lado más el silencio instantáneo e interminable es recurrente.
El viento me habla de la fría mañana mientras las horas se desplazan
horizontalmente y se balancean en el aire como en un movimiento hacía atrás y
adelante en la saturación de la inmovilidad calma. Continua la búsqueda, rebaso
los callejones sin suerte alguna, me dirijo hacía las periferias del olvido, esos
rincones de deshechos que resguardan tesoros que alguna vez conformaron
complejas vidas, rincones que los otros llaman basureros.
El alcance de las periferias nunca es fácil, hay que surcar y transitar las miradas
cruentas de los otros, su verbal insulto y violentas burlas más no me enrolo entre
su bullicio porque es demasiado simple la posibilidad de ser brutal o generoso y
solo me queda el silencio y la pasividad de soportar horror y viseras, y la lúgubre
tarea de seguir siendo digno, seguir viviendo con la vana esperanza de que el
olvido no me olvide atrapado en este sistema de sometimiento.
En este vago transitar llego a la periferia de tesoros olvidados, comienzo a
trabajar, búsqueda incesable e inalcanzable del sustento, el hacer por la vida,
remuevo tesoros-olvidos-basura apiladas unas encima de otras, otras
escondiéndose a plena vista pero inapercibidas para el desconocedor de las
verdaderas reliquias. Otras huyendo del aglutinamiento más no tienen a donde
correr, solo logran distanciarse unos cuantos pasos como esta mañana que ya se
distancio del día y la tarde comienza su descenso al igual que mi búsqueda fallida
en este espacio. ¡Nada!
Retomo mi rutinario camino, los callejones son los mismos pero la luz solar los
vuelca tan distintos, escudriño en cada retorcido rincón buscando cualquier indicio,
mis ojos de vista fiera no detectan alguno más captan la presencia de vecinos a
los que a toda costa evito, me agreden con tan solo cruzar camino.
Abandono los callejones de piedras y me sumerjo entre traspatios y veredas, la
tarde casi culmina y sin desesperarme, más inquieto, camino hacía el lugar que
más me reconforta; me dirijo al campo santo con el eco de las campanas del
templo que los pasos del tiempo anuncian. El campo santo siempre en espera y
abierto a mi encuentro y de vez en cuando me recibe con sorpresas; espero hoy
sea una de esas porque he trabajado arduamente sin ninguna recompensa.
Ya dentro, me dirijo al aposento del más reciente residente y me postro en su
tumba. Le platico mi día, mi penar de la búsqueda fallida más no tiene nada que
ofrecerme es tan solo ya un alma en pena que calmadamente me escucha. Es
reconfortante poder platicar con alguien, hacer un alto en el tiempo y que cese de
pronto su línea.
Reposo un rato en el acogedor campo santo y retorno a las cavilaciones de las
reflexiones y memorias; memorias que muerden recuerdos de las antiguas
esperanzas de desenterrar los cadáveres en el rito clandestino mientras los perros
aullaban en las escasas palabras necesarias de las diferencias de siempre
conocidas y negadas oraciones, y poco a poco me sumerjo en ellos como una
lluvia lenta quedando abandonado en mí mismo volviendo en sí con las marcas de
las sombras vestido de plumas del fallido olvido de la nueva noche que comienza,
desconcierto absoluto y confusión horrible del futuro incierto, y acentuadamente
incómodo.
En este punto del día mis entrañas vociferan su vacío, el hambre agota toda
fuerza de mi cuerpo y mis actos se encaminan a la más peligrosa determinación,
realizar la búsqueda sumergido en la fila del anonimato y siguiendo ese tráfico que
va dejando moscas muertas a su paso inmerso en la sensación de molestia y
alivio que continuamente me asecha.
Me incorporo envuelto en mi capote y me dirijo al poblado sabiendo que mis
acciones serán las más peligrosas si los vecinos descubren mis intenciones. No
tengo alternativa, el hambre está por desplomar mis nervios y estoy
completamente decidido a correr riesgos. Retomo el avance entre los traspatios
más oscuros, es imprescindible mantener la búsqueda oculto y mi técnica deja en
segundo plano a la vista y me guio por mi olfato.
Sigilosamente me acerco a las ventanas, selecciono las más tenues, las de luces
cálidas pero ya casi olvidadas y palpo el aroma que se mezcla suavemente con la
calma de la noche. Buscó el olor previo a lo finito, el de la enfermedad y vejez, ese
que anuncia la culminación del juego, el olor lúgubre de la instantánea muerte y
por fin, la búsqueda se detiene, lo detecto bajo las sombras de esta cortina blanca
y devoro el último suspiro vital de este cuerpo y el acto en sí es como un
desmentido a todo lo que había imaginado en interrogativas reflexiones, todo lo
inexplicable se aclara con el sentir del cuerpo crisparse que se apodera de mi ser,
ya no es distante ni algo que viniera de las miradas de los “otros”. Tan distinto del
cómo la gente lo imagina y sólo los miro gritar, es absurdo e inútil pronunciar o
escuchar palabras en sus últimos instantes, ya no hay distancias ni
imposibilidades los devoro hasta saciarme y gano tiempo, todo es como una
reconciliación y me habituó al inconfundible llamado del ave, del tzopilote, y ahora
todo es placido, cordial y calmo.

Alejandro Espino Heredia.

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