El documento describe la rutina diaria de un tzopilote que busca comida. Cada mañana sale de su nido y recorre callejones y basureros en busca de carroña, pero no encuentra nada. Al anochecer, se dirige al cementerio en busca de consuelo. Más tarde, debido al intenso hambre, se ve obligado a buscar comida de forma peligrosa cerca de las casas humanas, donde finalmente encuentra y devora los restos de un cuerpo que ha muerto.
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El documento describe la rutina diaria de un tzopilote que busca comida. Cada mañana sale de su nido y recorre callejones y basureros en busca de carroña, pero no encuentra nada. Al anochecer, se dirige al cementerio en busca de consuelo. Más tarde, debido al intenso hambre, se ve obligado a buscar comida de forma peligrosa cerca de las casas humanas, donde finalmente encuentra y devora los restos de un cuerpo que ha muerto.
El documento describe la rutina diaria de un tzopilote que busca comida. Cada mañana sale de su nido y recorre callejones y basureros en busca de carroña, pero no encuentra nada. Al anochecer, se dirige al cementerio en busca de consuelo. Más tarde, debido al intenso hambre, se ve obligado a buscar comida de forma peligrosa cerca de las casas humanas, donde finalmente encuentra y devora los restos de un cuerpo que ha muerto.
El documento describe la rutina diaria de un tzopilote que busca comida. Cada mañana sale de su nido y recorre callejones y basureros en busca de carroña, pero no encuentra nada. Al anochecer, se dirige al cementerio en busca de consuelo. Más tarde, debido al intenso hambre, se ve obligado a buscar comida de forma peligrosa cerca de las casas humanas, donde finalmente encuentra y devora los restos de un cuerpo que ha muerto.
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TZOPILOTE
Esa noche debía tener frío, la lluvia se empecinaba en descender torrencialmente
sobre mis hombros; su ejército de escuadrones, conformados por millones de gotas, se sumaba al vaivén del viento obligándome al refugio de mi pórtico. En mis entrañas un vacío infernal se acumulaba, quizá el apetito la razón. Había trabajado todo el día y la luz solar se desvanecía tras nubes oscuras que sobraban entre la penumbra. Colgué mi capote al entrar, el fuego aún ardía suavemente entre las brasas rojas del fogón y me dirigí a la mesa, rincón solitario de mis aposentos, encendí la vela y blandamente removió las sombras que a su paso dejaron entrever antiguos recuerdos de una memoria lejana y presente postrada en lo alto como una luz de plumas, como un remolino de alas y, nuevamente, la sensación de siempre, ese algo entre molestia y alivio envolvió mi ser. Trate de pensar qué detonaba tal sensación pero esas meditaciones no duran mucho; qué saben las entrañas de costumbres y horarios, de tiempos y memorias, de calidez o frío cuando están vacías. ¡Tengo hambre! Dentro de esta rutina todo ya es tarde, distanciado del resto transcurren los eternos segundos que se van plegando entre mi piel cansada de pliegues rítmicos de un constante andar. Miro tras la ventana que me protege de la lluvia y ahora, fuera de mis hombros, parece tan suave y dócil, y las ausencias, la suave luz y el silencio van siendo mis amigos conforme la noche avanza. El nuevo día parece cubrirse de una espera automática y no parece llegar el sobresaltado instante de romper la absurda cadena lógica rutinaria. Nuevamente la penumbra, la calma y el cansancio me rodean y solamente una tenue luz matutina traspasa la ventana junto a la sensación de molestia y alivio. Afuera la lluvia ya no golpea la calle. La puerta de entrada entreabierta da paso a las figuras inciertas que en las sombras se van dibujando entre el piso y se pierden entre los escasos muebles de la habitación imprevisible y vagamente envejecida y engañosa. Veo esas sombras detonadas desde las ramas que se columpian al otro lado de la callejuela desde el árbol apaciguado y estoico que lucha por no perecer, acto que me remite a sus movimientos y parece como si no me percatara del paso del tiempo, la lógica de la rutina cotidiana me sobresalta en reflexiones y me incorporo de golpe al avance del minutero que ya ha comenzado a marcar el caminar de la mañana. Forjo un cigarrillo para calmar el vacío del estómago con el dulzón del tabaco, mis entrañas siguen la espera. Lentamente se consume el cigarrillo, con toda la lentitud que exige su buen sabor y perfume, la cavilación de las reflexiones se va perdiendo en el vago y rítmico vaivén del tránsito de la mano que acerca el dulce humo hasta los labios. Ahora solo queda el pensamiento convertido en un acto irrefutable que ordena y exige salir en busca de algo que darle a mis entrañas. Me sacudo como lo hacen las aves por las mañanas, como si esperaran con ello desaparecer el entumecimiento de las frías plumas y mis nervios y músculos comienzan a agitarse en esa sensación de despertar explosivamente al movimiento, más quedo casi perplejo porque en todo esto hay algo que se me escapa, algo que quiero entender pero que no es nada y no logro precisar si hay un momento en el que lo entiendo todo, más la niebla no se hace trizas y algunas cosas tan solo son inconcebibles; qué pesado es levantarse de la cama. Mi cuerpo termina de sacudirse, estira hasta el último nervio de su masa y queda listo para comenzar otro día sin siquiera una idea articulable tan solo con el pensamiento a la altura del estómago. Logro salir a la calle con una sensación de miedo y alivio que se entretejen al mismo tiempo ya que la palidez de este sitio, el aire puro que se agota y los gestos mecánicos de este rostro hacen visible el cansancio de tantas noches y días de vigilia interminable de estas paredes que me resguardan y encierran. Me sumerjo en mi capote sabiendo que desprecios, insulto y agresiones son lo que espera tras la puerta al cruzar la frontera del pórtico. La callejuela apenas iluminada y desértica se disfraza de ese aspecto como si me esperara, como si al transitarla ella me comprendiera y a la vez me entendiera a mí mismo, como si todo se abriera y sumergiera de algo muy hondo y por fin alcanzara todo un sentido. Más en estos callejones la lenta e irrestañable degradación de la mañana sigue su curso carente de deseo y gracia, cubierta de vicios y vacíos. No sé por qué siempre retorno a este andar del interminable juego del hastió y la costumbre. Deambulo y me apresuro por callejones retorcidos y empinados con los ojos fijos entre cada rincón y sin perder el final de cada uno. Ya es entrada la mañana y trabajo; búsqueda y hambre de presentes y pasados en contradictorias recurrencias de esta manera de estar y de ser. Todo se mezcla poco a poco, hay días en que todo pesa tanto y otros en que el tiempo simplemente está en otro lado más el silencio instantáneo e interminable es recurrente. El viento me habla de la fría mañana mientras las horas se desplazan horizontalmente y se balancean en el aire como en un movimiento hacía atrás y adelante en la saturación de la inmovilidad calma. Continua la búsqueda, rebaso los callejones sin suerte alguna, me dirijo hacía las periferias del olvido, esos rincones de deshechos que resguardan tesoros que alguna vez conformaron complejas vidas, rincones que los otros llaman basureros. El alcance de las periferias nunca es fácil, hay que surcar y transitar las miradas cruentas de los otros, su verbal insulto y violentas burlas más no me enrolo entre su bullicio porque es demasiado simple la posibilidad de ser brutal o generoso y solo me queda el silencio y la pasividad de soportar horror y viseras, y la lúgubre tarea de seguir siendo digno, seguir viviendo con la vana esperanza de que el olvido no me olvide atrapado en este sistema de sometimiento. En este vago transitar llego a la periferia de tesoros olvidados, comienzo a trabajar, búsqueda incesable e inalcanzable del sustento, el hacer por la vida, remuevo tesoros-olvidos-basura apiladas unas encima de otras, otras escondiéndose a plena vista pero inapercibidas para el desconocedor de las verdaderas reliquias. Otras huyendo del aglutinamiento más no tienen a donde correr, solo logran distanciarse unos cuantos pasos como esta mañana que ya se distancio del día y la tarde comienza su descenso al igual que mi búsqueda fallida en este espacio. ¡Nada! Retomo mi rutinario camino, los callejones son los mismos pero la luz solar los vuelca tan distintos, escudriño en cada retorcido rincón buscando cualquier indicio, mis ojos de vista fiera no detectan alguno más captan la presencia de vecinos a los que a toda costa evito, me agreden con tan solo cruzar camino. Abandono los callejones de piedras y me sumerjo entre traspatios y veredas, la tarde casi culmina y sin desesperarme, más inquieto, camino hacía el lugar que más me reconforta; me dirijo al campo santo con el eco de las campanas del templo que los pasos del tiempo anuncian. El campo santo siempre en espera y abierto a mi encuentro y de vez en cuando me recibe con sorpresas; espero hoy sea una de esas porque he trabajado arduamente sin ninguna recompensa. Ya dentro, me dirijo al aposento del más reciente residente y me postro en su tumba. Le platico mi día, mi penar de la búsqueda fallida más no tiene nada que ofrecerme es tan solo ya un alma en pena que calmadamente me escucha. Es reconfortante poder platicar con alguien, hacer un alto en el tiempo y que cese de pronto su línea. Reposo un rato en el acogedor campo santo y retorno a las cavilaciones de las reflexiones y memorias; memorias que muerden recuerdos de las antiguas esperanzas de desenterrar los cadáveres en el rito clandestino mientras los perros aullaban en las escasas palabras necesarias de las diferencias de siempre conocidas y negadas oraciones, y poco a poco me sumerjo en ellos como una lluvia lenta quedando abandonado en mí mismo volviendo en sí con las marcas de las sombras vestido de plumas del fallido olvido de la nueva noche que comienza, desconcierto absoluto y confusión horrible del futuro incierto, y acentuadamente incómodo. En este punto del día mis entrañas vociferan su vacío, el hambre agota toda fuerza de mi cuerpo y mis actos se encaminan a la más peligrosa determinación, realizar la búsqueda sumergido en la fila del anonimato y siguiendo ese tráfico que va dejando moscas muertas a su paso inmerso en la sensación de molestia y alivio que continuamente me asecha. Me incorporo envuelto en mi capote y me dirijo al poblado sabiendo que mis acciones serán las más peligrosas si los vecinos descubren mis intenciones. No tengo alternativa, el hambre está por desplomar mis nervios y estoy completamente decidido a correr riesgos. Retomo el avance entre los traspatios más oscuros, es imprescindible mantener la búsqueda oculto y mi técnica deja en segundo plano a la vista y me guio por mi olfato. Sigilosamente me acerco a las ventanas, selecciono las más tenues, las de luces cálidas pero ya casi olvidadas y palpo el aroma que se mezcla suavemente con la calma de la noche. Buscó el olor previo a lo finito, el de la enfermedad y vejez, ese que anuncia la culminación del juego, el olor lúgubre de la instantánea muerte y por fin, la búsqueda se detiene, lo detecto bajo las sombras de esta cortina blanca y devoro el último suspiro vital de este cuerpo y el acto en sí es como un desmentido a todo lo que había imaginado en interrogativas reflexiones, todo lo inexplicable se aclara con el sentir del cuerpo crisparse que se apodera de mi ser, ya no es distante ni algo que viniera de las miradas de los “otros”. Tan distinto del cómo la gente lo imagina y sólo los miro gritar, es absurdo e inútil pronunciar o escuchar palabras en sus últimos instantes, ya no hay distancias ni imposibilidades los devoro hasta saciarme y gano tiempo, todo es como una reconciliación y me habituó al inconfundible llamado del ave, del tzopilote, y ahora todo es placido, cordial y calmo.