Crónica de Martín Caparrós de Caracas
Crónica de Martín Caparrós de Caracas
Crónica de Martín Caparrós de Caracas
Se podría decir que es un enclave en guerra, salvo que no hay guerra. Pero esta no es solo la
capital de la Venezuela de Nicolás Maduro, autoproclamado en el poder hasta 2025. Esta es
la Caracas de Usleidi, de Alber y de doña Paca. Esta es su conmovedora historia y el relato
sobre muchos otros habitantes de una urbe que luchan por sobrevivir a los estragos del
modelo chavista. Primer capítulo de una serie en la que el cronista Martín Caparrós toma el
pulso a grandes ciudades de Latinoamérica.
Se dicen el uno al otro al despedirse —jueves, diez de la noche— cinco periodistas
veinteañeros. Con la cena de arepas y cervezas me habían contado historias de sus asaltos y
secuestros y amigos muertos y parientes huidos, así que les pregunto si se quedaron
paranoicos por la conversación, pero me dicen que no, que aquí todos se despiden así.
—Avísame que llegas.
Y que, faltaba más, cuando llegan lo hacen.
—Descuida, yo te aviso.
“En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos han sido tan rápidos y
sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una soledad
espantosa, no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de
la América”, escribió, fugitivo en Jamaica, 1815, con prosa tremebunda, el señor Simón
Bolívar, al que ahora llaman su libertador.
—Pero acuérdate, avísame, que si no, no me duermo.
Me había dicho que bajara a las ocho en punto y la esperara del lado de adentro de las rejas,
que ni se me ocurriera esperarla en la calle, y que ella iba a llegar en un carro chiquito y
que se iba a parar justo enfrente de mi puerta y que cuando pusiera la intermitente —dijo la
intermitente— recién entonces abriera la reja, salga, suba rápido. No preparábamos una
operación ultrasecreta: me pasaba a buscar para ir a comer algo.
(Yo llevaba menos de una hora en la ciudad; consiguió impresionarme. Después le pregunté
si no estaba un poco paranoica y me dijo paranoica tu abuela. Entonces le pregunté si no
habría que decir, más bien, paranoica tu ciudad; me miró triste.)
El periodismo siempre —se— engaña cuando cuenta un lugar, porque cuenta del lugar lo
extraordinario. No sabe —no sabríamos— contar los millones de vidas, de cruces, de gestos
menores que arman cualquier espacio. Pensamos Caracas y pensamos —con razón— en
hambre, oscuridad, partidas, la violencia. Pero no pensamos en Usleidi, que hoy se enteró
de que no se había quedado embarazada, ni en Alber, que consiguió trabajo en un quiosco,
ni en doña Paca, que volvió a ver a su hijo después de tanto tiempo.
Nos quedamos con la imagen gruesa —la confusión, la lucha— porque es cierta y, sobre
todo, porque conviene a todos. A los periodistas porque nos deja historias atractivas; a los
políticos porque les sirve decir que lo que pasa en Venezuela es socialismo. Le sirve al
jefecito local porque justifica su desastre —“nos bloquean por socialistas”—, y a las varias
derechas del mundo porque les arma su espantajo —“la izquierda nos va a llevar a
Venezuela”. No es, pero a nadie le importa.
Así que así: Venezuela es el terror contemporáneo, nos lo machacan como tal. Yo, siempre
impresionable, esperaba Berlín 45, Beirut 82, Bagdad 03 y me encontré Caracas, que
tampoco es eso.
Es Caracas a fin del 18.
Caracas es una de las ciudades más violentas del mundo. Cada año, una de cada mil
personas muere asesinada. Hay más asesinatos en Caracas en dos días que en Madrid en un
año
El restorán estaba muy vacío; eran las nueve y cerraba a las diez porque más tarde los
empleados no tenían transporte para volver a casa. Las calles, después, también vacías, muy
oscuras. Son las diez y cuarto de la noche; cualquier sombra que se mueve nos asusta.
—Avísame que llegas.
La civilización es descuidarse. Hay quienes dicen que todo empezó cuando una mujer y un
hombre se sintieron protegidos por el grupo, por la cueva, por todo ese calor alrededor y se
atrevieron a fornicarse cara a cara: a dejar atrás esa postura atenta que les permitía vigilar si
venía algo, alguien, el ataque que fuera. Cuando se permitieron olvidarse del mundo
alrededor, encerrarse en su placer y su deseo: dejar la paranoia, descuidarse.
—Descuida, yo te aviso.
A veces no se puede.
Entonces muchos empiezan a hacerse preguntas. O, mejor: la misma pregunta, repetida,
urgente.
—¡Nos fajamos, nos fajamos! ¡Vamos, síguelo, síguelo, vamo’ ahí, bien, bien, bien,
síguelo, no lo sueltes!
Los gritos del entrenador ponen el ritmo, y 20 niñas, niños, muchachitos ensayan
puñetazos. Tuncho tiene seis años pero la cara tan resuelta: los ojos fijos, los labios en
trompita, el resoplo que acompaña cada golpe a la bolsa. Mavi, en cambio, nueve, le pega
como si la quisiera, la acaricia. Y alrededor tres bolsas más y el ring en un costado y la
pared descascarada y el resto de los chicos. Se reparten pocos pares de guantes; los que no
tienen hacen sombra, cuerda, abdominales.
—¡Vamos, síguelo, síguelo, vamo’ ahí, bien, bien, bien, síguelo!
La Escuela de Box Jairo Ruza es un cuarto de 10 por 5 en uno de los lugares más violentos
de una de las ciudades más violentas del mundo. Cada año, en Caracas, una de cada mil
personas muere asesinada. O, dicho de otro modo: hay más asesinatos en Caracas en dos
días que en Madrid en un año. La escuela está en un barrio de invasión que cuelga de unos
cerros: escaleras angostas y sinuosas entre casas mal terminadas de ladrillos mezclados,
techos de lata, rejas oxidadas, cables, la basura: por todas partes la basura, y el miedo,
también, por todas partes. Al subir nos cruzamos a un hombre flaco que arrastra a los
tumbos un sofá escalones abajo.
—¿Qué, te botaron de la casa?
Le dijo Danilo, y el hombre sonrió por compromiso. Danilo tiene cuarenta y tantos, el
cuerpo sólido, la barba entrecana; no parece que se ría a menudo.
—Quién sabe si no lo está robando. Este barrio es candela.
Danilo solía manejar una camioneta de pasajeros; ahora es el chofer de un empresario que
se pasó tres años preso bajo Chávez y es, entre otras cosas, el sponsor de la escuela de
boxeo. La escuela está en la mitad de la ladera: miles de ranchos más arriba, miles más
abajo. Danilo me cuenta que ahí enfrente levantó su casa y crio a sus hijos. Le pregunto
cuántos tiene y me dice que varios. Le insisto:
—¿Cuántos?
—Como seis.
Me dice, y otra vez me río: ¿qué, no está muy claro? Imagino descuidos caribeños, pero
Danilo sigue serio y me dice que sí, que tiene seis ahorita, que tenía siete pero ahora tiene
seis.
—A Luis me lo mataron. Lo confundieron con un primo que también se llamaba Luis, que
lo andaban buscando. Así, en la calle, esos malandros lo vieron a mi hijo y lo llamaron,
Luis, Luis, y él se dio vuelta, así me lo mataron.
Luis tenía 19 años; poco antes le había dicho a su papá que quería irse de ese barrio porque
sus primos andaban en problemas. Ya había peleado 52 combates; su entrenador decía que
tenía un futuro.
—Cuando me dieron esa noticia a mí prácticamente como que me arrancaron el alma de
adentro.
—Y no pensó en vengarse…
—Pensé, sí. Claro que pensé. Pero entendí que no hay que hacer eso, que así se arma esta
cadena de que uno mata a otro y entonces lo matan y otro va y lo mata al que lo mató y por
eso ahorita estamos como estamos. Hay que dejarle todo a la ley y a la mano de Dios.
—¿Y funciona?
Danilo me mira sin palabras.
Poco después la policía mató al primo. Al otro año Danilo y su familia intentaron impedir
que una banda impusiera sus reglas en el “barrio”; en caraqueño, barrio significa eso que
cada castellano dice a su manera: villa miseria, población, callampa, cantegril, chabola. El
barrio José Félix Ribas —el José Félix— es, dicen, además, el más denso del continente:
120.000 personas amontonadas en un kilómetro cuadrado de montaña. Danilo y los suyos
emprendieron sin armas esa pelea desigual; varias veces les balearon la casa.
—Ahí me mataron a mi papá. Eran unos muchachos que se criaron con nosotros. Ellos
querían ser dueños de la zona y nosotros, la familia mía, tratamos de pararlos y nos mataron
al papá. Ahora dos están muertos, los demás están presos; no quedó más ninguno.
El problema es que siempre hay otros, me dice Danilo, y que utilizan para sus cosas a los
niños.
—Por ejemplo, le dicen llévame este paquete a lo de Iris y el niño no sabe que en el paquete
hay droga y se lo lleva. Por eso queremos que no estén en la calle. Lo que pasa es que la
calle es como un vicio, como el alcohol, así: usted quiere dejarlo pero vuelve. Magínese la
tentación: con lo difícil que está ganarse unos reales, y en la calle se hacen fácil, parece
fácil. Por eso mejor si les enseñamos de niñitos…
En la escuela los chicos van terminando la lección: reconcentrados, serios, cada salto es un
compromiso, cada golpe. En el piso de abajo dos mujeres preparan los almuerzos. Hay
arepas, salchichas, unas papas: muchos van por el box, todos por la comida.
—Ahorita estamos más tranquilos. Desde que pusimos la escuela, acá nadie jode porque
están los chicos. Pero además ahora el pran declaró zona de paz, así que estos meses
estamos bien, en calma.
Me explica Danilo. Pran es una palabra casi nueva: dicen que viene de las cárceles, donde
el pran es el jefe de los presos. Y ahora muchas zonas, barrios, pueblos tienen su pran: el
que impone su ley, el capomafia.
—¿Cómo se hace para volverse pran?
—Bueno, es una persona que haya matado gente, que haya estado en la cárcel, que todos lo
sigan. Y entonces mandan en su zona, y al que hace cosas, que roba, que mata sin su orden,
van y lo castigan.
Aquí el pran local es un jovencito despiadado que llaman Wileisi, y la declaración de zona
de paz es un arreglo con la policía: yo les mantengo el barrio en calma, ustedes no me joden
los negocios.
—El pran comanda a mucha gente que anda por ahí poniendo orden. Pongamos que haya
un problema en la cola del gas; entonces llegan ellos con sus pistolas, qué pasa, se acabó la
broma.
Son formas nuevas del poder popular. Hay otras: ella se llama algo así como Wisneidi pero
le dicen Güigüi; tiene siete años, una llave de plástico colgada del cuello y un par de ideas
muy claras:
—A las mujeres también nos gusta el deporte. A veces por ahí por la calle alguno me dice
que por qué estoy metida en esto del boxeo, que es para varones. Y yo le digo que esto no
es pa’ marimachos sino también pa’ las hembras, que aprendan a defenderse.
—Qué bueno. ¿Y de dónde sacaste esas ideas?
—De la mente.
Me dice Güigüi como si no entendiera qué es lo que no entiendo. La sesión se acaba y el
entrenador les dice que ya pueden irse:
—¡Rompan filas!
Les grita Pedri. Pedri tiene 17 años, trabaja seis horas por día en una panadería y le pagan
50 millones de bolívares fuertes —500 soberanos, dólar y medio— por semana.
“Nosotros somos el ejemplo de esa gente que no pierde la esperanza”, me dice Enrique, un
señor sesentón. El partido es un clásico: Leones de Caracas contra Tiburones de La Guaira
—¡De frente al futuro!
Le contestan a coro 20 chicos.
Caracas fue, varias veces, la ciudad más rica de Sudamérica: una donde el dinero brotaba
tan fácil de los pozos que era fácil gastarlo a manos llenas en grandes rascacielos
comerciales, en grandes construcciones sociales, según los tiempos y los vientos. Caracas
sigue siendo la mayor exposición sudaca de arquitectura brutalista de los sesentas y
setentas: mucho cemento crudo, mucho ángulo recto y perfiles feroces. Y después,
compitiendo con ellos por el espacio ciudadano, las torres obvias ñoñas de metal y cristal
de los ochentas y noventas. Y todo alrededor montañas verdes.
No hay capital en el mundo —creo que no hay capital en el mundo— que tenga tanto verde.
La belleza de un valle entre montañas tropicales: el cielo como un rayo, los árboles sin
mengua, el viento suave. Pero esos edificios y parques y autopistas de los años prósperos
que se fueron gastando, comidos por el calor y las tormentas.
En Caracas casi nada funciona: las luces de las calles, por ejemplo. Aquí las noches son
noches de otros tiempos, cuando el sol caía y cada calle era una trampa oscura. Después las
ciudades trataron de simular que el sol nunca se pone, que la luz no depende de esas
tonterías. Aquí, ahora, la noche es otra vez la noche.
Y la cuenta fundamental es simple: en 2013 Venezuela producía tres millones de barriles
por día a 100 dólares el barril; ahora produce poco más de un millón a menos de 60.
Cuando se murió Chávez ingresaba unos 300 millones de petrodólares diarios; ahora, cinco
veces menos.
Noches calladas, quietas de Caracas. Fantasmas en la calle, los silencios: la mezcla de
escasez y miedo es imbatible. Caracas ha cambiado tanto y, en los últimos años, ha
cambiado tanto las vidas de sus habitantes. Caracas, por momentos, se diría una ciudad en
guerra —solo que no hay guerra. Algunos lo escriben Carakistán, otros Caraquistán, otros
incluso Caracastán, pero la idea no cambia: un sitio que se ha vuelto extraño, una manera
del derrumbe.
El sol se esfuerza y no lo necesita; gritos de vendedores, calor, olor de fritos, personas que
se encuentran: van llegando de a poco, saludan, se acomodan. El partido está por empezar y
un músico famoso toca en su saxo el himno nacional. El micrófono falla, el himno se oye a
trozos. Un ayudante se acerca, lo trata de arreglar, no consigue gran cosa. El público
aplaude como si.
—Nosotros somos el ejemplo de esa gente que no pierde la esperanza.
Me dice Enrique, un señor sesentón con su cara atildada. El partido es un clásico: los
Leones de Caracas contra los Tiburones de La Guaira, vecinos y enemigos. En las tribunas
hay hombres y mujeres: ellos con las camisas de su equipo, ellas con cualquier cosa que se
les pegue al cuerpo, todos con sus gorras. Allá abajo el partido empieza lento; aquí arriba
no parecen tan interesados, discuten con pereza tropical y toman su cerveza: cantidades
industriales de cerveza. De pronto, una vez cada tanto, algo sucede y se distraen, miran el
campo, ven correr a un muchacho, lo corean.
—Mire, llevamos años sin ganar un campeonato. Treinta y tres años, desde antes de todo.
Aquella vez se lo ganamos a estos mismos caraqueños, acá mismo, y acá estábamos, este y
yo, sentados tomando unas cervezas, disfrutando. Y desde entonces.
—¿Siguen disfrutando?