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El Ojo Cosmológico - K2opt

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EL OJO COSMOLÓGICO
HENRY MILLER

 2004 – http://www.katarsis.rottenass.com
2

El ojo cosmológico

LA EDAD DE ORO

En la actualidad cine es la gran forma artística


el
popular, lo fue equivale a decir que no es arte en absoluto.
Desde que apareció se nos dijo que al fin había nacido un arte
que llegaría a las masas y quizá las liberaría. La gente afirma
ver en el cine posibilidades negadas a las res-tantes artes. ¡Tanto
peor para el cine!
No existe un arte llamado cinematógrafo, pero hay, como
en todas las artes, una forma de producción para los más y
otra para los menos. Desde la muerte de las películas de
vanguardia -creo que Le Sang d'un Poéte, de Cocteau, fue la
última - sólo queda la producción masiva de Hollywood.
Las escasas películas que podrían justificar la categoría
de "arte" aparecidas desde el nacimiento del cinematógrafo
(ocurrido hace unos cuarenta años) murieron casi en embrión.
Se trata de uno de los lamen-tables y sorprendentes hechos
relacionados con el desarrollo de una nueva forma artística.
A pesar de todos los esfuerzos el cinematógrafo parece
incapaz de afirmarse como arte. Quizás ello se debaa que
el cinematógrafo, más que cualquier otra forma artística, se ha
convertido en una industria controlada, en una dictadura en
la que se domina y silencia al artista.
Inmediatamente se define un hecho sorprendente, a saber,
!que las películas más grandes se han producido a poco costo!
No se necesitan millones para producir una película artística;
en realidad, es axiomático que cuanto más dinero cuesta una
película peor será probablemente. ¿Por qué, pues, no cobra
realidad el auténtico cine? ¿Por qué el cine-matógrafo
permanece en manos de la turba o de sus dictaduras? ¿Se
trata simplemente de un problema económico?
Debe recordarse que se fomenta en nosotros el
reconocimiento .de las restantes artes. Más aún, nos son
impuestas casi desde la cuna. Nuestro gusto está
condicionado por siglos de inoculación. En la ac-tualidad uno
se siente casi avergonzado de confesar que no gusta de éste
3
Henry Miller

o aquel libro, de éste o aquel cuadro, de ésta o aquella pieza


de música. Puede ser que nos sintamos mortalmente aburridos,
pero no lo recono-ceremos. Fuimos educados para fingir placer
y admiración por las gran-des obras de arte con las que,
lamentablemente, no tenemos ya ninguna relación.
El cinematógrafo ha nacido y es un arte, otro arte...
pero nació de-masiado tarde. El cinematógrafo nació de un
gran sentimiento de can-sancio. En realidad, cansancio es una
palabra excesivamente suave. El cinematógrafo nació en el
preciso momento en que estamos muriendo. Lo mismo que un
patito feo, el cinematógrafo se imagina más o menos
relacionado con el teatro, cree que quizá nació para reemplazar
al teatro, que ya está muerto. Nacido en un mundo desprovisto
de entusiasmo y de gusto, el cinematógrafo se desempeña
como un eunuco: agita un abanico de plumas de pavo real
ante nuestros ojos somnolientos. El cinematógrafo cree que lo
que nosotros le pedimos es que nos adormez- ca. Ignora que
estamos muriéndonos. Por lo tanto, no culpemos al ci-
nematógrafo. Preguntémonos por qué hemos de permitir que
esa forma artística auténticamente maravillosa perezca ante
nuestros propios ojos. Preguntémonos por qué cuando realiza
los esfuerzos más heroicos para conmovernos, sus gestos son
desatendidos.
Hablo del cinematógrafo como hecho real, como algo
que existe, que tiene validez, exactamente como la música, o
la pintura o la litera-tura. Me opongo resueltamente a los que
creen que el cinematógrafo es un medio de explotar las
restantes artes, o aun de resumirlas. El cine-matógrafo no es
otra forma de esto o de aquello, ni el producto sintético de
todos los demás éstos - y - aquéllos. El cine es el cine, y nada
más. Lo cual es bastante. En realidad, es algo magnífico.
Como cualquier otro arte, el cine encierra en sí
mismo todas las posibilidades de creación de antagonismos, de
promoción de la revuelta. El cine puede hacer por el hombre lo
que las otras artes han hecho, y es pero la
posible que más,
primera condición, el prerrequisito es, en
-¡que lo reali-dad
saquen de las manos de la turba! Comprendo muy bien que
la turba no crea las películas que vemos... por lo menos
técnica- mente. Pero en un sentido más profundo la turba es la
que realmente

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El ojo cosmológico

crea las películas. Por primera vez en la historia del arte la


turba ha dictaminado lo que el artista debe hacer. Por primera
vez en un arte que complace
la historia del hombre ha surgido
exclusivamente a
ma-sas. Quizá cierta oscura comprensión
las
de este hecho original y deplorable explique la tenacidad con
que "el estimado público" se aferra a su arte. ¡La pantalla
silenciosa! ¡Imágenes de sombras! ¡Ausencia de color! Co-
mienzos espectrales, fantasmales. Las masas mudas
visualizándose ellas mismas en estos féretros malolientes que
desempañaron el papel de primeras salas de proyección. Una
curiosidad abismal por verse refleja-das en el espejo mágico de
la era de la máquina. ¿De qué tremendos temores y ansias
surgió el arte "popular"?
Me imagino no hubiera
perfectamente que el cine
nacido nunca. Me imagino una raza de hombres para quienes el
cinc habría sido abso-lutamente innecesario. Pero no puedo
imaginar a los autómatas de esta era sin un cine, sin cierta
forma de cinematógrafo. Nuestros hambreados instintos han
clamado durante siglos en procura de más y más sustitutos. Y
como sustituto de la vida el cinematógrafo es ideal. Alguien
observó la expresión de esas alimañas del cine cuando
abandonan la sala? ¡Ese soñador aire de vaciedad, esa mirada
inexpresiva del pervertido que se masturba en la oscuridad!
Apenas puede distinguírselo de los adictos a las drogas: salen
de la sala cinematográfica como sonámbulos.
Por supuesto, eso es lo que desean nuestras gastadas y
maltratadas bestias de trabajo. Que no haya más temor ni
lucha, ni misterio, ni ma-ravilla y alucinación, paz, el fin
sino
de la inquietud, la irrealidad del ensueño. que sean
¡Pero
sueños gratos! ¡Sueños tranquilizadores! AL llegar aquí es
difícil no pronunciar una palabra de consuelo para los
pobres diablos que afrontan la tarea de calmar esta
inextinguible sed de la turba. Está de moda en la
intelectualidad ridiculizar y condenar los esfuerzos realmente
hercúleos de los directores de películas, y particu-larmente de
los narcotizadores de Hollywood. Se aprecia escasamente la
inventiva necesaria para crear diariamente una droga que
contrarreste el insomnio de la turba. Es inútil condenar a los
directores, y tampoco tiene sentido deplorar la falta de gusto
del público. Se trata de hechos

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Henry Miller

concretos e irremediables. El que prostituye y el prostituido


deben ser eliminados... /al mismo tiempo! No existe otra
solución.
¿Qué diremos de un arte al que nadie reconoce la
condición de tal? Sé que ya se ha escrito mucho sobre el "arte
cinematográfico". Casi cotidianamente podemos leer artículos
sobre el tema en diarios y revis-tas. Pero esos materiales no
examinan el arte cinematográfico... sino más bien el horrible y
remendado embrión que ahorase lanza ante nues-tros ojos, el
aborto destrozado en por los obstétricos del arte.
el vientre
Hace cuarenta años que el cinematógrafo se esfuerza
por nacer apropiadamente. ¡ Imaginemos las perspectivas de
una criatura que se ha pasado cuarenta años de su vida
naciendo! ¿Qué puede ser sino un monstruo y un idiota?
¡A pesar de todo, reconozco que espero de este
monstruoso idiota las cosas más tremendas! Espero que este
monstruo devore a su propio padre y a su propia madre, que
pierda el control de sus actos y destruya al mundo, que empuje
al hombre hacia el frenesí y la desesperación. Me parece
imposible que las cosas ocurran de otro modo. Existe una ley
de las compensaciones, y ella exige que aún este monstruo
justifique su razón de ser.
Hace cinco o seis años tuve la rara fortuna de ver La
edad de oro, la película de Luis Buñuel y Salvador Dalí que
provocó un escándalo en Studio 28. Por primera vez en mi
vida tuve la sensación de que presen-ciaba una película que era
cine puro y nada más que cine. Desde enton-ces estoy
convencido de que La edad de oro es única e incomparable.
Antes de seguir quiero señalar que desde hace casi cuarenta
años voy regularmente al cine; durante ese lapso he visto
varios miles de pelícu-las. Por lo tanto debe entenderse que al
exaltar la película de Buñuel y Dalí no olvido que he visto
producciones tan notables como:
La última
Berlín.
carcajada ( Emil Jannings )

Un sombrero de paja de Italia ( René Clair )


. .
El camino hacia la vida.
La souriante Madame Beudet (La sonriente señora Beudet)

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(Germaine Dulac ) .
Mann Braucht Kein Gelt ( No
du monde (La melodía
se
del mundo)
necesita dinero). La mélodie
(Walter Rutt-mann).
Le ballet mécanique ( El ballet mecánico).
Of What Are the Young Films Dreaming ( En qué sueñan las
jóve-nes películas) ( Conde de Beaumont).
Rocambolesque (Roeamboleseo).
Three Comrades and One Invention (Tres camaradas y
unainven- ción).
Iván el Terrible (Emil Jannings).
El gabinete del doctor Caligari.
The Crowd (La multitud) ( King Vidor).
La Maternelle ( La maternal).
Otero (Krause y Jannings).
Éxtasis (Machaty).
Grass (Pasto).
Eskimo.
Le Maudit (El maldito).
Lilliane (Bárbara
A Nous la Liberté
Stanwyck).
(René Clair ) .
La Terulre Ennemie (Mi adorable enemiga) (Max Ophuls). The
1'rackwalker (El vagabundo).
El acorazado Potemkin.
Los marinos de Cronstadt.
Codicia (Eric von Stroheim) . .
Tormenta sobre México
La

El
ópera
Muchachas
sueño
Crimen y
de los mendigos.
de uniforme (Dorothea
de aria noche de verano
castigo (Picrre Blanchard )
.
(Eisenstein)

.. . Wieck )
( Reinhardt )

El estudiante de Praga ( Corvad Veidt )


Pelo de zanahoria.
Banquier Pichler ( El banquero Pichler ) .
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El delator ( Víctor MaeLaglen ) ..


EL ángel
L'Homme
azul ( Marlene Dietrich )
a la Barbiehe.

. .
L'Af f aire est dans le Sac ( Problema resuelto) ( Préver
Moana ( O'Flaherty
Mayerling
)
( Charles Boyer y Danielle Darrieux ) . .
Kriss.
t )

Varieté
Chang.
( Krause y

.
Jannings )

Sunrise ( Amanecer ) ( Murnau )

NI
Tres películas japonesas (Japón antiguo, medieval y
moderno) cu-yos títulos olvidé.

NI
un documental sobre la India.

NI
un documental sobre Tasmania.

NI
un documental de Eisenstein sobre los ritos funerarios en
México.
NI
ciertas películas de Lon Chaney, particularmente una
basada en una novela de Selma Lagerlof, en la que actuó junto a
Norma Shearer.

NI
EL gran Ziegfield, ni Mr. Deeds Goes to Toum (El señor
Deeds va ala ciudad).

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NI
Horizontes Perdidos (Frank Kapra), la primera película
significati-
va producida en Hollywood.

NI
la primera película que vi en mi vida, que era un
noticioso que mostraba el puente de Brooklyn y un chino
con su coleta caminando sobre el puente bajo la lluvia. Tenía
solamente siete u ocho años cuando vi esta película en el sótano
de la vieja iglesia presbiteriana de Brooklyn, en la calle Tres al
sur. Después vi centenares de películas en las que siempre
parecía llover y siempre se desarrollaban terribles persecucio-
nes, se derrumbaban las casas y la gente desaparecía a
través de una puerta trampa, y se arrojaban tortas, y la vida
humana era cosa de poco valor, y faltaba totalmente la
dignidad humana. Y después de ver milla-res de películas de
Mack Sennett con abundancia de pasteles y otras grotescas
bufonadas, después que Garlitos Chaplin agotó su reserva de
trucos, después de Fatty Arbuckle, Harold Lloyd, Harry
Langdon y Buster Keaton, cada uno de ellos con su propio
estilo de payasadas, vino la obra maestra de todos los
festivales con lanzamiento de pasteles y bofetadas, una
película cuyo título he olvidado, pero que se cuenta entre las
primeras producciones de Laurel y Hardy. En mi opinión se
trata de la película cómica más grande de todos los
tiempos... porque lleva hasta la apoteosis el lanzamiento de
pasteles. La película era una sucesión de pasteles arrojados en
todas direcciones, nada más que pas-teles, millares de pasteles,
y todo el mundo los arrojaba a derecha e izquierda. Fue la
cumbre del burlesco y ya ha sido olvidada.
En todas las artes la cima se alcanza sólo cuando el artista
desborda los límites del arte que utiliza. Esto último es tan
cierto para la obra de Lewis Carrol como para la Divina
Comedia de Dante, para
co-mo para Buda o Cristo. Es
Laotsé
preciso poner patas saquear y trastor-nar el mundo para
arriba,
que pueda proclamarse el milagro. En La edad de oro
contemplamos nuevamente una frontera milagrosa que
despliega ante nosotros un mundo nuevo y desconcertante que
nadie ha explorado. "Mon idée générale -escribió Salvador Dalí
- en écrivant avec Buñuel le

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scénario de L'Age d'Or, a été de présenter la ligne droite et


pure de con-duite d'un étre qui pursuit 1'amour a travers les
ignorables idéaux hu-manitaires, patriotiques et autres
misérables mécanismes de la róalité." ( "Cuando escribí con
Buñuel el escenario de La edad de oro, mi idea general fue
presentar y pura línea de conducta de un ser que
la recta
persigue amor a través de los desdeñables
el ideales
humanitarios y patrióticos, y otros miserables mecanismos de
la realidad:'). No ignoro el papel desempeñado por Dalí en la
creación de esta gran película, y sin embargo no puedo dejar
de verla como el producto particular de su colaborador, el
hombre que dirigió la película: Luis Buñuel. Todo el mundo,
aun los norteamericanos y los ingleses, están familiarizados
con el nombre de Dalí, el surrealista moderno de mayor
éxito. Ahora está temerariamente de moda, principalmente
porque no se le comprende y porque su obra
principalmente
es sensacional. En cambio, parece que Buñuel ha
desaparecido. Dícese que se encuentra en España, y que está
reuniendo silenciosamente una colección de películas
documentales sobre la revolución. Si Buñuel conserva
siquiera sea una parte de su antiguo vigor, dicha colección
será simplemente asombrosa. Pues lo mismo que los mineros
de Asturias, Buñuel es hombre que arroja dina-mita. Buñuel
está obsesionado por la crueldad, la ignorancia y la su-
perstición que aflige a los hombres. Comprende que el hombre
no tiene esperanza sobre esta tierra, a menos que se haga tabla
rasa y se empiece de nuevo. Aparece sobre la escena en el
momento en que la civilización se encuentra en su nadir.
No cabe la menor duda de ello: el aprieto en que se
encuentra el hombre civilizado es feo asunto. Está entonando
el canto del cisne sin haber tenido la alegría de haber sido
cisne. Ha caído en la trampa de su propio intelecto, y está
maniatado, y destrozado
estrangulado por su propia
simbología. Está atacado en su arte, sofocado por sus
religiones, paralizado por su conocimiento. No glorifica la
vida, puesto que ha perdido el ritmo vital, sino la muerte.
Reverencia la decadencia y la putrefacción. Está enfermo, y
todo el organismo social está infectado.
Han aplicado a Buñuel todos los calificativos: traidor,
anarquista, pervertido, calumniador, iconoclasta. Pero no se
atreven a llamarlo

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loco. Es cierto que en sus películas refleja la locura, pero


ésta no es creación de Buñuel. caos
Ese maloliente que
durante una breve hora, poco más o menos, se fusiona bajo su
varita mágica, es la locura de las realizaciones humanas
después de diez mil años Para demostrar su
de civilización.
reverencia y su pone una vaca en la cama y
gratitud, Buñuel
envía un camión recolector de basura a través del salón. La
película está formada por una sucesión de imágenes sin
secuencia, cuyo signifi-cado debe ser buscado bajo el umbral de
la conciencia. Quienes se sin-tieron decepcionados porque no
lograron hallar orden o significado en esta película, no lo
encontrarán en ninguna parte, salvo quizás en el mundo de
las abejas o de las hormigas.
Recuerdo ahora el encantador y breve documental que
precedió a la película de Buñuel, la noche que ésta fue
proyectada
breve estudio
significativo
en Studio

para
del
las
28.
matadero,
vestales
, Se trataba
perfectamente
de la
de

cultura
un agradable
apropiado
de estómago
y
y

débil que habían ido a silbar la gran película. Aquí todo era
familiar y comprensible, aunque quizá de mal gusto. Pero
había orden y significa- do, del mismo modo que hay orden y
significado en un rito caníbal. Y finalmente se agregó aún
cierto toque de esteticismo, porque cuando acabó la matanza
y los cuerpos decapitados fueron retirados, las cabezas de los
lechones fueron infladas cuidadosamente con aire
comprimido hasta que adquirieron una apariencia tan
monstruosamente vital, tan sabrosa y suculenta que
involuntariamente fluía la saliva. (¡Sin olvidar los tréboles que
taponaban el ano de todos y cada uno de los cerdos!) Como
dije, reflejaba una actividad carnicera perfectamente
comprensi- ble, y en realidad el trabajo estaba tan bien hecho que
arrancó una salva de aplausos a algunos de los más elegantes
miembros del público.
Hace aproximadamentecinco años que vi la película de
Buñuel, y por lo tanto no puedo sentirme absolutamente
seguro, pero abrigo la casi total certidumbre de que su
producción no incluía escenas de ma-tanzas humanas
organizadas, ni guerras, ni revoluciones, ni inquisicio- nes, ni
linchamientos, ni interrogatorios de tercer grado. A decir
verdad, aparecía un ciego a quien se maltrataba, un perro que
recibía un punta-pié en el estómago, un niño cruelmente baleado
por el padre, una ancia-

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na viuda abofeteadaen el curso de una fiesta y escorpiones que


luchaban a muerte entre las rocas, cerca del mar. Pequeñas
crueldades aisladas que, debido a que no estaban entretejidas
en una pequeña pauta com-prensible, parecían impresionar a
los espectadores mucho más que el espectáculo de una
matanza al por mayor en el campo de batalla. Hubo algo que
conmovió aún más sus delicadas sensibilidades, y fue el efecto
de Tristán e Isolda de Wágner sobre uno de los protagonistas.
;Era posi-ble que la divina música de Wágner excitara los
apetitos sexuales de un hombre y de una mujer al extremo de
impulsarlos a rodar en el sendero cubierto de grava y
morderse y masticarse mutuamente hasta sacarse sangre? Era
posible que esa música se posesionara de la joven hasta el
punto de llevar a chupar con perversa lascivia el dedo del
pie de una estatua? ¿Acaso la música provoca orgasmos,
suscita actos perversos, y enloquece realmente a la gente? Ese
gran tema legendario inmortalizado por Wágner, atiene algo
que ver con un vulgar hecho como el amor sexual? La
película parece sugerir una respuesta afirmativa. Se diría que
sugiere más, pues a través de las ramificaciones de esta Edad
de Oro, Buñuel, como un entomólogo, ha estudiado lo que
llamamos amor, con el fin de descubrir, bajo la ideología, la
mitología, las vulgaridades y las fraseologías el total y
sangriento mecanismo del sexo. Ha aislado para nosotros los
ciegos metabolismos, los venenos secretos, los reflejos
mecánicos, las secreciones de las glándulas, el complejo total
de fuerzas que unen amor y a la muerte en la vida.
al
¿Es preciso agregar que en esta película hay escenas
con las que jamás se había soñado hasta ahora? Por ejemplo, la
escena en el excusa-do. Cito de las notas del programa:
"Il est mutile d'ajouter qu'un des points culminante de
la pureté de ce film nous semble cristallisé done la vision de
1'heroine dans les cabi-nets, oú la puissance de 1'esprit arrive á
sublirnor une situation généra- lement baroque en un élément
poétique de la plus pure noblesse et solicitude” (Es
innecesario agregar que uno de los puntos culminantes de la
pureza de esta película se encuentra cristalizado, a nuestro
enten-der, en la visión de la heroína en el excusado, momento en
que la poten-

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cia espiritual logra sublimar una situación por lo general


barroca en un elemento poético de la mayor nobleza y soledad.)
¡Una situación por lo general barroca! Quizá lo que hay
de barroco en la vida humana, o más bien en la vida del
hombre es lo que confiere a las obras de Buñuel ese
civilizado,
aspecto de crueldad y de sadismo. Crueldad y sadismo aislados,
porque la gran virtud de Buñuel consiste en que se niega a
dejarse atrapar en el deslumbrante tejido de lógica y de
idealismo que procura disimular la naturaleza real del
hombre. Quizá, como Lawrence, Buñuel es un idealista al
revés. Quizá su profunda ternura, la gran ternura y poesía de
su visión lo obliga a revelarlo abo-minable, lo malicioso, lo
horrible y los hipócritas postizos del lumbre. Como a sus
precursores, aparentemente le anima un odio tremendo por la
mentira. Como es un ser normal, instintivo, sano, alegre y
modesto, se encuentra solo en la loca mare de las fuerzas
sociales. Porque es absolutamente normal y honesto se le mira
como a un ser raro. También como en el caso de Lawrence su
obra divide al mundo en dos campos opuestos: los que están
por él y los que están contra él. No hay términos medios. O se
está loco, como el resto de la humanidad civilizada, o se está
bueno y sano como Buñucl. Y cuando uno está sano y bueno
se es anarquista y se gran honor conferido a
tiran bombas. El
Luis Buñuel se exhibió esta película, consistió en que
cuando
los ciudadanos france-ses le reconocieron la condición de
auténtico anarquista. El teatro fue tomado por asalto y la
policía limpió la calle. Por lo que sé, la película no ha vuelto a
ser exhibida, salvo en funciones privadas, y ello muy de raro
en raro. Fue llevada a Estados Unidos, exhibida ante un
público especial, y la única impresión que suscitó fue de
perplejidad. Entre tanto, Salvador Dalí, el colaborador de
Buñuel, estuvo varias veces en Estados Unidos y allí provocó
furor. A Dalí, cuya obra es enfermiza, aunque muy
espectacular y provocativa, se le aclama como un genio. Dalí
infunde conciencia del surrealismo al público
norteamericano, y crea una regresa con los bolsillos
moda. Dalí
llenos de dinero. Se acepta a Dalí... como a otro aborto del
mundo. Aborto por aborto: en ello se expresa una justicia
divina. El mundo enloquecido reconoce la voz del

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amo. La yema del huevo se cortó. Dalí se inclina por los


Estados Uni-dos, Buñuel recibe los desechos.
Quiero repetirlo: ¡La edad de oro esa mi entender la
única película que revela las posibilidades del cinematógrafo !
No apela al intelecto corazón: golpea en el plexo solar.
ni al
Es como descargar un puntapié en el vientre de un perro
enloquecido. ¡Y aunque fue un valiente puntapié en el vientre,
y estuvo bien dirigido, no es bastante! Luis Buñuel tendrá que
producir otras películas aún más violentas que ésta. Pues el
mundo está en coma y el cinematógrafo continúa agitando ante
nuestros ojos un abanico de plumas de pavo real.
A veces reflexiono sobre lo que Buñuel puede ser y en
lo que qui-zás está haciendo, y me pregunto lo que podría
hacer si se lo permitie- ran, y acabo pensando en todo lo que
se elimina en las películas. Alguien nos ha mostrado el
nacimiento de un niño, o por lo menos el de un animal? De
insectos sí, porque el elemento sexual es débil, porque no hay
tabúes. Pero aun en el mundo de los insectos, Vinos han

acné de la voraci-dad
nuestros héroes
sexual? Nos
ganaron la guerra. ..
mostra-do a la manos religiosa, y el festín amoroso que es el
han mostrado cómo
y murieron por
nosotros? Nos han mostrado las heridas abier-tas, y los rostros
destrozados? ¿Nos muestran ahora lo que ocurre dia-riamente
en España cuando las bombas llueven sobre Madrid? Casi
todas las semanas se abren cines destinados a presentar
noticiosos, pero no hay noticias. Una vez por año nos
ofrecen un repertorio de los acontecimientos más destacados
del mundo preparado por los cronistas de noticias. No es más
que una serie de catástrofes: catástrofes ferrovia- rias,
explosiones, inundaciones, terremotos, accidentes
automovilísti- cos, desastres aéreos, choques de trenes y de
barcos„ epidemias, linchamientos, asesinatos entre pistoleros,
desórdenes, huelgas, conatos de revoluciones, mano, golpes de
muertes. El mundo parece un mani-comio, y es un manicomio,
pero nadie se atreve a morar en él. Cuando se prepara la
presentación de un sorprendente fragmento de locura, ya
apropiadamente castrado, se advierte a los espectadores que
no deben manifestar sus opiniones. El edicto es:
¡Manténgase imparcial! ¡No perturbe su propio sueño! Se lo
ordenamos en nombre de la locura...

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/mantenga la calina! Y en a las


general se atiende
exhortaciones. Se las atiende involuntariamente, porque
cuando el espectáculo concluyó todos se han sumergido en
el drama innocuo de una pareja sentimental, gente honesta y
sencilla como nosotros mismos, que hacen exactamente lo
mismo que nosotros, con la única diferencia de que por hacerlo
se les paga bien. Se nos ofrece esta nulidad y esta vaciedad
como el plato principal de la velada. El entremés es el
noticiosa sazonado de muerte, ignorancia y superstición. Entre
ambas fases de la vida no existe la me-nor relación, salvo el
vínculo establecida por el dibujo animado. Pues el dibujo
animado es el censor
que nos permite soñar las más
horribles pesadillas, violar y matar, y corromper y saquear sin
despertarnos. La vida cotidiana es como la vemos en la
película principal: el noticioso es el ojo de Dios el dibujo
animado es el alma sacudida en su propia an-gustia. Pero
ninguna de las tres formas es la realidad común a todos los que
pensamos y sentimos. Se las han arreglado para cubrirnos
con un camuflaje, y aunque se trata de nuestro propio
camuflaje, aceptamos la ilusión como realidad. Y la razón de
ello consiste en que la: vida tal como la conocemos se ha
convertido en algo absolutamente insoporta- ble. Huimos de
ella con un sentimiento de terror y de disgusto. Los hombres
que vienen después de nosotros descubrirán la verdad oculta
por el camuflaje. Que nos compadezcan del mismo modo
que quienes somos entes vivos y reales compadecemos a los
que nos rodean.
Cierta gente cree que La edad de oro es un sueño del
pasado, y otras la conciben como el milenio que ha de venir.
Pero Lee edad de, oro es la realidad inmanente a la que con
nuestra vida cotidiana contri-buimos o dejamos de contribuir.
El mundo es según diaria-mente, o según
lo hacemos no
logramos en una atmósfera de locura,
hacerlo. Si hoy vivimos
ello obedece a que estamos locos. Si uno acepta que éste es
un mundo loco, quizá logre adaptarse a él. Pero quien
experimenta en sí mismo un sentido creador no desea
realmente adaptarse. Voluntaria o involuntariamente,
influimos los unos sobre los otros. Esa recíproca influencia
puede ser simplemente negativa. Cuando escribo sobre Bu-
ñuel en lugar de hacerlo sobre cualquier otro tema, tengo
conciencia de que produciré cierto efecto... y para la mayoría
sospecho que un efecto

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desagradable. Pero no puedo abstenerme de escribir como lo


hago con respecto a Buñuel, del mismo modo que no puedo
dejar de lavarme la cara mañana. Mi anterior experiencia de la
vida conduce a este momen- to, y lo gobierna despóticamente.
Afirmando el valor de Buñuel, afirmo mis propios valores, mi
propia fe en la vida. Si he elegido a este hombre, repito con ello
lo que hago constantemente en todos los dominios de la vida:
elegir y valorar. El mañana no es fruto del azar, no es un día
como cualquier otro día: mañana es el resultado de muchos
ayer, y adviene con un efecto potente y acumulativo. Soy
mañana lo que elegí ser ayer y anteayer. No es posible que
mañana pueda negar y anular todo lo que me llevó al momento
presente.
Del mismo modo deseo señalar que la película La edad
de oro no es un accidente, y no
es tampoco su eliminación
lo
de las pantallas. El mundo ha condenado a Luis Buñuel,
desechándolo por inepto. No todo el mundo, porque como dije
antes, apenas se conoce la película fuera de Francia, en realidad
fuera de París. Si he de juzgar por la tendencia de las cosas
desde que ocurrió este trascendente acontecimiento, no puedo
afirmar que me sienta optimista respecto de la reposición de
esta pelí-cula en el momento actual. Quizá la próxima película
de Buñuel pro-duzca mayor escándalo aún que La edad
de oro. Lo espero fervientemente. Pero mientras tanto -y
aquí debo agregar que ésta es la primera oportunidad, aparte
de una breve reseña para The New Review, que he tenido de
escribir públicamente sobre Buñuel- mientras tanto, decía,
este demorado tributo a Buñuel puede contribuir a despertar
la curiosidad de quienes nunca oyeron hablar de él. Sé que el
nombre de Buñuel no es desconocido en Hollywood.
Ciertamente, como muchos hombres geniales de quienes los
norteamericanos tuvieron noticia, Luis Buñuel fue invitado a ir
a Hollywood para ofrecer el fruto de su talento. En resumen, se
le invitó para que no hiciera nada y respirara. Vaya por la
gente de Hollywood...
No, el viento no
por ese lado. Pero en este
soplará
mundo las cosas están organizadas de un modo extraño. Hay
hombres que han sido deshonrados y arrojados de su país, y
que retornan para recibir la corona real. Algunos regresan para
convertirse en azote. Algunos dejan sola-

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mente el nombre, o el recuerdo de sus hazañas, pero en nombre


de éste o de aquél se han revitalizado y recreado épocas
enteras. una parte creo que, a pesar de todo lo que he
Por
dicho sobre el cine tal como lo co-nocemos, todavía puede
surgir de él algo maravilloso y vital. Que ello ocurra o no
depende completamente de nosotros, dé usted que ahora está
leyendo esto. Mis palabras pueden ser simplemente una gota
en la corriente, pero quizá tengan consecuencias. Lo
importante es que el agua de la corriente no se pierda. Bien,
creo que es posible encauzar la corriente. Creo que es posible
reunir a los hombres alrededor de una realidad vital tanto
como es posible agruparlos alrededor de lo falso y lo ilusorio.
El efecto de Luis Buñuel sobre mí no se perdió. Y quizá tam-
poco se pierdan mis palabras.

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REFLEXIONES SOBRE ÉXTASIS

Cada vez que he visto esta película - y ello ocurrió


cuatro o cinco veces - la reacción del público es la misma:
vivas y aplausos mezclados con gruñidos y rechiflas. Estoy
convencido de que la hostilidad nada tiene que ver con la
supuesta inmoralidad de la película. El público no está
sacudido, sino indignado. Hasta donde puedo advertirlo,
experi-menta un sentimiento de decepción, o mejor aún,
piensa que se lo ha dejado a mitad de camino. En realidad,
“ELLOS” tienen razón, pero como de costumbre tienen razón
del peor modo posible.
Cada vez que veo me siento
la película más impresionado;
y en ca-da ocasión descubro en ella nuevas maravillas. Y cada
vez comprendo por qué, aunque no hubiera existido la censura
Éxtasis habría suscitado antagonismos. Aun en los mejores
momentos la película tiende a provo-car en el aficionado común
al cine un sentimiento de frustración, pues como todas las
producciones de Machaty, éxtasis es una flagrante viola-ción de
ese código no escrito que establece que no debe permitirse
que el público del cine se duerma. ( ¡Drogado, sí; pero no
durmiendo])
Éxtasis cansa del mismo modo que las páginas iniciales
de la gran obra de Proust inevitablemente cansan. Desde un
punto ele vista inteli-gente, esta Ienteur es precisamente la gran
virtud de la técnica de Ma-chaty. Significa que ha logrado,
utilizando el medio cinematográfico, una condición espacial
absolutamente única. Machaty utiliza como
el medio mismo
un ente móvil y y le permite trascender las fronte-ras y
plástico
limitaciones conocidas por el cinematógrafo, con lo cual
crea la ilusión de un mundo extratemporal, que se
reproduce con particular semejanza en el universo musical.
Este maravilloso espacio desplegado en el que se sumergen los
personajes y los acontecimientos casi recrea para nosotros el
elemento destructor del tiempo que es propio del pen-samiento
mismo. Quienes conocen las películas anteriores de Machaty
saben que la técnica empleada aquí no es descubrimiento
para este di-rector. Pero en Éxtasis alcanza un grado de
perfección que apenas se hallaba sugerido en las otras
producciones. Y es precisamente este acer-
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camiento a la perfección, a la pureza en el empleo de su


medio, lo que crea la general confusión observada en cada
función.
Utilizando lo que, a falta de un nombre mejor,
podríamos denomi- nar "movimiento lento", se obliga al
espectador a abandonar su compla-ciente dependencia del
argumento y de la acción; se le obliga, quiéralo o no, a
sumergirse en la esencia misma de la creación de Machaty.
Es difícil no caer en una postura abstrusa cuando se intenta
aprehender el motivo fundamental de esta película; es una
producción cuya pulsación se origina en un sentido cósmico
del ritmo. Aparte de una semejanza exterior y superficial, la
técnica de Machaty apenas tiene nada en común con lo que se
conoce como movimiento lento. Según lo conocemos, el
movimiento lento ha sido utilizado hasta ahora casi
exclusivamente como ejercicio de destreza, como recurso o
truco destinado a excitar la sensibilidad fatigada del público.
Sin embargo, en Éxtasis se lleva esta técnica al plano de la
conciencia; no aparece como un choque o como una novedad,
sino como el vehículo mismo de la expresión, y conserva ese
carácter a lo largo de toda la película, impregnando
inexorablemente la mente.
En mi espíritu este problema del movimiento lento
se relaciona con otra cuestión. Me desconcierta, por ejemplo, el
hecho de que a pesar del número de veces que volví a ver la
película el nombre del autor del argumento haya desaparecido
de mi memoria. Me pregunto si efectiva- mente aparece el
nombre del libretista. ¿O bien Machaty es al mismo tiempo
director y autor? Me resulta que Machaty
difícil creerlo. Sea
lo haya comprendido o no, tengo la impresión de que él nos da
la clave. Sin duda se trata de mi propia y particular
interpretación. De todos modos, me parece innegable que no
sólo el escenario, sino el modo de expresión y la filosofía que
sirve de fundamento al modo de expresión provienen
directamente de D. H. Lawrence. Pues no cabe duda de que un
metafísi- co inspiró la técnica de esta película. A decir verdad, no
puedo decir que existeun relato específico de Lawrence al que
correspondan las escenas de esta película. Diré, sin embargo,
que si Lawrence hubiera escrito jamás expresamente un
libreto para la pantalla, Éxtasis habría sido un valioso ejemplo
de su talento, y, más aún, es indudable que habría elegi-

19
Henry Miller
do como a Machaty. Que Machaty quizá no haya
director
oído hablarnunca de la obra cae D. H. Lawrence carece de
importancia. Es un tema característico de Lawrence, y en el
mundo cinematográfico Machaty es precisamente el hombre
capaz de dar expresión adecuada a las ideas de Lawrence.
Retornemos nuevamente a la muy definida expresión de
hostilidad suscitada por cada exhibición de la película.
Considero que se trata de un fenómeno de cierta importancia,
que exige explicación. Entre parén- tesis, obsérvese que nadie -ni
siquiera sus detractores- se muestra inmu-ne a la belleza de la
película. Lo extraño del caso es que la discusión de esta
película generalmente gravita alrededor del problema de la
"inmo-ralidad". Y sin embargo, como lo he señalado
anteriormente, lo que inquieta al público no es de ningún
modo un problema de moralidad o de inmoralidad. El factor de
perturbación es la presencia de un elemento nuevo y peligroso.
Detrás de la hostilidad del público está el renuente
reconocimiento de que existe una fuerza superior,
inquietante. Es la fuerza que Lawrence nos sugiere
constantemente cuando aborda el tema de la "conciencia de la
sangre". Una fuerza que, como en el
él mismo dijo, reside
plexo solar,una fuerza astral alojada allí, detrás del estóma-go,
en el gran nexo de nervios que une a los centros nerviosos
superior e inferior. El ritmo impuesto por esta maraña de
nervios y de vasos san-guíneos se opone directamente al ritmo
que hemos establecido a través de nuestra tiranía de la mente
y la voluntad. Este ritmo devuelve su antiguo prestigio y su
antigua gloria a la hegemonía de los instintos; y considera que
la mente es una herramienta. Es el ritmo corporal, san-guíneo,
opuesto al ritmo masturbador del intelecto. El
reconocimiento no una nueva técnica,
de este ritmo implica
sino un modo de vida dife-rente. Insisto en que la hostilidad
suscitada por la película de Machaty proviene no tanto de la
insatisfacción ante el "final débil", sino de la silenciosa
amenaza, del desafío de un nuevo modo de vida. Quienes ya
percibieron el significado de esta nueva actitud hacia la vida
no harán mucho hincapié en las deficiencias del argumento,
en lo que es real-mente el aspecto "técnico" de la película.
'Cuando entremos en la vida como seres reales, como
individuos, todo este arte anecdótico que

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El ojo cosmológico

ahora se ha convertido en manía obsesiva de los editores y


del público caerá en la insignificancia. El terrible hincapié que
hoy se hace sobre el argumento, la acción, el carácter, el
análisis, etc. -todo este falso énfasis que caracteriza a la
literatura y al drama de nuestro día -, revela simple- mente la
falta de estos elementos en nuestra vida. Queremos argumento
porque nuestras vidas carecen de propósito, acción porque
nuestra acti-vidad es simplemente la del insecto, desarrollo del
carácter porque al volver nuestra atención sobre la mente
hemos descubierto que no exis-timos, misterio porque la
ideología científica dominante ha eliminado el misterio de
nuestro ámbito y de nuestro alcance mental. En resumen,
pedimos violencia y drama al arte porque la tensión vital ha
decaído; no nos oponemos mutuamente en un sentido
primordial, y evidentemente no nos oponemos como,
individuos.
extraña
Una laguna en la actitud crítica tanto del
público como de los cronistas cinematográficos con respecto
ala película es la aparente falta de conciencia, o la indiferencia
en relación con la idea motivadora. Nadie parece preocuparse
absolutamente por la IDEA que sirve de fun-damento a la
película. No necesito destacar que esta idea es la misma que
domina todas las obras de Lawrence... la idea de una muerte
auto-mática, de una MUERTE EN VIDA. La palabra "muerte"
no aparece ni una sola vez. Para los franceses esta palabra es
aún más particularmente aborrecible que para los anglosajones.
Y sin embargo, Lawrence sacrifi-có su vida para que el mundo
comprendiera claramente ese: concepto.
Para aclarar ese concepto... Cuando los críticos
relatan el argu-mento para el público, siempre dicen del esposo
que es un "viejo". Pero aunque es cierto que el marido es
considerablemente mayor que
la espo-sa, evidentemente no es
un viejo. En realidad, un punto de vista equilibrado es
desde
un hombre que está decididamente en la cima de la vida, un
hombre de edad madura cuyas potencias deberían revelarse
ahora en toda su plenitud. Por cierto que desde el punto de
vista estadístico es un viejo. Es decir, ya ha hecho su parte por
su hogar y su país. Pero desde un punto de vista normal y
equilibrado este hombre no es un viejo. Es algo mucho peor
que un viejo... es un hombre muerto. Ignorar esto último
equivale a ignorarlo todo. Machaty nos ofrece: a un hombre
vivo

21
Henry Miller

que en la flor de la ya está muerto. Es cierto que


vida
Machaty se ha apoderado con extraordinaria complacencia de
esta condición cadavéri- ca del esposo. En realidad, Machaty se
excede. Pero recordemos que Machaty es checo, y que los
checos poseen todavía una vislumbre del significado del
"alma". Saben que la vida no se origina en las glándulas
intersticiales, sino en el alma.
Todo el que conozca la obra de Lawrence comprenderá
el enorme esfuerzo que este autor realizó para afirmar una
autonomía de la vida fundada en ese irreductible espectro al
que en diferentes períodos apli-camos distintos nombres, pero
que nunca es otra cosa que el hombre primordial. Sin duda
se trata de una ilusión, pero es una de las más tenaces y
fecundas. En la obra de Lawrence aparece siempre esta remi-
sión a cierta criatura primitiva, mística y obscena, medio
macho cabrío, medio hombre en quien existe el sentimiento
de unidad: el individuo preconsciente que obedece a la voz de
la sangre. Siempre que aparece una literatura de este tipo
desborda todas las fronteras artificiales del intelecto. Esa
literatura provoca gran confusión. Se omiten o se
también
confunden los valores. Lo que irrumpe con abrumadora falta
de lógica es el impulso vital básico, el caos innato del cual
aquél emerge y al que evoca con toda su fecundante seducción.
En la película de Machaty el ingeniero no desempeña
el papel de ingeniero, y la joven, la esposa, no es simplemente
la personificación de un ideal burgués. Han sido desnudados,
de un modo típicamente la-wrenciano para que graviten
mutuamente como hombre y mujer. Inevi-tablemente se
encontrarán, con independencia de las barreras que se alcen
entre ellos. Por supuesto, cuando representan mundos
opuestos aumenta la atracción: esto último es', parte de la
teoría de las tensiones de Lawrence, del contrapunto
dinámico. es característica la insistencia en hacer de
También
la mujer la agresora; de ese modo se subraya su naturaleza
fundamentalmente rapaz. Habida cuenta de la teoría de La-
wrence sobre la pérdida de polaridad entre los sexos se
deduce lógica-mente que la hembra deba tomar la
iniciativa. El macho está inexorablemente' atrapado en la
ciénaga de los falsos valores culturales

22
El ojo cosmológico

que él mismo ha establecido. El macho está emasculado, es


un ser epi-ceno.
ninguno de los protagonistas tiene
conciencia de la predestinación de su conducta. Su encuentro
es el de los cuerpos puros, es poética, sensual y
la unión
mística. No se interrogan... a sus instintos. El drama
obedecen
de la convivencia conyugal, sobre el que se ha construido
gran parte de la tragedia moderna, no interesaba a Lawrence. Es
un drama superficial, el estudio ele lo que carece de
pertinencia y de importancia.
En Éxtasis el drama es el de la vicia y la muerte, la
vida personifi- cada por los dos amantes, la muerte por el
esposo. Este último repre-senta a la sociedad tal como ella
es, mientras que los amantes representan ala fuerza vital que
lucha ciegamente por afirmarse.
Me parece que Machaty tuvo cabal conciencia de todo
esto, y que cuando se le acusó de dramatizar, no se entendió
muy bien qué era lo que dramatizaba. Ciertamente, el hombre
que eligió una anécdota tan leve, que suprimió todos esos
detalles extraños que dan a la aventura original sus
elementos argumentales excitantes, no podía ignorar la
teatralidad de la muerte del marido. ¿Pero acaso Lawrence no
presentó siempre teatralmente sus ideas?
,Acaso no son en y por sí mismas teatrales?
las ideas
Lawrence de-linca sus caracteres de un modo cultural; mueve
estas estatuas vivas tirando de sus hilos ideológicos. Lo que
omitió de sus dramas es todo ese sector denominado "la
ecuación humana". Ese problema humano ha sido destruido.
Lawrence parte de la premisa que ya estaba muerto. El
de
nuevo elemento "humano" representaba para él una cantidad,
o más bien una cualidad desconocida. Debía desarrollarse
en los tubos de ensayo del caldo ideológico del propio
Lawrence. El drama que él nos ofrece es drama de
laboratorio; para nuestra época tiene el mismo es-plendor que
el hombre de ciencia encuentra en el drama bacteriológico.
Cuando hace un momento utilicé la palabra "euros" en
relación con los dos cuerpos me propuse inyectar en el
concepto común de carnalidad un elemento de la misteriosa
actividad bioquímica que disipa la oscuridad adherida al
antiguo lenguaje de la sensualidad. Las naturalezas animales

23
Henry Miller

de Lawrence, precisamente debido a su irreductible


obscenidad, son los cuernos más puros de nuestra literatura
corriente. Animados por una concepción metafísica, actúan
obedeciendo a leyes fundamentales de la naturaleza. Lawrence
reconoce su total ignorancia de esas leyes. Creó su mundo
metafísico por un acto de fe; se desenvuelve apoyado en la
intui-ción. Puede haberse equivocado de medio a medio, pero
su consecuen- cia es absoluta. Además, refleja el hambre y la
desesperación de una época que busca una realidad vital. Por sí
mismo esto último justificaría un posible "error".
Debe recordarse que al principio mismo de la película
se oponen los movimientos lentos, como de vegetal del
cuerpo de la muchacha a los gestos mecánicos, rígidos y como
de cadáver del marido.
El efecto de los contrastes continúa a través de la
película. El ma-rido mata el insecto que lo molesta mientras lee
el periódico; amante libera al insecto que ha caído
el
accidentalmente en sus manos. Pero el más notable ejemplo
de contrastes aparece en la escena en que la mu-chacha yace
en el lecho conyugal, contemplando soñadamente sus pro-pios
dedos; la mera sensación del movimiento parece despertar en
ella un sentimiento de maravilla, el infinito y múltiple
misterio de la vida. Por sus implicaciones esta escena es una
de las más profundas y que Machaty nos ha ofrecido.
sutiles
Este soñador movimiento sangre, esta sensual apatía, tan
de la
vitalmente distinta de la apatía del marido, nos introduce con
terrorífica intensidad en un mundo sensorial cuidadosa- mente
ignorado por las películas comunes. Para el observador
sensible hay un drama más poderoso en este movimiento
ocioso e indiferente que en todo el terror de la película rusa de
propaganda, con la gigantesca rueda social en el trasfondo y la
lanzadera del dolor y la miseria cotidia- nos sobre la que se
crucifica a los personajes. Este drama de los dedos silenciosos
revela el dolor y el anhelo inexpresables del individuo; la
sociedad no está directamente implicada, pero se siente su
presencia. No se trata de una negación pasiva, sino de una
aprehensión absolutamente vital; el conflicto eterno del
individuo contra la sociedad se refleja aquí en los temblores de
los órganos terminales.

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El ojo cosmológico

Machatyutiliza los símbolos de un modo quizá menos


tosco, con más gusto que los rusos, pero de todos modos
sentimos que su simbo-lismo no deriva del material orgánico de
su película. Sus símbolos son a menudo excrecencias. Tales,
por ejemplo, los lentes, las estatuas, los caballos, etc.
Irrumpen en el dilatado medio de la realidad en que sus
imágenes suelen flotar. Son excesivamente sólidos y precisos
demasia- dos cerebrales. sueño, lo desgarran, lo
Estropean el
embotan, lo obse-sionan. Aquí, en
marco de un manejo
el
bastante convencional de la pantalla, el empleo de la imagen y
del símbolo es falso. Tiene la misma condición artificial que el
diálogo interior en literatura. Es un intento de explotar un
material inapropiado para la técnica particular adoptada.
Es de mal gusto.
Por supuesto, podemos considerar que los lentes
constituyen un símbolo del modo moderno de ver las cosas.
Muy posiblemente repre-sentan el estigma del conocimiento,
de la persecución obsesiva de las cosas muertas, del
fetichismo que nos impide ver la vida. El marido que muere
con los lentes en la mano es típico. de la situación del
hombre moderno que se ayuda constantemente con la visión
artificial, y que aun en la muerte insiste en aferrarse a su falsa
visión. Nació con lentes, y muere con ellos... los gruesos
vidrios de colores que el optómetra, la sociedad, le
suministra cuando se encuentra aún en el seno materno.
Nunca ha contemplado realmente la vida, y es dudoso que
algún día conozca qué es la muerte. La vida pasa a su lado, y
la muerte. Continúa viviendo, inmortal como la cucaracha.
En la carrera con la muerte Machaty revela
nuevamente que tiene conciencia del motivo fundamental. Este
incidente es otro de los que los críticos desechan por teatral...
o como clisé. Pero basta recordar cuán diferentemente se
maneja el clisé en Éxtasis, para comprender la agude-za de la
percepción interior de Machaty. Como se recordará, el
momento culminante sobreviene cuando el único contacto
del marido con una realidad vital ha sido destruido. La pérdida
de su joven esposa, un hecho que él acepta bruscamente, con
cierto sentido de fatalidad, le impulsa a concluir la
prolongación de una muerte que estuvo viviendo. Es el pri-mer
indicio de vida del personaje... de voluntad, de acto
individual.

25
Henry Miller

Antes de ello, aunque poco sabemos de su vida real, intuimos


que estu-vo como un engranaje más de la vasta
funcionando
maquinaria mundial a la que pertenece. Es un sello de goma
con un fondé de pouvoir, un hombre que dice Sí a todo
porque no tiene fuerza para decir No. Y así, cuando empuña el
volante del coche, tenemos la sensación de su afirma- ción
extrema, expresada en la Voluntad de Morir. Aquí, por
primera y única vez se inyecta en la película un factor de
velocidad. Nuevamente el contraste. Aquí, con profundidad y
precisión Machaty revela el autén- tico significado de la
moderna locura de la velocidad; símbolo prístino de nuestra
manía suicida, Machaty la presenta como la apoteosis de la
actividad insensata del insecto humano y de su inhumana
maquinaria, del movimiento por tropismo antes que por
elección y dirección. La emoción de la raza reside no tanto en
la posibilidad como en la certidumbre de la
de huida
catástrofe. ocurre en la máquina, en la carrera de
El suicidio
la muerte, y no en el primer piso de la posada, con la pistola y
los lentes. La escena de la posada, donde ocurre realmente la
muerte, fue dictada por la trivial exigencia del argumento; el
amante, que estaba en el coche con el marido, tenía que
salvarse de un fin fortuito para revelar los auténticos
lineamientos del conflicto fundamental. Pues el conflicto real
no es el que existe entre el marido y la mujer, como lo señalé
ante-riormente, sino entre la vida, representada por la pareja de
amantes, y la muerte, personificada en el marido.
Sin embargo, el marido encuentra realmente su fin en el
coche. Los elementos exteriores del desastre se revelan
apenas fugazmente... un repentino viraje, la embestida del
tren, un árbol que se acerca al primer plano, son todos
elementos cuya importancia ha sido disminuida con el fin de
infundir fuerza a la lucha interior. Realmente se siente en
esta loca carrera con la máquina que esposo está muriendo.
el
Y esta rendi-ción del Espíritu Santo contrasta con la rendición
del yo de la mucha-cha, cuando ella se ofrece al ingeniero en la
cabaña. En ambos casos se trata de luchas mortales. Atribuir la
angustia de la muchacha a la mera inmolación física es
destruir el significado real del drama. La muchacha entrega al
hombre el gran principio femenino que ella representa. Le
sacrifica no su virginidad, su orgullo, sus ideales burgueses,
etc., sino

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El ojo cosmológico

su propio yo, su encarnación femenina. Es el gran acto de


sumisión subrayado tan a menudo por Lawrence en sus
obras, y constituye la piedra angular de su edificio religioso.
Que en definitiva el drama concluya con la deserción de
la mucha-cha, que abandona a su amante, no contradice lo
anterior. Desde el punto de vista de Lawrence, lo
importante es el reconocimiento del aspecto sagrado del sexo,
de la vida a través del sexo. Para ella el hecho supremo fue el
momento de la iluminación. Por eso la aparente posibi-lidad de
realización, la cita conen la posada, fracasa comple-
el amante
tamente. Fracasa intencionalmente. Ha sido insertado con
el único propósito de indicar la perspectiva. Las copas de
champaña llenas hasta el borde, las burbujas, el desborde, la
efervescencia que la unión simbo-liza, nos permite
concentrarnos nuevamente en el carácter eterno de este drama.
El símbolo y el ritual preservan la cualidad vital. Es un
desborde y un exceso, la ruptura de las fronteras y de los
límites, y se yergue violentamente, en contraste con los
movimientos cautelosos, medidos y analíticos del marido.
A su tiempo, la muchacha se alejará del hombre a quien
ama, pero la chispa permanecerá y se trasmitirá.
La última escena, durante la cual el público
generalmente gruñe y aúlla, nos muestra al amante
abandonado sobre el banco de la estación ferroviaria. El
amante se queda durmiendo sobre un banco, mientras los
semáforos se desvanecen y el tren, con la joven a bordo, sale
de la esta-ción. Para el público francés este hecho es el colmo
en una concatena- ción de acontecimientos carentes de lógica.
Como dije al principio, se sienteny engañados
decepcionados. Y en sus corazones tienen razón,
el fondo de
pues la desesperación y el tedio que los devuelve al cine
noche tras noche debe fundarse, a mi entender, en la
esperanza de un desenlace de esta farsa que todos
representamos. Quizá la cólera que se apodera de ellos al final
de la película se deba a que se sienten reflejados en el amante a
quien se abandona durmiendo sobre el banco de la esta-ción
ferroviaria? Tal vez en sus vacíos cerebros conciben la
sombra de una sospecha en el sentido de que la vida los está
dejando de lado? Ob-
27
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servo que el resentimiento está limitado sobre todo a los


miembros masculinos del público.
Acaso todo ello configura un caso freudiano de quiebra?

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ESCENARIO

(UNA PELICULA SONORA)

Este Escenario está inspirado


directamente por una fantasía
denominada La casa del incesto,
escrita por Anais Nin.

I
Noche. Un jardín tropical con numerosos senderos
cubiertos de guijarros. En el centro del jardín un pequeño
estanque sobre: el cual se eleva una enorme jofaina llena de
resplandecientes peces de colores. Las pesadas facciones de
Alraune se ciernen sobre el jardín como una más- cara. El rostro
crece y crece hasta que ocupa la pantalla. Tiene la boca
oscurecida por el humo que se eleva en espirales. Los ojos
giran hacia arriba; tienen la mirada fija de un adicto a las
drogas. Se redondean, se agrandan, adquieren una expresión
vidriosa, luego turbada, y luego salvaje. Se contraen como
los ojos de una bailarina javanesa. Se calman y se fijan
nuevamente, soñadores, como los ojos de un fumador' de
opio.
medida que el rostro de Alraune se desvanece el viento
agita las hojas del jardín, con suavidad al principio, luego
más nerviosamente, hasta que alcanza unla violencia de
ciclón. Sobre el desierto arena se
infinito sopla el simún. La
apila en enormes ondas. La máscara facial de Alraune yace
sobre la arena, el viento sopla sobre ella, cubriéndola con dos
enormes montículos. conformados como los pechos de una
mujer.
A medida que el viento se calma los dos enormes
montículos adoptan la forma de las cúpulas de una mezquita;
del interior de la mez-quita vienen sones de música árabe, un
incesante ascenso y descenso, errabundo ensueño en extrañas
claves. Fugaces imágenes del interior de la mezquita... ángulos
y curvas, resplandecientes paneles, losas en dame-ro. Una breve
visión de un árabe sentado con las piernas cruzadas sobre
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el piso de mosaicos, seguida inmediatamente por la aguda


música de la quena.
A través de una abertura en la mezquita se ve el cielo,
y colgando invertidas del cielo hay ciudades fabulosas. La
música cantarina y aguda se transforma bruscamente en ritmo
de danza, la arena comienza a re-molinear, se amontonan las
nubes. El ritmo se acelera más y más, las nubes se hinchan
como polleras voltejeantes; mujeres de espaldas des-nudas
giran en sus polleras acampanadas. Una mujer de robusto
espina-zo gira como un trompo ; pero de cerca el espinazo se
transforma en cadena de montañas. Calidoscópicos
pantallazos de los Andes, un ro-busto espinazo, luego la quena,
acompañada de un cántico agudo, luego un cráneo, el desierto,
huesos blanqueándose en la arena blanca, un cráneo de
cristal de roca, líneas que convergen hacia el infinito, el de-
sierto, espacio, cielo, infinitud, monotonía.

II
Nuevamente el jardín. Se abre una puerta y de la blanca
casa moris-ca salo Mandra, una grácil española. Camina
pensativamente por el sendero de grava en dirección a la
enorme jofaina de peces de colores. Camina con el ritmo
ondulante de una bailarina que obedece al mudo latido y al
canto de la jofaina de vidrio. Ella acerca el rostro a la jofaina y
los mira. Su imagen se refleja en todo el perímetro de la jofaina
y en el agua donde se agitan perezosamente los peces. Mira
fascinada mientras los peces nadan a través de sus ojos. Otro
pantallazo del cráneo de cris-tal, la infinita extensión del
desierto, la cadena de los Andes, el altar de los sacrificios de
Quetzalcóatl con sus serpientes entrelazadas.
Mandra camina reflexivamente, la cabeza inclinada, hacia
el muro del jardín. El mismo andar ondulante, el mismo paso
airoso. Se detiene ante el muro y elige una granada; las
semillas se derraman en su mano. AL mismo tiempo se oye el
resonar de música estrepitosa seguida del frenético repicar de
las campanas de una iglesia... un salvaje rebato mezclado de
vistas de torres y campanarios, las aberturas de los campa-

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narios se abren y se cierran como persianas, las campanas se
agitan vio-lentamente, los badajos de las campanas golpean
furiosamente. Y luego una enorme campana se balancea
lentamente hacia adelante y hacia atrás, y el badajo resuena
sobre la campana con sonido vibrante.
Como una boca que se abre y se cierra. Cuando el
último y ensor-decedor repique se desvanece se oye el débil
tintineo del timbre de la puerta, y en el mismo instante la
puerta del jardín se abre silenciosa, misteriosamente, como
movida por manos invisibles. Mandra mira con expectación
hacia la puerta del jardín, vacila un instante, y luego avanza
rápidamente, para recibir a la misteriosa mujer envuelta en
una amplia capa negra que entra en el jardín.
Alraune y Mandra se saludan como si entre ambas
hubiera un mis-terioso entendimiento. Tomadas del brazo,
pisando con ritmo regular la crujiente grava, se dirigen hacia la
casa que está detrás del jardín. Cuan-do se aproximan a la
enorme jofaina en el centro del jardín se miran, y luego
levantan los ojos hacia la jofaina. Se colocan a ambos lados de
la jofaina y, mirando a través del vidrio, se contemplan
mutuamente. Du-rante un instante las dos imágenes,
ligeramente deformadas, se reflejan en el agua rizada. También
las estrellas se reflejan en la jofaina y danzan en sus imágenes
onduladas. El agua se calma y ahora solamente el ros-tro de la
luna flota sobre la superficie del agua.
Se quiebra la suave superficie iluminada por la luna,
el aguase agita, llena de centelleantes rizos y de quebradas
olas. Los peces de colores se mueven más y más velozmente,
saltan y se zambullen y luego se revuelven a terrorífica
velocidad. Mandra y Alraune se sonríen desde los extremos
opuestos de la jofaina.
Son sonrisas estropeadas y mutiladas por los saltarines
peces.
Parecen dos brujas riéndose y burlándose una de la otra.
La jofaina está llena ahora con el reflejo de
una la luna,
luna como por un telescopio. La pálida superficie muerta
vista
de la luna se desme-nuza y a medida que la familiar y vaga
imagen de la danza lunar se di-suelve sólo se distinguen
nítidamente las órbitas de sus ojos. De estas órbitas muertas y
frías brotan ahora dos calderos de lava que llenan la jofaina
con columnas de humo espeso. Cuando se disipa el humo
vemos

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los cráteres de volcanes: Fujiyama, Vesubio, Etna, Mauna


Loa. Los cráteres vomitan fuego y humo, la lava corre en una
masa negra y espesa que se vierte por las laderas de los
volcanes, destruyendo hogares, al-deas, bosques. La corriente de
lava fundida arrasa seres vivos y cosas.
Las mujeresse sonríen a través de la jofaina, y la
agitada superficie del agua se calma. Los dos rostros han
recobrado su naturalidad, y son más encantadores aún que
antes. En los ojos hay una expresión miste-riosa, una mirada de
amor, de gratitud, de mutua comprensión.

III

Una habitación de la casa, arreglada al estilo morisco.


Mandra está sentada en una magnífica silla de alto respaldo,
parecida a un trono. Alraune se pasea de un extremo a otro de
la habitación. Hay un enorme diván con pesados y ondulantes
almohadones. La parrilla morisca de la lámpara suspendida
del techo fragmenta la luz. Taburetes, escabeles, ceniceros de
cristal, ventanas de arco. El aire, denso, saturado de humo y de
incienso, de pasión, de lujuria, de indolencia, de drogas.
Alraune está vestida con una larga y ondeante bata
semejante a una vaina, que brilla como charol y revela las
amplias curvas de su cuerpo. Destaca sus felinos movimientos
el amplio vuelo de su bata, que en-vuelve en ondas
voluptuosas a la alfombra ricamente bordada. El mo-vimiento
circular del vestido sobre el rico tejido de la alfombra alterna
con imágenes mar que, rompe contra la costa, y las olas
del
golpean, flujo y reflujo, manchando la arena. El chasquido y el
gemido regulares de las rompientes, transiciones cada vez
más veloces del vestido a la playa, de la playa al vestido, el
golpeteo de las olas, la marea retroce-diendo y manchando la
arena... todo ello sincronizado con los afiebra-dos movimientos
de Alraune, sus insistentes impulsos animales, sus avances y
retiradas sexuales ante Mandra.
Rígida, un poco pero con fría y majestuosa
aterrorizada,
dignidad, Mandra está en su silla y trono... Parece
sentada
pequeña y frágil, como una bailarina del templo, o como un
ídolo tallado. Sus rasgos en primer

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plano revelan sorprendente Cada movimiento y


sensibilidad.
cada gesto de Alraune se
en el sutil cambio de su
reflejan
rostro. La movilidad de sus rasgos contrasta con la tiesa
rigidez de su postura, con la extraña y geométrica
ornamentación de su trono. Imágenes sucesivas y calidoscó-
picas de los detalles de la silla, de los móviles rasgos de
Mandra, de ídolos ricamente ornamentados, de bailarinas del
templo, de la diosa Iris, de un abanico, de una pluma de
pavo real, de los movimientos felinos de Alraune, del
movimiento circular de su vestido, del flujo de las olas, de
las manchas que dejan sobre la arena, de la alfombra de
brocado.
Tanto como Mandra están
Alraune cargadas de
bárbaros ornamen- tos. su resplandeciente bata semejante
Sobre
a una vaina Alraune lleva un pesado collar de acero. Mientras
avanza y retrocede, entrando en la sombra y saliendo de ella,
mientras rompe el mar y mueren las olas, oímos el ascenso y
la caída del pesado collar de acero, su centelleo y su tintineo.
Vemos otra vez el instrumento llamado quena, hecho con un
cráneo humano, y los dedos delicadamente cincelados de
Mandra que lo acarician. El cráneo de cristal de roca aparece
nuevamente en el desierto infinito, seguido de la imagen de las
cuerdas del piano, y luego la ima-gen de vigas de acero, de
esqueletos de rascacielos, de lámparas de ace-tileno sobre rieles
de acero. Y Alraune se mueve con movimientos más y más
felinos, el cuerpo envuelto en malla, el cuerpo desnudo
agitándo- se en una nube de copos de nieve. El choque de los
hombres de armadu- ra, las espadas hendiendo las cotas de
malla, el sonido de los remaches introducidos en las vigas de
acero, el piano otra vez y una mano que golpea las teclas, las
cuerdas batiendo y zumbando. El movimiento de las
máquinas en un ritmo jadeante, un motor zumbando, los
dientes cantando y engranando. La rotativa de un diario a
toda velocidad, una sierra cortando madera dura, un riel de
acero atravesado por lámparas de acetileno. Las estructuras de
los rascacielos, miles y miles de rascacie-los, todos
sobresaliendo, combándose, desplomándose sobre la tierra
con abrumador estrépito.
En contraste con el esplendor y la violencia de los
movimientos de Alraune vemos la postura grave y serena de
Mandra, vestida como un

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ídolo javanés. Una sonrisa inescrutable ilumina el pasivo


rostro orien-tal mientras ella manipula un par de varillas con la
punta recubierta que ella toca se
de algodón. El instrumento
asemeja al címbalos. Mientras se oye la música del
ella toca
laúd, el canto del desierto, el son argentino e insinuante de los
brazaletes que se entrechocan, el rumor de las corti-nas de
cuentas apartadas por las piernas desnudas. El cráneo
resplandece nuevamente, y de las cuencas vacías brota humo,
seguido por la sombría y melancólica música de la flauta y la
visión de los huesos blanqueados yaciendo en el desierto, de
divanes suntuosos y de voluptuosas mujeres desnudas tendidas
sobre los almohadones, el golpeteo del oleaje, el gemido
del viento, una mujer extendida sobre la arena con los
pechos desnudos, los dos enormes montículos de arena, las
cúpulas de la mez-quita, los dedos largos y ahusados de Mandra
acariciando
danzarinas
voltejeando..
agitarse
la
.
los pechos
vestiduras,
ni rostros,
de
sólo
ni
una mujer,
los
cuerpos,
y decaer de las polleras ondeantes, y el estampido de
marea, las olas que refluyen hacia el mar, dejando manchas
el
vestidos
ni nada
torbellino
fluyendo
más que
de
y
el

sobre la arena.
Ahora Alraune avanza hambrienta sobre Mandra.
Después de desa-brochar su pesado brazalete de acero, lo
asegura sobre la muñeca de Mandra. Cuando el brazalete se
cierra sobre su muñeca, los ojos de Mandra refulgen
extáticamente. Se diría que están impregnados de una luz
sobrenatural. De pronto los muros de la habitación ceden y la
línea visual de Mandra nos conduce atravesando cavernas y
grutas repletas de brillantes estalagmitas... y un caverna
desemboca en otra a través de un complicado laberinto. La luz
disminuye rápidamente. Estamos nueva-mente en el jardín y
aparece un primer plano de la jofaina; la luna, re-flejada en el
agua agitada, escupe fuego de sus cráteres muertos. Otra vez
la visión de los peces de colores; saltan como peces
voladores, co-mo tiburones y peces espada, y las aletas
llameantes brillan como joyas. Poseídos de furia y de éxtasis
cargan contra el vidrio, y cuando lo gol-pean saltan chispas, y
de tanto en tanto cuando arremeten contra la jo-faina aparece
un hombre armado de revólver que dispara a quemarropa sobre
otro hombre, y las balas restallan contra el cráneo,
desgarrando la carne hasta que sólo queda un resplandeciente
diamante de múltiples

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facetas. Simultáneamente cae en pedazos la jofaina, y al


incesante cruji-do del vidrio se eleva desde gran altura un flujo
de lava fundida que sumerge aldeas y bosques, ganado,
hombres, mujeres y niños. Desde el sumido estanque donde se
hallaba originalmente la jofaina se eleva el altar de los
sacrificios de Quetzalcbatl, erizado de sibilantes serpientes, y
sus lenguas escupen fuego, y sus cuerpos se retuercen y rielan,
inextri-cablemente entrelazados. Esta masa convulsiva se
transforma gradual- mente en el cráneo de cristal de roca con
líneas que convergen hacia la infinitud del desierto.
Alraune, pesada y desnuda, se mueve con gemidos y
espasmos, y sus contorsiones recuerdan el movimiento
sinuoso de las serpientes. Danza con la desesperación del ser
insaciable, los ojos se le revuelven en las órbitas, la boca se
deforma, el torso salta y se estremece como flagelado por
mil látigos. Mientras ella baila, aparecen imágenes de
hombres atados a la tierra, y se está aplicando tatuaje a sus
cuerpos, y hay niños circuncidados con agudos pedernales y
fanáticos que se muti-lan con cuchillos, derviches que giran
como trompos, y mientras se arremolinan y tajean y mutilan
caen uno tras otro y yacen en tierra y se retuercen y echan
espuma por la boca como epilépticos. Todo ello con
acompañamiento de gruñidos y gemidos, de aullidos que
hielan la san-gre y de gritos que erizan los cabellos. Una
permanente sucesión de danzas primitivas ejecutadas por
salvajes de largos y desgreñados cabe-llos, de rostros azules y
torsos rayados con tiza. Hombres y mujeres danzan
frenéticamente, frotándose mutuamente los genitales, y
ejecu-tando los gestos más grotescos y obscenos. Danzan al
ritmo frenético de los tambores, el constante y profundo
redoble de tambores que pone los pelos de punta. Bailan a la
sombra de un gran fuego, y a medida que el estrépito aumenta,
los animales que se hallaban ocultos en las profundi- dades del
bosque surgen de sus madrigueras y se arrojan a través de las
llamas.
saltando
Leones, lobos, panteras,
entre las llamas como
chacales,
si hubieran
hienas, jabalíes
enloquecido.
.
La
pantalla se llena de bestias aterrorizadas: saltan entre las
paredes de bambú de las chozas, a través de tiendas de circo,
de ventanas de vidrio, de hornos de metal fundido. Se
abalanzan en tropillas sobre el borde de precipicios... vena-

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dos, antes, antílopes, yakes. Tropillas de potros salvajes corren


enloque-cidos sobre las pampas ardientes, arrojándose en los
cráteres. Monos, gorilas y chimpancés se desprenden de las
ramas de los árboles incen-diados. La tierra está en llamas y las
bestias de la tierra huyen enloque-cidas.
tanto, en medio del pandemonio, Alraune
Mientras
continúa su danza orgiástica. La rodea un grupo de salvajes
desnudos que cierran un enorme brazalete alrededor de su
cuerpo. El brazalete se ajusta alrede-dor de su cuerpo como un
tornillo. Un muchacho yace en el suelo; se inclinan sobre él
con afilados instrumentos, tatuando ojos por todo su cuerpo.
El joven yace muy quieto, aterrorizado. Los hombres
vudú tienen cabellos largos y desgreñados, uñas sucias, rostros
desfigurados, y sus cuerpos están manchados de cenizas y
excrementos. Los cuerpos están grotescamente enflaquecidos.
Mientras tatúan cuerpo bello y vigoroso del joven, los
el
oj os se abren,uno tras otro ; pestañean, parpa-dean, se
contraen, giran de un costado al otro.
Se afloja el brazalete alrededor del cuerpo de Alraune,
que se re-tuerce; ella reanuda sus movimientos obscenos, los
tambores redoblan nuevamente, y el ritmo de los tambores
alcanza un clímax más tremendo aún que antes. El cuerpo
del joven se contorsiona y retuerce; está asegu-rado al suelo por
gruesas estacas. Los ojos tatuados se abren convulsi-vamente;
se estremecen y contraen. Vemos de muy cerca los ojos, las
venas tensas se destacan. El cuerpo de Alraune fulgura más
convulsiva- mente; su vulva parece un ojo tatuado. El joven se
retuerce y agita, y las venas están tan hinchadas y tensas que al
fin estallan. Cuando estallan, Alraune: relampaguea en la
postura más obscena, su vulva se contrae y los ojos se le salen
de las órbitas. Esto sigue y sigue hasta que de su cuerpo
borbota un flujo de sangre, y de pronto, bruscamente, vemos
la enorme jofaina en el jardín, el agua calma, el vaso intacto,
los peces dorados nadando perezosamente.

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IV

El dormitorio de la casa de Mandra. Amplio, lujoso,


acentuada- mente morisco. Mandra, frágil y semejante a un ídolo,
yace en un enorme lecho. Está ataviada con
el centro de
vestiduras exóticas, que nueva-mente sugieren ropajes
javaneses. Los postes de la cama están ricamente tachonados,
incrustados de ébano y marfil y gemas preciosas. Las venta-nas
son de vidrio de color y dibujan sobre el lecho una intrincada
pauta. Los cuerpos de las dos mujeres están manchados de luz y
de color.
Alraune se inclina tiernamente sobre Mandra y deposita
a su lado una marioneta. El rostro es el de un truhán
corrompido, de un bruto, de un degenerado. Alraune viste la
bata negra y ajustada como una vaina, que resplandece y se
estremece. Abraza apasionadamente a la marioneta antes de
depositarla al lado de Mandra. Al dejarla sobre la cama se ve
obligada a desprender el brazo de madera de la marioneta,
que se ha deslizado al interior de su seno. Aparece un pecho
redondo y lleno.
Es mediodía y el sol vuelca su oro a través de los vidrios
de colo-res intensos. La habitación está inundada de luz, el lecho
resplandece, la atmósfera es radiante, alegre, casi sacra.
Alraune se agazapa al lado de Mandra como una tigresa, y con
movimientos le entrega un mazo de gastados
estudiados
naipes... para echar la fortuna. El mazo está extendido
naipes
sobre el lecho como un abanico; las figuras ostentan colores
bellamente desvanecidos, y éstos se conjugan
armoniosamente con el tinte de los vidrios intensamente
coloreados.
Las mujeres manejan las cartas como si estuvieran
ejecutando un rito sagrado. Las figuras de los naipes tienen
un diseño fantástico. Mientras Mandra recoge lánguidamente
los naipes, uno por i no, con sus dedos extraordinarios y
ahusados, su rostro revela una sutil variedad de expresión.
Tiene un aspecto cruel, astuto, antiguo, casi pétreo... tanto
que a su lado Alraune parece
ahora infantil, inocente,
semejante a un elfo. Alraune tiene un aire tímido, atemorizado,
mistificado.
Sobre una de las cartas, tirada boca arriba, aparece el
rostro oval de una mujer de peinado excéntrico, como en un
grabado japonés. La mu-

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jer sostiene un espejo ante su rostro. Cuando miramos el naipe


el espejo grabado se convierte en un espejo real, con un mango
maravillosamente tachonado de bronce verde. En el espejo
vemos el rostro de Mandra... con esa cruel, astuta y antigua
expresión que tenía antes. Y luego apare-ce en el espejo una
escena tras otra... las calles de Lahore, los jardines de Babilonia,
el Taj Mahal, los templos de Grecia, el mercado de esclavos de
Alejandría, las mezquitas de la Meca, los harenes con sus
huríes... una tras otra, una disolviéndose en la otra, como el
agua se disuelve en el humo.
Alraune espía por encima del hombro de Mandra
con creciente asombro. Contempla la imagen de Mandra con
encendida y reverente admiración. El rostro de Mandra aparece
nuevamente en el espejo; lenta, sutilmente retorna de la antigua
máscara pétrea al rostro de la juventud, a la cabeza de líneas
clásicas, exóticas, como una cara grabada en cobre. Un rostro
extraño y obsesionado con grandes ojos húmedos.
Y ahora Mandra a Alraune con gesto
entrega el espejo
misterioso y significativo... y
se mira en él. Los ojos
Alraune
de Alraune se abren, expresando mayor asombro aún que
antes. Se estremece y luego mira más de cerca, más
atentamente. Ahora vemos en el espejo, no el rostro de
Alraune, sino el de Mandra, y cuando lo examinamos
atentamente, el rostro de Alraune se desliza sobre el de Mandra,
del mismo modo que la luna se desplaza sobre la faz del sol;
hay una mancha, y entonces los rostros se fusionan y nos
queda un rostro que es una combinación de Mandra y de
Alraune. Y luego se trueca nuevamente en la máscara cruel,
astuta y antigua de Mandra, como antes.
Ahora el marco del espejo concentra la atención; vemos
chic es un naipe cuyos bordes están ligeramente desgarrados.
Ahora este borde curvado y deshilachado adopta varias
formas... es el borde de una ola, el borde de un cráter, el borde
una boca cruel, el borde de una cimitarra, la proa de una nave,
la hoja de un árbol, la orilla de una nube, la aleta de un pez,
los ciento y un objetos cuyos contornos poseen una sorpren-
dente cualidad filosa.
Mandra recoge los naipes y los entrega a Alraune.
Alraune mezcla las cartas y las extiende en forma de abanico
sobre el lecho. Un naipe

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cae boca abajo sobre el suelo. Alraune se inclina para


levantarlo, y lo mira consternada. La imagen de un hombre
de larga barba blanca, los ojos cerrados, las manos
entrelazadas apuntando al ciclo, los labios murmurando una
plegaria. Mandra recoge las cartas, las mezcla, las extiende
en forma de abanico sobre la cama. Un naipe cae boca abajo al
suelo. Ella se para recogerlo; el borde del naipe se
inclina
convierte en el marco de una puerta que se abre lentamente,
revelando una celda larga y estrecha, estrecha como una
ranura, más estrecha, más estrecha; al extremo del corredor
hay un anciano de cabeza calva, está sentado un globo
ante
iluminado que gira lentamente. El anciano, canta con voz
profunda y gutural y traza con sus dedos los signos sagrados.
El globo resplandece con mística luz azul. El hombre y el globo
se acercan. Aho-ra la cabeza del hombre está en el globo; los
paralelos forman una visera que le aprisiona la cabeza. Los
dedos dejan de retorcerse; están embuti-dos en guantes de acero.
Todo su cuerpo está embutido en una armadu-ra, pero el
místico globo con su cabeza adentro continúa girando.
azul
Finalmente, cesa de girar y el yelmo de acero se abre. Se abre y
se cierra varias veces. Cada vez que se abre la cabeza del
hombre es arrojada hacia adelante, pero siempre demasiado
tarde. La última vez que se abre brota un homúnculo. Crece
más y más., hasta que llega al cielorraso. El hombre de la
armadura está aterrorizado. La cabeza empieza a girar con la
velocidad de la luz, la luz pasa del azul al violeta, luego se
extingue. Y entonces sobreviene el estruendo del metal contra
el metal,un clamor tenso y vibrante cuyos ecos se repiten en
el largo y oscuro corredor, y que reverbera y reverbera. En
ese sordo resplandor vemos un enorme macho que se abate
sobre la máscara de acero. La armadura cae destrui-da y de ella
surge un embrión, un feto semiformado, con un ojo, el
cuerpo doblado, los brazos y las piernas retorcidos
formando largas matas de cabello. Y entonces se reanuda el
ruido, cada vez más estrepi-toso, cada vez más resonante,
atronador, terrorífico, y simultáneamente el rugido de voces
humanas frenéticas, un mar de miedo que rueda bajo el trueno
de estentóreos golpes de yunque.

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La calle y el sonido del terror que avanza


abierta
retumbando por
como un mar encrespado. Sobre el
ella
tumulto, el frenesí, los gritos y las maldiciones se eleva el
salvaje clamoreo de las campanas, millares de campanas de
diferente entonación, ¡y todas están dando la alarma! La calle
desborda de gente que se vuelca desde las casas, y todos
gritan: ¡Alarma! ¡Alarma! Caen unos sobre otros como
derribados por un hura-cán, las ropas sobre las cabezas, las
piedras mismas aflojadas por la loca carrera. Algunos corren
con el cuello tendido hacia adelante como gan-sos, y las venas
del cuello hinchadas como uvas. Se abren frenética- mente las
ventanas de todas las casas. Desnudos y a medio vestir saltan
de las ventanas sobre las cabezas de la turba que abajo huye
desconcer- tada y enloquecida. Algunos intentan frenéticamente
abrir las ventanas y no pueden, paralizados por el miedo.
Algunos rompen las ventanas con sillas y se arrojan de cabeza
tras las sillas. Otros abren las ventanas y oran. Otros cantan,
cantan como lunáticos y se golpean el pecho. Y mientras
tanto las campanas repican, y hay miles de miles de campanas,
y la turba abajo remolinea y atropella, y las casas se
estremecen de tal modo ante el movimiento de los pies que las
persianas caen de los goz-nes y la gente huye con persianas
quebradas alrededor del cuello. Y mientras el estrépito se
acrecienta, el viento barre la calle con mayor furia. El aire de
persianas voladoras, de ropas desgarradas, de brazos y piernas
y cueros cabelludos y dentaduras postizas y brazaletes y sillas
y platos.
De pronto en la ventana de la casa del astrólogo
aparece una luz azul, y al mismo tiempo empiezan a caer
copos de nieve. Los copos descienden como enormes huevos
de porcelana que rebotan de pared a pared con el rat-tat-tat de
las ametralladoras. Tres veces se enciende la luz en la ventana
del astrólogo. Luego se lo ve abrir una caja negra.
Ahora ocurren las cosas más increíbles. Es como una
pesadilla. Es de día, pero el cielo está lleno de estrellas. Ha
cesado la caída de copos, pero se oye el ruido regular y sibilante
de la lluvia que cae en torrente en

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algún lugar distante. Un ruido como el de la hojalata


deslizándose sobre hojalata. Las casas han desaparecido. Sólo
hay un gran terreno lleno de árboles muertos, y de las raíces de
los árboles brotan enormes y gordas serpientes que escupen
fuego. La gente danza entre las lenguas lla-meantes de las
serpientes, los cuerpos desnudos cubiertos de sangre, y los
ojos revolviéndose afiebradamente.
Mientras la danza de brujas continúa sobre el matorral,
los árboles divididos por lenguas llameantes, los cuerpos
desnudos manchados con sangre, el astrólogo se sienta ante la
ventana abierta espiando el interior de su caja negra. Un
silencio profundo y misterioso envuelve su casa. En la caja
negra está la jofaina azul, el globo que gira lentamente. El
globo está adornado de estrellas, y las estrellas dispuestas en
constela- ciones, de acuerdo con el orden del zodíaco. Se sienta
al lado de la ven-tana, sumido en profundo ensueño, la cabeza
hundida sobre el pecho. Llega la criada y le acerca una mesita,
sobre la que extiende un mantel. Luego saca de la caja la
jofaina y la deposita sobre la mesita, frente al astrólogo.
La escena se divide en dos. De un lado está la ventana
del astrólo-go, la mesita y la jofaina azul. Del otro se encuentra
el matorral negro, con la algazara de las brujas en pleno
desarrollo, las estrellas que brillan vívidamente, el sol que
resplandece con fulgor anaranjado, los árboles lívidos y
retorcidos con serpientes de lenguas llameantes. El astrólogo
se sienta en paz y distraídamente introduce una mano en la
jofaina, que ahora está llena de peces de colores. Uno por uno
los saca y se los traga. Mientras tanto, las festivas mujeres se
divierten en el matorral. Recogen los huevos de porcelana azul
y se apedrean. Las estrellas centellean con brillo cada vez más
intenso, y el aire se vuelve azul y luego verde. El aire es
verde como pasto. Las estrellas se apeñuscan y resplandecen
con brillo cruel. Se diría que las estrellas se acercan a la tierra,
y la luz que despiden es tan intensa que los árboles estallan.
De los árboles muertos brota un torrente de animales, y todos
los animales son de un blanco puro. Las parranderas
comienzan a fornicar con los animales. Después de fornicar
empiezan a matar a los animales; luego caen unas sobre

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otras, y con cuchillos, dientes y uñas se destrozan mutuamente.


La tierra se convierte en enorme vómito de sangre.
Y cuando está sembrado de blancos cuerpos
el suelo
destrozados, ya no hay modo de detenerlos, de pronto
cuando
el astrólogo recoge su flauta y, emitiendo una fúnebre nota,
señala significativamente a las estrellas. En el mismo instante
la jofaina azul se transforma en cráneo humano y de pronto
del cráneo brota un extraño canto, una melodía desgarradora
y sobrenatural. La escena vuelve otra vez a la calle en cuyo
extremo está la casa del astrólogo. Nuevamente ocupa la calle
una mul-titud embravecida, un mar de cuerpos humanos, de
rostros destrozados por el miedo, de hombres sin brazos, de
mujeres de flotantes cueros cabelludos. De la casita al extremo
de la calle llega la extraña música de la quena.
Salvo ese canto extraño y sobrenatural, ni un sonido
llega de la ca-lle. Todos corren como fantasmas, sin más
ruido que el gemido del viento. El cráneo que estaba en la
ventana se ha convertido en puerta, una puerta piriforme con
dos pequeños pétalos en el centro. Mandra y Alraune huyen
delante de la turba, las capas al viento, los cabellos des-
melenados. Cuando llegan a la puerta, los pequeños pétalos
se abren y ellas son succionadas hacia el interior. Los pétalos
se cierran, la puerta se convierte en cráneo, el cráneo se trueca
en el rostro del astrólogo. El rostro del astrólogo se redondea
movido por el temor, la maravilla, la consternación. La cara
se convierte en muerta luna sin nariz ni boca... nada más que
dos grandes cráteres en el lugar de los ojos.

VI

La caverna del de libros y botellas. El


astrólogo rebosa
propio as-trólogo se a un autómata vivo construido
asemeja
totalmente de meta-les. Está sentado en una silla giratoria,
aceitando un mecanismo de su pecho. El mecanismo está
formado por redecillas, como el interior de un reloj. En el
tórax hay un gran péndulo que se balancea lentamente. Se diría
que no tiene conciencia de la presencia de Mandra y de
Alraune. Se

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inclina sobre sus botellas verdes y vuelca un fluido ámbar


de una en otra. Baja un libro y después de extraer algunas
palabras de una página las vuelca en una botella verde. Las
palabras comienzan a humear, y repentinamente se convierten
en ceniza y caen al fondo de la botella. Repite el
experimento cierto número de veces. Las palabras humean
siempre y luego caen como cenizas al fondo de la botella.
Retorna a la silla y nuevamente aceita el mecanismo de su
pecho. Se cala un par de anteojos negros, luego un bonete,
luego un par de cuernos. Se arrodilla y busca algo en el suelo.
El piso es como un libro de geografía, cubierto de continentes,
mares, ríos, lagos y montañas. Apoyado sobre las manos y las
rodillas erra de un continente a otro, hasta que llega a una
islita púrpura. La isla está rodeada por un mar azul sobre el
que navega un navío de plata, y en la proa del navío, recta
como un timón, está Mandra, y sus cabellos flotan en rígidas
ondas. El navío es muy pequeño y Man-dra es más pequeña
aún. Se yergue en la proa del navío cantando. El astrólogo se
inclina un poco más para oírla. Suena como una voz huma-na.
Se extiende cuan largo es, y sosteniendo al pequeño navío en
la pal-ma de la mano escucha como encantado a Mandra. Y
mientras escucha, los libros se abren espontáneamente y las
palabras caen de los libros y danzan en la habitación como
motas de polvo en un rayo de sol. Y ahora las palabras que
cayeron como ceniza al fondo de' la botella se elevan
formando humo y ascienden encrespadas por el delgado
cuello de la botella dibujando espirales y voltejeando
alrededor de la cabeza del astrólogo. Su cuerpo ya no está
formado de partes metálicas, sino de piel y huesos, y la sangre
resplandece débilmente a través de la piel blan-ca y transparente.
Ahora se oye más claramente la voz de Mandra. Su
canción se ele-va, siempre más potente, más resonante, hasta que
la habitación resplan-dece con luz violeta. Con su índice
alargado y bellamente conformado ella dibuja un círculo sobre
el corazón del astrólogo. El círculo se en-ciende en llamas, y
luego, a medida que las llamas se extinguen, vemos una cruz
grabada en el corazón. Sobre la cruz aparece un Cristo crucifi-
cado, el cuello roto, el costado atravesado por la lanza. La cruz
se disipa y aparece una estatua de Venus, reemplazada
inmediatamente por otra

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estatua, la de Palas Atenea. Ésta se disipa, y en lugar de la


estatua cruz, el círculo llameante, el mecanismo
queda la
con ruedas. Durante un minuto o dos las ruedas giran como
un dínamo a toda velocidad, y de pronto el mecanismo se
detiene. En ese momento el astrólogo levanta los brazos y
grita como un maníaco: ¡Biskra! ¡Mahratta! ¡Vajevo! ¡
Cienfuegos!
Sobre los ecos del último grito se eleva la voz de
Mandra, una can-ción aguda y penetrante que desgarra las velas
de la nave. La habitación con sus libros y botellas, la jofaina
azul, los continentes rodeados de mares se disuelven
lentamente, se esfuman como los límites de un sue-ño. Mandra
se alza en la proa del navío, los ojos vendados, la balanza en la
mano derecha. El navío se hunde lentamente bajo las aguas, y
mien-tras se hunde se ve al astrólogo abandonando su casa
con los brazos extendidos y moviéndose como aletas.
Camina a través de la espesa niebla como un hombre que
marcha sobre el lecho del océano. Camina con los brazos
extendidos, nadando entre la niebla. Camina bajo el mar a través
de un continente perdido, habitado ahora por una raza de
hombres y de mujeres nacidos bajo el agua, hombres y
mujeres de ojos velados por el agua. Trastabilla ciegamente
entre las ruinas de antiguas ciudades, y los edificios se
balancean como junquillos, los colores se fusionan unos en
otros como si hubiera brotado un arco iris en las heladas y
negras profundidades del mar. Alrededor de él se desplazan los
ciudada- nos de un mundo, perdido: sus cuerpos
resplandecen con sulfurosa transparencia, se balancean sobre
los pies, livianos e invertebrados como bailarines de ballet.
Entre los campanarios de las catedrales, enormes y
centelleantes peces derivan como si fueran plantas, y sus
aletas balan-cean suavemente las campanas. Lo que parece una
sólida ciudad de un arco iris es
osci-lante bajo la luz quebrada
fluida y como el sueño. Con movimientos
transparente
natatorios, los habitantes pasan a través de las paredes, sin
dejar grietas ni fisuras, ni roces en los bordes. Los ojos velados
por el agua resplandecen como esmeraldas, las voces son
débi- les a causa del ruido ensordecedor de las campanas. Para
ellos nada es difícil. Nada los lastima. Todo es movimiento y
cambio, el desahogo del bostezo, y abrir las manos. Una
perpetua fiesta de color, como vivir

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dentro de un diamante. Una fiesta perpetua, como si las


tormentas arriba estuvieran dispuestas vara suministrarles
maná. Todo se desploma a través de la luz diamantina de las
profundidades. El fondo del océano está sembrado con los
tesoros de la tierra. Aquí nada es fruto del esfuer-zo. Basta abrir
la boca y beber. relajarse y soñar.
Basta Sobre la ciudad
vacilante y ondulante con sus muros transparentes y el
constante repique de las campanas juega un flujo de luz
difractada, las permanentes estrías del arco iris, el vaho y el
brillo del duro núcleo del diamante. Aquí está la alegría del
cuerpo liberado de la prisión de la materia. La alegría del roce
de sedosas caricias, el frote sedoso de las plantas que se
balancean, de las ramas de goma, de las doradas aletas
electrizadas por del incesante orgasmo, del
la vida. La alegría
balanceo interminable en una hamaca. La alegría del sonido que
penetra los poros como si fuera luz. La alegría de ver a través,
más allá y alrededor. La alegría de la resplandeciente
fosforescencia, de la perpetua radiación, de la noche, de la
noche infinita penetrada de estrellas. La alegría del infinito
movimiento espiralado, del éxtasis infinito, de la canción
infinita.

VII

Una habitación en un hotel. Mandra yace sobre un catre


de hierro con una pipa de opio a su lado. La habitación es muy
pequeña y el cie-lorraso está cubierto de telarañas. Mandra yace
absolutamente inmóvil, con los ojos cerrados. Sus pies
sobresalen de las sábanas... dos pies perfectamente formados,
blancos como el mármol, con las venas azules destacándose
como vetas de mercurio. Cada pie es perfecto, las uñas son
perfectas. Nunca hubo dos pies más perfectos.
Mandra yace allí en trance. Del cuerpo de esta Mandra
brota otra Mandra con el rostro de Alraune. Hay dos Mandras
en el cuarto... la que yace con los pies descubiertos, la
postrada
otra erguida al extremo de la cama y sonriendo. La que sonríe,
tiene salvajes ojos, rojos y dorados, ojos que parecen
resplandecer desde las profundidades de una caverna. Los ojos
de un lagarto cocinándose al sol, los ojos fríos y resbaladizos
de una serpiente de lengua bífida. Los ojos resplandecen
como gemas

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bajo el torno del lapidario. Los ojos de un ídolo ardiendo en


las profun-didades de la maraña.
La habitación es como una jaula de hierro. Del
cielorraso cuelga el cadáver de un
que fue ahorcado.
hombre
Cuelga de los pies y su mano inerte aferra una enorme flor
acampanada de raíces espesas y enmaraña- das. El cuerpo del
hombre se balancea lentamente adelante y atrás sobre la figura
postrada de Mandra, cuyos ojos están cerrados. Adelante y atrás
se balancea el cuerpo inerte. Como si el denso perfume de la
flor estu-viera penetrando su cuerpo drogado, Mandra se agita
levemente. Los movimientos del sueño. La habitación
cambia como en el sueño. Se empequeñece paulatinamente, y
las paredes transpiran. De seres invisi-bles que allí están se
eleva un vapor espeso, como el de una lavandería. El aire se
llena de humo de cigarrillos. Lo único visible es el cuerpo de
Mandra yacente sobre el catre, agitándose a veces en el sueño.
El sonido de voces humanas, de llantos, de sordos e
histéricos ge-midos, de sollozos, de gritos y accesos de risa. En
la oscuridad resplan-decen los cigarrillos, el humo se eleva en
anillos espiralados. Sobre el cuerpo de Mandra aparecen dos
buhardas, y reflejados en las buhardas aparecen los rostros de
hombres semejantes a ranas con largos cabellos verdes y
cuerpos del color de los cigarros. Ríen y lloran, rechinan los
dientes, farfullan y se lamentan, aúllan de risa. Se apeñuscan
alrededor de la ventana como moscas atraídas por la luz. La

través de las ventanas solamente se ven los cerebros


rollos de cerebros gris -
.
lluvia los golpea, pero no, están mojados. La lluvia empapa las
fibras del cabello y se filtra al interior del cerebro. Ahora a
rollos y
blanco, en los que la lluvia se filtra
lentamente. Nieva, y los cerebros se congelan. Una mujer
des-nuda camina entre los cerebros congelados con una
espada entre las piernas. Los carámbanos le cortan las carnes, y
sus pies están sangrando. La mujer cae a través de una fisura en
el hielo. Cae sobre un catre en el mismo cuarto, y es de noche.
Se agita ligeramente, como si soñara. Sus pies sobresalen de la
sábana, como antes. Dos pies perfectos, blancos como el
mármol, las venas teñidas de azul mercurial. En el largo silen-
cio de la noche oye el ladrido de un perro. Abre los ojos un
momento y allí, en la ventana que está sobre ella, se
encuentra el hombre a quien

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ama abriéndose camino a cuchilladas entre los cerebros


congelados. Lleva la que ella dejó caer mientras
espada
andaba. Tajea y acuchilla hasta que ella grita de alegría. Se oye
el golpe de un cuerpo que cae, y el cadáver que estaba
suspendido del cielorraso cae al suelo. Nuevamente el cuarto
se llena de risas, de gritos salvajes, agudos e histéricos, de
prolongados aullidos que hielan la sangre. Risas, risas, como
si todos los asilos de enanos hubieran soltado a sus víctimas.
Mandra abre los ojos, aterrorizada. A los pies de la
cama se en-cuentra Alraune. Es imposible distinguir sus
rasgos, con excepción de los ojos que resplandecen ahora
como dos piedras preciosas incrustadas en un ídolo. El cuarto
está lleno de telarañas forman un espeso dosel sobre el lecho.
AL mismo tiempo se apaga la risa Histérica, y se trans-forma
imperceptiblemente en suaves y melodiosas voces negras,
como si vinieran de una radio. El lecho sobre e1 que Mandra
yace está lleno de grava. Del cielorraso cuelga un enorme par
de tijeras que se abren y se cierran, y que cortara las telarañas.
Pero con la misma velocidad que las tijeras cortan se reforman
las telarañas. No es posible ver claramente el cuerpo de
Alraune, pero se perciben sus gesticulaciones, sus freneticos
esfuerzos por desprenderse de las telarañas que aprisionan
sus brazos. Mandra yace bajo el dosel de telarañas extendiendo
implorante los bra-zos. Sus ojos están fijos en la boca de
Alraune, de la que bruta el sonido de melodiosas voces negras.
Contempla estéticamente a Alraune, cuyo rostro es
indiscernible, salvo la ancha y voluptuosa boca de la que brota
una cascada de flores y de joyas, y finalmente un torrente
de fuego líquido. Vemos nuevamente las tijeras en lo alto,
abriéndose y cerrándo- se, las telarañas que se forman, la grava
en el lecho, los brazos extendi-dos de Mandra, su cuello tieso,
los ojos extáticamente fijos. Donde Alraune estaba hace un
momento hay ahora suspendida una enorme moneda con el
rostro de la Gioconda grabado. Los rasgos se disuelven,
dejando solamente la sonrisa inescrutable. Nuevamente
resplandecen los ojos, ojos salvajes dorados y rojos, los ojos
de un ídolo enterrado en la selva. Mandra extiende angustiada
los brazos. Sobre el dosel de telara-ñas aparece una procesión
de figuras, una por una, y todas se despiden de ella. Espectros
que vienen y van. Y todos se despiden. Una larga
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procesión de hombres y de mujeres flotando a través de las


telarañas, despedazados luego por las enormes tijeras que se
abren y se cierran.
Llorando, Mandra se recuesta sobre el lecho. Cierra
los ojos. Sus pies sobresalen de las sábanas, como antes. El
lecho se trueca en un barco de zafiro surcando un mar de
coral. Mandra se yergue en la proa, cantando. De la costa
distante llega el sonido de laúdes. Resplandece la Alhambra,
los frescos jardines son chorros de fuego líquido fluyendo a
través de los corredores, los pavos reales contoneándose sobre
las losas de mármol, las paredes laqueadas incrustadas de joyas.
El navío surca el mar de coral, las velas hinchadas por el hálito
de la canción de blandea. Sobre las velas hinchadas se despliega
un cielo de nubes como perlas. Se eleva la canción, las velas se
hinchan, las nubes se comban, el navío se desliza sobre aguas
estremecidas. La tierra y el ciclo se tambalean. blan-dea se
mantiene erecta, los cabellos flotantes, los ojos radiantes.
El navío se eleva y se hunde sobre olas de lana de vidrio.
La voz fluye como chorros de fuego líquido. Las velas
estallan, las nubes se rompen. Los bordes de las velas, los
bordes de las nubes se queman como tela encendida. Sobre la
línea del horizonte hay una enorme caracola en cuya cavidad
está la figura de Venus. Las líneas se revelan claramente,
pues trazan una espiral sin fin. Sobre la línea del horizonte
está la caracola marina con su infinita un
espiral. Debajo hay
arco iris al revés, como si estuviera reflejado en el mar. El
arco iris se quiebra, los colores se de-rraman y disipan. El navío
se desliza sobre su quilla. El navío se sumer-ge lentamente bajo
las olas de lana de vidrio. El mar de coral se convierte en
luz brillante, como si las estrellas se hubieran sumergido
repentinamente en el mar. Una ciudad totalmente de coral se
eleva del fondo del océano. Nuevamente el pez de aletas
eléctricas, los muros que oscilan y se columpian, los
campanarios con sus enormes campanas que repican
lentamente.
Y ahora, de cada grieta y cada fisura en los muros, de
las ventanas, de las puertas y los campanarios brota un mar de
hombres con los ojos velados por el agua. Nadan hacia el
navío en que está Mandra atada al mástil. El navío continúa
hundiéndose lentamente. Se hunde en una lluvia de polen
que se transforma milagrosamente en una miríada de

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flores. La resplandeciente: ciudad de coral, deslumbrante


de luz, de colores con sus peces voladores, está
desparejos,
ahora enguirnaldada de flores. El mástil al que Mandra está
amarrada adopta la forma de una mandrágora, la mandrágora
se trueca en una enorme flor púrpura de corola acampanada.
Durante un instante todo se diluye, salvo la enorme flor
acampanada, cuya boca se abre y se cierra... Luego, dos
pétalos como los de la puerta del astrólogo. Los pétalos se
convierten en los labios de una vulva. Los labios de la vulva se
alargan, cuelgan como un delantal. Una mujer desnuda baila, y
es una mujer salvaje con brazaletes de bronce. Un torso que se
retuerce, el delantal púrpura, los labios de la vulva, la flor con
su corola acampanada, los campanarios con sus cam-panas de
lento balanceo, el centelleante pez espada con sus aletas eléc-
tricas, los muros resplandecientes, la luz del arco iris, el
enjambre de hombres de ojos velados por el agua, el mástil
como un falo, el polen que milagrosamente estalla en flores,
la ciudad de coral enguirnaldada de flores, el navío que
desciende lentamente al fondo del océano y Man-dra de pie en
la proa, con sus cabellos flotantes y los ojos extáticos, la boca
abierta en una canción.
Mandra está ahora sobre el lecho de coral, en el centro
de una jo-faina de peces
llena de colores que surcan
perezosamente agua. La figura de Mandra es minúscula, y
el
enormes son los peces. La ciudad ya no se bambolea, las líneas
se fijan, los muros se convierten en plantas de coral dentro de
la jofaina. Mandra mira alrededor con grandes ojos
redondos que pasan del desconcierto a la alarma. Está de pie
sobre una roca en medio de un mar oscuro lleno de sibilantes
serpientes que se retuercen entre las rocas y la hipnotizan con
sus grandes ojos bulbosos. Fuera de la jofaina en que ella está
se mueve una bandada de gaviotas con manuscritos en los
picos. Vuelan alrededor del globo, agitando sus alas enormes.
Mandra se esfuerza frenéticamente por leer los jeroglífi- cos
estampados en los manuscritos. Los caracteres asumen
todas las formas de escritura, y Mandra no puede descifrar
ninguno. La jofaina está cubierta de esos extraños caracteres
que Mandra intenta vanamente leer. Mandra se yergue
impotente sobre la roca, aprisionada en la jofaina de vidrio. La
roca se convierte en la isla púrpura descubierta por el

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astrólogo arrodillado. Ahora la isla es muy verde y está llena


de palme-ras de vidrio que forman constantemente nuevos
brotes de lana de vi-drio. Entre las palmeras aparece ahora un
sendero blanco bordeado de cactos. Mandra huye por el
sendero blanco, desgarrándose la carne en los cactos
espinosos. La brisa que crea en su fuga
ella provoca el tinti-neo
de los árboles, un ruido como el de cortinas de cuentas que se
abrie-ran.
Huye descendiendo por el camino blanco en dirección a
una casita que tiene la forma de un huevo. La casa no tiene
ventanas, y la alfombra es de algodón en rama. Los muros son
totalmente de pluma suave. El tintineo de las hojas de vidrio
se transforma en la música de un órgano callejero, una sorda
melodía ahogada en la blanda pluma blanca de los muros. Se
oyen suaves golpes en la puerta. Mandra se lleva las manos a
los oídos,como si oyera el estrépito ensordecedor de
maquinaria. Gol-peara nuevamente. Mandra se desvanece.
Contra su frente se aplica una banda de remaches que vibran
violentamente. Las máquinas remachado- ras irrumpen a través
de un lecho de asfalto del que brota un río de grava. Los
remachadores hunden rojos tornillos calientes en la frente de
Mandra. La frente estalla y nuevamente vemos los rollos
blancos y gri-ses del cerebro. Durante un momento los sesos se
asemejan a un lecho de coral, luego se transforman
gradualmente en vigas de acero, en es-queletos de edificios por
los que transitan esqueletos humanos. Avanzan hacia un
enorme reflector que arranca centelleos fosforosos a sus hue-
sos. Entran en las vigas de acero, y salen de ellas al ruido de
ensordece- doras máquinas remachadoras. Toca el órgano... el
órgano callejero. La música es salvaje y feroz. Los
esqueletos cobran vida. Hay ruido de vidrios rotos, el sonido
de las ruedas demoliendo el vidrio, el aullido de los lobos.
Luego, repentinamente, el silencio. Aparece el astrólogo con el
pequeño mecanismo en el pecho y el bonete en la cabeza, con
lentes verdes sobre los ojos. El mecanismo funciona más
lentamente, y luego se detiene totalmente. Entonces el
astrólogo levanta los brazos y, bai-lando como un maníaco,
grita: ¡Biskra! ¡Mahratta! ¡Valjevo! ¡Cien- fuegos!

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VIII

El corredor de un hotel. Una doncella desciende por el


corredor con una toalla en la mano. Llega a la habitación N° 35
y golpea. No hay respuesta. Abre la puerta y cae en una
enorme telaraña que la envuelve como una red de pescar.
Suelta la toalla y huye gritando de la habita-ción.
se sienta desnuda en el lecho, contemplando un
largo es-pejo ovalado sobre la pared. Tiene los ojos de un gato
siamés, con dos finas ranuras en el centro del iris. Se sonríe a sí
misma, como si lo hicie-ra con una extraña. Habla a su propia
imagen sin reconocerla. En el lecho su rostro expresa
tristeza; en el espejo está sonriendo. Habla en voz alta,
coléricamente, gesticula, pero el rostro del espejo sonríe con
una sonrisa triste e inescrutable. Se levanta y aproximándose a
la imagen del espejo hace gestos burlones reflejados por los
gestos rígidos y gro-tescos de una marioneta. Ríe estrepitosa,
histéricamente, pero su imagen responde con la misma sonrisa
grave. Agónicamente se arranca los ca-bellos. La imagen del
espejo se disloca solemnemente los brazos. Un brazo cuelga
inerte, como muerto; el otro en el suelo comienza a gesti-cular,
como si estuviera manipulado por una cuerda invisible.
La aterrorizada Mandra se inclina para recoger el brazo.
Al hacerlo su cabeza choca contra el espejo y el vidrio cruje.
Cuando se endereza ve a dos mujeres unidas como siameses.
Ambas intentan desprenderse una de la otra. Se afearan al
marco del espejo y tironean, se agitan y retuercen. Mientras
luchan por separarse el espejo empieza a girar. La habitación
remolinea con brazos y piernas, con cuerpos truncados, con
cabezas decapitadas. El espejo deja de girar.
Mandra camina a través de un bosque de árboles
decapitados. Al-gunos de los árboles están tumbados, como
lápidas; otros se alzan erectos, tallados parcialmente como
reproducción de la forma humana. Algunos son enormes
bloques que semejan cráneos de muchas facetas. Otros se
alzan sobre torsos, y los brazos están cortados encima del
codo. Los hay que tienen dos rostros, uno cóncavo y el otro
convexo.

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Los que yacen parecen santos; la madera se pudre y los


gusanos se arrastran sobre los troncos.
Mientras Mandra se mueve entre las figuras, los árboles
se animan. Las formas parcialmente talladas quedan absorbidas
por el desarrollo de los árboles; han sido enterradas vivas en
los troncos de los árboles. Mandra nada ve de todo esto
porque el milagro ocurre solamente en su estela. Frente a ella
se alza siempre la misma masa enmarañada de ár- boles
semihumanos, de troncos muertos, de brazos y piernas y
torsos. Detrás de ella brota un bosque de magnolias y abedules
y olmos y abe-tos, todos cubiertos de follaje. En los troncos de
los árboles se recono-cen oscuramente las formas a medio
acabar que Mandra vio; se diría que están soñando en el interior
de los árboles. Mandra avanza a tropezones, abriendo
mágicamente las venas del bosque. La mitad del bosque está
bañada por la luz del sol, la otra mitad sumida en penumbra.
Al borde del bosque el cielo cuelga como un vestido
de brocado. El ciclo está tachonado de estrellas deslumbrantes
de las que brota pro-fusión de ágiles galgos. El cielo se
estremece como un velo al viento y cruzando el fulgente velo
los galgos pasan dando largos y amplios sal-tos, y brincos
fantásticos. Mandra se yergue en el borde del bosque con un
manojo de aljabas en su cinto y un arco en la mano. Tiende el
arco y suelta la afilada flecha. Una flecha tras otra hasta que el
cielo está sem-brado de sangrantes perros. Y cuando ha gastado
todas las flechas cae el velo y sobre la tierra se derrama una
alfombra mágica, y sobre ésta bai-lan gitanos de rostros adustos,
sus trajes resplandecientes de lentejuelas, y sus codos restallan
sobre las tintineantes panderetas. Mientras danzan sobre la
alfombra de brocado, los pies pintados como rosas, Mandra se
precipita entre ellos, escrutando ansiosamente les rostros.
Pronto está en el centro de los gitanos, y sus
se mueven al pies
mismo ritmo. Baila con los ojos cerrados, y su cuerpo se
mueve lascivamente. Del cinturón que ciñe su cintura cuelga
la flor púrpura de corola acampanada y espesas raíces. Se
balancea entre sus piernas. Su danza se torna obscena. Baila
sobre una espada, las piernas dobladas, el torso retorciéndose y
serpean- do. Sus movimientos son como una sucesión de
orgasmos. Los ojos se abren pero sólo muestran el blanco.

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Reflejada en mil espejos, Mandra continúa bailando,


los ojos re-vueltos en las órbitas, el blanco al descubierto. Los
espejos están tacho-nados de rostros brillantes, las aletas
nasales dilatadas, duras las bocas abiertas, los ojos
protuberantes. La flor púrpura se columpia sobre el extremo
que apunta de la espada. La capada centellea con los brillantes
reflejos de los espejos. Entre las piernas de Mandra que danza
se balan-cean los rostros, las bocas abiertas, los ojos
protuberantes, las aletas nasales dilatadas. Las caras se
ensanchan e inflan, los cuerpos se contra-en hasta que parecen
ranas. Los ojos de los espejos parecen flotar, como flores
sumergidas en una oleada. Mandra extiende las manos, con
los ojos siempre revueltos. Toca los rostros de los espejos y se
oye el ruido de los vidrios que caen, de los vidrios
destrozados. Ahora los rostros adoptan todas las variedades
de expresión: tortura, burla, desprecio, mofa, súplica.
Algunos parecen heridos, algunos somnolientos, algunos
sonríen, algunos imploran, algunos maldicen, algunos
ridiculizan, algu-nos se muestran descarados, algunos
desafiantes, algunos insolentes. Mandra va de un lado a otro
con los brazos extendidos, y sus dedos buscan los ojos. Los
ojos se apagan, como cigarrillos. Mandra se desliza entre los
espejos ciegos, en los que ni siquiera se refleja su propia ima-
gen. Se mueve dolorosamente, como si le hubieran destrozado
las pier-nas. Su dolor es insoportable, pero los espejos no lo
reflejan.
Y ahora llega nuevamente el extraño y fúnebre acento
de la quena, y en el único espejo oval ante el cual se yergue
Mandra vernos el cielo cubierto de nubes bajas. El viento
desgarra en jirones las nubes, la luz cobra un tinte sulfuroso.
Las nubes desaparecen y vemos el cráter del Vesubio
vomitando fuego y azufre. Velozmente, en rápida sucesión,
pasan imágenes de ciudades en minas, de Babilonia, de Nínive,
de Pom-peya, de Cartago, de Alejandría, de Roma, de las
ciudades sepultadas de Yucatán, de Jerusalén, de Bagdad, de
Samarcanda. Una ciudad tras otra sepultada por las cenizas.
Luego, durante un instante, el altar de Quet-zalcóatl, luego la
Muralla China, y el Muro de los Lamentos de Jerusa-lén, el
templo de Angkor, el Partenón, la puerta de Damasco,
la mezquita de Solimán, los grandes monumentos volcánicos
de la isla de Pascua, las máscaras maoríes, las antiguas
monedas suecas en forma de
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llaves, el laberinto de Noxos, las nueve ciudades de Troya,


una bajo la otra, el caballo de Troya, los dólmenes y menhires
de Stonehenge, las mezquitas de Estambul, la Alhambra, las
murallas de Carcasona, el campanario de San Marcos, las
ruedas de oraciones del Tibet, la ciudad de Labore, las
bailarinas del templo de Balí, los derviches enloquecidos de
Egipto, las ruinas de Memfis, el templo de Isis, las pirámides
incaicas con sus altares para los sacrificios, la playa de
Waikiki, la ola de Ho-kusai, un mazo de cartas con los bordes
deshilachados, un espejo oval con mango de bronce, el rostro
de Alraune, duro, carnoso, sonriendo con sonrisa
inescrutable. Los ojos de Alraune están entrecerrados, los
párpados son verdemar. Sus cabellos caen sueltamente, del
color de la violeta. Abre lentamente unos ojos muy grandes y
redondos, fijos encon una mirada hipnótica.
el espacio
Mandra se a la imagen del espejo como si
aproxima
estuviera hip-notizada. Sobre la frente de Alraune hay una tiara
de piedras preciosas. Las piedras sangran. De las ventanas de la
nariz brota un delgado hilo de humo. Ahora Alraune sonríe con
la sonrisa de una prostituta, los labios abiertos, el rostro duro,
drogado, y a pesar de ello brillando refulgente- mente. Mandra
aplica los labios al espejo y espesa y sensual de
besa la boca
Alraune. Los labios se se fusionan.
aglutinan, los rostros
Durante un instante el rostro combinado de Alraune y de
Mandra adquiere un color plomizo y ceniciento. Suena
nuevamente la quena, los rostros se disuel-ven en un cráneo
muequeante, la lava brota burbujeando del cráter del Vesubio,
y ahora aparecen las ruinas, más velozmente, como en un
calidoscopio: la alfombra de brocado, los rostros adustos de
los gitanos que bailan, los galgos que saltan en el aire, el pez
volador, los campana- rios bajo el agua, los muros que vacilan
y ondulan, el navío de plata sobre un mar de zafiro, la isla de
coral, la mística jofaina azul, los peces de colores derivando
perezosamente, el sendero de grava, el camino blanco, la
casita como un huevo, las palmeras de vidrios, el tintineo de
las cortinas de cuentas al abrirse, el sonido del laúd, un asno
que rebuz-na, una mujer sollozante.

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SILENCIO
Alraune y Mandra sentadas una al lado de la otra en
un carro .dorado en llamas. Alraune y Mandra intercambiando
miradas amorosas, tocándose levemente, los labios de ambas
pintados de rojo intenso, los ojos pintados. Alraune y
Mandra inclinándose, voluptuosamente una sobre la otra en
un beso largo, prolongado. Alraune y Mandra abrazadas,
oprimiéndose lascivamente, los cabellos de las dos
entremezclados, los pies entrelazados. Alraune y Mandra
extáticamente en el carro, sus ca-bellos llenos de polillas y
mariposas, cuerpos envueltos en un velo transparente de
los
plumas de pavo real. Las llamas ascienden, y acarician sus
cuerpos, abrazadas, se contorsionan convulsivamente, los
cuerpos inmunes al fuego, los ojos extáticos. Las llamas se
convierten en hi-riente mar de fuego, el carro en navío de
plata que se balancea. Del extremo del mástil brota una
corriente de humo. El mástil se raja, las velas se rasgan.
Mandra y Alraune yacen sobre un bello diván, debajo de
un dosel recamado de estrellas. Yacen desnudas, cara a
cara, respirándose el aliento. El sol penetra por la ventana
abierta en largos y oblicuos dardos de polvo dorado. Se oye la
música de laúdes, dulce, distante, incesante como la lluvia.

IX
La misma escena, salvo que la habitación está
suspendida en una enorme jofaina inundada de intensa luz
azul. El lecho se balancea sua-vemente a un lado y al otro
como si fuera una hamaca. En la jofaina, arriba, algunos
peces de colores, muertos, flotan mostrando el vientre. Una
mano se introduce en la jofaina y retira uno por uno los
peces muertos. Mandra, que estaba dormida, abre lentamente
los ojos, y cuan-do ve la enorme mano sobre ella, los dedos
chic: se cierran sobre los peces dorados muertos, abre la boca
y grita... pero sólo se oye el débil eco de su voz. Alraune yace
a su lado, de espaldas, las piernas ligera-

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mente separadas. La flor púrpura de raíces carnosas está


insertada entre sus piernas. De la larga corola acampanada
emerge un pistilo desbor-dante de semillas. Mandra se inclina
sobre el cuerpo de Alraune y exa-mina atentamente la flor.
Mira y mira, hasta que parece que los ojos se le saldrán de las
órbitas.
El cuerpo de Alraune cambia gradualmente de color, las
piernas se envaran, la boca entreabierta se fija en una mueca
rígida. A medida que cambia el color del cuerpo, del rosado de
la carne al negro opaco de un meteoro, el pistilo pesadamente
cargado estalla y las semillas se despa- rraman sobre el lecho.
La escena pasa ahora alternativamente del lecho al
jardín, en ince-sante vaivén. Vemos a la doncella bajando por el
sendero de grava hacia el estanque en el centro del jardín. En
un canasto forrado de hojas de palmito lleva los muertos
peces dorados. Se arrodilla y, levantando un tapón del fondo
del estanque, deja correr el agua. En el fondo del estan-que hay
un joyero. Abre el joyero, tapizado de satén, y allí deposita los
peces de colores. Luego se dirige a un rincón del jardín y,
después de cavar un agujero, entierra el canasto, formando la
señal de la cruz cuan-do ha concluido. Mientras regresa a la
casa, y la grava cruje bajo sus pies, sus labios se mueven
como formulando una plegaria. El rostro es el de un idiota. Es
bizca, lleva los cabellos en desorden, las lágrimas le corren
por la cara, mueve mecánicamente los labios. Cuando sube
los escalones que llevan a la puerta, bruscamente el vestido se
le abre por detrás, dejando su trasero al descubierto. Se
detiene un momento sobre los escalones, perpleja, forma
nuevamente el signo de la cruz y baja el picaporte de la puerta.
Y entonces dos palomas blancas salen volando de su recto.
Nuevamente el dormitorio. Sobre el lecho vacío se
balancea el cuerpo de un hombre, cabeza abajo, y su mano
aferra la flor
deslumbrante
agitan frenéticamente,
púrpura
inunda
. como en
el cuarto.
enceguecidas
el cuarto del hotel. Una luz
Las dos
por
palomas blancas
la luz. Chocan
se
contra
las paredes del globo, y caen en el lecho con las alas rotas.
El cadáver que se balanceaba sobre ellas cae y las aplasta.
AL mismo tiempo el cuerpo del muerto comienza a llenarse de
gusanos. El

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cuerpo es como un panal. Los gusanos echan alas, alas


escamosas, cen-telleantes, transparentes, como las alas de las
libélulas. El enjambre se retuerce y contorsiona como una
mujer en el parto, y de pronto toda la masa se eleva sobre sus
alas y desaparece por la parte superior de la jofaina. Los
últimos se asemejan a ángeles.
Y ahora, del fondo de la jofaina, en mágica formación
prismática, se eleva una isla de coral, una fantástica ciudad
de coral cuyo brusco crecimiento parece inspirado por un pez
gigantesco de magnífica cola. Cuando el pez se zambulle, el
brillo de su cola ilumina los poros fibro-sos del coral,
revelando una estructura prismática de infinitas figuras
geométricas, una dentro de la otra, luminosas, insustanciales,
definidas solamente por agudas que se intersecan
líneas
como la trama de un diamante. La trama se expande, como
el hielo que se forma sobre el vidrio de una ventana. La pauta
gira en medio de una luz enceguecedora. En el medio de un sol
ardiente hay un punto negro; el punto se agranda más y más,
hasta que se asemeja a una luna muerta bañada en el fuego del
sol. La luna negra se agranda más y más, hasta que sólo
queda un delgado anillo de fuego resplandeciendo en la
periferia de la luna. Cuando se convierte en una enorme
pelota negra aparece bruscamente un resplandor luminoso en
el centro. La masa negra se agita, como si fuera hirviente
lava, y adquiere lentamente forma y sustancia. Los bor-des se
encogen y se pliegan hacia el centro, las vetas que parecían
cana-les adoptan la forma de miembros. Finalmente, cuando se
difunde la luz opaca y normal del día, podemos distinguir la
forma de un feto enrosca- do en el útero.
El feto se disipa bruscamente y vemos a Mandra
trepando para salir de un enorme lecho, y se lleva las manos a
la garganta, como si estuvie- ra ahogándose. Corre hacia el
espejo oval que cuela de la pared, y abriendo del todo la
boca, tose. Tose otra, y otra vez, como si algo se le hubiese
quedado pegado en la garganta. Finalmente siente que ya
viene, y dispone las manos para recibirlo. Tose nuevamente, y
en sus manos cae un minúsculo corazoncito, del tamaño de un
huevo de paloma.

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UNIVERSO DE MUERTE

EXTRAIDO DE
EL MUNDO DE LAWRENCE

Cuando seleccioné a Proust y a Joyce elegí a las dos


figuras litera-rias que me parecieron particularmente
representativas de nuestro tiem-po. Todo lo que puede haber
ocurrido en literatura desde Dostoievski sucedió allende la
muerte. Aparte de ya no tratamos con hombres
Lawrence,
vivos, con hombres para quienes la Palabra es un ente vivo. La
vida y las obras de Lawrence representan un drama cuyo eje es
el intento de esquivar la muerte en vida, una muerte que, de ser
entendida, provo-caría una revolución de nuestro modo de vivir.
Lawrence vivió creado-ramente esta muerte, y debido a su
experiencia original su "fracaso" es de carácter completamente
distinto del de Proust o de Joyce. Sus esfuer-zos abortados hacia
la autorrealización reflejan una lucha heroica, y los resultados
son fecundos... por lo menos para quienes merecen el califi-
cativo de "aristócratas del espíritu".
A pesar de todo lo que pueda decirse contra él como
artista o como hombre, es todavía el más vivaz y el más vital de
los escritores recientes. Proust tuvo que morir para comenzar
siquiera su gran aunque Joyce vive
obra; todavía, parece
más muerto aún que jamás estuvo Proust. En cambio,
de lo
Lawrence continúa con nosotros: en realidad, su muerte es
una burla a los vivos. Lawrence se suicidó en el esfuerzo por
romper las ataduras de la muerte en vida. Si analizamos una
obra como The Man Who Died, hallamos indicios que nos
inducen a pensar que si hubiera vivido el término medio de
vida, habría alcanzado cierto estado de sabiduría, un modo
místico de vida, en el que se habrían reconciliado el artista y
el ser humano. Es indudable que hombres tales han sido
raros en el movimiento de nuestra civilización occidental.
Sean cuales fueren los factores que en el pasado impidieron
que nuestros hombres de genio alcanzaran dicho estado de
perfección, sabemos que en el caso de Lawrence la pobreza y la
esterilidad del terreno cultural en que nació

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fueron ciertamente los factores negativos fundamentales. Sólo


alcanzó a una parte de la naturaleza del hombre... el
florecer
resto quedó aprisio-nado y estrangulado en los secos muros de
la matriz. En Proust y en Joyce no hubo lucha: emergieron,
echaron una ojeada y recayeron nue-vamente en la oscuridad de
la que provenían.
Nacieron con espíritu creador, y eligieron identificarse
con el mo-vimiento histórico.
Si existe alguna solución para los problemas vitales del
conglome- rado humano en este continuo biológico en que
hemos ingresado, cier-tamente son escasas las esperanzas que el
-
individuo -es decir, el artista puede abrigar. En su caso el
problema no consiste en identificarse con las masas que lo
rodean, pues ello equivale a su auténtica muerte, sino en
fecundar a las masas muriendo. En resumen, su deber casi
imposible consiste ahora en devolver a esta era sin heroísmos
una nota trágica. Puede alcanzar el objetivo sólo estableciendo
una nueva relación con el mundo, aprehendiendo de un modo
nuevo el sentido de muerte sobre el que se basa todo arte, y
reaccionando creadoramente frente al mismo. Lawrence lo
comprendió así, y por eso su obra posee vitalidad, a pesar de
que extrínsecamente pueda parecer convencional.
De todos modos subsiste el hecho de que ni siguiera un
Lawrence pudo ejercer influencia visible sobre el mundo. Los
tiempos son más poderosos que los hombres implicados.
Estamos en punto muerto. Debemos elegir, pero somos
incapaces de hacerlo. La inteligencia de esto último fue lo
que me impulsó a finalizar mi extensa introducción a El
mundo de Lawrence, del que éste es el capítulo final, con el
título "Universo de muerte".
Por lo que respecta la vida y la
al individuo creador,
muerte revis-ten igual valor: es
un problema de
simplemente
contrapunto. Pero lo que importa vitalmente es cómo y dónde
hallamos la vida... o la muerte. La vida puede ser más mortal
que la muerte, y a su vez la muerte puede abrir el camino a la
vida. Precisamente en contraposición al estancado flujo en que
ahora derivamos, Lawrence parece intensamente vivo. Es
innecesario destacar que Proust y Joyce parecen más
representativos:

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son reflejo de los tiempos. No hay en ellos rebelión, sino


entrega, suici-dio, y ello es tanto más doloroso cuanto que brota
de fuentes creadoras.
De modo que el examen de estos dos contemporáneos
de Lawrence nos revela el proceso con harta claridad. En
Proust la flor íntegra del psicologismo: confesión,
autoanálisis, que se detiene, la trans-formación del arte
la vida
en justificación final, y por eso mismo el divorcio entre el
arte y la vida. Un conflicto intestino en el que se inmola al
ar-tista. La gran curva retrospectiva que se remonta hacia la
matriz: la suspensión en la muerte, la muerte en vida con fines
de disección. Una pausa para interrogar, pero sin interrogantes,
pues la facultad se ha atro-fiado. Adoración del arte por el arte...
no por el hombre. En otras pala-bras, el arte concebido como
medio de salvación, como redención del sufrimiento, como
compensación al terror de vivir. El arte como susti-tuto de la
vida. La literatura escapista, de una neurosis tan brillante que
casi nos induce a dudar de la bondad de la salud. Hasta que se
echa una ojeada a esa "neurosis de la salud" cantada por
Nietzsche en EL naci-miento de la tragedia.
En Joyce podemos investigar de un modo más definido
aún el dete-rioro del alma, pues si cabe afirmar que Proust
nos dio la tumba del arte, en Joyce asistimos al proceso
completo de descomposición. "Aquel que -dice Nietzsche -
no
sólo comprende la palabra dionisíaco, sino que también percibe
a su propio yo en esta palabra, no necesita que se le refute a
Platón, al cristianismo o a Schopenhauer... pues huele la pu-
trefacción". Ulises es un peán al "hombre de la ciudad
muerta", una thanaptosis inspirada por la horrible tumba en
que yace embalsamada el alma del hombre civilizado. Aquí,
para glorificar a la ciudad muerta, se explotan los medios
artísticos más sorprendentemente variados y sutiles. La historia
de Ulises es la del héroe perdido que relata un mito perdido;
frustrado y desamparado, el héroe de rostro de Jano erra por el
laberinto del templo abandonado buscando el lugar sagrado sin
encontrarlo jamás. y vilipendia a la madre que lo
Maldice
concibió, la deifica como pros-tituta, se devana los sesos con
ociosos acertijos: así es el moderno Uli-ses. Se desliza entre las
turbas misteriosas, héroe perdido en la multitud, poeta
rechazado y despreciado, profeta gimiente y maldiciente
que

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cubre de su propio cuerpo, examina su propio


estiércol
excremento, exhibe su obscenidad, perdido, un cerebro que se
derrumba, un instru-mento disector que intenta reconstruir el
alma. En su caos y su obsceni-dad, sus obsesiones y complejos,
su perpetua y frenética búsqueda de Dios, Joyce revela la
desesperada situación del hombre moderno que, corriendo de
un lado a otro en su jaula de acero y cemento, reconoce
finalmente que no hay salida.
En estos dos exponentes de la modernidad
contemplamos el flore-cimiento y Fausto,
del mito de Hamlet
esa invulnerable serpiente en
que, para los griegos,
las entrañas
estaba representada por el mito de Edito, y para toda la raza
aria por el mito de Prometeo. En Joyce no sólo se reduce a
cenizas el ajado mito homérico, sino que también se pulveriza
el nivel vital de Hamlet, que alcanzó expresión suprema en
Shakespeare. En Joyce vemos la incapacidad del hombre
moderno siquiera sea para dudar: el autor nos ofrece no la
sustancia de la duda, sino su simulacro. En Proust hallamos
una más elevada valoración de la duda, de la inca-pacidad para
actuar. Proust es más capaz de presentar la faz metafísica de
las cosas, en parte debido a la existencia de una tradición tan
firme-mente arraigada en la cultura mediterránea, y en parte
porque su propio temperamento esquizoide le permitió
examinar objetivamente la evolu-ción de un problema vital
desde el aspecto metafísico al psicológico. La progresión de la
excitabilidad nerviosa a la insania, de una trágica con-
frontación de la dualidad del hombre a la división patológica
de la per-sonalidad, se refleja en la transición de Proust a
Joyce. Si Proust se mantiene suspendido sobre la vida, en
trance cataléptico, sopesando, disecando, a veces corroído
precisamente por el escepticismo que utili-za, Joyce ya se ha
zambullido en el abismo. En Proust hay todavía dis-cusión de
valores, mientras que Joyce niega todos los valores. En Proust
el aspecto esquizofrénico de su obra no es tanto la causa como
el resul-tado de su visión del mundo. En Joyce no existe
concepción mundo. El hombre regresa a los elementos
del
primordiales, y se ve arrastrado en un flujo cosmológico. Puede
ocurrir que en lo futuro partes de su ser sean arrojadas a playas
extranjeras, en climas extraños. Pero el hombre ente-ro, el vital
conjunto espiritual se disuelve. Es la disolución del cuerpo y

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del alma, una especie de inmortalidad celular en la que la vida


sobrevive químicamente.
En su clásico retraimiento ante la vida, Proust es el
símbolo autén- tico del artista moderno... el gigante enfermo
clac se encierra en una celda forrada de corcho para desarmar
su propio cerebro. Es la encarna- ción de la última y fatal
enfermedad: la enfermedad de la mente. En Ulises, Joyce nos
ofrece la total identificación del artista con la tumba en que él
mismo se entierra. Se ha dicho de Ulises que se asemeja a una
sólida ciudad". Se me antoja que no es tanto una sólida
ciudad como una ciudad universal muerta. Según son las
cosas, debajo del vacío dinamismo de la ciudad se advierto
un cansancio abrumador, una mo-notonía, una insuperable
fatiga, de modo que las mismas características aparecen en las
obras de Proust y de Joyce. Una perpetua extensión del tiempo
y del espacio, obediencia a la ley de inercia, como para expiar
y compensar la ausencia de un impulso superior. Joyce se
ocupa de Du-blín con sus tipos gastados; Proust toma el
mundo microscópico del faubourg Saint-Germain, símbolo de
un pasado muerto. Uno nos fatiga,porque se extiende sobre
tan enorme cañamazo artificial; el otra nos fatiga porque
magnifica el minúsculo fósil hasta que es imposible reco-
nocerlo sensorialmente. Uno utiliza la ciudad como
universo, el otro como átomo. El telón no desciende jamás.
Entre tanto el universo de hombres y de mujeres vivos se
apeñusca entre bambalinas reclamando el escenario.
En esta épica todo se destaca igualmente, todo done el
mismo valor espiritual o material, orgánico a inorgánico, vivo
o abstracto. La dispo-sición y el contenido de esta obra sugiere
al espíritu el interior de un negocio de compraventa. El
esfuerzo por reproducir el espacio, por devorarlo, por
instalarse en el proceso temporal... la naturaleza misma de la
tarea es ominosa. La mente se desequilibra. Tenemos
esterilidad, onanismo, logomaquia. ¡Y cuanto más colosal la
envergadura de la obra más monstruoso el fracaso!
Comparadas con estas lunas muertas, ¡cuán
reconfortantes las obritas que se destacan como estrellas
refulgentes! ¡Rimband, por ejem-plo! Sus Illuminations
superan un anaquel repleto de Proust, Joyce,

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Pound, Eliot, etc. En realidad,


hay momentos en que la
obra colosal provoca en que, como en el caso de
admiración;
Bach o de Dante, obe-dece al orden establecido por un plan
interior, por el mecanismo orgáni- co de la fe. Aquí, la obra de
arte asume la forma y las dimensiones de una catedral, de un
auténtico árbol de la vida. Pero con nuestros moder-nos
exponentes de una cultura cerebral, los grandes monumentos
se han tumbado de costado, y se extienden como enormes
bosques petrificados, y el paisaje mismo se trueca en
nature-morte.
Aunque, como dice Edmund 'Wilson, "poseemos a
Dublín, un Du-blín visto, oído, olido y sentido, cavilado,
imaginado, recordado", se en un sentido profundo de algo
trata
que nada tiene que ver con pose-sión: porque es la posesión
la
a través de las terminaciones muertas del cerebro. En su
condición de cañamazo naturalista Ulises apela exclusi-vamente
al sentido del olfato: de él se desprende un sublime olor mor-
tuorio. Aquí no está la realidad de la naturaleza, y menos aún
la realidad de los cinco sentidos. Es la realidad enferma de la
mente. Y así, que de Dublín poseemos es en todo caso
lo
una sombra errante a través de Troya o de Noxos excavadas;
el pasado histórico emerge en estratos geográficos.
Refiriéndose a Work in Progress, Louis Gillet,
admirador de Joy-ce, dice lo siguiente: "Vese cómo los temas
se anudan en esta extraña sinfonía; los hombres son hoy,
como al principio del mundo, juguetes de la naturaleza;
traducen sus impresiones en mitos que incluyen los
fragmentos de experiencias, los jirones de realidad retenidos
en la me-moria. Y así se forma una leyenda, una suerte de
historia extratemporal, constituida por el residuo de todas las
historias, a la que podríamos denominar (utilizando un título
de Juan Sebastián Bach ) cantata de todos los tiempo".
Estas palabras acentos,
tienen
nobles pero son
absolutamente fal-sas.
no se forman las leyendas! Los
¡Así
hombres capaces de crear una "historia extratemporal" no son
los mismos que crean leyendas. Los dos tipos no coexisten en
el tiempo y en el espacio. La leyenda es el alma que toma
forma, el alma canora que no sólo es esperanza sino también
promesa y realización. En cambio, en lo "extratemporal",
tenemos cierta
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vacía expansión, cierto residuo fangoso, un sumidero sin


límites ni profundidad, sin luz ni sombra... un abismo donde
el alma se hunde y desaparece. de la gran
Es el final
trayectoria: la lombriz solitaria se
a sí misma. Si devora
leyenda fuera, sería leyenda que jamás sobrevivi- ría.
Ahora mismo, casi coincidiendo con su aparición,
tenemos, como resultado de Ulises y de Work in Progress,
nada más que secos análisis, excavaciones arqueológicas,
investigaciones geológicas, ensayos de laboratorio de la
Palabra. A decir verdad, los comentaristas sólo han
comenzado a hincar el diente en Joyce. ¡Los alemanes
acabarán con él! Harán de Joyce algo aceptable, comprensible,
tan claro como Shakes-peare, mejor que Joyce, mejor que
Shakespeare. ¡Esperen! ¡Se acercan los mistagogos!
Como bien dijo Gillet, Work in Progress representa "un
cuadro de las fluyentes reminiscencias, de los vanos deseos y
confusos anhelos que vagan en nuestra alma somnolienta y
relajada, que incluye la vida cre-puscular del pensamiento...".
Pero, ¿a quién le interesa este lenguaje nocturnal? Ulises era
bastante oscuro. Pero, ¿Work in Progress...? De Proust
podemos decir por lo menos que su miopía sirvió para hacer
de su obra algo excitante y estimulante: era como ver el mundo
a través de los ojos de un caballo o de una mosca. En cambio la
deformación visual de Joyce es deprimente, mutilante,
empequeñecedora: es un defecto ,del alma, y no un recurso
artístico y metafísico. La ceguera de Joyce au-menta día tras
día... pero es la ceguera de la glándula pineal. Sustituye la
pasión por los libros; los hombres y las mujeres por ríos y
árboles... o fantasmas. Como dice uno de sus ,admiradores,
para Joyce la vida es mera tautología. Precisamente. Aquí
tenemos la clave de todo el simbo-lismo de la devota. Y sea
que le interese o no la historia, Joyce es la historia de nuestro
tiempo, de esa era que se desliza en la sombra. Joyce es el
Milton ciego de nuestro tiempo. Pero si Milton glorificaba a
Satán, Joyce, porque su sentido de la visión se ha atrofiado,
simplemente se rinde a las potencias de las sombras. Milton
fue un rebelde, una fuerza demoníaca, una voz que logró
hacerse oír. Milton ciego, como Beethoven sordo,
simplemente adquirió mayor poder y elocuencia; el

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ojo interior, el oído interior se acordaron mejor con el ritmo


cósmico. En cambio, Joyce es un calma ciega y sorda: su voz
resuena sobre un erial, y las reverberaciones no son más que
los ecos de un alma perdida. Joyce es el alma perdida de este
mundo sin alma; su interés no finca en la vida, en los hombres
y los hechos, ni en la historia, ni en Dios, sino en el polvo
muerto de los libros. Es el sumo sacerdote de la muerta litera-
tura moderna. Escribe el libreto hierático que ni siquiera sus
admirado- res y discípulos pueden descifrar. Se entierra. bajo un
obelisco de cuya escritura nadie conoce la clave.
Es interesante observar en las obras de Proust y de Joyce,
y también en las de Lawrence, cómo el medio del que surgieron
determinó la elec-ción de los protagonistas y la naturaleza de la
enfermedad contra la que lucharon. Joyce, proveniente de la
clase sacerdotal, convierte a Bloom, su doble u hombre
"medio", en supremo objeto de ridículo. Proust, originario de
la clase media cultivada - aunque él vivía en la periferia de esa
sociedad, tolerado por así decirlo -, hace de Charlus, su
principal figura,. objeto de cruel ridículo. Y Lawrence, que ha
nacido del pueblo, convierte al tipo Mellors, que aparece en una
variedad de papeles ideales ( pero generalmente como hombre
de la tierra), en la esperanza del futu-ro... a pesar de lo cual lo
trata con no menor inhumanidad. Los tres han idealizado en la
persona del héroe las cualidades que sienten que en ellos
faltan particularmente.
que desciende del erudito medieval, que tiene
Joyce,
sangre sa-cerdotes en las venas, se siente consumido por su
de
incapacidad para par-ticipar en la vida común y cotidiana de
los seres humanos. Crea a Bloom, la sombra de Odiseo,
Bloom, el judío, eterno, símbolo de la proscrita raza
irlandesa, cuya trágica historia se encuentra tan cerca del
corazón del autor. Bloom es el vagabundo, proyección de la
inquietud interior de Joyce, de su insatisfacción frente al
mundo. Es el hombre incomprendido y despreciado por al
mundo, rechazado por el mundo porque él mismo rechazó al
mundo. No es tan extraño como a primera vista podría parecer
que, en su búsqueda de la contrapartida de Dédalo, Joyce
eligiera a un judío; instintivamente seleccionó al tipo que
siempre

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demostró su capacidad para excitar las pasiones - y los


prejuicios del mundo.
En su visión de Dublín, Joyce nos entrega la imagen
que el erudito y el sacerdote tienen del mundo. ¡Sucia Dublín!
Peor aún que Londres, o París. ¡El peor de todos los mundos
posibles! En este sucio sumidero del mundo - tal - cual - es
vemos a Bloom, la ficticia imagen del hombre de la calle,
tosco, sensual, inquisitivo pero sin imaginación... el badula- que
educado a quien hipnotiza el abracadabra de la jerga
científica. Molly Bloom, la prostituta de es una
Dublín,
imagen más acabada aún del pueblo bajo. Molly Bloom es un
arquetipo del eterno femenino. Es la madre rechazada a la
que el sacerdote y el erudito en Joyce debían liquidar. Es la
auténtica prostituta de la creación. En comparación, Bloom
es una figura cómica. Como el hombre; común, es una
medalla sin reverso. Y como el hombre común, es más ridículo
cuando lo hacen cornudo. Es la más persistente, la más
fundamental imagen de sí mismo que el hombre "medio"
conserva en este mundo femenino de hoy, donde la importancia
del varón es tan limitada.
En cambio, Charlus es una figura colosal, y Proust la ha
manejado colosalmente. En su condición de símbolo del
mundo moribundo de casta, ideales, costumbres, etc., Charlus
fue tomado, conscientemente o no, de la primera línea de las
filas enemigas. Sabemos que Proust estaba fuera de ese mundo
que él describió tan minuciosamente. En su condi-ción de
pequeño e inquieto judío, apeló a la lucha o al disimulo
para ingresar... y con resultados desastrosos. Siempre
avergonzado, tímido, torpe, embarazado. Siempre un poco
ridículo. ¡Una especie de Chaplin cultivado! cosa
Y,
característica, acabó despreciando este mundo al que con tanto
ardor deseaba incorporarse. Una repetición de la eterna lucha
del judío contra un mundo extraño. Un perpetuo esfuerzo por
participar de ese mundo hostil y luego, debido a la incapacidad
para asimilarse, el rechazo o la destrucción del mismo. Pero si
ello es típico del mecanis- mo del judío, no es menos típico en el
artista. Y, a fuer de artista autén- tico, absolutamente sincero,
Proust eligió como héroe a Charlus, el mejor ejemplo de ese
mundo extraño. ¿Acaso en su esfuerzo antinatural por
asimilarse no adquirió después ciertas características de ese
mismo

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héroe? Pues aunque tuvo su contrapartida real, casi tan famosa


como la creación ficticia, Charlus es de todos modos la imagen
del Proust poste-rior. Se trata ciertamente de la imagen de un
universo íntegro de estetas que ahora se han agrupado bajo la
bandera del homosexualismo.
La bella figura de la abuela y de la madre, la limpia y
conmovedora atmósfera moral del hogar, tan puro e
integrado, tan completamente judío, se opone al mundo
extraño de los gentiles, brillante y que atrae y
romántico,
corrompe. Se alza en agudo contraste con
del que
el medio
provino Joyce. Si Joyce se apoyó en la Iglesia católica y en sus
tradicio-nales maestros de la exégesis, totalmente viciados por
el árido intelec-tualismo de su casta, en Proust hallamos la
atmósfera austera del hogar judío contaminado por una
cultura hostil, por la cultura más vigorosa- mente arraigada que
ha quedado en el mundo occidental... el helenismo francés.
Observamos una inquietud, un desajuste, una guerra en la
esfera espiritual que, proyectada en la novela, continuó
durante toda su vida. La cultura francesa rozó
superficialmente a Proust. Su arte es eminen- temente no
francés. Baste recordar su devota admiración por Ruskin.
¡Nada menos que Ruskin!
Y así, describiendo la descomposición de su mundillo,
de este mi-crocosmos que para él era el mundo, la
desintegración de su héroe Charlus; Proust nos describe el
colapso del mundo exterior y del mundo interior. El campo de
batalla, que empezó más o menos normalmente con Gilberta,
resulta transferido, como en el mundo actual, a ese plano de
amor despolarizado donde los sexos se fusionan, el universo
en que la duda y los celos, apartados de sus ejes normales,
desempeñan papeles diabólicos. Si en el mundo de Joyce una
obscenidad totalmente normal chapotea en el fluido viscoso y
glauco al que se adhiere la vida, en el mundo de Proust el
vicio, la perversión, la pérdida del sexo irrumpen como una
ulceración y todo lo corroen.
El análisis y la descripción de la desintegración, tanto
en Proust como en Joyce no tienen igual, salvo quizás en
Dostoievski y en Petro-nio. Ambos aplican un tratamiento
objetivo; clásico desde el punto de vista técnico, aunque
romántico en el fondo. Son naturalistas que pre-sentan el
mundo, según lo ven, y que nada dicen de las causas, ni extraen

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conclusiones de sus observaciones. Son derrotistas, hombres


que huyen de una realidad cruel, horrible, repugnante, para
refugiarse en el ARTE. Después de escribir el último volumen,
con su memorable tratado sobre el arte, Proust vuelve a su
lecho de muerte para revisar las páginas sobre Albertina. Este
episodio es el núcleo y el clímax de su gran obra. Forma la
bóveda de ese Infierno al que descendió el maduro Proust.
Pues si al hundirse cada vez más profundamente en el
laberinto, Proust hubiera vuelto los ojos hacia lo que dejaba
detrás, habríavisto en la figura fe-menina esa imagen de sí
mismo en que se reflejaba toda la vida. Una imagen quo lo
la
atormentaba, que lo engañaba en cada reflejo, porque él había
penetrado en un submundo en el que sólo existían sombras
y deformaciones. El mundo que él había abandonado era el
mundo mas-culino en vías de disolución. Albertina es su clave,
y con ese solo hilo en la mano que, a pesar de todo el dolor y
la angustia del conocimiento, se niega a abandonar, busca el
camino siguiendo las ranuras de los ner-vios, a través de un
vasto mundo subterráneo de recuerdos sensoriales en los que
oye el latido del corazón, pero ignora de dónde viene o qué es.
Se ha dicho que Hamlet es la encarnación de la duda, y
Otelo la en-carnación de los celos, y quizás así sea, pero... el
episodio de Albertina, al que llegamos después de un intervalo
de varios siglos de destierro, me parece un estudio dramático
de la duda y de los celos infinitamente más vasto y complejo
que Hamlet y Otelo, al punto de que por compa-ración, los
dramas shakespeareanos parecen los desdibujados esbozos
que posteriormente asumirán las dimensiones de un gran
fresco. Esta tremenda convulsión de duda y de celos que es
el tema esencial del libro, constituye el reflejo de esa lucha

Otelos.. .
suprema con el Destino que caracteriza a toda la historia
europea. Hoy estamos rodeados de millares de Hamlets y de
y de un calibre como nunca lo soñó Shakes-peare, al
extremo de que lo harían transpirar de orgullo si pudiera vol-
verse en su tumba. Este tima de la dada y los celos (para
ocuparnos solamente de sus aspectos más desatacados) en
realidad no es más que la reverberación de un tema mucho más
considerable, más complejo, más ramificado, que se
ha jerarquizado, o envilecido si se quiere, en el inter-

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valo transcurrido entre Shakespeare y Proust. Los celos


constituyen pequeño el símbolo de esa lucha con el Destino
que se expresa en la duda. El veneno de la duda, de la
introspección, de la conciencia, del idealis-mo, desbordando
sobre la arena del sexo, desarrolla los maravillosos bacilos
de los celos; los cuales, en realidad, siempre existirán,
pero antaño, cuando la vida ocupaba el lugar que le
correspondía, se mante-nían en su sitio y desempeñaban c•1
papel y la función que les son pro-pios. La dada y los celos son
los puntos de resistencia que estimulan la fuerza de los
grandes, donde estos últimos desarrollan sus potentes
estructuras, su mundo masculino. Cuando la duda y los celos
se desbo-can es que el cuerpo ha sido derrotado, que el espíritu
languidece y el alma se relaja. Entonces los gérmenes realizan
su obra destructiva y los hombres ya no saben si ellos mismos
son demonios o ángeles, ni si las mujeres deben ser evitadas o
adoradas, ni si la homosexualidad es un vicio n una bendición.
Oscilando
supina
holocaustos
por
.
entre el más
aquiescencia

ejem-plo. La pérdida
desintegración
feroz despliegue

sobre minucias,

más
tenemos
de cruel-dad
conflictos,
sobre rucia. La última
de la polaridad
general, el reflejo de la
sexual
y la
revoluciones,
guerra,
es parte de la
muerte del alma, y
más

coincide con la desaparición de los grandes hombres, los


grandes hechos, las grandes causas, las grandes guerras,
etcétera.
En esto reside la importancia de la obra épica de Proust,
pues en el episodio de Albertina el problema del amor y de los
celos cobra propor-ciones gigantescas, y la enfermedad es
omnímoda, volviéndose sobre sí misma a través de la
inversión del sexo. Los grandes dramas shakespe- rianos no
fueron sino el anuncio de una enfermedad que había iniciado
su desconcertante carrera: en la época de Shakespeare aún
no había infectado todos los estratos de la vida, y todavía era
posible hacer de ella el tema del drama heroico. Estaba el
hombre, y estaba la enfermedad, y el conflicto constituía el
material del drama. Pero ahora se encuentra en la
la toxina
sangre. Para nosotros, que estamos consumidos por el virus,
los grandes temas dramáticos de Shakespeare no son más
que oratoria de espadachines y escenarios acartonados. La
impresión que suscitan es nula. Estamos inoculados. Y
precisamente en Proust pode-

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mos sentir el deterioro de lo heroico, la cesación del conflicto,


la rendi-ción, la reducción de la cosa a su propia esencia.
Reitero que entre nosotros actualmente hay Hamlets y
Otelos más grandes que los que Shakespearc soñó jamás.
Tenemos ahora el fruto maduro de las semillas plantadas
por los antiguos maestros. Como ciertos maravillosos
organismos unicelulares en infinito proceso de exfoliación,
estos tipos nos revelan todas las variedades de las células que
antes contribuyeron a la formación de la sangre, de los
huesos, de los músculos, de los cabellos, de los clientes, de las
uñas, etcétera. Aho-ra tenemos ante los ojos la flor monstruosa
cuyas raíces por el mito cristiano. Vivimos
fueron irrigadas
entre las ruinas de un mundo en estado de colapso, entre el
bagazo que debe pudrirse para formar tierra nueva.
Este cuadro formidable del "mundo como enfermedad"
que Proust y Joyce nos ofrecen es ciertamente memas un
cuadro que un estudio microscópico que, porque lo vemos
magnificado, no puede ser recono-cido como el mundo
cotidiano en que estamos sumergidos. Así como el arte del
psicoanálisis no podía haber aparecido hasta que la sociedad
estuviese suficientemente enferma como para exigir esta forma
peculiar de terapia, tampoco podíamos haber recibido una fiel
imagen de nuestro tiempo hasta que surgieran en nuestro medio
monstruos tan gravemente afectados por la enfermedad que sus
obras se asemejaran a la enferme- dad misma.
Fundado en esta fétida condición de la obra de Proust,
el crítico norteamericano Edmund Wilson se siente impulsado
a dudar de la au-tenticidad del argumento. "Cuando finalmente
Albertina lo abandona escribe - Wilson- la vida emocional del
libro resulta asfixiada progresi- vamente por los humos
infernales que Charlas aportó... Hasta que es tan elevado el
número de personajes que trágica, horrible, irrevocablemente
resultan ser clac por primera vez hallamos que
homosexuales,
el relato es un
poco inverosímil". ¡Por supuesto, es
inverosímil... desde un punto de vista realista! Lo mismo que
todas las revelaciones auténticas de la vida, es inverosímil
por demasiado cierta. Nos hemos elevado a un plano
superior de la realidad. No podemos censurar al autor, sino a
la vida. Como Albertina, el barón de Charlas es
precisamente la figura

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esclarecedora sobre la que hemos de fijar la atención.


Charlas es la suprema creación de Proust, su "héroe", si
puede decirse de esta obra que tiene un héroe. Decir que la
conducta del barón o la de cualquiera de sus satélites e
imitadores es increíble equivale a negar la validez de toda la
construcción de Proust. En el personaje de Charlas (resultado
de muchos prototipos cuidadosamente estudiados), Proust
volcó todo lo que sabía sobre el tema de la perversión, y
dicho tema domina la obra entera... y con justa razón. Acaso
no sabemos que originalmente pensó titular toda la obra con el
título aplicado a la piedra angular de su obra... ¡Sodoma y
Gomorra! ¡Sodoma y Gomorra! ¿No percibo aquí un aura
que es propia de Ruskin?
En todo caso, es
que Charlas es su gran
indudable
esfuerzo. Como para Dostoievski, Charlas fue la
Stavrogin
prueba suprema. También como Stavrogin, obsérvese cómo la
figura de Charlas penetra y domina la atmósfera cuando está

.
fuera de la escena, cómo el veneno de su ser inyecta su virus
en los demás personajes, en las otras escenas, en los demás
dramas, de modo que desde
el momento de su entrada, o aún antes, sus gases
venenosos saturan la atmósfera. Mientras analizaba a Charlus,
mientras lo ridiculizaba y lo exponía a la mofa general, Proust,
como Dostoicvski, estaba tratando de revelarse, y quizá de
comprenderse.
Cuando en La prisionera Marcelo y Albertina discuten
a Dostoie-vski, y Marcelo intenta una
débilmente ofrecer
respuesta a las preguntas de Albertina, se me
satisfactoria
ocurre que Proust apenas advierte que con la creación del
barón de Charlas está dando a Albertina la respuesta de la que
Marcelo parece incapaz. Recordemos que la discusión gira
alrededor de la inclinación de Dostoievski a pintar lo horrible,
lo sórdi-do, y particularmente a su predisposición al tema del
crimen. Albertina ha observado que el crimen era una obsesión
de Dostoievski, y Marcelo, después de aventurar algunas
observaciones bastante débiles sobre la naturaleza múltiple del
genio, abandona el tema con un comentario en el sentido de que
ese aspecto de Dostoievski en realidad le interesa poco, y que
en verdad se siente incapaz de comprenderlo.

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De todos modos, al delinear la figura de Charlas, Proust
se mostró capaz un acto prodigioso de imaginación
de ejecutar
creadora. Charlas parece tan distante de la experiencia real de
la vida de Proust que la gente a menudo se pregunta dónde
recogió los materiales de su crea-ción. Dónde? ¡En su propia
alma! Dostoievski no fue un criminal ni un asesino, y nunca
vició la vida de Stavrogin. Pero le obsesionaba la idea de
Stavrogin. Necesitaba crearlo para vivir su otra vida, su vida
de crea-dor. Poco importa si conoció a Stavrogin en el curso
de sus múltiples experiencias. Poco importa que Proust tuviera
frente a sí la figura real de Charlas. Quizá los originales no
fueron desechados, pero en todo caso se los refundió y
transformó esencialmente a la luz de una verdad y una visión
interiores. En Dostoievski y en Proust existieron un Stavro-gin
y un Charlas mucho más reales que las figuras concretas. Para
Dos-toievski el personaje
búsqueda
de Stavrogin estaba unido a la
de Dios. Stavrogin era la imagen ideal de sí mismo
que Dostoievski preservaba celosamente. Más aún
Stavrogin era el dios en Dostoievski, el más cabal retrato de
Dios que Dostoievski podía ofrecer.
.
Sin embargo, entre Stavrogin y Charlas hay un enorme
abismo. Es la diferencia entre Dostoievski y Proust o, si se
prefiere, la diferencia entre el hombre de Dios cuyo héroe es
él mismo y el hombre moderno, para quien ni siquiera Dios
puede ser un héroe. Toda la obra de Dos-toievski está preñada
de conflicto, de conflicto heroico. En un ensayo titulado
Aristocracy Lawrence escribe: "Estar vivo constituye una
aris-tocracia que no puede ser ultrapasada. Quien tiene más vida
es intrínse- camente rey, o no los hombres...
reconózcanlo
¡Más vida! ¡Más vida vívida! No la pitanza segura o las masas
de pueblo sin significado. Toda creación contribuye y debe
contribuir a lo siguiente: la obtención de un ciclo vital más
vasto, más vívido. Tal el objetivo de la existencia. Quien más
se aproxima al sol es el jefe, el aristócrata de los
aristócratas. O quien, como Dostoievski, se aproxima a la luna
de nuestro no ser.”
muy pronto a este conflicto. Lo mismo
Proust renunció
que Joyce. El arte de ambos se basa en la sumisión, en la
entrega al flujo estancado. Lo Absoluto es ajeno a sus obras, y
las domina y destruye, del mismo modo que en la vida el
idealismo domina y destruye al hombre común.

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Pero Dostoievski, que afrontó potencias de frustración


mayores aún, abordó audazmente el misterio; y con ese fin se
crucificó. Y así, donde-quiera en sus obras hay caos y confusión,
se trata de un caos fecundo, de una confusión significativa; es
algo positivo, vital, infectado de alma. El aura del más allá, de
lo inalcanzable, derrama brillo sobre las escenas y los
su
personajes... no se trata una muerta, horrenda oscuridad.
de
No es preciso destacar que en Proust v en Joyce hay una
oscuridad de otro orden. En el caso del primero ingresamos en
la zona de penumbra de la mente, un dominio atravesado por
brillantes esplendores, pero en el que siempre prevalece la
pálida lucidez, la insufrible y obsesiva lucidez de la mente. En
Joyce tenemos la mente nocturnal, una profusión aún más
increíble, más deslumbrante que en Proust, como si hubieran
caído las últimas barreras del alma. ¡Pero siempre hay una
mente!
Mientras que en Dostoievski, aunque la mente está
siempre: pre-sente, siempre eficaz, y con una poderosa
capacidad de operación, se trata en todo caso de una mente
siempre sofrenada, subordinada a las exigencias del alma.
Trabaja como debe hacerlo la mente... es decir, como una
máquina, y no como una fuerza generadora. En los casos de
Proust y de Joyce se diría que la mente se asemeja a una
máquina puesta en movimiento por una mano humana, y
abandonada luego. Funciona perpetuamente, o lo hará hasta
que otra mano humana la detenga. .Alguien es capaz de
creer que para cualquiera de estos dos hombres la muerte pudo
ser otra cosa que una interrupción accidental? Técnica- mente
uno de ellos vive aún. Pero acaso no estaban muertos antes
de comenzar a escribir?
En Joyce precisamente observamos ese particular
fracaso del artista moderno: la incapacidad de comunicarse
con su público. que no se trata de un fenómeno
Aceptamos
completamente nuevo, pero es significativo. Dotado
siempre
de una capacidad rabelesiana para inventar pala-bras,
amargado por el dominio de una Iglesia totalmente inútil para
su inteligencia, atormentado por la falta de comprensión de su
familia y sus amigos, obsesionado por la imagen paterna,
contra la cual en vano se rebela, Joyce buscó una forma de
huida en la erección de una fortaleza construida con una
verborrea sin sentido. Su lenguaje es una feroz

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masturbación realizada en catorce idiomas. Es un derviche


ejecutado en la periferia del significado, un orgasmo no de
sangre y semen, sino de la escoria muerta del cráter calcinado
de la mente. La Revolución de la Palabra, inspirada
aparentemente a sus discípulos, por la obra de Joyce, es el
desenlace lógico de su estéril danza de la muerte.
La exploración que Joyce hace del mundo nocturnal,
su obsesión con el mito, el sueño, la leyenda, con todos los
procesos de la mente inconsciente, su destrucción del
instrumento mismo y la creación de su propio mundo
fantástico son actitudes muy afines al dilema de Proust.
Ambos son productos ultracivilizados, y en ambos
observamos una actitud de total rechazo del problema del
alma; se muestran escépticos con respecto a la ciencia misma,
aunque sus obras revelan una inconfesa fidelidad al principio de
causalidad, que es la piedra angular de la cien-cia. Proust se
imagina que está haciendo de su vida un libro, de su pade-
cimiento un poema, y detalla en su microscópico y cáustico
análisis del hombre y de la sociedad la tremenda situación del
artista moderno, para quien no hay fe, ni sentido, ni vida. Su
obra es el más triunfante monu-mento a la desilusión que se
haya erigido jamás.
En la raíz del problema estaba su incapacidad,
confesada y cons-tantemente exaltada, para afrontar la
realidad... la queja constante del hombre moderno. En
realidad, su vida fue una muerte en vida, y preci-samente por
esa razón su caso nos interesa. Pues como tenía profunda
conciencia de su situación, nos dejó un registro de la época
en que se halló aprisionado. Proust dijo que la idea de la
muerte lo acompañó tan permanentemente como la idea de su
propia identidad. Dicha idea se relaciona, como sabemos, con
la noche en que, de acuerdo con su pro-pio relato, "sus padres
lo mimaron por primera vez". Esa noche, que "señala la
decadencia es también
de la voluntad" su muerte.
la fecha de
Desde ese punto en adelante se muestra
incapaz de vivir en el
mundo... de aceptar el mundo. Desde esa noche en adelante
está muerto para el mundo, salvo esos breves e intermitentes
relámpagos que no sólo ilu-minan la densa niebla que es su
obra, sino que permitieron que ésta se realizara. Por obra de
un milagro, con el cual el psiquiatra ahora está bastante
familiarizado, franqueó el umbral de la muerte. Su vida y su

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obra fueron un continuo biológico puntuado por la


interrupción carente de significado de la muerte estadística.
De modo que no cabe sorprenderse porque, de pie sobre
los dos de-siguales puntos de apoyo, y reexperimentando con la
mayor esas verdades sensacionales que lo asaltaron
intensidad
varias veces en curso de su vida, se consagre, con claridad y
el
refinamiento sin igual, a desarrollar esos pensamientos que
expresan sus opiniones finales y supremas sobre la vida y el
arte... páginas magníficas consagradas a una causa perdida.
Aquí, cuando se refiere a los instintos del artista, a su
necesidad de obedecer a la tenue voz interior, de evitar el
realismo y de traducir sim-plemente que constantemente
lo
procura brotar, lo que siempre lucha por expresarse,
comprendemos con arrolladora intensidad que: para Proust
la vida no era vivir, sino regocijarse con tesoros perdidos,
una vida de rememoración; comprendemos que para él
subsistiría solamente la alegría del arqueólogo que desentierra
las reliquias y las ruinas del pasado, la alegría de la
meditación entre esos tesoros enterrados, vol-viendo a imaginar
la vida que otrora infundió forma a las cosas muertas. Y sin
embargo, aunque es triste contemplar la grandeza y la nobleza
de estas páginas, aunque conmueve observar que el sufrimiento
y la enfer-medad han permitido construir una gran obra, también
reconforta obser-var que en estas mismas páginas se ha asestado
el golpe de muerte a esa escuela de realismo que, fingiéndose
muerta, ha resucitado bajo el dis-fraz del psicologismo. Después
de todo, a Proust le interesaba una con-cepción de la vida; su
obra posee significado y contenido, sus personajes viven
realmente, aunque el método de laboratorio que el autor
emplea en la disección y el análisis parezca deformarlos.
Proust fue esencial- mente un hombre del siglo XIX, con todos
los gustos, la ideología y el respeto por los poderes de la mente
consciente que prevalecieron en los hombres de esa época. Su
obra parece ahora el trabajo de un hombre que nos ha revelado
los límites absolutos de ese tipo de mente.
que, en el dominio de la pintura, originó el
La crisis
Impresionis- mo, es evidente también en el método literario de
Proust. El proceso en virtud del cual se examina el instrumento
mismo, y se somete el mundo exterior al análisis microscópico,
creando de ese modo una nueva pers-

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pectiva, y por lo tanto la ilusión de un mundo nuevo, tiene


su contra-partida en la técnica de Proust. Fatigado del realismo
y el naturalismo, como era el caso de los pintores, o más bien
porque halló que la imagen existente de la realidad era
insatisfactoria, irreal, por obra de las investi-gaciones de los
físicos, Proust se esforzó, mediante la refinada difrac-ción de
incidentes y caracteres, por desplazar el realismo psicológico
de la época. Su actitud coincide con la aparición de la nueva
psicología analítica. En esos pasaj es realmente extáticos del
último volumen de su obra -los pasajes sobre la función del
arte y el papel del artista - Proust alcanza finalmente una
claridad de visión que anuncia el término de su método y el
nacimiento de un tipo totalmente nuevo de artista. Así co-mo
los físicos en su exploración de la naturaleza material del
universo llegaron al borde de una nueva y misteriosa esfera,
Proust, que desarro-lló hasta el límite supremo sus potencias
analíticas, llegó a esa frontera entre el sueño y la realidad que
de aquí en adelante será el dominio de los artistas
auténticamente creadores.
Cuando llegamos a Joyce, apenas posterior a Proust,
advertimos la modificación de la atmósfera psicológica. Joyce,
que en obra precoz nosuna reseña romántica
ofrece y
confesional del "yo", de pronto en un dominio nuevo.
ingresa
Aunque de proporciones más reducidas, el cañamazo utilizado
por Joyce suscita la ilusión de que es aún más vasto que el de
Proust; en él nos perdemos, no oníricamente como en Proust,
sino co-mo podríamos hacerlo en una ciudad extraña. A
pesar de todos los análisis, el mundo de Proust es todavía un
mundo natural, de fauna y flora monstruosa pero viviente.
Con Joyce entramos en el mundo inor-gánico... el reino de los
minerales, los fósiles y las ruinas, de los dodos extinguidos. La
diferencia de técnica es más que notable, y revela una escala
totalmente nueva de sensaciones. Hemos dejado atrás la
sensibi-lidad del siglo XIX que es propia de Proust; ya no
recibimos nuestras impresiones a través de los nervios, ni se
trata ahora de una memoria personal y subconsciente que
emite imágenes. Cuando leemos Ulises tenemos la impresión
de que la mente se ha convertido en una máquina grabadora:
mientras nos movemos con el autor por el gran laberinto de

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la ciudad, tenemos conciencia de un mundo doble. Es un


perpetuo soñar despierto, durante el cual la mente del erudito
enfermo se desenfrena.
Y así como el ánimo de Proust estaba dirigido contra
esa pequeña sociedad que primero lo había desairado, en el
caso de Joyce la sátira y la amargura se dirigen hacia el
mundo filisteo del que será eterno ene-migo. Joyce no es un
realista, y ni siquiera un psicólogo, ni se advierte en su obra el
intento de dibujar personajes... solamente hay caricaturas de la
humanidad, que le permiten dar rienda suelta a su sátira
tipos
y su odio, y volcar su sarcasmo y su vilipendio. Pues en el
fondo hay en Joyce un profundo odio hacia la humanidad... el
odio del erudito. Ad-viértese que alienta en Joyce el temor del
neurótico de entrar en el mun-do viviente, en el mundo ele los
hombres y las mujeres, en el que se sentirá impotente. Se
rebela no contra las instituciones, sino contra la humanidad.
El hombre se le antoja un ser lamentable, ridículo, grotesco. Y
sus opiniones sobre las ideas del hombre son más negativas
aún... no se trata de que no las entienda, sino de clac para él
carecen absoluta- mente de validez; son ideas que lo vincularían
con un mundo del que se ha divorciado por propia iniciativa.
Es una mente medieval nacida con retraso: tiene el gusto de
un recluso, la moral de un anacoreta, con toda la estructura
masturbatoria que es típica de ese tipo de vida. Es un ro-
mántico que quiso abrazar la vida con realismo, un idealista
de ideales en quiebra, y enfrentó un dilema que no pudo
resolver. No le quedó más que una solución: sumergirse en el
dominio colectivo de la fantasía. Mientras tejía la tela de sus
sueños, descargaba también el veneno acu-mulado en su
sistema. Ulises es como un vómito lanzado por un niño
delicado, cuyo estómago está recargado de dulces. "Tan
rica fue su entrega, y tan vehemente el vuelco de lo que
reprimía", dice Wyndham Lewis, "que conservará eternamente
su carácter de catártico, de monu-mento semejante a una.
monstruosa diarrea". A pesar del laberinto de hechos, de
fenómenos y de incidentes detallados no hay aprehensión de la
vida, no existe una imagen de la vida. No hay concepción
orgánica ni sentido vital de la existencia. Es la máquina mental
desatada sobre una abstracción muerta, la ciudad, en sí misma
producto de abstracciones.

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Comparando este mundo - ciudad, vago, difuso,


amorfo, con ese mundo proustiano, más estrecho, pero más
integrado y aun perfumado (aunque absolutamente decadente)
comprendemos el cambio sobreveni- do al mundo en pocos años.
Lo que los hombres discutían en ese mundo artificial del
faubourg Saint-Germain ya no guarda semejanza con lo que
se tiene por conver-sación en las tabernas y los
las calles,
prostíbu- los de Dublín. que emana de las páginas
Esa fragancia
de Proust, ,qué es sino el aroma de un mundo moribundo, el
último y débil perfume de las cosas que van a morir?
Cuando mediante el Ulises penetramos en Dublín y allí
detectamos la flora y la fauna estratificadas en el recuerdo de
un ser muy civilizado y muy sensible como Joyce,
comprendemos que la ausencia de fragan-cia, la desodorización
es el resultado de la muerte. Los que se nos anto-jan seres
vivos, que caminan, hablan y beben, no son individuos, sino
espectros. Es un drama de licuefacción; y ni siquiera estático,
como en el caso de Proust. Ya no es posible el análisis,
porque el organismo ha muerto. En lugar del examen de un
organismo moribundo pero todavía intacto, como en Proust,
nos encontramos inspeccionando la vida celu-lar, los órganos
acabados, las membranas enfermas. Un estudio de la
etiología, como los que nos ofrecen los egiptólogos en sus
autopsias de autopsias. Una descripción de la vida mediante la
momia. La gran figura homérica de Ulises, reducida a la
sombra insignificante de Bloom o de Dédalo, erra por el
mundo muerto y olvidado de la gran ciudad; los reflejos
anémicos, deformados y desecados de lo que otrora fueron
acontecimientos épicos -concebidos, según se afirma, por
Joyce en su famoso plan fundamental -, constituyen simples
simulacros, la sombra y la tumba de ideas, hechos y personas.
Cuando llegue el momento en que los "patólogos del
alma" nos ofrezcan la interpretación final de Ulises,
conoceremos las más sorpren- dentes revelaciones sobre el
significado de esta obra. Entonces percibi-remos ciertamente el
cabal significado de esta "monstruosa diarrea". Quizás
entonces comprendamos que el auténtico plan fundamental,
la invisible pauta de esta obra no es Hornero, sino la derrota.

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En el famoso capítulo de preguntas y respuestas, Joyce


revela in-tencionadamente o sin quererlo la vaciedad anímica
del hombre moder-no, este infeliz reducido a aplicar una
colección de trucos, este mono enciclopédico que desarrolla la
más sorprendente habilidad técnica? Ese hombre que puede
imitar cualquier estilo, incluso el libro de texto y la
enciclopedia, ¿es Joyce? Esta forma de humor, en la que
también incu-rrió Rabelais, es el remedio específico que el
intelectual emplea para derrotar al hombre ético: es el
disolvente con el que destruye un univer-so entero de
significado. En el caso de los dadaístas y de los surrealistas, el
poderoso hincapié sobre el humor fue parte de una actitud
consciente y deliberada encaminada a la destrucción de
antiguas concepciones. Observamos el mismo fenómeno en
Swift y en Cervantes. Pero véase la diferencia entre el humor
de Rabelais, con quien el autor de Ulises es tan frecuente e
injustamente comparado, y Joyce. ¡Adviértasela diferen- cia
entre ese surrealista que fue Jonathan Swift y los
formidable
flojos que hoy se denominan surrealistas! El
iconoclastas
humor de Rabelais era sano todavía; tenía una condición
estomática, estaba inspirado por la Santa Botella. En cambio
en nuestros contemporáneos todo está en la cabeza, sobre los
ojos... una alegría maligna, envidiosa, mezquina, cruel, sin
humor. Hoy se ríen de desesperación y angustia. Humor?
Apenas existe. Más bien la contracción de un músculo... más
horripilante que alegre. Una especie de risa onanista... En esos
maravillosos pasajes en que
une sus ricas imágenes
Joyce
excretorias con su una corriente subterránea
triste alegría, hay
acerba y anhelosa que huele a reverencia y a idolatría. Todo
lo cual recuerda demasiado a aquellos rústicos medie-vales
que se arrodillaban ante el Papa para ser untados de estiércol.
En este mismo capítulo de enigmas y acertijos alienta
una profunda desesperación, la desesperación de un hombre
que está liquidando al último mito... la Ciencia. Esa
desintegración del ego, explorada en Ulises y que llega a
los límites extremos en Work in Progress, reno corresponde
fielmente ala desintegración mundial, exterior? ,No tene-mos
aquí el mejor ejemplo de ese fenómeno que rozamos
antes... la esquizofrenia? La disolución del macrocosmo
marcha de la mano con la disolución del alma. En Joyce la
figura homérica se convierte en su

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opuesta; la vamos en multitudes de personajes,


dividiéndose
héroes y figuras en troncos, brazos y piernas, en
legendarias,
río, árbol, roca y bestia. Ahonda más y más en las capas ahora
estratificadas del ser colec-tivo, busca a tientas su alma perdida,
lucha como un gusano por reingresar en la matriz.
heroico
¿Qué quiso decir Joyce cuando en vísperas del Ulises escribió
que deseaba "forjar en la fragua de su alma la corriente
increada de su raza"? Cuando exclamó: "No, madre, déjame ser;
¡déjame vivir!", ;fue ése el grito de angustia de un alma
prisionera en la matriz? Ese cuadro inicial de la mañana
brillante en el mar, la imagen del om-bligo y c'1 escroto,
seguido de la desgarradora escena con la madre... siempre y
por doquier la imagen materna. "Amo todo lo que fluya", dice a
uno de sus admiradores, y en su nuevo litro hay centenares
de ríos, incluido entre ellos su propio Liffey nativo. ¡Cuánta
sed! ¡Cómo anhela las aguas de la vida! ¡Ah, si pudiera ser
arrojado sobre una costa distan-te, en otro clima, bajo diferentes
constelaciones! Bardo sin ojos... alma perdida... eterno
vagabundo. ¡Cuanto anhelar, tentar, buscar y rebuscar en
procurad de un sano infinitamente piadoso, de la noche en la
que su espíritu inquietoe infecundo pueda sumergirse! Como el
sol mismo que en el curso de un día se eleva sobre el mar y
desaparece nuevamente, Ulises ocupa su lugar cósmico,
elevándose con una maldición y cayendo con un suspiro. Pero
como un sol modernizado, el dividido héroe de Ulises erra,

Si
.
no sobre las aguas de la vida y la muerte, sino a través de las
calles eternas, monótonas, fúnebres,
gran ciudad
la Odisea fue
vacías y lúgubres de la
la sucia Dublín, el sumidero del mundo.
rememoración de grandes hechos,
Ulises es el me-dio de olvidarlos. Ese sombrío, nervioso e
interminable flujo de pala-bras que arrastra el alma gemela
de Joyce como un coágulo que pasa por la
de desperdicio
tubería, ese tremendo diluvio de pus y quede excremento
atraviesa el libro buscando lánguidamente una salida, al fin
obtura los desagües y, elevándose como una marea,
destruye este mundo indefinido en que se ha concebido esta
indefinida épica. El pe-núltimo capítulo, que constituye la
obra de un temerario erudito, es como dinamitar un dique.
En la simbología inconsciente de Joyce, el dique es la última
barrera de la tradición y la cultura, las que deben

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saltar para que se afirme sobre sus propios pies.


el hombre
Cada inte-rrogante absurdo es un agujero taladrado por un
loco y cargado con dinamita; cada respuesta absurda es la
detonación de una arrolladora explosión. Joyce, el mandril
loco, destruye la paciente industria de hor-miga del ser humano
que se acumula alrededor de él como un férreo anillo de
conocimientos muertos.
Cuando el último vestigio ha volado sobreviene la
inundación. El capítulo final es una fantasía libre como jamás
se ha visto en toda la literatura. Es una transcripción del
Diluvio... que no hay Arca. El inmóvil pozo negro del
salvo
drama cultural que es la permanente frustración de la ciudad -
mundo, ese drama personificado por la gran prostituta de
Babilonia, se repite en el ensueño intemporal de Molly
Bloom, cuyos oídos están abrumados por el golpeteo de las
negras aguas de la muerte. Molly Bloom, que es la imagen de
la Mujer, se agranda y perdura. A su lado los demás se ven
reducidos a la condición de pigmeos. Molly Blo-om es agua,
árbol y tierra. Ella es misterio, es la devoradora, el océano
nocturnal en que finalmente se hunde el héroe, y con éste el
mundo.
Cuando Molly yace soñando en su lecho sucio
Bloom
y desvenci- jado, hay en que nos retrotrae alas imágenes
ella algo
primordiales. Es la quintaesencia de esa gran prostituta que es
la Mujer, de Babilonia, el navío de abominaciones. Flotante,
dócil, eterna, total, es como el mar mismo. Y como el mar es
receptiva, fecunda, voraz, insaciable. Engen-dra y destruye,
alimenta y devasta. Con Molly Bloom, con anonyme, se
restituye a la mujer su esencial significado... el de útero y
matriz de la vida. Es la imagen de la naturaleza misma,
opuesta al mundo ilusorio que el hombre por su propia
insuficiencia, vanamente procura colocar en lugar de aquélla.
Y así, en actitud de venganza final y triunfante, con
júbilo suicida, se recapitulan todos los hilos abandonados a lo
largo del libro; el pálido y minúsculo héroe, reducido a una
lombriz intestinal y llevado como un falo pequeño y tintineante
en el gran cuerpo de la hembra, regresa a la matriz de la
naturaleza, reducido simplemente al último símbolo. En el
largo arco retrospectivo que así se traza tenemos la trayectoria
completa del vuelo del hombre de lo desconocido a lo
desconocido. El arco iris

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de la historia se desvanece. Se cumple la gran disolución.


Después del cuadro final en que Molly Bloom aparece
soñando en su lecho sucio podemos decir, como en la
Revelación: ¡Y acabará la. maldición! En adelante, ni pecado,
ni culpa, ni temor, ni represión, ni anhelo, ni dolor de la
separación. Se alcanza el fin... el hombre retorna a la matriz.

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CARTA ABIERTA A LOS SURREALISTAS DE
TODO EL MUNDO

Debajo de la cintura todos los hombres son hermanos.


Salvo en las regiones superiores, donde se es poeta o chiflado
(o criminal), el hom-bre jamás conoció la soledad.
"Actualmente - escribe Paul Eluard - está disipándose la
soledad de los poetas. Ahora son hombres y
entre hombres,
tienen hermanos". es por demás
Lo cual, desgraciadamente,
exacto, y por oso a medida que pasa el tiempo es más difícil
hallar al poeta. To-davía prefiero la vida anárquica; a diferencia
de Paul Eluard, no puedo decir que la palabra "fraternización"
me exalte. Tampoco me parece que este concepto de
hermandad provenga de una concepción poética de la vida. No
es, ni mucho menos, lo que Lautréamont quería decir cuando
afirmaba que todos deben contribuir a la elaboración poética.
La her-mandad del hombre es una ilusión permanente, común a
los idealistas de todas las épocas: es la reducción del principio
de individualización al mínimo común denominador de
inteligencia. Es lo quo impulsa a las masas a identificarse
con las estrellas cinematográficas y con mogalo-maníacos
como Hitler y Mussolini. Es lo que les impide leer y apreciar
poesía como la que nos ofrece Paul Eluard, y ser influidas
por ella y crearla a su vez. Que Paul Eluard se sienta
desesperadamente solo, que haga todo lo que está a su alcance
por comunicarsecon sus semejantes, es cosa que comprendo y
suscribo, de todo corazón. Pero cuando Paul Eluard baja a la
calle y se convierte en un hombre, no se hace entender ni
apreciar por lo que es... es decir, por el poeta que es. Por el
contrario, se comunica con sus semejantes por vía de
capitulación, por el renun-ciamiento a su propia individualidad,
a su elevado papel. Si se lo acepta, ello ocurre simplemente
porque está dispuesto a renunciar a las cualida-des que lo
distinguen de sus semejantes, y que a los ojos de éstos lo
convierten en una figura antipática c: incomprensible. Nada
tiene de extraño que se encierre a los chiflados, se crucifique a
los redentores y

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se lapide a los profetas. Sea como fuere, de una cosa


podemos estar seguros: no es así como todos contribuirán a la
elaboración poética.
(Pregunta: ¿Y por qué todos han de contribuir a la
elaboración poética? Por qué?)
En todas las épocas, así como en cada vida que
merezca ese nom-bre, hay un esfuerzo por restablecer el
equilibrio perturbado por el po-der y la tiranía que algunas
grandes personalidades ejercen sobre nosotros. Esta lucha es
fundamentalmente personal y religiosa. Nada tiene que ver
con y la justicia, palabras vacías cuyo significa- do
la libertad
nadie conoce con precisión. Tiene que ver con la elaboración
poética o, si se quiere, con la transformación de la vida en
poema. Tiene que ver con la adopción de una actitud creadora
hacia la vida. Una de sus más eficaces formas de expresión es
la destrucción de la tiránica influencia ejercida sobre nosotros
por los muertos. No se trata de negar a estos prototipos, sino
de absorberlos, asimilándolos y a su debido tiempo
sobrepasándolos. Cada cual debe realizar personalmente esa
tarea. No existe un plan practicable de liberación universal. La
tragedia, chic es el ámbito vital de casi todas las grandes figuras,
queda olvidada, a causa de la admiración a laque profesamos
otra del hombre. Olvídase que por
los gloriosos griegos,
quienes profesamos ilimitada admiración, trata-ron a sus
hombres de genio quizá más vergonzosa y cruelmente que
cualquiera de los pueblos conocidos. Se olvida que el
misterio que acompaña a la vida de Shakespeare es tal sólo
porque los ingleses no desean reconocer que Shakespeare
enloqueció a causa de la estupidez, la incomprensión y la
intolerancia de sus compatriotas, y acabó sus días en un
manicomio.
Como dice el antiguo proverbio chino, la vida es
hambre o es fes-tín. Ahora se parece mucho al hambre. Sin
necesidad de recurrir a la ciencia de un sabio como Freud, es
obvio que en tiempos de escasez los hombres se comportan de
distinto modo que cuando hay abundancia. En tiempos de
hambruna el hombre merodea las calles con ojo rapaz. Mira al
hermano, ve en él un bocado suculento, y sin demora lo
acecha y lo devora. 'lodo ello en nombre de la revolución. A
decir verdad, poco importa en nombre de qué lo hace. Cuando
los hombres se inclinan a la

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fraternidad, también adquieren inclinaciones ligeramente


canibalísticas. frecuente y
En China, donde el hambre es más
destructiva, la a punto tal de histerismo
gente ha llegado
(debajo de la famosa máscara oriental), que cuando asiste a la
ejecución de un hombre a menudo se olvida de sí misma y ríe.
El hambre que ahora padecemos es peculiar, en el
sentido de que existe en medio de la abundancia. Podríamos
decir que es un hambre espiritual más que física. Ahora la
gente no lucha por el pan, sino por el derecho al trozo de pan,
lo que constituye una distinción de cierta im-portancia. En
términos figurados, hay pan por doquier, pero casi todos
tenemos hambre. ¿Puedo decir que esto
se aplica último
particular- mente a los poetas? Formulo porque es
la pregunta
tradicional que los poetas pasen hambre. Por lo cual resulta un
tanto extraño verlos identi-ficar su habitual hambre física con el
hambre espiritual de las masas. ¿O es al revés? Sea como
fuere, ahora todos padecemos hambre, salvo, claro está, los
ricos, y la relamida burguesía que supo lo que era pasar
necesidades físicas o espirituales.
Originalmente los hombres se mataban en persecución
directa del botín: alimentos, armas, implementos, mujeres,
cte. Aunque todo ello careciera de caridad o de simpatía, tenía
sentido. Ahora hemos adoptado una fisonomía simpática,
y fraterna, pero seguimos matándo- nos, y matamos
caritativa
sin la menor esperanza. de alcanzar nuestros objetivos. No
matamos en beneficio de los que vendrán, para que puedan
gozar de una vida más abundante. (¡pace nos cuelguen si lo
hacemos!)
En el curso libro sobre el surrealismo se ha
de este
mencionado gran deuda con Freud y colegas. Pero hay
nuestra
algo que Freud y toda su tribu han destacado con harta claridad,
y que por extraña coincidencia falta en esta reseña de nuestra
supuesta deuda. Se trata de lo siguiente: Siempre que dejamos
de golpear o de matar a la persona quo amenaza humillarnos,
degradarnos, esclavizarnos o someternos, pagamos el
precio esa actitud en el suicidio colectivo, que es la
de
guerra, o en la matanza fratricida, que es la revolución.
Cuando no logramos expresar el máximo de nuestras
posibilidades, matamos al Shakespeare, al Dante, al Homero, al
Cristo que hay en nosotros. Cada uno de los días que

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vivimos atados a a quien ya no amamos


la mujo
destruimos amar y de tener la mujer que
nuestra capacidad de
merecemos. La época en que vivimos es la que nos
corresponde: nosotros la plasmamos, no Dios ni el
Capitalismo, ni esto o aquello, llámeselo como se quiera.
Llevamos en nosotros mismos el bien... ¡y también el mal!
Pero, como dijo el antiguo bardo, "el bien a menudo va
enterrado junto con nuestros hue-sos".
fundamental eficacia de la doctrina psicoanalítica
reside en el reconocimiento del aspecto de la responsabilidad.
La neurosis no cons-tituye un fenómeno nuevo en la historia de
las enfermedades humanas, y tampoco lo es su expresión más
extraordinaria, la esquizofrenia. No es la primera vez que se
agota el suelo y aun el subsuelo cultural. Se trata de una
hambruna que afecta a lasraíces mismas, y de ningún modo
es paradójico -por el contrario, es absolutamente lógico que -
ello ocurra en medio de la abundancia. Es perfectamente
propio y natural que en medio de esta podrida abundancia
nosotros, los muertos en vida, nos sentemos como leprosos
con los brazos extendidos, y mendiguemos una pequeña
caridad. O que nos pongamos de pie y nos matemos unos a
otros, lo cual es mucho más entretenido, y en definitiva viene a
parar en: lo mismo. Es decir, en la nulidad.
Cuando al fin todos comprendan que nada pueden
esperar de Dios, o de la sociedad, o de los amigos, o del
déspota benévolo de los gobier-nos democráticos, o de los
santos, o de los redentores, o de ese sancta-sanctórum que es la
educación; cuando todos comprendan que deben trabajar con
sus propias manos para salvarse, y que nadie puede esperar
piedad, quizás entonces... ¡Quizás! Aun así, tengo mis
dudas, habida cuenta de la clase de Hombres que sanos. El
hecho es que estamos con-denados. Quizá muramos mañana,
quizás en los próximos cinco minu-tos. Pasemos revista a
nuestro propio ser. Podemos conseguir que los últimos cinco
minutos sean válidos, entretenidos y aun alegres, si se
quiere, o despilfarrarlos, como hemos lecho con las horas, los
caías, los meses, los años y los siglos. No hay dios capaz de
salvarnos. No existe un sistema de gobierno, una doctrina que
nos suministre la libertad y la justicia invocadas por los
hombres en sus estertores de muerte.

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Ese renacimiento al que alude el señor


de la maravilla
Read vendrá, si es que por unos pocos individuos
viene, traído
para quienes la frase posee sentido vital; en resumen, por
aquellos que son incapaces de ac-tuar en desacuerdo con la
verdad percibida. Lo que distingue a la mayo-ría de los hombres
de la minoría es la incapacidad de acuerdo con sus
concepciones. El héroe es el que se eleva sobre la multitud. No
es héroe porque sacrifica su vida por la patria, o por una causa
o un principio. En realidad, realizar sacrificio tal es a menuda
actitud cobarde antes que heroica. Andar y morir con el rebaño
es el natural instinto animal que el hombre comparte con otras
bestias. Tampoco ser pacifista es necesaria- mente heroico.
Citemos al diablo mismo: "Si un hombre no está prepa-rado
para luchar por su vida, o es incapaz de hacerlo, es clac
la Providencia ya decretó su fin". Aunque Herr Hitler no lo
dijo en ese sentido, luchar por la propia vida significa
generalmente perderla. Con-seguir que los hombres se agrupen
alrededor de una causa, una doctrina o una idea es siempre más
fácil que de que sean dueños de su propia vida.
persuadirlos
Vivimos en el hormiguero, y nuestros magníficos prin-cipios,
nuestras gloriosas ideas, no son sino anteojeras que nos
ponemos sobre los ojos para clac la muerte nos resulte más
potable. No Iremos avanzado un punto desde el concepto del
hombre primitivo sobre la fertilidad de la muerte. Desde los
albores de la civilización hemos veni-do
matándonos... por
razones de principio. En realidad -debo repetirlo nuevamente,
porque los surrealistas son culpables del mismo error,
coreo todos los demás idealistas combatientes- todos los seres
humanos poseen una imperativa necesidad ele matar. El rasgo
distintivo del hom-bre civilizado consiste en cree mata en
mase. Sin embargo, la más la-mentable aún el hecho de que
vive la vida de las masas. Vive su vida de acuerdo con el
totem y el tabú, ahora tanto como antaño, y quizás en mayor
medida que antes.
EL papel representado por el artista en la sociedad
consiste en revi-vir los instintos primitivos y anárquicos que
han sido sacrificados en homenaje a la ilusión de la vida
cómoda. Si el artista fracasa no por ello regresaremos
necesariamente a un imaginario Edén desbordante de
maravilla y crueldad. Me temo, por el contrario, que muy
probablemente
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viviremos en una condición de trabajo según la


perpetuo,
vemos en el mundo de los insectos. Personalmente no creo que
el artista fracase. Por lo demás, me importa un cuerno si
fracasa o no.un problema fuera de mi alcance. Si prefiero
Es
ser artista antes que bajar a la calle y empuñar un fusil o arrojar
cartuchos de dinamita, ello obedece a que mi vida de artista
me acomoda perfectamente. No es la vida más cómoda del
mun-do, pero sé que es vida, y no pienso cambiarla por el
anonimato de la fraternidad humana... una muerte o casi
muerte segura, y en el mejor de los casos una cruel decepción.
Poseo fatuidad suficiente para creer que viviendo mi propia
vida a mi propio modo estay en mejores condiciones de
infundir vida a otros (aunque no es ésa mi principal
preocupación) que si me limitara a seguir la idea de otro
sobre el modo de vivir mi vida, y de ese modo me convierta
en un hombre más. Se me antoja que esta lucha por la libertad
y la justicia implica, en quienes se enzarzan en dicha lucha, la
confesión o admisión de que no han logrado vivir su propia
vida. No nos engañemos con respecto a los "impulsos
humanita- rios" alentados por la gran hermandad. Se lucha por la
vida, por poseerla en mayor abundancia, y de que
el hecho
millones estén ahora dispuestos a luchar por algo que
entregaron ignominiosamente durante la mayor parte de su
vida no confiere mayor humanitarismo a esa lucha.
"¡No a traer la paz, sino la espada", dijo el
he venido
gran humani-tario. Noes la frase de un militarista, ni la de un
pacifista: es la afirma-ción de uno de los más grandes
artistas que vivieron jamás. Si sus palabras tienen algún
sentido es el de que la lucha por la vida, por más vida, debe
ser librada día tras día. Significa que la vida misma es lucha,
lucha perpetua. Esto suena casi banal, y en realidad es banal,
gracias a la perspectiva de hormiga de Darwin y consortes.
Banal porque nuestra lucha es banal, porque luchamos en
procura de alimento y abrigo... Dios, ni siquiera eso, sino
por el trabajo. ¡Los hombres luchan por el derecho al trabajo!
Suena casi increíble, pero en eso precisamente viene a parar el
gran objetivo del hombre civilizado. ¡Qué lucha heroica! Por
mi parte diré que puedo desear muchas cosas, pero sé que
no quiero trabajo. Para vivir como artista dejé de trabajar hace
diez o doce anos. La cosa me resultó extremadamente
incómoda. Ni siquiera puedo afir-

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mar que mi elección haya sido fruto de una decisión. Tenía


que hacerlo o morir de tedio. Naturalmente, nadie me pagó
para que dejara de tra-bajar y viviera como artista. Muy pronto
llegó el momento en que tuve que mendigar un mendrugo de
pan. Aquellos a quienes pedí alimento o refugio me dijeron
cosas extrañas.
88 "Hermano", me dijo un hombre, "¿por qué no
ahorró para los tiempos malos?" Y otro: "Hermano, abra su
corazón a Dios para ganar la salvación". Y otro: "Afíliese al
sindicato y le encontraremos empleo para que pueda comer y
tener un lugar donde dormir". Ninguno me dio dinero, que era
lo único que yo deseaba. Advertí que me habían conde-nado al
ostracismo, y muy pronta comprendí que era lo justo, porque
si uno elige vivir su propia vida a su propio modo debe pagar el
precio.
No puedo dejar de ver en los que, de
hombres lo
acuerdo con mi propia experiencia que son.
de la vida, sé
Considero conmovedores sus ilusiones y engaños, pero no me
convencen de que debo ofrecer mi vida por ellos. Se me
ocurre que los hombres capaces de crear un mundo fascista
son iguales en el fondo a los que construirían un mundo
comu-nista. Todos buscan dirigentes que les suministren
trabajo suficiente como para obtener alimento y abrigo. Por mi
parte busco algo más que eso, algo que ningún dirigente
puede darme. No estoy contra los diri-gentes per se. Por el
contrario, sé cuán necesarios son. Serán necesarios mientras los
hombres no sean autosuficientes. En cuanto a mí mismo, no
necesito dirigente ni dios. Soy mi propio jefey mi propio
dios. Es-cribo mis propias biblias. Creo en mí mismo... y ése es
todo mi credo.
Épocas como las nuestras son las más difíciles para los
artistas. No hay lugar para ellos. Por lo menos eso es lo que se
oye por doquier. De todos modos, algunos artistas de nuestro
tiempo se un lugar. Picasso se conquistó un
han conquistado
lugar. Joyce se conquistó un lugar. Mattisse se conquistó
un lugar. Céline se conquistó un lugar. ¿Debo desgranar la
lista entera` Quizás el más grande de todos aún no con-quistó
su lugar. Pero ;quién es? Dónde está? Si es el mayor de todos
se hará oír. No podrá ocultar su propia fisonomía.
Quienes hablan constantemente
comunicares
esfuerzos?
con el mundo..
¿Han aprendido
¿han realizado .
de la incapacidad para
todos los

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qué significa "transar"? ¿Han aprendido a ser tan discretos
y astutos como la serpiente, y tan fuertes y
como el
obstinados
toro? ¿O rebuznan como burros, y gimen pensando en cierta
condición ideal de un futuro constantemente postergado, en el
que todos los hombres serán recono-cidos y recompensados
por sus obras? ¿Estas almas simples esperan realmente el
amanecer de un día tal?
Entiendo que tengo cierto derecho a hablar de la
dificultad de la comunicación con el mundo, puesto que mis
libros están prohibidos, precisamente en aquellos países
donde podría leérseme en mi propia lengua. Sin embargo,
tengo suficiente fe en mí mismo como para saber que con el
tiempo me haré oír, si no entender. Todo lo que escribo está
cargado por la dinamita que algún día destruirá las barreras
erigidas alrededor de mi persona. Si fracaso será porque no
puse suficiente di-namita en mis palabras. De modo que,
mientras tenga fuerza y la cosa me agrade, cargaré mis
palabras con dinamita. Sé que los individuos tímidos y
reptantes que son mis auténticos enemigos no piensan enfren-
tarme cara a cara en combate honesto. ¡Conozco a estos
pájaros! Sé que el único modo de alcanzarlos consiste en
descargarles un gancho que les llegue a lo íntimo, a través del
escroto; hay que llegarles al centro, y retorcerles las entrañas.
Eso hizo Rimbaud. Ese lizo Lautréamont. Por desgracia,
quienes se proclaman sucesores de estos hombres aprendieron la
técnica. Nos regalan palabrería sobre la revolución... primero
la re-volución tic de la palabra, y ahora la revolución de la calle.
,Cómo con-seguirán hacerse oír y entender si piensan
utilizar un idioma emasculado? Escriben sus bellos
poemas para los ángeles de cielo: ¿,Acaso intentan
comunicarse con los muertos?
Usted quiere comunicarse. Pues bien ¡comuníquese!
'Utilice todos y
uno de los medios disponibles. Si espera
cada
que el mundo acepte su jerga, porque es la que conviene para
hablar a derechas, o aun para ha-blar a izquierdas, se sentirá
cruelmente decepcionado. Es como el pugi-lista que sube al
cuadrado con la esperanza de acabar rápidamente.
Generalmente lo duermen por toda la cuenta. Cree que
logrará aplicar un uppercut o un golpe demoledor en el plexo
solar. Olvida defenderse. Abre completamente la guardia.
Todo el que quiere pelear necesita

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aprender primero algo sobre la estrategia del cuadrado. El


hombre clac rehusa aprender a boxear se convierte en lo quo,
en el lenguaje del cua-drado, se denomina "un tipo hambrienta
ele castigo”. En cuanto a mí mismo, ciclo decir que ya
recibí todo el castigo que podía asimilar. Desde ahora usaré,
la cabeza, el coco como suelen decir. Acecho la
oportunidad. Hago juego de Internas. Esquivo. Finteo. Amago
un poco, me tomo mi tiempo. Cuando llega el momento
golpeo con todas mis fuerzas.
Estoy contra las revoluciones porque siempre implican
un retorno al statu quo. Estoy contra el statu quo tanto antes
como después de las revoluciones. No necesito vestir camisa
negra o roja.
Quiero usar la camisa que convenga a mi gusto. Y
tampoco quiero saludar como un autómata. Cuando conozco
a alguien que me gusta prefiero estrecharle la mano. Para
decirle con sencillez estoy positiva- mente contra toda esa
charlatanería que se desarrolla primero en nombre de esto, y
luego en nombre de aquello. Creo solamente en lo que es
activo, inmediato y personal.
En los Estados Unidos escribía surrealísticamente antes
de conocer la palabra. Por supuesto, me costó mis buenos
puntapiés en el trasero. En los Estados Unidos escribí durante
diezaños sin conseguir que
me aceptara un manuscrito.
nadie
Tuve que mendigar, pedir prestado y robar para salir adelante.
Finalmente me fui del país. En París era un extranje- ro sin
amigos, y las pasé peores aún, aunque en otro sentido fue
mil veces mejor que la experiencia norteamericana. Tanto me
desesperé que al fin resolví estallar... y estallé. Con su modo
cortés y asnal los inge-nuos críticos ingleses hablan del
"héroe" de mi libro (Trópico de Cán- cer) como si se tratara de
un personaje que yo hubiese inventado. He destacado con
absoluta claridad que en esa obra hablaba de mí mismo. A lo
largo de toda la obra utilicé mi propio nombre. No escribí un
trabajo de ficción: escribí un documento autobiográfico, un
libro humano.
Menciono esto por la única razón de que ese libro
define un mo-mento crucial de mi carrera literaria... yo diría
más, de mi ciclo. En determinado momento de mi vida
resolví que desde ese punto en ade-lante escribiría sobre mí
mismo, mis amigos, mis experiencias, lo que

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sabía y lo que había visto con mis propios ojos. En mi


opinión todo lo demás es literatura, y la literatura no me
interesa. Comprendí que debía aprender a contentarme
también
con lo que a
con lo que podía abarcar, con
estaba mi alcance,
mi dominio personal. Aprendí a no avergonzar- me de mí
mismo, a hablar francamente de mi persona, a publicitarme, a
abrirme paso a aquí y allá cuando era preciso. El
codazos
hombre más que Estados Unidos produjo jamás no tuvo
grande
vergüenza de ofertar su propio libro de puerta en puerta.
Tenía fe en sí mismo e infundió tremenda fe al prójimo.
Tampoco Goethe se avergonzó de rogar a un amigo que
interpusiera su influencia ante los críticos.
Gide y Proust no se avergonzaron de publicar sus
primeras obras a su propia costa. Joyce tuvo el valor de buscar
durante años a la persona que le publicara el Ulises. ¿Acaso el
mundo era mejor entonces? ¿La gente era más amable, más
inteligente, más simpática, más comprensi- va? Consiguió
Milton un precio razonable por su Paraíso perdido? Podría
multiplicar los ejemplos. Para qué?
¡Pídese justicia!
Pues bien, todos los días la vida imparte su inexo-rable justicia.
No es ideal, quizá ni siquiera sea inteligente... desde el punto
de vista del dialéctico marxista. Pero es justicia... Los ingleses
se destacan particularmente por su clamoreo sobre la libertad y
la justicia. Atribuyen siempre mucha. importancia al fair play,
aun en guerra. Como si la guerra fuera un juego jugado de
la
acuerdo con reglas. Pero en los problemas fundamentales los
ingleses jamás se permitieron el lujo del fair play. Si lo
hubieran hecho no tendrían el vasto Imperio donde el sol jamás
se pone, según se vanaglorian fatuamente. No, los ingleses
pueden hablar de fair play, pero en la práctica siempre
emplearon las tácticas más cobardes.
Sé poco de historia, política, literatura, arte, ciencia,
filosofía, reli-gión, cte. Solamente que asimilé
sé lo mediante la
experiencia. No con-fío en los hombres que nos explican la
vida desde el punto de vista histórico, económico, artístico,
etc. Son los tipos que nos embrollan, manipulando sus ideas
abstractas. Entiendo que es uno de los más crueles engaños
impulsar a los hombres a depositar sus esperanzas de justicia
en cierto orden externo, en determinada forma de gobierno,
en

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un orden social,en algún sistema de derechos ideales. Todos


los días leo aquí o allá algo sobre la dialéctica marxista, como
si no entender esa jerga fuera una mancha para la
inteligencia del hombre. Bien, debo confesar, y lo hago de
muy buena gana, que jamás leí una línea de Car-los Marx.
Nunca me sentí obligado a hacerlo. Y más escucho a sus
discípulos y más comprendo que no perdí nada. Afirman
que Carlos Marx explica la estructura de nuestra sociedad
capitalista. No necesito que me expliquen nuestra sociedad
capitalista. ¡Al demonio con la so-ciedad capitalista! ¡Al
demonio con la sociedad comunista y con la so-ciedad fascista
y con todas las demás sociedades) La sociedad está
formada por individuos. Me interesa el individuo... no la
sociedad.
Lo que me parece patético, lamentable, deplorable y
ridículo cuan-do recorro las páginas de este libro inglés
sobre el surrealismo es el esfuerzo por "armonizar". Esta
momentánea tregua entre el ingléses como un y el francés
galanteo entre la serpiente y el águila. André Breton, el gran pez
fuera del agua, pontifica solemnemente, como de costumbre.
Revive el lenguaje del doctor Johnson, lo deforma a través de
su francés freudiano, y se diría que imparte a los ingleses
instrucción elemental sobre el arte de explorar el inconsciente.
En la persona de Hugh Sykes Davies tiene un discípulo capaz;
este muchacho, inflado desproporcio- nadamente por su
erudición, corre peligro de estallar. No necesita más que otro
soplido de André Breton.
No, los dadaístas eran más divertidos. Por lo menos
tenían humor. Los surrealistas tienen excesiva conciencia de
lo que hacen. Es fasci-nante leer el catálogo de sus
intenciones... pero ,cuándo piensan arran-car? En cambio,
véanse estos pasajes del Manifiesto Dadá de 1918:
"No estoy por, ni contra, y no explico porqué odio el
buen sentido".
"La dialéctica es una divertida máquina que nos
conduce - de un modo estúpido -a opiniones que de todos
modos habríamos alcanzado".
"Dios puede permitirse no tener éxito: Dadá también".
Y ahora citemos nuevamente al demonio: "Lea
grandeza de cual-quier organización. activa que es la
cristalización de una idea reside en el espíritu de fanatismo
religioso y de intolerancia con que ataca a todas las demás,
en su fanática convicción ele que sólo ella tiene

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razón. Si una idea es fusta en sí misma y, armada con tales


armas, se lanza a la conquista del mundo, es invencible y
la persecución no tendrá otro efecto que aumentar su fuerza
interior".
Correspondería preguntar de dónde sacó Hitler esta
sólida y absur-da idea. ¿De Jerónimo? ¿De Agustín? ¿De
Latero? De todos modos, la humanidad siempre acompaña al
carro del vencedor. ¡Dar con la idea justa! ¡El bello e
insensato sueño de una solución tajante! ¡Pero no perdamos
de vista el "fanatismo religioso y la intolerancia"! Tiene su
importancia..

indirecta
Anoche
.
llamado
estaba
The Laic
ensayo de crítica
examinando
un paso en una
Mystery.
ese
Es
dirección que los ingleses nunca tomaron y nunca tomarán,
aunque la nación entera adhiera al surrealis-mo. Tomemos
algunos fragmentos al azar...
"Nada más conmovedor que un animal tratando de
reconquistar el secreto de la palabra humana, que él descubrió y
luego perdió".
"Sin retruécanos y enigmas no hay arte serio. Es decir,
sólo queda el arte serio".
Esto puede parecer impertinente, pero es
surrealísticamente cierto: Diamond Jim Brady era un capitalista
decente. Tenía buen corazón. Era magnánimo. En cambio.
Fulano de tal era un idiota rapaz aún antes de reblandecerse.
Hubiera sido un baldón para cualquier sociedad de cual-quier
época. Si usted sigue la lógica del asunto le damos una
vuelta gratis.
Siempre nos referimos a la sociedad como si ella
estuviera formada por dos clases, los que tienen y los que no
tienen. Además de las líneas de clase, los hombres de la
sociedad civilizada están divididos por la inteligencia (los
menos capaces estánmuy lejos de la inteligencia del salvaje),
el temperamento, raza, el idioma, la profesión, la doctrina,
la
los principios, y mil cosas más. Tómese una muestra en
cualquier sitio
de la evolución de la

pintor
qué
Volvamos a
que aca-baba
no era capaz de
y en cualquier
raza
Freud
de ser
pin-tar:
. momento

De
analizado,
y se tendrá
humana del principie al final.
una

una carta que escribía un


y que se preguntaba por
historia

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"Por lo que sé, el hombre nunca estuvo a salvo de la


enfermedad. La salud y la enfermedad coexistieron siempre.
Los médicos se han interesado y se interesan aún por la
enfermedad, no por la salud. Ningún médico propuso jamás dar
salud al hombre... sólo prometió eliminar la enfermedad. Toda
su atención está en la enfermedad. La salud se
concentrada
encuentra en el trasfondo, como un ideal, pero uno se desplaza
de manera realista en una curva hacia ese ideal. No
avanzamos hacia el ideal de la salud de un modo directo,
drástico, fanático. Parte del inten-so temor a la enfermedad que
todos alentamos se origina en el deseo inconsciente del
médico de explotar la enfermedad.
"Es indiscutible que la enfermedad es un factor vital y
constante de la vida, y que al hacer hincapié en la salud
subrayamos un ideal insoste-nible, un engaño. Más aún, a pesar
de toda nuestra lucha contra la en-fermedad, no hemos
realizado progresos reales ; simplemente hemos establecido
nuevas constelaciones de la combinación salud - enferme- dad.
Además, de un modo falso y casuístico hemos disminuido la
im-portancia y los beneficios do la enfermedad. En
resumen, hemos interpretado la historia de la guerra entre la
salud y la enfermedad como interpretamos todas las demás
historias... de acuerdo con nuestras ins-tituciones y nuestros
prejuicios. ( Confío en que no será necesario pun-tualizar las
auténticas contribuciones a la civilización realizadas por las
grandes plagas, o por individuos, evidentemente
desequilibrados, como Buda, Jesús, San Francisco, Juana de
Arco, Nietzsche, Dostoievski, Napoleón, Cenghis Kahn y
consortes.)
"Abordemos el problema más inmediato, el
fundamental conflicto entro el artista y la colectividad la
actitud cada día mas difundida en el público de que el artista
es un leproso, la actitud de según la cual el arte
los analistas
es simplemente expresión un conflicto neurótico, la
de
acentuación y objetivación de una condición hallada en otros
estratos de la sociedad, la confusión de los propios artistas con

.
respecto a la natu-raleza y al propósito del arte, al mismo
tiempo que el definido concepto de numerosos artistas de clac
«el arte es una cura» Se me ocurre que el problema que
todos deben plantearse
vital, más fecunda, más
es el siguiente: cuál
válida, más
es
perdurable .
la reali-dad más
la realidad

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científica o la artística? (Comprendo que el planteo mismo


podría me-recer críticas. Ingresamos inmediatamente en el
dominio de la metafísi- ca, del que no hay salida, salvo en
dirección a la vida.) Pero si aceptamos la existencia de una
divergencia entre las actitudes científica y poética hacia la
vida, ano es bastante evidente que el abismo que las separa es
hoy infranqueable? En la actualidad la masa de la humanidad
está totalmente sometida a la atracción hipnótica del espíritu
científico, y el arte lucha por su vida, por el derecho mismo a la
existencia.
descubrir si usted considera que la labor del
"Quiero
analista es un esfuerzo por lograr la adaptación del hombre a la
realidad, y en ese caso, si estima que dicha adaptación es más
importante que la recreación de la realidad por medio del arte.
,Prefiere un suave alisamiento, el funcio-namiento aceitado del
individuo en la sociedad en lugar del estado de tensión, de
erupción y de fertilidad? Por supuesto, usted contestará No.
Sin embargo, de ello se deduce que el artista promueve la
discordia y la lucha. El intento de eliminar los elementos
perturbadores de la vida mediante la r«adaptación» equivale
a expropiar al artista. El temor, el amor, el odio, todas las
variadas y contradictorias expresiones o reac-ciones de la
personalidad, son la trama y la urdimbre auténticas de la
vida. No es posible extirparlos sin que se derrumbe toda la
estructura.
"Sin duda usted me contestará: Eso es precisamente lo
que el ana-lista intenta hacer, lograr que la gente acepte la vida
como lucha, como conflicto y juego. Pero el analista asume
inmediatamente el papel de exorcizados, y las razones por las
cuales nuestra vida ofrece semejante pauta le interesan mucho
menos que el modo de combatirla. Afirmo que con la creciente
boga del analista la neurosis se difundirá cada vez más. La
neurosis cobrará carácter universal. Ocupará el lugar que le
corres-ponde en la jerarquía de nuestras enfermedades, como la
tuberculosis, el cáncer, cte., ocuparon su lugar en la lista de
enfermedades de nuestros antepasados. Le harán una capilla, y
más fingiremos luchar contra ella y más fuertemente arraigará.
"Por qué no extirpamos la tuberculosis, la sífilis, el
cáncer, cte., si sabemos muy bien cómo hacerlo? ¿Por qué no
prevenimos en lugar de curar? Porque el cáncer, la sífilis, la
tuberculosis, la neurosis constitu-
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yen un ingrediente tan definido y estable de nuestra vida como


la máqui- na, la aeronave, el rascacielos, cte. Es la
configuración psíquica y sus-tancial que deseamos. Cuando
queramos otra la tendremos... ¡simplemente queriéndola!
Y el objetivo del artista, según lo veo, es conseguir que la
gente desee otro cuadro, un cuadro diferente. Las al-mas
equilibradas, sensatas y adaptadas, están siempre dispuestas a
repli-car: `Pero así es la vida... imposible cambiarla... ¡usted
está loco!» Y el artista replicará siempre: alienen razón. Sólo
quiero lo imposible, lo maravilloso. Mañana verán cinc lo que
yo no era imposible. Pero entonces será demasiado
proclamaba
tarde, pues mañana verán nuevamente con ojos diferentes, y
nuevamente gritarán: ¡Imposible! Ustedes viven el mañana y
el ayer; yo vivo únicamente el momento actual. Por lo tanto,
vivo eternamente. Soy intemporal. Y puesto que esto último
es eviden-temente falso, ustedes tienen razón y yo continúo
errado. Aquella razón arranca de éste mi error. Tener razón
equivale a estar atrasado o adelan-tado en el tiempo. ¡Lo único
que nos separa es el tiempo!
"El arte, según lo veo, es la expresión de este abismo,
de esta falta de sincronización: es la proyección del cuadro
universal de la indivi-duación. El hombre contra el universo.
Contra, por favor presten aten-ción. La obra de arte, el poema,
es el símbolo de su latitud y longitud, de su posición temporal
en el tiempo y en el espacio.
"Acaso el análisis, o la revolución, o cualquier otra
cosa disolverá este cuadro? ¿Acaso la comprensión es un
objetivo en sí mismo, o es simplemente un subproducto?
¿Deseamos una relación más íntima entre el artista y la
colectividad, o queremos una creciente tensión? ¿Quere- mos
que el arte sea más comunicativo, o pretendemos que sea
más fe-cundante? ¿Aspiramos a que cada hombro se
convierta en artista, eliminando de ese modo el arte? Creo
que inconscientemente todos los grandes artistas hacen cuanto
está a su alcance para destruir el arte. Con esto quiero decir
que se esfuerzan desesperadamente por derribar el muro que
se alza entre ralos mismos y el resto de la humanidad. No en
bien de la hermandad humana, porque en el fondo son
tiranos (como Mahoma, Buda, Cristo, Tamerlán), sino con la
esperanza de desembocar en un dominio más intenso y vívido
de la experiencia humana. No lucha

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por aislarse de sus ya que es precisamente


conciudadanos,
este aisla-miento el que a crear, sino más bien por
lo impulsa
emanciparse de las relaciones falsas que mantiene con ellos, de
las relaciones falsas con la naturaleza y con todos los objetos
que lo rodean. El arte es sólo una de las manifestaciones del
espíritu creador. Lo que todo gran artista expre-sa en su obra es
el deseo de vivir una vida más rica; su obra misma es sólo una
descripción, un desarrollo, por así decirlo, de estas posibilida-
des. El peor pecado que puede cometerse contra el artista
consiste en tornarle la palabra, y en ver en su obra una
realización en lugar de una perspectiva. Da Vine¡, que nos
inquieta más que ningún otro artista, y que dejó tanta obra
inconclusa -¡afortunadamente! -
nos ofreció el sím-bolo de su
deseo en ese índice alzado que nos habla más lacónicamente
que la famosa sonrisa de la Mona Lisa. Da Vine¡ fue el
precursor de esos patólogos del alma que ahora marchan al
frente con megáfonos y altoparlantes.
"La contribución de Freud a la causa de la ilustración
humana (se-gún reza la estúpida frase) es creadora y anárquica,
como corresponde a su raza y a su temperamento; en él aparece
el mismo espíritu implacable de sus predecesores, la misma
condición árida, monótona, y luminosa del desierto, la línea
geométrica, el teorema, los axiomas y, natural-mente, la
hipótesis áurea. Lleva lo absoluto. en la sangre. Una rectitud
anal, el frígido puntillo, una gris vivacidad sin alegría ni
sensualidad. Incapaz de reconciliarse con el mundo (es decir,
con la filosofía puso el mundo cabeza abajo.
de la época),
Creó una ficción que a matar el tiempo. Lo cual
ayudó
contribuyó, salvo mejor opinión, no ala adap-tación de Freud al
mundo sino a la adaptación del mundo a la imagina-ción de
Freud. Su teoría del psicoanálisis es una obra de arte,
como otras muchas, y vivirá una existencia pura y aislada. Su
verdad es inco-municable. Lo que ocurrirá mañana en nombre
de la sagrada causa pue-de tener poco o nada que ver con la
creación de Freud. Afirma el rumor que aun Hitler se mostró
dispuesto a utilizar el psicoanálisis para sus propios fines, tal
como hizo con la astrología. El significado de la crea-ción de
Freud es puramente estético. A medida que se acerca
lentamente a la muerte, no sólo se muestra sinceramente
dudoso respecto del futu-

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ro, sino francamente pesimista. Hay una suerte de ansiosa


interrogación, una duda diríamos, con respecto a la eficacia de
sus investigaciones de los misterios de la psiquis humana.
(¿No hay algo un poco humorístico en el caso, como si quizás
el viejo pájaro nunca se hubiera detenido a pensarlo?) Sin
embargo, ¡nada de panaceas! Eso es evidente. Y si en
definitiva el gran Sigmund Freud se encuentra enredado en
su propia mentira creadora, alguien puede negar que millares
de individuos que creyeron implícitamente en la eficacia de
su terapia, por ese camino pudieron gozar más intensamente
de la vida? A veces pienso que cuando Freud puso al mundo
cabeza abajo, debe haberse sorprendido más que nadie de ver
que tendía a permanecer en esa posición. Los discípulos de
Freud, como es norma en los discípulos, se esfuerzan por
poner nueva-mente al mundo sobre los pies. El papel de los
discípulos consiste siem-pre en traicionar al maestro. La
moraleja es que independientemente de la grandeza del
maestro, el mundo no permanecerá para siempre cabeza abajo.
"En el mundo siempre hubo y siempre habrá hombres
que son cu-radores, así como siempre habrá un orden de
sacerdotes, uno de guerre-ros, uno de reyes, uno de poetas. En
nuestros días está decayendo el interés por las enfermedades
físicas. (La importancia de la cirugía es sólo una de las
numerosas pruebas del hecho). Nuestro mundo padece
desórdenes mentales, desequilibrios y neurosis de un tipo o de
otro. Así como la literatura vira a veces de lo poético a lo
prosódico, así asisti-mos ahora al desvío de los desórdenes
físicos a los mentales, con la inevitable aparición de nuevos
tipos de genios en las filas de los tera-peutas mentales. Lo
único que la personalidad creadora exige es un nuevo
campo en qué ejercitar sus potencias; a partir de las oscuras
fuer-zas iniciales y mediante el ejercicio de sus facultades
creadoras, estas personalidades impondrán al mundo una
nueva ideología, un nuevo y vital conjunto de símbolos. La
masa colectiva desea la sustancia con-creta, visible, tangible...
suministrada por las teorías de Freud, Jung, Rank Stekel y
consortes. La masa puede escudriñar esa sustancia, ru-miarla,
masticarla, despedazarla o postrarse ante ella. La tiranía
siempre se desempeña mejor bajo el disfraz de las ideas
liberadoras. La tiranía de

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las ideas es simplemente otro modo de expresar la tiranía


de algunas grandes personalidades.
"Existe un amplio paralelismo entre las figuras
religiosas del. pa-sado y los psicólogos modernos. El tema
subyacente es la salvación, sea que se lo denomine encontrar a
Dios- o que se hable de adaptarse a la realidad. («¿Nadie
logrará sistematizar la confusión, contribuyendo de ese modo
al descrédito total del mundo de la realidad?, pregunta Dalí.)
Cuando se agotan los símbolos mediante los cuales el
hombre se vin-cula con el universo, es indispensable hallar
otros nuevos, vitales, que lo reintegren al universo. Este
proceso, de carácter oscilante, reviste la condición de una
macro -microcosmización del universo. De acuerdo con la
dirección que tome el péndulo, el hombre tiende a ser él
mismo, Dios, o simple basura. Actualmente el mundo se ha
inflado de tal modo que Dios se encuentra totalmente
desplazado. La exploración del In-consciente, ahora en proceso
de realización, constituye una confesión de la bancarrota del
espíritu. Cuando casi alcanzamos lo Absoluto, cuando ya no
podemos trabajar en él, o con él, quedamos suspendidos en
el aire... y restablecemos cierto relativo equilibrio.
"Hace poco, en una exposición de pintura moderna tuve
la terrible sensación de este deseo del hombre moderno de
explorar ese mundo ignoto del Inconsciente. Aludo más
particularmente a la sección surrea-lista de la exposición. Era
una extraña tarde, sombría, neblinosa y si-niestra, como uno
de esos días de principios del medievo, cuando tan a menudo
los cielos mostraban signos y presagios, los ominosos siempre
en mitad del día. Llego al salón principal alrededor de las
cuatro. No se han encendido luces que iluminen estas
maravillas. Derivan alrededor de mí en una suerte de penumbra
oceánica. Echo una ojeada y sólo descu-bro tres personas en el
vasto salón. Ambulo de sector en sector, como si estuviera bajo
el océano, y gradualmente descubro que soy el único
espectador. La oscuridad se acentúa. Tengo que acercarme a
centímetros de los cuadros para verlos. De pronto me parece
muy extraño que en esta vasta galería haya centenares de
cuadros sin público. Entonces, humorísticamente, y también
un poco desesperado, digo, con voz bas-tante alta: a ¡Eres el
único público; la exposición es para ti!» Inmedia-

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tamente, el pensamiento cobra parece


forma... me
singularmente justo que así sea, que yo sea el único que está
allí para expresar una aprecia-ción informulada. Después de un
rato observo que los guardianes mero-dean tras mí, examinando
también los cuadros... y se diría que lo hacen con desusado
interés. Los miro con más atención y, aunque parezca
mentira, advierto que se dirigen instintivamente hacia los
cuadros su-rrealistas. ¡Entonces, quizás estos autómatas, por
cuya opinión nadie da un céntimo, quizás estos retardados y yo
mismo seamos el único públi- co válido de una exposición
surrealista! ¡Excelente! De todos modos, lo considero
extrañamente significativo, si se quiere simbólico. No sólo la
ausencia del público, sino la helada y la niebla... y la falta total
de ilumi-nación. Casi podríamos imaginar que el país fue
asolado por una peste, y que sólo quedaron algunas almas
monásticas, entre ellas los guardia- nes y yo mismo, para gozar
de los beneficios de una civilización desapa-recida. Entonces se
planteó a mi espíritu un extraño problema. ¿Eran estos
ejemplares surrealistas parte de nuestra desaparecida
civilización, y por se los había olvidado antes
consiguiente
siquiera de conocérselos,o ya tenían existencia en un tiempo
que aún no había comenzado y que, por consiguiente, era
invisible para el ojo común? Me pregunté cómo recobraría
Dalí su notable caballo eterizado, y si lo lograría; también si,
por acción o por omisión, sufriría una metamorfosis que
sorprendería a todo el mundo, al extremo de producir algo
semejante a un milagro. Si, por ejemplo, el caballo se
desprendiera bruscamente del marco y lograra ocultarse en el
candelero que se balanceaba del cielorraso. Si descubrían que se
trataba de un caballo real, sólo que un poco anormal,
narcotizado por el pintor Dalí para revocarlo sobre la tela. ¿Y
-
cómo lo afectarían me refiero al caballo la humedad y el -
verdín? Por mi cerebro pasaban en rápida sucesión toda clase
de enigmas.
"¿Y qué veía en este festival del Inconsciente? ¿Qué
extraían de las profundidades los maestros de este dominio
inexplorado? Por una parte, losórganos del cuerpo humano,
esos trozos que solamente en la carni-cería miramos sin
estremecernos. Vi las entrañas que se abrían y despa-rramaban
extravertidamente sobre la débil masa de piel y huesos. Vi las
hambrientas y mordientes entrañas del hombre, tanto tiempo
escondidas,

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despreciadas, ignoradas, denigradas, insultadas, las vi brotar


en audaz afirmación, entretejiendo una
e histérica
sangrienta
leyenda -pero mara-villosa mente sangrienta e histérica sobre -
los muros escarchados de Versalles. Me siento absolutamente
cómodo entre estos histéricos es-pectros de lo profundo. Mil
veces más cómodo que en la carnicería o en la funeraria. Floto
entre ellos en la penumbra cada vez más acentuada de un
auténtico éxtasis. El caballo de Dalí con los órganos sexuales
moto-rizados es mucho más real que la realidad, lo cual
naturalmente corres-ponde a la naturaleza de un oxymoron, si
uno ha incurrido en pecado de pedantería. Este caballo con
cabeza de mujer, con su sexo motorizado tomado de Darwin,
Edison, Freud y Cía. con sus
Ltda., residuos y frag-mentos
mitológicos y atávicos, el anzuelo con el sebo clavado como
un aguijón en el recto, su color y su olor, la nostalgia que
evoca (Troya, Bucéfalo, Buque de Guerra, El Museo de
Diez Centavos, Laotsé, Meissonier, Heliogábalo, Montezuma,
Infanticidio, La Dama del Lago,para mencionar nada más que
algunos), las partes incongruentes y anó-malas, el devastador
absurdo, al mismo tiempo que el sentido de espa-cio, que falta
y a pesar de ello nos devora, y todo ello, sexo, insensatez,
veneno, nostalgia, hipótesis darwinianas y lamparillas
eléctricas, sin olvidar los locales de máquinas - tragamoneda
y las estatuas que serán derribadas, forman una
olvidadas
realidad total tan seductora que uno se siente impulsado a
meterse caminando en la tela, para recostarse y morir allí. Y si,
cher ami, como usted observó cierta vez mientras bajábamos
por la Rue de la Gaieté, es imposible o fútil pintar el
Inconsciente, le ruego acepte en mi nombre esta réplica del
Inconsciente que tendrá que servir hasta que se traigan
refuerzos y se consoliden las trincheras. Qui-zás esto no sea ni
siquiera una representación del Inconsciente, sino una
necesidad del Inconsciente. Y permítame agregar que
cuando se esta-blece una inviolable unión entre Idea y
Representación podemos sin estorbo ni temor tomar la una por
la otra y viceversa.
"Como antaño, cuando el mito cristiano tenía agarrado
al hombre por los testículos, de modo que era capaz de pintar,
sólo madonas, án- geles, demonios y cosas por el estilo, se me
ocurre que ahora tenemos en los cuadros de los surrealistas
el embrión de los futuros ángeles,

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demonios, madonas, etc. Entreveo cierta oscura relación entre


la banca-rrota de las fuerzas intelectuales conscientes (la
insania del mundo ac-tual) y la aparición de este nuevo gran
imperio de las sombras (la insania del futuro) que, reclamando
que se lo explore y diagrame, revivirá las potencias
sensoriales del hombre, de modo que éste pueda contemplar el
mundo que lo rodea con renovada exaltación y más vívida
conciencia. Veo en ello el deseo de desinflar el universo
abstracto y materialista del hombre de mentalidad científica, el
deseo de colmar su concepción de la naturaleza,
las grietas de
hecha de agujeros y teoría, para que poda-mos vivir, si es
necesario, incluso en un espacio no mayor que una celda
acolchada, y para que nos sintamos uno con el universo. El
artista está dando ahora una primera mano de pintura a esa tela
rígidamente tensio-nada por el hombre de ciencia, quien se
concentró de tal modo en la tarea que olvidó para qué la
destinaba. EL mundo entero ha olvidado casi para qué fines
debía servir la tela. También los artistas casi lo han olvidado,
o por lo menos es el caso de la mayoría de ellos. Sin embargo,
algunos han comenzado a extender una buena y espesa capa
de incons-ciente; y ya han taponado algunos de los boqueantes
agujeros.
"Vuelvo ahora a los exploradores, a los grandes
precursores, como
tales el Padre Freud, Jung y
el Místico
consortes, y afirmo que lo que ellos buscan no es crear una
técnica de psicoanálisis, y ni siquiera una teoría científico -
filosófica. Nada de eso. Lo que hacen es ofrecerse a nuestra
atención como ejemplos de las potencialidades existentes
en todos y cada uno de nosotros. Intentan eliminarse como
doctores, hom-bres de ciencia, filósofos, y teóricos, y
procuran revelar la naturaleza milagrosa del hombre, las
vastas posibilidades que se extienden ante él. No desean
discípulos ni expositores, no quieren ser imitados... anhelan
simplemente señalar el camino. Afirmo que deberíamos volver
la espal-da a las teorías de estos hombres, deberíamos
destruirlas. Sería preciso que convirtiéramos en inútiles todas
estas teorías. Que cada cual vuel-va' la mirada hacia su propio
ser y se contemple con temor y maravilla, con misterio y
reverencia; que cada cual promulgue sus propias leyes, sus
propias teorías; que cada cual promueva su propia
influencia, su propio estrago, sus propios milagros. Que cada
cual, como individuo,

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asuma los papeles de artista, de curador, de profeta, de


sacerdote, de rey, de guerrero, de santo. Que no haya división
de trabajo. Recombinemos los dispersos elementos de nuestra
individualidad. Reintegrémonos.
"El dirigente religioso como en los
el analista, despierta
hombres la conciencia del Id, el fundamento y gran reservorio
desconocido de la humanidad. Cuando infunde en los hombres
conciencia de esta identidad de substrato, de esta fraternidad
debajo del cinto, de esta acechante hu-manidad, por así decirlo,
pone en movimiento una fuerza de oposición: la divinidad. Si
se traza un gráfico psicológico de la mente humana resulta
algo parecido a un témpano, del que un tercio es visible y
dos tercios invisibles, estos últimos bajo la superficie del mar,
bajo el um-bral de la conciencia. Los grandes témpanos se
distinguen de los peque-ños por la altura y la profundidad... y la
medida de una es la medida de la otra. La misma fuerza que
dilata la altura de un témpano lo hace tam-bién más profundo
que los otros. El aislamiento es el índice de profun-didad. ¿De
qué sirve, pues, que los analistas subrayen la adaptación a la
realidad? ¿A qué realidad? ¿La realidad de quién? ¿La
realidad del témpano Primo o de los témpanos X, Y, Z?
Todos derivarnos en las profundidades del océano y volamos
en la estratosfera. navegan un poco más bajo, otros
Algunos
trepan un poco más alto pero siempre es aire y agua, siempre
es la realidad, aunque se trate de una realidad completa- mente
absurda. El analista subraya la realidad de las profundidades
más hondas, y el dirigente religioso la realidad espiritual
estratosférica. Nin-guno de ellos es apropiado. Ambos deforman
el cuadro de la realidad en la apasionada persecución de la
verdad. El artista no se interesa en la verdad o la belleza per
se. El artista da cima al cuadro porque su actitud es
completamente desinteresada. Su visión esquiva el
obstáculo; se a agotarse en ataques frontales. Su obra,
niega
que es simplemente ex-presión de su lucha por adaptarse a
una realidad de su propia confec-ción, resume todos los
demás abordajes de la realidad y les confiere significado.
"La experiencia por sí misma carece de valor, y lo
mismo puede afirmarse de la idea. Para conferir validez a
cualquiera de ellas es preci-so utilizarlas en una conjunción
plástica. En resumen, nunca hemos de
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curarnos de nuestras dolencias (físicas o mentales), nunca


hemos de alcanzar el cielo (real o imaginario) y jamás
lograremos eliminar nues-tros instintos malignos y deformantes
(sean ellos los que fueren). En el dominio de las ideas
podremos llegar a lo sumo a una filosofía de la vida (no a
una ciencia de la vida, expresión intrínsecamente contradicto-
ria); en el dominio de la experiencia nunca lograremos mejor
expresión que la manifestación de nuestra naturaleza animal (no
de nuestras pautas culturales). El supremo objetivo del hombre
como pensador consiste en alcanzar una pauta, una
síntesis, en
aprehender poéticamente la y supremo
vida; el principal
objetivo del hombre como animar consiste en vivir sus
instintos, en obedecer a sus instintos, que lo, llevarán donde a
ellos mismos les plazca. Mientras no pueda comportarse como
un salvaje, o peor aún que el salvaje, y pensar como, un dios,
o mejor aún que un dios, sufrirá e imaginará remedios,
gobiernos, religiones, terapias. Mo-tiva toda su conducta el
temor... el temor a la muerte. Si pudiera superar este
sentimiento lograría vivir como dios y como bestia. Este
temor de la muerte ha creado una cosmogonía completa de
temores secundarios que nos torturan de mil modos diferentes.
Vivimos lidiando constante- mente con los pequeños temores y
las dolencias menores. Como sabe-mos, éstos son los
melódicos tonos menores de la vida. Cuanto más grande la
personalidad, mayor la simplificación, el diapasón, la tensión,
la polaridad, la sustancia, la vitalidad. Podemos tomar el
miedo, aislar-lo,y contraponerle una gran sinfonía de la vida. O
bien podemos negar-nos a reconocerlo, librar todos los días un
millón de batallas triviales, y obtener así ese picadillo rancio
que la mayoría de los hombres ingieren en lugar del alimento
sano".
"QUIZÁ NUESTRA ÚNICA MISIÓN SEA LA
LIQUIDACIÓN DE CIERTA HERENCIA ESPIRITUAL QUE
A TODOS NOS INTERESA REPUDIAR, Y ESO ES' TODO".
(André Breton).
El surrealismo comienza más o menos inocentemente
como rebe-lión contra la insania de la vida cotidiana. La idea
aparece maravillosa- mente expresada en uno de los primeros
pronunciamientos de Breton: "Estoy decidido a reducir a la
impotencia ese odio de lo maravilloso que prevalece en cierta
gente." Naturalmente, aquí Breton no se refiere sólo

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a los porteros. Alude a todo el mundo (qué no vive como


el poeta) desde el Presidente de Francia al deshollinador.
Tarea considerable. Prácticamente, un desafío al mundo entero.
Pero la idea no es de ningún modo confusa. Es tan clara como
la luz.
"LO MARAVILLOSO ES SIEMPRE BELLO. TODO
LO QUE ES MARAVILLOSO ES BELLO. ES
INDUDABLE QUE SÓLO LO MARAVILLOSO ES BELLO.”
Si uno abarca de una ojeada la parafernalia que
distingue a nuestra civilización de las anteriores -me refiero
a los barcos de guerra, las fábricas, los ferrocarriles, los
torpedos, las máscaras antigases, etc.- se comprende que ésta
es nuestra civilización y no cualquier otra cosa a la que
atribuimos el carácter de civilización. La civilización son las
dro-gas, el alcohol, las máquinas de guerra, la prostitución, las
máquinas y los esclavos de la máquina, los bajos salarios, el
alimento corrompido, el mal gusto, las prisiones, los
reformatorios, los manicomios, el divor-cio, la perversión, los
deportes brutales, los suicidios, el infanticidio, el
cinematógrafo, el charlatanismo, la demagogia, las huelgas,
los cierres patronales, las revoluciones, los golpes de mano,
la colonización, la silla eléctrica, las guillotinas, el sabotaje, las
inundaciones, el hambre, la enfermedad, los pistoleros, los
reyes del dinero, las carreras de caballos, las exhibiciones de
modas, los perros de lanas, los perros chow-chow, los gatos
siameses, los preservativos, los pesarios, la sífilis, la gonorrea,
la locura, las neurosis, etcétera.
Cuando Dalí habla de sistematizar la confusión ¿se
refiere a esto, a esta confusión auténticamente maravillosa,
aunque quizá no tan bella? Toda esta maravillosa confusión
está sistematizada. Si le agregamos otra pizca de confusión la
burbuja estallará. El surrealismo es expresión de esta
confusión universal. El cristianismo también fue expresión
de una confusión universal.
Pero en los cristianos primitivos no estaban
realidad
locos. En todo caso, no más que los surrealistas modernos.
Ocurría simplemente que se sentían desdichados, incapaces de
afrontar la lucha que la vida les exi-gía. Los cristianos
inventaron una vida en el más allá, donde todo sería miel sobre
hojuelas, por así decirlo. Los surrealistas son casi igualmente

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ultraterrenos. " ,Está dispuesto el hombre a arriesgarlo todo,


de modo que en el fondo mismo del crisol en el que
proponemos volcar nuestras mediocres capacidades... pueda
gozar la alegría de ver durante un ins-tante la luz que cesará de
parpadear?”
No cabe duda de que el surrealismo es el lenguaje
secreto de nues-tro tiempo, la única contrapartida espiritual a
las actividades materia-listas de las fuerzas socialistas que
ahora están arrinconándonos. Las aparentes discrepancias
entre el lenguaje de Breton, y el de Lenin o de Marx son
superficiales. El surrealismo ofrendará una doctrina espiritual
nueva, más profunda, más auténtica y más inmediata a los
revoluciona- rios económicos, sociales y políticos. Después de
todo, la Iglesia no ha sido derrotada. El cristianismo no ha
muerto. Se acerca al triunfo... después de 2.000 años de lucha
fútil.El mundo será puesto de cabeza... y es posible que esta
vez se quede así. A menos que aparezca "el ánade de la duda
con los labios de vermut" y trastorne todos los cálculos...
Mientras escribo tengo ante mí el último número del
Minotaure, el más valioso índice de los tiempos. EL diseño de
la tapa pertenece a Dalí, y por lo que puedo entender
representa una concepción moderna del Minotauro. Al
margen hay una serie de dibujos a pluma, todos de dife-rente
concepción. El aspecto más destacado del Minotauro de Dalí
es el tórax hueco donde el pintor alojó una langosta de
maligno aspecto. ¡Sorprendente, porque las entrañas han sido
vaciadas completamente! de cada muslo hay un
En la cúspide
objeto: la pierna derecha una taza de vidrio y una
contiene
cuchara, y la izquierda una botella oscura con un corcho. La
pierna izquierda parece también abotonarse y desabotonarse. La
derecha sostiene una llave, y precisamente encima del
tobillo una esposa muerde los tendones y la carne. Pero, como
ya he dicho, el as-pecto principal son las entrañas ausentes
y la langosta que se mete esforzadamente.
Hojeando las páginas de esta revista advierto que se
.
ocupa total-mente de la desintegración: terminaciones
nerviosas, necrofilia, sadis-mo, escatología, fetichismo,
embriología. Ici on charcute 1'embryon. Es una imagen
perfecta de nuestra época, una pequeña y agradable ima-gen
colateral que confirma la impresión que recogí al leer el
discurso de

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Céline en honor de Emilio Zola. Este discurso de Céline se


ocupa ex-clusivamente de los instintos de muerte del hombre,
de su alucinante deseo de autodestrucción. Céline afirma que
hoy no existen hombres jóvenes. Nacen viejos. Somos presa
de una obsesión sadomasoquista, y no habrá liberación
mientras no seamos eliminados todos. Hitler es nada comparado
con los monstruos que vendrán. Y agrega que es probable
que los peores aparezcan aquí, en Francia. Con todo lo cual
convengo enteramente.
Para el año 2000 de nuestra Era estaremos
completamente: bajo la égida de Urano y de Plutón. La
palabra comunismo será una expresión obsoleta conocida
únicamente por los y los etimólogos. Esta-remos
filólogos
preparando el terreno para
nueva anarquía que sobrevendrá
la
con el advenimiento del nuevo signo zodiacal, Acuario.
Circa 2160 de nuestra Era. Claro que ya no se hablará de
nuestra Era, y la expresión dejará de tener sentido. Antes de
ingresar definitivamente bajo el nuevo signo tendremos un
calendario absolutamente nuevo. Lo profetizo aho-ra.
Un hombre vive con soles muertos en su propio
interior o estalla como una llama y vive la vida de la Luna.
O se desintegra completa- mente y expulsa un cometa llameante
que atraviesa el horizonte. Y entre tanto, por doquier, la
langosta se abre paso esforzadamente y mordis-quea las
entrañas. El Minotauro es la representación de nuestro propio
ser en el umbral de una nueva era. Debemos ser devorados al
paso que devoramos. La botella, la llave, la tacita de café y
la cuchara son las últimas reliquias ocultas en la carne.
Cuando en los años futuros desa-botonen la pierna de nuestro
cuerpo otrora esos mi-núsculos tesoros y los
sagrado, hallarán
apreciarán. a los etnólogos. Estos pájaros, quiero
Me refiero
decir los arqueólogos, nos acompañarán siempre. Las cosas
seguirán ese curso, ruinas y reliquias, nuevos bosques de
guerra, nuevos rascacielos, tratados de paz, guerras santas,
repartos, alianzas, descubrimientos, invenciones, más ruinas,
más progreso constante y por doquier entre
reliquias,
hambres, inundaciones y pestilencias, y así sucesivamente
durante miles de años, hasta que hayamos pasado por todos
los signos del zodíaco. Y un buen día destruiremos el anillo
y

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saldremos al ancho mundo en un ámbito nuevo y


espacial,
brillante, el dominio en el que el arte habrá
ahistórico
desaparecido completamen- te... porque la vida misma se
habrá convertido en arte. Créase o no, todas las cosas
apuntan definitivamente a ese milagro. El milagro es el
HOMBRE, el hombre desarrollado hasta alcanzar su estatura
cabal, des-plazándose con su madre tierra en una nueva esfera
de constelaciones. Ahora se atarea sopesando las estrellas y
midiendo la distancia que
separa; pero, entonces él mismo
las
pertenecerá a y no habrá necesidad de registros,
las estrellas,
ni con instrumentos ni con papel y tinta, ni con signos y
símbolos. El significado del destino es desechar el andador
representado por el anillo zodiacal y vivirlo ad hoc y post rem.
A eso se refiere Breton cuando dice con apocalíptica
precisión: "Deberíamos comportarnos como si estuviéramos
realmente en el mundo!”

La locura es tónica y vigorizadora. Por ella los cuerdos


se tornan más cuerdos. Los únicos incapaces de aprovecharlo
son los locos. Muy a menudo los surrealistas nos impresionan
como si estuvieran locos de un modo muy cuerdo... "locura
prefabricada", como dice mi amigo Lawrence Durrell, y no
auténtica locura.
Cuando examinamos las producciones surrealistas de
hombres co-mo Jerónimo Bosch o Grunewald o Giotto
advertimos dos elementos que faltan en las obras de los
surrealistas modernos: entrañas y signifi-cado. Sin entrañas
vitales no puede
haber auténtica locura; sin un salu-dable
escepticismo no puede haber auténtico significado en la obra
de arte, o para el caso en la vida. Breton afirma por ahí que
"Colón tenía que lanzarse a descubrir América con
lunáticos". Se trata de un mal chiste. Colón partió con una
banda de individuos temerarios y desespe-rados. Sus hombres
no eran soñadores, ni fanáticos convencidos, ni mucho
menos, sino individuos ignorantes, supersticiosos y llenos
de codicia. Es posible que el viaje fuese arriesgado, pero la
idea no lo era. Ni siquiera fue un azar. Y en último análisis,
Colón nunca se propuso

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descubrir partió con el fin de descubrir una ruta más


América:
corta que a la India.
lo llevara
Y otra cosa... es un error hablar del surrealismo. No
hay tal cosa: solamente hay surrealistas. Existieron en el
pasado y existirán en el futuro. El deseo de afirmar un ismo,
de aislar el germen y cultivarlo es mal indicio. Significa
impotencia. Va de la mano con esa impotencia que hace de
un hombre un cristiano, un budista o un musulmán. El
hombre saturado de Dios es ajeno a la fe.
Se me ocurre que los surrealistas son culpables de un
error muy sencillo: intentan establecer un Absoluto. Con todas
las potencias de la conciencia procuran aposentarse en la gloria
del Inconsciente. en el Diablo, pero no en Dios. Adoran
Creen
la noche, pero reconocer el día. Hablan de magia, pero
rehusan
practican el buduismo. Esperan el milagro, pero nada hacen
para ayudar a que se produzca, para desencadenar el parto.
Algunos se han suicidado, pero todavía ninguno asesinó a
un tirano. Creen en la revolución, pero en ellos no hay auténtica
rebelión.
Es verdad que han exhumado algunas interesantes
postales anti-guas; es cierto que han organizado algunas
funciones interesantes;es indudable que promovieron ciertos
desórdenes divertidos; y que logra-ron editar una de las más
lujosas revistas del mundo; y que de tanto en tanto contaron
con algunos de los mejores artistas del mundo. Pero como
surrealistas, reos han ofrecido las más grandes obras maestras,
en música, en literatura o en pintura? ¿Fueron capaces de
retener en sus filas a una gran figura del mundo del arte?
Afirman que están contra el orden constituido, pero,
¿sus vidas se vieron amenazadas a causa de sus actos... como
fue el caso de Villon, Rabelais, Sade, Voltaire, para mencionar
a unos pocos? ¿Por qué se les permitió decir cuanto se les vino
en gana sin temor a que se los arresta- ra? Porque las autoridades
saben que son inofensivos, y son inofensivos porque carecen de
entrañas, y como carecen de entrañas son incapaces de
convencer a los destinatarios de sus llamados. La
incapacidad de "co-municarse" es exclusiva responsabilidad de
los surrealistas. Jesús logró comunicarse; y también Gautama
Buda; y también Wahoma; y San Fran-cisco, y una multitud de
hombres de menor calibre. La vida de estos

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hombres no encierra mayor misterio. En todos los casos la


explicación reside en que el hombre procedió de acuerdo con
sus ideas, indepen-dientemente de las consecuencias. Cada
uno de ellos tenía algo que revelar, y lo hizo. La sociedad no
era entonces más favorable a las ideas que ellos aportaron que
la sociedad actual a la doctrina surrealista. Paul Eluard dice
por ahí: "La mente sólo puede triunfar en las actividades más
peligrosas. No atreverse es fatal." En su poesía, Paul Eluard
de-muestra la verdad de su aserto. Pero hay algo que trasciende a
la mente y es el ser total del hombre, expresado en la acción.
El divorcio entre la mente y la acción es particularmente
desastroso. Lo definitivo sólo puede expresarse en la
conducta. El ejemplo mueve al mundo más que la doctrina.
Los grandes modelos son los poetas de la acción, y poco
importa si son fuerzas del bien o del mal. Los surrealistas
subrayan constantemente la necesidad de la poesía en la vida.
A pesar de lo que todos dicen, la poesía es comunicable...
porque participa de la naturale- za de lo maravilloso, y el
hombre es precisamente la única criatura te-rrenal que puede
ser conmovida por lo maravilloso.
Lo demuestran sus
religiones, su arte y la que el hombre realizó
historia. Todo lo
de valio-so ha sido ejecutado a pesar de la razón, a pesar de la
lógica, a pesar del honor, de la justicia y de todas las demás
consignas. Lo convierte en tonto crédulo, en idiota, en
criminal, en mártir, en santo, en héroe, en temerario. En sus
momentos geniales enloquece; si no posee la necesa- ria dosis
de locura se desequilibra, y entonces se muestra incapaz de
distinguir entre lo que es maravilloso y lo que no lo es. De
todos los seres del mundo, los surrealistas son los últimos
en desequilibrarse. Tienen demasiada necesidad, excesiva sed
de lo maravilloso. Cuando en un instante de suprema lucidez
Lautréamont dijo: "Nada es incompren- sible", estaba diciendo
algo maravilloso. Pero sólo un poeta tiene dere-cho a decir
semejante cosa. La ignorancia del poeta no es negativa; es un
crisol en el que se refunde todo conocimiento. En ese estado
de auténti- ca y humilde ignorancia todo es claro, y por
consiguiente el conoci-miento resulta superfluo. El
conocimiento es selección, jerarquización, y
comparación
análisis. El conocimiento nunca fue esencial para el poeta.
El poeta comprende porque siente; su pasión consiste en
abarcar
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el mundo, no con su mente, sino con su corazón. Para el


hombre que sabe demasiado el mundo siempre anda mal; y
cuando somos más igno-rantes, aceptamos más graciosamente.
Por el conocimiento todo resulta finalmente incomprensible.
Sólo comenzamos a entender cuando renun-ciamos a saber.
Los surrealistas están intentando abrir una cámara
mágica en el ser del hombre por medio del conocimiento. Allí
está el fatal error. Miran hacia atrás en lugar de poner los ojos
en el futuro. Desacreditar el mun-do de la realidad, como ellos
sugieren, es un acto de voluntad, no de destino. El auténtico
trabaj o de descrédito ocurre silenciosamente, sin ostentación,
en la soledad. La gente se agrupa para proclamar un ideal o un
principio, para organizar un movimiento o un culto. Pero si
todos y cada uno creyeran de todo corazón, no necesitarían
el número, ni los credos, ni los principios, etcétera. El temor a
la soledad es la prueba de que la fe es débil. El hombre es
más feliz cuando forma parte de una multitud; así se siente
seguro y justifica sus actos. Pero las multitudes nunca
realizaron nada, salvo destruir. El hombre que quiere
organizar un movimiento está pidiendo ayuda para destruir
algo que él no puede combatir solo. Cuando un hombre es
auténticamente creador trabaja solo y no pide ayuda. Un
hombre que actúa solo, con fe, puede cumplir lo que son
incapaces de realizar ejércitos adiestrados. Creer en uno
mismo, en es aparentemente la
las propias potencias, cosa más
difícil del mundo. no hay nada, absolutamente
Por desgracia
nada más eficaz que creer en el propio yo. Cuando un
movimiento muere sólo subsiste el recuerdo del hombre que
originó el movimiento, del hombre que creyó en lo que decía
y en lo que hacía. Los otros son seres anónimos; sólo
contribuyeron con la fe en una idea. Y ello nunca es suficiente.
Y cuando acabo de escribir lo anterior, alguien entra y
me entrega otro libro editado por Herbert Read: Unit 1. Unit l
es el nombre de un grupo de once artistas ingleses que se han
reunido con el propósito de apoyarse y defender sus opiniones.
"Puede afirmarse que Unit One -dice Paul Nash- representa la
expresión de un espíritu auténticamente con-temporáneo, de lo
que se considera peculiarmente moderno en pintura, escultura
y arquitectura".

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El señor Read, que escribe la Introducción, continúa
diciendo que "el artista moderno es esencialmente un

.
individualista;
pauta, ni obedecer
sino alcanzar
su deseo general no es conformarse
a una orientación, ni recibir instrucciones
mayor originalidad, ser él mis-mo y
la
expresarse en su arte". Si es cierto lo que dice el señor Read,
este grupo no está formado por artistas- modernos ni por
a ninguna

individuos, sino por vulgares imitadores, hombres sin


originalidad agrupados en defensa propia. Cuando se miran
las reproducciones se ven los espectros de Brancusi,
Picasso, Bracque, Chirico, Max Ernst y consortes. Se nos
explica que Unit One no es un grupo de artistas nuevos. No
son todos artistas británicos de reputación establecida. ¡Lo cual
equivale a afirmar que no existe arte británico!
El aspecto más revelador de este librito son las
declaraciones de los propios artistas, formuladas en respuesta
a un cuestionario que se les sometió. En la mentalidad
británica hay algo que me desconcierta. Uno formula una
pregunta pertinente y el hombre empieza a hablar de bueyes
perdidos o de las lluvias en Uganda el verano pasado. En
general los cuestionarios son estúpidos, y éste no constituye
una excepción a la regla. De todos modos, el cuestionario
ofrece al artista la oportunidad de hablar de arte, y no de la
compota de manzanas. El artista británico, lo mismo que el
general británico, es mentalmente confuso. Quizás ello se deba
a la bruma perpetua en que se ve obligado a trabajar. Quizá
sea la dieta británica. Sólo Dios sabe cuál es la causa, pero es
indudable que estos once individuos hablan como estudiantes
secundarios. Es difícil entender claramente qué se proponen,
porque ninguno de ellos tiene una idea clara en la cabeza.
Véase, por ejemplo, este fragmento del pintor John
Armstrong: "Empecé a comprender que mi pintura no podía
sostenerse por sí sola, y menos aún elevarse, y que quizá
ninguna pintura lo logró jamás, que el arte necesitó siempre el
empujón de la religión o de la política, necesitó sentirse
levantado del cuello por la arquitectura con el fin de
alcanzar resultados.”
O este pasaje de Douglas Cooper, que responde en
representación de Edward Burra: "Jerónimo Bosch fue un
moralista; trataba de educar

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a la gente de su época: no se limitaba a soñar, daba expresión


plástica a lo que en su época eran verdades innegables; lo
mismo puede decirse de Burra. Ambos son fantasistas, pero
mientras Bosch se preocupó toda su vida de educar a su
público ( pues el arte flamenco del siglo XV fue
esencialmente literario), Burra, liberado por «la marcha del
progresos de esa necesidad, se apoyó completamente en su
imaginación, y se ha visto impulsado a los dominios de lo
surreal:" (Aparentemente el vín-culo está determinado por el
hecho que ambos nombres empiezan con B. Para
de mí es
un por qué no se menciona a Chirico, ob-viamente el
misterio
maestro de Burra. Quizás el señor Cooper quiso mostrarse
"delicado").
O la profundidad de Edward Wadsworth:
"Cambiamos con los tiempos, pero sin cambio estamos
muertos...". "EL arte se desarrolla con la raza humana...". "Los
artistas de este país han agregado - en tanto
de tanto su -
contribución a la ideografía de la pintura occidental, y conti-
nuarán haciéndolo si combinan su artesanía con un punto de
vista más universal de loque quieren decir.”
Se me ocurre que en todo esto hay una suerte de
cultivada debili-dad mental. Para quien ha tenido el privilegio
de frecuentar a los britá- nicos esto no constituye una novedad
impresionante. Como dice mi amigo Lawrence Durrell: "Han
confundido la lucha íntima con la exte-rior. Quieren tratar con
cataplasmas el chancro primario." En realidad, creo que ni
siquiera llegan tan lejos; más bien desean fingir que no hay
chancro. La razón de que no existan pintores, poetas, músicos
o esculto-res merecedores de eseen que desde
nombre reside
la época isabelina los con las anteojeras
británicos viven
puestas. Han creado una irreali-dad que es exactamente lo
contrario de lo "surreal", según lo plantea uno de estos
artistas. Puede ocurrir también que el esfuerzo consagrado a la
producción de un Shakespeare -que fue aparentemente la
realización suprema del genio británico resultara tan tremendo -
que no quedó ni un mendrugo de originalidad para los hombres
que vinieron después. Y aun Shakespeare, el más grande de
todos ellos, no fue exactamente un mo-delo de originalidad.

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También me parece típicamente británico el modo


discreto y con-descendiente con que Paul Nash toma nota de
esta falta de originalidad. "El tipo de arte practicado por los
individuos de Unit One - dice ale-gremente Nash- tiene sin
duda orígenes; en muchos países modernos podrá hallarse su
contrapartida; sin embargo, ello no es motivo para
subestimar su valor". Si ello no es motivo, el único motivo
válido para subestimar su valor, me gustaría saber cuál podría
aducirse. Una decla-ración de este tipo estaría bien en labios de
uno de tantos diplomáticos británicos los que como todos
sabemos tienen un genio particular para no decir nada.
Observo el mismo tipo de distraída imprecisión en la
Introducción de Herbert Read al libro Surrealism. No tiene
más reme-dio que mencionar a Wyndham Lewis, y he aquí
cómo lo mete en el tema: "Las artes plásticas inglesas
debieron esperar la inspiración de Picasso para demostrar un
renacimiento más o menos auténtico. En los últimos veinte
años hemos producido artistas potencialmente grandes -
Wyndham Lewis es el ejemplo típico pero todos -
padecieron una de-sastrosa forma de individualismo. El pecado
inglés fue siempre la ex-centricidad (¡sic!); con lo cual no me
refiero a cierta falta de coherencia social." No tengo la menor
idea de lo que puede significar la última frase. Pero sé muy
bien qué quiere decir con eso de "artistas potencial- mente
grandes": ¡artistas marchitados en flor! Por otra parte, no
me parece absolutamente claro por qué las artes plásticas
inglesas tenían que esperar la inspiración de Picasso. ¿Por
qué? ¿Porque así fue? En todo caso, mediante este juego de
palabras cobarde y descolorido se desdeña irrespetuosamente
la figura de Wyndham Lcwis, el único artista importante, fuera
de D. H. Lawrence por los ingleses en las últimas
producido
dos generaciones. Es evidenteque Wyndham Lewis no está
en boga, y que prefiere ser, como siempre, el Enemigo. En mi
opinión, ese hecho por sí solo lo enaltece. Pues siempre que
surgió un artista inglés de cierto valor se lo ha señalado como
al Enemigo Público N° 1. ¡Sin exceptuar al gran Shakespeare!
Quizá los pigmeos que ahora se agrupan en banda se sientan
reconfortados ante el pensamiento de que la com-prensión
adecuada de la dialéctica marxista con una pizca de Freud, les
permitirá resolver esta antigua dificultad, pero me temo que
sufrirán

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amargo desengaño. Para que Inglaterra tenga arte, los ingleses


deberán afrontar una aún es posible
transformación radical. ¡Y
que se vean obli-gados a modificar el clima! O bien tendrán que
esperar otros quinientos años, poco más o menos, para recibir
alguna auténtica inspiración. El problema es: cede dónde sacó
Picasso su inspiración?

Pocas cosas existieron que me estimularan tanto como las


teorías y las obras de los surrealistas. Digo pocas cosas porque
me siento obliga-do a mencionar otras pocas igualmente
excitantes: por ejemplo, China, y todo lo que se relaciona con
ese nombre la obra de Otto Rank y de Min-kowski, el poeta de
la esquizofrenia; Hernian Keyserling, sí, el conde Hernian
Keyser-ling; la lengua y las ideas de Elie Faure; y
naturalmente, D. H. Lawrence, y Nietzsche y Dostoievski.
También Emerson y Rim-baud; tambiénpor cierto Goethe. Y
que no en el último lugar,. Lewis Carroll.
Si, como dice Goethe por ahí, "sólo lo que es fecundo
es auténti- co", entonces en todos los hombres que he citado y en
la idea general de China, debe haber verdad. Pero la verdad
existe por doquier, en todo lo que es. Es inútil buscar la
verdad, es inútil buscar la belleza o el poder. También es inútil
buscar a Dios. La belleza, la verdad, el poder, Dios, advienen
todos sin buscarlos, sin esfuerzo. No se lucha por ellos; la
lucha es más profunda que todo eso. Se lucha para
sincronizar el ser potencial con el real, para establecer un
vínculo fecundo entre el hombre de ayer y el de mañana. Es
el proceso de crecimiento, doloroso pero inevitable. O
crecemos o morimos, y morir en vida es mil veces peor que
"soltar este resorte mortal". En mil lenguas diferentes, de mil
mo-dos distintos, los hombres intentan por doquier expresar la
misma idea: que es preciso luchar para mantenerse
vitalmente vivo. Luchar para realizar el propio yo potencial.
La culpa, el pecado, la conciencia... es imposible eliminar
estos factores de la conciencia humana. Son ingre-dientes
esenciales de la conciencia misma. Destacar las fuerzas
incons-cientes del hombre no implica necesariamente la
eliminación de la

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conciencia. Por el contrario, implica la expansión de esta


última. No puede haber retorno a una vida instintiva, y a decir
verdad ni siquiera en los hombres primitivos advierto indicios
de una vida puramente instin-tiva. Los estrictos tabúes, que
pertenecen al orden consciente, permiten una mayor liberación
de la vida instintiva. También el hombre civilizado tiene sus
tabúes, peropena, en lugar de ser una rápida muerte, es una
la
destrucción lenta y ponzoñosa. En comparación con los
pueblos primi-tivos, los seres civilizados parecen muertos,
absolutamente muertos. Por cierto que no están más muertos
que los primitivos, pero ostentan la apariencia de la muerte
porque se está frustrando la tensión, la polari-dad. A través de
esta frustración el hincapié se desplaza de la vida co-lectiva a
la individual. La vida del hombre primitivo es colectiva por
excelencia; pero la del hombre civilizado no es totalmente
individualis- ta. Hay un objetivo inequívoco, pero faltan las
fuerzas necesarias para alcanzarlo. Aunque parezca paradójico,
a medida que el hombre se acer-ca sí mismo es
al dominio de
más intenso su temor. A medida que se amplía su esfera de
influencia, se intensifica su sensación de aislamiento y de
soledad. Durante millares de años el hombre vivió en el
rebaño; durante millares de años fue -
y es todavía un -
animal de presa, que mata con la manada. La civilización no
ha eliminado el instinto de ma-tar, ni lo hará jamás. Pero casi
involuntariamente la civilización ha alcanzado otro obj etivo :
ha fomentado el desarrollo del ego del hombre, de su
individualidad. Hablo de civilización, pero en realidad me
refiero a unos pocos hombres, a unos pocos individuos,
grandes y extraordina- rios, cuyo desarrollo espiritual ha
desbordado de tal modo el nivel del hombre común que
merecen la categoría de únicos, y que ejercen sobre la gran
mayoría de los hombres una tiranía que es desde todo punto
de vista obsesiva. La fría y estéril cristalización de las
verdades que ellos percibieron y sobre las que actuaron
constituye la estructura de lo que llamamos civilización. En
el hombre civilizado lo mismo que en el primitivo el temor
es el factor más poderoso y el que domina la con-ciencia. En
el individuo neurótico este temor adquiere su expresión
suprema; el neurótico paralizado es el símbolo del poder
deformante de la civilización. Es la víctima señalada del
llamado "progreso". Se yergue
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entre nosotros como una advertencia, una, suerte de totem de


carne y que representa a las potencias del mal.
hueso
Precisamente al llegar a este punto me viene a la mente
con fuerza particular una frase de André Breton, la que alude
a "la crisis de con-ciencia". La neurosis es, en cierto modo,
precisamente eso, la crisis de conciencia. El neurótico es la
víctima de un nuevo modo de vida, ante el cual afrontamos la
alternativa de aceptarlo o perecer. Pues el neurótico es la
víctima de una lucha anímica que se desarrolla en el
anfiteatro de la mente. Es una lucha narcisista con el yo, y sea
cual fuere el resultado el propio individuo es la víctima. Es una
lucha de sacrificio librada por nuestros ejemplares más
elevados, y nosotros, los espectadores, elimina- remos de
nuestras filas a los dolientes, creando al mismo tiempo un
individuo más equilibrado, o bien los imitaremos y
pereceremos exac-tamente como ellos.
El análisis no nos aportará una cura de la neurosis. El
análisis es simplemente una técnica, una metafísica si se
quiere, para ilustrar y explicarnos la naturaleza de una
enfermedad universal en los seres civi-lizados. El análisis no
aporta poderes curativos; simplemente nos da conciencia de
la existencia de un mal que, por extraño que parezca, es la
conciencia.
Esto puede parecer confuso, pero en es muy
realidad
claro y muy simple. Todo lo que vive, todo loque es, ya se
trate de una estrella, de una planta, de un animal o de un ser
humano - incluso Dios Todo pode-roso- tiene dirección. La idea
puede ser explicada con idéntica eficacia por vía matemática,
física o psicológica. O, finalmente, por vía religio-sa. No hay
modo de desandar el camino que todos estamos recorriendo. Es
preciso avanzar o detenerse, lo que equivale a la muerte en
vida. Este movimiento hacia adelante, o dirección, no es otra
cosa que la concien-cia. Es el movimiento a lo largo de una
escala que se nos aparece bajo la forma de opuesto, es decir de
dualidad. Todo es cuestión de grado, por así decirlo. Todo es
uno, y sin embargo no es uno. Es dos. El místico, más dual
que otros hombres, llega momentáneamente a una solución del
enigma alcanzando un estado de éxtasis en el que es uno con
el univer-so. No es preciso decir que en esos momentos no
necesita de Dios, ni de

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nada fuera de él mismo. Se ha trascendido así mismo, por así


decirlo, en el sentido de que su conciencia se ha expandido
hasta el punto de abar-car los dos polos opuestos de su propio
ser. La lucha es inconcebible. En ese estado semejante al de
trance conoce el significado de lo inefa-ble. Todo es claro y
aceptable; es uno con el destino.
él En momentos tales él es
dirección en sí. Es decir, conciencia.
Como sabemos, la condición extática no constituye un
estado per-manente del ser. Es una experiencia que nos
permite sufrir una trans-formación radical, una fecunda
metamorfosis, una renovación. El hombre que está con Dios,
que ve a Dios y le ' habla, retorna profunda- mente alterado al
mundo de la realidad.
Mediante su experiencia modifica a su vez ala propia
realidad. Le infunde, por así decirlo, un poco más de Dios.
De modo que los pro-blemas vitales que ayer nos torturaban ya
no existen. Ahora afrontamos problemas más difíciles. En todo
caso, siempre problemas. Cada Utopía nos aporta un nuevo
infierno. El abismo se ensancha y profundiza. El aislamiento
se acentúa.
El ejemplo que las vidas de los místicos nos
suministran indica'' que el progreso y la dirección son dos
hechos completamente distintos. Detrás de la idea de
progreso, que es el falso concepto que informa a todas las
civilizaciones -y la razón por la que perecen- está la idea de
imponerse a la naturaleza. Nadie ofrece una vía de salida. En
realidad, no la hay. Debemos aceptar el dilema, si hemos de
aceptar la vida mis-ma.
En el párrafo final de su Introducción a Surrealism,
Herbert Read alude al "renacimiento de la maravilla". Me
gustaría colocar esta frase al lado de la que escribió Paul
Eluard... "No es fatal". ¡Maravilla y audacia!
atreverse
Conceptos que se nos devuelven mientras viaja-
dionisíacos
mos hacia la noche del Inconsciente. Quizá sea cierto que el
rostro diur-no del mundo es insoportable. Pero esta máscara que
usamos, por la que miramos al mundo de la realidad, ¿quién la
incrustó sobre nuestro ros-tro? ¿No es un recrecimiento de
nuestro propio ser? La máscara es inevitable: no podemos
afrontar el mundo con la piel desnuda. Discu-rrimos por
canales que antes eran tabúes y hoy son convenciones. ¿He-

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mos de arrojar la máscara, la mentirosa faz diurna del


mundo? ¿Po-dríamos hacerlo, aunque quisiéramos? Me
parece que únicamente el lunático es capaz de semejante
gesto... ¡y a qué precio! En lugar del canal convencional
pero flexible, que molesta más o menos, adopta la matriz
obsesiva que sujeta y aprisiona. Decimos del insano que ha
per-dido completamente contacto con la realidad. Pero, ¿se
ha liberado? ¿Cuál es la prisión... la realidad o la anarquía?
¿Quién el carcelero?
"En verdad -escribe Amiel- nos fabricamos los
monstruos, las quimeras, los ángeles de nuestro propio mundo
espiritual; lo que fermenta en nosotros. Todo es
objetivamos
maravilloso para el poeta, todo es divino para el santo; todo es
grandioso para el héroe; todo es bajo, mise-rable, horrible y
negativo para el alma mezquina y sórdida. El malvado crea
alrededor de sí un pandemonio, el artista un Olimpo, el alma
elegi-da un paraíso, y cada uno de ellos es el único espectador
de su propia creación. Todos somos visionarios, y lo que
vemos es nuestra alma en las cosas... ".
¡Todo es maravilloso para el poeta! Sí, más se acentúa
el poeta en el individuo, y más maravilloso es todo. ¡Todo! Es
decir, no sólo la vida futura ni simplemente lo desconocido y
oscuramente aprehendido, ni el ideal, o la verdad, o la
belleza, o la locura, sino lo que existe aquí y ahora, el flujo
de la vida, lo que ha muerto tanto como lo que vive, lo
común, lo sórdido, lo bajo, lo feo, lo tedioso, todo, todo,
porque la visión transformadora altera el aspecto del mundo.
Los propios surrea-listas han demostrado las posibilidades de
lo maravilloso ocultas en el lugar común.
Lo lograron por yuxtaposición. Pero el efecto de
esta extraña transposición y yuxtaposición de las cosas más
desemejantes ha sido refrescar la visión. Nada más. Para el
hombre vitalmente vivo sería innecesario reordenar los
objetos y las condiciones de este mundo. La visión precede a
la organización, o reorganización. El mundo no se
inmoviliza. Todo gran artista reafirma este hecho con su obra.
El artista es lo contrario del individuo de concepción
política, lo contrario del reformador y del idealista. El artista
no remienda el universo: lo recrea a partir de su propia
experiencia y de su comprensión de la vida. Sabe que

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la transformación hacia afuera, y no a la


debe ir de adentro
inversa. El problema se convierte en el problema
mundial
del yo. El problema mundial es la proyección del problema
íntimo. Es un proceso de expro-piación del mundo, de
transformación en Dios. La tensión en procura de ese límite, en
otras palabras la expansión del yo, es el auténtico resorte de la
condición maravillosa. No se trata de conocimiento, ni de
poder, sino de visión.
Es perfectamente natural que el tremendo hincapié
sobre lo mara-villoso, que es la característica infundida por los
surrealistas al movi-miento sea la reacción contra la
armonía deformante y empequeñecedora impuesta por la
cultura francesa. En el fingido hele-nismo de la cultura francesa
el sentido de maravilla, el sentido de magia, de asombro, de
reverencia y de misterio estaba a perecer. "La
condenado
mentirosa máscara cultural" a que aludía Nietzsche se ha
convertido en Francia en algo real; ya no es una máscara.
Aunque los franceses em-plean un rito y un ceremonial
menos rígido y refinado que el de los chinos, de todos
modos han acabado por parecérseles espiritualmente mucho
más que cualquier otra nación europea. La vida francesa se
ha estilizado. No es un ritmo vital, sino mortal. La cultura
carece de vitali-dad... está descomponiéndose. Y los franceses,
bien aprisionados por esta muralla cultural, están
desintegrándose. Tal la razón, a mi entender, de que el
francés, considerado como individuo, parezca poseer más
vitalidad que sus vecinos. En todos y en cada uno de los
franceses se manifiesta la matriz cultural. Antes de destruir al
francés como indivi-duo es preciso destruir la cultura que lo
produjo. Esta afirmación no es aplicable a ningún otro país de
Europa. En los demás países la matriz ya fue destruida, y lo que
olemos en ellos es una cultura amorfa y anónima ya
extinguida. Ser buen europeo significa ahora convertirse en un
cero cultural poligloto y nómade. (Goethe fue el último buen
europeo).
para destruir este abrazo mortal el surrealismo
Si sirve
desempeña- rá una valiosa función. Pero me parece que el
surrealismo no es más que el reflejo del proceso de muerte.
Es una de las manifestaciones de una vida que se extingue, es
un virus que acelera el fin inevitable. Aun así constituye un
movimiento bien orientado. Europa debe morir, y con

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ella Francia. Más tarde o, más temprano empezará una nueva


vida, una vida que empezará por la raíz misma.
"Hasta ahora -escribe Keyserling- pocos tienen
conciencia de la medida en que el curso del proceso histórico
es un fenómeno semejante al contrapunto musical.
Precisamente porque las masas han triunfado
momentáneamente en proporciones inauditas, nos
acercamos a una época decididamente aristocrática.
Precisamente porque la cantidad por sí sola es hoy el factor
decisivo, muy pronto lo cualitativo significará más que nunca.
Precisamente porque la masa parece serlo todo, pronto todas
las grandes decisiones serán adoptadas en el ámbito de
minúsculos círculos. Ellos,, y sólo ellos, como el Arca durante
el Diluvio, serán los salvaguardias del futuro.
"Por eso, quienes poseemos espiritualidad debemos
asumir cons-cientemente una actitud
contrapuntística frente a
todo lo que ocurre hoy. Que la cultura consistente en facilitar
las cosas se difunda sobre la tierra como una inundación. El
diluvio está sepultando una época peri-mida. Ni siquiera
intentaremos canalizar las aguas. Reconozcamos el hecho de
que por mucho tiempo todo lo que vemos, y en primer lugar el
Estado, contribuirá al proceso de liquidación. Pero al
mismo tiempo conservemos orgullosa conciencia de otro
hecho: que hoy todo depende de los que se mantienen al
margen, de quienes se mantienen oficial-mente en segundo
plano, ocultos a la vista de los más. El futuro les pertenece.”
Resta aludir a los buscadores de la muerte, a los que
asumen gra-dualmente el control de la situación, mientras se
abre ante nuestros ojos el brillante futuro. Destinados a
apresurar el colapso de un mundo ya difunto, galvanizan a la
muerta juventud del mundo infundiéndole un entusiasmo
temporario. Por doquier se llama a las armas a la juventud;
como en todos los tiempos se alista a los jóvenes vara la
matanza ritual. ¡La causa! ¡La sagrada causa! En beneficio de la
"causa" pronto se desa-tarán los demonios y se nos mandará
acogotarnos mutuamente. Todo está muy claro. Bajo el signo
de la MUERTE todos los bandos, todas las fuerzas se alían
secretamente. La muerte: tal el motivo real, el auténtico
impulso. Quien piense que podemos escapar a este` festín de
muerte es

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un imbécil. En este estúpido apasionamiento por la muerte


los surrea-listas no se distinguen de los demás. Juntos nos
hundiremos... camisas rojas y negras, pacifistas, militaristas,
dadaístas, surrealistas, inconfor- mistas, juntos todos los istas y
los ismos. Juntos al abismo sin fondo.
Ahora, mis queridos amigos, mis queridos surrealistas
belgas, sue-cos, japoneses, holandeses, británicos, franceses,
norteamericanos, cro-magnenses y
rho-desianos, arturienses,
neanderthalenses, ahora es el momento de aferrar esa cola
prensil supremamento maravillosa que hemos arrastrado por
el barro durante incontables generaciones. Afé- rrenla, si
pueden, !y corran para salvar la vida! Hay una posibilidad en un
millón, y les deseo suerte, pobres y sangrientos bastardos.
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HAMLET: UNA CARTA

8 de noviembre de 1935.

Querido F.:
Es muy amable de tu parte ofrecerme respuestas tan
explícitas. Sin embargo, creo que estás tratando de
confundirme. Aparentemente das por sobreentendido que
tengo la mayor confianza en tu "erudición", y que tomaré
como artículo de fe lo que digas sobre Hamlet. En lo que
cometes un doble error. Primero, desconfío de toda
erudición, la tuya incluida. Segundo, tu carta no contiene
erudición. Si te formulo unas cuantas preguntas simples y
directas lo hago para saber qué piensas, y no lo que has
aprendido que otros piensan sobre Hamlet. En nuestro asedio el
auténtico erudito, como más tarde o más temprano lo
descubrirás, es el pequeño Alf. Si le diriges una pregunta se
pasará el resto de su vida en la biblioteca para traerte la
respuesta. No, no quiero la información definitiva sobre
Hamlet que tú pretendas darme, sino una simple exposi-ción de
tus propias reacciones. Pero quizá se trate de tu propio
estilo hamletiano de contestar preguntas. Me sospecho que
estás abultando innecesariamente el material.
De todos modos, me incitan a ofrecerte
tus respuestas
una imagen un paco más clara de mi impresión de Hamlet,
pues, como te expliqué previamente, el Hamlet original (y
ahora me refiero al Hamlet de Sha-kespcarc) está sumergido
ya en el Hamlet universal. Sea lo que fuere que Shakcspeare
tuviese que decir carece ahora totalmente de importan- cia y de
pertinencia, salvo como punto de partida. Por débil clac uucda
haber sido la tesis del príncipe Alfred sobre la "objetividad",
mi espíritu formula la misma crítica de Shakespeare: a saber,
que fue un titiritero. Y en mi caso agrego audazmente la
temeridad a la ignorancia afirmando que las obras de
Shakespeare poseen tan universal atracción precisa-mente a
causa deesa cualidad titiritesca del autor. Debo agregar entre
paréntesis que esta atracción universal, como la de la Biblia,
está funda-da en la fe y no en la investigación. La gente
sencillamente ya no lee a

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Shakespeare, y tampoco la Biblia. Todos leen acerca de


Shakespeare. La literatura crítica levantada alrededor de su
nombre y de sus obras es mucho más fecunda y excitante
que el propio Shakespeare, de quien nadie sabe mucho
aparentemente, pues su auténtica identidad continúa envuelta
en que esto no es aplicable a otros
el misterio. Quiero señalar
autores antiguos, a Petronio, Boccaccio,
sobre todo
Rabelais, Dante, Villon, etc. Es aplicable a Hornero, Virgilio,
Torcuato Tasso, Spinoza, etc. Hugo, el gran dios francés, hoy
es leído exclusivamente por adoles-centes, y sólo debe ser leído
por ellos. Shakespcare, el dios inglés, hoy también es leído
casi exclusivamente por adolescentes... como lectura
obligatoria. Cuando uno se vuelve hacia él en otra etapa de la
vida re-sulta casi imposible superar el prejuicio creado por los
profesores y por el mundo en que lo presentan. Shakespeare
no era otra cosa que el gi-gante pomposo y flatulento a quien
los ingleses quieren convertir en vaca sagrada. A falta de
profundidad, le atribuyen periferia, y una perife-ria que disimula
mal los almohadones rellenos.
Pero como digo, quiero explicarte un poco mis propios
recuerdos de Hamlet, un tanto confusos, es pero
cierto,
honestos. No dudo que si en el mundo de habla inglesa se
distribuyera un cuestionario la confu-sión sobre el tema se
acentuaría aún más. Para empezar, desecho la primera
lectura, que fue obligatoria y, por lo tanto, de resultados
abso-lutamente nulos. ( Salvo la repugnancia por el tema,
sentimiento que a lo largo de los años se ha convertido
gradualmente en curiosidad ar-queológica, por así decirlo.)
Quiero decir con ello que actualmente me interesa mucho más
oír lo que el señor X (don nadie) tiene que decir con respecto a
Hamlet -o a Otelo, o a Lear, o a Macbeth- que conocer las
opiniones del erudito shakespeareano. De este último no
aprenderé absolutamente nada... es puro polvo de
bibliotecas. Pero de los don nadie, entre los que yo mismo me
incluyo, puedo aprenderlo todo.
Sea como fuere, ya había transcurrido cierto tiempo
desde que sa-liera del colegio cuando, gracias a la tenacidad y a
la insaciable curiosi-dad de un escocés amigo -se llamaba Bill
Dyker- se mi interés por el Hamlet. Cierta noche,
despertó
después una prolongada discusión sobre Shakespeare y su
de
supuesto valor para el mundo, convinimos en que sería

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buena cosa volver a leerlo. Esa noche también discutimos


extensamente cuál de las obras. abordaríamos primero. Como
ya lo habrás advertido, es casi se
inevitable que cuando
plantea este problema, Hamlet sea la obra. (También esto me
resulta por demás fascinante... esa recurrencia obsesiva de una
obra, como advirtiendo: si usted quiere conocer a Sha-kespeare,
es absolutamente necesario que lea Harnlet. ¡Hamlet! !Hamlet!
Por qué siempre Hamlet?)
De modo que leímos la obra. Habíamos convenido de
antemano en reunirnos en determinada fecha para discutir la
obra a la luz de nuestras reacciones individuales. Bueno, llegó
la noche señalada y nos encontra- mos. Sin embargo, ocurrió
que mi amigo Bill Dyker también había concertado una cita
para reunirse esa noche con una mujer del centro. Según
parece se trataba de una mujer original, y quizá la postergación
de la discusión de Hamlet tenía cierta disculpa. Era una mujer
aficionada a la literatura que no estaba en condiciones de
gozar del coito normal porque ``era demasiado pequeña". Por
lo demás así me lo explicó mi amigo Dyker. Recuerdo que
esa noche fuimos caminando bajo la lluvia por Broadway en
dirección al centro. Por el lado de la calle Cuarenta nos
cruzamos con una trotona. (Era antes de la guerra y las
prostitutas todavía andaban por la calle, de día o de noche. Y
los bares también trabajaban a todo vapor.) Lo extraño del
encuentro fue -
como verás, simple coincidencia que esta -
prostituta también era una "literata". Antes había escrito
para las publicaciones baratas y luego había ido barranca
abajo. Previamente había sido compañera de baile en un salón
de Butte, Montana. De todos modos, lo más natural era
empezar con la "literatura" y seguir por ahí adelante. Ocurrió
también que esa noche yo tenía bajo el brazo un libro llamado
Budismo esotérico, y en esa época así el título:
pronunciaba
Bud~ismo e-sot-érico. no tenía la menor idea
Por supuesto,
del tema. Probablemente se trataba de uno de esos libros que
Brisbane solía recomendar a sus lectores. (En esa época yo
estaba decidido a leer solamente los "mejores" libros, los que
abrían nuevos horizontes.) Naturalmente, no pasó mucho
tiempo sin que la trotona pasara a primer plano. Era de origen
irlandés, débil y amable, y poseía la habitual verborragia.
Además, era dogmática. También nosotros éramos

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dogmáticos. En aquellos eran dogmáticos.


días todos Uno
podía permi-tirse ese por un proceso natural
lujo. Cuando
finalmente pusimos en claro la situación, la prostituta se sintió
disgustada, como es de suponer, ante la idea de que iríamos a
una cita con una mujer cuyo problema era el que acabo de
mencionarte. Además, no nos creyó. Dijo que era inve-rosímil.
Afirmó que la mujer era ninfomaníaca, lo cual era verdad,
co-mo pudimos comprobarlo después. Estábamos en una
situación delicada. ¡Había llegado el momento de la acción!
Pero precisamente éramos incapaces de acción, aun en esos
días. Ello
escocés
jurídica" .
era así más particu-larmente en el caso de mi amigo
que en el mío. Tenía lo que se llama una "mente
podía dar vueltas y más vueltas alrededor de un
tema sin abordar nunca lo esencial del mismo.
Puesto que no lográbamos llegar a una decisión, no
nos quedaba otra alternativa que continuar bebiendo. Salimos
del local en que está- bamos y fuimos a un bar francés en la
calle Treinta. Cuando entramos estaban jugando a los dados,
y mi amigo Dyker se apasiona por los dados. En el bar
estaban también algunas prostitutas, y a pesar de la joven
que nos acompañaba, comenzaron a insinuarse. La situación
em-peoraba constantemente. La prostituta estaba decidida a
conquistarnos, y corno parecíamos impermeables a sus
encantos físicos, llegó a la con-clusión de que nos sentíamos
atraídos por su intelecto. De modo que gradualmente
volvimos a Hamlet, muy mezclado ahora con el problema de ir
o no ir ala cama, los peligros de la enfermedad
(concomitantes de lo anterior), el problema monetario, la
cuestión de honor, el cumpli-miento de la palabra empeñada
con la otra mujer, etc., etc. Nunca pude sacar a Hamlet del
extraño atolladero en que quedó atascado. En cuanto a Ofelia,
en mi mente es inseparable de una muchacha de cabellos muy
rubios sentada al fondo del local, a cuyo lado pasaba cada
vez que me dirigía al excusado. Recuerdo la expresión patética
y desconcertada del rostro de la joven; tiempo después vi una
ilustración de Ofelia flotando boca arriba, los cabellos
trenzados y enredados en los nenúfares, y en-tonces pensé en
la muchacha al fondo del bar, con sus ojos satinados y sus
cabellos pajizos, como los de Ofelia. En cuanto al propio
Hamlet, mi amigo Dyker con su "mente jurídica" era la
quintaesencia de todos

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los Hamlet habidos y por haber. Ni siguiera era capaz de


decidirse a aliviar su propio intestino. ¡En serio! Sobre la pared
de su refugio había fijado una nota que decía: "¡No olvides
ir al excusado!" Cuando los amigos leían la nota, le
recordaban el hecho. De no haber sido así, ha-bría muerto de
constipación.Poco después se enamoró de una mucha-cha, y
empezó a pensar en casarse con ella, pero entonces el
problema que lo torturaba era qué haría con la hermana. Las
dos hermanas eran prácticamente inseparables. Por supuesto,
era muy de élenamorarse de ambas. A veces, con el pretexto
de dormir la siesta, los tres se acostaban juntos. Y mientras una
de las hermanas dormía él se regodeaba con la otra. Para
Dyker carecía absolutamente de importancia cuál de las her-

el caso. Analizábamos
una. solución..

amistad
Como
con
.
manas era. Recuerdo sus dolorosos esfuerzos por explicarme
el problema noche tras noche, buscando

habrás
Bill Dyker
advertido fácilmente,
se impuso a Hamlet.
mi
Tenía
íntima
frente a
mí un Hamlet viviente, a quien podía estudiar cómodamente
sin necesidad de laboriosas investi-gaciones. Y ahora que
pienso en ello, me parece muy característico que desde la
noche en que nos disponíamos a "discutir" Hamlet este último
muriera, para no ser mencionado nunca más por ninguno de
nosotros. Tampoco creo que desde ese día Bill Dyker volviera a
leer otro libro. Ni siquiera mi libro, que le entregué al llegar a
Nueva York, y del que me dijo, cuando me marchaba:
"Procuraré encontrar tiempo para leerlo, Henry". Como si le
hubiera impuesto una pesada obligación que trataba de
sobrellevar lo mejor posible en mérito a nuestra antigua
amistad. No, no creo que haya abierto jamás mi libro, ni que lo
haga nunca. Y soy su mejor y más antiguo amigo. ¡Vaya un
extraño pájaro este Bill Dyker!
Hablando de Bill Dyker me desvié un poco. Quiero
explicarte mis impresiones se decantaron
de Hamlet, según
durante años y de huroneo
de vagabun- deo, de ociosas charlas
aquí y allá. Quiero explicarte cómo a medida que pasaba el
tiempo Hamlet se mezcló con todos los demás libros que he
leído y olvidado, al extremo de que ahora Hamlet es ab-
solutamente amorfo,
palabra, univer-sal
primer lugar, siempre
absolutamente
como los
poliglota
propios
en una
elementos.
que pronuncio el nombre evoco
En
.
inmediatamente una imagen de Hamlet, la

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imagen de un escenario en sombras sobre el que un hombre


pálido y delgado con un poético mechón de cabellos está de
pie, en calzas y ju-bón, discurseándole a un cráneo que
sostiene con la mano derecha ex-tendida. ( ¡Téngase en
cuenta, por favor, que jamás presencié una representación
de Hamlet! ) Al fondo del escenario se abre una fosa, y
alrededor de ella hay tierra amontonada. Sobre d montículo
de tierra reposa una linterna. Hamlet está hablando... una
indescriptible jerigonza, por lo que se me alcanza. Allí ha estado
de pie, hablando, durante siglos. El telón jamás cae. El discurso
nunca termina. Lo que ocurriría después de esta escena
siempre lo imaginé más o menos así, aunque natural-mente
nunca ocurre; realmente. En medio con
de la conversación
el cráneo llega un correo... uno los
probablemente
muchachos de Guil-denstern y Rosenkranz. El correo
murmura algo al oído de Hamlet, y como éste es un soñador,
naturalmente lo ignora. De pronto aparecen tres hombres de
capa negra y desenvainan las espadas. ¡Atrás!, gritan, y
entonces Hamlet, de un modo ridículamente veloz e
inesperado, desen-vaina la espada y empiezan a pelear. Por
supuesto, los hombres mueren en pocos instantes. Son muertos
con la fulmínea rapidez de un sueño, y Hamlet se queda
mirando su sangrienta espada del mismo modo que antes
miraba el cráneo. Sólo que ahora... ¡ha enmudecido!
Como digo, ésa es mi visión cuando se menciona el
nombro de Hamlet. Siempre la misma escena, siempre los
mismos personajes, la misma literatura, los mismos gestos, las
mismas palabras. Y siempre, al final, enmudecido. Lo cual,
según deduzco de mi escaso conocimiento de Freud, es
evidente la cristalización de un deseo. Y estoy agradecido a
Freud por haberlo aprendido.
Eso, por lo que hace a las imágenes. Cuando hablo de
Hamlet fun-ciona otro mecanismo. Es lo que denomino
"fantasía libre", y está for-mada no sólo por el Hamlet, sino
por Werther, Jerusalén liberada, Ifigenia en Táuride,
Parsifal, Fausto, la Odisea, el Infierno (comedia), El sueño
de una noche de verano, los Viajes de Gulliver, El santo
graal, Ayesha, Ouida (simplemente Ouida, que no es un
determinado libro), Rasselas, El conde de Montecristo,
Evangelina, El Evangelio según San Lucas, El nacimiento de
la tragedia, Ecce Hamo, El idiota,

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La oración de Gettysburg de Lineoln, Decadencia y caída del


Imperio Romano, la Historia de' la moral europea de Leeky,
La evolución de la idea de Dios, El ego y su propio ser, en
lugar de un libro por un hombre excesivamente atareado
para y así sucesivamente, incluido A través del
escribirlo,
espejo... ¡que no es, por cierto, el menos impor-tante! Cuando
este caldo empieza a burbujear en mi cerebro es cuando
pienso mejor sobre Hamlet. Hamlet es el centro móvil, con
un estoque en la mano. Veo el Espectro -no de Hamlet, sino
-
de Macbeth paseán- dose por el escenario. Hamlet se dirige a
él. El espectro se desvanece y comienza la obra. Es decir, la
obra alrededor de Hamlet. Hamlet no hace nada.. ni siquiera
liquida al final a los correos, como lo imagino cuan-do se
.
pronuncia simplemente el nombre. No, Hamlet está en
de pie
el centro del escenario, y la gente lo manosea y como
empuja,
si fuera una medusa muerta arrojada sobre la costa del mar.
La cosa continúa del mismo modo durante unos doce actos, en
el curso de los cuales muchos mueren o se matan. Todo para
conversar, entiéndase. Los mejores discursos son siempre los
que se pronuncian un momento antes de mo-rir. Pero ninguno
de estos discursos nos lleva a ninguna parte. Es como el tablero
de damas de Lewis Carroll. Primero uno está de pie fuera de
un castillo, y llueve... una lluvia inglesa, buena para la cosecha
de nabos y nabizas y para la fabricación de finos tejidos de lana.
Luego hay rayos y truenos y quizá reaparece el espectro.
Hamlet habla al espectro, y lo hace con familiaridad y
fluidez... porque hablar es su métier. Entre tanto los mensajes
vienen y van. Susurran al oído, bien al de la Reina, bien al de
Polonio. Un buzz-buzz que continúa durante los doce actos.
De tanto en tanto Polonio aparece tocado con un bonete. Lleva
de la mano a su hijo Laertes y sacude afectuosamente la caspa
del cuello de la chaqueta de Laertes. Lo hace con el fin de
engañar a Hamlet. Hamlet se muestra hosco, y a veces
taciturno. Lleva la mano a la empuñadura de su esto-que. Le
centellean los ojos. Luego aparece Ofelia, con sus largos
cabe-llos de lino que caen formando trenzas sobre los hombros.
Camina con las manos entrelazadas sobre el estómago,
murmurando el rosario, y su aspecto es tímido, recatado, y
aun diríamos un poco tonto. Finge no advertir la presencia
de Hamlet, que se interpone precisamente en su

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camino. recoge un capullo y lo sostiene cerca de


De pasada
su nariz. Convencido de que ella no está del todo allí, le
dirige insinuaciones... como para pasar el tiempo. Lo cual
precipita un drama. Significa que Hamlet y su mejor amigo,
Laertes, deben librar un duelo a muerte. Aun-que Hamlet
siempre se muestra remiso para actuar, mata sin pérdida de
tiempo a su amigo Laertes, suspirando mientras hunde el
estoque en el cuerpo de su amigo bienamado. Hamlet suspira
constantemente durante toda la obra. Es un modo de informar
al público que no se encuentra en estado cataléptico. Y después
de cada muerte limpia escrupulosamente la espada... la limpia
con el pañuelo que Ofelia dejó caer cuando salía. En los
gestos de Hamlet hay algo que me recuerda instintivamente
al caballero inglés. Por eso te pregunté antes si la obra se
desarrolla en Inglaterra. Paramí se trata de Inglaterra y nadie
puede convencerme de lo contrario. Más aún, ocurre en el
riñón mismo de Inglaterra, yo diría que en las cercanías de
Sherwood Forest. La Reina Madre es un mari-macho. Tiene
dentadura postiza, que es el caso de todas las reinas ingle-sas
desde tiempo inmemorial. también el estómago muy
Tiene
subido, lo cual en provoca a la espada de Hamlet. A
definitiva
decir verdad, hay algo que me impide separarla de la imagen de
la Reina roja en el cuento de Alicia. Al parecer habla
constantemente de la manteca, y del modo de prepararla
cremosa y agradable. En cambio a Hamlet sólo le interesa la
muerte. Inevitablemente la conversación entre ambos cobra
un sesgo extraño. Hoy lo llamaríamos surrealista. Y sin
embargo hay mucha lógica en la cosa. Hamlet sospecha que
su madre oculta un crimen vil. Sospecha que él mismo fue
mancillado en la cuna. Acusa francamente a su madre, pero
como cala se inclina a la tergiversación, siempre consi-gue que
la conversación retorne al tema de la manteca. En realidad,
con su ladina modalidad inglesa, casi consigue hacer creer a
Hamlet que él mismo es culpable de cierto crimen
monstruoso, aunque jamás se dice cuál. Hamlet detesta
cordialmente a su madre. Si pudiera la estrangula- ría con las
manos desnudas. Pero la Reina Madre es mucho más astuta
que él. Induce al tío de Hamlet a que monte una obra teatral en
la que se pinta desairadamente al joven. Hamlet sale del salón
antes de que acabe la obra. En el vestíbulo encuentra a
Guildenstern y a1 Rosenkranz. Le
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murmuran algo al oído. Hamlet afirma que se marcha de


viaje. Lo per-suaden para que no haga tal cosa. Sale al jardín,
al lado del foso, y en medio de su ensueño de pronto ve a la
muerta Ofelia que baja llevada por las aguas, con los cabellos
bien peinados en trenzas y las manos entrelazadas con recato
sobre el estómago. Parece sonreír en sueños. Nadie sabe
cuántos días estuvo en el agua o por qué el cuerpo parece tan
natural, si de acuerdo con todas las leyes físicas debería estar
lleno de gases. Sea como fuere, Hamlet decide pronunciar un
discurso. Empieza con el famoso "to be or not to be..." Ofelia
desciende lentamente sobre las aguas, sordos los oídos, pero
siempre sonriendo dulcemente, como es usual en las clases
superiores inglesas, aun en la muerte. Esta sonrisa
enfermizamente dulce, del cuerpo empapado, encoleriza a
Hamlet. No le importa la muerte de Ofelia... pero le enfurece
su sonrisa. Desenfunda nuevamente el estoque, y con los ojos
inyectados en sangre se dirige a la sala del banquete. De pronto
nos hallamos en Dinamarca, en el castillo de Elsinore. Hamlet
es un completo extraño, un espectro resucitado. Entra como
una decidido a matarlos a todos a sangre fría.
exhalación,
Pero se encuentra con su tío, el antiguo rey. El tío prodiga
zalamerías y escolta a Hamlet hasta la cabeza de la mesa.
Hamlet se niega a comer. Está harto de todo el asunto. Exige
saber inmediatamente quién mató a su padre, hecho que se le
pasó totalmente inadvertido, y que brusca- mente le viene a la
memoria cuando es hora de comer. Hay ruido de platos y
general algazara. Con la intención de calmar los ánimos, Polo-
nio pronuncia un lindo discurso sobre el tiempo. Hamlet lo
apuñala detrás rey finge no advertir el hecho,
del coronado. El
lleva el vaso a los labios y propone un brindis a Hamlet. Este
bebe a grandes tragos el vaso de veneno, mas no muere
inmediatamente. Pero el propio rey cae muerto a los pies de
Hamlet. Hamlet lo atraviesa con su espada como a un trozo de
cerdo frío. Luego, volviéndose hacia la Reina Madre, le
atraviesa el estómago... es decir, enema
le aplica la
definitiva. En este momento aparecen Guildenstern y
Rosenkranz. Desenvainan las espa-das. Hamlet se debilita. Se
desploma en una silla. Aparecen los enterra- dores con linternas
y palas. Entregan un cráneo a Hamlet. Hamlet sostiene el
cráneo en la mano derecho y apartándolo un poco se dirige a

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él con elocuente lenguaje. Hamlet se muere. Sabe que se


muere. De modo que empieza su último y mejor discurso, el
que infortunadamente queda inconcluso para siempre.
Rosenkranz y Guildenstern desaparecen por la puerta del fondo.
Hamlet queda solo frente a la mesa del banque-te, y el suelo
está cubierto de cadáveres. Habla hasta por los codos. El telón
cae lentamente...

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UN ÉTRE ÉTOILIQLIE

Cuando escribo estas líneas, Anais Nin ha iniciado el


quincuagési- mo volumensu Diario, la crónica de una
de
lucha de veinte años en procura de la propia realización. Es
todavía una mujer joven y ha halla-do tiempo, en medio de una
vida de intensa actividad, para producir una monumental
confesión que cuando llegue al mundo ocupará su lugar al lado
de las revelaciones de San Agustín, Petronio, Abelardo,
Rousseau, Proust y otros.
De los veinte años registrados, la mitad fueron vividos
en Estados Unidos, y la mitad en Europa. El Diario abunda en
viajes; en realidad, como la vida misma, puede considerárselo
nada más que un viaje. El Diario no es un viaje hacia el
centro de la sombra, en el severo sentido que Conrad atribuía
al destino, ni un voyage au botu de la nuit, como en el caso
de Céline, ni siquiera un viaje a la Luna en el sentido psicoló-
gico de una fuga. Se asemeja mucho a una excursión
mitológica hacia la fuente y el origen de la vida... casi diría
un viaje astrológico de meta-morfosis.
Casi es innecesario subrayar la importancia de esta obra
en nuestro tiempo. A medida que nuestra Era toca a su fin,
adquirimos mayor con-ciencia del tremendo significado del
documento humano. Nuestra lite-ratura, incapaz ya de
expresarse mediante formas moribundas, se ha convertido en
un género casi exclusivamente biográfico. El artista se retira
detrás de las formas muertas para redescubrir en sí mismo
la fuente eterna de la creación. Nuestra época, intensamente
productiva, y a pesar de ello absolutamente desprovista de
vitalidad y de capacidad creadora, está obsesionada por el
anhelo vehemente de investigar los misterios de la
personalidad. Nos volvemos instintivamente hacia los
documentos -fragmentos, notas, autobiografías, diarios -
que calman nuestro apetito de más porque, al evitar la
vida
tortuosa expresión del arte, parecerían ponernos directamente
en contacto con lo que busca-mos. Digo "parecerían" porque,
contra lo que nos imaginamos, no exis-

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ten atajos, y porque la expresión más directa, la más


permanente y la más eficaz es siempre la del arte. Aun en las
confesiones más francas existe la misma elipsis que en el arte.
El Diario es una forma artística tanto como la novela ola obra
teatral. Ocurre simplemente que el Diario exige un cañamazo
más amplio; es un tapiz cronológico que en con-junto, o en el
punto en que se lo abandone, revela una forma y un len-guaje
tan exigentes corno los de las restantes formas
literarias. Ciertamente, una obra como Fausto revela más
discrepancias, más im-pertinencias y misteriosos tropiezos que,
por ejemplo, un Diario como el de Amiel. El primero
representa un modo artificial de sincronización; el último posee
una integración orgánica no perturbada ni siquiera por 1
interrupción de la muerte.
La principal preocupación del autor del Diario no es
la verdad, aunque pueda parecerlo, del mismo modo que la
principal preocupación del artista consciente no es la belleza.
La belleza y la verdad son los subproductos en la búsqueda
de algo que las trasciende. Pero así como nos impresiona la
belleza de una obra de arte, nos impresiona la verdad y la
sinceridad de un Diario. Cuando leemos las páginas de un
Diario íntimo, alimentamos la ilusión de que contemplamos
cara a cara el alma de su autor. Es la condición ilusoria del
Diario, su condición artística, por así decirlo, del mismo modo
que la belleza es el elemento ilusorio de la obra de arte
aceptada. El Diario debe ser leído de un modo dife-rente que
la novela, pero el objetivo es el mismo: la autorrealización.
Por su propia naturaleza, el Diario es cotidiano y orgánico,
mientras que la novela es intemporal y convencional. Sabemos
más, o creemos saber más inmediatamente respecto del autor
de un Diario que respecto del autor de una novela. Pero es
difícil decir qué sabemos realmente de cualquiera de ellos.
Pues no puede decirse del Diario que refleje mejor la vida
misma que la novela. Es un medio expresivo en el que
predomi- na la verdad antes que el arte. Pero no es la verdad. No
lo es por la sen-cilla razón de que el problema mismo, la
obsesión, por así decirlo, es la verdad. Por consiguiente
deberíamos buscar en el Diario, no la verdad sobre las cosas,
sino una expresión de esa lucha por liberarese de la obsesión
de la verdad.

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Este factor, cuya aprehensión es tan importante, explica


el carácter tortuoso, repetitivo de todos los diarios. Todos los
días recomienza la batalla; mientras leemos se diría que
deambulamos por un místico labe-rinto en el que el autor se
pierde cada vez más irremediablemente. El reflejo de las
propias experiencias del autor se convierte en el pozo de
verdad en que a menudo se ahoga. En todos los diarios
asistimos al nacimiento de Narciso, y a veces también a su
muerte. Esta muerte, cuando ocurre, es de dos tipos, como en
la vida. En un caso puede llevar a la disolución, en otro a la
resurrección. En el último volumen de la gran obra de Proust
se desarrolla magníficamente la naturaleza do este
renacimiento en la disquisición del autor sobre la naturaleza
metafísica del arte. Pues en Le Temes Retrouvé el gran fresco
se despliega en otra dimensión y de ese modo adquiere su
auténtico significado simbólico. El análisis que se ha venido
desarrollando durante todo el volumen precedente alcanza
finalmente su clímax en una visión del conjunto; es casi como
la costura de una herida. Subraya lo que Nietzsche señaló
hace mucho respecto de "la cualidad curativa del arte". El
elemento puramente personal y narcisista se resuelve en lo
universal; la confesión aparentemente interminable devuelve
al narrador a la corriente de la actividad humana por la
comprensión deque la vida misma es un arte. Se alcanza esta
inteligencia, como tan bien lo señala Proust, por la obe-diencia a
la callada vocecilla interior. Es lo contrario mismo del método
socrático, cuyo expuso tan acremente.
absurdo Nietzsche
La manía analítica desembocaen su contrario, y el
finalmente
doliente desborda sus propios problemas c ingresa en un
nuevo dominio de la realidad. Por consiguiente, en este
nivel superior de la conciencia el aspecto terapéutico del arte
reside en el elemento religioso o metafísico. La obra que fue
comenzada como refugio y huida de los terrores de la
realidad permite que el autor retorne a la vida, no adaptado a
la realidad que lo rodea, sino superior a ella, como quien es
capaz de recrearla de acuerdo con sus propias necesidades.
Advierte que no huía de la vida, sino de sí mismo, y que la
vida que hasta ese momento se le antojaba insoportable era
simplemente la proyección de sus propias fantasías. Es verdad
que la nueva vida es también la proyección de las fantasías del
individuo, pero

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ahora se ha infundido a estas últimas un sentido de poder real;
brotan no de la disociación, sino de la integración.
Toda la vida pasada recupera su lugar en el conjunto
y crea un equilibrio vital y estable que nunca se había
alcanzado sin el dolor y el sufrimiento. En este sentido ese
interminable revolverse en una jaula que caracterizaba el
pensamiento del autor, ese fresco interminable que parece no
acabar nunca, esa incesante fragmentación y análisis que con-
tinúa noche y día, es como un movimiento giratorio que
por simple acción de la fuerza centrífuga arranca al doliente de
sus obsesiones y lo entrega al ritmo y al movimiento de la
vida, incorporándolo a la gran corriente universal en la que
existe el ser de todos.
Un libro es un fragmento de vida, una manifestación de
vida, tanto como un árbol, o un caballo o una estrella.
Obedece a sus propios rit-mos, a sus propias leyes, ya se trate
de una novela, de una obra teatral o de un Diario. Está
presente el ritmo profundo y oculto de la vida... su pulso y su
latido. Aun en las aguas aparentemente estancadas del Diario
este flujo y reflujo es evidente. Está en el conjunto de la
obra tanto como en cada fragmento. Considerada en su
totalidad, sobre todo, por ejemplo, en una obra como la de
Anais Nin, esta pulsación cósmica corresponde a la muerte y
al renacimiento del individuo. La vida asume el aspecto de un
laberinto en el que se zambulle la buscadora. Ella se
introduce con el inconsciente propósito de destruir su
antiguo yo. Po-dría decirse, como en este caso, que la
desintegración del yo es el resul-tado de un choque. Poco
importaría el agente causal de la desintegración; lo
importante consiste en que en determinado momento ella posee
una personalidad doble. El antiguo yo, adherido al padre que la
abandonó, y cuya pérdida creó en
un conflicto insoluble,
ella
se ve con otro naciente yo, que aparentemente la
confrontado
introduce cada vez más profundamente en las sombras y la
confusión. El Diario, que es la historia de su retiro del mundo
hacia el caos de la regeneración, des-cribe la lucha intrincada
librada por esta personalidad en conflicto. AL hundirse en las
oscuras regiones de su alma se diría que la autora arras-tra
consigo al mundo, y con él a la gente que ella conoce y las
relaciones engendradas por sus encuentros. Provoca la ilusión
de sumergimiento,

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de oscuridad y de estancamiento la incesante observación y el


constante análisis desarrollados en las páginas del Diario. Se
han cerrado las com-puertas, y el cielo ha desaparecido. Todo
-naturaleza, seres humanos, acontecimientos, relaciones es -
arrastrado al fondo para ser disecado y digerido. Es un proceso
de absorción en el que el ego se convierte en estupendo
buche rojo. El lenguaje mismo es claro, dolorosamente claro.
Es la luz quemante del intelecto encerrado en una caverna.
Nada de lo que esta mente toca pasa indigerido. El resultado es
desgarrador y aluci-nante. Recorramos con la autora su
intrincado mundo como un cuchillo que practica una incisión
en la carne. Es una operación quirúrgica sobre un mundo de
carne y hueso, una cesárea practicada por el embrión con sus
propias tijeras y su propia cuchilla.
Permítaseme formular aquí una observación al pasar.
Este Diario fue escrito absolutamente sin malicia. El
psicólogo puede acotar a esto que el dolor sufrido por ella
como consecuencia de la pérdida de su padre fue tan hondo
que en adelante se encontró incapacitada de causar dolor a
otros. En cierto sentido ello es cierto, poro se trata de una
visión limitada del problema. Por mi parte, siento más bien que
en este Diario encontramos el movimiento directo y desnudo
que es propio de la esen-cia de los grandes dramas trágicos de
los griegos. Raeine, Corneille, Moliére pueden permitirse
cierta malicia... pero no los dramaturgos griegos. La
diferencia reside en la actitud hacia el Destino. No es una
guerra librada contra los hombres, sino contra los dioses.
Lo mismo puede decirse en el caso del Diario de Anais Nin:
libra una guerra con-sigo misma, y Dios es el único testigo. El
Diario no fue escrito para los ojos de otros, sino para el ojo de
Dios. La autora carece de malicia, del mismo modo que no
siente el deseo de engañar o de mentir. Mentir en un Diario es
el colmo del absurdo. Para llegar a eso se necesita real-mente
estar loco. No le preocupa el prójimo, salvo en cuanto
podría revelarle algo de sí misma. Aunque el camino es
tortuoso, la dirección es siempre la misma: hacia adentro,
profundizando más y más, hacia el corazón del yo. Cada
encuentro es preparación del encuentro final, la confrontación
con el yo real. Permitirse un gesto de malicia equivaldría a
desviarse del camino determinado, despilfarrar un precioso
momento

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de la persecución de su ideal. La autora avanza


inexorablemente, como los dioses en los dramas griegos, hacia
la realización de su destino.
Un hecho muy significativo vinculado con el origen de
este Diario consiste en que fue empezado con sentido artístico.
No aludo con esto al hecho de que se lo escribiera con la
habilidad de un artista, mediante el empleo consciente de una
técnica; no, me refiero a que fue comenza- do como algo que
debía ser leído por otro, como algo destinado a in-fluir a otro.
En este sentido procedió como lo hace un artista. Iniciado
durante el viaje a un país extranjero, el Diario es una
silenciosa comu-nión con el padre que la ha abandonado, un
presente que ella se propone enviarle desde su nuevo hogar, un
don de amor que, así lo espera ella, volverá a reunirlos. Dos
días después estalla la guerra. Por obra de lo cine parece casi
una conspiración del destino, el padre y la niña quedan
separados por muchos años. En las leyendas que desarrollan
este tema ocurre, como en este caso, que el encuentro acaece
cuando la hija ha llegado a la mayoría de edad.
Y así, al comienzo mismo de su Diario, la niña se
comporta preci-samente como el artista que, utilizando su
expresión como medio, se lanza a la conquista del mundo
que lo ha negado. Pensando original-mente en seducir y
encantar al padre con el testimonio de su propio dolor,
frustrada en todas sus tentativas de recuperarlo, poco a
poco empieza a mirar la separación como un castigo a su
propia incapacidad. La diferencia que la ha señalado desde la
infancia, y que ya le acarreó la ira paterna, se acentúa más aún.
El Diario se convierte en la confesión de su incapacidad para
hacerse digna del padre perdido, quien se ha convertido para
ella en dechado de perfección.
En las primeras
páginas del Diario se manifiesta este
conflicto en-tre el antiguo e inadecuado yo y el naciente y
desconocido yo que ella estaba creando. Es una lucha entre lo
real y lo ideal, la lucha aniquilado- ra que en el caso de la
mayoría de la gente se desarrolla sin fruto hasta al final de la
vida, y cayo significado nunca conocen. Apenas dos años
después de iniciado el Diario aparece el siguiente pasaje:
"Quand aucun bruit ne se fait entendre, quanti la nuit a
rccouvert de son sombre paletot la grande ville dont elle me
cache: 1'éclat trom-

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peur, alors il me semble entendre une voix mystéricuse qui me


parle; je supposc qu'elle vient de moi-méme car elle ponse
comme moi... Il me semble que je cherche quelque chose, jc
nc sais pas quoi, mais quanti mon esprit libre dégagc des
griffes puissantes de ce mortel ennemi, le Monde, il me
semble que je trouve ce que je voulais. Serait-ce 1'oubli? Le
silence? Je no sais, mais cene méme voix, quanti je crois étre
seule, me parle. Je ne puis comprendre ce qu'elle dit mais je me
dis que 1'on ne peut jamais étre seule et oubliée dans le
monde. Car jenomme cette voix: Mon Génie; mauvais ou
bon, je ne (Cuando no se oye el menor ruido,
puis savoir..."
cuando la noche cubriócon su oscuro manto la gran ciudad,
cuyo engañoso brillo se me oculta, entonces me parece oír
una voz misteriosa que me habla; supongo que viene de mí
misma, pues piensa como yo... Me parece que busco algo, no
sé qué, pero cuando mi espíritu libre se desprende de las garras
poderosas de ese enemigo mor-tal, el Mundo, me parece que
encuentro lo que deseaba. ¿Será el olvido? ¿El silencio? No lo
sé, pero cuando creo estar sola esta misma voz me habla. No
puedo comprender qué dice, pero me digo que nunca es posi-ble
estar sola y olvidada en el mundo. Pondré nombre a esta
voz: Mi Genio: si malo o bueno, no lo sé...)
Más sorprendente aún es un pasaje del mismo volumen
que empie-za: "Dans ma vio terrestre ríen n'est changé..." (En mi
vida terrestre nada cambió...) Después de relatar los pequeños
incidentes que constituyen su vida terrenal, agrega, pero:
"Dans la vie que je méne dans cela est différent.
Lá, tout est bonheur et douceur, car c'est un réve. Lá, il n'y a
pas d'école aux som-bres classes, mais il y a Dieu. La, il n'y a
pas de chaise vide dans la' fa-mille, qui est toujours au
complot. Lá il n'y a pas de bruits, plutót la solitude qui rend
la paix. Lá_ il n'y a pas d'inquiétude pour 1'avenir, car c'est un
autre réve. Lá, il n'y a pas de larmes, car c'est un sourire.
Voilá 1'infini oú je vis car íe vis deux f ois. Quand je mourrai
sur la torre, il arrivera, comme il arrive á deux lumiéres
allumées a la fois, quand 1'une s'éteint 1'autre se rallume, et
cela avec plus de force. Je m'etein-drai sur la torre, mais je me
rallumcrai dans I'infini..." (En la vida que llevo en el infinito
es diferente. Allí iodo es felicidad y dulzura, pues se

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trata de un sueño. Allí no hay escuela de sombrías aulas, sino


Dios. Allí no hay una silla vacía en la familia, que siempre
está completa. Allí no hay ruidos, sino la soledad que da la paz.
Allí no se conoce la inquietud por el futuro, porque éste es
otro sueño. Allí no hay lágrimas, pues se trata de una sonrisa.
Tal el infinito en que vivo, pues vivo dos veces. Cuando
muera, sobre la tierra ocurrirá, como cuando se encienden
dos luces al mismo tiempo, que cuando una se apaga la otra
vuelve a encen-derse, y con más fuerza. Me extinguiré sobre
la tierra, pero volveré a encenderme en el infinito... )
A veces dice burlonamente de sí misma que es "une
étoilique"... una palabra inventada por ella, y por qué no,
puesto que, como .ella misma dice, tenemos la palabra
lunatique. ¿Por no "etoilique”? "Hoy, dice, describí muy
qué
mediocremente pays des merveilles oú mon esprit était. Je
le
volais dans ce pays lointain ou rien n'est imposible. Hier je
suis revenue á la réalité, á la tristesse. Il me semble que je
tombais d'une grande splendeur á, une triste mysére". (
de las maravillas en que se halaba mi espíritu. Volaba en ese
país lejano en el que nada es imposible. Ayer regresé a la
el país .
realidad, a la tristeza. Me parece que caía de un gran esplendor a
una triste miseria.)
Es inevitable recordar los manifiestos de los
surrealistas, su inex-tinguible sed de lo maravilloso, y esa
frase de Breton, tan típica del soñador y del visionario:
"Deberíamos comportarnos como si estuvié- ramos realmente
en el mundo!" Puede parecer absurdoex-presiones
acoplar las
de los surrealistas con los escritos de una niña de trece años,
pero en realidad tienen mucho en común, y hay también un
punto de partida que es aún más importante. La persecución de
lo maravilloso es en el fondo simplemente la expresión del
seguro instinto del poeta, y se manifiesta por doquier y en todas
las épocas, en todas las condiciones de la vida, en todas las
formas de expresión. Pero cuando no es comprendi- da esta
maravillosa persecución de lo maravilloso puede también
actuar como una fuerza deformadora, puede convertirse en
agente del mal, aplastando al individuo en el altar de lo
Absoluto. Puede convertirse en una fuerza tan negativa y
destructora como el anhelo de Dios. Cuando más arriba dije
que la niña había comenzado su gran obra con sentido

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artístico, trataba de subrayar el hecho de que, como al artista,


el proble-ma que la obsesionaba era conquistar el mundo.
Mientras se preparaba para encontrarse nuevamente con el
padre ( porque para ella el mundo se hallaba personificado en
el Padre), involuntariamente se convertía en artista, es decir,
en criatura autónoma que ya no necesitaría de su padre. Cuando
vuelve a verlo, después de un lapso de casi veinte años, ella
es un ser desarrollado, una criatura formada de acuerdo con
su propia imagen. El encuentro le permite comprender que se
ha emancipado; más aún, pues con asombro y desconcierto
comprende también que ya no necesita al hombre a quien
buscaba.
Ahora se revela simbólicamente el significado de su
heroica lucha consigo misma. Podríamos decir que ya no existe
lo que estaba más allá de ella misma, lo que la dominaba, la
torturaba y poseía. AL fin se en-cuentra desposeída y liberada
para vivir su propia vida.
A lo largo del Diario sorprende particularmente esta
conciencia intuitiva de la naturaleza simbólica del papel que la
autora desempeña. Es ella la que ilumina las observaciones
más triviales, los más banales incidentes registrados por la
autora. En realidad, la obra no incluye nada que sea trivial;
todo está saturado de un propósito y un significado que se
aclara gradualmente a medida que la confesión progresa. En el
mismo sentido, el Diario nada tiene: de caótico, aunque a
primera vista pudiera creérselo. Los cincuenta volúmenes
abundan en figuras humanas, inci-dentes, viajes, libros leídos
y comentados, ensueños, especulaciones metafísicos, los
dramas en que ella está complicada, su .su
trabajo cotidia- no,
preocupación por el bienestar resumen, las mil
ajeno. En
cosas que constituyen su vida. Es un gran desfile de los
tiempos, paciente y humildemente dibujado por un ser que no
se atribuye ninguna importan- cia, por alguien que se ha
anulado casi completamente en el esfuerzo por llegar a una
auténtica comprensión de la vida. También en este sen-tido el
documento humano rivaliza con la obra de arte, o en
tiempos como los actuales la reemplaza. Pues en un sentido
profundo ésta es la obra de arte que nunca se escribe...
porque el artista que debe crearla nunca nace. Tenemos aquí,
en lugar de la obra consciente o técnica- mente acabada (la
clac hoy más que nunca nos parece vacía e ilusoria),
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la sinfonía inconclusa que se consuma porque cada línea está


preñada de lucha anímica. El conflicto con el mundo ocurre
interiormente. Poco importa, desde el punto de vista del artista,
si el mundo tiene las propor-ciones
una cabeza de alfiler o es
de
un universo inconmensurable. ¡Pero es preciso que exista un
mundo! Y este mundo, real o imaginario, sólo puede ser
creado sobre la base de la desesperación y la angustia. Para el
artista no existe otro mundo. Aunque fuese irreconocible,
este mundo creado del dolor y la privación es auténtico y vital,
y a su tiempo aliena al "otro" mundo en el que vive y muere el
mortal común. Es el mundo en el que existe el ser del artista, y
el arte se afirma preciosamente en la revelación del yo
imperecedero de aquél. Una vez comprendido este aspecto
desaparece el problema de la monotonía o la fatiga, del caos o
la impertinencia. Nos vemos entre horizontes ilimitados en
perpetuo esta-do de temor reverente y humildad.
Entramos con el autor en mundos desconocidos y
compartimos con él todo el dolor, la belleza, el terror y la
iluminación que son pro-pios de la exploración.
Nadie se quejó jamás de que hubiera exceso en los
autores auténti- camente grandes. Por el contrario,
generalmente que no hayan producido más. De
lamentamos
modo que volvemos que tenemos y lo releemos, y a
a lo
medida que releemos descubrimos maravillas que previa-mente
habíamos ignorado. Retornamos constantemente a ellas, a
las inagotables fuentes de sabiduría y de placer. Llama la
atención que estos autores a quienes aludo son precisamente los
que nos han dado más que los otros. Nos atraen precisamente
porque sentimos en ellos una llama inextinguible. Nada de
cuanto escribieron nos parece insignificante... ni siquiera sus
notas y observaciones casuales, y tampoco los dibujos
garabateados inconscientemente en los márgenes de sus
anotadores. Por el contrario, en el caso de los espíritus flacos
todo nos parece superfluo, desde la propia personalidad de los
aludidos a las obras que nos dejaron.
En el fondo de este infatigable espíritu de desarrollo
está la preo-cupación... Sorgen. Muy particularmente el
redactor de un Diario está por la idea de que todo
obsesionado
debe ser preservado. Y también esto se ha originado en un
sentido del destino. No sólo, como en el caso del

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artista común, existe el deseo tiránico de inmortalizar el propio


yo, sino también la idea de inmortalizar el mundo en que vive
y es el autor del Diario. Todo debe ser registrado, porque todo
ha de ser preservado. En el Diario de Anais Nin hay una
suerte de desesperación, casi diríamos como la que siente un
marinero a quien el naufragio arrojó a la costa de una isla
desierta. Con los restos de su vida destrozada la autora trata
de alcanzar una nueva creación. Se trata del conmovedor
esfuerzo por recuperar un mundo perdido. No es, como
podrían creer algunos, una actitud de retraimiento deliberado
frente al mundo; ¡es el acto en virtud del cual la autora se
separa involuntariamente del mundo !Todos expe-rimentan este
sentimiento en mayor o en menor grado. Consciente o
inconscientemente todos procuran recuperar el gozoso y
grato senti-miento de seguridad que conocieron en el seno
materno. Los que son capaces de realizarse conocen realmente
ese estado, no porque, ciega .e inconscientemente, anhelan la
condición uterina, sino por la transfor- mación del mundo en
que viven en auténtica matriz. Eso precisamente es lo que
según parece aterrorizó a Aldous Huxley, por ejemplo, cuando
contempló el cuadro de El Greco, "El sueño de Felipe II".
Aterrorizaba al señor Huxley la perspectiva de un mundo
convertido en tripa de pez. Pero El Greco debe haberse sentido
supremamente en su mundo de tripa de pez, y la prueba de
feliz
su contento, su comodidad, de su satisfac-ción, es el
de
sentimiento de universo que sus cuadros crean en la mente
del espectador. ¡Cuando se contemplan sus cuadros se
advierte que ése es un mundo! Se comprende también que es
un mundo dominado por la visión. Ya no se trata de un
hombre que mira el mundo, sino de un hombre dentro de su
propio mundo, reconstruyéndolo incesantemente en relación
con su propia luz interior. Que se trate de un mundo englo-
bado, y que, por ejemplo, para Aldous Huxley, El Greco
se parezca mucho a Jonás en el vientre de la ballena, es
precisamente lo que recon-forta en la visión de El Greco. La
ausencia de una infinitud sin límites, fenómeno que en
apariencia tanto inquieta al señor Huxley, es por el contrario
un muy provechoso estado de cosas. Todo el que ha asistido a
la creación de un mundo, todo el que ha organizado su
propio mundo, comprende que la ventaja del mismo reside
precisamente en el hecho de

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que vosee límites definidos. Uno ha de perderse antes de
descubrir su propio mundo; ese mundo que, porque tiene
rígidos límites, posibilita la única auténtica libertad.

matriz,

descenso
Lo cual

conocimiento

del descenso
a

a
la
nos retrotrae al
no-che de caos
se convierte en
las regiones
final
infernales
hacia las
laberinto
primordial
igno-rancia"
es en
sombras
y

realidad
eternas
.
al descenso
en la
Este

de
que
laborioso
la iniciación
la muerte.
a
"el
la

Quien descienda al laberinto debe despojarse primero de toda


posesión, así como conceptos, ideales, ideas y
de prejuicios,
todo lo demás. regresar a la matriz desnudo como el día
Debe
que nació, solamente con el núcleo de su futuro yo, por así
decirlo. Por supuesto, solamente se entregan a esta
experiencia los que están obsesionados por la visión. La visión
es siempre lo primero y principal. Y esta visión es como la voz
de la conciencia misma. Como bien sabemos, es una visión
doble. Se ve hacia adelante y hacia atrás con la misma
claridad. Pero no se ve lo que está directamente bajo la nariz;
uno no ve el mundo que lo rodea inme-diatamente. Esta
ceguera para lo cotidiano, para las circunstancias normales
o anormales de la vida, es el rasgo distintivo del inquieto
visionario. Los ojos, que poseen una rara capacidad,
necesitan ser adiestrados para ver con visión normal. A
primera vista este tipo de individuo parece preocupado sólo
por lo que ocurre alrededor de él; la cotidiana comunión con
el Diario parece al principio nada más que una transcripción de
esta vida normal, trivial, de todos los días. Y sin em-bargo,
nada más lejano de la verdad. En realidad, este
extraordinario catálogo de acontecimientos, objetos,
impresiones, ideas, cte., es sólo un ejercicio de teclado, por
así decirlo, para alcanzar ver lo que se ha
la facultad de
registrado tan volublemente. en realidad pocos
Por supuesto,
son los individuo si de este mundo que ven lo que ocurre
alrede-dor de ellos. Nadie ve realmente hasta que comprende,
hasta que es capaz de crear una pauta en la que la maraña
de los acontecimientos pasajeros encaje y adquiera
significado. Y para alcanzar este tipo de visión se necesita
una muerte personal. Es preciso ser capaz de ver pri-mero con
los ojos de un marciano o de un neptuniense. Es preciso po-
seer esta visión extraordinaria, esta clarividencia, para poder
percibir

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con los ojos comunes la multiplicidad de cosas. Nadie ve


exclusiva- mente con los ojos; vemos con el alma. Y este
problema -
-poner el alma en el ojo es el problema esencial de
quien como Anais Nin, redacta un Diario. Considerado desde
este ángulo, todo ese vasto Diario asume la naturaleza de
registro de un segundo nacimiento. Es la crónica de la
muerte y la transfiguración.
O podríamosplantearlo de un modo más figurativo
aún, y afirmarque se trata de la historia de un huevo que se
dividió en dos, un huevo que descendió a las sombras para
convertirse en un nuevo y único huevo formado con los
ingredientes del viejo. El Diario se asemeja entonces a un
museo en el que se destroza el mundo que formó el viejo
huevo dividido. Superficialmente parecería que en las
páginas del Diario se conservó cada uno de los fragmentos.
En realidad no subsiste nada de ello; todo lo que constituyó el
antiguo mundo no sólo ha sido destroza- do sino también
devorado nuevamente, redigerido y asimilado para el
desarrollo de una nueva entidad, el nuevo huevo que es uno e
indivisi-ble. Este huevo es indestructible y constituye un vital
elemento compo-nente de ese mundo en permanente
transformación. No pertenece a un mundo personal, sino al
mundo cósmico. En si mismo posee límites muy definidos,
lo mismo que el átomo o la molécula. Pero concebido en
relación con otras entidades semejantes forma, o ayuda a
formar un universo auténticamente ilimitado. Posee su
propia vida espontánea, que conoce una auténtica libertad,
porque su vida es vivida en armonía con las más rígidas leyes.
Ciertamente, proceso parece sor esa unión con la
todo el
naturaleza a la que
los poetas. Pero se llega a dicha
aluden
unión parabólicamente, a través de una muerte espiritual. Es
el mismo tipo de transfiguración al que se refieren los mito;
es lo que nos hace inteligible una frase como "el espíritu que
anima un lugar". Cuando el espíritu toma posesión de un lugar,
se identifica de tal modo con él que lo natural y lo divino se
unen.
De este mismo modo los espíritus humanos ocupan la
tierra. Sólo mediante la comprensión de este fenómeno,
considerado milagroso por algunos, podemos considerar sin la
menor angustia la muerte de millo-nes de semejantes. Pues
ciertamente distinguimos no sólo entre la pér-

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dida de un ser cercano y un extraño, sino también, y


la de
cuánto más, un ser cercano y la de una
entre la pérdida de
gran personalidad, como Cristo, Buda, o Mahoma. De estos
últimos hablamos muy naturalmente como si nunca hubieran
muerto, en realidad como si aún estuvieran con nosotros. Con
ello queremos decir que se han apoderado del mundo, y de un
modo que ni siquiera la muerte puede arrancarlos de él.
tal
De modo que el espíritu de estas figuras se introduce realmente
en el mun-do y lo anima. Y es sólo la animación aportada por
estos espíritus lo que confiere significado a nuestra vida sobre
la tierra. Pero todas estas figuras tenían que morir primero en
espíritu. Todas comenzaron por renunciar al mundo. Tal el
hecho fundamental que las caracteriza.
En los últimos volúmenes observamos la aparición de
títulos. Por ejemplo -y los ofrezco en orden cronológico - los
siguientes: "La defi-nida desaparición del demonio"; "Muerte y
desintegración"; "El triunfo de la magia blanca"; "El
nacimiento del humor en la ballena"; "Jugando a ser Dios";
"Fuego"; "Audacia"; "Vive la dynamite"; "El dios que ríe". El
empleo de títulos para indicar la naturaleza de un volumen
señala un movimiento de gradual emergencia del laberinto.
Implica que el Diario mismo ha sufrido radical transformación.
Ya no es un fugaz panorama de impresiones, sino la
consolidación de la experiencia en manojillos de fibra y
músculo que concurren a la formación del nuevo cuerpo.
El nuevo ser nace definitivamente y asciende hacia la luz del
mundo coti-diano. En los volúmenes anteriores se nos ofreció la
crónica de la lucha por penetrar en el santuario mismo del yo:
es la descripción de un mun-do penumbroso en el que los
contornos de personas, cosas y aconteci-mientos resultan cada
vez más esfumados como consecuencia de la inquisición
involutiva. Sin embargo, más penetramos en las sombras y la
confusión que reinan allá abajo, y más viva es la claridad.
Toda la personalidad parece convertirse en un ojo devorador
vuelto implaca- blemente sobre el yo. Finalmente, llega el
momento en
que este indivi-duo, que estuvo mirando
constantemente un espejo, ve con claridad tan enceguecedora,
que el espejo se desvanece y la imagen se reincorpora al cuerpo
del que se había separado. En este punto se restablece la
visión normal, y la que había muerto se reincorpora al mundo
viviente. En este

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momento precisamente cobra validez la profecía escrita


veinte años antes: "Un de ces jours je pourrais dire:
mon journal, je suis arrivée au fond!" ( Uno de estos días
podré decir: "¡Diario mío, he llegado al fondo!)
Si en los volúmenes anteriores el acento era de tristeza,
de desilu-sión, como de quien está de más, ahora el acento es
de gozo y realiza-ción. Fuego, audacia, dinamita, risa... la
elección misma de las palabras indica que la situación ha
cambiado. El mundo se extiende ante ella como la mesa de
un banquete: algo para gozar. Pero el apetito, en apa-riencia
insaciable, está controlado. Ha desaparecido el antiguo
deseo obsesivo de devorar que veía para conservarlo
todo lo
en su propia tumba privada.come sólo lo que la
Ahora
alimenta. El conducto diges-tivo antaño ubicuo, la gran ballena
en que ella misma se había converti-do, aparecen
reemplazados por otros órganos con otras funciones.
Disminuye la exagerada simpatía por otros que acompañó
cada uno de sus pasos. La aparición de un sentido del humor
refleja la adquisición de una objetividad alcanzada solamente
por quienes han conseguido reali-zarse. No se trata de
indiferencia, sino de tolerancia. La totalidad de visión
determina un nuevo tipo de simpatía, de un tipo nuevo y no
com-pulsivo. Cambia el ritmo mismo del Diario. Ahora hay
largos períodos, intervalos de completo silencio durante los
cuales el gran aparato di-gestivo, que antaño era todo,
disminuye la marcha para permitir el desarrollo de órganos
complementarios. También el ojo parece cerrarse, satisfecho de
permitir que el cuerpo sienta la presencia del mundo que lo
rodea, en lugar de penetrarlo con una visión devastadora. Ya
no se trata de un mundo de blanco y negro, de bien y mal, o
de armonía y disonancia; no, ahora el mundo se ha convertido
al fin en orquesta, con innumerables instrumentos capaces de
ofrecer todos los matices y colo-res, una orquesta en la que
aun las más abrumadoras disonancias ad-quieren expresión
significativa. Es el definitivo mundo poético del Como Es.
Ha concluido la inquisición, y acabados están el proceso y la
tortura. Se alcanza un estado de absolución. Es el
auténtico mundo católico, del que los católicos nada saben.
Es el mundo eternamente perdurable, nunca hallado por
quienes lo buscan. Pues la mayoría de

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nosotros está frente como ante un espejo; nunca


al mundo
vemos nues-tro yo porque jamás nos acercamos
auténtico
desprevenidos al espejo. Nos vemos como actores, pero el
espectáculo para el cual ensayamos nunca sube a escena.
Para presenciar el verdadero espectáculo, para participar
finalmente en él, debemos perecer ante el espejo en una ence-
guecedora luz de comprensión. Debemos perder no sólo la
máscara y la vestidura sino también la carne y la sangre que
ocultan el verdadero yo. Lo cual sólo puede ser logrado
mediante la iluminación, a través de la entrega voluntaria a la
muerte. Pues cuando se llega a ese momento, nosotros, que
nos imaginábamos sentados en el vientre de la ballena, y
condenados a la nada, de pronto descubrimos que la ballena
era una proyección de nuestra propia insuficiencia. Subsiste la
ballena, pero ella se convierte en todo el ancho mundo, con
estrellas y estaciones, con banquetes y festivales, con todo
cuanto es maravilloso ver y tocar, y siendo ése el caso ya no
se trata de una ballena, sino de algo innomina- do, porque es
algo que está dentro tanto como fuera de nosotros. Pode-mos, si
así nos place, devorar también a la ballena... pedazo a
pedazo, durante la eternidad. Por mucho que devoremos,
siempre habrá más ballena que hombre; pues lo que el
hombre se apropia de la ballena retorna nuevamente a ésta en
una forma o en otra. La ballena se trans-forma constantemente,
a medida que el hombre mismo se transforma. Sólo existen el
hombre y la ballena, y el hombre está en la ballena y la vosee.
Así, también, sean cuales.
146 fueren las aguas habitadas por la ballena, también
el hombre las habita; pero siempre como habitante interior de
la ballena. Vienen y van las estaciones, estaciones al modo de la
ballena, y todo el organismo de ésta resulta afectado. También
el hombre se ve afectado en su condi-ción de habitante interior
de la ballena. Pero la ballena nunca muere, y tampoco el
hombre en su interior, porque es imperecedero lo que juntos
han establecido... la relación entre ambos. Y ambos viven
en esto, a través de esto y por esto: no el agua, ni las
estaciones, ni lo que es ab-sorbido ni lo que desaparece. En
este trascender al espejo, por así de-cirlo, hay una infinitud de
la que no puede ofrecer la más mínima idea ninguna infinitud
de imágenes. Se vive dentro del espíritu de transfor-

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mación y no en el acto. La leyenda de la ballena se convierte


así en el celebrado libro de transformaciones destinado a
curar los males del mundo. Cada uno de los que se
introducen en el cuerpo de la ballena y procura allí su propia
resurrección está promoviendo la milagrosa trans-figuración del
mundo que, porque es humano, es sin embargo ilimitado. El
proceso total os un maravilloso fragmento de simbolismo
dramático, en virtud del cual quien enfrentaba su propia
perdición de pronto des-pierta y vive, y con un mero acto
declarativo -el acto de declarar su condición de ser vivo -
insufla vida a todo el mundo, y modifica inter-minablemente el
rostro de este Último. Quien se levanta de su banco en el
cuerpo de la ballena moviliza automáticamente una música
orquestal a cuyos sones canta y baila cada ser vivo del universo,
pasando en inaca-bable recreación el tiempo infinito.
Y aquí debo regresar nuevamente al cuadro de El
Greco, "EL sue-ño de Felipe II", tan bien descripto por el señor
Huxley en su ensa-yo. Pues en cierto sentido este
breve
Diario de Anais es también un extraño sueño de algo,
Min
un sueño que se desarrolla a muchas brazas bajo la superficie
del mar. Podría pensarse que en este retiro, lejos de la luz
diurna del mundo, nos asomaremos a un laboratorio
herméticamente sellado, donde solamente florece el ego. DE
ningún modo. Ciertamente, se diría que el ego desaparece
completamente entre los decorados y arreos de este mundo
subterráneo que ella ha creado alrededor de sí. Recorren sus
páginas mil figuras, sorprendidas en las posturas más
íntimas y revelándose como no lo harían nunca frente al
espejo. Las páginas más dramáticas son quizás aquellas en que
los crédulos psicoa-nalistas, pensando develar las complejidades
de la naturaleza de la auto-ra, son develados ellos mismos y
quedan reducidos a que se pone al alcance de
jirones. Todo el
su vista es atraído, por asía una tela de araña,
decirlo,
desnudado, disecado, desmembrado, devorado y digerido. ¡ Y
todo sin malicia! Automáticamente, como parte de los
procesos vitales. Quien así procede es realmente una inocente
criatura escondida en las paredes del vientre de la ballena.
Anulándose, ella se convierte real-mente en este gran Leviatán
que surca las profundidades y devora todo lo que ve. Se trata
de un extraño dédoublement de la personalidad, en

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virtud del cual el crimen es referido a la ballena mediante una


suerte de amnesia autoinducida. Allí, escondida en un
repliegue del gran tracto intestinal de la ballena, sueña a lo
largo de volúmenes enteros con algo que no es la ballena, algo
más grande, algo trascendente que es innomi-nado e
inaprehensible. Tiene un espejito de bolsillo y lo cuelga de
la pared intestinal de la ballena y se mira durante horas
interminables. Frente al espejo representa todo el drama de su
vida. Si está triste, el espejo refleja su tristeza; si se siente
alegre, el espejo refleja su alegría. Pero todo cuanto el espejo
refleja es falso, porque
cuando ella com-prende que su
imagen es o alegre, ya no se siente triste o alegre.
triste
Siempre hay otro yo que se oculta del espejo y que le permite
mirarse en el espejo. Ese otro yo le dice que únicamente su
imagen está triste, que solamente su imagen está contenta.
Porque se mira constantemente en el espejo realiza
efectivamente un milagro, el de no mirarse. El espejo le
permite caer en un trance en el que la imagen desaparece
completamen- te. Ciérranse los ojos y ella recae en lo
profundo. También la ballena recae y se pierde en lo profundo.
Este es el sueño soñado por El Greco y por Felipe II. Es el
sueño de un sueño, tal como un espejo doble refleja-rá la
imagen de una imagen. E igualmente puede ser el sueño de
un sueño de un sueño, o la imagen de una imagen de una
imagen. Así puede retroceder interminablemente, pasando de
una cajita japonesa a otra y a otra y a otra, sin llegar jamás a la
última caja. Cada período de retrogra- dación determina mayor
clarividencia; a medida que aumenta la oscuri-dad se desarrolla
la magnitud del ojo interior. Se encajona el mundo, y con él
los sueños que infunden forma al mundo. Hay infinito número
de puertas -
trampa, pero no hay salidas. La autora cae de un
plano a otro, pero nunca llega al fondo del océano. El
resultado es a menudo una sensación de claridad brillante,
cristalina, el tipo de helada maravilla que la metamorfosis de
un copo de nieve suscita. Algo semejante a lo que
experimentaría una molécula al descomponerse en sus
elementos fun-damentales, si pudiera expresar su conciencia
del proceso de transfor- mación. Es lo más cercano a la
sensación final sin la pérdida total de la identidad. Es muy
posible que provoque una sensación de horror en el lector
común. Pues de pronto se encontrará sumergido en un mundo
de

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crímenes monstruosos cometidos por un ángel que ignora el


sentido del crimen. Le aterrorizará el aspecto mineralógico de
estos crímenes en los que no se derrama sangre, ni se dejan
heridas abiertas. Advertirá que faltan los habituales factores de
violencia, de modo que se sentirá com-pletamente confundido,
absolutamente alucinado.
Hay algunos volúmenes en los que la atención se
concentra casi completamente sobre uno o dos individuos, y
que son como el meollo desnudo de alguna novela
posdostoievskiana; traen ala que
superficie un plasma lunar
es ese movimiento hacia la muerta escoria
el fruto lógico de
del ego, anticipado por Dostoievski y expresado en
lenguaje preciso por D. H. Lawrence antes que por nadie.
Hay tres volúmenes sucesivos de este tipo, constituidos
exclusivamente por esta materia prima de un drama que se
desarrolla dentro de los límites del mundo femenino. Es el
primer trozo de literatura femenina que he leído jamás:
reorganiza el mundo desde el punto de vista de la honestidad
femenina. El resultado es un lenguaje ultramoderno, que a
pesar de ello no se parece a ninguno de los procesos
experimentales masculinos que nos son familiares. Es
preciso, abstracto, nebuloso e inaprehensible. Hay
pensamientos larvales que todavía no se separaron de su
contenido de ensoñación, pensamientos que parecen
cristalizar lentamente ante los ojos del lector, siempre
precisos pero nunca tangibles, nunca inmovili-zados para
someterse al análisis de la mente. Es el mundo opiáceo del ser
fisiológico de la mujer, una suerte de exposición cinemática
ubicada en el interior del tracto génitourinario. En todo ello no
hay ni tina onza de cultura masculina; se ha eliminado todo
lo que se relaciona con la cabeza.
Transcurre pero no se trata del tiempo del
el tiempo,
reloj; y tam-poco es el tiempo poético que los hombres crean
en el curso de su pa-sión. Se asemeja más al tiempo eónico
exigido por la creación de las gemas y los metales preciosos;
un destripado tiempo sideral en el que la mujer sabe que es
superior al varón, y que en su momento volverá a absorberlo.
El efecto producido de ese modo es el de la luz de estrellas a
pleno día.

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El contraste entre este lenguaje y el del hombre es


notable; todo el arte masculino empieza a parecerse a un
edelweiss congelado bajo una campana de vidrio, descansando
sobre una repisa en el desierto hogar de un lunático. En este
extraordinario lenguaje unicelular de la mujer, hallamos una
conciencia deslumbrante como una gema, que dispersa ego
el
como si se tratara de polvo de estrellas. El gran cuerpo
femenino se eleva desde sus somnolientas profundidades
marinas en desnudo impul-so hacia en el
el sol. El sol está
cenit... permanentemente en el cenit. El espacio se hincha
como un frío lago noruego lleno de hielos flotantes. Fijos
están el sol y la luna, uno en el cenit y la otra en el nadir. La
ten-sión es perfecta, absoluta la polaridad. Las voces terrestres
se mezclan en eterna resonancia que brota del delta del río
fecundante de la muerte. Es la voz de la creación sumergida
constantemente en el diurno frenesí del mundo de hechura
masculina. Adviene como la ligera brisa que promueve el
balanceo del océano; adviene con una calma y serena, irre-
sistible fuerza, como el movimiento de la gran Voluntad
promovida per los instintos, que se extiende en largos rizos
sedosos de enigmático dinamismo. Luego, un momento de
calma, durante el cual las misterio-sas fuerzas centralizadas
retornan ala matriz, y se reagrupan nuevamente en una sublime
y general suficiencia. Nada se ha perdido, ni gastado, ni cedido.
El gran misterio de la conservación, en la que la creación y
la destrucción no son sino los símbolos antípodas de una única
y constante energía que es inescrutable.
En este punto de la sinfonía aún inconclusa del Diario
toda la pauta cobra milagrosamente otra dimensión; en este
punto adquiere propor-ciones cósmicas. Cuando adopta el
lenguaje universal, el ser humano que hay en ella habla con
total franqueza al hindú, al chino, al japonés, al abisinio, al
malayo, al turco, al árabe, al tibetano, al esquimal, al pawni,
al hotentote, al bosquimano, al kafir, al persa, al asirio. El
len-guaje polar cristalizado y conocido por todas las razas: un
susurro ser-pentino, sibilino y sibilante que asciende desde los
pantanos astrales; una suerte de fría y tintineante risa lunar que
se origina bajo las plantas de los pies: una risa formada por
depósitos aluviales, excrementos mi-tológicos y el sudor de los
epilépticos. Es el lenguaje que se filtra por

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las fronteras de la raza, el color, la religión, el sexo; un


lenguaje que empapa el papel de tornasol de la mente y
satura los quintaesenciales esporos humanos. El lenguaje de
las campanas sin badajos, oído ince-santemente durante los
nueve meses en que cada uno es idéntico y a pesar de ello
misteriosamente distinto. En esta primera tintineante me-lodía
de inmortalidad que rompe contra las cálidas y cómodas
murallas de la matriz tenemos la música de los hijos
nonatos de los hombres mirándose unos a otros con sus bellos
ojos muertos.

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EL OJO COSMOLÓGICO

Mi amigo Reichel es un pretexto que me


simplemente
permite ha-blar del mundo, el mundo del arte y de los hombres,
y de la confusión y el eterno malentendido que reina entre
ambos. Cuando aludo a Reichel me refiero a cualquier buen
artista que se encuentra solo, al artista a quien se ignora y
desconoce. A los Reichels de este mundo se los asesi-na como
si fueran moscas. Siempre será así; el castigo por ser diferente,
por ser artista, es ciertamente cruel.
Nada cambiará este estado de cosas. Quien lea
cuidadosamente la historia de nuestra grande y gloriosa
civilización, quien lea las biogra-fías de los grandes, advertirá
que siempre ocurrió así; y si se lee aún más atentamente se verá
que estos hombres excepcionales explicaron por qué debía ser
así, aunque a menudo se quejaran amargamente de su suerte.
Todo artista es un ser humano al mismo tiempo que
pintor, escritor o músico; y lo es particularmente cuando
intenta j ustificarse como artista. Como ser humano Reichel
casi me arranca lágrimas. No por el mero hecho de que se lo
desconozca ( cuando miles de hombres de menor categoría
chapotean en la fama), sino ante todo porque cuando se entra en
su cuarto, en el hotel barato donde ejecuta su trabajo, la santi-
dad del lugar resulta angustiosa. Ese pequeño cuchitril no es
una choza, pero se le asemeja peligrosamente. Recorremos el
cuarto con los ojos, y advertimos que las paredes están
cubiertas con sus cuadros. Los cuadros mismos son sacros. No
se puede dejar de pensar que este hombre jamás hizo nada por
razones de lucro. Este hombre tenía que hacer lo que hizo o
morir. Es un hombre desesperado y al mismo tiempo lleno de
amor. Trata desesperadamente de abrazar al mundo con este
amor que nadie comprende. Y como se encuentra solo, siempre
solo y desconocido, una negra pena impregna su ser.
Estaba intentando explicármelo el otro día, mientras nos
hallába- mos de pie frente al mostrador de un bar. Es cierto que
se sentía un poco achispado de modo que las explicaciones
eran aún más difíciles que de costumbre. Trataba de decirme
que lo que sentía era peor que la aflic-

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ción, una oscuro dolor subhumano localizado en la


especie de
columna vertebral y no en el corazón o el cerebro. Aunque no
me lo dijo, com-prendí inmediatamente que este oscuro
lacerante dolor era el reverso de su gran amor: era el sombrío
e infinito telón contra cuyo fondo sus resplandecientes
cuadros brillan con sacra fosforescencia. Estamos en su
cuartito de hotel y me dice: "Quiero que los cuadros me
devuelvan la mirada; si los miro y ellos no me miran también,
sé que no son buenos". La observación se originó en que
alguien comentó que en todos sus cuadros había un ojo, el
ojo cosmológico, según dijo la persona en cuestión.
Mientras me alejaba del hotel iba pensando que quizás ese ojo
ubicuo era el órgano residual de su amor, tan profundamente
implanta-do en todo lo que él miraba que le devolvía la
mirada atravesando las sombras de la insensibilidad humana.
Más aún, que ese ojo tenía que estar en
que él hacía,
todo lo
o de lo contrario enloquecería. Ese ojo tenía que estar allí
para morder las entrañas de los hombres, para afe-rrarlos como
lo haría un cangrejo, obligándolos a comprender que Hans
Reichel existe.
Este ojo cosmológico está hundido profundamente en el
cuerpo de Reichel. Todo lo que el pintor mira y calibra debe
ser llevado bajo el umbral de la conciencia, hundido
profundamente en las entrañas donde reina una noche absoluta
y donde también las tiernas boquitas con las que él absorbe su
visión devoran hasta que sólo queda la quintaesencia. Aquí, en
los cálidos intestinos, ocurre la metamorfosis. En la noche
absoluta, en el oscuro dolor agazapado en el espinazo, se
disuelve la sustancia de las cosas hasta que sólo brilla la
esencia. Los objetos de su amor, mientras ascienden a la luz
para disponerse en sus telas, se despo-san en extrañas y místicas
uniones que son indisolubles. Pero la auténti- ca ceremonia se
celebra abajo, en las sombras, de acuerdo con las
inescrutables leyes atómicas del matrimonio. No hay testigos
ni solem-nes juramentos. El fenómeno se une al fenómeno tal
como casan los elementos atómicos para conformar la
sustancia milagrosa de la materia viva. Hay matrimonios
polígamos y otros poliándricos, pero no morga-náticos. Lo
mismo que en la naturaleza, también hay uniones monstruo-sas,
y son tan inviolables, tan indisolubles como las otras.
Reglas

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caprichosas, pero se trata del severo capricho de la naturaleza,
por con-siguiente divino.
Hay un cuadro al que tituló: "Los mellizos nacidos
muertos". Es un conjunto de paneles en miniatura, en los que
existe no sólo el sabor embrionario, sino también el jeroglífico.
Si Reichel simpatiza con uno, le mostrará en uno de los
paneles la camisita en la que la madre de los mellizos nacidos
muertos pensaba probablemente en el curso de su agonía.
Reichel lo dice tan sencilla y honestamente que uno siente
de-seos de echarse a llorar. La camisita engarzada en un frío
verde prenatal es ciertamente el tipo de camisa que sólo
podría ser evocada por una mujer que está dando a luz. Se
siente que en la helada tortura del naci-miento, en el instante en
que la mente parece próxima a estallar, el ojo de la madre que
se vuelve hacia adentro busca frenéticamente, un objeto tierno
y conocido, que la una, aunque sólo sea por un momento,
al mundo de las entidades humanas. En este rápido y torturado
manoteo la madre se hunde y se aleja, atravesando mundos
desconocidos para el hombre, y reaparece en planetas hace
mucho desaparecidos, donde quizá no existían camisitas de
bebés, pero donde existía el calor, la ternura, la musgosa
envoltura de un amor más allá del amor, de un amor por los
discordes elementos que se metamorfosean en la madre, a
través de su dolor y de su muerte, para que la vida pueda
continuar. Si se
con el ojo cosmológico, cada panel es
lo lee
una escena que describe un indescifrable libreto
retrospectiva
de la vida. Todo el cosmos se balancea hacia adelante y
hacia atrás a través de las esclusas del tiempo, y los mellizos
que nacieron muertos están engarzados en el frío verde
prenatal con la camisa que nunca fue usada.
Cuando lo veo sentado en el sillón, en un jardín sin
fronteras, lo veo rememorando soñadamente a los mellizos que
nacieron muertos. Lo veo como se ve él mismo cuando no hay
espejos en el mundo: cuando cae en trance absoluto y tiene que
imaginar el espejo que no está allí. El pajarito blanco en el
rincón, cerca de sus pies, le está hablando, pero él está sordo y
la voz del pájaro está dentro de él, y Reichel no sabe si está
hablando consigo mismo o si se ha convertido en el propio
pajarito blanco.

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Atrapado así, en trance absoluto, el pájaro es


desplumado hasta lo vivo. Es como si la idea, pájaro, se
hubiera detenido súbitamente al pasar por el cerebro. El
pájaro y el trance y el pájaro en trance están traspasados. Se
lo ve en la expresión del rostro de Reichel. El rostro es el de
Reichel, pero un Reichel que ha pasado a un estado cataléptico.
Un fugaz sentimiento de asombro se cierne sobre la máscara
de piedra. Su expresión no refleja miedo ni terror... sólo un
inenarrable sentimiento de asombro, como si él fuera el último
testigo de un mundo que se hunde en las sombras. Y en esta
visión de último momento el pajarito blanco viene a hablarle...
pero él ya está sordo. En su interior se vierten las más
milagrosas palabras, el que nadie
lenguaje del pájaro
entendió jamás; ahora lo tiene en lo profundo de su interior.
Pero en este preciso mo-mento, cuando todo se aclara, ve con
visión absoluta que el mundo se hunde en el oscuro pozo de la
nada.
Hay otro autorretrato... un
disimulado por una busto
masa cómo emerge entre los
de verde follaje. Es extraordinario
quietos helechos, aho-ra con una expresión más humana, pero
todavía borracho de asombro, aún desconcertado, deslumbrado
y abrumado por el festín del ojo. Se diría que viene flotando
en el limo paleozoico y, como si hubiera oído el rugido
distante del Diluvio, hay en su rostro la premonición de la
catástrofe inminente. Parece anticipar la destrucción de los
grandes bosques, la aniquilación de innumerables árboles
vivos y el lujurioso y verdefollaje de una primavera que
jamás volverá. Parecería que todas las variedades de hojas,
todos los matices del verde se han acumulado en esta pequeña
tela. Es una suerte de baño en el equinoccio vernal, y el
hombre está felizmente ausente de sus preocupaciones. Allí
sólo está Reichel con sus grandes ojos redondos, y en él hay
asombro, y este gran asombro profundamente arraigado
satura el cataclismo inminente y proyecta viva luz que
explora lo desconocido.
En todos los cataclismos aparece Reichel. A veces es
un pez que cuelga del cielo debajo de un sol rodeado de un
triple anillo. Cuelga allí como un Dios de la Venganza
descargando sus maldiciones sobre el hombre. Es el Dios que
destruye las redes de los pescadores, el Dios que trae truenos y
rayos para que los pescadores puedan ahogarse. A veces

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aparece encarnado en un caracol, y puede vérselo atareado en


la cons-trucción de su propio monumento. A veces es un alegre
y feliz caracol que se arrastra sobre las arenas de España. Otras
es sólo el sueño de un caracol, y entonces su mundo que ya es
fantasmagórico se convierte en algo musical o diáfano. Uno
está allí en su sueño en el preciso momento en que todo se
funde, cuando apenas subsiste una levísima sugestión de forma
para ofrecer una última y fugaz clave de la apariencia de las
co-sas. Rápida como la llama, esquiva, perpetuamente alada,
sin embargo siempre aparece en sus cuadros la férrea garra
que se apodera de lo inaprehensible y lo aprisiona sin herirlo
ni dañarlo. Es la destreza del maestro, el aferrón visionario
que sostiene firme y segura la presa sin desordenar ni una
pluma.
Hay momentos en que nos impresiona como si estuviera
sentado en otro planeta haciendo su inventario del mundo. Las
conjunciones que él registra no fueron observadas por ningún
astrónomo. Pienso ahora en un cuadro al que denomina "Casi
luna llena". El casi es característico de Reichel. Este casi llena
no es el casi llena al que estamos acostumbra- dos. Es la luna -
casi - llena que un hombre vería desde Marte, digamos. Porque
cuando esta luna sea llena, despedirá una luz verde y
espectral reflejada desde un planeta que acaba de nacer a la
vida. Se trata de una luna que de un modo o de otro se ha
desviado de su órbita. Pertenece a una noche tachonada de
extrañas configuraciones y cuelga allí, tensa como un ancla en
un océano de pecblenda. Tan delicado es su equilibrio en este
cielo poco familiar, que el agregado de un hilo lo destruiría.
Ésta es una de las lunas exploradas constantemente por los
poetas y respecto de las cuales no existe, afortunadamente, el
menor conocimiento cientí-fico. Bajo estas nuevas lunas se
decidirá un día el destino de la raza. Son las lunas anárquicas
que surcan el protoplasma latente de la raza, que provocan
desconcertantes perturbaciones, angoisse, alucinaciones.
Todo cuanto ocurre ahoray ha estado ocurriendo durante
los últimos veinte mil años, o cosa así, descansa en la balanza
contra este extraño, profético cuerno de una luna que viaja
hacia su óptimo.
¡La luna y el mar! ¡Qué frías, limpias atracciones lo
obsesionan! Ese cálido y cómodo fuego con el que los hombres
construyen sus me-

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nudas parece casi desconocido para Reichel.


emociones
Habita pro-fundidades del océano y del cielo. Sólo en las
las
profundidades se siente satisfecho y en su elemento. Cierta
vez me describió una medusa que había visto en aguas de
España. Vino nadando hacia él como un órgano marina que
tocara una misteriosa música oceánica. Mientras él describía la
medusa pensé en otro cuadro para el que no podía hallar
palabras. Lo vi describir movimientos con los brazos, ese
impotente, agitado tarta-mudeo del hombre que aún no ha
puesto nombre a todo. Estaba casi por describirlo cuando de
pronto se interrumpió, como si elpavor de nom-brarlo lo
paralizara. Pero mientras él balbuceaba y tartamudeaba oí tocar
la música; comprendí que la vieja de cabellos blancos era
simplemente otra criatura de las profundidades, una medusa
disfrazada de mujer que tocaba para él la música de la
aflicción eterna. Comprendí que era la mujer que habitaba "La
casa de los fantasmas" donde el pajarito blanco está
encaramado en cálidos tonos oscuros, gorjeando el lenguaje
prei-deológico desconocido para el hombre. Comprendí que
allí, en la "Re-membranza del panel coloreado de una
ventana", ella era el ser que habita la ventana, el que se
revela silenciosamente sólo a los que han abierto el corazón.
Comprendí, que estaba en la pared en la que él había pintado
un verso de Rilke, ese muro sombrío y desolado sobre el
cual un sol amustiado arroja un menguado rayo de luz.
Comprendí que lo que él no podía denominar se hallaba en
todo, como su negra aflicción, y que había elegido un lenguaje
tan fluido como la música para no he-rirse en los afilados rayos
del intelecto.
En todo lo que es la nota predominante.
hace el color
Por la elec-ción y la mezclasus tonos se conoce que es
de
músico, que le inquieta lo inaprehensible y lo intraducible.
Sus colores son como las oscuras melodías de César Frank.
Están todos cargados de negro, un negro vital, como el corazón
del propio caos. También puede decirse de este negro que
corresponde a un tipo de benéfica ignorancia que le permite
resuci-tar las potencias de la que retrata
magia. Todo lo
presenta una cualidad simbólica y contagiosa: el tema no es
sino el medio de expresar un sig-nificado más profundo que la
forma o el lenguaje. Cuando pienso, por ejemplo, en el
cuadro al que él titula: "El lugar sagrado", uno de sus

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temas sorprendentemente tengo que recaer en


recatados,
la palabra enigmático. en esta obra que se asemeje
Nada hay
a los .otros lugares sagrados de los que tenemos noticia. Está
formada por elementos com-pletamente nuevos que mediante
la forma y el color sugieren todo lo que el título evoca. Y
sin embargo, mediante cierta extraña alquimia, esta pequeña
tela, que también podría haberse llamado "Urim y
Thummim", revive el recuerdo de todo lo que los judíos
perdieron con la destrucción del Templo. Sugiere el hecho de
que en la conciencia de la raza nada de lo que es sagrado se
ha perdido, y que por el contrario somos nosotros los que
estamos perdidos y los que en vano buscamos, los que
continuaremos buscando vanamente hasta que aprendamos a
ver con otros ojos.
En este oscurecimiento del que nacen sus ricos
colores no existe sólo lo trascendental, sino también lo
despótico. Su negro no es opresi-vo, sino profundo, y suscita
un desasosiego fecundo. Nos impulsa a creer que no hay
fondo, del mismo modo que no existe verdad absoluta. Ni
siquiera Dios, en el sentido pues para crear a
de Absoluto,
Dios sería preciso ante todo describir un círculo. No, en estos
cuadros no existe Dios, salvo la propia persona de Reichel.
No hay necesidad de Dios, porque todos ellos son sustancia
creadora surgida de las sombras y sustancia que en ellas
recae nuevamente.

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NOTA AUTOBIOGRÁFICA

Nací en la ciudad de Nueva York, el 26 da diciembre da


1891, de padres estadounidenses. Mis abuelos vinieron a los
Estados Unidos para evitar el servicio militar. Todos mis
antepasados son alemanas y provie-nen de todas las regiones da
Alemania; la familia se ha dispersado por todo el mundo, en
las regiones más remotas y alejadas. Los hombres fueron casi
todos marinos, campesinos, poetas y músicos. Hasta que
comencé a asistir a la escuela sólo hablé alemán, y la
atmósfera en que me crié, a pesar de que mis padres nacieron
en los Estados Unidos, era total y absolutamente alemana. De
los cinco a los diez fueron los años más importantes de mi
vida; viví en la calle y adquirí el típico espíritu pandillero de
los norteamericanos. Siento particular cariño por al Dis-trito
14°, de Brooklyn, donde me crié; era una barriada da
inmigrantes y mis compañeros eran todos de diferentes
nacionalidades. La guerra hispano -
estadounidense, que
estalló cuando yo tenía siete años, fue un acontecimiento
importante de mis primeros años; me complació el espíritu
turbulento que entonces se desató y que me permitió
compren- der a temprana edad la violencia y la ilegalidad que
son tan característi- cas de los Estados Unidos.
Mis padres eran personas relativamente pobres,
laboriosas, frugales y sin imaginación. (Mi padre no leyó un
libro en toda su vida.) Fui bien cuidado y viví con salud y
felicidad hasta que tuve que valerme solo. No deseaba ganarme
la vida, no tenía sentido de la economía, ni respeto por mis
mayores o por las leyes y las instituciones. Desafié a mis
padres y a quienes me rodeaban casi desde el momento que
fui capaz da hablar. Salí de la Universidad local pocos meses
después con la atmósfera del sitio y la
de ingresar, disgusta- do
estupidez programas. Tomé un empleo en el distrito
de los
comercial, en una compañía de cementos, y muy pronto lo
lamenté. Dos años después mi padre me dio el dinero necesa- rio
para ir a Cornell. Tomé el dinero, desaparecí con mi amante,
una mujer que tenía edad suficiente como para ser mi madre.
Volví a casa

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aproximadamente un año después y luego me marché


definitivamente para ir al Oeste. Trabajé en varias regiones del
país, y sobre todo en el Sudoeste. Realicé toda suerte de
tareas manuales, generalmente como peón dle estancia. Me
hallaba en camino hacia Juneau, Alaska, para trabajar como
minero lavador en los yacimientos de oro, cuando me abatió
la fiebre. Regresé a Nueva York para llevar una vida
errante, vagabunda y sin rumbo, trabajando en cualquier cosa
y en todas, pero nunca mucho tiempo. Fui buen atleta y me
adiestré todos los días du-rante cinco años... como si pensara
competir en los juegos olímpicos. Debo mi excelente salud a
este precoz régimen espartano, a la perma-nente pobreza en
que viví, y que jamás me preocupo. Viví agitado y
al hecho de
rebelde años, fui el cabecilla en todo y sufrí
hasta los treinta
sobre todo porque era excesivamente honesto, demasiado
sincero, veraz y generoso.
A temprana edad me obligaron a estudiar piano,
demostré cierto talento y después lo estudié con seriedad, con
la esperanza de conver-tirme en concertista, pero no lo hice.
Abandoné completamente, pues mi lema fue siempre "todo o
nada". Me vi obligado a ingresar en la sastrería de mi padre,
porque él no estaba en condiciones de administrar sus
asuntos. No aprendí casi nada de sastrería; en cambio, empecé
a escribir. El primer trabajo escrito por mí probablemente lo
redacté en la sastrería de mi padre... un extenso ensayo sobre el
Anticristo de Nietzsche. Solía escribir cartas a mis amigos,
cartas de cuarenta y cincuenta páginas de extensión, sobre
todo lo que existe bajo el sol: eran cartas humorísticas, y al
mismo tiempo pomposamente intelectuales. ( ¡Aun hoy me
place particularmente escribir cartas!) De todos modos, en
esos días nunca pensé que llegaría a ser escritor... la sola idea
casi me atemorizaba.
Cuando Estados Unidos entró en la guerra fui a
Washington a ocu-par un puesto en el Departamento de Guerra...
para clasificar correspon- dencia. En mis ratos libres escribí
varias crónicas para uno de los periódicos de Washington.
Salí de filas usando la cabeza, volví otra vez a Nueva York y
me hice cargo del negocio de mi padre durante su en-fermedad.
Fui siempre y soy todavía un pacifista ciento por ciento.
Creo que está justificado matar a un hombre en un momento
de cólera,

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poro no a sangre fría o por razones de principio, como


preconizan las leyes y los gobiernos del mundo. Durante la
guerra me casé y fui padre. Aunque los empleos abundaban
entonces, yo siempre estaba sin trabajo. Ocupé innumerables
puestos por un día y a menudo por menos tiempo. Entre ellos
los siguientes: lavaplatos, ayudante de restaurante (newsie),
mensajero, sepulturero, pegador de carteles, vendedor de
libros, mozo de hotel, encargado de bar, vendedor de licor,
dactilógrafo, operador de máquina de sumar, bibliotecario,
estadígrafo, trabajador social, mecáni- co, corredor de seguros,
recolector de basura, ordenanza, secretario de un evangelista,
estibador, guarda de tranvía, instructor de gimnasia,
repartidor de leche, contralor de entradas, etcétera.
El más importante encuentro de mi vida fue el que tuve
con Emma
Goldman en San Diego, California. Ella me abrió todo el
mundo de la cultura europea e infundió a mi vida nuevo
ímpetu, y también orienta-ción. Me interesó apasionadamente el
movimiento I. W. W. en la época
de su auge, y recuerdo con gran respeto y a gente como
afecto
Jim Lar-kin, Elizabeth Gurley Flynn, y Carlo
Giovanitti
Tresca. Nunca fui miembro de ningún club, fraternidad u
organización social o política. Cuando era un jovencito me vi
llevado de una Iglesia a otra... primero fui luterano, luego
metodista, luego episcopal. Luego seguí con gran interés las
lecturas del Centro Bahai, de los teósofos, de los partidarios
del Nuevo Pensamiento, de los Adventistas del Séptimo Día, y
de otros. Mi actitud
Los cuáqueros
integridad
son
y
y su sinceridad
los mejores norteamericanos.
En 1920, después
.
era absolutamente ecléctica c inmune.
mormones me impresionaron por su
los
y por su autosuficiencia. Creo que

de desempeñarme como mensajero


y alcahuete de la compañía, fui jefe de personal de la
Western Union Telegrahp en la ciudad de Nueva
Company,
York. Conservé el empleo cinco años, y todavía lo considero
el período más rico de mi vida. La resaca y el desecho de
Nueva York pasaron por mis manos... más de cien mil hom-
bres, mujeres y jóvenes. En 1923, durante una vacación de tres
semanas, escribí mi primer libro, que era el estudio de doce
mensajeros excéntri- cos. Era un libro largo y probablemente
muy malo, pero me impulsó a escribir. Dejé el empleo sin el
más mínimo anuncio previo; decidido a

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ser escritor. Allí comenzó la auténtica miseria. De 1924 a


1928 escribí numerosos cuentos y artículos, ninguno de los
cuales fue aceptado jamás. Finalmente edité mi propia
producción y con la ayuda de mi segunda esposa la vendí de
puerta en puerta, y posteriormente en restau-rantes y en clubes
nocturnos. Con el tiempo me vi obligado a mendigar en las
calles.
Gracias a un golpe inesperado de la suerte pude viajar a
Europa en 1928, y permanecí un año entero
allí recorriendo
buena parte del conti-nente. Permanecí en Nueva York el año
1929, otra vez sin dinero, mise-rable, incapaz de hallar una
salida. A principios de 1930 reuní el dinero necesario para
volver a Europa, con la intención de dirigirme directa- mente a
España, pero nunca pasé de París, donde estoy desde entones.
Además del libro sobre los mensajeros escrito en
tres semanas, mientras viví en los Estados Unidos completé,
dos novelas y llevé con-migo a Europa una tercera, que se
hallaba inconclusa.
Después de com-pletarla la ofrecí a un
editor de París, que se apresuró a perderla y que un día me
preguntó si estaba seguro de habérsela dado. No había copia
del libro... tres años de trabajo tirados a la calle. Comencé
Trópico de Cáncer, anunciado como mi "primer" libro,
aproximadamente un año después de desembarcar en París.
Fue escrito en distintos sitios en toda clase de papeles, a
menudo al dorso de viejos manuscritos. Mientras lo escribía
tenía escasas esperanzas de verlo publicado jamás. Fue un
gesto de, desesperación. La publicación de esta obra por
Obelisk Press, de París, me abrió las puertas del mundo. Me
aportó innumerables amigos y conocidos en todas partes del
mundo. Todavía estoy sin dinero y aún no sé cómo ganarme la
vida, pero tengo muchos amigos y muchas per-sonas que me
desean bien, y he perdido el miedo a la miseria, que estaba
convirtiéndose en obsesión. Ahora estoy unificado
absolutamente con mi destino y me he reconciliado con lo que
pueda ocurrir. No temo en lo más mínimo el futuro, porque he
aprendido a vivir en el presente.
En cuanta a las influencias... la auténtica influencia ha
sido la vida misma, particularmente la vida de las calles, de la
que nunca me fatigo. Por donde se me busque soy un hombre
de la ciudad; odio la naturaleza, del mismo modo que odio a los
"clásicos". Debo mucho al diccionario y
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ala enciclopedia, a los que, como hacía Balzac, leía


vorazmente cuando era muy joven. Hasta los veinticinco años
apenas había leído una nove-la, con excepción de los rusos.
Me interesaba exclusivamente la reli-gión, la filosofía, la
ciencia, la historia, la sociología, el arte, la arqueología,
las culturas primitivas, las mitologías, cte. Casi nunca
miraba los periódicos... y durante toda mi vicia jamás leí
una novela policial. Por otra parte he leído todo lo que pude
hallar en el campo del humor... les tan escaso y tan valioso lo
que hay! Me, gustaban la litera-tura popular y los cuentos de
hadas de Oriente, y especialmente los relatos japoneses, que
están impregnados de violencia y de malevolen- cia. Me
gustaban autores como Herbert Spencer, Fabre, Havelock
Ellis, Frascr, Huxley y otros por el estilo. Conocí
el viejo
mucho el drama europeo, gracias a Emma Coldman... conocí
a los dramaturgos euro-peos antes que a los ingleses o a los
norteamericanos. Leí a los rusos antes que a los anglosajones,
y a los alemanes antes que a los franceses.
Los autores que ejercieron mayor influencia sobre mí
fueron Dos-toievski, Nietzsche y Elie Faure. Proust y Spengler
tuvieron tremenda capacidad de fecundación. De los escritores
norteamericanos las únicas influencias reales fueron Whitman
y Emerson. Reconozco el genio de Melville, pero lo
encuentro aburrido. Me disgusta intensamente Henry James, y
detesto absolutamente a Edgar Allan Poe. En general, me dis-
gusta la tendencia de la literatura norteamericana; es realista,
prosaica y "pedagógica"; está para satisfacer el mínimo
rebajada
común denomina- dor, y en os buena solamente en el
mi opinión
dominio del cuente corto. En este dominio, opino que hombres
como Sherwood Anderson y Saro-yan, escritores
completamente opuestos, son verdaderos maestros e iguales
si no superiores a cualquier europeo. Ea cuanto a la
literatura inglesa, me deja tan frío como los propios ingleses:
es una suerte de mundo ictiológico que resulta totalmente
extraño. Me siento agradecido por haber concertarlo una
humilde relación con la literatura francesa, la que en conjunto
es débil y limitada, aunque en comparación con la lite-ratura
anglosajona actual con figura-, un ilimitado mundo
imaginativo. Debo mucho a los dadaístas y a los surrealistas.
Prefiero a los escritores franceses que son antifranceses. Creo
que Francia es la China de Occi-

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dente, aunque decididamente inferior en todo sentido a la


auténtica China. Creo que para vivir y trabajar, Francia es
el mejor lugar del mundo occidental, aunque todavía está
lejos de ser un mundo sano y vital.
escribo, mi objetivo es establecer una
REALIDAD mayor. No soy realista n naturalista; estoy en favor
de la vida, la cual en litera-tura sólo puede ser alcanzada, me
parece, mediante el empleo del sueño y del símbolo. En el
fondo soy, un escritor metafísico, y mi empleo del drama y del
incidente es sólo un recurso para plantear algo más profun- do.
Estoy contra la pornografía y en favor de la obscenidad... y
de la violencia. Por encima de todo, estoy en favor de la
imaginación, de la fantasía, de una libertad con la clac todavía
ni siquiera soñamos. Utilizo creadoramente la destrucción,
quizás un tanto excesivamente en el estilo alemán, pero
enderezada siempre hacia una auténtica armonía interior, hacia
la paz interior... y el silencio. Prefiero a la música por encima
de todas las artes, porque se a sí
basta. absolutamente
misma y porque tiende al silencio. Creo que la literatura, para
convertirse en algo autén- ticamente comunicable (lo que no es
ahora) debe utilizar más el sím-bolo y la metáfora, lo
mitológico y lo arcaico. La mayor parte de nuestra literatura es
como el libro de texto; todo ocurre en una árida meseta de
intelectualidad. El noventa y nueve por ciento de lo que se
escribe -y esto vale paro todos nuestros productos artísticos -
debería ser destrui-do. Quiero ser leído por un número
constantemente decreciente de per-sonas; no me interesa la
vida de las masas, ni las intenciones de los actuales
gobiernos del mundo. Espero que todo el mundo civilizado
desaparezca en los próximos cien años, poco más o menos, y
creo que así ocurrirá. Cree que el hombre puede existir, y de
un modo infinita-mente mejor, mas amplio, sin la "civilización".

HENRY MILLER

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