UNIDAD 3 - TEXTO3 - Diker
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El discurso sobre lo nuevo de la infancia no es nuevo. Después de todo, los niños siempre han sido,
en el orden de las generaciones, “los nuevos” y “lo nuevo” de este mundo. En tanto tales, siempre
nos han sorprendido, siempre han representado un límite a nuestro saber y a nuestra capacidad de
anticipación. Sin embargo, en los últimos años, el modo en que pensamos y experimentamos la
novedad de la infancia parece haber cambiado. Esta se nos presenta con una radicalidad tal que
hace estallar las categorías disponibles para pensarla y desborda la capacidad de las instituciones
(familiares, educativas, judiciales, etc.), para procesarla. Así, en lugar de la vieja sorpresa frente a
“los nuevos” aparece el desconcierto y en el lugar del reconocimiento crece la sensación de
extrañamiento.
Frente a esto, los discursos actuales se han ido poblando de nuevos nombres destinados a
reconocer “lo que hay de nuevo en la infancia”: infancias (en plural), nuevas infancias, infancia
hiperrealizada e infancia desrrealizada, cyberniños, niños-adultos, niños vulnerables, niños en
riesgo, niños consumidores, son sólo algunos de ellos. También se han generado diversas hipótesis
acerca de “lo que queda de infancia en lo nuevo”, llegándose a postular incluso que estamos
asistiendo al fin de la infancia.
en primer lugar, el panorama que propondremos aquí no se pretende exhaustivo: ni en sus temas,
ni en sus enfoques. Más que construir un inventario de novedades, la intención es analizar algunas
de las interrogaciones que aquellos procesos abren, las condiciones de enunciación bajo las cuales
las preguntas que hoy nos hacemos sobre la infancia aparecen, y los efectos que su misma
formulación produce.
Finalmente conviene advertir que intentaremos aquí analizar qué hay de nuevo en la infancia,
absteniéndonos de producir una definición de “infancia”. Porque es justamente en ese terreno, en
el de la definición de lo que la infancia es y debe ser, que las novedades se registran. La edad, la
definición jurídica, la incorporación al sistema escolar, son todos criterios que, si alguna vez fueron
considerados más o menos objetivos, hoy están en discusión. En efecto, “¿qué es un niño?” es una
pregunta que hoy no admite respuestas unívocas. ¿Sólo se trata de una cuestión de edad? ¿Es
suficiente la definición jurídica de menor para delimitar el universo de la infancia? ¿qué tienen en
común un alumno de cuarto grado de primaria, de clase media urbana y un niño de la misma edad
que participa en una banda delictiva? ¿Qué tienen en común una niña de 12 años que ya es madre
y una que no? ¿Y los niños que trabajan o cuidan a sus familias con otros que utilizan su tiempo
libre en instituciones de recreación o de complementación de su educación escolar? Frente a estas
cuestiones, podríamos decir “todos son niños”, pero debemos reconocer que no todos transitan la
misma infancia. Es justamente sobre el plural de las infancias y también sobre las dificultades y los
riesgos de cerrar una definición de niño que se pronuncie, una vez más, en singular, que nos
proponemos reflexionar aquí.
De más está decir que la idea de que asistimos al “fin de la infancia” no equivale a sostener que “ya
no hay niños”. Comprender el alcance de esta hipótesis exige retener:
1) La distinción entre infancia y niño: según Julio Moreno, infancia es el conjunto de intervenciones
institucionales que, actuando sobre el niño “real” –párvulo, infans, cuerpo biológico, cachorro
humano-, sobre las familias y sobre las instituciones de la infancia, producen lo que cada sociedad
llama niño. De modo que el niño no es ni el cuerpo biológico ni, en sentido estricto, la infancia: es
más bien un efecto de la infancia, la superficie en la que la infancia, en tanto objeto discursivo, ha
inscripto sus operaciones.
2) La historicidad de esas intervenciones y del tipo subjetivo que producen, demostrada por el
desarrollo de los estudios históricos sobre la infancia que se viene sosteniendo desde la década del
sesenta.
Las hipótesis sobre el fin de la infancia (y en general, los enfoques históricos sobre la infancia)
sostendrán entonces que a lo que hoy asistimos es al agotamiento del modo de concebir la infancia
y de actuar sobre el cuerpo infantil producido en la modernidad, que tenía en la familia y en el
Estado (principalmente a través de la escuela, pero también de las instituciones de salud y de
justicia) sus principales agentes de intervención. En su lugar, estos estudios identifican hoy una
multiplicidad de interpelaciones a la infancia que desbordan estas instituciones y que sostienen
otros modos de concebir lo que el niño es y puede ser. En general, se destacan los medios de
comunicación masivos, las tecnologías de la información (particularmente Internet) y el mercado,
como los espacios predominantes en la producción de nuevas formas de subjetividad infantil.
Así, por ejemplo, en el libro “La desaparición de la infancia” publicado en la década del ochenta,
Neil Postman sostiene que la introducción de la televisión en los hogares norteamericanos desde
los años cincuenta, está contribuyendo a la desaparición de la infancia, en la medida en que elimina
la separación entre niños y adultos característica de la modernidad. Al respecto, este autor señala
que el mundo de la imprenta había contribuido a instalar esa separación en la medida en que para
acceder al conocimiento elaborado y a los “secretos del mundo adulto” era necesario disponer de
un saber que los adultos tenían y los niños no; en contraposición, con la televisión desaparece esta
necesidad de instrucción previa y los niños quedan habilitados para acceder a los “secretos de la
cultura, los secretos políticos, los secretos de la sexualidad” de manera directa, sin barreras y sin
ninguna jerarquía.
Desde otra perspectiva, Cristina Corea e Ignacio Lewkowicz han sostenido de manera más radical
que el niño actual ya no es producido por el discurso escolar, ni por el discurso estatal, sino por las
prácticas mediáticas: “lo que el niño puede, lo que el niño es, se verifica fundamentalmente en la
experiencia del mercado, del consumo o de los medios: puede elegir productos; puede elegir
servicios; puede operar aparatos tecnológicos; puede opinar; puede ser imagen...”. Esto llevaría a lo
que denominan “la destitución de la infancia”, fenómeno que, según los autores, se inscribe en un
proceso político y cultural más general de declive de la experiencia del Estado-nación en favor de la
experiencia del discurso mediático. La inmediatez, la “pura actualidad, sin futuro ni pasado”, la
velocidad, el instante, la preeminencia de la lógica de la información, el declive de la autoridad (del
Estado-nación y con ella, de la lógica del saber), son algunas notas del discurso de los medios que
estarían contribuyendo a la destitución del tipo subjetivo de la infancia moderna, caracterizado por
la incompletud, la debilidad, la inocencia. En su lugar, se multiplican, dice Corea, las figuras
mediáticas del niño y la puesta en escena de una infancia potente, completa, que sabe, elige y
puede.
Los medios y en general el acceso a la tecnología constituyen también, para Mariano Narodowski,
elementos que están transformando radicalmente la experiencia de parte de la población infantil:
“se trata de los chicos que realizan su infancia con Internet, computadoras, sesenta y cinco canales
de cable, video, family games, y que hace ya mucho tiempo dejaron de ocupar el lugar del no
saber”. Estos niños, procesados en las pantallas, sujetos de la inmediatez de la experiencia
mediática, capaces de acceder a los cambios tecnológicos con mucha mayor eficacia que los
adultos, con una brújula más adecuada para moverse en el mundo actual, forman parte de lo que
este autor llamó “infancia hiperrealizada”. La intervención masiva de las pantallas en la vida de
estos niños jaquea sin dudas las formas de acceso al conocimiento propias de las instituciones
modernas y pone en crisis el lugar que la modernidad había reservado a los adultos: proteger,
orientar, educar, etc.
Ahora bien, la extensión de los medios, la tecnología y el mercado no son los únicos fenómenos que
estarían poniendo en cuestión la concepción moderna de infancia. De hecho, la brutal
fragmentación social que en la Argentina de las últimas décadas ha afectado de manera particular a
los más chicos ha contribuido también a configurar otros ámbitos en los que la infancia se realiza a
través de otras interpelaciones, otros discursos y otras experiencias. En este marco, Corea destaca
las figuras de la “infancia abusada” y la “infancia abandonada” que se constituyen también en los
medios, pero ligadas a condiciones de extrema marginalidad. Estas infancias muestran también un
distanciamiento respecto de la concepción moderna, en la medida en que el discurso mediático les
carga -a la manera de lo que la autora define como un exceso, un abuso de representación- el
atributo de responsabilidad en un caso y de autonomía en el otro. Por su parte, Sandra Carli
(aunque sin suscribir la hipótesis del fin de la infancia) refiere a las figuras del “niño peligroso” y del
“niño víctima” que, también visibilizadas mediáticamente, se instalan como representaciones
sociales en las que la asimetría se diluye y la responsabilidad del adulto se desdibuja. Narodowski
encuentra en la calle y en el trabajo infantil el ámbito de producción de una infancia que se
presenta autónoma, independiente, que no suscita los sentimientos adultos de protección ni de
ternura, que se “des-realiza” como infancia en la medida en que transita un mundo sin adultos y sin
Estado protector.
Finalmente, también la definición del niño como sujeto de derecho está introduciendo
modificaciones significativas en la concepción moderna de infancia. Así, cuestiones como la
ciudadanía infantil, la responsabilidad, el derecho a elegir, a ser escuchado, etc., tensionan los
atributos asignados por la modernidad a la infancia y conmueven el lugar de los adultos, de las
políticas de protección de la infancia y de las instituciones que, muchas veces en nombre del
respeto a los derechos del niño, instituyen simetrías, dejan lugares vacíos e invierten la distribución
de responsabilidades que la concepción moderna de infancia había fijado.
Estos son sólo algunos ejemplos de los análisis que postulan en la actualidad el fin de la infancia.
Otra infancia, es decir, otros modos de concebir e intervenir sobre el cuerpo infantil, está dando
lugar, en estas perspectivas, a la emergencia de otros niños, mientras que el niño inocente,
incompleto, maleable, heterónomo, necesitado de protección y cuidado, que debe ser formado
para ingresar al mundo adulto, estaría en declive. Como contracara de este proceso, se señala
también que está conmovido el lugar que la modernidad había reservado a los adultos: el de la
protección, la responsabilidad, la ternura, la orientación y la educación de los niños. La cara y la
contracara de este declive se expresarían en la pérdida de la asimetría, la reducción de las
distancias o el debilitamiento de la división entre el mundo del niño y el mundo del adulto, cuestión
ésta en la que muchos estudios también coinciden y que nuestra experiencia cotidiana no hace sino
confirmar.
Así, en estas perspectivas la pregunta no sería tanto qué hay de nuevo en la infancia, sino más bien,
qué queda de infancia (moderna) en lo nuevo.
En este punto cabe realizar dos advertencias. Una, que no podemos pensar estos procesos en
términos de reemplazo de una concepción de infancia por otra. Al respecto, Valerie Walkerdine
advierte que el niño de la psicología evolutiva todavía existe como objeto discursivo junto a muchas
otras diferentes clases de infancia y que, entonces, de lo que se trata no es sólo de capturar lo
nuevo, sino también y principalmente de analizar cómo en el actual régimen global de producción
de la infancia tiene lugar la reorganización discursiva que produce, en distintos lugares del mundo,
bajo de distintas condiciones sociales y en diferentes universos culturales, una multiplicidad de
infancias. En esta misma línea, Carli ha mostrado que la diversidad de figuras de infancia que se
multiplican en la actualidad incluye retazos y figuras típicamente modernas (por ejemplo, la del
escolar) que conviven y se superponen con figuras nuevas.
La segunda advertencia es que estos procesos no pueden postularse homogéneos. En primer lugar,
porque no atraviesan del mismo modo a todos los niños ni producen siempre los mismos efectos.
En segundo lugar, porque no podemos anticipar los efectos que, en cada niño singular, producirán
las múltiples interpelaciones que se dirigen a la infancia: ni cuáles serán ni cómo se combinarán.
Tampoco podemos postular que estos efectos definan lo que el niño es en toda situación, frente a
cualquier circunstancia. De modo que el mismo niño podrá mostrarse autónomo en una situación y
necesitado de protección, orientación, cuidado, en otra; podrá ocupar en algunos casos el lugar del
saber, y en otros requerir de la iniciativa adulta para aprender; podrá mostrarse responsable (en el
sentido de responder por sí) en algunos terrenos y requerir en otros que los adultos respondamos
por él.
Desde nuestra perspectiva, el agotamiento de la concepción moderna de infancia no es otra cosa
que el agotamiento de los universales que, operando sobre el concepto de naturaleza infantil,
describen lo que la infancia es y debe ser. Y no se trata tanto del contenido de esa concepción, sino
de la operación a través de la cual se instala una definición homogénea y unívoca de lo que es ser
niño, que al mismo tiempo que funciona como un universal (toda vez que describe algo del orden
de lo “natural”), se pronuncia en singular: establece un modelo de niño y un modelo de
intervención sobre los niños válido para todos.
No se trata entonces de reemplazar una descripción universal por otra; no se trata de encontrar los
rasgos que, al fin, permitan caracterizar de una vez a los “nuevos niños”, que permitan establecer –
una vez más- quiénes tienen infancia y quiénes no. Se trata más bien de reconocer que cuestionado
el funcionamiento normativo de los universales lo que se abre es el reconocimiento del plural, no
sólo de los niños, sino también de las infancias.
En cualquier caso, más allá de sus matices, más allá incluso de los acuerdos y desacuerdos que las
hipótesis que postulan el fin de la infancia concitan, interesa destacar que, en sí mismas, han
producido y producen efectos en los modos en que pensamos la infancia y nuestra responsabilidad
sobre ella. Porque inquietan lo que sabemos, lo que podemos e incluso lo que sentimos sobre los
niños, y también porque obligan a deponer nuestros parámetros acerca de lo que los niños deben
ser para confrontar, sin moralismo ni nostalgia, lo que los niños (y los adultos, claro) hoy son.