Descartes - Meditaciones Metafísicas
Descartes - Meditaciones Metafísicas
Descartes - Meditaciones Metafísicas
Janzich
He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como
verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos
tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente,
una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había
dado crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y
constante en las ciencias.
Mas pareciéndome ardua dicha empresa, he aguardado hasta alcanzar una edad lo bastante madura
como para no poder esperar que haya otra, tras ella, más apta para la ejecución de mi propósito (…)
Así pues, ahora que mi espíritu está libre de todo cuidado, habiéndome procurado reposo seguro en
una apacible soledad, me aplicaré seriamente y con libertad a destruir en general todas mis antiguas
opiniones.
Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será necesario probar que son todas falsas, lo que acaso
no conseguiría nunca; sino que, por cuanto la razón me persuade desde el principio para que no dé
más crédito a las cosas no enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente falsas, me
bastará para rechazarlas todas con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda. Y para
eso tampoco hará falta que examine todas y cada una en particular, pues sería un trabajo infinito; sino
que, por cuanto la ruina de los cimientos lleva necesariamente consigo la de todo el edificio, me
dirigiré en principio contra los fundamentos mismos en que se apoyaban todas mis opiniones
antiguas. Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he
aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales
sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han
engañado una vez. (…)
Pero (…) acaso hallemos otras muchas de las que no podamos razonablemente dudar, aunque las
conozcamos por su medio; como, por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata
puesta y este papel en mis manos, o cosas por el estilo. Y ¿cómo negar que estas manos y este
cuerpo sean míos (…)
Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que tengo costumbre de
dormir y de representarme en sueños las mismas cosas, y a veces cosas menos verosímiles,
que esos insensatos cuando están despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar,
por la noche, que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en realidad desnudo y
en la cama! (…)
En este momento, estoy seguro de que yo miro este papel con los ojos de la vigilia, de que esta
cabeza que muevo no está soñolienta, de que alargo esta mano y la siento de propósito y con plena
conciencia: lo que acaece en sueños no me resulta tan claro y distinto como todo esto (…) veo
de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir
con claridad el sueño de la vigilia (…) acaso no sería mala conclusión si dijésemos que la física, la
astronomía, la medicina y todas las demás ciencias que dependen de la consideración de cosas
compuestas, son muy dudosas e inciertas; pero que la aritmética, la geometría y demás ciencias de
este género, que no tratan sino de cosas muy simples y generales, sin ocuparse mucho de si tales
cosas existen o no en la naturaleza, contienen algo cierto e indudable. Pues, duerma yo o esté
despierto, dos más tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados (…) Y, sin
embargo, hace tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, según la cual hay un Dios que todo lo
puede, por quien he sido creado tal como soy (…)
Y más aún: así como yo pienso, a veces, que los demás se engañan, hasta en las cosas que creen
saber con más certeza, podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas veces sumo
dos más tres, o cuando enumero los lados de un cuadrado, o cuando juzgo de cosas aún más fáciles
que ésas, si es que son siquiera imaginables. Es posible que Dios no haya querido que yo sea
burlado así, pues se dice de Él que es la suprema bondad. (…) Habrá personas que quizá prefieran,
llegados a este punto, negar la existencia de un Dios tan poderoso, a creer que todas las demás
cosas son inciertas; no les objetemos nada por el momento, y supongamos, en favor suyo, que todo
cuanto se ha dicho aquí de Dios es pura fábula (…) Así pues, supondré que hay, no un verdadero
Dios —que es fuente suprema de verdad—, sino cierto genio maligno, no menos artero y
engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré que el
cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores, no son sino
ilusiones y ensueños, de los que él se sirve para atrapar mi credulidad (…) recaigo insensiblemente
en mis antiguas opiniones, y temo salir de mi modorra, por miedo a que las trabajosas vigilias que
habrían de suceder a la tranquilidad de mi reposo, en vez de procurarme alguna luz para conocer la
verdad, no sean bastantes a iluminar por entero las tinieblas de las dificultades que acabo de
promover (…)
Meditación segunda: De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil de conocer que
el cuerpo
Mi meditación de ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas, que ya no está en mi mano olvidarlas.
Y, sin embargo, no veo en qué manera podré resolverlas; y, como si de repente hubiera caído en
aguas muy profundas, tan turbado me hallo que ni puedo apoyar mis pies en el fondo ni nadar para
sostenerme en la superficie. Haré un esfuerzo, pese a todo, y tomaré de nuevo la misma vía que
ayer, alejándome de todo aquello en que pueda imaginar la más mínima duda, (…) hasta haber
encontrado algo cierto, o al menos, si otra cosa no puedo, hasta saber de cierto que nada cierto hay
en el mundo (…) pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento,
lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces, tener por verdadero?
Yo mismo, al menos, ¿no soy algo? Ya he negado que yo tenga sentidos ni cuerpo (…)
Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en
burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto
quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De
manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y
dar como cosa cierta que esta proposición: “yo soy”, “yo existo”, es necesariamente verdadera.
(…) Ahora bien, ya sé con certeza que soy, pero aún no sé con claridad qué soy (…) examinaré de
nuevo lo que yo creía ser, antes de incidir en estos pensamientos, y quitaré de mis antiguas opiniones
todo lo que puede combatirse mediante las razones que acabo de alegar, de suerte que no quede
más que lo enteramente indudable. Así pues, ¿qué es lo que antes yo creía ser?
(…) Me fijaba, primero, en que yo tenía un rostro, manos, brazos, y toda esa máquina de huesos y
carne, tal y como aparece en un cadáver, a la que designaba con el nombre de cuerpo (…) En lo
tocante al cuerpo, no dudaba en absoluto de su naturaleza, pues pensaba conocerla muy
distintamente (…) entiendo por cuerpo todo aquello que puede estar delimitado por una figura, estar
situado en un lugar y llenar un espacio, de suerte que todo otro cuerpo quede excluido; todo aquello
que puede ser sentido por el tacto, la vista, el oído, el gusto o el olfato (…)
(…) ¿Acaso puedo estar seguro de poseer el más mínimo de esos atributos que acabo de referir a la
naturaleza corpórea? Me paro a pensar en ello con atención, paso revista una y otra vez, en mi
espíritu, a esas cosas, y no hallo ninguna de la que pueda decir que está en mí (…)
(…) Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay alguno que esté en mí. Los primeros
son nutrirme y andar; pero, si es cierto que no tengo cuerpo, es cierto entonces también que no
puedo andar ni nutrirme. Un tercero es sentir, pero no puede uno sentir sin cuerpo, aparte de que yo
he creído sentir en sueños muchas cosas y, al despertar, me he dado cuenta de que no las había
sentido realmente. Un cuarto es pensar: y aquí sí hallo que el pensamiento es un atributo que
me pertenece, siendo el único que no puede separarse de mí. Yo soy, yo existo; eso es cierto,
pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando (…)
(…) hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un
entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes desconocido. Soy,
entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente existente. Mas, ¿qué cosa? Ya lo he dicho:
una cosa que piensa. (…)
(…) ¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa
que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina
también, y que siente (…)
(…) Empecemos por considerar las cosas que, comúnmente, creemos comprender con mayor
distinción, a saber: los cuerpos que tocamos y vemos. No me refiero a los cuerpos en general, pues
tales nociones generales suelen ser un tanto confusas, sino a un cuerpo particular. Tomemos, por
ejemplo, este pedazo de cera que acaba de ser sacado de la colmena: aún no ha perdido la
dulzura de la miel que contenía; conserva todavía algo de olor de las flores con que ha sido
elaborado; su color, su figura, su magnitud son bien perceptibles; es duro, frío, fácilmente manejable,
y, si lo golpeáis, producirá un sonido. En fin, se encuentran en él todas las cosas que permiten
conocer distintamente un cuerpo. Mas he aquí que, mientras estoy hablando, es acercado al fuego.
Lo que restaba de sabor se exhala: el olor se desvanece; el color cambia, la figura se pierde, la
magnitud aumenta, se hace líquido, se calienta, apenas se le puede tocar y, si lo golpeamos, ya no
producirá sonido alguno. Tras cambios tales, ¿permanece la misma cera? Hay que confesar que sí:
nadie lo negará. Pero entonces, ¿qué es lo que conocíamos con tanta distinción en aquel pedazo de
cera? Ciertamente, no puede ser nada de lo que alcanzábamos por medio de los sentidos, puesto
que han cambiado todas las cosas que percibíamos por el gusto, el olfato, la vista, el tacto o el oído;
y, sin embargo, sigue siendo la misma cera (…)
(…) Debo, pues, convenir en que yo no puedo concebir lo que es esa cera por medio de la
imaginación, y sí sólo por medio del entendimiento (…) prefiero seguir adelante y considerar si,
cuando yo percibía al principio la cera y creía conocerla mediante los sentidos externos, o al menos
mediante el sentido común —según lo llaman—, es decir, por medio de la potencia imaginativa, la
concebía con mayor evidencia y perfección que ahora, tras haber examinado con mayor exactitud lo
que ella es, y en qué manera puede ser conocida (…)
(…) Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros conocimientos (…)
son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente (…)
(…) engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo
esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo verdad
que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de cinco, ni otras cosas semejantes, que veo
claramente no poder ser de otro modo, que como las concibo (…) debo examinar si hay Dios (…) en
cuanto se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser
engañador (…) tengo que dividir aquí todos mis pensamientos en ciertos géneros, y considerar en
cuáles de estos géneros hay, propiamente, verdad o error. De entre mis pensamientos, unos son
como imágenes de cosas, y a éstos solos conviene con propiedad el nombre de idea: como
cuando me represento un hombre, una quimera, el cielo, un ángel o el mismo Dios (…) Pues bien, por
lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí mismas (…)
(…) Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas de
fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo (…) Pues tener la facultad de concebir lo que es
en general una cosa (…) Pero también podría persuadirme de que todas las ideas son del género de
las que llamo extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido todas conmigo, o de que todas han
sido hechas por mí, pues aún no he descubierto su verdadero origen (…)
(…) la idea por la que concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente
y creador universal de todas las cosas que están fuera de él, esa idea —digo— ciertamente tiene en
sí más realidad objetiva que las que me representan substancias finitas (…)
(…) Pues bien, para que una idea contenga tal realidad objetiva más bien que tal otra, debe haberla
recibido, sin duda, de alguna causa, en la cual haya tanta realidad formal, por lo menos, cuanta
realidad objetiva contiene la idea (…) aunque pueda ocurrir que de una idea nazca otra idea, ese
proceso no puede ser infinito, sino que hay que llegar finalmente a una idea primera (…)
(…) si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad que esa
realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de
tal idea), se sigue entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra
cosa, que es causa de esa idea (…)
(…) En cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas corpóreas, hay algunas que me
parece he podido obtener de la idea que tengo de mí mismo; así, las de substancia, duración, número
y otras semejantes. Pues cuando pienso que la piedra es una substancia, o sea, una cosa capaz de
existir por sí, dado que yo soy una substancia, y aunque sé muy bien que soy una cosa pensante y no
extensa (habiendo así entre ambos conceptos muy gran diferencia), las dos ideas parecen concordar
en que representan substancias (…)
(…) Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay algo que no pueda
proceder de mí mismo. Por “Dios” entiendo una substancia infinita, eterna, inmutable,
independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las demás
cosas que existen (…) hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues,
aunque yo tenga la idea de substancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de
una substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que
verdaderamente fuese infinita. (…)
(…) veo manifiestamente que hay más realidad en la substancia infinita que en la finita y, por ende,
que, en cierto modo, tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito: antes la de Dios que
la de mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y que
no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por comparación con el cual
advierto la imperfección de mi naturaleza?
(…) Esa idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en sí todo lo que mi espíritu
concibe clara y distintamente como real y verdadero (…)
(…) pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo esa idea de Dios, podría existir, en el caso
de que no hubiera Dios. Y pregunto: ¿de quién habría recibido mi existencia? Pudiera ser que de mí
mismo, o bien de mis padres, o bien de otras causas que, en todo caso, serían menos perfectas que
Dios, pues nada puede imaginarse más perfecto que Él, y ni siquiera igual a Él. Ahora bien: si yo
fuese independiente de cualquier otro, si yo mismo fuese el autor de mi ser, entonces no dudaría de
nada, nada desearía, y ninguna perfección me faltaría, pues me habría dado a mí mismo todas
aquellas de las que tengo alguna idea: y así, yo sería Dios (…)
(…) debe concluirse necesariamente, del solo hecho de que existo y de que hay en mí la idea de un
ser sumamente perfecto (esto es, de Dios), que la existencia de Dios está demostrada con toda
evidencia. Sólo me queda por examinar de qué modo he adquirido esa idea, pues no la he
recibido de los sentidos (…) Tampoco es puro efecto o ficción de mi espíritu, pues no está en mi
poder aumentarla o disminuirla en cosa alguna. Y, por consiguiente, no queda sino decir que, al igual
que la idea de mí mismo, ha nacido conmigo a partir del momento mismo en que yo he sido
creado. Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea para que sea
como el sello del artífice, impreso en su obra (…) y tampoco es necesario que ese sello sea algo
distinto que la obra misma. Sino que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios me ha
producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo esta semejanza (en la cual se
halla contenida la idea de Dios) mediante la misma facultad por la que me percibo a mí mismo; es
decir, que cuando reflexiono sobre mí mismo, no sólo conozco que soy una cosa imperfecta,
incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira sin cesar a algo mejor y mayor de lo que soy,
sino que también conozco, al mismo tiempo, que aquel de quien dependo posee todas esas cosas
grandes a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí (…)