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Zigrino, Pompilio -- Breve Historia de la Biologia

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Pompilio Zigrino — BREVE HISTORIA DE LA BIOLOGÍA

Selección de materiales de varias fuentes

LA BIOLOGÍA EN LA ANTIGÜEDAD

La biología es el estudio de los organismos vivos, y puede decirse que surge una
forma de ella en el momento en que el desarrollo mental del hombre le permite
adquirir conciencia de sí mismo como objeto diferente del medio inmóvil e
insensible que lo rodea. Sin embargo, durante incontables siglos la biología no
fue lo que nosotros reconocemos como ciencia. Los hombres trataban de curar
sus propias dolencias y las de sus semejantes, de aliviar el dolor y de ahuyentar
la muerte.

Es indudable que, a pesar de la poderosa influencia de la superstición, se


acumularon numerosos conocimientos en el transcurso del tiempo. Los hombres
que embalsamaban momias con gran destreza en el antiguo Egipto debían posee
un conocimiento práctico de la anatomía humana. En Babilonia, el código
de Hammurabi data tal vez del año 1920 AC; incluía reglas detalladas
concernientes a la profesión médica.

No obstante, el progreso científico tenía que ser forzosamente lento mientras


los hombres creyesen que el universo se hallaba balo el dominio absoluto de
caprichosos demonios, ya que lo natural se subordinaba a lo sobrenatural.

Las cosas cambiaron con los antiguos griegos, que constituían un pueblo
inquieto, curioso, versátil, inteligente, discursivo y, a veces, irreverente. La gran
mayoría de los griegos, al igual que todos los demás pueblos de la época y de los
primeros siglos, vivían en medio de un mundo invisible de dioses y semidioses y,
aunque estos últimos eran mucho más atrayentes que las deidades paganas de
otras naciones, no resultaban menos infantiles en sus motivaciones y respuestas.
Las enfermedades eran producidas por las flechas de Apolo cuya cólera
indiscriminada podía suscitarse por la menor causa, por lo cual era objeto de
sacrificios propiciatorios y de apropiadas alabanzas.

Pero había griegos que no compartían estos puntos de vista. Alrededor del 600
AC surgió en Jonia (en la costa del Mar Egeo que hoy pertenece a Turquía) un
grupo de filósofos que iniciaron un movimiento que iba a modificar todas las
opiniones anteriores. Según la tradición, el primero de ellos fue Tales (640-546
AC).

Los filósofos jónicos negaban lo sobrenatural y suponían, en cambio, que los


fenómenos naturales se desarrollaban conforme a un esquema fijo e inalterable.
Suponían la existencia de la causalidad; es decir, que cada fenómeno obedece a
una causa y que determinada causa produce inevitablemente determinado
efecto, lo que no puede ser modificado por una voluntad caprichosa. Según otro
supuesto, existía una “ley natural” que regía el universo, y tenía características
tales que la mente humana podía aprehenderla y deducirla a partir de principios
primigenios o de la observación. La filosofía del racionalismo (la creencia de que
los fenómenos naturales pueden comprenderse mediante la razón antes que por
la revelación) comienza con ellos. Esta filosofía, plena de impulso en un
principio, decayó y estuvo a punto de desaparecer después de la caída del
Imperio Romano, pero nunca se extinguió por completo.

JONIA

El racionalismo ingresa en la biología cuando la maquinaria interna del


organismo de los animales comienza a estudiarse con fines de conocimiento y no
para interpretar indicios de mensajes divinos. Según la tradición, el primer
hombre que disecó animales con la única finalidad de describir lo que veía
fue Alcmeón (siglo VI AC). Alrededor del 500 AC describió los nervios del ojo y
estudió el desarrollo del embrión del pollo en el huevo. Por consiguiente, puede
ser considerado el primer estudioso de la anatomía (el estudio de la estructura de
los organismos vivos) y de la embriología (el estudio de los organismos antes de
nacer). Alcmeón llegó a describir también el estrecho conducto que une el oído
medio con la garganta, que pasó inadvertido para los anatomistas posteriores y
sólo fue redescubierto dos mil años después.

El nombre más importante que puede asociarse a los comienzos racionalistas


de la biología es el de Hipócrates (460-377 AC). Nada se sabe de su vida fuera de
que nació y vivió en la isla de Cos, frente a la costa de Jonia. En Cos había un
templo de Asclepios, el dios griego de la medicina. El templo era un equivalente
aproximado a las actuales escuelas de medicina, y ser aceptado como sacerdote
en dicho templo equivaldría hoy a recibir un título de médico.

La gran contribución de Hipócrates a la biología fue reducir a Asclepios a un


papel puramente honorario. Según la concepción hipocrática, ningún dios puede
influir sobre la medicina. En síntesis, la tarea del médico, según Hipócrates,
consistía en permitir que la ley natural produjese la curación. El cuerpo poseía
sus propios mecanismos de defensa y era preciso permitirles actuar. Era una
excelente teoría, si consideramos los limitados conocimientos de la medicina.

Hipócrates fundó una tradición médica que perduró durante siglos después de
su época. Los médicos de su tendencia firmaban sus escritos con el nombre de su
maestro, de modo que hoy es imposible saber cuáles de ellos pertenecen
realmente a Hipócrates. El juramento hipocrático, por ejemplo, que aún hoy
leen los médicos al recibir sus títulos, seguramente no fue escrito por él y tal vez
no haya sido concebido hasta seis siglos después. En cambio, uno de los más
antiguos trabajos hipocráticos que trata sobre la epilepsia puede muy bien haber
sido escrito por él. Si así fuera, constituiría un excelente ejemplo del ingreso del
racionalismo en la biología.

La epilepsia es un trastorno del funcionamiento del cerebro (todavía no


completamente explicado) en el cual se interrumpe el control normal del cerebro
sobre el cuerpo. En las formas más benignas, el enfermo puede interpretar
erróneamente sus datos sensoriales y, por consiguiente, sufrir alucinaciones. En
las formas más graves, el paciente pierde súbitamente el control de sus
músculos, cae al suelo, grita, sufre espasmos y puede causarse serias lesiones.
Algunos creen que se halla dominado por algún poder sobrenatural. El
epiléptico está entonces “poseído” y el mal es entonces la “enfermedad sagrada”,
pues se relaciona con seres sobrenaturales.

En el libro De la enfermedad sagrada, escrito posiblemente por el mismo


Hipócrates alrededor del 400 AC, se refuta enérgicamente esa interpretación del
mal. Hipócrates afirma que, por lo general, es inútil atribuir causas divinas a las
enfermedades y que no hay razones para considerar que la epilepsia es una
excepción. Esta afección, al igual que todas las demás enfermedades, se debe a
una causa natural y tiene un tratamiento racional. El desconocimiento de la
causa y la inseguridad del tratamiento no contrariaban el principio.

Toda la ciencia moderna no ha podido reemplazar este principio por uno


mejor, y si insistiéramos en buscar una fecha, un hombre y un libro que señalen
el comienzo de la ciencia de la biología, la fecha sería 400 AC; el hombre,
Hipócrates, y el libro, De la enfermedad sagrada.

ATENAS

La biología griega, e indudablemente la ciencia antigua en general, en cierto


modo culminaron con Aristóteles (384-322 AC). Oriundo del norte de Grecia, fue
maestro de Alejandro Magno durante la juventud de éste. El auge de Aristóteles
comienza en la edad madura cuando funda y enseña en el famoso Liceo de
Atenas. Fue el más completo y versátil de los filósofos griegos. Escribió sobre
casi todos los temas, desde física hasta literatura, desde política hasta biología.

Por lo demás, la biología, particularmente el estudio de los organismos


marinos, fue su primero y más caro amor intelectual. Además, sus libros sobre
biología resultaron lo mejor de sus trabajos científicos, no obstante lo cual en
tiempos más recientes fueron los menos considerados.

Aristóteles observó con cuidado y exactitud el aspecto y las costumbres de los


seres vivos (lo que constituye la historia natural). Mediante este procedimiento
registró alrededor de quinientas clases o “especies” de animales y estudió las
diferencias entre ellas. La lista en sí sería trivial, pero Aristóteles fue más allá.
Comprendió que animales diferentes podían ser agrupados en categorías y que
este procedimiento no era fácil ni sencillo.

Aristóteles fue el fundador de la zoología (el estudio de los animales), pero, si


nos atenemos a las obras que perduraron, no estudió mucho las plantas. Sin
embargo, después de su muerte, su discípulo Teofrasto (380-287 AC), que lo
sucedió en la dirección de su escuela, subsanó esta omisión del maestro e inició
la botánica (el estudio de los vegetales). En sus trabajos describió
cuidadosamente unas quinientas especies de plantas.

ALEJANDRIA

Después de la época de Alejandro Magno y de su conquista del imperio persa, la


cultura griega se difundió rápidamente por el mundo mediterráneo. Egipto
quedó en poder de los Ptolomeos (descendientes de uno de los generales de
Alejandro) y los griegos afluyeron en buen número a la capital recientemente
fundada, la ciudad de Alejandría. Allí los primeros Ptolomeos fundaron el
Museo, el equivalente más antiguo que se conoce de la universidad moderna. Los
sabios de Alejandría son famosos por sus estudios de matemáticas, astronomía,
geografía y física. Menos importante fue la contribución a la biología, aunque
puede citarse dos nombres de primera categoría: Herófilo (300 AC) y su
discípulo Erasístrato (250 AC).

En la era cristiana fueron acusados de disecar cadáveres humanos en público


como método de enseñanza de la anatomía. Lamentablemente, es probable que
ello fuese cierto. Herófilo fue el primero en conceder importancia al cerebro,
considerándolo el centro de la inteligencia. (Alcmeón e Hipócrates pensaban lo
mismo; no así Aristóteles que creía que la única función del cerebro era enfriar
la sangre). Herófilo pudo distinguir los nervios sensitivos (los que reciben la
sensación) de los nervios motores (los que inducen al movimiento muscular).
Distinguió también las arterias de las venas al advertir que sólo las primeras
eran pulsátiles. Erasístrato contribuyó también al mejor conocimiento del
cerebro, señalando la división del órgano en dos partes, una grande, el cerebro, y
otra pequeña, el cerebelo. Observó en especial el aspecto rugoso (las
circunvoluciones) del cerebro y comprobó, incluso, que las rugosidades eran más
acentuadas en el hombre que en otros animales. A raíz de ello relacionó las
circunvoluciones con la inteligencia.

La disección de cuerpos humanos era conceptuada reprobable como objeto de


estudio racional. Entre los egipcios pensábase que la integridad física del cuerpo
se necesitaba para el adecuado goce en una vida ulterior. Para los judíos y
cristianos la disección era un sacrilegio porque el cuerpo humano había sido
creado a imagen y semejanza de Dios y, por consiguiente, era sagrado.

ROMA

Los siglos durante los cuales Roma impuso su dominio sobre los pueblos del
Mediterráneo significaron una larga interrupción en el progreso de la biología.
Los estudios parecen haberse limitado a recoger y conservar los descubrimientos
del pasado y a divulgarlos entre el público romano. Así, Aulo Cornelio Celso (30
DC) reunió los conocimientos de los griegos en una especie de curso panorámico
de la ciencia. Las partes que versaban sobre medicina se conservaron y fueron
leídas por los europeos a comienzos de la época moderna. Llegó así a adquirir
para la posteridad más fama como médico que la que realmente merecía.

Al ampliarse los horizontes físicos como consecuencia de las conquistas


romanas, los estudiosos pudieron obtener plantas y animales de regiones
desconocidas para los antiguos griegos. Un médico griego, Dioscórides (60 DC),
que prestaba servicios en los ejércitos romanos, superó a Teofrasto al describir
seiscientas especies vegetales. Prestó especial atención a las propiedades
medicinales y puede ser considerado el fundador de la farmacología (el estudio
de las drogas y medicamentos).

El enciclopedismo predominó incluso en la historia natural. El nombre romano


mejor conocido en historia natural es el de Cayo Plinio Segundo (23-79 DC),
conocido generalmente como Plinio, que escribió una enciclopedia de treinta y
siete volúmenes en la cual resumió todo lo que pudo encontrar en los autores
antiguos sobre esta ciencia.

El último verdadero biólogo de la Antigüedad fue Galeno (130-200), un médico


griego nacido en Asia Menor que ejerció su profesión en Roma, Fue en un
principio cirujano de gladiadores y eso le permitió, sin duda, observar cruda y
prácticamente la anatomía humana. Pero aunque la época no veía nada
objetable en las crueles y sangrientas luchas de los gladiadores, como diversión
morbosa de la plebe, seguía condenándose la disección de cadáveres con fines
científicos. Los estudios de anatomía de Galeno debían basarse en gran parte en
disecciones de perros, ovejas y otros animales. Cuando se presentaba la ocasión,
disecaba monos, pues advertía la semejanza de este animal con el hombre.

LA BIOLOGÍA MEDIEVAL

LA EDAD OSCURA

Según el pensamiento cristiano (opuesto, por cierto, al de los filósofos jónicos), lo


importante no era el mundo de los sentidos, sino la “Ciudad de Dios”. El acceso
a ella sólo sería posible mediante la revelación, para la cual la Biblia, los escritos
de los Padres de la Iglesia y la inspiración de la misma Iglesia eran los únicos
guías seguros.

Tal vez la debilitada luz de la ciencia se hubiera extinguido por completo no de


haber sido por los árabes, que adoptaron el Islam. Al igual que los romanos, los
árabes no fueron grandes creadores científicos. Sin embargo, descubrieron las
obras de hombres como Aristóteles y Galeno, las tradujeron al árabe, las
conservaron y estudiaron; además escribieron comentarios sobre ellos. El más
importante de los biólogos musulmanes fue el médico persa Abu-Ali al-
Husayn ibn Sina, conocido generalmente en la forma latinizada de la última
parte de su nombre como Avicena (980-1037). Escribió numeroso libros basados
en las teorías médicas de Hipócrates y en el material recogido en los libros de
Celso.

El sabio alemán Alberto Magno (1206-1280) fue uno de los que quedaron
seducidos con el redescubrimiento de Aristóteles. Sus enseñanzas y trabajos
fueron casi totalmente aristotélicos, contribuyó a fundar otra vez la ciencia
griega, que ya ahora serviría de base para el prgreso científico.

Uno de los discípulos de Alberto Magno fue el sabio italiano Tomás de Aquino
(1225-1274), que trató de armonizar la filosofía de Aristóteles con la fe cristiana,
y por fin, tras largos esfuerzos, logró su propósito. Aquino era un racionalista
que creía que la mente razonante era obra de Dios, lo mismo que el resto del
universo, y que el verdadero razonamiento no podía llevar al hombre a
conclusiones contrarias a las enseñanzas cristianas. Por consiguiente, la razón no
era perjudicial ni demoníaca. El escenario estaba preparado, pues, para el
resurgimiento del racionalismo.

EL RENACIMIENTO

La práctica de la disección resurgió en Italia a fines de la Edad Media. Aún se la


discutía, pero en Bolonia existía una importante escuela de derecho, y a veces
era necesario recurrir a la autopsia en los juicios relacionados con la causa de
una muerte. Cuando los casos abundaron, fue fácil introducir la disección en la
enseñanza de la medicina. En esa época sobresalieron las escuelas de medicina
de Bolonia y de Salerno.

Pero el resurgimiento de la disección no significó ningún progreso inmediato


para la biología. En un principio, el propósito principal fue ilustrar las obras de
Galeno y Avicena. Los maestros de ese entonces eran eruditos que estudiaban los
libros, pero consideraban la disección un trabajo subalterno que debía ser
dejado a cargo de un ayudante. El maestro dictaba su clase, pero no se
preocupaba de ver si sus afirmaciones coincidían con la realidad, mientras que
al ayudante, sin jerarquía docente, sólo le preocupaba no contrariar al maestro.
Así se perpetuaron los más graves errores, y volvieron a “hallarse” muchas veces
en seres humanos características que Galeno había encontrado en los animales y
que suponía existentes en el hombre, aunque en realidad esto no ocurría.

Durante el Renacimiento apareció un nuevo naturalismo en el arte. Los


artistas estudiaron las leyes de la perspectiva para que sus pinturas
transmitiesen la ilusión de las tres dimensiones. Una vez que lograron este
propósito no escatimaron esfuerzos para hacer progresar el arte de imitar la
naturaleza. A fin de dar apariencia real a la figura humana era preciso estudiar
(si se era muy concienzudo) no solamente el aspecto de la piel, sino también la
forma y contornos de los músculos y tendones subyacentes, e incluso la
disposición de los huesos. Por consiguiente, los artistas no podían dejar de
convertirse en anatomistas aficionados.

El más famoso de los artistas anatomistas es tal vez Leonardo da Vinci (1452-
1519), que disecó cadáveres humanos y de animales. Tenía la ventaja sobre los
anatomistas comunes de poder ilustrar sus descubrimientos con dibujos de
primera calidad. Estudió, e ilustró, la disposición de los huesos y de las
articulaciones.

LA TRANSICIÓN

En las últimas décadas del siglo XV, Europa se liberaba del oscurantismo y
llegaba a los límites de la biología griega (y de la ciencia griega en general). Pero
el movimiento no podía progresar mucho mientras los sabios europeos no
comprendieran que los libros griegos sólo constituían un comienzo. Era preciso
estudiarlos y luego dejarlos de lado, pero no conservarlos y venerarlos hasta
convertirlos en cárceles del pensamiento.

Tal vez se necesitaba un alocado pedante para concluir con el pasado y realizar
una dinámica transición hacia los tiempos modernos. Fue lo que hizo un médico
suizo llamado Teofrasto Bombasto von Hohenheim (1493-1541). Era un hombre
inquieto y de mente receptiva que aprendió medicina con su padre. Trajo de sus
viajes numerosos remedios desconocidos por sus compatriotas contemporáneos,
convirtiéndose, así, en un médico de gran versación.

Se interesó por la alquimia, que los europeos habían tomado de los árabes, que
a su vez la tomaron de los griegos de Alejandría. El alquimista común, si no se
trataba de un impostor, era el equivalente del químico actual, pero las dos
finalidades más ambiciosas de la alquimia estaban condenadas a no lograrse
jamás, al menos mediante métodos alquímicos.

Los alquimistas intentaron, primeramente, encontrar formas de trasmutar


metales básicos, como el plomo, en oro. En segundo término, buscaron lo que
comúnmente se denominaba la “piedra filosofal”, un material seco que algunos
suponían capaz de transformar los metales en oro, y otros una panacea
universal, un elixir de vida que incluso proporcionaría la inmortalidad.
Hohenheim no tenía interés en hacer oro; creía que la verdadera misión de la
alquimia era colaborar con la medicina en la lucha contra las enfermedades. Por
consiguiente, concentró sus esfuerzos en la búsqueda de la piedra filosofal y
aseguró haberla encontrado; no vaciló en afirmar que como consecuencia de ello
viviría siempre ¡pero murió antes de los cincuenta años de resultas de una caída!
Debido a sus conocimientos de alquimia, Hohenheim empleó en sus tratamientos
únicamente medicamentos de origen mineral (ya que los minerales eran los
elementos básicos de la alquimia), desdeñando las medicinas de origen vegetal,
que gozaban de tanto favor entre los antiguos, a quienes atacó duramente.
Precisamente en esa época se habían traducido las obras de Celso, que eran la
Biblia de los médicos europeos, pero Hohenheim se llamaba a sí
mismo Paracelso (“mejor que Celso”), y la posteridad lo conoció con este
nombre jactancioso.

Paracelso ejerció la medicina en Basilea en 1527, y, para difundir sus puntos de


vista, quemó ejemplares de los libros de Galeno y Avicena en la plaza pública. A
raíz de ello, sus enemigos, los médicos conservadores, lograron que se lo
expulsara de dicha ciudad, pero Hohenheim no modificó sus opiniones. No
destruyó la ciencia ni la biología griegas, pero sus ataques llamaron la atención a
los estudiosos. Sus teorías no eran mejores que las de los griegos a quienes
combatía tan furiosamente, pero era una época en que la iconoclasia era
necesaria y válida en sí misma. Su estentórea irreverencia para con los antiguos
estremeció los pilares del pensamiento ortodoxo y aunque la ciencia griega
prevaleció aún durante algún tiempo más en Europa, evidentemente sus
cimientos se estremecieron.

EL NACIMIENTO DE LA BIOLOGÍA MODERNA

LA NUEVA ANATOMÍA

Generalmente se considera que el comienzo de la llamada “Revolución


científica”data de 1543. Ese año el astrónomo polaco Nicolás Copérnico publicó
un libro donde describe una nueva concepción del sistema solar según la cual el
Sol ocupa el centro y la Tierra es un planeta que gira en una órbita como los
demás. Ello implica el comienzo del fin de las viejas concepciones griegas sobre
el universo, según las cuales la Tierra ocupaba el centro, aunque se necesitó un
siglo de ardua lucha para imponer las nuevas ideas.

Durante el mismo año de 1543 se publicó otro libro, tan revolucionario para las
ciencias biológicas como el de Copérnico para las ciencias físicas. Este segundo
libro fue De Corporis Humani Fabrica (De la estructura del cuerpo humano) y su
autor era un anatomista belga llamado Andrea Vesalio (1514-1564).

Vesalio se educó en los Países Bajos en la estricta tradición de Galeno, por


quien siempre sintió profundo respeto. Sin embargo, viajó a Italia después de
completar su educación, beneficiándose allí con un clima intelectual más libre.
Reintrodujo la vieja costumbre de Mondito de Luzzi de efectuar personalmente
sus disecciones, y no se dejó influir por las viejas concepciones griegas cuando
éstas no coincidían con lo que veían sus ojos.

El libro que publicó, como resultado de esas observaciones, fue la primera obra
fidedigna de anatomía humana aparecida en el mundo. Resulta muy superior a
todos los libros anteriores por dos circunstancias: primero, porque fue escrito en
una época en que ya existía y se usaba la imprenta, de modo que se difundieron
en Europa miles de ejemplares; en segundo lugar, porque incluía ilustraciones
extraordinariamente hermosas, debidas muchas de ellas a un discípulo
del Ticiano, Jan Stevenzoon van Calcar. El cuerpo humano aparecía en
posiciones naturales y las ilustraciones de los músculos eran particularmente
valiosas. Pero la publicación del libro significó para Vesalio serias dificultades.
Sus opiniones se consideraron heréticas y sus disecciones, abiertamente
confesadas en su libro, eran, por cierto, ilegales. Fue obligado a realizar una
peregrinación a Tierra Santa y desapareció en un naufragio en el viaje de
regreso.

La revolución provocada por Vesalio en biología fue, empero, más rápidamente


efectiva que la de Copérnico en astronomía. La anatomía griega quedaba
desautorizada. Surgió entonces una nueva anatomía
italiana. Gabriello Fallopio o Gabriel Fallopius (1523-1562) fue uno de los
discípulos de Vesalio, y siguió la nueva tradición. Estudio el aparato reproductor
y describió los conductos que unen el ovario con el útero, que desde entonces
llevan el nombre de trompas de Fallopio.

Otro anatomista italiano, Bartolomé Eustachio, o Eustaquio (1500-1574), era


adversario de Vesalio y defensor de Galeno, pero también observaba el cuerpo
humano y describía lo que veía. Redescubrió el conducto de Alcmeón que une al
oído con la garganta, conocido hoy con el nombre de “trompa de Eustaquio”.

Las ideas renovadoras de la anatomía se extendieron a las otras ramas de la


biología. La creencia hipocrática en la discreta acción del médico fue
reemplazada siglos después por rudos tratamientos, tan despiadados que en los
comienzos de la época moderna la cirugía no se consideró propia del médico sino
de barberos, quienes “cortaban la carne de la misma forma que el pelo”. Los
barberos cirujanos eran partidarios de los tratamientos drásticos, tal vez porque
carecían de conocimientos teóricos. Las heridas de armas de fuego se
desinfectaban con aceite hirviendo y se detenían las hemorragias cauterizando
los vasos con un hierro al rojo.

El cirujano francés Ambroise Paré (1517-1590) luchó para modificar esta


situación. Comenzó como aprendiz de barbero y luego se incorporó al ejército
como barbero cirujano. Introdujo notables innovaciones. Usaba ungüentos más
suaves (a la temperatura ambiente) para la desinfección de las heridas de armas
de fuego y ligaba las arterias para detener las hemorragias. Realizó curaciones
más efectivas con muchísimo menos sufrimientos. Por estas razones se lo llama
“el padre de la cirugía moderna”.

LA CIRCULACIÓN DE LA SANGRE

Más sutil que el aspecto y la disposición de las partes del cuerpo, que constituyen
el objeto de la anatomía, es el estudio del funcionamiento normal de dichas
partes, o fisiología. Los griegos hicieron escasos progresos en fisiología y muchas
de sus conclusiones fueron erróneas, en particular en lo referente al
funcionamiento del corazón.

Galeno sugería que la sangre se traslada de una a otra clase de vasos pasando
de la mitad derecha a la mitad izquierda del corazón. Los anatomistas italianos
de la época moderna comenzaron a sospechar que ello no era así, sin osar
rebelarse por completo contra dicha teoría. Así, Jerónimo Fabrizzi, o Fabricio
(1537-1619) descubrió que las grandes venas poseen válvulas. Las describió con
exactitud y mostró su funcionamiento. Estaba dispuestas de modo que la sangre
corría por las venas hacia el corazón sin dificultades. Pero la sangre no podrá
retroceder por las venas desde el corazón sin ser detenida por las válvulas.

La conclusión más elemental hubiera sido aceptar que la sangre corre por las
venas en una sola dirección, hacia el corazón. Pero como ello contradecía la
noción de avance y retroceso de Galeno, Fabricio sólo se atrevió a sugerir que las
válvulas retrasan, pero no detienen, el reflujo de sangre.

Fabricio tenía un discípulo inglés llamado William Harvey (1578-1657), de


naturaleza más terca que su maestro. A su regreso a Inglaterra, estudió el
corazón y observó, como otros anatomistas que lo precedieron, que existían
válvulas que impulsan la sangre en una sola dirección. La sangre penetra en las
venas, pero las válvulas de ellas impiden su retroceso. La sangre sale del corazón
a través de las arterias, pero no puede regresar debido a la existencia de otras
válvulas que determinan el impulso en una sola dirección. Cuando Harvey ligó
una arteria, observó que el extremo más cercano al corazón se llenaba de sangre,
mientras que cuando ligó una vena, se llenaba el extremo más alejado del
corazón.

Todo hacía pensar que la sangre no fluía y refluía, sino que corría siempre en
una misma dirección. La sangre torna al corazón por las venas, y sale del
corazón por las arterias. Nunca retrocede.

En 1628, Harvey publicó esta conclusión y los experimentos en que se basaba


en un breve libro de sólo setenta y dos páginas, impreso en Holanda (con muchos
errores tipográficos) con el título de De Motu Cordis et Sanguinis (“De los
movimientos del corazón y de la sangre”). A pesar de su pequeño tamaño y su
modesto aspecto, fue un libro revolucionario en perfecta armonía con los nuevos
tiempos.
Conforme con uno de los más antiguos conceptos de la vida, los seres vivos se
consideraban esencialmente diferentes de la materia inanimada, de modo que no
podía comprenderse la naturaleza de la vida a través del estudio de dicha
materia inanimada. En síntesis, este punto de vista afirmaba la existencia de dos
series separadas dentro de la ley natural; la de los seres vivientes y la de los
objetos inanimados. Esta es la concepción “vitalista”.

Por otra parte, la vida puede considerarse como algo muy especial, pero no
fundamentalmente distinto de los sistemas menos intrincados del universo
inanimado. Si se dedica suficiente tiempo y esfuerzo al estudio del mundo
inanimado, pueden obtenerse conocimientos que ayudan a comprender los
organismos vivos, que, según esta teoría, constituyen sistemas increíblemente
complejos. Tal es la concepción “mecanicista”.

El descubrimiento de Harvey favoreció, desde luego, a la concepción


mecanicista. El corazón podía considerarse una bomba y la corriente sanguínea
se comportaba como cualquier corriente de fluido inanimado. Si ello era exacto,
¿cuál era el límite?¿Era posible que todo el resto del organismo viviente fuese un
mero conjunto de sistemas mecánicos complicados y relacionados entre sí? El
filósofo más importante de la época, el francés René Descartes (1596-1650), se
sentía atraído por la noción de que el cuerpo es un sistema mecánico.

Esta teoría contrariaba seriamente las creencias de la época, al menos en el


caso del hombre, y Descartes tuvo la precaución de señalar que el mecanismo del
cuerpo humano no incluía la mente y el alma, sino únicamente la estructura
física animal. En lo referente a la mente y al alma se conformó con seguir siendo
vitalista. Descartes sugirió que la interrelación entre el cuerpo y la mente-alma
se efectuaba a través de un pequeño órgano cerebral, la “glándula pineal”. Lo
sedujo la errónea creencia de que sólo el hombre poseía dicha glándula. Pronto
se comprobó que ello era inexacto. En efecto, en algunos reptiles primitivos la
glándula pineal se halla aún más desarrollada que en el hombre.

LOS COMIENZOS DE LA BIOQUÍMICA

Las primeras experiencias químicas con organismos vivos fueron efectuadas por
el alquimista flamenco Jan Baptista van Helmont (1577-1644), contemporáneo
de Harvey. Van Helmont plantó un sauce en un volumen de tierra previamente
pesado, y después de regarlo solamente con agua durante cinco años, comprobó
que el árbol había ganado 73,8 kg, mientras que la tierra sólo había perdido
0,057 kg de su peso. Dedujo de ello que el árbol no sólo obtiene su sustancia del
suelo, lo que es correcto, sino también del agua, lo que es erróneo a menos en
parte. Lamentablemente, no tuvo presente al aire, lo que resulta irónico, pues
van Helmont fue el primero en estudiar los gases. Fue el inventor de la palabra
“gas” y descubrió un vapor que denominó spiritus sylvestris (espíritu de la
madera), que, como luego se descubrió, es el gas llamado anhídrido carbónico, la
fuente más importante para la vida de los vegetales.
Los primeros estudios de van Helmont acerca de la química de los organismos
vivos (que hoy se llama bioquímica) fueron ampliados y desarrollados por otros
sabios. Uno de los primeros entusiastas de esta idea fue Franz de la Boe (1614-
1672), más conocido por su nombre latinizado de Franciscus Sylvius o Silvio.
Llegó al extremo de considerar a todo el cuerpo como un mecanismo químico.
Con esta concepción, la digestión, por ejemplo, era para él un proceso químico y
similar a los cambios químicos que tienen lugar en la fermentación…, y en esto
tenía razón.

EL MICROSCOPIO

El punto débil de la teoría de la circulación de Harvey era la imposibilidad de


demostrar la unión de las arterias con las venas. Harvey sólo pudo suponer que
la unión existía, pero no podía verse a simple vista.

Ya los antiguos sabían que los espejos curvos y las esferas de cristal llenas de
agua aumentaban el tamaño de las imágenes. En las primeras décadas del siglo
XVII se iniciaron experiencias con lentes a fin de lograr el mayor aumento
posible. Para ello se basaron en otro instrumento con lentes que obtuvo gran
éxito, el telescopio, usado por primera vez con fines astronómicos por Galileo en
1609.

Los instrumentos para aumentar la visión de los objetos, o microscopios (la


palabra griega significa “para ver lo pequeño”) comenzaron a usarse
progresivamente. El naturalista holandés Jan Swammerdam (1637-1680)
observó insectos con el microscopio durante mucho tiempo. El botánico
inglés Nehemiah Grew (1641-1712) estudió las plantas observándolas con el
microscopio, en particular sus órganos de reproducción. Pero el descubrimiento
del fisiólogo italiano Marcello Malpighi (1628-1694) fue más espectacular.
Estudió también plantas e insectos, pero sus primeros estudios los realizó con
pulmones de ranas. Pudo observar en ellos una compleja red de vasos
sanguíneos, demasiado pequeños para ser vistos por separado. Además, cuando
siguió el recorrido de los vasos hasta que se unían con otros mayores, comprobó
que estos últimos eran venas en una dirección, y arterias en la dirección opuesta.

Por consiguiente, las arterias y las venas se hallaban unidas mediante una red
de vasos demasiado pequeños para ser observados a simple vista, tal como había
pensado Harvey. Estos vasos microscópicos se denominaron “capilares” (de la
palabra latina que significa “semejante a un pelo”, aunque en realidad son
mucho más delgados). Este descubrimiento, anunciado primeramente en 1660,
tres años después de la muerte de Harvey, completaba la teoría de la circulación
de la sangre.

Pero tampoco fue Malpighi quien impuso realmente el microscopio, sino un


comerciante holandés, Antón van Leeuwenhoek (1632-1723), para quien
la microscopía era sólo una distracción, que lo absorbía por entero.
Los primeros en utilizar el microscopio, incluido Malpighi, usaron sistemas de
lentes que según dedujeron correctamente producían aumentos mucho mayores
que los obtenidos con una sola lente. Sin embargo empleaban lentes imperfectas,
de superficies irregulares y con fallas internas. Van Leeuwenhoek, por su parte,
usaba lentes simples, que por su reducido tamaño podían obtenerse de pequeños
trozos de cristal perfecto. Puliendo cuidadosamente dichos fragmentos, logró
llegar a los 200 aumentos, y sin perjuicio de la nitidez. En algunos casos, las
lentes no eran mayores que la cabeza de un alfiler, pero eran más que suficientes
para los fines que se proponía su inventor.

Con esas lentes observaba todo lo que podía y logró describir los glóbulos rojos
de la sangre y los capilares con mayor detalle y exactitud que sus verdaderos
descubridores, Swammerdam y Malpighi. Pero más sensacional que todo ello fue
el descubrimiento de pequeños organismos invisibles a simple vista, al estudiar
aguas estancadas con su microscopio, organismos que parecían tener todos los
atributos de la vida, “animálculos” como los denominó entonces, conocidos hoy
con el nombre de “protozoarios”, que en griego significa “primeros animales”.
Nació así la microbiología (el estudio de los organismos no visibles con el ojo
humano).

El único descubrimiento de la época que puede compararse con los trabajos de


van Leeuwenhoek, al menos por su significación futura fue el del científico
inglés Robert Hooke (1635-1703). El microscopio lo fascinaba y realizó uno de
los mejores trabajos en esa entonces rama científica. En 1665 publicó un
libro, Micrographia, en el cual pueden encontrarse algunos de los mejores
dibujos que se hayan hecho de observaciones microscópicas. La observación
simple más importante fue la de un delgado trozo de corcho. Hooke observó que
estaba constituido por una fina trama de pequeñas celdillas rectangulares, que
llamó “células”, un término habitual para designar pequeñas habitaciones. Su
descubrimiento tuvo posteriormente importantes consecuencias.

CLASIFICACIÓN DE LA VIDA

LA GENERACIÓN ESPONTÁNEA

Aunque era fácil comprobar que los seres humanos y los animales de gran
tamaño procedían del cuerpo de sus madres o de huevos puestos por ellas, ello
no resultaba muy claro en el caso de los animales pequeños. Hasta la época
moderna, se daba por sentado que seres como los gusanos y los insectos se
desarrollaban a partir de la carne u otras sustancias en descomposición. Dicho
origen de la vida a partir de la materia inanimada se denominaba “generación
espontánea”.
Una de las pocas excepciones fue Harvey, que, en su libro sobre la circulación
de la sangre, insistía con la idea de que tal vez esos minúsculos seres procedían
de semillas o huevos demasiado pequeños para poder ser observados. Era una
opinión lógica en un biólogo que se inclinaba a pensar asimismo en la existencia
de vasos sanguíneos demasiado pequeños para ser observados.

Un médico italiano, Francesco Redi (1626-1697), impresionado después de leer


a Harvey, decidió someter a prueba su hipótesis. En 1668 preparó ocho frascos
que contenían varias clases de carne. Cerró herméticamente cuatro de ellos,
dejando abiertos los demás. Las moscas sólo podían posarse en estos últimos, y
sólo en ellos se desarrollaron larvas. La carne contenida en los frascos cerrados
entró en descomposición y se pudrió, pero en ella no se desarrollaron
larvas. Redi repitió la experiencia cubriendo los frascos con gasa, en lugar de
cerrarlos herméticamente. En esta forma, el aire llegaba a la carne, no así las
moscas. Tampoco aparecieron larvas.

En consecuencia, resultaba evidente que las larvas no se originaban en la


carne, sino que procedían de los huevos de las moscas. A partir de ese momento,
la biología podía haber abandonado el concepto de generación espontánea. Pero
las consecuencias del experimento de Redi fueron atenuadas por el
descubrimiento de los protozoarios, que por la misma época realizó
van Leeuwenhoek. Veamos por qué. Las moscas y las larvas son organismos
complejos, aunque resulten simples en relación al hombre. Los protozoarios no
eran mayores que los huevos de mosca y eran organismos extremadamente
simples. Seguramente, ellos también se originaban por generación espontánea.
El argumento parecía confirmarse por el hecho comprobado de que cuando se
mantenían en reposo sustancias nutritivas que no contenían protozoarios, pronto
se observaba la aparición de numerosos pequeños organismos. La cuestión de la
generación espontánea formaba parte de una teoría más amplia que iba a
retomar nuevo impulso en los siglos XVIII y XIX: la de los vitalistas frente a los
mecanicistas.

La filosofía del vitalismo fue expuesta con claridad por el médico


alemán Georg Ernst Stahl (1660-1734), que es más famoso por sus teorías
referentes al “flogisto”, una sustancia que se suponía existente en sustancias que
podían arder, como la madera, u oxidarse, como el hierro. Según Stahl, cuando
la madera ardía y el hierro se oxidaba, dichas materias liberaban flogisto. Para
explicar el hecho de que los metales que se oxidaban aumentaban de peso,
algunos químicos expusieron la idea de que el flogisto tenía peso negativo.
Cuando el metal se liberaba de él, ganaba peso. Esta teoría resultó atrayente
para los químicos, la mayoría de los cuales lo aceptaron durante el siglo XVIII.

Pero entre los numerosos escritos de Stahl había también importantes


conceptos sobre fisiología, en particular en un libro de medicina que publicó en
1707. Allí afirmaba enfáticamente que los organismos vivos no se rigen por leyes
físicas, sino por leyes de muy distinto carácter. Así, según este punto de vista
poco podía saberse de biología a través del estudio de la química y de la física del
mundo inanimado.

Los mecanicistas, que afirmaban que el mundo de los seres vivientes y el


mundo inanimado se rigen por las mismas leyes, tenían especial interés por el
estudio de los microorganismos. En efecto, éstos parecían ser nexos de unión
entre la vida y lo inanimado, y si se podía demostrar que dichos
microorganismos procedían de materias inanimadas, el puente de completaba, y
era posible cruzarlo con facilidad.

De igual modo, la opinión vitalista –en caso de ser válida- requería que, por
simple que fuese la vida, debía existir una brecha infranqueable entre ésta y la
materia inanimada. Según la opinión vitalista estricta, la generación espontánea
era imposible.

En 1748, el naturalista inglés John Needham (1713-1781), que era también


sacerdote católico, puso caldo de carnero en un tubo de ensayo y luego lo cerró
herméticamente. Después de algunos días, el caldo parecía hervir de
microorganismos. Needham supuso que la ebullición inicial había esterilizado el
caldo y, en consecuencia, dedujo que los microorganismos se originaban en la
materia inanimada; así se demostraba la generación espontánea, al menos en lo
referente a los microorganismos.

El biólogo italiano Lázaro Spallanzani (1729-1799) mostrase escéptico al


respecto. Pensó que ante todo el hervor había sido insuficiente y que el caldo no
se había esterilizado. En 1768 preparó una solución con sustancias nutricias que
hirvió durante unos treinta a cuarenta y cinco minutos. Solo entonces lo vertió
en un frasco que cerró herméticamente, y los microorganismos no aparecieron.

Esta experiencia parecía concluyente, pero los que creían en la existencia de la


generación espontánea encontraron otro argumento. Afirmaron que en el aire
existía un “principio vital”, algo imperceptible y desconocido, que posibilitaba la
aparición de la vida en la materia inanimada. Según ellos, el prolongado hervor
de Spallanzani había destruido dicho principio vital. Por consiguiente, el
problema quedó en suspenso durante otro siglo.

LA CLASIFICACIÓN DE LAS ESPECIES

En toda lista de especies, aunque sea limitada, resulta tentador agrupar las
especies por sus semejanzas. Así, cualquiera agruparía naturalmente, por
ejemplo, las dos especies de elefantes (indio y africano). Pero no es fácil hallar un
método sistemático para agrupar decenas de miles de especies que puedan
aceptar los biólogos. El primer intento importante fue el del naturalista
inglés John Ray (1628-1705), que entre 1686 y 1704 publicó una enciclopedia en
tres volúmenes sobre la vida de las plantas, en la cual describió 18.600 especies.
El sistema de clasificación de Ray no subsistió, pero su método de división y
subdivisión fue perfeccionado por el naturalista sueco Carl von Linné (1707-
1778), más conocido por su nombre latinizado de Carolus Linnaeus o Linneo. En
su tiempo, el número de especies conocidas de seres vivientes llegaba por lo
menos a 70.000. En 1732, Linneo viajó 8.500 km por el norte de la península
escandinava (que ciertamente no es una región favorable para la vida) y
descubrió un centenar de nuevas especies vegetales en un breve lapso.

Linneo es considerado el fundador de la taxonomía o estudio de la clasificación


de las especies. Designó a cada especie con dos nombres en latín: primero el del
género a que pertenece, y luego su nombre específico. Esta forma de
“nomenclatura binómica” se ha mantenido desde entonces, proporcionando a los
biólogos un lenguaje internacional para los seres vivos que ha eliminado un
número incalculable de confusiones. Linneo dio incluso a la especie humana un
nombre que subsiste: homo sapiens.

(Textos extraídos de “Breve Historia de la Biología” de Isaac Asimov –


EUDEBA)

EVOLUCIÓN: PRECURSORES

SEIS PRECURSORES FUNDAMENTALES

Carl Linneo: “Clasificaré muchas cosas y les daré nombres”

Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon: “Describiré y explicaré todo”

James Hutton: “El mundo es más viejo de lo que se piensa”

Jean-Baptiste Lamarck: “Las especies cambian. Lo hacen luchando”

Georges-Leopold-Frédéric, barón de Cuvier: “Los fósiles son reales”

Thomas Malthus: “La vida es una lucha en la que sólo sobreviven los más
aptos”.

LINNEO (1707-1778): Linneo, que dio el empujón inicial a este colosal esfuerzo,
apareció de repente en el escenario científico, cuando contaba sólo veintiocho
años, con la publicación de su libro sobre la clasificación
titulado Systema Naturae (Sistema de la Naturaleza). Tendría muchas ediciones
durante su vida, debido a las exigencias de nuevas especies y de nuevas
intuiciones. La primera tuvo 142 páginas, y la decimosexta, 2300 distribuidas en
tres volúmenes, porque Linneo recibía una riada de material de todo el mundo.
Por doquier los coleccionistas sintieron el prurito de cosechar un destello de
fama al ser mencionados por Linneo. Su influencia, que llegó a ser enorme,
persistió después de su muerte.
BUFFON (1707-1788): La ambición de Linneo, que fue grande, no admitió
comparación con la del conde Buffon, que la superó con creces. Se dedicó a
describir el mundo entero, sus orígenes y cuanto encerraba, y acabó
componiendo una enciclopedia sobre la naturaleza, en cuarenta y cuatro tomos,
la Histoire Naturelle, Génerale et Particulaire (Historia natural, general y
particular), vertida a otros idiomas tan pronto como los volúmenes aparecían.
Fue la obra científica de mayor alcance y más influyente de su siglo, y con
mucho la más popular, ya que combinó descripciones redactadas con elegancia
con historias sobre la vida de una cantidad apabullante de plantas y animales,
amén de introducir discursos sobre astronomía, edad de la Tierra y procesos
vitales.

Como otros, Bufón empezó a notar que las especies no estaban sometidas a
fijación. Reparó en el éxito de ganaderos y cultivadores de frutos en cambiar y
perfeccionar las castas, seleccionando las mejores con fines de reproducción.
Observó que los colombófilos obtenías tipos fecundos y diferentes de los que
había en estado natural. Resumió todo lo anterior en una declaración que
merece ser subrayada:

Toda familia, así animal como vegetal, tiene idéntico origen, e incluso todos los
animales proceden de uno solo, que, en la sucesión de las eras…ha producido
todas las razas de los que ahora existen.

Da escalofríos leer lo anterior, escrito casi a cien años de la aparición de


Darwin. Asombrosa fue la mente de Bufón, capaz de brincar de modo tan
pasmoso. Vio, como Malthus lo haría, que la vida se multiplicaba más aprisa que
los alimentos, y que eso implicaba luchar por la supervivencia.

La tragedia del conde fue que no se aferró a este criterio. Profesores de


la Sorbona, a quienes ultrajó su herética manifestación sobre las especies antes
copiada, examinaron su Historie con detención y condensaron en catorce puntos
una acusación contra él. Buffon cantó la palinodia en seguida: “Declaro que no
alimenté el propósito de contradecir las Sagradas Escrituras y creo con firmeza
todo lo que dice sobre la Creación, bien en cuanto al tiempo, bien en cuanto a los
hechos. Renuncio a todo lo que hay en mi libro que ataña a la formación de la
Tierra, y, más en general, a todo lo que choque con la narración de Moisés”.

Rarezas aisladas (caída de piedras por una montaña) se acumularon poco a


poco para martirio de los observadores de mente clara. Creció despacio el
convencimiento de que el mundo podía ser muy viejo. Una forma de explicar
aquellas anomalías, y hacer que se conformasen con la doctrina bíblica,
estribaba en suponer un eslabonamiento de sucesos catastróficos, cada uno de
los cuales habría causado descomposición y devastación de la superficie
terrestre; el más reciente de ellos habría sido el diluvio de Noé. La teoría del
catastrofismo se hizo muy popular en el siglo XVIII y se utilizó para interpretar
muchas cosas anómalas.
HUTTON (1728-1799): Con todo, las explicaciones del catastrofismo no
contentaron a James Hutton, un escocés caviloso, de sesgo mental inclinado a
filosofar. Le atrajeron las matemáticas y la lógica, y le deslumbró la lucidez de la
ley de Newton, motivo por el cual se dijo que no había razón alguna para que
aquel rigor se limitara al movimiento de los cuerpos celestes. La Tierra debía ser
examinada por el mismo tenor, se dijo. Así se convirtió en el primer geólogo
sistemático del mundo y proporcionó a la ciencia un esquema, también el
primero, que aclaraba todos los fenómenos terrestres y sus procesos.

Propuso el uniformismo, por el cual lo que ocurre ahora en la superficie


terrestre no difiere de lo que siempre ha ocurrido. Los procesos son los mismos
y, por lo tanto, uniformes. La causa de que no los percibamos reside en su
lentitud y en la brevedad de nuestras vidas. No obstante, si persistimos en
buscarlos, acabaremos por comprobar que suceden. Las líneas costeras
cambian; lo que fue puerto de mar en época de los faraones se encuentra ahora a
más de treinta kilómetros tierra adentro.

Pero, si todo cae y se empequeñece, como molido, debe de existir alguna fuerza
contrapuesta al alzamiento que equilibre tanto desplome. Hutton lo localizó en el
calor de la Tierra, en las hinchazones y enarcamientos de su corteza,
consecuencia de aquel calor, y en la actividad expulsora de los volcanes. Observó
que la corteza terrestre se componía de dos rocas distintas: sedimentarias, la
clase que era arrastrada hacia abajo como lodo y arena, y luego transformada
una vez más en roca por la presión; e ígneas, forzadas hacia arriba desde el
interior de la Tierra, a menudo fundidas.

La lentitud de los avatares geológicos que advertía significaba que el mundo


había de ser viejo. Un geólogo más conocido, Charles Lyell, recogió el
uniformismo. Sus libros acompañarían a Darwin en el viaje del Beagle. Es
concebible que, sin ellos, la teoría de la evolución le habría esquivado, pues
Darwin necesitaba la intervención del tiempo y Hutton se la había
proporcionado.

LAMARCK (1744-1829): Lamarck concibió un perfeccionamiento de la gran


cadena de ser. No era estática; no había sido creada de una vez para siempre en
todas sus variedades, para detenerse luego. Se le presentó como una escalera
móvil, que transportaba constantemente a lo alto una progresión de las formas.
Al pie de ella se hallaban las más simples, que surgían sin cesar del limo
primordial (no trató de explicar cómo, pues competía al Creador); en su cima,
las que habían existido durante más tiempo y, por consiguiente, habían tenido
ocasión suficiente para acercarse a la perfección.

¿Porqué cambiaban? ¿Qué motor las llevaba hacia lo perfecto? Lamarck, al


aceptar la noción de Buffon y otros de la gran edad del mundo, dedujo que las
condiciones de la superficie terrestre tenían que haber experimentado colosales
modificaciones durante grandes lapsos temporales. Así pues, para sobrevivir,
todas las especies hubieron de adaptarse a aquellos cambios. Lo hicieron, en su
opinión, aprendiendo y luchando, tratando siempre de adaptarse, y, en el ínterin,
alterando su forma y su comportamiento. Clásico ejemplo, por lo regular
aducido para ilustrar la idea de Lamarck, es la jiraba, la cual, por estirar una y
otra vez el cuello con el fin de llegar a las hojas tiernas de las copas de las
acacias, consigue tener vértebras más largas. Otro ejemplo útil es el del
levantador de pesos que, con adiestramiento seguido, desarrolla masas
musculares prodigiosas en sus brazos y tronco.

Lamarck no se detuvo aquí. Avanzó hasta una segunda deducción: el cuello


más largo de la jiraba original fue legado a sus descendientes. Dicho de modo
variante: todos los cambios útiles que la jiraba conquistó durante su vida, en
cuanto a la longitud de su cuello, aparecieron en su prole, de cuello algo más
largo, la cual, durante su existencia, también lo estiraría y lo legaría una pizca
más extenso, etc. Y de ello resultaría, al fin, la criatura, de otra suerte
inexplicable, que ahora vagabundea por la sabana de Africa. La idea como tal
distaba de ser nueva, pero, como la enlazó a un principio evolutivo
general, Lamarck le imprimió renovado impulso.

Esta brillante proposición, hecha de dos puntos –la primera teoría de la


evolución debidamente razonada que se conoce- se llama ahora teoría de la
herencia de los caracteres adquiridos.

CUVIER (1769-1832): Cuvier era mucho más impetuoso y tenía más


personalidad que Lamarck, y además disponía de muestras fósiles más
llamativas que los lúgubres gusanos marinos de Lamarck. Contaba con los
huesos de ciclópeos mastodontes y otras criaturas aún más raras, desaparecidas
de la faz de la Tierra. Llegó a ser habilísimo en interpretarlos y embrujó tanto a
la ciencia como al público con su capacidad para reconstruir un animal
partiendo de un puñado de huesos. Y, al hacerlo, inventó otra disciplina
científica: la paleontología.

Causó sensación que hubiesen existido monstruos como aquellos, y


que Cuvier lograse reconstruirlos como por arte de magia. Demostró de manera
indudable que el planeta había estado habitado por extraños animales en el
pasado remoto y que se habían extinguido. Cualquiera imaginaría
que Cuvier había forjado un argumento a favor de la evolución; pero sus
minuciosas comparaciones anatómicas le habían convencido de lo contrario. ¿No
estarían las especies sometidas a fijación, cuando todas sus partes habían sido
hechas de modo que encajasen y sirviesen para lo que llevaban a cabo? Explicó
su desaparición recurriendo al catastrofismo; los tipos extintos habían sido los
infortunados, barridos por esta o aquella cadena de cataclismos. Otros se
salvaron en lugares lejanos y migraron a los campos de los desaparecidos; eran
los que habitaban entonces la Tierra.
La observación de Lamarck hubo de herirle: “Una catástrofe que nada regula,
que mezcla y disemina, es medio muy oportuno para resolver los problemas de
naturalistas ansiosos de explicar todo, pero que no se molestan en observar e
investigar lo que pasa de veras en la naturaleza”. Aquello debió sonar
a Cuvier como si le dijeran que no sabía una palabra de geología y que ni
siquiera se había molestado en salir al campo con fines educativos.

En fin, cuando compareció a pronunciar el elogio fúnebre, Cuvier rindió en


principio tributo a los científicos que se adhieren sin desvío a la verdad. Después,
sin tomar aliento, excluyó a Lamarck de aquella comunidad, insinuando que
había pertenecido a otro grupo, el de los soñadores que habían construido
«vastos edificios sobre cimientos enteramente imaginarios, como los palacios
encantados de nuestros viejos cuentos, que se pueden hacer desaparecer
destruyendo la idea mágica de la que depende su existencia».

MALTHUS (1766-1834): Experto matemático, percibió una siniestra relación


entre la cantidad de alimentos disponible y el número de bocas que rodeaban la
mesa. Señaló que los animales tenían una fecundidad amenazadora. Inútil era
que los alimentos se produjeran cada vez con mayor rapidez, pues los
comensales aumentaban más aprisa. Expresó esto en una fórmula: la población
tiende a crecer en proporción geométrica, y el sustento se acrecienta en
proporción aritmética. Corolario: hay un enorme e incesante exceso de
comedores; una firme amenaza de hambre; y poblaciones controladas en último
término por ésta. Eso, a juicio de Malthus, significaba que habría lucha continua
de los seres por la comida existente. Sólo los más fuertes sobrevivirían en la
contienda.

(Textos extraídos de “La cuestión esencial” de M. Edey y D. Johanson –


Editorial Planeta)

TEJIDOS Y EMBRIONES

Hasta los organismos totalmente desarrollados no eran tan diferentes como


parecían cuando se los estudiaban con cuidado. Un médico francés,
Marie François Xavier Bichat (1771-1802), que trabajaba sin microscopio, pudo
demostrar en los últimos años de su breve existencia que varios órganos estaban
constituidos de distintos componentes de diferente aspecto. Llamó a dichos
componentes “tejidos”, fundado así la histología, la ciencia del estudio de los
tejidos.

En los tejidos vivos, las unidades no se hallaban vacías, sino llenas de un fluido
gelatinoso. El fisiólogo checo Johannes Purkinje (1787-1869) dio un nombre a
dicho fluido. En 1839, denominó “protoplasma” a la materia viva contenida en
el embrión de un huevo. El término deriva de la palabra griega que significa “lo
primero formado”. El botánico alemán Hugo von Mohl (1805-1872) adoptó el
término al año siguiente pero aplicándolo a la materia que llena todos los tejidos.
Aunque las unidades no estaban vacías, continuó usándose la palabra “célula”
de Hooke.

Las células aparecían en todas partes y algunos biólogos pensaron que existían
en todos los tejidos vivos. Esta creencia se confirmó cuando el botánico
alemán Matthias Jacob Schleiden (1804-1881) afirmó que todos los vegetales
estaban constituidos por células y que la célula era la unidad de la vida, una
pequeña forma de vida a partir de la cual se constituían organismos enteros.

El año siguiente, el fisiólogo alemán Theodor Schwann (1810-1882) extendió y


amplió la idea. Señaló que todos los animales estaban constituidos por células, al
igual que los vegetales, que cada célula estaba separada de las demás por
una membrana , y que los tejidos, señalados por Bichat, estaban formados por
células de una variedad particular. Schleiden y Schwann comparten los méritos
de la “teoría celular”, aunque otros hayan contribuido también para su
formulación, y con ellos se inicia la citología) el estudio de las células.

La hipótesis de que la célula era la unidad de la vida resultaba particularmente


impresionante si podía demostrarse que la célula era capaz de poseer vida
autónoma, es decir, que no era necesario que se combinara en conglomerados de
miles de millones y billones. Un zoólogo
alemán, Karl Theodor Ernst von Siebold (1804-1885), demostró que algunas
células eran capaces de vida independiente.

LA SELECCIÓN NATURAL

El naturalista inglés Charles Robert Darwin (1809-1882), era el hombre


destinado a concebir un mecanismo de evolución adecuado y a establecerlo
firmemente entre los biólogos.

En su juventud, Darwin intentó estudiar medicina y luego pensó ingresar en la


Iglesia, pero no se decidió por ninguna de esas carreras. Sentía gran afición por
la historia natural, y cuando estudiaba en el colegio comenzó a considerarla
seriamente como su vocación. En 1831, cuando la nave Beagle de la marina real
se disponía a iniciar un viaje de exploración científica alrededor del mundo, le
fue ofrecido el cargo de naturalista de a bordo, que aceptó.

El viaje duró cinco años y, aunque Darwin sufrió mucho por los mareos, fue lo
que lo convirtió en un naturalista excepcional. Gracias a Darwin, el viaje
del Beagle fue el más importante viaje de exploración científica de la historia de
la biología.

Lo más sorprendente fueron las observaciones sobre la vida animal que efectuó
durante su permanencia de cinco semanas en las islas Galápagos, situadas a
unos 1200 km de la costa de Ecuador. Estudió en particular un grupo de aves
llamadas hoy “pinzones de Darwin”. De estas aves, muy semejantes en muchos
aspectos, se identificaron por los menos catorce especies, ninguna de las cuales
existía en el continente, ni tampoco, por lo que se sabía, en ninguna otra parte
del mundo. Parecía poco razonable que se hubieran creado catorce especies
diferentes solamente para este pequeño e insignificante archipiélago.

Darwin pensó, por el contrario, que las especies procedentes del continente
debieron colonizar la isla mucho tiempo antes y que a lo largo de millones de
años, los descendientes de los primeros pinzones dieron lugar a las diferentes
especies, por evolución. Algunas especies adquirieron la costumbre de comer
semillas de determinada clase; otras, semillas de otra clase y otras aun
adquirieron el hábito de alimentarse de insectos. Así, para cada forma de vida,
una determinada especie desarrolló un tipo particular de pico, un tamaño
particular y un sistema de organización propio. El pinzón primitivo del
continente no sufrió esas modificaciones debido a la competencia con muchas
otras aves. Pero en las Galápagos, los pinzones originales encontraron una
región relativamente vacía y espacio suficiente para el desarrollo de muchas
variedades.

Aún quedaba sin respuesta un interrogante fundamental: ¿Qué era lo que


provocaba esos cambios evolutivos? ¿Cómo se explicaba que una especie de
pinzón que se alimentaba de semillas se transformara gradualmente en otra que
se alimentaba de insectos? Darwin no podía aceptar una explicación como la
de Lamarck, es decir, la suposición de que los pinzones pudieron haber intentado
alimentarse de insectos y transmitido a sus descendientes el gusto por ellos, y
una cierta aptitud para atraparlos. Lamentablemente, Darwin no encontraba
ninguna otra explicación.

En 1838, dos años después de su regreso a Inglaterra, Darwin descubrió un


libro titulado An Essay on the Principle of Population (Ensayo acerca del
principio de población), escrito cuarenta años antes por un economista inglés,
Thomas Robert Malthus. En dicha obra, Malthus sostenía que el aumento de la
población humana era siempre mayor que el de la disponibilidad y que
eventualmente la población debía reducirse por el hambre, las enfermedades o la
guerra.

Darwin pensó inmediatamente que ello podía aplicarse también a todas las
demás formas de vida así como a las que no pueden aumentar su número por
hallarse en desventaja en la lucha por el alimento. Por ejemplo, los primeros
pinzones de las Galápagos debieron multiplicarse incontrolablemente hasta
exceder la cantidad de semillas que constituían su alimento. Algunos debieron
morir, primeramente los más débiles o los menos hábiles para buscar semillas.
Pero, ¿qué podía suceder si algunos eran capaces de alimentarse de semillas de
mayor tamaño o más duras, o si se decidían a comer ocasionalmente un insecto?
Los que no poseían esas raras cualidades podían ser diezmados por el hambre,
mientras que los que se arriesgaban a probar otro alimento, aunque lo hicieran
en forma poco eficaz hallarían finalmente una nueva y abundante manera de
alimentarse y podrían multiplicarse con rapidez hasta que la cantidad de
alimento comenzara a escasear.

En otras palabras, la ciega presión del medio determinaba las diferencias e iba
acumulándolas hasta constituir distintas especies, cada una de ellas diferente de
las otras y del antepasado común. De modo que la naturaleza misma
seleccionaba los sobrevivientes cuando escaseaban los alimentos y, mediante esa
“selección natural”, la vida se diversificaba en una infinita variedad.

Además, Darwin podía observar la forma en que se habían producido los


cambios. Crió palomas a fin de estudiar los efectos de la selección artificial y
tuvo así una experiencia personal con variedades raras de animales domésticos.
Pudo observar que había diferencias entre los integrantes de los grupos jóvenes
en lo referente al tamaño, al color y a la destreza. Sacó partido de esas
diferencias desarrollando algunas y suprimiendo otras, así como había hecho el
hombre al criar ganado, caballos, ovejas y aves de corral, y obtuvo a voluntad
las variedades más raras y curiosas de perros y carpas doradas.

Pero, ¿no podía acaso la naturaleza reemplazar y efectuar la misma clase de


selección para sus propios fines, mucho más lentamente y durante un periodo
muy largo, a fin de adaptar a los animales a su medio antes que a los gustos y
necesidades del hombre?

Darwin estudió también la “selección sexual”, según la cual la hembra de una


especie acepta al macho más llamativo, al punto de que pudo desarrollarse así el
ridículamente excesivo pavo real. Recogió además datos acerca de vestigios de
órganos que en épocas pasadas se hallaban más desarrollados y eran útiles. Un
ejemplo notable es el de las ballenas y serpientes con fragmentos óseos que en
principio pudieron formar parte de la cintura pelviana y patas posteriores,
hecho éste que nos hace pensar que descienden de seres que antes estaban
provistos de patas.

Otro naturalista inglés, Alfred Russell Wallace (1823-1913) analizaba el mismo


problema en Extremo Oriente. Al igual que Darwin, viajó durante gran parte de
su vida y efectuó incluso un viaje a América del Sur entre 1848 y 1852. En 1854,
viajó a la península de Malasia y a las Indias Orientales. Observó con sorpresa
las notables diferencias entre los mamíferos de Asia y Australia. Posteriormente,
cuando escribió sobre el tema, trazó una línea que separaba los territorios donde
prosperaban dichos grupos separados de especies. La línea, todavía denominada
“línea de Wallace”, corre por un profundo canal que separa las grandes islas de
Borneo y de las Célebes, y que divide también las pequeñas islas
de Bali y Lombok, situadas al sur. A raíz de esta delimitación surgió la idea de
dividir las especies animales en grandes grupos continentales y
supercontinentales.
Wallace creyó que los mamíferos de Australia eran más primitivos y menos
hábiles que los de Asia, y que perecerían en cualquier lucha con estos últimos. La
supervivencia de los mamíferos de Australia se explicaba por el hecho de que
Australia y sus islas se habían desprendido de Asia antes de que los mamíferos
de este último continente se hubieran desarrollado completamente. Ello lo llevó
a reflexionar acerca de la evolución por selección natural. Al igual que en el caso
de Darwin, estas especulaciones fueron provocadas por la lectura del libro
de Malthus. En esa época, Wallace se hallaba en las Indias Orientales y sufría
fiebre palúdica. Aprovechando su descanso forzoso, escribió su teoría en dos días
y envió su manuscrito a Darwin solicitándole su opinión, sin saber que éste
trabajaba sobre el mismo tema. Cuando Darwin recibió el manuscrito quedó
sorprendido al advertir la semejanza con sus ideas. Lyell y otros dispusieron las
cosas a fin de poder publicar algunos escritos de Darwin junto con el manuscrito
de Wallace en el Journal of Proceedings of the Linnaean Society en 1858.

Al año siguiente, Darwin publicó por último su


libro On the Origin of Species (Del Origen de las especies por vía de la selección
natural o la supervivencia de las especies superiores en la lucha por la vida),
conocido comúnmente por el simple título de El Origen de las Especies.

Era una obra esperada por el mundo científico. Sólo se imprimieron 1.250
ejemplares y la edición se agotó el mismo día de su aparición. Posteriormente,
las ediciones se multiplicaron y aún hoy, un siglo después, la obra continúa
publicándose.

(Textos extraídos de “Breve Historia de la Biología” de Isaac Asimov –


EUDEBA)

LOS COMIENZOS DE LA GENÉTICA

LA BRECHA EN LA TEORÍA DE DARWIN

La facilidad de aplicar erróneamente la teoría evolucionista se explica porque en


el siglo XIX aún no se conocía el mecanismo de la herencia. La falta de
comprensión de la naturaleza del mecanismo hereditario fue el más lamentable
defecto de la teoría de Darwin. En síntesis, dicho defecto era el siguiente: Darwin
pensaba que en los individuos jóvenes de todas las especies se producían
variaciones continuas y fortuitas y que algunas de estas variaciones adecuaban
mejor que otras al animal a su ambiente. La jirafa joven de cuello más largo
sería la mejor alimentada.

Pero resultaba difícil asegurar que el cuello largo se transmitía a la


descendencia. Era posible que la jirafa no buscase una pareja de cuello largo, ya
que era igualmente probable encontrar una de cuello corto. Todas las
experiencias de Darwin en la cruza de animales le hicieron pensar que se
producía una mezcla de rasgos característicos si se unían los extremos; por
ejemplo, en una jirafa de cuello largo con otra de cuello corto, el resultado sería
una jirafa de cuello mediano.

En otras palabras, todas las características útiles y apropiadas que pueden


introducirse debido a la variación casual darían origen a un término medio
como resultado de una unión fortuita y, por consiguiente, no habría motivos
para suponer que la selección natural puede conducir a cambios en la evolución.

LAS ARVEJAS DE MENDEL

La solución que hoy se admite del problema surgió de la obra de un monje


austriaco aficionado a la botánica: Gregor Johann Mendel (1822-1884). Se
interesaba tanto por las matemáticas como por la botánica, y mediante una
combinación de ambas ciencias estudió arvejas estadísticamente durante ocho
años a partir de 1857. Polinizó cuidadosamente varias plantas con su propio
polen para estar seguro de que si heredaban algunas características, ellas
provendrían de un único progenitor. Recogió con idéntico cuidado las semillas
resultantes de la autopolinización de cada planta de arvejas, las plantó por
separado y estudió la nueva generación.

Comprobó que si sembraba semillas de plantas de arvejas enanas, obtenía


plantas de arvejas enanas. Las semillas producidas por esa segunda generación
también producían únicamente plantas enanas de arvejas. Las plantas enanas
producían una descendencia o “línea pura”.

Pero no siempre sucedía lo mismo con las semillas de plantas altas de arvejas.
Algunas de las plantas de arvejas, aproximadamente un tercio de las del huerto,
daban origen a plantas altas, generación tras generación. Pero no sucedía lo
mismo con el resto. Algunas semillas de esas otras plantas altas producían
plantas altas, y otras, plantas enanas. Esas semillas producían siempre el doble
de plantas altas con respecto al número de plantas enanas. Aparentemente había
entonces dos clases de plantas altas de arvejas; las que daban “líneas puras” y
las que no las producían.

Mendel fue más lejos. Cruzó plantas enanas con plantas altas puras y
comprobó que en todos los casos las semillas híbridas producían plantas altas.
Los caracteres de las plantas enanas parecían haber desaparecido.

Luego, Mendel polinizó cada planta híbrida con su propio polen y estudió las
semillas resultantes. Todas las plantas híbridas daba una descendencia híbrida.
Cerca de un cuarto de sus semillas dio origen a plantas enanas; otro cuarto, a
plantas altas puras, y los dos cuartos restantes, a plantas altas híbridas.

Para explicar todo ello Mendel supuso que cada planta de arvejas contiene dos
factores en lo referente a un carácter particular como es la altura. La parte
masculina de la planta contiene uno de ellos y la parte femenina el otro. En la
polinización ambos factores se combinan y la nueva generación posee un par
(uno de cada progenitor si resultaban del cruzamiento de dos plantas). Las
plantas enanas tienen únicamente factores “enanos” y si se los combina
mediante una polinización cruzada o mediante una autopolinización, resultan
solamente plantas enanas. Las plantas altas puras tienen sólo dos factores
“altos” y las combinaciones sólo producen plantas altas.

Si una planta alta pura se cruza con una planta enana, los factores “altos” se
combinarían con los factores “enanos” y la nueva generación podría ser híbrida.
Todas las plantas serían altas, porque la altura era “dominante” anulando el
efecto del factor “enano”, pero, sin embargo, este último seguía presente. No
desaparecía a pesar de no ponerse de manifiesto.

T T dd

Td Td Td Td

Td Td

TT Td Td dd

Gráfico que explica el trabajo de Mendel sobre las plantas de arvejas altas y enanas. La ilustración
superior representa el cruzamiento de una planta alta genuina con una planta enana, que da por
resultado una planta alta híbrida (o de herencia no genuina). La ilustración inferior muestra el
cruzamiento de plantas altas híbridas del cual resultan plantas altas genuinas, plantas enanas y plantas
altas híbridas, en una proporción de 1:1:2

Mendel demostró también que una explicación similar puede ser válida para la
herencia de los caracteres que no se refieren a la altura. En el caso de cada
conjunto de caracteres que estudió no obtuvo resultado intermedio al efectuar el
cruzamiento de los dos extremos. Cada extremo conservaba su identidad. Si uno
de ellos desaparecía en una generación, reaparecía en la siguiente.

Ello fue de fundamental importancia para la teoría de la evolución


(aunque Mendel nunca pensó en aplicar sus ideas a dicha teoría), pues
significaba que las variaciones casuales que se producían en las especies en el
transcurso del tiempo no daban un producto medio, sino que aparecían y
reaparecían hasta que la selección natural hacía un pleno uso de ellas.

A principios de la década de los 1860, Mendel envió sus escritos a Nägeli. Este
último los leyó y los comentó sin mayor entusiasmo. Mendel se desanimó. En
1866 publicó sus escritos, pero no continuó sus experiencias. La falta de apoyo
por parte de Nägeli hizo que nadie se interesara por sus trabajos y que estos
permanecieran desconocidos. Mendel había fundado lo que hoy
llamamos genética (el estudio del mecanismo de la herencia), pero nadie, ni
siquiera él mismo, se percató en esa época.
LA MUTACIÓN

El botánico holandés Hugo de Vries (1848-1935), uno de los que pensaron en la


evolución por saltos, descubrió una colonia de primaveras norteamericanas que
crecía en una desolada pradera. Dichas plantas habían sido introducidas tiempo
atrás en los Países Bajos, y de Vries se sorprendió por el hecho de que algunas de
ellas, a pesar de descender de la misma planta original, presentaban un aspecto
diferente.

Las llevó a su jardín, las plantó por separado y gradualmente llegó a las
mismas conclusiones a las que había llegado Mendel en la generación
precedente. Descubrió que los caracteres individuales se transmitían sin mezcla
de generación en generación hasta tornarse intermedios. Más aún, cada tanto
surgía una nueva variedad de planta, notablemente distinta de las otras, y esta
nueva variedad también podía perpetuarse en sucesivas generaciones.
De Vries denominó “mutaciones” (de la palabra latina que significa “cambio”) a
dichas transformaciones súbitas y advirtió que se trataba de una evolución por
saltos.

Esta circunstancia siempre fue conocida en la práctica por pastores y


agricultores, que siempre han sido testigos de casos excepcionales o fenómenos.
Incluso algunos de ellos recibieron una aplicación práctica. Por ejemplo, una
oveja de patas cortas (una mutación) apareció en Nueva Inglaterra en 1791. Esto
resultaba conveniente porque no podía saltar las vallas más bajas, y fue criada y
protegida. Pero los criadores no acostumbraban extraer conclusiones teóricas de
sus observaciones y los científicos no se dedicaban a la cría de ganado.

Sin embargo, gracias a de Vries, se encontraron el fenómeno y el científico. En


1900, cuando se disponía a publicar el resultado de sus investigaciones, una
confrontación de los trabajos previos sobre la materia le reveló, para su
asombro, las conclusiones publicadas por Mendel treinta y cuatro años atrás.

Por otra parte, dos botánicos que no se conocían entre sí, el


alemán Karl Correns (1864-1933) y el austriaco Erich Tschermack (1877-?),
ambos desconocidos para de Vries, llegaban a conclusiones muy semejantes a las
del botánico holandés. A su vez, todos ellos revisaron aisladamente los trabajos
sobre el tema y encontraron los escritos de Mendel.

LOS CROMOSOMAS

Las leyes de Mendel fueron más significativas en 1900 que en 1866, porque en el
ínterin se efectuaron importantes descubrimientos en lo referente a la célula.

Cuando Schleiden formuló la teoría celular, atribuyó gran importancia al


núcleo. Pensó que se hallaba relacionado con la reproducción celular y que las
nuevas células se originaban en la superficie del núcleo. En 1846, Nägeli pudo
demostrar que ello era erróneo. Sin embargo, la intuición de Schleiden no se
apartaba demasiado de la realidad. El núcleo estaba implicado en la
reproducción celular. Pero se necesitaban nuevas técnicas para conocer el
interior de la célula y poder determinar así, los detalles de esa relación.

La técnica fue suministrada por la química orgánica. Después de las


experiencias de Berthelot, los químicos orgánicos aprendieron rápidamente a
preparar compuestos químicos orgánicos que no existen en la naturaleza.
Muchos de ellos tenían intensos colores y en la década de 1850 comenzó la
gigantesca industria de los “colorantes sintéticos”.

Por consiguiente, si el interior de la célula era heterogéneo, era posible que


algunas partes reaccionaran con determinado producto químico y lo
absorbieran, mientras que otras partes no se comportarían del mismo modo. Si
el producto fuese un colorante, el resultado sería que algunas partes se teñirían y
otras no. Así, gracias a dichos colorantes, podrían verse detalles que antes eran
invisibles.

Algunos biólogos hicieron experiencias en este sentido y uno de los que tuvo
éxito fue el citólogo alemán Walther Flemming (1843-1905), que estudió las
células animales y comprobó que en el núcleo había manchas dispersas de un
material que absorbía intensamente el colorante con el que estaba trabajando.
Dichas manchas aparecían brillantes sobre el fondo incoloro. Flemming llamó a
ese elemento “cromatina” (de la palabra griega que significa “color”).

Cuando Flemming tiñó un corte delgado de un tejido en desarrollo, las células


murieron, desde luego, pero cada una de ellas se hallaba en una determinada
etapa de la división celular. En la década de 1870 logró poner de manifiesto los
cambios de la cromatina que acompañan los progresivos cambios de la división
celular.

Observó que al comenzar el proceso de división celular, la cromatina se


condensaba en fragmentos de aspecto filamentoso que posteriormente se
denominarían “cromosomas” (“cuerpos coloreados”). Flemming llamó a este
proceso “mitosis” (de la palabra griega que significa “hilo”) en razón del aspecto
filamentoso de los cromosomas característicos de la división celular.

En el momento crucial de la división celular, cada cromosoma producía una


réplica de sí mismo. Luego, los cromosomas dobles se separaban, desplazándose
una hacia un extremo de la célula y el otro hacia el extremo opuesto. En ese
momento, la célula se dividía, formándose una nueva membrana en la parte
media. A partir de una célula, resultaban así dos células hijas, cada una con la
misma cantidad de cromatina, gracias a la duplicación de los cromosomas, que
poseía en un principio la célula madre. Flemming publicó el resultado de sus
experiencias en 1882.
El citólogo belga Eduard van Beneden (1846-1910) prosiguió estos estudios y
logró demostrar en 1887, dos hechos importantes en lo referente a los
cromosomas. Primeramente, que su número era constante en las diferentes
células del organismo, y que cada especie parecía tener un número característico
de cromosomas. Hoy se sabe, por ejemplo, que las células humanas tienen
cuarenta y seis cromosomas.

Más tarde, van Beneden descubrió que en la formación de las células sexuales
(el óvulo y el espermatozoide) la disociación de los cromosomas en una de las
divisiones de la célula no es precedida por la duplicación de dichos cromosomas.
Así, el óvulo y el espermatozoide recibían solamente la mitad del número común
de cromosomas.

El descubrimiento de la obra de Mendel por parte de de Vries permitió aclarar


inmediatamente estos estudios acerca de los cromosomas. El citólogo
norteamericano Walter S. Sutton (1876-1916) afirmó en 1902 que los
cromosomas se comportaban como los factores de la herencia de Mendel. Cada
célula tiene un número determinado de pares de cromosomas. Estos últimos
tienen la propiedad de producir características físicas al pasar de una célula a
otra, ya que en cada división celular se mantiene estrictamente el número de
cromosomas y cada cromosoma da origen a una réplica de sí mismo para la
nueva célula.

Esta mezcla de cromosomas de cada generación tiende a hacer aparecer


caracteres recesivos, primitivamente encubiertos por un carácter dominante.
Las combinaciones constantemente renovadas dan origen a variaciones de
caracteres sobre los cuales puede actuar la selección natural. En consecuencia,
en los albores del siglo XX se había logrado una especie de culminación en la
evolución y la genética. Pero ésta sólo era el preludio de nuevos y más
sorprendentes progresos.

(Textos extraídos de “Breve Historia de la Biología” de Isaac Asimov –


EUDEBA)

LA HABITACIÓN DE LAS MOSCAS

La Habitación de las Moscas, en la Universidad de Columbia, era un recinto


singular y confuso. El pequeño y desordenado laboratorio, que apestaba
nauseabundamente a plátanos en descomposición, estaba tapizado del
pavimento al techo de botellines de leche, lleno de centenares de millares de
minúsculas moscas del vinagre. Thomas S. Morgan escogió la mosca del vinagre,
o Drosophila melanogaster, de poco más de seis milímetros de longitud, que se
contenta con una dieta de plátanos majados y procrea una generación en dos
semanas.
Persuadido de que la selección natural, como teoría, tenía más agujeros que un
cedazo, y de que las mutaciones de de Vries ocultaban el secreto de la evolución,
se aprestó a descubrirlas en las moscas. Si el éxito le sonreía, tal vez pudiese
relacionar la mutación con el cromosoma y demostrar, mediante ello, la
existencia o la inexistencia de los genes.

La actitud de Morgan, en lo concerniente a los genes, cambió súbita y


espectacularmente un día de 1910, en el que se descubrió una mosca de ojos
blancos. ¡Una mutación al fin! La peculiaridad se destacó como un faro, porque
las moscas del vinagre comunes los tienen encarnados. De sus huevos salieron
1237 descendientes. Todos de ojos colorados.

Aquello no hubiera sorprendido a un seguidor de Mendel. Los ojos blancos se


relacionaban indudablemente con un gen recesivo, que no se manifestaría de
nuevo hasta que los 1237 híbridos se acoplasen y engendrasen, como era de
presumir, el número adecuado de individuos ojiblancos en la conocida
proporción de 3 : 1. Morgan asistió con su escepticismo habitual a la primera
mitad del experimento, pero su interés se encendió a la generación siguiente: el
gen de los ojos blancos volvió a revelarse.

Sobrevino entonces uno de los momentos estelares de la genética. Se examinó


las moscas con sumo cuidado. Todas las ojialbas eran machos.

Ahora podemos proferir con aire de suficiencia: «¿Eso era un misterio? El


carácter del ojo blanco se hallaba en el cromosoma sexual». Sí, es fácil decirlo
hoy día, pero no lo fue para Morgan.

Al descubrirse este rasgo peculiar en la mosca del vinagre, se había establecido


como hipótesis de trabajo que el par anormal se encargaba de determinar el
sexo. Los rectos se llamaron X, y el curvo Y. La hembra poseía siempre dos X, y
el macho, uno X y otro Y. Conclusión:

1) Hay cuatro pares de cromosomas en la célula de la mosca normal


fecundada
2) Dos pares son muy grandes. Un par (el cromosoma sexual) tiene
bastante tamaño. Otro es minúsculo. Pronto se comprenderá la
importancia de la diferencia de magnitud.
3) Hay un par cromosómico XY en el macho, y otro XX en la hembra.
4) Después de dividirse para formar células sexuales, hay cuatro
cromosomas únicos en el esperma o el óvulo.
5) Cuando la célula masculina se divide para formar el semen, una
parte de él recibe el cromosoma X, y la otra, el Y. En la hembra, cada
óvulo recibe un X.
6) Al unirse el esperma y el óvulo en la generación siguiente, las solas
combinaciones posibles son XX y XY. Por lo tanto, la mitad son machos, y
la mitad, hembras.
Morgan había descubierto los genes; pero no los había visto. Desconocía su
composición o su forma de actuar, y sólo intuía que su disposición era lineal.
¿Por qué no en cúmulos o círculos? Las intuiciones jamás le contentaron;
requería pruebas. Y la única que le satisfaría sería la procedente de
experimentos que él hubiese verificado u observado en su laboratorio. Su
ayudante Sturtevant se la proporcionó.

ALFRED STURTEVANT: EL HALLAZGO DEL ENTRECRUZAMIENTO

Sturtevant era mucho más reflexivo que Bridges. Descubrió muchos menos
insectos mutantes que él, pero meditó más sobre ellos. Se pasaba las horas
muertas de ocio aparente, sentado, fumando en pipa, con la vista clavada en los
mapas de la pared. Morgan tenía la virtud de permitir que sus auxiliares
obrasen como quisieran; no se entrometía en sus experimentos y cavilaciones.
Hechizaba a Sturtevant cómo se habían agrupado los caracteres en las cartas,
con tanta limpieza, en correspondencia con los cromosomas del núcleo celular de
las moscas del vinagre.

El joven no era el primero en topar con el fenómeno. De Vries, una década


antes, había notado que las características de las hierbas del asno se
ligaban, pero no siempre. Aquello no le intranquilizó. Antes bien, explicaba algo
que, de lo contrario, habría sido inexplicable. Descontando las mutaciones
(De Vries sabía que escaseaban), si todos los caracteres se hallaban
indefectiblemente ligados a los cromosomas respectivos, jamás habría más
especies distintas de flores que de cromosomas. Y aquello no podía ser, pues las
hierbas del asno tenían pocos cromosomas y había centenares de variedades de
ellas. Así, pues, debían ocurrir cambios cromosómicos causantes del gran
número de combinaciones que observaba.

¿Cómo sucedía este cambio? Sturtevant lo descubrió pronto. Los cromosomas,


en fase de reposo, aparecían como una confusión de hebras. La confusión podía
hacer que algunas hebras se mezclasen durante la división y se juntasen en
forma equivocada, como los dos proyectos pegados sin concierto por el obrero
descuidado. Si así fuese, sucedía algo por el estilo de lo que sigue:

ABCDEFGH AB CDe f g h
a b c de f g h a b c dEFGH

Morgan había tenido la idea de la posibilidad de


entrecruzamientos. Sturtevant la transformó en probabilidad, cuando encontró
ejemplo sobre ejemplo de ligamientos rotos. Le llamó sobre todo la atención que
hubiese unas reordenaciones más propensas a aparecer que otras. Cuantas más
muestras de entrecruzamientos cosechaba, tanto más claro le pareció que las
roturas de ligamientos tenían frecuencia estadística. Unas eran más comunes
que otras y podían computarse.
MULLER: SE DESCUBRE EL ORIGEN DE LAS MUTACIONES

Si ni el son de campanas, ni el estiramiento de cuellos, ni la amputación de colas


–o cualquiera de los centenares de métodos lamarckianos ensayados- causaba las
mutaciones, ¿cuál era la fuente? Hermann J. Muller repitió en sus adentros una
y mil veces tal pregunta, desde que desertó de la Habitación de las Moscas, en la
cual Morgan había luchado en vano por provocarlas. Muller reconoció un
tiempo después:

Los animales han sido drogados, envenenados, embriagados, iluminados,


confinados en la oscuridad, semisofocados, pintados por dentro y por fuera,
volteados, sacudidos con violencia, vacunados, mutilados, adiestrados y, en fin,
tratados de todos modos, menos con cariño, generación viene y generación va.

Resultado: nada. Los sujetos de experimentación, achicharrados, congelados,


ahogados y descoloridos, acostumbraban morir. Los supervivientes no ofrecían
el menor indicio de que se hubiese afectado a sus genes. No encontraba la fuerza
esencial, o no la había, se dijo, y el gen mutaba por iniciativa propia.

Muller se resistió a creerlo. Su educación científica le convencía de que había


algo, un imperceptible estímulo químico, o cualquier otra reacción, que alteraba
su estructura o la conducta del gen. Meditó qué otro género de influencias
habría, y tuvo la ocurrencia de utilizar rayos X.

¿Cómo se modificaría un gen y no el próximo, situado a una millonésima de


centímetro de él? No obstante, aquello sucedía: un carácter único, que se
presumía regido por un único gen, mostraba los efectos de la mutación, cuando
ésta se presentaba. Estaba claro que la fuerza mutante era de pequeñez,
precisión y eficacias extraordinarias.

Muller sabía que un rayo X se portaba así. Es una energía de longitud de onda
muy corta. Cuanto menos longitud tiene una onda, tanto mayor fuerza de
penetración tiene. Tras los preparativos, Muller encerró las moscas en
capsulitas, les administró una buena descarga de rayos X y les permitió que se
acoplasen. La radiación no las había menoscabado, ya que lo hicieron en seguida
y con entusiasmo. En cambio, como Muller había anhelado, afectó a sus genes.
De un número notable de apareamientos, no hubo machos en la segunda
generación de descendientes. Todos perecieron por culpa de la introducción de la
mutación fatal. Los rayos X habían cambiado la estructura genética de una
diminuta porción de un cromosoma de los machos.

DENTRO DEL CROMOSOMA: ADN Y ARN

MIESCHER: ¿QUÉ COMPONE EL CROMOSOMA? EL ADN


Esto nos devuelve al año 1869, en que un joven bioquímico
suizo, Friedrich Miescher, estudiaba células de pus (células blancas de sangre
muerta o a punto de morir), para aprender algo más sobre él. Trató algunas de
aquellas células con un enzima digestivo. Vio que desintegraba el material
celular exterior sin afectar el núcleo. Sin proponérselo, había encontrado un
método para separar el núcleo del resto de la célula.

Por consiguiente, Miescher podía estudiar el interior del núcleo, cosa hasta
entonces inconcebible. Mediante el análisis cuantitativo y cualitativo –o sea la
cantidad de esto y de aquello que había en la muestra- encontró al fin una
sustancia compuesta de 112 átomos, enana comparada con otras moléculas
proteínicas, pero gigante parangonada con el promedio de las inorgánicas. La
formaban cinco clases de átomos: carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno y
fósforo, en estas proporciones:

C29 H49 N9 O22 P3

Miescher comprendió que no se trataba de una proteína, la cual habría tenido


mucho más carbono y nitrógeno que aquella materia nuclear, de aspecto
semejante a polvo blancuzco. La denominó nucleína. El delicado análisis
químico actual ha precisado su fórmula. Aceptando que encerrase impureza, la
de Miescher se aproximó asombrosamente a la auténtica:

C29 H35 N11 O18 P3

Esta fórmula, la correcta, tiene 96 átomos. Miescher no había logrado eliminar


dieciséis ajenos a ella. La exactitud de su trabajo fue magnífica, si se considera la
época en que lo realizó. Pese a sus fallos, probó de qué estaba hecho el material
hereditario. Se trató, además, de un ácido, que ahora se llama nucleico.

La mejor comprensión de la estructura del ácido nucleico se expresó con un


nombre químico más preciso, verdadero trabalenguas para el profano: ácido
desoxirribonucleico, abreviado en ADN. Estas tres letras, a consecuencia de los
estudios contemporáneos de la herencia y de la evolución, han llegado a ser las
más poderosas que nunca utilizó la biología, porque hoy se acepta
universalmente que el ADN, el polvo blancuzco de Miescher, nos hace ser lo que
somos.

El ADN no se empleó, durante unos años, sino para teñirlo. Tratado con
determinado ácido tomaba color brillante púrpura encarnada. El colorido se
mostraba en algo más que en el polvo del tarro de vidrio; se presentaba en el
ADN de las células vivas. Los cromosomas, tocados por una pizca de tinte, se
encendían como el rojo de las luces de tráfico. El resto celular no reaccionaba de
aquella suerte, prueba de que el ADN estaba en el núcleo de la célula y en
ninguna otra parte.
BEADLE Y TATUM: ¿QUÉ HACE EL ADN?

George Beadle, joven bioquímico de Wahoo, Nebraska, expresó: “Los genetistas


y los bioquímicos eran como perforadores de túneles que debían juntarse.” ¿Lo
lograrían? ¿O sus trayectorias se separarían en diferentes niveles?

Como todos, los embriones de mosca carecen, en sus primeras fases, de partes
corpóreas reconocibles. Aparecen despacio, al principio como minúsculas yemas
o brotes, grupos de pocas células dispuestos a tomar una orientación propia de
desarrollo, que los convertirá en órganos. Beadle y Ephrussi se concentraron en
aquellos brotes ínfimos. Amputaron uno de un embrión y procuraron injertarlo
en otro. El embrión medía dos milímetros de longitud, y la yema era mucho más
pequeña, de suerte que la operación quirúrgica tenía que realizarse con la ayuda
de un microscopio. Los dos jóvenes sajaron e injertaron en vano durante meses.
Ningún brote «prendió». De pronto, un buen día, encontraron una mosca con
tres ojos. Habían localizado el brote elaborador del órgano visual y, gracias a
ello, poseían el utensilio imprescindible para un experimento más refinado.

Sintiéndose incapaz de identificar aquella influencia (no era


bioquímico), Sturtevant renunció a investigarla. Beadle y Ephrussi se
encargaron de la investigación. Tenían brotes de ojos que podían trasplantar a
su sabor; tenían un utensilio para rastrear el color ocular; y tenían –así lo
esperaban- la destreza química imprescindible para localizar la causa del
cambio. Repitieron el experimento de Sturtevant con igual resultado. Había, sin
duda, en la mosca una materia semejante a una enzima. Como eran bioquímicos,
consiguieron lo que había eludido a Sturtevant, es decir, lograron identificarla:
era triptófano, un aminoácido.

Muy excitados, persuadidos de haber encontrado el ligamiento químico entre


el gen y el órgano (entre el proyecto y la bicicleta de la analogía), el fracaso los
consternó. Estaban seguros que había triptófano en la mosca. Pero sólo
intervenía en ocasiones. Era como si, en la fábrica de bicicletas, un proyecto
encargara, al iniciarse la operación de la pintura: «Dese una mano previa de
preparación», y la orden siguiente fuese: «Si observa una mano de preparación,
utilice el color rojo». Faltando la primera instrucción, quien aplicaba la pintura
encarnada no recibía la indicación de emplearla. Beadle y Ephrussi tenían que
imaginar aquellas primeras instrucciones enzimáticas. Jamás las hallaron. Y
también se rindieron.

El problema no dejó sosegar a Beadle. Regresó a EEUU y, con el


químico Edward L. Tatum, reanudó los experimentos. El obstáculo, se dijo,
consistía en la complicación química de la mosca del vinagre. No sabía lo
suficiente acerca de ella y desesperó en aprenderla. Necesitaba un organismo
más simple, de química conocida. Preguntó a Tatum y su colega le recomendó el
moho rojo del pan (Neurospora), organismo sencillísimo, cuya química, creía,
dominaría con prontitud y soltura.
Los mohos son mejor material de laboratorio que las moscas. En vez de tardar
un par de semanas, producen una generación nueva en pocas horas. Tienen
menos cromosomas y constitución química rudimentaria, que Tatum analizó.
Colocó series de moho de pan en tubos de ensayo y les administró una dieta
completa de sustancias químicas, vitaminas, azúcares y aminoácidos. Luego
comenzó a reducirlos. Retiró una vitamina; los mohos medraron. Quitó otra, y
medraron. No incluyó ciertos aminoácidos, y continuaron medrando. Por fin,
encontró la frontera más allá de la cual no vivían. Precisaban un mínimo de
bases y una vitamina: biotina. Usaban otras vitaminas, pero las elaboraban ellos
mismos. Única excepción: la biotina.

Los seres humanos distamos tanto de aquellos remotos precursores de la vida,


que, hace muchos milenios, perdimos la facultad de elaborar cualquier vitamina.
Somos parásitos totales, definitivos. Las obtenemos de los vegetales y animales
de que nos nutrimos.

Habiendo sentado que el moho del pan se hallaba en el límite de la


autosuficiencia, Beadle y Tatum llevaron el experimento a la segunda fase, la de
exponerlo a una emisión de rayos X y comprobar el efecto de las mutaciones en
sus necesidades químicas. Acaso le privasen de la habilidad química, la de hacer
una enzima o una vitamina.

Examinaron con ansiedad un millar de cultivos, sazonados con rayos X. Un


expresivo rubor despuntó de ellos, síntoma que se desarrollaban. No obstante, en
el tubo de ensayo 299 no sucedió nada. El contenido no enrojeció. Una mutación
había impedido el crecimiento del moho, en una situación en que debía
prosperar.

Estupendo. Pregunta siguiente: ¿qué función química había anulado la


mutación? Tatum y Beadle la respondieron poniendo esporas individuales del
moho mutado en tubos de ensayo separados, y echando distintos ingredientes en
ellos. Cuando una espora se desarrollase –y las otras no- sabrían qué ingrediente
faltaba. Comprobaron que era un aminoácido imprescindible para elaborar la
vitamina B6. Antes de la exposición a los rayos X, el moho la confeccionaba con
las materias disponibles. Y había perdido aquella facultad.

El experimento de Beadle y Tatum se hizo clásico y les conquistó el


Premio Nobel de 1958. Los bioquímicos perforadores del túnel se habían
encontrado con los especialistas en genética. Unos y otros veían ya mejor en la
oscuridad. Los genes se expresaban químicamente; daban órdenes para la
producción de aminoácidos.

(Textos extraídos de “La cuestión esencial” de M. Edey y D. Johansonn – Ed.


Planeta)
AVERY: ¿ES VERDAD? SÍ, EL ADN ES EL AGENTE TRANSFORMADOR

S. E. Luria escribió: “En 1943 se hizo un descubrimiento decisivo, cuando el


bacteriólogo Oswald T. Avery (1877-1956) halló que el ADN tomado de ciertas
bacterias podía entrar en otras células bacterianas y «transformarlas»,
confiriéndoles algunas propiedades de la bacteria de donde procedía el ADN.
Más tarde se supo que el ADN entrante sustituye de hecho al ADN
correspondiente de la bacteria receptora. Un gen puede entrar de este modo en
una célula y sustituir al gen residente. Se reconoce ahora que los genes de todos
los organismos, no sólo los de las bacterias, están hechos de ADN. Las únicas
excepciones son ciertos virus cuyos genes están hechos de ARN, el otro tipo de
ácido nucleico” (De “La vida, experimento inacabado” – Alianza Editorial).

WATSON Y CRICK: ¿CÓMO SE ESTRUCTURA EL ADN?

James Dewey Watson estudió con Luria y aprendió muchas cosas sobre los
fagos. Pensó que quizás fuesen genes. Como miembro secundario del grupo del
fago, Watson había recibido enseñanzas particulares de genética, disciplina más
estructural que la química, es decir, menos atenta a los procesos que a las
relaciones espaciales de las moléculas, a la posición de los genes en los
cromosomas y a la configuración de éstos. Aleccionado a pensar como el grupo
del fago, Watson sabía mucho de genes, pero no tanto de bioquímica. Se le
aconsejó que se pusiera al día en bioquímica bajo la tutela de Herman Kalckar,
en Copenhague.

Watson llegó a pensar que aquella ciencia y su mentor, Kalckar, eran más
pesados que el plomo. Aburrido, inquieto y con poco trabajo, haraganeó por
Europa, asistiendo a éste o aquel congreso científico. Por casualidad, escuchó en
Nápoles una conferencia acerca de la determinación de la estructura de los
cristales, sin romperlos, estudiando fotografías obtenidas con un aparato
especial, cuya técnica se llama fotografía de difracción de rayos X. El
conferenciante fue Maurice Wilkins, joven cristalógrafo británico. En el
transcurso de la exposición, Wilkins mostró una fotografía de difracción de una
muestra de ADN. Deseaba mucho que desear. Era borrosa.

La técnica, de enorme dificultad y muy delicada, exige notables dotes de


interpretación. Se había progresado mucho en ella en
el Cavendish Laboratory de la Universidad de Cambridge. Su director, sir
William Bragg, era posiblemente el cristalógrafo más perito del mundo en el
manejo de rayos X. Había inventado el procedimiento, por el cual se le había
concedido el Premio Nobel en 1915. A la sazón, contaba veinticinco años de edad,
lo que le convertía en el hombre más joven honrado con él.

Maurice Wilkins no pertenecía al Cavendish, sino al laboratorio del King


´s College de Londres. Aunque menor que Bragg y menos experto que él, había
acometido un trabajo más enrevesado: descubrir algo sobre las moléculas
orgánicas por medio de la cristalografía.

Watson renunció a la bioquímica. Lograría como fuese incorporarse


al Cavendish Laboratory, sede primordial reconocida de la actividad
cristalográfica. Lo decidió en uno de los instantes supremos de la ciencia, no
muy distinto de aquel en que, hacía más de cien años, una idea casi demasiado
grande para que la asimilasen había inundado la conciencia de Darwin.

Aquel pensamiento no era exclusivo de Watson. Hacía años que representantes


del grupo del fago luchaban con las estructuras moleculares. Y
también Linus Pauling, uno de los mayores científicos de este siglo. Pauling,
físico atómico en sus inicios, pasó a aplicar a la arquitectura de las moléculas lo
que sabía de los átomos. En su laboratorio del California Institute of Technology,
inventó un sistema de construcción de modelos moleculares. Una de las mayores
cualidades de Pauling era pensar en tres dimensiones. Por ello, había creado
bolas y protuberancias, cuyo montaje le ayudaba a visualizar las configuraciones
variantes que imponen las leyes químicas.

Estando un día en la cama con gripe, mientras se entretenía con papel y lápiz,
tuvo una iluminación. Dibujó una cadena de polipéptidos y la retorció en varios
grados de estrechez, hasta que surgió una configuración con la cual encajaban
todos los enlaces químicos. Lo confirmó su mecano. Así obtuvo una hélice, el
primer modelo eficiente de una proteína.

Pauling llamó hélice alfa a su estructura proteínica enroscada. Causó honda


impresión a los cristalógrafos, genetistas, biólogos moleculares y bioquímicos
que la conocieron. Impresionó en particular a Max Perutz, vienés que se
dedicaba a la cristalografía en el Cavendish Laboratory. No estudiaba la lana de
oveja, sino una proteína más intratable: la hemoglobina.

EL PRIMER MODELO: UN DESASTRE

En Cambridge, el ADN estaba en el aire, aunque nadie le prestaba mucha


atención. Había un vacío en el laboratorio que Watson podría llenar. Wilkins,
por su parte, no soportaba a una joven colega que, a su juicio, debiera
proporcionarle otras fotografías de mejor calidad. Ella, en cambio, creía que la
habían llevado al King´s para trabajar, con independencia total, en el ADN. La
afrentaba la convicción de Wilkins de que era su subordinada y no le dirigía la
palabra. Consecuencia general de la situación: no se progresaba en el
conocimiento de la estructura del ácido nucleico ni en Londres ni en Cambridge.

La fortuna sonrió a Watson, pero él le forzó la mano. Su presencia en


el Cavendish se debió a una maniobra laberíntica. Tenía que persuadir a los
responsables estadounidenses de su beca de que era correcto que abandonase
Copenhague por una disciplina (la cristalografía) de la que a duras penas sabía
algo y la relación de la cual con sus estudios resultaba brumosa. Quemando su
barco, abandonó la capital de Dinamarca y se presentó en el Cavendish, para
entrevistarse con sir Lawrence Bragg, antes de que se aprobase el cambio de la
materia de la beca. La suerte ayuda a los audaces, a veces. Le aceptaron en el
laboratorio y la beca continuó vigente.

La verdadera suerte de Watson fue conocer casi inmediatamente a


Francis Crick en el Cavendish. Crick había reflexionado un poco sobre el ADN,
pero con éxito nulo. Tenía mente veloz, personalidad apasionada, energía
desmedida y voz resonante. Hablaba sin parar. Se inmiscuía en el trabajo de sus
colegas y les daba consejos gratuitos sobre sus problemas. Fue durante dos años
de un problema a otro, resolviendo los crucigramas ajenos, pero no el propio.

Crick había estudiado física y, durante la Segunda Guerra mundial, diseñó


minas magnéticas para la armada británica. Luego se trasladó a la biología,
presa de la fiebre de salvar la frontera que separa lo vivo y lo no vivo. Quería
saber más acerca de los virus y los genes. En particular, quería saber cómo se
transmitía el mensaje escrito en un gen y se creaba una proteína. En
el Cavendish le concedieron un puesto de estudiante graduado, con el encargo de
examinar la hemoglobina.

Cuando empezaron sus relaciones con Watson y supo que aquel


estadounidense desmañado conocía muchas cosas sobres los genes, se adueñó de
él. Watson, a su vez, quedó embrujado por Crick, por las piruetas de su mente,
por lo que sabía de química y, principalmente, por la idea de que ambos se
interesaban en la misma cuestión: la de resolver el enigma de la vida mediante el
hallazgo de la estructura del ADN.

Había, no obstante, el inconveniente de que ninguno de los dos tenía por misión
trabajar en el ácido nucleico. Como acto de compañerismo, sin que se hubiera
convenido por escrito, el ADN se había cedido al King´s College. Era propiedad
indiscutida de Wilkins. Para los del Cavendish meterse en aquel terreno era
portarse como un cazador furtivo, y un caballero no cometía aquel delito.
Además, como Watson no tardó en enterarse, Crick y Wilkins estaban unidos
por la amistad, lo que complicaba la situación. Y aun en el caso de que
obtuvieran la colaboración de Wilkins, no sería fácil que les cediera buenas
fotografías de difracción. Había cometido la imprudencia de dar todas sus
mejores muestras de ADN a su compañera de trabajo, creyendo que trabajaba
para él. Con las muestras mejores, la colaboradora conseguía fotografías
superiores a las de Wilkins…, pero no le decía nada para conservar su
independencia. La investigadora se llamaba Rosalind Franklin. Era decidida,
más bien terca, entregada por completo a lo que hacía y de maneras directas y
abruptas.

El primer vislumbre de conseguir algo fue su encuentro en Nápoles


con Wilkins. Pero este le había dado de lado con más o menos diplomacia.
Entonces, perteneciendo ya al Cavendish, le autorizaron a asistir a un coloquio
en que intervinieron Wilkins y Franklin. Los dos hombres cenaron juntos
y Wilkins se mostró entonces mucho más amistoso. Le estimuló charlar con
alguien experto en genética, que parecía percibir la importancia de sus arcanas
y, hasta entonces, estériles labores en el glacial universo de los cristales. Dedicó
gran parte de la velada a quejarse de Rosalind Franklin.

La exposición de ésta, en el coloquio, había sido franca y honrada. Había


descubierto en los meses precedentes que el ADN se presentaba en dos formas.
Una era la llamada A, definitivamente cristalina. Franklin había descubierto que
el ADN tenía otra forma, la B, de configuración más alargada, resultante de la
adición de cierta cantidad de moléculas de agua.

Y Watson y Crick precisaban medidas exactas. Watson escuchó la exposición


de Franklin sin tomar notas y, al día siguiente, no pudo decir cuánta agua había
en la forma B. Tampoco recordó otras cifras. Watson, en ocasiones, semejaba
divertirse en hacer el tonto, y aquella vez cumplió a la perfección tal papel.

Crick había efectuado cálculos que eliminaron muchísimos modelos


imposibles. La cadena básica, simple y reiterativa, sólo podía presentarse en
construcciones aceptables, relativamente escasas. Watson y Crick, con ensayos e
intentos de enlace, compusieron al fin un modelo de la forma B. Consistió en tres
hélices entrelazadas, con las columnas vertebrales en el centro y las bases
apuntando en todos los sentidos, como púas.

Presas de la excitación, invitaron a Wilkins a que le echase una mirada. Les


sorprendió ver también a Rosalind Franklin. Aquella mañana colmó de
desconcierto a los dos investigadores. Watson escribió: «En su opinión, no había
sombra de evidencia de que el ADN fuese helicoidal». Además, con agudo
desdén, Franklin manifestó que se habían equivocado en un factor de diez al
calcular la cantidad de agua que convenía a la molécula.

Los constructores del modelo estaban deshechos. La reunión se aplazó para


almorzar y, mientras comían, según Watson, «aunque dominó como siempre la
conversación durante el almuerzo, Francis (Crick) ya no hizo gala del talante de
maestro seguro de sí mismo, que da lecciones a niños de las colonias».

Como fruto del desastre del modelo, John Randall, jefe de Wilkins, propuso a
Lawrence Bragg, jefe de Crick, que los dos liosos y alborotadores renunciasen a
trabajar en el ADN. La proposición agradó a Bragg, a quien exasperaba la
perspectiva de tener a Crick en el Cavendish dos o tres años más, pontificando
sobre cuanto había bajo el cielo, en tanto que descuidaba sus estudios de la
hemoglobina, con los que podía doctorarse y desaparecer para siempre del
laboratorio. Se comunicó, pues, a Watson y Crick que, en adelante, se
abstuvieran de trabajar en la estructura del ADN, tarea que competía
a Wilkins…y, por inferencia, a Rosalind Franklin.
EL SEGUNDO MODELO. TRIUNFO. LA HÉLICE DOBLE

Aplastó a Crick y Watson el fracaso de su modelo, más la orden subsiguiente de


que renunciaran a cazar en coto ajeno. Los alejó directamente del escenario del
ADN durante más de un año; pero no impidió que tuvieran con él una relación
indirecta, soterrada. Continuaron hablando de la cuestión y trabajando un poco
en lo que esperaban que fuese finalmente productivo.

Las reflexiones de Crick tuvieron como objeto especial las cuatro bases
presentes en el ADN: adenina, guanina, timina y citosina, o, como se llamarían,
A, G, T y C. Le intrigaba que fuesen las únicas partes variables del ADN. Si eran
el proyecto codificador de la manufactura de otras cosas, el código debía
obedecer a alguna variación de aquellas bases.

Erwin Chargaff, llegado de América, había empleado años en el estudio de las


cuatro bases, y había descubierto que, en una muestra de ADN, la cantidad de A
siempre coincide con la de T, y que otro tanto ocurría entre C y G. Después
probó que, a despecho de esta igualdad entre los pares, no había de deducirse
que las cantidades de las cuatro bases fuesen las mismas. O sea podía haber más
A y T que C y G, o menos. Los organismos que Chargaff había examinado
discrepaban en ese aspecto. Como le interesaban los procesos y las cantidades
precisas, desde el punto de vista bioquímico, y no era genetista interesado en las
estructuras, Chargaff no llevó adelante su examen, estudiando lo que implicaban
las proporciones que había descubierto.

Tenían poca materia para proseguir. Watson se mostró cada vez más
intranquilo. Se desesperó al enterarse de que Pauling había enfocado su
poderoso faro mental en el ADN. Pero Pauling había incurrido en elementales
errores químicos. Su modelo contenía tres cadenas con columna vertebral
interior, apenas distinto del intento abortado de Watson y Crick. Incapaz de
contener su gran alivio, Watson divulgó por Cambridge la noticia de
que Pauling había metido la pata, y se fue a Londres a comunicarlo a Wilkins y
Franklin. Tuvo un extraño encuentro. Al entrar sin previo aviso en el
laboratorio, se encontró con Franklin, glacial y exasperada de su cháchara sobre
modelos.

Cruel ironía: el estallido abrió una puerta importantísima a Watson. El


arrebato de Franklin le lanzó a los brazos de Wilkins, que pasaba por el
corredor. Wilkins le recogió y le llevó a su despacho, donde dijo que Rosy había
estado a punto de atizarle un puñetazo…y luego le mostró la mejor fotografía de
Franklin de la forma B, aquella de la que la investigadora había deducido su
información.

Su estructura dio en Watson como un martillo. ¡Proclamaba «hélice» a gritos!


Voló de regreso a Cambridge. Fortalecido con el absoluto convencimiento de que
el ADN era helicoidal, osó discutir el asunto con Bragg, al que mencionó que
el King´s podría resolver el secreto en unos pocos días, pero –más espantoso aún-
que Pauling quizá lo consiguiera antes. Braga, que sentía celosa competencia en
lo que se refería a Pauling, quien había derivado sus reglas sobre las estructuras
cristalinas casi ante sus narices, hizo marcha atrás. Watson estaba autorizado a
reanudar la construcción del modelo del ADN. Incluso se le permitió sacar las
imprescindibles piezas de mecano del taller del Cavendish.

Watson comunicó la gran noticia a Crick, que, unos días más tarde, durante la
comida, instó a Wilkins, con su acostumbrado estilo de argumentación, que
llegaba a marear al más templado, que montase modelos sin perder un segundo
o Pauling alcanzaría la meta antes. Wilkins puso dificultades. Deseaba esperar
hasta que Rosalind Franklin se hubiese ido. Él se había interpuesto en su camino
y ella se marchaba, harta de las trabas de su vida y trabajo en King´s. Se
mudaba a otro laboratorio, en Birkbeck, en el que se dedicaría a la
cristalografía, pero no al ADN.

Muy bien, dijo Crick; si Wilkins no hacía modelos del ácido nucleico
inmediatamente, ¿había obstáculo a que él y Watson lo
intentasen? Wilkins contestó que no, después de reflexionar. Por consiguiente,
reanudaron sus estudios.

Tras algunas salidas en falso, Watson eligió la estructura helicoidal doble,


como le aconsejaba Crick, y colocó las columnas vertebrales de ambos
filamentos retorcidos en el exterior de la molécula. Gracias a una brillante
deducción de la investigación de Rosalind Franklin, de la que ya había
información, Crick vio de súbito, en sus cifras de ángulos y retorcimientos, algo
que ella no había advertido. La única forma de explicarlas con sentido era
concebir dos hélices desarrollándose en dirección opuesta, una hacia arriba y
otra hacia abajo.

Watson lo aceptó y se concentró en lo único que la cristalografía no podía


resolver: cómo se juntaban las cuatro bases en el interior de la hélice, cosa que
no revelaban las fotografías de difracción de rayos X. En aquel
trance, Watson recordó la regla de Chargaff: la cantidad de A iguala siempre a
la cantidad de T, y la C la de G. ¿Significaría aquello que A se unía a T? Juntas
miden exactamente 20 angströms, la anchura conocida de la hélice. Lo
comprobó. Todo encajó enseguida. Satisfizo las exigencias químicas de Crick.
Satisfizo la regla de Chargaff. Confirmó cuanto estipulaban las fotografías de
difracción. Contra viento y marea, con utilización magistral de fragmentos y
retazos de información de una docena de fuentes, lo habían conseguido.

Habían usado la imagen de la forma B de Franklin, que Wilkins debió de


haber mostrado a Watson sin autorización de la investigadora. Habían empleado
todas las medidas de Franklin, logradas por ella a costa de muchos meses de
trabajo solitario y difícil. Y de nuevo obtuvieron la información sin su
consentimiento; lo habían extraído de un informe que Franklin había dirigido a
sus superiores, como resumen de sus avances en el año anterior. A decir verdad,
no robaron aquel conocimiento, formaba parte de un informe más amplio al que
los de Cavendish también habían de contribuir y, por lo tanto, se hallaba a
disposición de los jefes de Crick. Sin embargo, el trabajo pertenecía a Franklin,
quien mereció poquísimos plácemeles por él. No había logrado saltar la última
valla. No había visualizado la magistral deducción de Crick: una hélice subía y
otra bajaba. Tal fue la diferencia. Watson y Crick siguieron adelante hasta
recibir el Premio Nobel en 1962 –como el primero había vaticinado- por haber
descifrado la estructura del ADN. Wilkins también mereció uno por sus
fotografías de difracción de los rayos X. Franklin no logró nada, pese a haber
hecho la mejor foto y haber entendido la molécula mejor que nadie. Falleció
víctima del cáncer en 1958, a la edad de treinta y cinco años. La fortuna la
traicionó.

(Textos extraídos de “La cuestión esencial” de M.A. Edey y D.C. Johanson – Ed.
Planeta SA)

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