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LA POLÍTICA ES COSA DE JUEGO Mónica González Contró Guillem Compte Nunes * Resumen: El objetivo del texto es argumentar sobre el derecho al juego y la importancia de su adecuada comprensión y protección jurídica, así como mostrar el juego como ejercicio y, al mismo tiempo, aprendizaje político. Para ello se explica, en primer término, qué es el juego y cómo evoluciona en las distintas etapas del desarrollo infantil. A continuación se expone una analogía entre las etapas del desarrollo infantil y los modelos de política que han regido nuestras sociedades. Así se acaba identificando la contradicción entre el modelo dominante de práctica política que los niños y niñas asimilan y el ejercicio del derecho al juego a través del cual integran ese modelo. Finalmente, se argumenta sobre la importancia de una adecuada garantía jurídica y se sugieren algunas vías que pueden incrementar la calidad tanto del ejercicio del derecho al juego como de la vida en democracia. Palabras clave: juego, democracia, aprendizaje político, derechos humanos, política. Introducción L os derechos de niñas, niños y adolescentes no han sido objeto de gran interés por parte de los estudiosos del derecho y otras ciencias sociales, especialmente aquellas vinculadas con la política y la vida pública. Ello se debe, en buena me- Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), especializada en el tema de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, profesora de la Facultad de Derecho de la UNAM y coordinadora del Diplomado sobre el Derecho a la No Discriminación. Es consejera honoraria de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y miembro de la Junta de Gobierno del COPRED. Contacto: monica_contro@yahoo.es. * Gestor de proyectos sociales en Plataforma Educativa, Catalunya (España). Vicepresidente de FICE International –federación internacional de redes nacionales para la promoción de los derechos y bienestar de la infancia–. Maestro en psicología clínica por Wheaton College (EEUU) y licenciado en ciencias políticas por la Universidad de Northern Illinois (EEUU). 133 Revista Iberoaméricana 134 dida, a que la construcción de las normas, especialmente aquellas que reconocen y protegen los derechos humanos, han tomado como modelo a la persona autónoma, es decir, al ciudadano, a quien se reconoce la capacidad para tomar decisiones. Desde hace más de 200 años se colocó a las personas menores de 18 años en el ámbito privado de la familia, entendiéndose que ésta es la responsable de proveer lo necesario para su protección. No fue sino hasta hace algunos años que se ha incorporado al lenguaje de los derechos a las niñas, niños y adolescentes; sin embargo, el verdadero reconocimiento de la titularidad de derechos para este grupo social aún se vislumbra lejano, especialmente cuando se trata de derechos vinculados con libertades, los llamados derechos civiles y políticos. Ello debido a que se presupone que la niñez no tiene capacidad de tomar decisiones y actuar libremente. Esta situación se vincula con la no participación de niñas y niños en entornos políticos y en la vida pública. Así, la infancia se constituye como una especie de “coto” que excluye –al menos teóricamente1- cualquier tipo de “contaminación” de las preocupaciones adultas. Esta idea, basada en cierta concepción de la infancia, es errónea por diversos motivos: en primer lugar porque las niñas y niños forman parte de la sociedad y participan de sus procesos, pero también porque actúan políticamente y ejercen libertades, por ejemplo en el contexto del juego. Este trabajo tiene como objetivo, en primer lugar, argumentar sobre el derecho al juego y la importancia de su adecuada comprensión y protección jurídica, así como mostrar el juego como ejercicio y, al mismo tiempo, aprendizaje político. Por un lado, argumentaremos que el modelo dominante de política que finalmente asimilan niños, niñas, adolescentes y jóvenes socava ese mismo derecho al juego y, en general, alimenta un conflicto con todos los derechos de la niñez y los derechos humanos. Por otro lado, daremos una pista para facilitar la salida de este círculo vicioso y mejorar así tanto la protección del derecho al juego como el aprendizaje de una política más sana. También sostendremos la existencia de diversas obligaciones del Estado y la sociedad para garantizar adecuadamente el derecho al juego. Para ello explicaremos, en primer término, qué es el juego y cómo evoluciona en las distintas etapas del desarrollo infantil (o, en otras palabras, cómo se desarrollan los niños y niñas mediante el juego). A continuación expondremos una analogía entre las etapas del desarrollo infantil y los modelos de política que han regido nuestras sociedades a lo largo de la historia. Esta comparación ilustrará cómo el juego constituye un espacio de expresión y aprendizaje de comportamientos políticos que apuntan a ciertas institucionalizaciones históricas. En concreto, nos fijaremos en la metamorfosis de la interpretación del concepto “norma” para elaborar comparaciones entre reglas del juego infantil y normas sociales. Concluiremos argumentando sobre la importancia de una adecuada garantía jurídica y sugeriremos también vías que pueden incrementar la calidad tanto del ejercicio del derecho al juego como de la vida en democracia. El juego libre en el desarrollo infantil y adolescente Una de las primeras tareas que debemos emprender, consiste precisamente en definir qué es el juego libre2 y distinguirlo de otras prácticas propias de niñas y niños. 1 En realidad, esta visión de la infancia se aleja mucho de la realidad. Basta con ver las grandes responsabilidades que desde muy corta edad deben asumir niñas y niños, especialmente cuando son pobres y tiene que contribuir económicamente al hogar. 2 A partir de ahora nos referiremos al juego libre simplemente como “juego”. Derecho al juego Para comenzar hay que decir que el juego es, ante todo, una actividad que la niña o niño elige libremente. Si bien en cada una de las etapas del desarrollo infantil y adolescente tiene características distintas, el juego se caracteriza por constituir un espacio de libertad en el que la persona ejerce su autonomía, es decir, toma varias decisiones: si quiere o no jugar, con quiénes, a qué y cómo. Otro rasgo importante del juego es que no persigue un fin más allá del juego en sí mismo. Es decir, el objetivo del juego no es educativo, ni formativo, aunque constituye una herramienta indispensable para el desarrollo humano y el aprendizaje político –como se explicará posteriormente–. Las niñas y niños no juegan para algo, como sí sucede con otros derechos como, por ejemplo, la educación. En este sentido se caracteriza por su espontaneidad y por ello se diferencia de otro tipo de prácticas como el deporte, las actividades didácticas, culturales o cualquier otra acción estructurada. Finalmente, es fundamental destacar la importancia del juego en el desarrollo moral y, por ende, en la comprensión de las reglas sociales, incluidas las normas jurídicas. A través del juego la niña o niño va aprendiendo a relacionarse con otros y, especialmente en el juego de reglas, a comprender las normas como resultado del diálogo y el consenso de las y los participantes. A continuación se ofrece una breve explicación de las características del juego en las distintas etapas del desarrollo infantil y adolescente: Durante la primera infancia (1 mes a 2 años) el juego consiste en la exploración del entorno y la interacción con el contexto y las personas que le rodean. Esto ocurre desde los primeros días de vida. Hacia los 18 meses de edad comienza el llamado juego simbólico, mediante el cual se representan roles y ensayan conductas (incluidas las conductas y roles atribuidos socialmente al sexo al que pertenece) lo que hará posible más adelante la comprensión de los estados mentales3 y la posibilidad de reconocer al otro –compañero de juegos– como un igual. En la etapa preescolar (2 a 6 años) el juego es la principal herramienta para el aprendizaje, favorece la interacción con los pares, el ejercicio físico y el desarrollo moral. A través del juego el niño y/o la niña resuelve conflictos, manifiesta sus temores, sentimientos y deseos representando y explorando la realidad física y social. A partir de los 6 años comienza el período escolar (que comprende desde los 6 años hasta la pubertad) en el que surge el juego de reglas. Es éste precisamente el que mayores implicaciones tiene en el desarrollo de las habilidades para la participación política, por lo que resulta indispensable su libre ejercicio, sin interferencia, especialmente de las personas adultas. El juego de reglas se caracteriza por el hecho de que cada participante debe respetar las normas que determinan quién gana y quién pierde. Durante esta etapa el individuo evoluciona de la concepción de las normas como heterónomas e inmutables a las reglas como expresión de la voluntad común. 3 La teoría de la mente permite al ser humano relacionarse con los demás, comprender los estados mentales propios y su atribución a otros: «Sentir, pensar, desear, creer, suponer, dudar, tratar, saber, recordar, olvidar y otros muchos, son términos que designan estados o actividades mentales que el niño empieza a conocer desde muy pronto, posiblemente antes de que conozca las palabras, y que no sólo reconoce en él mismo sino que atribuye a los demás. Sin esa comprensión de los estados mentales sería imposible entender la actividad propia, la de los demás, y tratar de coordinar ambas. Todo eso forma parte de la “teoría de la mente” que el niño empieza a elaborar pronto» Delval, Juan. El desarrollo humano. 4ª edición. Madrid. Siglo XXI. 1999., pp. 357-358. 135 Revista Iberoaméricana 136 Es decir, hasta antes de esta etapa la persona percibe las normas –incluidas las relativas a los juegos– como algo dado de antemano, por alguien ajeno a la actividad, que debe respetarse sin excepciones. En el juego de reglas la actividad principal, en muchas ocasiones, consiste justamente en la creación de las normas que van a regir durante el juego. Por ello las niñas y niños de esta edad pasan largos ratos definiendo y dialogando sobre todas las cuestiones relativas al juego, para luego realizarlas. En un entorno sano, las y los participantes privilegiarán el hecho mismo del juego con las y los otros por encima de su concepción sobre cómo debería ser. Así, se da el diálogo, la negociación, el respeto al punto de vista de los otros, el ejercicio de escuchar, aportar y ceder para lograr el objetivo final que es jugar. Para los niños y las niñas éste es un ejercicio muy serio, en el que las condiciones están puestas sobre la mesa y requieren de la aprobación y cumplimiento de cada uno de los participantes. Quien viola una regla aceptada por el grupo es sujeto a una condena por las y los demás, y queda fuera del juego o, por lo menos, recibe una reprimenda. Es el juego de reglas la clave para el aprendizaje de la democracia, en donde las normas son producto del consenso y tienen como finalidad la convivencia y el bienestar social. Para ello es necesario partir de condiciones de igualdad y privilegiar el diálogo, la negociación y el acuerdo. También queda en evidencia la razón por la cual es imprescindible que el derecho al juego se entienda como un espacio libre de la interferencia adulta, para que se den condiciones de igualdad entre los participantes y libertad para el acuerdo. Finalmente, a lo largo de la pubertad y adolescencia el juego, entendido como espacio de convivencia con el grupo de la misma edad, es muy importante para la formación de la identidad y el despliegue de la creatividad, de forma que favorece la integración gradual y segura en la sociedad adulta. Es durante esta etapa que el centro de los intereses de la persona se desplazan de la familia al grupo de pares, con el fin de posibilitar la construcción de la identidad a través de la diferenciación de las generaciones adultas (especialmente los padres). Está claro que en este período la posibilidad de realizar actividades sin interferencia adulta también es importante, pues permite el desarrollo de una identidad sana y la incorporación a la sociedad adulta. El derecho al juego supone, así, dejar tiempo libre para que él o ella lo emplee como quiera y juegue a lo que prefiera, sin que se le imponga alguna actividad en concreto. Como se ha dicho ya, este espacio de libertad es fundamental para la interacción con iguales y el desarrollo moral, pues en él los niños y niñas pueden relacionarse en términos de equidad y van asumiendo el carácter de las normas en la medida en que se implican en el juego de reglas. El juego también desempeña un papel importante en el aprendizaje, pues estimula la curiosidad, fomenta la imaginación, permite explorar y experimentar el entorno y ensayar nuevas situaciones. Pero sobre todo el juego tiene mucho que ver con lo que, desde las categorías propias de la infancia, podríamos identificar como el bienestar del niño y la niña como tal, independientemente de su proyección como futuro adulto. El juego como aprendizaje político El derecho al juego es un derecho irrenunciable pues, como se ha mencionado ya, el juego constituye una forma esencial de interacción entre el niño y su entorno. Fundamental porque el niño aprende sobre sí mismo y a relacionarse con el mundo a través de juegos que se generan en la más temprana edad sin una conciencia de Derecho al juego que “ahora voy a jugar”. Efectivamente, el “jugar” es una abstracción categórica que los adultos hacen sobre la observación de cómo los bebés y niños pequeños interaccionan consigo mismos y su entorno. Cuando el niño distingue que ahora está “jugando” y ahora no, la capacidad de abstracción va desplazando la espontaneidad de comportamiento que caracteriza a los niños pequeños. A partir de entonces, sus acciones se dividen entre el “juego” y la “realidad”. En cualquier caso, tanto si el niño no es consciente de que está jugando como si lo es, resulta claro, según la descripción hecha en el apartado anterior, que existe una correspondencia entre el juego y la construcción psíquica de la realidad que se da en cada etapa de desarrollo infantil y juvenil. Ese mapa mental y emocional al que llamamos “realidad” constituye el eje primario a través del cual tanto niños como adultos entienden su propia existencia. Y en la base de la realidad psíquica hallamos el poder y su concepto hermano, la política. El juego permite a los niños integrar y entender la realidad; y, en concreto, desarrolla en ellos ciertas creencias, emociones e ideas sobre el poder y la política. Esto nos lleva a reflexionar, por un lado, sobre cómo la familia y, en general, la sociedad facilitan la incorporación de estos dos conceptos; y, por otro lado, podemos indagar sobre qué tipo de poder y política aprenden. El poder es un sustantivo cuya definición resulta ser el verbo que se escribe igual. Poder, nombre, significa poder, verbo. El poderoso puede “mucho”. Existir, pues, es poder: poder existir. De esta forma, cuando el bebé toma consciencia de la separación entre él o ella y el resto del mundo, empieza a experimentar su poder. Puede moverse, puede reír, llorar... cosa que también implica el decidir, la voluntad. Sin embargo, él o ella también experimenta la limitación de su poder, porque empieza a aprender que no puede hacer o satisfacer todo lo que desea. Se puede poder sin querer pero querer no es siempre poder, es decir, la voluntad personal no está acompañada siempre de la capacidad para realizar la acción. Así empieza esa relación complicada entre el poder personal y el poder político. Porque “política” designa al poder que ejerce una comunidad y que frecuentemente no satisface las necesidades individuales de sus miembros. Mediante el juego el niño introyecta la realidad de su entorno y responde a esa realidad, especialmente relacionándose con adultos y otros niños. El jugar, como la escolarización y otras actividades sociales, forman parte del proceso de socialización necesario para incorporar al niño a la sociedad, tanto en el presente como en su condición de futuro adulto. Pero es en el juego que vemos más claramente cómo el niño desarrolla su capacidad política. Porque el juego, en contraste con otras actividades infantiles como la escolarización o el deporte, transcurre (o debería transcurrir) en un espacio libre de interferencia adulta. Y desde esa libertad los niños muestran mejor su proceso de aprendizaje político, aunque no necesariamente lo hagan con plena conciencia. El juego y los regímenes políticos El concepto “norma” constituye una idea clave para comprender el proceso de socialización infantil, incluyendo el aprendizaje político, y también para analizar los distintos modelos de política que llamamos regímenes. Una norma es un enunciando que tiene como fin orientar la conducta de las personas dentro de una sociedad. A priori demanda una respuesta de obediencia y en teoría categoriza nuestro comportamiento entre cumplir o no cumplir. En la práctica la relación entre normas 137 Revista Iberoaméricana 138 y personas es mucho más compleja, porque su grado de cumplimiento depende del conocimiento y la interpretación de ellas, de su aplicabilidad en cada caso, y de cómo se entienda (por observador o quien responde) la respuesta a esa norma. Como se ha mencionado, durante su desarrollo el niño recorrerá cierta trayectoria en la integración e interpretación teórico-práctica de las normas, empezando con las inculcadas por los adultos más inmediatos y la sociedad en general, y terminando por normas que el propio niño llegará a generar y a integrar en otras personas. Ese viaje normativo se inicia, como es evidente, desde el desconocimiento de lo que es una norma. Los bebés y niños de hasta dos o tres años, aproximadamente cuando empieza la etapa lingüística, juegan sin ser necesariamente conscientes que están siguiendo norma alguna, porque precisamente aún no ha desarrollado la capacidad de abstracción para comprender este concepto. Esta apertura a la exploración de su entorno físico, emocional y mental sin que ello condicione su comportamiento corresponde a la inexperiencia indispensable para facilitar el aprendizaje. El cuidado parental adecuado permite dicha exploración y a la vez empieza suavemente a premiar o castigar los comportamientos. En todo caso, este impulso primigenio, ese deseo de libertad aparentemente absoluta, se ha proyectado a nivel comunitario en un modelo político (¿utópico?), al que se conoce como anarquía (literalmente, sin-gobierno). La mayoría de adultos reconocen que esta fórmula no es viable y se ha calificado de ingenuos a quienes lo propugnan. En la etapa preescolar –entre dos y seis años–, la norma emerge como un concepto relacional, es decir, se trata de un concepto conectado con la imitación de modelos de comportamiento adulto y con la cercanía (distancia) emocional que le produce al niño el hecho de complacer (disgustar) a sus allegados. Esta interpretación de las normas y su retención en nuestro aprendizaje político se refleja en el modelo tribal o aristocrático que cohesiona sociedades donde el gobierno se le da a “los mejores” (por edad, conocimientos, etc.). Hacia el final de la etapa preescolar la niña o niño va desarrollando capacidades que le permite configurar su propio universo de abstracciones incipientes. En las sociedades contemporáneas, en este período el juego pierde espontaneidad; pasa de ser una forma semiconsciente de relación a una categoría de comportamiento que compite con otras demandas, como la escolarización, los deportes y las peticiones de los adultos. El niño se apropia de normas ya no familiares sino sociales. Juega a juegos con normas “estándar”, a saber, predeterminadas y que parecen de entrada inmutables, como las reglas sociales que está aprendiendo. La proyección política de esta visión infantil sería la monarquía o tiranía, según la percepción de la imposición que representa un gobernante no electo y con poder absoluto. Es en la etapa escolar cuando se democratiza la comprensión de las normas. Jugando, el niño aprende a flexibilizar, generar y negociar normas con sus compañeros para la mayor satisfacción de todos. Esta nueva capacidad, evidentemente, corresponde en la realidad política al régimen dominante a partir del siglo XX, la democracia, cuyo objetivo es el bienestar social mediante el gobierno del pueblo. Por otro lado, llegada la pubertad los juegos infantiles dejan paso a los juegos de “ser adulto”4. Como en el caso de los bebés, se vuelve a acelerar el desarrollo –físico y psicológico– y los adolescentes desean comportarse como adultos que todavía no son 4 En este caso nos referimos a los adolescentes que viven en el patrón capitalista, pues en otro tipo de comunidades la adolescencia presenta otras características, derivadas de lo que supone “ser adulto”. Derecho al juego ni serán por unos cuantos años. Aquí es donde mejor se puede apreciar la interiorización y expresión de los patrones de conducta dominantes en la realidad adulta. Sin dificultad, pues, reconocemos esos dos modelos reinantes en nuestra sociedad capitalista de origen occidental: la competitividad y la autonomía. Las normas se convierten en instrumentos para conseguir fines individuales/interesados. Su equivalente político, ¿cómo no?, resulta ser la política partidista de la democracia representativa actual. En realidad se trata de una oligarquía legitimada por el voto popular. El juego como fuente de ciudadanía y política: el círculo entre el juego infantil y la realidad adulta Que el juego, desde el punto de vista adulto, parezca una actividad infantil poco importante se debe a la relación de este comportamiento con el “jugar por jugar”, sin ninguna finalidad “útil”. Esta visión pragmática de la realidad erróneamente separa “ocio” de “trabajo”, situando el último, considerado esencial, por encima del primero, visto como secundario y opcional. Los adultos proyectan dicha división a los niños, enseñándoles desde temprana edad (es decir, interfiriendo en el juego) que jugar también puede y debe entenderse como un trabajo que requiere esfuerzo, para “aprender” y a la postre “ganar”. Así, la mayoría de juegos objeto de comercialización son precisamente canales de introyección de la ideología económico-política de la competitividad-autonomía. Es decir, a nivel social el juego se ha instrumentalizado para socializar a las niñas y niños que el poder personal y, por extensión, social, está al servició de quien es “más fuerte” porque compite mejor y se impone a los demás. Quizás parta con ventaja o sepa manipular las normas a su favor; en cualquier caso, gana, que es lo importante, por encima del cómo. En esta concepción ubicua de la política el bien común se relega a la retórica, como herramienta moralista que se diluye con el paso a la “real-politik”. La democracia adulta, por tanto, no es verdadera democracia sino oligarquía legitimada por el voto popular, lo cual se defiende como inevitable ya que “realista” en la ideología de la competitividad-autonomía. Y los derechos humanos y del niño no son estrictamente leyes sino principios orientadores, que en la práctica se cumplen más o menos según la siempre cambiante voluntad política de los gobernantes. Aunque cada nueva generación infantil pasa por la etapa democrática en la práctica del juego, finalmente aprende a entender la competitividad-autonomía como realidad política “normal” y más adelante enseña a su descendencia esa supuesta normalidad. Este círculo, entendemos que vicioso, entre juego y política da lugar a un conflicto permanente entre la pretensión de defensa de los derechos humanos y la práctica política de lógica maquiavélica. ¿Cómo salir de este círculo, hacia una sociedad más democrática? Como todo cambio humano esto requiere un proceso de aprendizaje que debe integrar teoría y práctica. Por un lado, la teoría que justifica los derechos humanos debe evolucionar desde la concepción individualista del sujeto autónomo a una visión en la que la interdependencia (o comunidad) tome un protagonismo principal. Asimismo, el paradigma político, actualmente secuestrado por el “partidismo” (oligarquía de los partidos políticos), puede progresar a un modelo de política no-partidista, en el que la ciudadanía gestiona directamente el sistema político, mientras que los partidos proporcionan soluciones partidistas sin tener responsabilidad sobre el diseño y control del sistema. La interdependencia y el no-partidismo colocan el bien común en el centro de los derechos y la política, respectivamente. En este nuevo paradigma 139 Revista Iberoaméricana el sujeto político se define como ciudadano5, en una relación de interdependencia política con el resto de la ciudadanía para la consecución del bien común. Por otro lado, la teoría siempre tiene que estar conectada con la práctica para materializarse y no quedar en mera retórica. La socialización comprende tanto el aprendizaje de los conceptos como su ejercicio mediante canales, mecanismos, espacios, instituciones, etc., que les dan forma y presencia en la realidad. En el caso del derecho al juego, aparte de proporcionar libertad y espacios para que niñas y niños puedan jugar, los adultos deben reducir su interferencia ideológica y, cuando interfieran (consciente o inconscientemente), reemplazar la socialización en competitividad-autonomía por la promoción de la interdependencia y el no-partidismo en el juego infantil. Además, podemos entender mejor qué es la democracia no-partidista si observamos el juego de los niños y niñas en su etapa democrática. Aquí no podemos examinar las propuestas de cómo desarrollar en la práctica una política no-partidista (por ejemplo la acción política no-partidista o la escuela de ciudadanía) que permita a su vez avanzar en la implementación de los derechos humanos y del niño o niña. Solamente ponemos en relieve la necesidad de contar con experiencias prácticas que posibiliten este cambio de paradigma político, sin el cual no saldremos del conflicto entre derecho-teoría y oligarquía-realidad. Conclusiones 140 Como se ha argumentado a lo largo de este trabajo, el derecho al juego es de gran importancia para la realidad presente de niñas y niños, así como para el desarrollo moral y el aprendizaje político. Por ello es indispensable que se le reconozca su carta de legitimidad como un verdadero derecho, que debe ser garantizado mediante normas que impongan condiciones y obligaciones a las partes, especialmente al Estado. Esto no es sencillo, pues culturalmente el juego es algo poco serio y relevante, ajeno a la realidad adulta y por supuesto a la democracia y a la política. Es por ello necesario generar una cultura de respeto al derecho al juego y la comprensión del mismo y el Estado, como firmante de la Convención sobre los Derechos del Niño, tiene una obligación en este sentido. Pretender que el cambio cultural se dará de forma espontánea es irreal y sería no reconocerlo como un verdadero derecho. Las obligaciones derivadas del reconocimiento del derecho son diversas y múltiples: en primer lugar se requiere una adecuada formulación de las normas que lo protegen. Éstas deberán identificar claramente lo que constituye el núcleo o contenido esencial del derecho, distinguiéndole de otras actividades similares. Se necesita también la imposición de obligaciones correlativas al ejercicio del derecho, entre éstas, la de no interferencia en el ejercicio del derecho. Finalmente, lo más complejo supone la generación de las condiciones adecuadas para el ejercicio del derecho, lo que implica desde la propagación de una cultura de valoración y respeto al derecho al juego, hasta la obligación de crear espacios que posibiliten el juego libre. Ello conllevaría condiciones de seguridad en las calles y creación de espacios públicos en los que niñas y niños pudieran jugar libremente. Otra amenaza al derecho al juego la constituye justamente la cultura del individualismo y la competitividad, y la lógica de ese mismo paradigma que actualmente 5 Nos referimos al ciudadano en el sentido más amplio, es decir, a la persona como sujeto político, sin importar la edad ni cualquier otra condición. Derecho al juego impera en la política adulta, en donde se privilegia el beneficio partidista sobre la generación de consensos para el bienestar común. Estas ideas se transmiten a los niños y niñas, y contribuyen a perpetuar la tergiversación tanto del derecho al juego como, en general, de los derechos de la niñez y los derechos humanos. El juego es un mecanismo esencial para el aprendizaje político y, por ello, constituye un importante andamio en la construcción de la identidad ciudadana de los niños y niñas, la cual determina la calidad de nuestra futura democracia y su capacidad para garantizar los derechos humanos y de la niñez. En tiempos cuando muchos cuestionan precisamente la calidad y competencia democrática de nuestras sociedades contemporáneas haríamos bien de tomar pasos, por pequeños que sean, desde el paradigma reinante de individualismo, competitividad y partidismo hacia un paradigma de interdependencia y no-partidismo. El derecho al juego puede configurarse como un espacio para ese aprendizaje político más justo y sostenible; en fin, más humano. 141