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El Estado y la actividad económica en la
Doctrina Social de la Iglesia
State and economic activity in the Social
Teaching of the Catholical Church
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ANTONIO ARGANDOÑA
Profesor ordinario de Economía y titular de la Cátedra ‘la Caixa’ de
Responsabilidad Social de la Empresa y Gobierno Corporativo del IESE
(aargandona@IESE.edu).
Resumen: La comunidad política ocupa un lugar
importante en la Doctrina Social de la Iglesia Católica. Esta ha desarrollado un cuerpo de doctrina coherente sobre el Estado, aunque no una
teoría detallada como la de las ciencias sociales
y políticas. Sin embargo, la doctrina católica apenas encuentra eco en las discusiones teóricas o
en la praxis de los Estados, y a menudo no parece ser entendida ni por los propios creyentes.
Este artículo pretende explicar en qué consiste la
doctrina católica sobre el Estado, y mostrar algunas de las razones de su escasa aceptación.
Palabras clave: Doctrina Social de la Iglesia, Estado
Abstract: The political community occupies a
relevant place in the social teaching of the
Catholic Church. Although she has developed a
coherent doctrine on the State, this doctrine
does not have an appreciable impact in the theoretical discussions or in the praxis of the States,
and often it does not seem to be understood
even by the same faithful. This article explains
the treatment of the State in the social teaching
of the Church and shows several reasons for its
limited acceptation.
Key words: Social Doctrine Teaching, State
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ISSN: 1139-7608
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I. INTRODUCCIÓN
El Estado ocupa un lugar muy importante en la vida de las naciones.
También recibe la atención de la Doctrina Social de la Iglesia católica (DSI),
pero sus recomendaciones tienen habitualmente poca relevancia en los trabajos de los teóricos modernos de la filosofía social y política, la ciencia política,
la economía y demás ciencias humanas, y aun menos quizás en las actuaciones
de los gobiernos y en los medios de comunicación social, al menos en las últimas décadas. Este artículo trata de explicar qué dice la DSI sobre el papel
del Estado, qué implicaciones tiene esto para las relaciones entre la sociedad,
el mercado y el Estado y por qué esa DSI tiene un impacto tan limitado1.
La Iglesia, “madre y maestra” (MM 1), se preocupa no solo del bien espiritual de sus hijos, sino también del bien total de todos los hombres, porque
se dirige “a todos los hombres y a todo el hombre” (PP, 14). Y aunque “no se
confunda con la comunidad política y no esté ligada a ningún sistema político”
(CDS 50, cf. GS 76), no le son indiferentes las formas de organización política.
“La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente
de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden
servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina”
(CDS 68, cf. GS 42).
La DSI actúa, en primer lugar, en el frente de la denuncia, llevando a
cabo el “juicio y defensa de los derechos ignorados y violados, especialmente
los derechos de los pobres, de los pequeños, de los débiles” (CDS 81). La Iglesia, pues, reacciona ante todo aquello que pueda hacer daño al hombre: el
hambre, el desempleo, el subdesarrollo, la conculcación de los derechos humanos, la falta de educación, la enfermedad, la guerra y todos los males, físicos, morales y espirituales. Se pregunta cuáles son las causas profundas de esos
males y contrasta esas situaciones con lo que anuncia, que es “lo que la Iglesia
posee como propio: ‘una visión global del hombre y de la humanidad’” (PP
13, cf. CDS 81), y entonces está en condiciones de proponer soluciones. No
1
Nuestro análisis se limitará a los documentos oficiales de la Santa Sede, principalmente a las Encíclicas papales y los documentos del Concilio Vaticano II, el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia y el
Catecismo de la Iglesia Católica. Los citaremos así: CA=Encíclica Centesimus annus, de Juan Pablo II;
CDS=Compendio de Doctrina Social de la Iglesia; CIC=Catecismo de la Iglesia Católica; CV=Encíclica Caritas in veritate, de Benedicto XVI; DCE=Encíclica Deus Caritas est, de Benedicto XVI; GS=Constitución
pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II; MM=Encíclica Mater et magistra, de Juan XXIII;
PP=Encíclica Populorum progressio, de Pablo VI; RN=Encíclica Rerum novarum, de León XII; SRS=Encíclica Sollicitudo rei socialis, de Juan Pablo II. La numeración de RN y MM se hace según la edición de
Once grandes mensajes (1991), BAC, Madrid.
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le corresponde entrar “en cuestiones técnicas y no instituye ni propone sistemas o modelos de organización social” (CDS 68, cf. SRS 41), pero llama la
atención de los científicos sociales y de los responsables del gobierno de los
países sobre las vías para la solución de aquellos problemas: las vías correctas,
que son compatibles con la dignidad y los derechos de la persona, y las vías incorrectas, que no lo son.
Lo que queda por hacer después de esto es el desarrollo teórico de aquella visión antropológica y ética y su traducción en ciencia y en praxis política,
y la elaboración concreta de instituciones, políticas y planes de acción, y esto
corresponde a los científicos sociales y a los políticos, sean cristianos o no, porque la DSI no es solo una propuesta religiosa, sino que tiene “plausibilidad racional” (CDS 75).
Por tanto, si, como hemos apuntado, la DSI sobre el Estado tiene hoy
escasa acogida teórica y práctica, debemos preguntarnos si esto se debe a la
debilidad de su visión, a su falta de engarce con las ciencias humanas o a la
falta de comprensión de los que, en el ámbito de la teoría o en el de la praxis,
deberían tomar en consideración las indicaciones de la DSI.
En las dos secciones que siguen nos ocuparemos del tratamiento del Estado en la DSI, primero en términos generales, y luego, más en concreto, en
sus relaciones con el mercado, es decir, con el orden económico de la sociedad.
Luego, explicaremos brevemente qué añade la Encíclica Caritas in veritate a la
DSI sobre el Estado. Y, finalmente, trataremos de contestar a la pregunta que
justifica este artículo: ¿por qué la DSI sobre el Estado tiene poca aceptación,
si se trata de un conjunto de recomendaciones interesantes, útiles y bien fundadas?, para acabar con las conclusiones.
II. EL ESTADO EN LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
En la DSI, el tratamiento del papel del Estado se apoya, como es lógico,
en lo que dicen las Sagradas Escrituras sobre la comunidad política: la distinción entre el plano religioso y el político (“dad al César lo que es del César, y
a Dios lo que es de Dios”: Mt 22, 21; cf. Mc 12, 13-17, Lc 20, 20-26) y el rechazo de la absolutización y divinización del poder temporal (CDS 379); la
preeminencia de los deberes para con Dios respecto de los deberes para con la
autoridad (Hch 5, 29); el deber de sujeción, obediencia y respeto a la autoridad civil (Rm 13, 1-7; 1 Pd 2, 13-15); la obligación de rezar por los que detentan la autoridad (1 Tm. 2, 1-2; Tt 3,1), etc. Pero aquí no se encuentra una
filosofía política detallada, de modo que hay que recurrir a las ciencias humanas para encontrar los fundamentos de la DSI sobre el Estado (CDS 76-78).
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La antropología que subyace en la DSI se apoya sobre todo en Aristóteles y Santo Tomás de Aquino2. El ser humano es naturalmente sociable (CDS
149); necesita vivir en sociedad, tanto para hacer frente a sus necesidades como
para su crecimiento humano (CIC 1880, CDS 164, CV 47). La sociedad se
constituye por la búsqueda de un bien común, que es su fin común, y que es
el que justifica la existencia de la autoridad (CDS 168), porque “la realización
más completa de su bien común se verifica en la comunidad política. Corresponde al Estado defender y promover el bien común de la sociedad civil, de los
ciudadanos y de la sociedades intermedias” (CIC 1910), aunque esta tarea no
es exclusiva de la autoridad civil. “Toda sociedad humana necesita una autoridad que la rija. Esta tiene su fundamento en la naturaleza humana. Es necesaria para la unidad de la sociedad. Su misión consiste en asegurar en cuanto sea
posible el bien común de la sociedad” (CIC 1898, CDS 393).
Aparecen así como tres niveles en el planteamiento de estas cuestiones.
En el plano superior está la persona, que es el centro, el fundamento de la sociedad (CDS 106). El segundo nivel lo ocupa la sociedad (civil), que tiene su
propio bien común, pero que “existe exclusivamente por ellos [por los hombres socialmente unidos] y, por consiguiente, para ellos”, a su servicio (CDS
106; cf. 187, 214, 252, 384). El tercer estrato es el de la sociedad política, que
en la DSI no se confunde con la sociedad civil: “La Iglesia ha contribuido a
establecer la distinción entre comunidad política y sociedad civil, sobre todo
con su visión del hombre, entendido como ser autónomo, relacional, abierto
a la Trascendencia: esta visión contrasta tanto con las ideologías políticas de
carácter individualista, cuanto con las totalitarias que tienen a absorber la sociedad en la esfera del Estado” (CDS 417). El Estado, es decir, el conjunto de
personas, órganos e instituciones que ejercen el poder en la sociedad política,
es la forma moderna de esa comunidad política3.
Se deduce de todo lo anterior el primado de la persona sobre las demás
esferas y, por tanto, de la sociedad civil sobre la comunidad política (CDS 417,
418, CV 18), ya que “dotado de racionalidad, el hombre es responsable de sus
propias decisiones y capaz de perseguir proyectos que dan sentido a su vida,
2
3
10
La bibliografía es muy abundante. Algunas obras importantes son: Berg, L. (1964), Bettoni, D. (2000),
Costé, R. (1971), Messner, J. (1976), Millán Puelles, A. (1976), Rommen, H. (1956), Utz, A.F. (19601966), además de los manuales de DSI.
Utilizo aquí un lenguaje poco preciso sobre términos como autoridad, poder, potestad, sociedad política, Estado, gobierno, etc., porque me interesa solo recoger lo que la DSI dice sobre esas instituciones que ostentan la representación de la sociedad política, toman las decisiones en ese ámbito, ejercen
el poder (incluida la coacción, cuando es necesaria) y limitan, de algún modo, la capacidad de actuación
de los ciudadanos.
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en el plano individual y social” (CDS 384). Esto no quita importancia a la autoridad, que es necesaria (CDS 393) y que da unidad al pueblo (CDS 385). A
esa autoridad corresponde el deber de garantizar la vida ordenada y recta de la
comunidad, siempre al servicio de la persona (CDS 394), dentro del derecho,
la justicia y el orden moral (CDS 395) y sometida al bien común de la sociedad, que la autoridad política debe identificar, no crear, ni mucho menos inventar. Además, “la autoridad debe dejarse guiar por la ley moral” (CDS 396),
y “debe reconocer, respetar y promover los valores humanos y morales esenciales” (CDS 397).
III. EL ESTADO Y EL MERCADO EN LA DOCTRINA SOCIAL DE LA
IGLESIA
El tratamiento del papel del Estado en la DSI se ha venido complicando
a lo largo del tiempo debido, entre otras razones, a la aparición de nuevos
agentes y, en concreto, del mercado. En efecto, “una de las cuestiones prioritarias en economía es el empleo de los recursos” (CDS 346), que son escasos
y útiles y, por tanto, valiosos, lo que explica que los agentes económicos y la
sociedad “tengan que inventar alguna estrategia para emplearlos del modo más
racional posible”, ya que “de esto dependen tanto la efectiva solución del problema económico más general, y fundamental, de la limitación de los medios
con respecto a las necesidades (…) cuanto la eficiencia global, estructural y
funcional, del entero sistema económico” (CDS 346). En la medida, pues, en
que el mercado tenga una lógica y unas leyes propias, merecerá recibir un tratamiento específico.
En este esquema enriquecido en que aparecen la sociedad civil, el Estado
y el mercado, la prioridad la sigue teniendo la persona, sujeto, fundamento y
fin de la vida social (CDS 106), y, por tanto, de todas las instituciones y comunidades (CDS 151), incluyendo el Estado y, lógicamente, el mercado, “porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social”
(GS 63, cf. CDS 331). “El fin de la economía no está en la economía misma
sino en su destinación humana y social” (CDS 331).
De la prioridad de la persona se deriva el derecho a la iniciativa privada:
la libertad de la persona en el campo económico es “un valor fundamental y un
derecho inalienable que hay que promover y tutelar” (CDS 336, cf. 337, 351),
que el Estado solo debe restringir si resulta ser incompatible con las exigencias
del bien común (CDS 336). Esta preeminencia se debe no solo a razones de
eficiencia, que el mercado tiene como propias (CA 34, cf. CDS 347), sino, so-
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bre todo, al respeto que merece la “subjetividad creativa del ciudadano” (SRS
15, cf. CDS 336).
Pero esto no significa que el mercado, es decir, la actividad económica y
las organizaciones que la llevan a cabo, puedan actuar de espaldas al Estado.
“La empresa debe caracterizarse por su capacidad de servir al bien común de
la sociedad” (CDS 338); también “el libre mercado se orienta al bien común
y al desarrollo integral del hombre” (CDS 348), pero “la responsabilidad de
edificar el bien común compete, además de las personas particulares, también
al Estado, porque el bien común es la razón de ser de la autoridad política”
(CDS 168). Por tanto, el Estado tiene alguna responsabilidad respecto del orden económico de la sociedad.
Esa responsabilidad consiste, en primer lugar, en la elaboración del
marco legal e institucional en que se desenvuelve la actividad económica (CA
15, 48, CDS 352), incluyendo el estado de derecho y la protección de las libertades individuales y de la propiedad, un sistema monetario estable, servicios
públicos eficientes, etc. (CA 48). “El Estado, en efecto, debe garantizar cohesión, unidad y organización a la sociedad civil (…) de modo que se pueda lograr el bien común con la contribución de todos los ciudadanos” (CDS 168).
Y, dentro de este orden de cosas, “la autoridad debe emitir leyes justas, es decir, conformes a la dignidad de la persona humana y a los dictámenes de la
recta razón” (CDS 398).
La otra gran responsabilidad del Estado es el diseño, elaboración y ejecución de las políticas económicas y sociales necesarias para ordenar la economía (CDS 352), es decir de las intervenciones concretas que influyan sobre
las decisiones tomadas por los agentes privados o sobre sus consecuencias. Y
sobre esto, las recomendaciones de la DSI son muchas y, a menudo, muy concretas.
En primer lugar, el Estado debe actuar de acuerdo con el principio de
subsidiaridad (CDS 185-188, 351), no solo por razones de eficiencia, sino porque “toda persona, familia y cuerpo intermedio tiene algo original que ofrecer
a la comunidad” (CDS 187) y, sobre todo, como muestra de respeto a la libertad y creatividad de las personas. Este es un criterio general, que admite
concreciones muy útiles: no reprimir o dificultar las iniciativas de las personas y de las comunidades menores (subsidiaridad en sentido negativo: CDS
186); secundar, animar, estimular, coordinar e integrar las iniciativas privadas
(subsidiaridad en sentido positivo: CDS 186; cf. 354); suplir a la iniciativa privada, si esta no actúa (CDS 351, 353), sin suplantarla. Finalmente, debe corregir y sustituir a la iniciativa privada (CDS 353), cuando esta sea ineficiente
o perjudicial, por ejemplo en casos de fallos del mercado (efectos externos, in-
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formación asimétrica, presencia de bienes públicos, etc.) y, en especial, cuando
falta la competencia suficiente en el mercado (CDS 351). Y cuando actúe en
estas tareas de suplencia o de corrección, debe hacerlo de forma transitoria,
de modo que la iniciativa privada vuelva a actuar cuanto antes de forma correcta (CDS 188, 353).
Otra recomendación relevante es que las acciones del Estado deben “inspirarse en el principio de solidaridad” (CDS 351), o sea, en “el empeño por el
bien común, es decir, por el bien de todos y cada uno” (CDS 193, cf. SRS 38).
Esto requiere, por ejemplo, contemplar el bien de todos y de cada uno, más
allá de intereses parciales o partidistas, “superando cualquier forma de individualismo y particularismo” (CDS 194). “La solidaridad sin subsidiaridad
puede degenerar fácilmente en asistencialismo, mientras que la subsidiaridad
sin solidaridad corre el peligro de alimentar formas de localismo egoísta”
(CDS 351).
La DSI señala como una tarea propia del Estado “hacer accesibles a las
personas los bienes necesarios –materiales, culturales, morales, espirituales–
para gozar de una vida auténticamente humana” (CDS 168). En efecto, el
mercado no es capaz de proporcionar algunos de esos bienes, sobre todo los
espirituales y morales (CDS 349), pero también algunos bienes colectivos o
de uso común (CA 40, CDS 356), que deben llegar, al menos potencialmente,
a todos los ciudadanos; o bienes que son necesarios para determinados colectivos o personas excluidos de alguna manera del mercado (por falta de conocimientos y capacidades, por ejemplo, o por sufrir alguna discapacidad, etc.)
(CA 33, CDS 148).
Corresponde también al Estado “armonizar con justicia los diversos intereses sectoriales” (CDS 169): la conciliación de los bienes particulares de
grupos e individuos es una de las funciones más delicadas del poder público.
Un aspecto particular de esta responsabilidad es la distribución equitativa de
bienes y servicios esenciales (CDS 353). Y corregir los desequilibrios macroeconómicos, cuando se produzcan.
Como puede verse, la DSI no elabora un listado de actuaciones del Estado, sino que identifica grandes áreas relacionadas sobre todo con el bien común de la sociedad, que es el fin de la misma y el que justifica la existencia de
una autoridad, y deja la concreción de identificar las necesidades específicas al
buen criterio de los estudiosos y de los legisladores y gobernantes.
Pero tan importante o más que el “qué” se espera del Estado, es, para la
DSI, el “cómo” debe actuar. En este orden de cosas, si debe respetar y promover la iniciativa privada, como ya señalamos, el Estado deberá esforzarse
por promover que sean los ciudadanos y las organizaciones de niveles inferio-
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res los que lleven a cabo aquellas tareas, evitando monopolizarlas él, promoviendo la participación de los ciudadanos en las actividades productivas (CDS
189, 354), también mediante mecanismos de cooperación público-privada.
Debe actuar de modo indirecto (promover, alentar), mejor que directo (prohibir), siguiendo criterios de equidad, racionalidad y eficiencia (CDS 354);
mediante reglas que promuevan la cooperación y la competencia, más que mediante intervenciones directas (por tanto, es preferible modificar el marco institucional y legal, a fin de conducir la conducta de los agentes económicos).
El Estado debe también evitar los excesos y abusos en sus intervenciones
y “las formas de centralización, de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público” (CDS 187, cf.
CA 48). Porque el ejercicio de estas funciones debe estar siempre orientado
por el servicio al bien común, que “exige ser servido plenamente, no según visiones reductivas subordinadas a las ventajas que cada uno pueda obtener, sino
en base a una lógica que asume en toda su amplitud la correlativa responsabilidad” (CDS 167).
Y como ese servicio al bien común debe buscar “el auténtico desarrollo
del hombre [que] concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en
todas sus dimensiones”, materiales y espirituales (PP 14, cf. CV 11), o sea
“promover a todos los hombres y a todo el hombre” (PP 14, cf. CV 18), las
actuaciones del Estado deben apuntar a ese fin amplio. “El bien común de la
sociedad no es un fin autárquico; tiene valor solo en relación al logro de los
fines últimos de la persona y al bien común de toda la creación (…) Una visión
puramente histórica y materialista terminaría por transformar el bien común
en un simple bienestar socioeconómico, carente de finalidad trascendente, es
decir, de su más profunda razón de ser” (CDS 170).
En resumen, “es necesario que mercado y Estado actúen concertadamente y sean complementarios” (CDS 353). No debe haber una oposición entre libre iniciativa y regulación, intervención y control estatal, sino un equilibrio que, en cada caso, se adapte a las condiciones del lugar y del tiempo. “En
orden al bien común, proponerse con una constante determinación el objetivo del justo equilibrio entre la libertad privada y la acción pública” (CDS
354).
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EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA EN LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
IV. LA CARITAS IN VERITATE Y LA DOCTRINA DE LA IGLESIA SOBRE
EL ESTADO
La Encíclica Caritas in veritate renueva la preocupación de la Iglesia por
los problemas del hombre y de la sociedad que ya aparecían en documentos
anteriores: hambre, desempleo, desigualdades, pobreza, deterioro del medio
ambiente natural,… incluyendo problemas con mayor espesor moral, como el
consumismo, el derroche, la corrupción, la falta de respeto de los derechos
humanos y otros muchos (CV 22, 25, 27-29, 32, 42-43, 47-49, 55-56, 61-63,
66). Y, como otros documentos de la DSI, también añade algunas “cosas nuevas”, sobre todo las relacionadas con la globalización (CV 33, 42), aunque no
se trata de problemas radicalmente nuevos, pues ya habían sido tratados con
anterioridad (CDS 16, 308-322, 361-376, 428-450 y otros puntos, que remiten a su vez a otros documentos recientes). La Encíclica pone énfasis en cómo
esos problemas afectan al papel que la DSI atribuye al Estado, sobre todo en
cuanto que limitan su capacidad para hacer frente a sus responsabilidades, especialmente en un mundo globalizado (CV 24).
A primera vista, parece que Benedicto XVI identifica el papel del Estado
con su función redistributiva (CV 38). Pero me parece que esto es una simplificación, explicable por un argumento que es central en la Encíclica: en el
orden económico actual nos encontramos con el mercado, orientado a la producción de bienes y servicios y presidido por la eficiencia; el ámbito político,
el Estado, que redistribuye las rentas creadas en el proceso de producción; y
otra instancia gobernada por la lógica del don y la fraternidad, que es la de la
sociedad civil, que se identifica con el tercer sector, las instituciones sin fines
de lucro (CV 38). Si es así, parece lógico que el Estado se ocupe, principalmente, de la redistribución.
Ahora bien, la Encíclica rechaza esa “división del trabajo” entre los tres
sectores. De un lado, “la actividad económica no puede prescindir de la gratuidad” (CV 38), sino que es menester “vivir relaciones auténticamente humanas, de amistad y sociabilidad, de solidaridad y reciprocidad, también dentro de la actividad económica” (CV 36). Pero también, de otro lado, porque no
se puede dejar la solidaridad “solamente en manos del Estado” (CV 38), ya
que “cuando la lógica del mercado y la lógica del Estado se ponen de acuerdo
para mantener el monopolio de sus respectivos ámbitos de influencia, se debilita a la larga la solidaridad en las relaciones entre los ciudadanos, la participación y el sentido de pertenencia” (CV 39). O sea, “tanto el mercado como
la política tienen necesidad de personas abiertas al don recíproco” (CV 39).
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Lo que la Encíclica propone es, pues, la necesidad de replantear las relaciones entre el mercado, el Estado y la sociedad civil como los tres principios
reguladores del sistema económico y social para coordinar la eficiencia con la
equidad, la reciprocidad y la libertad. “La vida económica tiene necesidad del
contrato para regular las relaciones de intercambio entre valores equivalentes
[el mercado]. Pero necesita igualmente leyes justas y formas de redistribución
guiadas por la política [el Estado], además de otras caracterizadas por el espíritu del don [la sociedad civil]” (CV 37). De este modo, Benedicto XVI rompe
la dialéctica que enfrentaba la “lógica del mercado” a la “lógica del Estado”
como esferas no solo separadas, sino que se habían puesto de acuerdo para
mantener “el monopolio de sus respectivos ámbitos de influencia” (CV 39)4.
Y aun permite la Encíclica otra aproximación al papel del Estado, a partir de una reinterpretación del principio del bien común. Este se ha definido
tradicionalmente como “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno
y más fácil de la propia perfección” (GS 26, cf. CDS 164), y se ha presentado
como la clave de la actuación del Estado en la sociedad (CDS 168). En Caritas in veritate se afirma que “trabajar por bien común es cuidar, por un lado, y
utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil,
política y culturalmente la vida social” (CV 7). El bien común no es un conjunto de políticas, ni de resultados, sino “un marco institucional, que entonces
genera, como un resultado de la libre cooperación de los ciudadanos, un resultado que se debe considerar como justo y coherente con el bien común”5,
que “es la vía institucional –también política, podríamos decir– de la caridad”
(CV 7).
En lo que aquí nos concierne, la Encíclica no añade nuevas funciones al
Estado. Le reclama, desde luego, una mayor dedicación a sus responsabilidades. Y pide también “una renovada valoración de su papel y de su poder, que
han de ser sabiamente examinados y revalorizados, de modo que [los poderes
públicos] sean capaces de afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con
nuevas modalidades de ejercerlos” (CV 24; cf. 41). Y, como hemos señalado,
esto lo propone como “por elevación”: no transfiriéndole algunas funciones
atribuidas hasta ahora a los otros agentes, sino replanteando las relaciones entre ellos; no proponiendo su enfrentamiento, ni siquiera la separación de sus
tareas, sino desarrollando nuevas formas de colaboración de las tres instancias,
que no deben actuar una detrás de otra o una al lado de otra, sino simultáne4
5
16
Véase Castellà, J.M. (2010) y Migliore, J. (2009).
Rhonheimer, M. (2012), p. 34.
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EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA EN LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
amente y en distintos niveles. Y esto será posible porque a los principios propios de cada instancia se suman los de gratuidad y solidaridad, que deben estar presentes en todas ellas.
Coherente con esto, la Encíclica propone también un fortalecimiento de
las “nuevas formas de participación en la política nacional e internacional que
tienen lugar a través de las organizaciones de la sociedad civil” (CV 24), la reivindicación de una “mayor atención y participación en la res publica por parte
de los ciudadanos” (CV 24), y la llamada a todos a involucrarse en las tareas
del bien común, no solo de la propia comunidad sino de “toda la familia humana” (CV 7), lo que desemboca en las recomendaciones de la Encíclica sobre la necesidad de una autoridad mundial, como ya hemos mencionado (CV
67)6. Asimismo, la Encíclica no concreta las actuaciones del Estado ante los
nuevos problemas, aunque pone énfasis en el principio de subsidiaridad, “expresión de la inalienable libertad humana” (CV 57), y en el de solidaridad (CV
58), como requisitos de la correcta actuación del Estado.
En todo caso, la Caritas in veritate no se separa de lo dicho en documentos anteriores sobre el mercado: una institución económica útil, necesaria y
buena (CV 35), que “puede orientarse en sentido negativo, pero no por su
propia naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en este sentido (…)
[porque el mercado] se adapta a las configuraciones culturales que lo concretan y condicionan (…) Lo que produce estas consecuencias es la razón oscurecida del hombre, no el medio [el mercado] en cuanto tal” (CV 36; cf. CA
42). Pero, en todo caso, subraya las limitaciones del mercado como mecanismo
para producir la cohesión social, porque solo se rige por el intercambio de
equivalentes, mientras que la actividad económica necesita “formas internas
de solidaridad” (CV 35).
La lógica del don y el principio de gratuidad constituyen puntos centrales de la Caritas in veritate7. Pero, como acabamos de ver, no son algo que el
Estado pueda “añadir” al orden económico para que sea más justo y más
acorde con el bien común: lo tiene que “descubrir”, y ahí es donde puede recibir la ayuda de la DSI. La política tiene una función muy importante, porque “el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política. (…) La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de
toda política. (…) Así pues, el Estado se encuentra inevitablemente de hecho
ante la cuestión de cómo realizar la justicia aquí y ahora” (DCE 28). Pero para
identificar lo que es justo aquí y ahora el Estado necesita la razón práctica,
6
7
Véase Baqués, J. (2010).
Véase Argandoña, A. (2012a).
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asistida por la fe (DCE 28). “La doctrina social de la Iglesia argumenta desde
la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano” (DCE 28): por eso las ciencias sociales deben
escucharla.
Pero no se deben confundir los campos: “no es tarea de la Iglesia el que
ella misma haga valer políticamente esta doctrina: quiere servir a la formación
de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las
verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para
actuar conforme a ella. (…) La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta
propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede
ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen
de la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación
racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que
siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar” (DCE 28).
Y en esta tarea tiene aún algo más que añadir, el amor, porque “no hay orden
estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor” (DCE 28).
El papel central de la caridad en la verdad (CV 18, 19) no lo puede proponer
la política por ella sola.
V. LA RELEVANCIA Y APLICACIÓN DE LA DOCTRINA SOCIAL SOBRE EL
ESTADO
En las páginas anteriores hemos recogido un conjunto de orientaciones
de la DSI sobre el papel del Estado ante la sociedad y el mercado que podrían
servir como guía para un planteamiento de la política de los países. Y, sin embargo, las indicaciones de la DSI sobre el Estado no parecen ser tenidas en
cuenta por las escuelas actuales de filosofía política o ciencia política, ni tampoco en las políticas de los gobiernos y en las opiniones de los medios de comunicación –empezando quizás con la misma acogida de esas ideas en el pensamiento y en la praxis de algunos católicos. Aquí no pretendo llevar a cabo
un estudio detallado acerca del realismo práctico, la utilidad o la viabilidad de
la DSI sobre el Estado, sino solo revisar brevemente algunos puntos que me
parecen relevantes sobre el tema8. Trataré primero de los problemas de comprensión de la DSI.
La DSI se apoya en una antropología específica. La Iglesia católica no elabora
filosofías ni teorías sociales, pero “ofrece al mundo ‘lo que posee como pro-
8
18
Algunos de estos temas los he desarrollado en Argandoña, A. (2012b).
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pio: una visión global del hombre y de la humanidad’” (PP 13, cf. CV 18). Esa
visión es compartida por algunas corrientes filosóficas y científicas, pero no
por otras, de modo que la no aceptación de la DSI se remite, en definitiva, al
rechazo de la concepción cristiana del hombre (y, consiguientemente, de la sociedad, el bien común y el gobierno de esa sociedad)9.
Un problema de lenguaje. Los términos que utiliza la DSI coinciden, aparentemente, con los de la ciencia política, pero, de hecho, son distintos. Por
ejemplo, en las ciencias sociales, libertad suele equivaler a libertad de elección
de medios entre fines alternativos, mientras que en la DSI se trata de una libertad orientada a un fin, que el ser humano puede tratar de descubrir, pero
que no se puede dar a sí mismo. De modo que, finalmente, la persona puede
equivocarse en la elección de su fin, algo que para la ciencia política no tiene
sentido10.
El concepto de Estado. El problema de lenguaje que acabamos de mencionar se pone de manifiesto, en concreto, en el concepto de Estado. La sociedad política de la que habla la DSI se basa en una sociabilidad humana natural, que no se compagina, por ejemplo, con las escuelas contractualistas. La
gran mayoría de las teorías del Estado se basan en el concepto de poder, no
en el de bien común; a lo más, invocan el interés general u otro parecido, y
utilizan el positivismo jurídico como justificación de la legislación. La distinción entre sociedad civil y sociedad política no es aceptada por algunas escuelas. Los autores liberales niegan la prioridad ontológica de la sociedad civil sobre el mercado, y los totalitarios su prioridad sobre el Estado. El principio de
subsidiaridad no tiene cabida en muchas teorías sobre el Estado, ni en la praxis de los mismos. Si esto es así, no es de extrañar que las propuestas de la DSI
no encuentren eco entre muchos científicos sociales, políticos y medios de comunicación.
La fragmentación de saberes. Las ciencias sociales y humanas se suelen presentar en la actualidad como saberes autosuficientes, autónomos. Esto quiere
decir que falta en ellas una visión de conjunto, que es la tarea que tradicionalmente se atribuía a la filosofía, pero que ahora ni tan solo puede apoyarse en
esta última, por la variedad de escuelas, a menudo incompatibles entre sí, que
encontramos.
9
10
En Argandoña, A. (2012c) he explicado cómo la concepción cristiana de la persona es compatible con
una teoría económica realista.
Y lo mismo ocurre con otros vocablos. Por ejemplo, como ya hemos señalado, cuando la DSI habla del
Estado no se refiere sin más a la autoridad que ejerce el poder en una sociedad (ver RN 23).
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La confusión sobre la ética. La existencia de una antropología lleva a una
ética coherente, lo que contrasta con la diversidad de teorías morales (consecuencialismos, utilitarismos, deontologismos, ética de las virtudes, ética del
cuidado, ética feminista y muchas otras), que se traduce en conductas difícilmente compatibles con la DSI: individualismo radical; emotivismo ético; relativismo moral (las preferencias morales son personales y no universalizables);
ausencia de apelación a bienes comunes (de modo que no hay un papel para
la ética pública: es más, el sostenimiento de valores sólidos aparece como sospechoso de fundamentalismo); pérdida del sentido de responsabilidad personal, sobre todo en los asuntos que afectan a la sociedad (todos somos responsables de todo, de modo que nadie es responsable de nada), etc.
Dificultades para armonizar la ética con la ciencia política. El problema de la
relación entre ética y política ha ocupado desde antiguo un lugar destacado en
las teorías políticas11. Hoy en día, diversas concepciones de la ética la reducen
a una restricción externa, carente de fundamento desde dentro de las ciencias
sociales, de modo que acaba materializándose en numerosos “éticas” parciales (“éticas sin moral”: feminista, ecológica, del cuidado,…). La conclusión es,
obviamente, que no hay normas morales universales; la moral viene dada por
la ley, y el Estado se convierte en creador de normas éticas. En este contexto,
la DSI no pasa de ser una teoría más –y una teoría anticuada y poco relevante,
porque no participa de los criterios de la modernidad.
La DSI es un mensaje exclusivamente religioso. Una variante de las críticas
anteriores es la que considera que la DSI habla desde la fe y, por tanto, sus
proposiciones no tienen sentido para los no creyentes. Esta objeción tiene
también una base antropológica: si la razón humana es autosuficiente, puede
prescindir de la dimensión sobrenatural, porque el ser humano es él mismo
autosuficiente: no importa cuál sea su origen y su naturaleza, él determina lo
que es, establece su fin y elige los criterios morales de su actuación.
Si esto es así, la religión no tiene razón de ser. Se convierte, en todo caso,
en un bien de consumo, una forma de entretenimiento, una fuente de consuelo o una empresa de servicios emotivos, como vemos que la tratan, a menudo, los medios de comunicación. Y esto si no se la califica de un conjunto de
dogmas arbitrarios, o de una serie de prohibiciones anticuadas e inhumanas,
dentro de una ética que, como las demás, es relativa y cambiante. Al final de
11
20
Los llamados monismos rígidos (por ejemplo, Kant) someten la política a la ética; los monismos flexibles
admiten excepciones a esa regla (Maquiavelo); otros autores consideran la ética como una ética especial,
con principios distintos (“el arte de la política”); algunos dualismos atribuyen mas o menos autonomía a
la política respecto de la ética (el fin justifica los medios, ética de la convicción vs. ética de la responsabilidad, realismo político) y otros, en fin, afirman la absoluta amoralidad de la política.
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todo esto, la Iglesia no pasa de ser un poder político o económico, cuyos mensajes carecen de validez universal y de credibilidad, porque persigue objetivos
parciales y, a menudo, de dudosa moralidad secular. La DSI será, pues, el programa que esa institución propone para llevar a la práctica su proyecto político. Y el lenguaje religioso será solo su vestidura externa12.
La comprensión y aceptación de la verdad. Otro motivo de desencuentro entre las ciencias sociales y la DSI es que esta “tiene una misión de verdad que
cumplir en todo tiempo y circunstancia a favor de una sociedad a medida del
hombre, de su dignidad y de su vocación (…) La fidelidad al hombre exige la
fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la
posibilidad de un desarrollo humano integral” (CV 9), mientras que las ciencias sociales son escépticas acerca de la posibilidad de conocer la verdad, más
allá de criterios empiristas, o, en el mejor de los casos, prescinden de la verdad
porque, en definitiva, la construye el propio hombre.
Además de estos problemas de comprensión, identificaré seguidamente
algunos problemas prácticos con los que pueden encontrarse, a la hora de aplicar la DSI en la práctica, los católicos que tienen que formular la DSI (como
teólogos), proponerla (como pastores), aplicarla (como políticos) o entenderla
y aceptarla (como fieles). Porque todos ellos se mueven en el mismo ambiente
cultural, ideológico y moral que los demás ciudadanos. Y es lógico que, en esas
situaciones, algunos de ellos encuentren dificultades a la hora de entender o
aplicar correctamente la DSI en el ámbito de la política.
Sospechas sobre la moralidad del mercado. En algunos casos se da una actitud
de recelo, o incluso de plena oposición, al mercado (que a menudo se identifica con el sistema capitalista). No se trata solo del reconocimiento de que el
mercado puede tener defectos técnicos, sino de la convicción de que es inherentemente inmoral, porque no puede dejar de provocar la injusticia, la codicia o el fraude, y porque fomenta vicios como el consumismo, la creación artificial de necesidades, la explotación de los trabajadores o el deterioro del medioambiente. Y, en todo caso, este no se ve como un problema ocasional (algunas manzanas podridas en el barril), sino estructural (el barril es la causa del
12
Benedicto XVI interpreta así esa concepción equivocada: “a veces, el hombre moderno tiene la errónea
convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto de la
cerrazón egoísta en sí mismo, que procede –por decirlo con una expresión creyente– del pecado de los orígenes. La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad (…). Creerse
autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir
la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social” (CV 34).
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deterioro de las manzanas, no puede haber manzanas sanas en un barril enfermo).
Sin embargo, la DSI reconoce que el libre mercado, la iniciativa privada
y la función del empresario tienen muchos aspectos positivos, no solo por razones de eficiencia, sino también morales. Juan Pablo II afirmaba que “si por
‘capitalismo’ se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la
consiguiente responsabilidad para con los medios productivos, de la creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta [sobre si es aceptable el
capitalismo] es ciertamente positiva” (CA 42). Y añade el Compendio: “De este
modo queda definida la perspectiva cristiana acerca de las condiciones sociales y políticas de la actividad económica: no solo sus reglas, sino también su
calidad moral y su significado” (CDS 335).
Y acerca de la empresa privada: “Quien produce una cosa lo hace generalmente (…) para que otros puedan disfrutar de la misma (…) Precisamente
la capacidad de conocer oportunamente las capacidades de los demás hombres
y el conjunto de los factores productivos más apropiados para satisfacerlas [la
actividad emprendedora], es otra fuente de riqueza en una sociedad moderna
(…) Organizar ese esfuerzo productivo, programar su duración en el tiempo,
procurar que corresponda de manera positiva a las necesidades que deben satisfacer, asumiendo los riesgos necesarios: todo esto es también una fuente de
riqueza en la sociedad actual. Así se hace cada vez más evidente y determinante
el papel (…) de las capacidades de iniciativa y espíritu emprendedor” (CA 32).
Benedicto XVI explica muy bien el origen de los sesgos morales del mercado cuando explica que este “puede orientarse en sentido negativo, pero no
por su propia naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en este sentido (…) [El mercado] se adapta a las configuraciones culturales que lo concretan y condicionan (…) Lo que produce estas consecuencias [inmorales] es
la razón oscurecida del hombre, no el medio [el mercado] en cuanto tal” (CV
36).
Gravedad y urgencia de los problemas. “La santa Iglesia, aunque tiene como
misión principal santificar a las almas y hacerlas partícipes de los bienes sobrenaturales, se preocupa, sin embargo, de las necesidades que la vida diaria
plantea a los hombres” (MM 3). En este orden de cosas, los documentos sociales recientes constatan la existencia, la continuación e incluso el agravamiento de problemas como el hambre, el desempleo, la pobreza, el subdesarrollo, la falta de cultura, el desprecio por la vida humana y un largo etcétera.
Ante estas evidencias, los pastores y los fieles se plantean a menudo la necesidad de tomar medidas urgentes y efectivas, lo que supone, en muchos casos,
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abandonar los cauces de la iniciativa privada y del funcionamiento ordinario de
las instituciones económicas para recurrir al que detenta el poder y lograr que
éste haga frente a esos problemas, sea de modo transitorio, hasta que se vuelva
a una situación más aceptable, sea de modo permanente.
Ahora bien, la búsqueda de resultados a cualquier precio puede ser una
forma de pragmatismo que olvida efectos no deseados (la inhibición de la libertad y la iniciativa privadas, por ejemplo), que pone por delante los resultados materiales sobre el mejoramiento de las personas, que genera incentivos
perversos (como, por ejemplo, animar a los desempleados a vivir de la protección al desempleo, en vez de hacer un esfuerzo positivo, y a veces exigente,
aunque humanizador, para conseguir un nuevo empleo) o que desanima la participación de los afectados en la solución de sus problemas (cf., por ejemplo,
CV 47, cuando recomienda que “las personas que se beneficien [de las iniciativas para el desarrollo] deben implicarse directamente en su planificación y
convertirse en protagonistas de su realización”).
Visión utópica del Estado. Si “en un Estado democrático, en el que las decisiones se toman ordinariamente por mayoría entre los representantes de la
voluntad popular, aquellos a quienes compete la responsabilidad de gobierno
están obligados a fomentar el bien común del país” (CDS 169), parece razonable esperar que esas personas actuarán siempre de acuerdo con ese criterio.
El Estado, pues, se ve, a menudo, también por algunos católicos, como un ente
abstracto, una “máquina” técnicamente eficiente (con defectos) y moralmente
neutra.
Esta es una visión utópica, como ya hicimos notar al mencionar la observación de León XIII de que la DSI no identifica el Estado con las instituciones y poderes que actúan de facto en las sociedades modernas (cf. RN 23).
Las personas que toman decisiones en la sociedad política no siempre actúan
de acuerdo con unos ideales superiores, sino que tendrán sus propias convicciones técnicas, políticas, ideológicas y morales, que habitualmente no coincidirán con lo que dicta la recta razón y las enseñanzas de la sabiduría divina,
tal como reclamaba el Papa.
Y a esto hay que añadir las dificultades prácticas que se presentan en la
toma de decisiones y en su ejecución. Los problemas no vienen especificados
de antemano, y su misma definición es un ejercicio no solo técnico, sino también político e ideológico. Los gobiernos no persiguen un solo objetivo sino
muchos al mismo tiempo, y esos objetivos se interrelacionan dificultando la
toma de decisiones, porque lo que es favorable a un objetivo puede ser contrario a otro, también importante. Las soluciones no suelen ser evidentes, y
los expertos discrepan sobre ellas. Se produce también la tiranía de la técnica
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(CV 14) y la concentración de poder en manos de los expertos. Todas las soluciones suelen tener efectos indirectos, a veces muy importantes. Además, los
gobiernos deben tener en cuenta las preferencias de sus votantes y, aunque deban estar dispuestos a hacer lo que deben hacer aunque sea impopular, no pueden prescindir totalmente de aquellas preferencias, así como de las presiones
de los grupos de intereses contrarios. Hay por parte de todos una resistencia
al cambio. Y está la dificultad de conjugar los resultados a corto plazo con lo
que es deseable a largo plazo.
Y cuando se propone que el Estado se haga cargo de determinada actividad, hay que recordar la tendencia, creciente y difícilmente controlable, del
Estado a crecer en todos los países y en todas las épocas, absorbiendo actividades de los otros agentes económicos. De la familia, tomando decisiones que,
según la DSI, son competencia exclusiva o, al menos, principalísima de los padres (sobre el número de hijos, sobre su educación, etc.). Del mercado, pasando al sector público actividades que se califican de “sociales”, como la educación, la cultura, las pensiones, la protección al desempleo o la sanidad, de
modo que la función social de la iniciativa privada acaba quedando vacía. Y de
las organizaciones del tercer sector, lo que da lugar no sólo a una pérdida de
protagonismo de la sociedad civil y a un empobrecimiento de la lógica del don
(CV 38, 39), sino también a una supresión de la dimensión religiosa de muchas de esas actividades.
VI. CONCLUSIONES
La DSI tiene ideas y propuestas muy claras sobre el Estado, su papel en
la sociedad y su contribución a la prosperidad de los pueblos. Aquí hemos explicado cuáles son los fundamentos antropológicos y éticos de esa doctrina,
sus implicaciones prácticas y su relevancia. Se trata de un cuerpo de doctrina
fundado en una antropología coherente con la Revelación y la entera tradición cristiana, que da lugar a recomendaciones que tienen sentido y podrían
ser muy útiles para los gobiernos, si tuviesen interés en ponerlas en práctica.
Pero ya hemos señalado algunas de las dificultades que se presentan en esta
tarea.
La Caritas in veritate ofrece algunas claves para enfocarla. Para empezar,
el énfasis en la verdad sobre el hombre, la sociedad, el mercado, la economía,… (CV 18). La Encíclica señala los riesgos de partir de una concepción
errónea del hombre (CV 34), de modo que, al fundar su doctrina sobre el Estado en una antropología realista, está apuntando hacia el origen de los problemas que plagan las modernas teorías políticas y las praxis de los Estados.
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Esta es una tarea de la antropología filosófica y de la filosofía política, pero no
solo de ellas: Dios tiene un proyecto sobre el hombre, y cada uno “encuentra
en dicho proyecto su verdad y, aceptando esa verdad, se hace libre” (CV 1). O
sea, esta es una tarea para las ciencias humanas, pero se apoya en el proyecto
de Dios, porque sin Él “el hombre no sabe donde ir ni tampoco logra entender quién es” (CV 78): el diálogo con las ciencias humanas no es, en su origen, solo un diálogo humano.
Ni puede serlo en su desarrollo, porque la vía es la caridad (CV 2): “la
verdad es luz que da sentido y valor a la caridad (…), sin verdad, la caridad cae
en mero sentimentalismo” (CV 3), y “la caridad es amor recibido y ofrecido
(…). Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.
Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros” (CV 5). Teoría y vida se
desarrollan juntas, porque “la voluntad (…) con frecuencia se desentiende de
los deberes de la solidaridad”, y “después, el pensamiento (…) no siempre sabe
orientar adecuadamente el deseo” (CV 19). “Teniendo en cuenta la complejidad de los problemas, es obvio que las diferentes disciplinas deben colaborar
en una interdisciplinariedad ordenada” (CV 30), pues “la excesiva teorización
del saber, el cerrarse de las ciencias humanas a la metafísica, las dificultades en
el diálogo entre las ciencias y la teología, no solo dañan el desarrollo del saber, sino también el desarrollo de los pueblos” (CV 31).
En conclusión, la DSI ofrece unas interpretaciones y recomendaciones
sobre la sociedad política y sobre el Estado que las ciencias sociales y la praxis
política harían bien en tomar en consideración. En este artículo hemos explicado algunas de las razones por las que los científicos sociales, los políticos,
los gobernantes y la opinión pública no las tienen en cuenta. El problema no
radica en que la DSI tenga que adaptarse a la cultura actual, renunciando a su
vocación y su mensaje. Son las culturas y las ciencias las que tienen que abrirse
a la DSI. Y esa es tarea, en primer lugar, de los científicos sociales.
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