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Los Web
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Libro electrónico235 páginas3 horas

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Información de este libro electrónico

La joven Yaray huye de su tierra para evitar contraer la enfermedad que ataca a su gente. A ese mismo valle olvidado llega un extraño, el feliz chiflado Aníbal. Tienen la misma edad, quince años. Son dos fugitivos.
Ella ha prometido volver con la cura a su misterioso mal. Él ha escapado de un lujoso sanatorio mental a muchos cientos de kilómetros. Cree vivir en una página web y sólo se relaciona con el resto de las personas a través de Internet. ¡Pero aquí no puede conectarse! Una auténtica tragedia para un adicto a las redes sociales. Para colmo, Yaray ni siquiera sabe qué diablos es Internet. ¿Cómo van a poder ayudarse?
A lugar tan maldito viaja un excéntrico anciano buscando refugio. Él ya ha dado la vuelta al mundo. Aunque no sepa una palabra de maldiciones ni de redes, tendrá que adoptar a los dos inadaptados adolescentes. Todos van a llamarle señor Web.
.
Aníbal y Yaray serán los más disparatados Romeo y Julieta. Su dramático romance roza la comedia sentimental, surrealista y absurda. Aunque sea la voz de una adolescente quien narre esta fabulación, Los Web es lectura aconsejada entre los 12 y los 112 años.

Otros han dicho:
“Escrita con estilo rico, poético, simbólico y registro informal, la novela se presenta cargada de ironía, humor absurdo y ternura, de manera que enseguida capta la atención del lector”. (Laura Martínez. MTQ)
“Mis compañeros me preguntaban de vez en cuando que por qué me reía tanto. El humor es maravilloso, el texto está plagado de ocurrencias disparatadas que a la vez tienen mucho sentido. Me ha encantado la forma de tratar la relación carnal entre Aníbal y Yaray, tan delicada, tan cercana. El mundo creado en la novela es también maravilloso. Los mensajes y valores que transmite son geniales”. (Inés de la Higuera. Letropía)

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 jun 2018
ISBN9780463671719
Los Web
Autor

Jesús R. Delgado

Director y guionista de cine y tv. Su corto "La viuda negra" ganó un Goya. Su primer largometraje "La niña de tus sueños", un melodrama infantil, ganó el premio Especial Calidad y Valores Artísticos. Ha sido realizador y director de muchas series televisivas, como "Mujeres" y "Sin tetas no hay paraíso". Actualmente colabora en guiones como freelance y para distintos proyectos. Su último trabajo audiovisual, para la tv argentina, ha sido un documental, "Celia y Miguel, caminos opuestos" (2017), recién estrenado en el canal público "Encuentros". Anteriormente ejerció como periodista. "Los Web" es su primera novela juvenil.

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    Los Web - Jesús R. Delgado

    Empezó como un murmullo tenebroso que recorrió la noche. Pasado un momento, los gritos, estallidos y temblores hicieron pensar a los vecinos que les atacaban sus enemigos. Muchos agarraron sus varas de arreo, azadas, rastrillos y cuantas armas tuvieron a mano, como si un terremoto se pudiera combatir a mamporros.

    Todos, niños y mayores, corrieron despavoridos a ponerse a salvo en las verdes praderas, pero, con las sacudidas, aquellas llanuras se fueron inclinando, vertiginosa y rápidamente, hasta convertirse en empinadas cuestas. Fueron unos minutos aterradores en los que todo cambió. Los llanos se convirtieron en pronunciadas pendientes por las que las vacas rodaban como si estuvieran presas de un ataque de risa. El pueblo, en ruinas, se enterró en el fondo de un estrecho y lóbrego valle. Sus habitantes, desde la distancia, presenciaron inermes el terrible prodigio del hundimiento hasta que los temblores del terremoto cesaron.

    Fueron las vacas las primeras en volver a sus establos, señal inequívoca de que la amenaza de la naturaleza había cesado. Cuando los vecinos regresaron a sus casas destrozadas, niños y mayores comprobaron que estaban muchos metros más hundidas de lo que habían estado nunca. La montaña rocosa que siempre presidió el paisaje ahora era más alta e inaccesible. Sobre su cima se había abierto la boca de un volcán del que todavía salían cenizas y un humo tan denso que amenazaba con dejarlos a oscuras. Aunque no hubo ríos de lodo ni derrumbes de nuevas o viejas montañas, del bosque surgió una nueva amenaza.

    Los mismos vecinos desterrados del pueblo el día antes del terremoto volvieron dispuestos a recuperar sus posesiones por la fuerza. Habían sido acosados durante mucho tiempo hasta verse obligados a marcharse. No gustaba el color de su piel o de su pelo, ni se aceptaban sus costumbres y tradiciones. El día de la expulsión les dieron sólo unas horas para recoger a sus niños, sus animales y los pocos enseres que les dejaron. Ahora, humillados, buscaban venganza. Pensaban que tras el terremoto encontrarían exhaustos a sus acosadores, y los atacaron armados con puñales, lanzas y porras, con sus picos y sus hachas.

    La batalla fue cruel y despiadada. En el pueblo muchos resultaron heridos por los atacantes, pero se defendieron con rabia. Como aún eran mayoría, impusieron otra vez su fuerza y número. Los vencidos ayer volvieron a serlo hoy.

    La montaña rocosa era ahora el destino definitivo de los derrotados. Hasta sus vacas, cansadas de tanto quebranto, decidieron abandonarlos y permanecer en los establos sin puertas ni cerrojos.

    Los vencedores, aunque sólo hubieran ganado algunos animales y muchas ruinas, decidieron mantener vigilados los accesos al pueblo para que el enemigo nunca más pudiera regresar.

    Al día siguiente, la colosal y densa Nube Negra procedente del cráter cubría ya el valle entero.

    Así pasaron los días primero, luego los meses y los años y los siglos. El pueblo quedó aislado y maldito. Allí nunca llegaron los nuevos tiempos ni los adelantos porque la permanente Nube Negra, las viejas y las nuevas montañas, lo mantuvieron aislado y oculto en las profundidades de un valle coronado por un amenazante volcán dormido.

    ***-***

    EL IKIKOMORI

    —Si salgo de mi habitación, me caeré de la página web que habito, no podré respirar. O me desintegraré. Cualquier cosa, pero siempre letal —le dijo Aníbal a la nueva Doctora—. Fuera de estas paredes, moriré igual que un pez fuera de su pecera.

    El joven llevaba así más de un mes, exactamente desde el ataque de ansiedad que tuvo cuando sus padres le abandonaron, otra vez, en aquel lujoso centro. Los señores Centella habían prometido visitar a su desquiciado hijo el último día de verano durante unas horas para celebrar su cumpleaños. Aníbal cumplía quince. Desde los diez, sólo se relacionaba con el mundo exterior a través de internet.

    Esta vez sus padres le enviaron por adelantado los regalos a través de una empresa de transportes. El chico recibió un brillante traje de escamas fotovoltaicas que servía de cargador y un nuevo casco multiusos. Podía grabar imágenes, sonidos y olores; y tenía una visera con pantalla tridimensional incorporada. También le regalaron sus juegos de consola favoritos actualizados y unas gafas con nanoordenador y minipantalla, ajustables al casco e igualmente capaces de conectarse desde cualquier parte del mundo. En su plasma podía ver todo en tres dimensiones.

    Aníbal, sin embargo, tenía prohibido salir de aquel centro. Esperaba que sus padres esta vez le permitieran irse con ellos, pero en el último momento le comunicaron que ni siquiera vendrían a verle. Recibió las felicitaciones de su madre a través de una videoconferencia. Su padre tan sólo le miraba desde la pantalla, sin decir nada, pues a la vez atendía llamadas y mensajes en otros dispositivos. Para Aníbal fue un cumpleaños más en soledad, igual que los diez últimos.

    Pese a todo, el joven pidió por favor a sus padres que le sacaran de allí.

    Suplicó a la pantalla.

    Pero sus padres se negaron.

    —Tienes que recuperarte, hijo. En ese hotel estás bien. Afuera corres peligro y nosotros no podemos protegerte. Ya sabes lo ocupados que estamos —le dijo su madre.

    Como tenían mucha prisa por volver a sus innumerables asuntos, los señores Centella interrumpieron en seguida la videoconferencia y volvieron a confiar la vida de su trastornado hijo, Aníbal Centella, a la dirección de aquella institución perdida en la boscosa montaña, tan lejos de la Ciudad que a ninguno de sus «huéspedes» se le ocurriría abandonarla por su cuenta.

    Tras despedirse de sus padres, el joven entró en un estado cercano al ataque de pánico permanente. Se tomó al pie de la letra las palabras de su madre sobre el peligro que corría fuera. Obedeciendo los consejos maternos, decidió encerrarse en lo que él llamaba su página web, pues estaba convencido de que ésta se había materializado en el espacio de las cuatro paredes de su cuarto. Fuera de ellas, no podría estar a salvo.

    —Moriré igual que un pez fuera del agua —repetía.

    La verdad es que al personal del «hotel» le resultaba todo más fácil si Aníbal Centella permanecía en su página-habitación. No había que controlarle ni preocuparse por sus andanzas de adolescente chiflado. De no ser por la incorporación de aquella nueva Doctora, el joven se hubiera quedado encerrado allí para siempre.

    —No sé si palmarás como un pez o no, pero seguro que en esta pocilga morirás. Aquí hay que limpiar antes de que desaparezcas bajo la mugre —le dijo. El muchacho encontraba a la médica recién llegada más locuaz y espontánea que los doctores del equipo habitual.

    —Soy un ikikomori. No puedo salir de mi página web. Vivo en ella. Tendrá que limpiarse conmigo dentro —insistió él.

    La mujer, con su mejor intención, decidió seguir la corriente al joven. Enfundada en una bata blanca que le quedaba pequeña, trató de convencer a Aníbal de que podía vivir fuera de su cubículo.

    —Yo también vivo en mi página web, Aníbal —le dijo la Doctora en tono confidencial—. Y si me guardas el secreto, te diré lo que he descubierto.

    El joven se sintió halagado por la cómplice confianza que le mostraba la médica.

    —Se lo guardaré, Doctora —contestó por detrás de sus enormes gafas de aumento. Aníbal nunca supo que en realidad no era Doctora. Lo dedujo años después, cuando nos contó sus aventuras de ikikomori chiflado a mí y al resto de su nueva familia.

    Aquella Doctora era una nueva empleada de la limpieza.

    —Mira, todos vivimos en la red, pero muy pocos sabemos lo que tú y yo —continuó ella mientras inventaba sobre la marcha.

    Él no dudó en pedir aclaraciones.

    —¿Y qué es lo que sabemos usted y yo?

    —Sabemos que, igual que se puede navegar por la red, se puede caminar por ella —se atrevió a decir la limpiadora temiendo no resultar demasiado convincente. Aunque chalado, Aníbal era el máximo experto en ordenadores, sistemas digitales, redes sociales y mundos virtuales en muchos kilómetros a la redonda—. ¡Y hasta se puede ir en bicicleta! —añadió la falsa Doctora.

    —¿En bicicleta por la red? —le preguntó sorprendido, convencido de que había encontrado con quien hablar de sus asuntos sin sembrar la alarma y sin que su interlocutora se llevara las manos a la cabeza.

    —Tendrás que salir de tu habitación y caminar por la red para buscar a otros ikiki…eso. Vamos, ven conmigo. Los primeros pasos los daremos juntos.

    Y Aníbal y la señora de la limpieza salieron cautelosamente de la habitación. Para asombro de los demás residentes, el joven Centella caminaba fuera de lo que él llamaba su página web. Se había puesto su traje de escamas fotovoltaicas y el nuevo casco multiusos. Llevaba también sus gafas conectables, la nueva tablet, dos móviles con tarjetas que permitían almacenar miles de películas, fotos, sonidos y olores. Al cuello se había colgado un pequeño ordenador portátil que conservaba desde que era niño.

    —Es hora de que camines solo y averigües qué hay fuera de tu cuarto —le dijo la señora de la limpieza mientras soltaba su mano—. Y no hagas caso de lo que te digan por ahí. Muy pocos saben que las cosas no son lo que parecen. Suerte, hijo.

    La señora de la limpieza cogió sus bártulos de faena y volvió a sus quehaceres tras dedicar una última sonrisa al joven cuando éste desapareció en el moderno ascensor. Aníbal, pese a sus peores temores, seguía respirando fuera de su cuarto con la misma facilidad que dentro. ‘¡No necesito permanecer en la pecera!’, pensó entusiasmado.

    Le entraron entonces unas ganas tremendas de averiguar qué había más allá de los jardines del «hotel» donde le habían abandonado sus padres, por detrás de la alta verja de lanzas de hierro que lo cercaba, de la caseta de los Guardias, y de las interminables líneas de pinos que rodeaban su lujosa residencia. Armado con su equipaje informático, se subió a la primera bicicleta que encontró en el jardín.

    Si se hubiera molestado en mirar atrás, el muchacho podría haber leído, en letras muy grandes, sobre el edificio: Sanatorio Mental Montealto. Pero estaba concentrado en pedalear porque hacía meses que no montaba en bici. Tenía la mirada puesta en la cancela de los Guardias, incluso más allá, en la primera hilera de pinos que rodeaban aquel «hotel» donde le habían recluido.

    —Perdone, no puede salir —le dijo educadamente uno de los Guardias, el que era grande y alto.

    —Claro que puedo, tío —contestó Aníbal tan campante.

    El otro Guardia, que era medio tripudo, salió en seguida de la caseta para impedirle el paso. El chico lo intentó de todas formas. El tripudo le agarró. Aníbal quiso soltarse de un tirón. En seguida intervino el otro Guardia. Aun así, el joven se resistió, peleando contra los dos, aunque sin soltar la bicicleta ni el resto de su equipo.

    —¡Puedo pedalear por la red! ¡Me lo ha prometido la Doctora! —protestó a gritos.

    Tuvieron que detenerlo por la fuerza y arrastrarlo hasta el interior del edificio, quitarle su casco multicámara, el revoltijo de cables, ordenadores y demás artilugios, y ponerle una camisa tan prieta que ni siquiera podía mover los brazos.

    Después le ataron a la cama de su habitación recién aseada, le obligaron a tomar unas pastillas y le encerraron bajo llave. Su madre se asomó a la pantalla gigante que presidía la habitación y repitió: «Tienes que recuperarte, hijo. En ese hotel estás bien. Afuera corres peligro y nosotros no podemos protegerte. Ya sabes lo ocupados que estamos».

    Pasó tantas horas atado que temió haberse descolgado de la red para siempre.

    ‘Me moriré. Ahora sí que moriré’.

    ***-***

    LA REBELDE

    A cientos de kilómetros del sanatorio donde se encontraba Aníbal, en un olvidado rincón más allá de los interminables bosques y océanos de nubes en torno a las montañas que separan Hoyuelos del resto del mundo, Yaray preparaba también su huida.

    La joven se asomó por última vez a la ventana de su dormitorio, justo bajo el tejado de pizarra de su vieja casa en la aldea de los Flojos, levantada unos cuantos cientos de metros por debajo del volcán dormido. En las paredes del cuarto colgaban sus dibujos realizados con pintura morada. Extraños trazados de divertidas casas, bancos para sentarse en el exterior hechos de roca y madera de roble, fuentes decorativas y hasta planos de calles enteras en piedra. Era una afición que tenía la joven desde que de muy pequeña observara a sus mayores trabajar la roca y construir sus vastas viviendas y corrales con el aliento del volcán sobre sus cabezas. Yaray pensó llevarse algunos dibujos de recuerdo.

    —Rojem on —dijo desechando la idea. La joven no quería que le invadiera la Tristeza si recordaba su casa. Ahora tenía motivos para sentirse feliz—. Son somav ed al aedla —le anunció a Celoso con una ilusionada mirada.

    —Beeeeehhhh —protestó éste mostrando su desacuerdo. Al pequeño cordero ni le gustaba el plan de la chica ni el idioma enrevesado de los Flojos.

    —Ya sé que no quieres venir, cobardica —contestó Yaray a su mascota cambiando de lengua—, pero se acabó. Cuando se den cuenta, estaremos muy, muy lejos. Tú verás si prefieres quedarte aquí solo.

    A Yaray no le disgustaban sus tristes vecinos, pero estaba más que harta de cuidar a los animales, bajar a la fuente a por agua, encender el fuego cada día y poner aceite en los candiles para iluminar la casa en la noche. Tampoco le gustaba mucho cuidar a su madre y a sus dos hermanos mayores cuando les invadía la Tristeza. Desde hacía tiempo tenía la seguridad de que sólo saliendo de El Roquedal podría librarse de esa enfermedad que asolaba allí a todos en cuanto se hacían adultos. Contraer la Tristeza que padecían los Flojos era lo que más espantaba a la joven.

    Aunque su familia no celebraba aniversarios de ningún tipo, Yaray sabía que ese mismo día ella cumplía quince años, la edad a la que nos hacemos adultos en esta parte del mundo.

    A mí aún me quedaban unos años, pero ya hablaré de mí cuando llegue la ocasión.

    La madre de Yaray llevaba meses observándola, temiendo que contrajera la enfermedad de la Tristeza de un momento a otro, sin haberle encontrado en la aldea un padre para sus hijos. Ella seguía rechazando sin miramientos a los candidatos, riendo por todo y con las mismas ganas de vivir que cuando era niña.

    Ahora ya le quedaba poco tiempo.

    Tenía que arriesgarse.

    Fuera de la aldea nadie sufría el mal que aquejaba a los suyos. Lo había comprobado en el poblado vecino de los Pasocompensados y en sus encuentros con sus enemigos naturales, o sea, con nosotros, los habitantes de Hoyuelos de Mar. A pesar de las advertencias de sus mayores y del riesgo que suponía acercarse a las tierras de sus enemigos, Yaray ya nos había visitado muchas veces.

    Metió ropa y alimentos para ella y su mascota en un cesto, se puso su chaquetón de lana por encima del largo vestido y, bajo la mirada supervisora de Celoso, eligió con cuidado un bote de pintura morada y unos cuantos pinceles.

    —Debo ser precavida; por si me vienen los dolores.

    En seguida se plantó con Celoso en el exterior de la casa, la más grande de toda la aldea. Pasó a toda prisa junto a los corrales donde se guardaban las ovejas y, una vez lejos de aquellas sólidas viviendas de piedra, Yaray bajó con enorme facilidad entre las peñas hacia el poblado de los Pasocompensados para seguir después descendiendo hacia nuestro valle, el valle de Hoyuelos.

    Desde la cima de El Roquedal, necesitaba sólo unas horas para llegar hasta la angosta carretera que circula paralela a los acantilados y termina en nuestro pueblo. Es la Carretera del Camión de la Leche. La fugitiva, sin embargo, decidió llegar hasta ahí por el trayecto más largo. Aunque tardara, iba a bajar el monte dando un rodeo y evitando el poblado de los Pasocompensados. Si nadie la veía, nadie podría informar a sus perseguidores. Sus dos temibles hermanos saldrían en su busca en cuanto descubrieran que se había escapado.

    Esta vez, la joven no tenía planeado ir a Hoyuelos de Mar. Tomaría justamente la dirección

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