Yo si me caso
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Yo si me caso - Corín Tellado
CAPITULO I
MIGUEL Pereira era un hombre bien educado.
Pero cuando llegaba al estudio de su amigo Mario Piccolo, maldito lo que reparaba en sus principios educativos.
Se tendía en un diván, extendía las piernas sobre una mesa, echaba la cabeza sobre el respaldo del asiento, y mientras fumaba un cigarrillo de tabaco negro, sostenía en la mano libre un vaso de whisky, del cual bebía a pequeños intervalos.
Aquella noche no parecía tan relajado.
Ni tan familiar, aunque, dado el modo de ser del italiano residente en España, no era posible apreciar la diferencia. Al menos, Mario Piccolo no la apreciaba.
—De modo que se fue…
Mario no se percató de la oculta ansiedad.
Él iba a lo suyo.
No daba importancia a nada.
Para él, sólo existía una cosa importante. ¿Importante? Importantísima. Su deseo de triunfar en España. Su afición al canto, su afán a la música ligera, que estudiaba sin cesar. Y, como persona centrada en un solo deseo, su ansiedad por toda la amistad de los periodistas que tenían cierto nombre.
Miguel Pereira empezaba a tenerlo, y a Mario eso sí que le interesaba en extremo.
—¿Cuándo se fue?
Mario, que manipulaba en una guitarra eléctrica, apenas si levantó los ojos.
—No vino —dijo.
Miguel apenas si se movió en el sillón que ocupaba.
Quitó el cigarrillo de la boca. Bebió un sorbo de whisky, que, por cierto, era de malísima calidad. Pero tampoco se le podía pedir a Mario Piccolo un whisky escocés, no teniendo, como no tenía, ni una peseta, salvo las que ganaba en sus galas en salas de fiesta de no muy elevada categoría, precisamente.
—¿A quién esperas? —preguntó antes de responder.
Mario se alzó de hombros.
—Siempre espero un buen contrato —y dejando la guitarra para ir a su lado— Oye, ¿por qué no me haces una interviú y la colocas en un buen periódico?
Miguel no bostezó.
La verdad es que Mario siempre le hacía bostezar, y si iba por su pequeño estudio de la calle Princesa, era única y exclusivamente por verla…
Al no encontrarla allí, de ahí su reiterada pregunta, que, por lo visto, Mario no acababa de entender.
—No es posible —dijo sin olvidar de que debía de preguntar otra vez por Ana— La última que te hice, duerme aún en el cajón de mi despacho.
—Tú tienes garra, fuerza, influencia con el director del periódico. Dicen… Lo dicen, ¿eh? Que estás nombrado para director.
—Bobadas. Además, entérate de que eso no me interesa. Yo prefiero ser lo que soy. Me gusta husmearlo todo. Me encanta meter las narices, como si dijéramos, en todos los camerinos de las actrices, en todos los rincones de las salas de fiesta. En los aeropuertos… Además, no estoy bastante maduro para dirigir un periódico, y a mí como me gusta hacer las cosas bien… o no las hago, o las hago como se deben de hacer. ¿Está bien claro, Mario?
No cejaba.
Mario aprovechaba todas las circunstancias.
—No me digas que no tienes influencia para colocar una interviú mía en un buen periódico o una de esas revistas para las cuales escribes todos los días.
—Influencia yo la tengo —apuntó Miguel parsimonioso— Pero tú careces de interés para el lector. No me mires así. No me censures. No hay cosa peor que el halago falso en la boca de un amigo a otro. No soy yo quien tiene que elevarte. Eres tú, con tus valores personales, artísticos, quien debe elevarse, y después una ayuda publicitaria por parte de los amigos, es el complemento —le apuntó con el dedo enhiesto— Pero, ¡ojo! Antes debes trabajar tú. Luchar por la superación.
Mario empezó a rasgar la guitarra y entonar una canción melódica.
—¿Lo hago tan mal?
Miguel se alzó de hombros.
—Muchos lo hacen peor —confesó sincero— y están en la cumbre. Tienen galas a montones, y si no se drogan, llegan a donde quieren. Ese es el camino.
—De las drogas.
—No seas burro. Es el camino para llegar. Me refiero a la lucha. Que cantes un poco mejor o un poco peor, apenas si importa. Lo esencial es que sepan que existes.
Cambió la postura, y como Mario hizo un alto para beber un sorbo de agua mineral, preguntó de nuevo.
—De modo que se fue.
—¿Irse?
Levantó el brazo y señaló hacia la puerta.
—Me refiero a tu vecina.
—¿Ana? Sí, hombre. Se examinó, salió bien y se fue al pueblo a disfrutar sus vacaciones. Pero vendrá dentro de dos meses.
—Se fue con… sus padres —dijo sin preguntas.
—¿Padres? No los tiene.
—Ah… no.
—Caramba —farfulló Mario sin dejar de manipular en su guitarra eléctrica y sacudiendo sus cabellos demasiado largos, a juicio de Miguel, que no entraba por la nueva moda— ¿No sabes de ella tanto como yo? La teníamos al lado, ¿no? Tres meses aquí.
—Yo sólo la veía aquí contigo —y de súbito, la pregunta que quemaba sus labios— ¿Estás enamorado de ella?
Mario se le quedó mirando con la boca abierta.
Y Miguel volvió a preguntar, sin esperar respuesta.
—¿Y ella de ti?
Mario se inclinó hacia adelante.
A juicio de Miguel, era tan zoquete que jamás se daría cuenta de que él amaba a aquella chica provinciana llamada Ana Mateos, que estudiaba para periodista. —¿Qué dices? —casi vociferó Mario— ¿Cómo voy a estar enamorado de ella? Teníamos charlas, y yo siempre procuro no esquivar ni a los estudiantes de periodismo, ni a los que ya lo son. ¿Tengo necesidad de disimularlo?
Y como Miguel parecía confuso, añadió rápidamente, olvidándose ya de Ana Mateos.
—Oye, ¿por qué no probamos? Hacemos una entrevista graciosa, hombre. Es seguro que si soy ingenioso, y lo soy en mis respuestas —carecía de vanidad, al revés— el director del periódico, sólo con que tú hagas un poco de fuerza, la publica.
Miguel se puso en pie con cierta pereza.
No era un tipo apolíneo. Lo era infinitamente más Mario, con sus ropas estrafalarias, su melena, su aire bohemio.
En realidad, Miguel Pereira podía ser un culto intelectual, pero brillantez física no tenía. Ojos oscuros, entre grises y negros, pelo negro, no muy alto. Un pantalón gris, una chaqueta sport, un cigarrillo en los labios… Eso era Miguel. Y él lo sabía. Sabía que nunca descollaría por su figura.
—Tengo que irme. Pensaré en esa interviú. Pero antes hablare con el director.
* * *
Isabel y Patricio Mateos estaban muy tiesos en sendas orejeras.
Ana jamás los vio así.
Cierto que eran sus tíos, y cierto asimismo que jamás los entendió bien. Pero en aquel momento los entendía peor que nunca.
—Ya lo has oído —dijo Patricio Mateos con voz ronca— Aquí, no.
Ana cayó sentada en una banqueta.
Casi se clavó los clavos del