Milton López a su servicio
Por Rafaela Bósquez y Carlo Cortés
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Pero al fin, esto no perjudicará en gran medida a Milton, quien encontrará el trabajo de sus sueños, lugar donde podrá desplegar todas sus características para el bien, y nadie –esperemos–, salga perjudicado.
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Milton López a su servicio - Rafaela Bósquez
Milton López a su servicio
Rafaela Bósquez
Edición y diseño equipo Edebé Chile
Ilustraciones de Carlo Cortés
© Rafaela Bósquez
© 2018 Editorial Don Bosco S.A.
ISBN: 978-956-18-1184-3
Editorial Don Bosco S.A.
General Bulnes 35, Santiago de Chile
www.edebe.cl
docentes@edebe.cl
Primera edición digital, julio 2019
Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos químicos, electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.
Índice
El inocente de Milton
El primer sospechoso
Doris
El día del Maxiahorro
Refuerzos
Tranquilidad ante todo
El asalto
El perfil del sospechoso
Una visita angelical
¿Vacaciones?
Una nueva alianza
El primer arrestado
Evidencias, más evidencias
¡Por fin atrapamos al maleante!
Una nueva banda criminal
El inocente de Milton
Esa madrugada era muy especial. Algo le decía que este trabajo sí resultaría. Se levantó a las cinco de la mañana, lustró los zapatos tres veces, tomó su leche tibia y luego se dio un baño con agua muy caliente, sin faltar sus dos chorros bien fríos. Se vistió con su camisa blanca de cuello almidonado, un pantalón con la línea simétricamente marcada y el chaleco característico de su nueva labor.
–¡Todo listo!
Milton López comenzaba una nueva experiencia laboral. Atrás quedaron los días como ayudante de la feria del barrio. Ese trabajo le había encantado, pero su dificultad para reconocer algunos colores, le hizo rendirse.
Los duraznos conserveros son los suaves, los nectarines, más duros. Los melones tunas son los tersos y los calameños, los ásperos
. Repetía cada día al ir a su trabajo. Debía concentrarse en las texturas, antes que en los colores. Un día de esos, llegó un cliente.
–Quiero duraznitos, Milton.
–Dígame, don Carlitos, ¿de cuáles quiere?
–Quiero de los conserveros.
–Fácil –se dijo el ayudante–, esos ya me los aprendí. Son los suaves, los suaves.
–Pero, que estén pintones, amigo –agregó el vecino.
–¿Pintones? Pintones, pintones, ¿cómo reconocer los pintones?… –se repetía– Caserito, mi amigo, el Cabeza de Choclo lo va a atender.
De esa forma, terminó su carrera en la feria. Josefina, su madre, siempre le ayudaba.
–Tráeme tu polera amarilla, la del color del sol –le aclaraba–. ¡Qué lindo collar me hiciste! Te quedó del mismo color de tu leche chocolatada.
Después de salir del colegio, Milton trabajó una temporada en el circo Pomarolitas como ayudante en la limpieza. Le parecía el mejor trabajo del mundo, sin embargo, se confundía con las instrucciones de su jefe, el dueño del circo. Él era un hombre alegre, pero muy bromista y encontró en Milton una divertida víctima.
–Anda a limpiar la jaula de la fiera –le dijo una vez.
Milton tomó sus herramientas de limpieza y, tiritando, se dirigió a la jaula del león.
–No, a la jaula del gatito no, inocente, te dije a la habitación de la fiera, de mi esposa –y soltó una sonora carcajada.
A pesar de lo mucho que disfrutaba este trabajo, le resultaba complejo seguir las instrucciones al pie de la letra. Así, terminó trasladando las pesas del hombre forzudo de una carpa a otra; limpiando los columpios de los acróbatas arriba de un monociclo; lavándole los dientes al tragafuegos…
–¡Es muy inocente! –siempre repetía su madre disculpando a Milton y contaba de aquella vez en que la profesora le había pedido que trajeran legumbres para hacer un experimento y él llegó con una olla repleta de porotos con riendas.
También tenía un trabajo de fin de semana. Era el aguatero oficial del club de su barrio. Los halcones
jugaban cada domingo por la mañana y, ganaran o perdieran, celebraban comiéndose unas empanadas de queso que vendía la señora Delia en el carrito de la feria. Milton, con su tenida deportiva, llegaba muy temprano para reconocer el terreno de juego. Ponía algunas botellas de agua en las esquinas de la cancha, limpiaba la banquita de madera donde se sentaban los jugadores y quitaba las piedras del terreno de juego para que nadie tropezara. Todo esto lo hacía trotando por la cancha, lo que le llevó a tener un excelente estado físico.
Un día, después de las Fiestas Patrias, algunos jugadores llegaron tarde y uno ni siquiera se presentó. Entonces, el capitán del equipo se acercó a Milton.
–Amigo, el goleador del equipo anda con la caña, así que nos falló. ¿Podrías entrar y reemplazarlo?
–¿Con la caña? ¿Fue a pescar? Es difícil llegar hasta acá con una caña de pescar al hombro, pobre…
–¿Qué estás hablando, Milton? Pero dime, ¿vas a jugar o no?
–Sí, por supuesto. En mi bolso, cada domingo, llevo la camiseta del equipo… en dos minutos entro…
Ese día, el partido estuvo muy disputado. Al final del segundo tiempo empataban 1 a 1. Fue entonces cuando Milton recibió un pase de mitad de cancha. Detuvo la pelota con el pie y corrió a más no poder. Como conocía la cancha a la perfección evadió a los defensas y sin ninguna extravagancia pateó la pelota con la punta de sus botines en dirección al arco y anotó el gol del triunfo. Desde ese día Milton, junto a su labor de asistente de hidratación, tomó el rol de reemplazo oficial para partidos de alta jerarquía. Sin embargo, este solo era un trabajo de sábado o domingo. Él quería ser útil toda la semana.
Entonces, llegó