Siempre con mis amigos
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Ana Maria Machado
Hans Christian Andersen Award winner Ana Maria Machado is one of the world's most distinguished writers for children, with more than 100 books published in her native Brazil and in more than 18 other countries. She lives in Rio de Janeiro. Visit Ana Maria Machado's website: http://www.anamariamachado.com/
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Siempre con mis amigos - Ana Maria Machado
Ana María Machado
Siempre con mis amigos
Traducido por Rafael Chacón
1 Mi mejor amiga
—¿vas a salir así?
No sé muy bien cómo reflejar la entonación de este así. Tal vez deba añadirle signos de interrogación al principio y al final de la frase. O escribirlo todo inclinadito, para recordar la boca torcida con que él pronuncia esta palabra. O ir variando el tamaño de las letras, e incluso repetir esa i final para mostrar cómo su voz va subiendo y se prolonga en un espanto total. Sus cejas arqueadas acompañan a la pregunta con un aire de crítica, de reprobación, del más profundo desprecio.
—¿Vas a salir asíííí?
Puede parecer estúpido escribir una palabra de esta forma. Pero eso no es nada, comparado con la cara de estúpida ambulante que se me pone cuando veo que estoy a punto de salir, ya casi despidiéndome, y oigo el comentario asesino.
Porque es un comentario, por más que parezca ser solamente una pregunta. Pero es también una forma de asesinato, ya que mata toda mi alegría, por bueno que sea el plan que me espera. Un plan por el que llevo muchos días esperando, para el que yo me he venido preparando con la mayor dedicación.
Y solo con mirar el montón de ropa que queda encima de mi cama después de vestirme, ya da una idea de cómo he experimentado con blusas y pantalones, de cómo me he probado faldas y vestidos, de cómo he intentado comprobar si me quedaba bien esta o aquella pieza, o si un color combinaba con otro. No, si me pongo este pantalón, no puedo vestirme con una blusa holgada. Este top no me pega nada, voy a sentir frío, y ninguna chaqueta va con su color. Este otro me aprieta un poco el pecho y hace que la barriga parezca mayor de lo que es. ¿Y si me cambiase de pantalones? Estos de aquí, no; hacen que la poca celulitis que tengo en los muslos se vea más, a pesar de que todo el mundo dice que estoy delgada y que una chica de mi edad casi nunca tiene celulitis. Sin embargo, el espejo me dice algo distinto. Quiero decir que yo lo veo así. A fin de cuentas, tengo la obligación de observar cómo mi propio cuerpo cambia antes de que lo perciban los demás. Con suerte, incluso antes de que el espejo me lo muestre.
Y siempre es así. Yo pienso en esas cosas, converso conmigo misma, a veces incluso hablo entre dientes o refunfuño en voz alta. Y voy sacando perchas del armario, vaciando cajones, escogiendo o rechazando cosas, y lo echo todo encima de la cama. Veo cómo crece aquel montón de ropa y me entra pereza. Sé que debería ordenarlo todo antes de salir, para no tener que enfrentarme con aquella montaña de tela cuando vuelva de la fiesta con sueño y ganas de dormir.
Pero pensarlo no me vale de nada, porque siempre que me pasa esto, es ya la hora de salir y sé que no me va a dar tiempo. Y al volver, por culpa del asunto este de dejar las cosas tal cual, de cerrar la puerta de mi habitación con llave y salir con disimulo para que nadie me vea, más de una vez tuve que tirarlo todo al suelo, porque vengo muy cansada y quiero irme derechita a la cama. Y, además, tengo otras preocupaciones. Miro el reloj a cada instante, compungida porque todavía no he comenzado a maquillarme. Ni siquiera veo la manera de cómo arreglarme este pelo, en el que, para variar, se me ha formado una onda tan grande, que debe servir incluso para que alguien practique el surf en ella. Necesito encontrar unos zapatos adecuados en el armario de mi madre, especialmente si voy a llevar falda, porque si la llevo, no quiero ir en zapatillas deportivas, aunque, a fin de cuentas, siempre acabo usando las mismas sandalias.
En resumen: me lleva siglos escoger la ropa, años conseguir un peinado más o menos satisfactorio, horas maquillarme para parecer de lo más natural y casi sin maquillaje, como todas las revistas aconsejan. Y, al final de toda esta tarea, cuando me miro en el espejo antes de apagar al luz y salir de la habitación, cuando tengo suerte o un día feliz, pienso que no me ha quedado todo tan mal, que puede ser que por una vez no me sienta la más desastre y horrorosa de la pandilla. En ese momento paso por la sala para despedirme de mis padres y oigo:
—¿Vas a salir asííí?
El que me conozca, sabrá ya quién ha hablado. Y siempre es él, Rodolfo. Mi hermano Rodolfo, en verdad Luis Rodolfo, dos años mayor que yo. Especialista en chafarme todo y hacerme sentir una basura.
Mi madre intenta salvarme la noche:
—¿Así, cómo? Tienes una gracia...
Y es justo en ese momento cuando Rodolfo comienza a argumentar que mi blusa está demasiado escotada, que la falda me va demasiado justa, que el vestido está demasiado apretado, o demasiado transparente. Qué sé yo, todo es demasiado, pero nunca de aquella maravillosa e incomparable forma, que evidentemente es un elogio, de quien suspira y dice: ¡Vaya, ella sí que es demasiado!
No, con Rodolfo no pasa nada de eso. Es siempre señal de que me he pasado del límite y que llevo una ropa demasiado absurda. Tan absurda que la gente —no sé quién, pero él siempre dice «la gente»— va a creer que yo soy lo que no soy.
Pero esta vez él no tiene ningún motivo para decirlo. No llevo nada demasiado. En todo caso será de menos. Voy a salir vestida con ropa supermoderada. Me he puesto una camisa a cuadros de mi padre por encima de la blusa y de los pantalones largos, como si fuese una chaqueta.
—Estás ridicula. Menos mal que no vienes conmigo, iban a tomarme por la última mona. Pareces uno de esos tipos que van a un baile funk. Solo te falta un pantalón bien ancho y un gorro con el ala vuelta hacia atrás —fulmina Rodolfo—. Vas a acabar creando todo tipo de confusiones.
Echa una risita para aprovechar la pausa, y añade como si estuviese explicándose:
—Si vas así, Tatiana, corres el peligro de que los funkies te confundan con alguien de una banda rival.
¡Ya está bien! ¡No aguanto más! Me siento una basura, fea, como si tuviese formas de hombre. Así ningún chico va a fijarse en mí.
Ahora ya no me da tiempo a cambiarme de ropa. El padre de Adriana ha llegado para recogerme y ya ha dado tres bocinazos abajo, y él es de los que se enfadan si alguien se retrasa.
Entro en el coche casi asfixiada.
—¡Vaya, Tatiana, estás demasiado! ¡Ese vestido es superguay!
Debo de estar hecha un horror. Apuesto a que Adriana ha comprendido desde el principio que yo necesitaba unas palabras de aliento y dice estas cosas solo para consolarme. Y continúa:
—Tendría que haberme puesto de acuerdo contigo para que me ayudases a vestirme en casa y darme algunos toques. Incluso te he llamado para saber qué ropa ibas a llevar, pero el teléfono estaba ocupado.
—Era mi hermano con una de sus novias —expliqué.
—Ya me lo imaginaba —dijo Adriana—. Aunque he insistido porque quería pedirte tu opinión.
—¿A mí? ¿Cómo voy a dar ninguna opinión sobre la ropa de los demás? Además, yo, con esta pinta...
—¡Claro que puedes, Tatiana, qué tontería! Todo el mundo se viste de la misma manera, parece que van uniformados. Tú, no. Incluso puedes repetir la misma camisa o el mismo pantalón, pero siempre consigues inventarte un toque diferente para combinarlos. Leí algo de eso el otro día en la revista Ternura. Hay gente que es así, que crea moda, inventa cosas que al poco tiempo usa todo el mundo. Es un