El silencio de los pájaros
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Una solitaria mujer recibe las esperanzadoras cartas de un admirador secreto.
Padre e hijo viajan al pasado con una caja de cenizas en las manos.
Un músico ciego recorre a tientas un pequeño pueblo del interior.
Un poeta ignoto le entrega el más valioso regalo al hombre que lo iluminó con sus palabras.
Un grupo de niños planean un mágico rescate.
Un abuelo, su nieto y un perro ven lo que el río devuelve a los hombres, mientras los pájaros callan.
En los ocho cuentos de este libro, Horacio Cavallo construye un mundo de particular sensibilidad gracias a la calidad sugestiva de su prosa. Las vidas de los personajes que habitan ese mundo son antiguas, vidas que han llegado a un punto en el que un solo gesto de bondad, de sencilla ternura, puede devolverles una parte de su fuerza original.
Mucho tiempo después de que el lector haya abandonado estas páginas, esos personajes continuarán en su memoria, buscando nuevas oportunidades de redención, y, quizá, encontrándolas.
Un nuevo relato se añade a los siete que conformaban la primera edición de este volumen. Se trata de "El sabor de la nieve", originalmente publicado en el libro colectivo Exposición múltiple (Alter Ediciones, 2015), un texto que, además de ser una prodigiosa muestra de técnica narrativa, alcanza una gran hondura emotiva y se ubica entre las mejores piezas breves del autor. El nuevo conjunto amplía así los márgenes de su universo simbólico y ofrece nuevas posibilidades de diálogos cruzados.
Cabe señalar que luego de obtener el Premio Nacional de Narrativa Édita del Ministerio de Educación y Cultura en 2015, varios de los relatos de este libro han formado parte de antologías en diversas lenguas.
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El silencio de los pájaros - Horacio Cavallo
Horacio Cavallo
El silencio de los pájaros
Ilustraciones: Gonzalo Delgado Galiana
ilustración de Gonzado Delgadologo.jpgEse pájaro lleva el sol en su corazón.
Cuando comience a cantar
habrá mucho silencio aún entre su música
será posible comprenderla
pero después muy lentamente
la música crecerá
y en el ardiente mediodía
en el mediodía inmenso y furioso
el pájaro y quien le seguía habrán desaparecido
Raúl Gustavo Aguirre, Parábola
Las cenizas del padre
La caja de las cenizas está caliente, como en la tarde anterior, cuando se la entregaron en el crematorio municipal. Leonel esperaba que fuera su padre quien diera el paso hacia el funcionario de los brazos extendidos, pero ante su quietud él mismo se acercó abriendo las manos. Sintió el calor junto a su pecho. Dos kilos de ceniza que sostuvo sin saber qué hacer, ajeno a los procedimientos del ritual. Lo extraño es que ahora, mientras la citroneta acelera hacia el noroeste conteniendo el murmullo de la radio, vuelve a sentir ese calor. Deja la caja en el piso del auto, la sujeta con los tobillos y echa el humo hacia delante.
Unas veces lo distraen las arboledas interminables y otras, las manchas claras y oscuras que encierran los alambrados, la constante luminosidad del verde. El ronroneo del motor apenas le dejaría escuchar a su padre si se le ocurriera hablar.
El padre conduce con los hombros juntos y la mirada fija en la carretera. Leonel ha visto a pocas personas manejar con esa sensación de temor. Cuando dejaron Fraile Abdiel y se volvieron a la capital con el padre de su madre, a quien ahora, por piedad o por egoísmo, devuelven al pueblo, parecía lógica la pesadez de los tres atravesando caminos de tierra y al final acelerando sobre esa lengua interminable que era la carretera empeñada en mantener el resplandor.
Leonel acababa de cumplir quince años cuando su madre y la hermana de su madre naufragaron mientras volvían de Buenos Aires por las islas, en una lancha a remo que viajaba en la noche. Algunos en el pueblo reconstruyeron historias turbias: disparos, brazadas, paquetes enormes que flotaban arrastrados por la corriente. El único sobreviviente confesó que la lancha empezó a hacer agua en la mitad del cruce y que venía demasiado baja por el sobrepeso. El tipo que hacía los viajes era un hombre de río. Conocía las islas y era capaz de nadar durante horas, incluso sin quitarse la ropa. Solo una vez habló con Leonel de la desgracia. Le dijo que ninguna de las dos quiso sacarse la campera ante la advertencia; ni siquiera las botas. Nadie se salva en el río con las botas puestas, le explicó apoyándole la mano en el hombro, en una sentencia que lo eximía de culpa.
La madre y la tía de Leonel cruzaron el río para abaratar los gastos de la fiesta de cumpleaños de Begoña, sobrina de una, hija de la otra. Más de una vez Leonel se detuvo a pensar hacia dónde arrastró el río ese vestido blanco. Se imaginó a sí mismo, desde lo alto, recorriéndolo, observando una enorme mariposa blanca que emergía y se hundía, aleteando. La misma suerte corrieron las hermanas: la desgracia de no encontrar un pedazo de tierra donde ser lloradas.
A eso fue a lo que se resistió el viejo —ese tipo que ahora es un puñado de cenizas dentro de una caja—, a que sus cuerpos no estuvieran en ningún lado. Por eso, aunque en los últimos años no dijo una palabra, ellos lo vieron descomponerse en la habitación del fondo —piensan prender fuego ese cuartucho cuando vuelvan, porque nada podrá sacar el olor de las paredes—, donde encontraron la carta en la que solicitaba que lo llevaran a la costa de Fraile Abdiel y arrojaran sus cenizas al río.
*
Se detienen en una estación. Cargan combustible y dejan enfriar el motor. Entran al bar y beben café con los ojos puestos en la ruta. Cada tanto Leonel se observa en el reflejo del vidrio. Tiene la cabeza rapada y la barba y el bigote crecidos. Mira a su padre, silencioso, como si realmente creyera que el viaje es un velorio rodante. Lo vio afeitarse antes de salir, cuidando de no cortarse. Una cicatriz en el rostro derribaría su presencia, esa corbata anudada, el cuello de la camisa, blanco como el de un cisne.
—¿Y si nos encontráramos con Begoña o con el tío? —pregunta Leonel, mirándolo a los ojos en el reflejo del ventanal.
—No vamos a ir a verlos. No tiene sentido —responde el padre después de un rato, mirándose las manos—, demasiado tiempo estuvimos sin noticias como para ir a golpearles.
—Tampoco nosotros los llamamos en estos diez años.
—La obligación era de ellos. Teníamos al viejo.
Pagan y salen. Suben a la citroneta y están un rato esforzándose por hacerla arrancar. Leonel vuelve a poner un pie de cada lado de la caja. El padre golpea la dirección y se pasa la mano por la cara. Se acerca el muchacho de la estación se ofrece a mirarla. El padre de Leonel le dice que hay que empujar. Bajan los dos. Leonel y el muchacho empujan desde atrás. Apenas consiguen moverla, el padre salta adentro y la enciende. Mientras corre, Leonel gira la cabeza para agradecer. El otro levanta la mano como si señalara el color del cielo.
ilustración de Gonzado Delgado: se ve a Leonel con una caja entre sus manosBegoña no tuvo su fiesta de quince. Al menos no la fiesta que planificaron con su madre desde que cumplió los doce. Fantaseo al que se sumó naturalmente su tía y del que los hombres de la familia se mantuvieron ausentes. Incluso su padre, un poco por resistirse a aceptarla mujer y otro por conocer sus limitaciones económicas.
Faltaban dos meses para el cumpleaños y tres para la fiesta, cuando se ahogaron la madre y la tía de Begoña. Así que durante esos días la muchacha no hizo otra cosa que llorar tendida en la cama. El día de llanto más intenso fue el de su cumpleaños. El padre la besó en la frente y le dio la llave de una motito que había sacado en varios pagos. El resto de la familia y muchos de sus amigos no la saludaron por el temor de reavivar la idea del festejo en pleno duelo.
Leonel fue a verla porque imaginó que su madre se lo pedía, un poco desde arriba y otro desde el oeste, por donde corrían las aguas del río.
El tío lo hizo pasar, le mostró la motoneta estacionada en el fondo, las frutillas de la torta que había encargado. Se rascó la cabeza mirándose los pies. A Leonel se le ocurrió que su tío parecía un perro que le pide ayuda a un niño para deletrear una palabra. Tampoco él sabía qué tenía que hacer. Miraba en silencio los adornos de la repisa, las manchas de humedad. Al final juntó coraje y golpeó la puerta del cuarto. Entró despacio. La luz de la ventana lo cegó y apenas reconoció a las muchachas como dos sombras arrinconadas. Acostumbrado al resplandor, se sentó frente a la cama. Se levantó de inmediato y fue a besarlas. El resto de la tarde dudó si realmente le había dicho feliz cumpleaños a Begoña. Recuerda, sí, el ruido de la bolsa, el portarretratos sin envolver, la foto de su madre y su tía, lejos, muy lejos, debajo de un sauce, con sonrisas, y muecas, y sombreros. Y de qué manera Begoña la llevó a su pecho y dijo no se sabe qué, y Eloísa que reclamó poder mirarla. Begoña se levantó a abrazarlo. Leonel respiró hondo el aroma del jabón y sintió cómo el pelo mojado de ella se pegaba a su cara. Mientras volvía a su posición observó su escote y siguió bajando hasta sus manos flacas que caían sobre las rodillas. Recorrió los muslos con cuidado de no ser visto por Eloísa.
Ellas quebraron el silencio volviendo a la conversación de un rato antes. Hablaban sin claridad de un muchacho, de un hombre. Leonel sabía interpretar eso. Se reían un poco más alto, o más bajo, mirándolo apenas, estirándose el pelo, mordiéndose los labios. Se reían.
Leonel estaba incómodo. Miraba por la ventana las ramas más altas del limonero. Se ponía de pie, seguía el caminito hasta las chapas del fondo. Un perro lo miraba sorprendido, daba vueltas y se echaba a la sombra. Al final largaba algo parecido a un ladrido agudo y breve.
—Vamos a hacer una fiesta —dijo Eloísa, buscando que se integrara—. Un festejo chiquito, entre nosotros. Pero no tenés que decírselo a nadie. —Leonel giró la cabeza sorprendido—. Ni a papá ni al tío les gustaría. Menos al abuelo —aclaró Begoña en un susurro.
—Qué bueno —dijo Leonel con la boca entrecerrada. Volvió a perderse en las piernas de su prima, aprovechando que el sol le daba en la cara y cada cosa