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Libro electrónico232 páginas3 horas

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Información de este libro electrónico

Un libro único que reúne las páginas clave del pensamiento de Zaid en torno a la lectura.
Hay quienes ven pasar personas delante de su ventana como si se tratara de un paisaje y hay quienes, a partir del examen detenido de esas personas, se percatan de que nada en la marcha de esos individuos es gratuito. También hay quienes pasan la vista por miles de páginas sin sentir ese compromiso, esa gracia que libera. Leen para acumular, para trepar. Otros, más bien pocos, disfrutan al leer personas, lugares, estadísticas, mapas, versos, ideas. Y van más allá: son congruentes entre lo que leen y lo que hacen. Buscan la claridad, y si la encuentran, la transmiten. Para ellos Gabriel Zaid es un maestro de lectura. Este libro es un homenaje a ese lector. Fernando García Ramírez
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2016
ISBN9786075270371
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    Estupendos e interesantísimos ensayos que abarcan desde temas literarios hasta prácticos y mundanos. Pude encontrar mucha sabiduría entre sus páginas.

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Leer - Gabriel Zaid

RAMÍREZ

Lectura y realidad

¿Cómo leer en bicicleta?

Para montar en bicicleta es preciso no tener miedo, sujetar el manillar con flexibilidad y mirar al frente y no al suelo.

Enciclopedia Espasa, artículo Bicicleta

Siguen detalladas instrucciones para el pie izquierdo y el derecho. Para evitar irritaciones (prostatitis). Para los neurasténicos. Así como advertencias si los riñones no funcionan bien y reflexiones sobre las aplicaciones que este rápido medio de locomoción pudiera tener en la guerra, tales como la creación de cuerpos de infantería montada en bicicletas.

Lo que no viene es cómo seguir tan largas instrucciones: si han de aprenderse de memoria, o ser leídas en voz alta por un amigo que lleve el pesadísimo volumen al galope, él a pie y uno en bicicleta, o si ha de ponerse un atril sobre la misma para ir leyendo…

No hemos podido contener la risa. Se oye un largo chiiit, y todos en la sala nos miran. Sí, fue una profanación. La bicicleta se hizo real, nos hizo reales: entró, bárbaramente, como a caballo en una iglesia.

Pero si leer no sirve para ser más reales, ¿para qué demonios sirve?

La efectividad poética

Que el autor salga de personaje en su obra no es moderno. Ahí están los poemas de Catulo, las Confesiones de San Agustín y todo texto de circunstancias cuya primera persona (en un poema, en una carta, en un manifiesto) es el firmante. Lo moderno es arriesgar la identidad del firmante con el personaje del autor, y su recreación por el lector, comprometido y arrastrado al mismo riesgo: Tú, hipócrita lector, mi hermano, mi semejante (Baudelaire). Lo moderno ha sido el romanticismo de esa lucidez.

La forma en que se asume Pablo Neruda en el poema Farewell no es la de un firmante de manifiestos. Sin embargo, la efectividad del poema se apoya precisamente en el equívoco de firmar como autor lo que dice el yo de su personaje (que abandona a su novia, dejándola embarazada):

Desde el fondo de ti, y arrodillado,

un niño triste, como yo, nos mira.

En esta zona equívoca, y con la misma efectividad poética, se da uno de los últimos poemas de Cernuda. Para la efectividad del poema, no hace falta saber si Luis Cernuda Jiménez fue homosexual o no. La efectividad es interna y depende de que el autor como personaje nos asoma, románticamente, al abismo de su lucidez. El personaje que habla en primera persona es un viejo tentado por adolescentes codiciables, pero el autor como personaje es también el irónico espectador: un viejo que hace un tango cruel (Adiós, muchachos, compañeros de mi vida) con ese personaje, y con el lector, naturalmente:

Muchachos

Que nunca fuisteis compañeros de mi vida,

Adiós.

Si tanta poesía comprometida, supuestamente revolucionaria, ha sido regresiva, lo ha sido por simplista, porque no ha pasado de ser un manifiesto en verso. Parte de este simplismo viene de Sartre, que se enfada de que le endilguen tonterías. Recomencemos, pues, dice, sin alegría, en el prólogo del libro que pretende aclarar las cosas (¿Qué es la literatura?). Pero si algo deja en claro este libro es que el autor es todo un personaje, un personaje que ha encontrado a su autor, y que a través de Sartre anda en la calle y tiene injerencia en la realidad, como los personajes Unamuno,Vasconcelos y Ortega. Sus lectores no están frente a una serie de escuetos razonamientos que quieren decir esto y aquello (me leen mal, me leen de prisa): están frente a un personaje animadísimo que habla constantemente, anda por todo el escenario y dice esto y aquello. Sus seguidores leen correctamente: quieren hacer, quieren actuar, quieren ser íntegros, auténticos, inteligentes, tajantes. Luego van y escriben un mal poema contra la United Fruit. ¿Hay algo malo en esto? Desde luego, el poema.

Sartre no dice, por supuesto, que deban escribirse esos malos poemas. Ni siquiera que deban ser buenos. Dice que no son poemas. Que en cuanto la poesía, según él, es insignificante e inservible, un poema que quiera decir algo, servir para esto o aquello, no es poesía aunque esté escrita en verso: es prosa. Distingue la poesía de la prosa como dos universos incomunicables: Los poetas son hombres que se niegan a utilizar el lenguaje. "La prosa es utilitaria por esencia. Yo definiría desde luego al escritor en prosa como un hombre que usa las palabras. El señor Jourdain [en El burgués gentilhombre de Molière] hacía prosa para pedir sus pantuflas. Hitler, para declarar la guerra a Polonia."

Los ejemplos son esclarecedores. Muestran un sentido práctico que rebasa a un joven imbécil, pero no tanto.Si quiere usted comprometerse, [me] escribe un joven imbécil, qué espera usted para inscribirse en el Partido Comunista. Sartre va más allá. Sabe que si Marx dijo: Hasta ahora los filósofos han interpretado el mundo, lo que hace falta es transformarlo, nada más transformador que esa genial interpretación. Sabe reconocer una acción por aclaración (action par dévoilement), aunque se la adjudica únicamente al prosista.

Y, sin embargo, aunque el libro se lea mal, se lea de prisa, no deja de leerse el trasfondo: el atrayente personaje que habla y habla, como Ortega y Gasset. Aunque quiera decir que la prosa es utilitaria, está diciendo que es poética. Está creando un mundo novelesco, cuyo protagonista (Sartre, naturalmente) encarna el lector. Un mundo que no puede resumirse sino recrearse, porque es mucho más que un Tráeme las pantuflas.

Sartre dice al personaje Sartre, se expresa asumiéndolo, es un poeta de sí mismo. Lo cual no tiene que ser enajenante, sobre todo si una cierta ironía con el papel que se asume —como en Catulo, Cervantes o Machado— subraya la distancia que nos libera de nuestros propios actos sin dejar de responder por ellos; que nos permite darnos sin perdernos, fundirnos sin confundirnos, alcanzar la plenitud de lo común sin dejar de ser únicos: comunicarnos de verdad.

Sin el personaje irónico del autor, unas líneas como

En mi soledad

vi claras muchas cosas

que no eran verdad.

se vuelven una expresión teórica de dudoso valor. Unos verán una solíptica reducción al absurdo del solipsismo. Otros, una nueva versión del aforismo de Heráclito: Siendo la razón común, viven los más como si tuvieran pensamiento propio (traducción de José Gaos). Otros llegarán a razonar, como Alonso, que qué puede haber de poesía en esto, máxime si de buena fuente supo que Machado pasó un examen de metafísica poco brillante.

Dámaso Alonso nos ha dado ojos para ver mucha poesía antigua y moderna, y es una lástima que por no ver en este caso no pueda ayudarnos. La única manera de entrar en este breve poema, de no leerlo como un recado que dijese: Comprar un kilo de azúcar, es leer al personaje del autor. Hay emoción, y hasta espanto, si el giro no fuese irónico, en esta escena de un hombre a solas que corre la aventura de pensar por su cuenta, que cree volver con algo maravilloso y que, al exponerlo a los demás o a sí mismo, descubre que es una falsedad o un Mediterráneo.

Ese movimiento de afirmación y gallardía (En mi soledad), de triunfo, de vuelta (vi claras muchas cosas) y de repentino desamparo (que no eran verdad), se compendia en tres líneas cuyo sesgo irónico ilumina esa caída en sí mismo del que estaba fuera de sí, esa vertiginosa caída en la cuenta del descubridor fallido, que creía haber llegado a algo y no llega a ver más que su propia caída. Lo cual es todavía llegar y descubrir otra claridad: precisamente la de estas tres líneas, que no son, ni pretenden ser, la otra claridad sobre la cual se pasan exámenes de metafísica.

La poesía puede aclarar el mundo (o no) como la prosa. No necesariamente deja de ser poesía cuando cuenta o reflexiona, ni siquiera cuando denuncia. Lo cual no quiere decir que sirva para aclarar de la misma manera, ni que todas las formas de action par dévoilement sean idénticas. Tampoco es un mundo aparte. La buena poesía, la buena pintura, la buena música, nos hablan desde la Ciudad de los Fines soñada por Kant, ni más ni menos que un ensayo abierto al Reino de la Libertad soñado en el libro de Sartre. Se es más libre leyendo El cántaro roto de Octavio Paz, y después de leerlo se anda más libremente por el mundo. Se puede discutir con ¿Qué es la literatura? gracias a ¿Qué es la literatura? El libro es una plaza pública igual que Hyde Park. Se sale con otros ojos a la calle después de ver los cuadros de José María Velasco. El mundo es más habitable después de Bach. La obra de arte tiene su propio mundo, pero además ensancha el mundo.

Que en el arte moderno prosperen la artesanía y el objeto de muy escaso mundo, o la obra que rompe con el mundo, no quiere decir que toda obra de arte sea un mundo cerrado, o que en lo sucesivo así será, o ni siquiera que eso sea lo más frecuente, ya no digamos lo más valioso, de todo el arte moderno.Hay cierta gloria en no ser comprendidos, dijo Baudelaire. Una cerrazón, a veces defensiva, a veces hiriente, surge con el arte moderno. Una ruptura que necesita (significativamente) la conciencia del rompimiento. Pero la ruptura tiene sus valores, que rebasan la simple negación de una comunión (fetichista, si la ruptura es valiosa). Hay rupturas estériles y rupturas creadoras. Y aun la negación porque sí, cuántas veces produce importantes descubrimientos. Si hubiese que gloriar lo que mueve a hacer cosas valiosas, habría que levantar un monumento a los malos motivos.

Una obra de arte es más que un objeto de arte: es un mundo. Si se quiere, un mundo en el momento de darnos con la puerta en las narices, pero no un simple objeto. Hay grados de franquía, y siempre los ha habido: lo que se vislumbra más allá en el momento en que la puerta se cierra (método moderno), lo que se insinúa al entreabrirse (método romántico) y el misterioso más allá patente, inagotable, con todo y puerta abierta (método clásico). Y hay también lo que no tiene puertas ni ventanas, el simple objeto de arte, no por eso despreciable, y de ninguna manera único o verdadero representante del arte moderno. Hay cierta gloria en no ser comprendidos que necesita dejarse vislumbrar, en el momento equívoco en que la luz existe precisamente para manifestar su cerrazón, para cerrar la puerta, sin acabarla de cerrar: ruptura que es todavía comunicante.

Ni el poeta ni el artista se niegan a tratar su lenguaje como un instrumento: se niegan a tratarlo como mero instrumento. Ya sea para poner un mundo aparte (si creen que es posible) o para ampliar los límites del mundo (se den cuenta o no), extienden las fronteras de lo real, sirven a un mundo nuevo que esperan ver con las manos activas y que aparece, si aparece, no por acto de magia o de fabricación, sino de servicio, de docilidad y de exigencia a lo que ese mundo pide. Ningún verdadero escritor tiene algo que decir embotellable en distintas formas. Ningún verdadero prosista hace un uso meramente instrumental del lenguaje.

Lo práctico es algo más que lo meramente práctico. El sentido práctico se ejerce con la totalidad del ser. No vamos mucho más allá que un joven imbécil si, al aceptar que la práctica está hecha de algo más que Tráeme las pantuflas, condicionamos esa aceptación con el pasaporte de la utilidad. Hay que dar el paso final y aceptar que eso más le da sentido práctico a la práctica.

En un mundo de cojos, aquel que habla de que hay seres con dos piernas es un visionario, un hombre que se evade de la realidad (Octavio Paz, El arco y la lira). En este caso, el poeta y el artista tienen en su contra tanto al intelectual comprometido como al tendero de la esquina. Y también a sí mismos, naturalmente, en cuanto suscriben o proponen teorías que reducen y desprecian la naturaleza de lo práctico.

A pesar de que el hombre de las cavernas hacía arte, y de que la gente más pobre baila y canta, hay quienes siguen suponiendo que el arte se hace después de haber resuelto los problemas prácticos, o por los pocos elegidos que están más allá de los problemas prácticos. Con lo cual, ya sea para enorgullecerse de ese lujo o para despreciarlo, se da por entendido que la dimensión estética del hombre es un lujo innecesario. Lo que se puede ver, más bien, es que esa dimensión es parte de la vida humana, que todo lo que se hace no tiene más remedio que estar más o menos logrado estéticamente. Hasta en las matemáticas, donde se dice, y no por mero decir, que una demostración es más o menos elegante que otra.

Lo innecesario se manifiesta por el arte, y tal vez por eso se ha llegado a creer que el arte es innecesario. Esto ignora que el hombre necesita que la necesidad sea innecesaria. Lo innecesario es la necesidad que integra todas las demás. Lo que constituye una obra de arte no es un tipo de materiales, como la palabra o el mármol, o de proceso técnico, como la composición musical o el dibujo. Es un tipo de efectividad lograda en la integración de unos medios. Unos medios perfectos para su necesidad específica y en el mismo acto para su innecesidad: ser diáfanamente lo que son; transparentar la efectuación que los trasmuta simultáneamente en medios y fines. La efectividad suprema es la del

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