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Hombres de metal
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Libro electrónico466 páginas6 horas

Hombres de metal

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Información de este libro electrónico

Una novela postapocalíptica sobre la lucha entre la naturaleza y la tecnología.
Warner Brothers contrató los derechos para llevarla al cine.
En un mundo que padece hambrunas, inundaciones causadas por los polos derretidos y una catástrofe económica general, el ejército de Estados Unidos envía a todos los rincones del planeta al Cuerpo de Infantería Remota, compuesto de miles de robots pilotados a distancia, mediante controles virtuales, por soldados desde sus escondites en bases subterráneas. Pero cuando una organización anarquista desactiva los medios de comunicación del gobierno, un grupo de soldados descubre que no controlaba los robots a la distancia: sus mentes han sido secuestradas, transmitidas vía satélite, y se encuentran atrapadas en los hombres de acero. Ahora los androides deben sobrevivir a la violencia y el caos para viajar desde Siria hasta el corazón de Europa, donde aguardan los cuerpos de sus tripulantes.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento1 oct 2015
ISBN9786077356615
Hombres de metal
Autor

Christopher Golden

Christopher Golden is the New York Times bestselling author of such novels as Of Saints and Shadows, The Myth Hunters, Snowblind, Ararat, and Strangewood. With Mike Mignola, he cocreated the comic book series Baltimore and Joe Golem: Occult Detective. He lives in Bradford, Massachusetts. 

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    Hombres de metal - Christopher Golden


    Para Howard Morhaim


    LIBRO UNO


    1

    En la mañana el mundo se vino abajo. Danny Kelso despertó, por última vez, al lado de Nora. Tenía la boca como si fuera de papier-mâché; su nariz aún conservaba el tufo de la cerveza. Al frotarse los ojos para arrancarles la costra de sueño, recordó la discusión de la noche anterior; la sonrisa cruel de ella, seguida por el furioso encuentro sexual que necesitaron para reconciliarse.

    —¡Mierda! —gruñó en voz baja, pues no quería despertarla.

    La verdad, el sexo no remediaba nada en absoluto. No aquella mañana. No ahora que estaba sobrio. Un día tras otro, repetir la pauta de peleas, seguidas de sexo, aumentaba un poco más el aborrecimiento que sentía hacia sí mismo. No importaba la frecuencia con la que Nora buscara pleito, o le dijera algo que se pasara de la raya; nunca se enojaba tanto con ella como contra sí mismo.

    Se conocieron en un bar de mala muerte en Ginsheim, a una calle del río Rin; él estaba sentado en un banco y ella al otro lado de la barra, sirviendo tragos. A Nora le gustó el uniforme, aunque estando tan cerca del campo aéreo del ejército de Wiesbaden todas las noches debía haber soldados norteamericanos en aquel lugar. Aun así, desde el principio percibió interés en la mirada de ella; el primer trago fue cortesía de la casa, aunque pensándolo bien, eso también pudiera ser la práctica habitual del bar. A lo largo de los siete años anteriores, mientras el resto del mundo aprendía a odiar a los militares norteamericanos, el personal de todos los bares, restaurantes y tiendas, en los pueblos de los alrededores de la base, extremaba sus atenciones hacia los norteamericanos, aceptando con alegría los dólares estadunidenses.

    Danny se levantó de la cama, orinó, se lavó las manos, cepilló sus dientes y después se echó agua en la cara. Despierto ya del todo, volvió a entrar a la recámara de Nora y, sin sentir ninguna emoción, la observó dormir. No, eso era mentira. En realidad el vacío que sentía tenía un nombre: remordimiento. Remordimiento al saber que no iba a regresar. Y también arrepentimiento por haberla acompañado a su casa, la primera vez, muchos meses antes.

    Echó un vistazo al desorden de la habitación; la ropa sucia, el embrollo de los frascos de cosméticos en su pequeño tocador rosado en el rincón; un mueble apropiado para una niña de ocho años, pero no para una mujer de veintitrés. Botellas vacías de lager, algunas otras de tequila y whiskey, a medias, y un cenicero repleto de colillas. También había libros. Nora podría tener una serie de problemas emocionales, pero no era tonta. Si no hubiera sido más que una preciosa cabeza hueca con sonrisa complaciente, él jamás habría permanecido tanto tiempo a su lado.

    Ahora era tiempo de partir, pensó. La noche anterior, ella finalmente traspasó los límites desde donde ya no era posible regresar. Sus palabras todavía resonaban en su mente.

    ¿Por qué no te vas a matar unos cuantos bebés más?

    En aquel momento quiso golpearla. Llegó a alzar la mano, algo que jamás había hecho. Danny estaba en servicio junto a mujeres militares y durante los entrenamientos había discutido con ellas un montón de veces, pero más allá de eso nunca había golpeado a una mujer y no tenía intención de comenzar a hacerlo. Se contuvo. Había asuntos que podía resolver la violencia —era imposible ser soldado y no saber eso—, pero éste no era uno de ellos.

    Por otra parte, Nora creía que no había problema en el mundo que no pudiera curarse con borracheras y sexo. Había llegado la hora de no compartir más esa filosofía.

    Se vistió con rapidez. No quería despertarla, pero no se preocupó. Nora dormía como los muertos. Siempre decía que el alcohol le ayudaba a alejar los malos sueños. En más de una ocasión él trató de decirle que también alejaba los sueños placenteros. Pero siempre supo que ése era un debate que nunca ganaría.

    Se puso sus jeans y una vieja camiseta de Five Finger Death Punch, la cual le robó al cabrón de su hermano mayor cuando tenía dieciséis años. Se sentó al borde de la cama y se puso las botas. El reloj avanzaba y era necesario volver a la base, pues su turno comenzaba a las 8 a.m.

    A lo largo de la década anterior el mundo entero se fue hundiendo en el caos. Las olas de calor provocaron sequías que, a su vez, causaron escasez de alimentos, esto dio origen a disturbios graves. Los precios de los combustibles se elevaron a niveles tan altos que sólo los privilegiados podían transportarse. Existían fuentes alternas de energía, pero los bastardos que sostenían las riendas de la economía eran los barones de las industrias carboníferas, y dirigían los caballos hacia el despeñadero ambiental. El nivel del mar era cada vez más alto. Había inundaciones en las ciudades. Las calamidades se sucedían una tras otra, intercaladas por toda la mierda habitual: conflictos civiles, incidentes internacionales, rebeliones populares para derrocar gobiernos despóticos, que eran sustituidos por otros igualmente corruptos.

    En la mayoría de los casos, diez años atrás, cuando la situación comenzaba a extenderse, nadie quiso intervenir. La Organización de las Naciones Unidas expresaba sus desacuerdos, pero nunca podía actuar, sometida a los dictámenes de su propio Consejo de Seguridad. China y Rusia aprovechaban el caos y hacían lo que les daba la gana; el resto del mundo se ocupaba de otras cosas. El único país dispuesto a entrar en acción para resolver esos conflictos y poner orden en el caos mundial fue Estados Unidos. El ejército norteamericano llevaba una década haciendo lo posible por mantener las cosas bajo control.

    Por eso el mundo los odiaba.

    Durante siete años las tensiones sólo se intensificaron, sin estallidos. Era preciso patrullar el planeta entero, mantener la paz mediante la fuerza, y el sargento Morello se tomaba en serio esa responsabilidad. Danny tendría que mover el culo si quería llegar a tiempo a la base. El sargento no aceptaba excusas.

    Nora se agitó bajo las cobijas y extendió su cuerpo sobre el lugar donde Danny había dormido, adaptándose de inmediato a su ausencia. Sus cabellos rubios le cubrían el rostro, pero aun así podía ver lo hermosa que era. Mientras dormía, se desvanecía toda su rudeza. Sin el aro en la nariz, las tres trencitas y los caracteres japoneses tatuados en el cuello, se vería tan dulce e inocente como una niña pequeña. Al contemplarla dormida comprendió de dónde venía el tocador rosado del rincón de aquel cuarto; era un fragmento de la chica que alguna vez fue. Pero no es posible amar a alguien por su manera de ser mientras duerme. Era preciso amarla cuando estaba despierta y él no la amaba, ni podría.

    Alguna vez, el hermano de Danny dijo de él que era como un tiburón; incapaz de permanecer por mucho tiempo en un mismo lugar y mantener una sola relación, porque necesitaba seguir nadando para poder respirar. Hasta ese momento, la única excepción a la regla la constituía la milicia. Por algún tiempo abrigó la esperanza de que Nora terminara siendo otra excepción.

    Danny apartó con suavidad el cabello que cubría el rostro de la joven. Pensó, incluso, darle un beso de despedida, pero decidió no hacerlo. No sería algo honesto.

    Se puso de pie y le dirigió una última mirada, luego sacó su juego de llaves y quitó la del apartamento de la chica, colocándola en la parte superior de la cómoda, haciendo a un lado el cenicero para asegurarse de que ella la viera.

    Al salir a la fresca mañana de finales de agosto, Danny no tenía intención de regresar. Y era lo mejor, pues nunca tendría la oportunidad de hacerlo.

    Alguna vez el Campo Aéreo Militar de Wiesbaden se limitó a albergar a la Brigada 66 de Inteligencia Militar y al 5° Mando de Señales, es decir, a los encargados de reunir información relevante y a la gente que hacía posible que la recibieran las tropas en el frente. Cuando E.U. consolidó sus bases europeas, la instalación se transformó en el cuartel general de las operaciones del ejército y en la sede del Mando Conjunto de la OTAN. Todas las actividades que emanaban de Heidelberg y Mannheim se incorporaron al Campo Aéreo Militar de Wiesbaden, convertido en la sede de docenas de oficinas castrenses. Las barracas del Séptimo Ejército estaban en Wiesbaden, y no eran más que una parte mínima del personal acuartelado en las instalaciones.

    En medio de tantas actividades nadie pareció darse cuenta de las excavaciones realizadas por el ejército, destinadas a crear un espacio inmenso por debajo del borde oeste de la base. Sin duda, notaban la actividad, pero quienes tenían autorización de acercarse lo suficiente para preguntar qué sucedía en aquel sitio recibían órdenes estrictas de no volverlo a hacer, al menos en voz alta.

    Construyeron un búnker todavía más seguro que las instalaciones del Mando Norteamericano de Defensa Aeroespacial en la montaña Cheyenne, situado a más de seiscientos metros de profundidad bajo la roca. Danny no sabía gran cosa de ingeniería, pero suponía que el trabajo de construir algo tan seguro y tan profundo resultaba una tarea monumental, teniendo en cuenta la proximidad del río Rin. Sin duda, existían lugares más apropiados, pero alguien sagaz pensó que el Hump estuviera en el mismo sitio que el Mando de Señales, con su continuo flujo de información relevante vía satélite. Así, todas las facetas de la capacidad de joder-a-distancia de los militares norteamericanos en Europa compartían la misma casa —una gran familia feliz.

    El nombre que le puso el ejército al búnker fue Estación a Profundidad Humphreys Número Uno, en honor al general de división A. A. Humphreys, quien culminó su carrera como comandante divisional del V Cuerpo en Antietam. Danny no tenía idea de qué relación podía tener aquello con Europa, pero, sin duda, quienes se encargaban de nombrar cosas en el ejército tenían afición a la Guerra Civil. Sin embargo, eran los auténticos militares quienes determinaban el verdadero nombre del lugar donde vivían, y los soldados acuartelados en la instalación excavada bajo el Campo Aéreo Militar de Wiesbaden —los únicos hombres y mujeres que tenían autorización de mencionar su existencia— se limitaban a llamarlo el Hump.

    La hora de llegada de Danny a la puerta principal fue 0747, un poco más tarde de lo deseable, pero menos que en otras ocasiones. Mostró su credencial de identificación, y logró librar la caseta de vigilancia sin que los guardias lo reprendieran por su automóvil, un Audi E-Tron de diez años de antigüedad. Con todos los problemas que E.U. y la Unión Europea habían enfrentado para mantener la demanda y el flujo del petróleo, conducir un automóvil eléctrico era un pecado mortal para cualquier soldado. Según quiénes estuvieran en la caseta de vigilancia, a veces los guardias lo regañaban, tal vez porque creían que el E-Tron era una especie de protesta silenciosa contra la política de los E.U., cuando la verdad era que aquella porquería de fierros constituía lo único que le quedaba de su padre, quien compró el auto cuando se mudó a Alemania para estar más cerca de Danny. Apenas ocho meses después, un cáncer acabó con su vida; veintisiete días entre diagnóstico y desenlace.

    Haciendo un ruido similar al de un secador de pelo a punto de fundirse, el automóvil entró en la base; Danny lo condujo hacia el estacionamiento lateral reservado para el Hump. Por supuesto, no había ninguna señal con ese nombre, el único letrero metálico decía ACCESO RESTRINGIDO. Nadie que no tuviera la autorización requerida se arriesgaría a dejar ahí su auto.

    Su reloj marcaba las 0751. A tiempo. Sin embargo, se dio prisa para salir del auto, guardar las llaves, cerrar la puerta y cruzar el camino asfaltado. Algunos de los edificios más antiguos respondían a diseños de austera belleza, pero las barracas y las partes más recientes del Campo Aéreo Militar de Wiesbaden, sólo podrían calificarse de utilitarias, en el mejor de los casos. La arquitectura aburrida alcanzaba su gloriosa cumbre en el bulto gigantesco edificado sobre la Estación a Profundidad Humphreys Número Uno. A su lado, las penitenciarías federales parecían palacios construidos por capricho. Igual de aburridos resultaban los habitantes de las oficinas en la sección no subterránea del edificio; burócratas y especialistas en presupuestos, la clase de gente a la que nadie pensaría en bombardear.

    Después de volver a mostrar su credencial, Danny ingresó a un corredor curvo, y volvió a identificarse dos veces más, en los respectivos puntos de niveles más altos de restricción, hasta llegar a las puertas dobles del centro del subsótano del edificio. Ahí no había guardias visibles. En esta parte los sistemas de defensa del Hump estaban automatizados y requerían identificación de la retina y la palma de la mano. El sistema de la mano le pinchó la piel, tomó una muestra microscópica de su sangre y en tres o cuatro segundos examinó su ADN.

    El cerrojo se corrió después de varios crujidos y las puertas giraron hacia el interior. Cruzó con rapidez la entrada, y las puertas, de una aleación muy pesada, volvieron a cerrarse con bufidos hidráulicos y choques de metal. Danny hizo una pausa y tomó aliento. No sufría claustrofobia, pero siempre necesitaba un instante para librarse de la sensación de encierro que le producían aquellas puertas al cerrar. A partir de ahí no había salidas ni ventanas. El lugar bien podría ser una tumba y él se encaminaba a su ataúd.

    Recorrió el breve pasillo y apretó el botón del ascensor. El reloj de la pared marcaba 0757. El registro indicaría su llegada, pero apenas a tiempo. El sargento Morello no estaría particularmente feliz.

    Un zumbido sonó tras él, dio vuelta al tiempo que los cerrojos comenzaban a oírse de nuevo. Al terminar de deslizarse la puerta, vio una mujer en silla de ruedas.

    —Kelso, llegas tarde —dijo ella, mientras conducía su silla para entrar al ascensor antes que éste cerrara.

    —Buenos días, también, cabo Wade —repuso él.

    —Bajo el sol de Damasco es la hora del desayuno —replicó ella, con expresión ceñuda.

    —¡Santo Dios, Kate! —replicó él, riendo ante su malhumor—. ¿Alguien te echó a perder tu cereal?

    Ella alzó una ceja y se permitió media sonrisa.

    —Es sólo que no quería levantarme de la cama.

    —¿De veras? —dijo Danny—. ¿La reina de los Hombres de Metal pasó la noche acompañada?

    —Y qué deliciosa compañía —repuso ella, con mirada soñadora—. ¡Oh, qué tatuajes!

    —No sabía que te atrajeran los tatuajes.

    Ella alzó los hombros.

    —Después de ocho horas al día con un vestido completo de metal, sólo deseo un poco de contacto humano.

    —¡Nunca me has llamado! —protestó Danny—. Cabo Wade, me siento herido.

    Por el rostro de la mujer pasó una expresión extraña y alzó los ojos hacia él.

    —Por qué, soldado de primera clase, Kelso, si usted tampoco me ha llamado nunca.

    Algo se agitó en el pecho de Danny, consciente de que ese momento se extendía demasiado y que resultaría incómodo si se alargara aún más. Con ojos casi color violeta, piel de chocolate con leche, pómulos altos y labios prominentes, Kate Wade no podía considerarse sino hermosa. Lucía adorable aun de uniforme y sin maquillaje. Bromeaban mucho al hablar entre sí; ella y él flirteaban y jugaban, pero pertenecían a la misma unidad, y ninguno pensaba que fuera buena idea ir más lejos. No mencionaron el tema más que una vez; Danny lo recordaba con claridad. En esa época Kate estaba casada —su ex era un auténtico bastardo—, y Danny tenía a Nora. Aquella mañana, ninguna de esas cosas era un obstáculo, aunque Kate no lo supiera.

    —¿Te sientes bien? —le preguntó ella.

    Él sonrió y bajó la mirada.

    —Sólo pensaba en hacerme un tatuaje.

    —Si me tuvieras no sabrías qué hacer conmigo —replicó ella—. Además, conozco a los de tu tipo. Pasas algún tiempo en el puerto y después te urge salir a navegar.

    Danny no lo discutió. El recuerdo de su despedida a Nora, mientras ella dormía, era demasiado reciente.

    El timbre del ascensor sonó y se abrió la puerta. Danny salió primero; sabía que Kate lo mataría si le mostraba algún tipo de deferencia. Ella salió con su silla haciéndola girar. La manejaba con tal destreza que daba la impresión de usarla por gusto, como cualquier chica punk con su patineta, o alguna muchacha de California jugando con sus patines en la playa. Por supuesto, no usaba la silla por gusto, ni era divertido; era su medio de transporte y, desde tiempo atrás, lo dominaba, lo mismo que el resto de lo que hacía.

    No llevaba más que dieciocho meses asignada al Cuerpo de Infantería Remota del ejército de E.U., pero antes de perder las piernas formó parte del ejército regular. Danny no abrigaba la menor duda de que Kate lograría rápidos ascensos. Algún día sería la auténtica reina de los Hombres de Metal.

    —Dios, necesito café —dijo ella al tomar la vía rápida de descenso a las profundidades del Hump, en donde el resto del turno (compuesto por mil ochocientos hombres y mujeres) se preparaba.

    El estómago de Danny hizo ruidos de protesta. Aunque oficialmente ya estaban de servicio, contaban con treinta minutos antes de estar en su sitio; tiempo suficiente para un café y un buen desayuno, si se daba prisa en comer. Los tubos los mantenían hidratados y les proporcionaban nutrientes, e incluso, a la mitad del turno, añadían dosis considerables de proteínas, pero no sustituían una comida decente. Al terminar, siempre tenía mucha hambre.

    En un día ordinario, pasarían nueve o más horas bajo tierra.

    Sin embargo, aquel día no tendría nada de ordinario.

    Danny bajó a paso veloz por una rampa, arrepentido de haber comido un omelet. Todo el día tendría en la boca el sabor de los pimientos y las cebollas. Un pedazo de melón, o una naranja, habrían resuelto el problema, pero se acabó su tiempo. Otra lección aprendida.

    Kate se adelantó, pues sabía que para meterse en su lata necesitaba esperar la ayuda de alguien. Pero no pensó en usarlo como pretexto de su tardanza, cosa que Morello no aceptaría aunque ella lo propusiera.

    Al final de la rampa desplegó su credencial ante las puertas del ascensor sur, las cuales se abrieron para admitirlo. Por lo que Danny sabía, la Estación a Profundidad Humphreys Número Uno contaba con seis niveles subterráneos, aunque no le hubiera sorprendido enterarse de que eran más. El Nivel Uno no tenía más que puertas de seguridad, un vestíbulo impresionante y varias salas de juntas en las que el personal de mando recibía visitantes que no necesitaban descender a los siguientes niveles. Las áreas de trabajo de los Hombres de Metal abarcaban tres niveles; en los dos inferiores estaban las instalaciones de investigación, apoyo técnico, servicios al personal y comedor. La base en su conjunto tenía forma cilíndrica, con corredores que salían del Centro de Mando situado al centro, como los rayos de una rueda. El destino de Danny se encontraba al extremo de uno de esos rayos.

    Tomó el ascensor al Nivel Tres y se apresuró al cruzar el Centro de Mando por el corredor que lo llevaría al Área de Emplazamiento de Tropas número 12 donde se alojaba el Sexto Batallón de la Primera División de Infantería Remota. El pelotón de Danny estaba compuesto por treinta y seis hombres y mujeres bajo las órdenes del teniente Khoa Trang, con el sargento Morello como segundo al mando. El Área de Emplazamiento de Tropas número 12 tenía el mismo aspecto de todas las demás, una bodega sin más características que estar llena de latas plateadas a las cuales el ejército llamaba Estaciones Remotas de Combate, aunque parecían ataúdes de metal sobredimensionados. En las sesiones de entrenamiento, Danny vio no menos de media docena de hombres y mujeres, sin antecedentes de claustrofobia, perder completamente la cabeza después de diez minutos dentro de uno, pero a él eso nunca le molestó. Danny consideraba a los ataúdes metálicos como si fuesen capullos, y al insertarse en uno emergía transformado en algo distinto —en alguien mejor—, en algún lugar lejano.

    A su lado pasó un flujo de soldados. Algunos que salían de la jornada nocturna le silbaron por su tardanza y le lanzaron insultos afables. Fuera de su propio pelotón, sólo conocía bien a un puñado de personas del batallón. Cuando salían de su lata a nadie le gustaba pasar el tiempo por ahí. A diferencia de los soldados tradicionales, no se les obligaba a vivir dentro de la base, y la mayoría optaba por alquilar apartamentos en los pueblos de los alrededores. Requerían aire, espacio y tiempo lejos de las armas.

    Dentro de los pelotones todo era distinto. Estando en servicio, pasaban ocho horas seguidas casi metidos en las cabezas de los compañeros. Era imposible no conocer a los hombres y las mujeres que te cubrían el culo todos los días. Por supuesto, a unos los conocía mejor que a otros. En los dos meses anteriores, se integraron al pelotón media docena de novatos; con algunos de ellos aún no había conversado.

    Sus botas sonaron con estruendo al bajar por los escalones de metal a la extensa Área de Emplazamiento de Tropas.

    —¡Soldado Kelso! —tronó una voz—. ¿Qué diablos hace?

    El sargento Morello estaba de pie, con los brazos cruzados, frente a un conjunto de latas. Las Estaciones de Combate Remoto se organizaban en bloques de treinta y seis —seis por seis—, y cada Área de emplazamiento contaba con tres de esos bloques, una por turno. Aunque sólo la tercera parte de la Primera División de Infantería Remota normalmente estaba en actividad en cualquiera de los turnos, había suficientes latas para que todos los soldados de la división entraran al campo de batalla, en caso de surgir una crisis.

    —Lo siento, sargento —se disculpó Danny al llegar corriendo, sin hacer caso de las miradas divertidas de algunos de sus compañeros que ya estaban dentro de sus ataúdes de metal, sentados como cadáveres resucitados y sonriendo ante su difícil situación.

    —Cada minuto que desperdicias significa que los Pastelitos tienen que mantenerse en servicio —dijo el sargento.

    Pastelitos era el nombre que el sargento Morello daba al Pelotón C. Babydolls eran el Pelotón B. El Pelotón A, al que los demás llamaban Estúpidos, estaba bajo el mando del teniente Trang y el sargento Morello. El sargento llevaba el apodo con orgullo.

    —No se lo van a agradecer, soldado —prosiguió el sargento Morello.

    —Lo sé, sargento.

    Morello fijó sobre él aquellos ojos oscuros incrustados en una cara de piel olivácea, nariz larga sobre un grueso bigote, todo combinado para darle un aire muy intimidante, a pesar de su estatura. El sargento Morello medía un metro sesenta y dos. Sin embargo, incluso ahí afuera, en el mundo de carne y hueso, el sargento Morello podría partirlo en pedacitos, si quisiera.

    —Dice que ya lo sabe —masculló el sargento Morello poniendo los ojos en blanco—. ¡Mueva el culo, soldado Kelso!

    Danny se apresuró, recorriendo los espacios vacíos entre las latas. Varias ya estaban cerradas, y podía ver los rostros de los compañeros a través de las tapas de polímero transparente. La expresión de Hartschorn era serena, a pesar de lo ajustado de la cubierta craneal y las gafas, las cuales dejaban al descubierto sólo la nariz y la boca. Parecía dormir, aunque a ninguno de ellos lo habían inyectado todavía, por culpa de la tardanza de Danny. Casi todos estaban incorporados en sus latas, en el proceso de que les colocaran el equipo sobre la cabeza, con las cubiertas transparentes abiertas, perpendiculares a sus bases. Como de costumbre, Alaina Torres se había arreglado el cabello, aunque nadie iba a mirar su auténtico yo a lo largo del día. Casi todas las mujeres del Cuerpo de Infantería Remota se ataban el pelo en una cola de caballo bien apretada, o lo llevaban corto. A Danny le parecía ilógico un peinado bonito, pero eso no hacía daño a nadie; incluso el sargento Morello no le decía nada a Torres. Si ibas a pasar encerrado ocho horas en un ataúd metálico, podías permitirte algunos lujos.

    Al llegar a la fila que le correspondía, vio a Mavrides y Hawkins jugando naipes encima de una lata. Entre murmullos miraban de soslayo a Naomi Birnbaum. Tuvo que morderse la lengua. Aun con veinticuatro años, la diminuta Birnbaum siempre se veía muy joven; con sus grandes ojos cafés y largas pestañas lucía hermosa. De temperamento tranquilo la mayor parte del tiempo, se animaba con fiereza al hablar de música, ya fuera de algunos ejecutantes o de cualquiera de la docena de instrumentos que sabía tocar.

    Desde el día en que Birnbaum entró a la unidad, Hawkins, un sonriente gorila convencido de que su destreza militar lo hacía irresistible, no dejó de asediarla. En el campo de batalla era un monstruo, el soldado que todos querrían tener a un lado cuando una misión se ponía fea. Pero en el territorio de la amistad, Hawkins se volvía un verraco de manos ávidas, un bastardo cuya única aptitud social era la intimidación.

    Aunque no lo parecía, Danny tenía la impresión de que Birnbaum sería capaz de vapulear a Hawkins. La había visto en una práctica de lucha, y le asombraron sus habilidades en el combate cuerpo a cuerpo. Si Hawkins le volviera a poner una mano en el trasero o, accidentalmente, una vez más le rozara los pechos, Danny creía que Naomi lo haría pedazos.

    Luego estaba Zack Mavrides, el chico de diecinueve años que hablaba con Hawkins, un genio de las computadoras. Unos meses atrás, cuando Mavrides se unió al pelotón, Danny intentó ser un ejemplo para él, pero resultó ser un chico despreciable. Hawkins tomó a Mavrides bajó su protección, lo ayudó en el adiestramiento, se puso como ejemplo de gran soldado, y el chico era lo suficientemente joven como para admirar el don de Hawkins para la violencia eficiente. Todo lo que sabía sobre matar lo había aprendido de los videojuegos. Por su parte, Hawkins lo animaba a dar vida a sus sueños más oscuros si surgía la situación adecuada.

    A Danny le disgustó el modo en el que ambos miraban a Birnbaum en ese momento. Al acercarse a su propia lata pudo notar sus miradas lascivas. Danny se debatía entre decirles algo o poner sobre aviso a Birnbaum para que ella se hiciera cargo.

    —¡Vamos, Kelso, que el infierno no se está enfriando! —le gritó el sargento Morello desde el otro extremo del Área de Emplazamiento de Tropas número 12.

    Toda la unidad, menos los que estaban ya acostados, voltearon a verlo. Hawkins le tocó el brazo a Mavrides y se metieron en sus latas. Birnbaum le sonrió a Danny y negó con la cabeza antes de alzarse, para luego, en un instante, desaparecer dentro del cilindro de metal, la tapa descendió sin darle tiempo a ponerse los cinturones. Era experta en el proceso, y ella sola se ponía su equipo.

    A unos cuantos metros de distancia se alzó una cabeza. El soldado Jim Corcoran necesitaba rasurarse, pero prefería un poco de barba para tapar la fea cicatriz que cruzaba su pálida mandíbula cubierta de pecas.

    —Ya preparé a Kate —anunció Corcoran.

    Danny se detuvo entre su lata y la de Kate. Al asomarse al interior la vio con su equipo en la cabeza, lista para entrar en acción. Eso le hizo desear haberse apresurado. Su flirteo anterior lo hizo pensar; durante todo el desayuno había jugado con la idea de invitarla a una cena real, sólo los dos. Sabía que se reiría. Concertar una cita como si estuvieran en secundaria; pero tal vez, secretamente, le agradara.

    —Gracias —dijo, volviéndose a Corcoran—. Perdón por el retraso.

    —¿Quién va a quejarse? —repuso Corcoran—. ¿Los Pastelitos? Ésos, ¡que se jodan!

    Danny rio y trepó a su lata. Una de las asistentes acudió corriendo para ayudarle a instalarse. Tenía poco más de veinte años, negra, encantadora y el torpe nunca-va-a-darse-cuenta-de-que-estoy-aquí. Se llamaba Aimee... Algo; le dio las gracias, mientras ella le sujetaba el arnés para que metiera los brazos. Demostraba soltura en sus acciones, y eso la llevaría lejos. Los técnicos no necesitaban preocuparse por las balas para ascender la escala jerárquica.

    —No te preocupes por el sargento Morello —le dijo en voz queda Aimee Algo—. Llegaste tarde, pero al menos llegaste.

    Danny alzó el casco del gancho dentro de la tapa de su lata y se lo puso, presionando los parches verdes en sus sienes y mandíbulas. Sintió su pulso latir dentro del cráneo.

    —¿Quién no se presentó? —inquirió él.

    Antes de responder, Aimee Algo miró en torno y le sonrió con ánimo conspirador.

    —North —repuso—. Sí se presentó, pero con una resaca de todos los demonios. Vomitó dentro de su lata, y el sargento Morello casi lo obliga a pasar todo su turno acostado encima del vómito. Pero Morello consideró que sería un estorbo y lo mandó a la enfermería.

    Danny frunció el ceño.

    —¿Qué pasa con su robot?

    —El soldado del turno de la noche lo llevará a la embajada antes de la transición. Tal vez ya lo hizo.

    —North. ¡Qué tonto! Seguro lo van a reportar.

    Danny se recostó e introdujo las manos en unos finos guantes color plata de textura parecida a la piel y conectados a los sistemas de la lata.

    —No lo dudo —confirmó Aimee Algo—. Me alegro de no tener que limpiarla.

    Él rio mientras ella examinaba las lecturas de la pequeña pantalla externa que permitía a los técnicos supervisar sus signos vitales desde afuera. Todo el pelotón podía ser monitoreado desde las estaciones de trabajo, tanto por los supervisores técnicos como por los programas automáticos de salud, pero Aimee no quería encerrarlo sin estar segura de que estuviera debidamente instalado en su arnés y que sus signos vitales fueran estables.

    —Listo para viajar —anunció ella, y dio unas palmadas en el costado de la lata.

    Danny alzó el dedo pulgar y colocó en su sitio la placa del visor de su casco.

    —Cierra la tapa —dijo él.

    Cerrando. La respuesta electrónica vino del interior de su cabeza sin entrar por los oídos, gracias a los parches del intecomunicador adheridos a sus sienes: una insulsa voz masculina computarizada. Los Hombres de Metal la llamaban Tío, como referencia al Tío Sam. Vinculación con el Pelotón A del Sexto Batallón, Primera División de Infantería Remota. Manténgase seguro, soldado de primera clase Kelso. Ojos y oídos abiertos, boca cerrada.

    —Música —solicitó Danny—. Los Killers.

    Aquella mañana había pensado mucho en su padre. Los Killers fue la banda favorita del viejo, en los tiempos en que Ron Kelso era un padre soltero que criaba a dos hijos difíciles. A veces a Danny le gustaba oírlos cuando estaba de servicio; imaginaba que su padre estaba junto a él, que cuidaba su flanco.

    Precaución, soldado Kelso. La música no está prohibida, pero los estudios de la División de Infantería Remota indican una distracción potencial.

    Danny no veía nada de malo en tener acompañamiento musical. Mientras estaban en acción, la música sonaba a bajo volumen como fondo, y enmudecía cada vez que se activaba el intercomunicador para recibir o enviar mensajes. Su mente se sintió tan abrumada por la tecnología que, después de pasar los primeros meses en el Cuerpo de Infantería Remota, dejó de preguntar. Alguna vez cometió el error de mostrar cierta curiosidad frente a un técnico entusiasta, quien le soltó un discurso marginal de cinco minutos acerca de cómo los ganglios sintéticos de los robots permitía un mapeo uno-a-uno con los cerebros de los pilotos, disminuyendo el desfase entre pensamiento y acción, hasta el punto en que el tiempo de reacción de los hombres era prácticamente indistinguible de la gente de carne y hueso, pese a estar involucrada una transmisión satelital.

    Pensar en esas cosas le provocaba dolor de cabeza. Danny prefería concentrarse en la misión y dejaba a los técnicos hacer su trabajo.

    —¡Sólo pon la música! —insistió.

    La música comenzó a sonar tras una demora momentánea. Al sonar los primeros acordes de When You Were Young, una aguja le penetró un muslo. Danny hizo una mueca, pero no gritó. Aquella aguja estaba unida a un tubo por el cual diversos líquidos con nutrientes ingresaban a su cuerpo mientras estaba confinado. Una vez cerrada la tapa, no quedaba más remedio que someterse. El cambio de turno entre el Pelotón C y el Pelotón A constituía un proceso fluido, sin interrupciones, una transición sobre ruedas de despliegue bélico en el que los soldados eran retirados de doce en doce, al tiempo que otros doce se insertaban en los lugares correspondientes. En el campo de batalla, los otros veinticuatro cubrían a los que estaban a media transición, aunque el proceso no tardara más de ocho segundos en total.

    Un diminuto timbre de alarma sonó a bajo volumen. Danny respiró el aire rico en oxígeno de su lata y sintió que flotaba al entrar en un estado no distinto del sueño. Era como si se hundiera en un mar de agua oscura y tibia, en un océano de sombra...

    Danny inhaló con brusquedad, y al abrir los ojos vio la intensa y calcinante luz del sol en las calles de Damasco. Parpadeó un par de veces y oyó los leves chasquidos correspondientes a cada movimiento. Dentro de su campo visual surgió un silencioso conjunto de datos de computadora: temperatura, hora, ubicaciones GPS tanto de él mismo como de cada uno de los integrantes de la unidad, inventarios de armas disponibles, municiones y otras cosas.

    —¡Esos estúpidos! —gruñó Kate.

    Danny escuchó la voz femenina en el interior de su cabeza, como si hubiera oído la del Tío. La vio de pie a unos cuantos metros de distancia, bajo la sombra irregular de las ruinas del Khan As'ad Pasha. Aun sin las marcas de su armadura polvorienta, Danny la hubiera reconocido por su modo de moverse. Supuso que en la época en que aún funcionaban sus piernas de carne y hueso, sus movimientos eran similares a los del cuerpo de robot asignado a ella por la Primera División de Infantería Remota.

    Al igual que las demás, la armadura de Kate tenía un color blanco hueso, un tono antiguo que se mimetizaba con la mayoría de los antiguos barrios de Damasco, y podía volverse negro después de ponerse el sol. Ella y los

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