Secretos del ayer
Por Elizabeth August
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Solo había una manera de convencer a Sarita de que se olvidara de aquel hombre y se convirtiera en la señora O'Malley: tendría que desnudar su alma ante la mujer a la que realmente amaba. Porque, cuando todos los secretos fueran revelados, ¡no sería precisamente la tierra sin lo que Wolf no podría vivir!
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Secretos del ayer - Elizabeth August
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Elizabeth August
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Secretos del ayer, n.º 1464 - febrero 2021
Título original: Marrying O’Malley
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1375-145-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
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Capítulo 1
VOLVER a Lost River no formaba parte de los planes de Wolf O’Malley. Pero hacía un par de días que se había enterado de la muerte de su padre, acaecida dos meses atrás. La noticia lo conmocionó, pero no había ido a presentar sus últimos respetos a su padre. Había ido por el respeto que conservaba a la memoria de su madre y para reclamar lo que le correspondía por derecho. No quería nada que hubiera pertenecido a los O’Malley; era la dote que su madre aportó cuando se caso, una tierra que había pertenecido a su familia durante generaciones, lo que había ido a reclamar. Willow O’Malley murió cuando él tenía diez años, pero el tiempo no había apagado su recuerdo. Wolf sabía que el espíritu de su madre no descansaría tranquilo mientras su tierra siguiera en manos de Katherine O’Malley, la segunda esposa de Frank.
No había enviado aviso de su llegada. La sorpresa era siempre una ventaja, y, en lo que a Katherine se refería, habría sido una tontería no utilizar cualquier ventaja con la que uno pudiera contar. La noche anterior se había quedado en Phoenix, con intención de hacer patente su presencia cuando se presentara esa mañana a las nueve en el bufete de Brandford Dillion. Pero una mezcla de emociones le habían impedido descansar. Se había levantado antes del amanecer, y ahora, mientras los primeros rayos de sol asomaban por el horizonte, se encaminaba hacia la tumba de su padre, al cementerio en el que se hallaban enterradas cuatro generaciones de los O’Malley. Frente a una de las tumbas había una mujer. Su fuerte pelo negro estaba sujeto en una larga coleta que le llegaba a la cintura. Vestía unos gastados vaqueros, camisa azul y zapatillas deportivas.
Wolf se detuvo junto a un árbol cercano para observarla. Era bonita, de evidente ascendencia mejicana. Entrecerró los ojos al reconocerla. Había madurado, había perdido su aspecto de niña picaruela, pero estaba seguro de que aquella mujer era Sarita Lopez. ¿Qué hacía allí, ante una tumba de los O’Malley? Que el recordara, no tenía ninguna relación con la familia. Mientras la observaba, la mujer inclinó la cabeza y unió las manos en actitud de orar.
Abandonando la protección del árbol, Wolf entró en el cementerio vallado.
Sarita se irguió de repente al oír el ruido de pasos. Nadie solía acudir tan temprano al cementerio. Maldijo entre dientes. Lo último que quería era que alguien averiguara que solía visitar las tumbas de los O’Malley.
Pensando frenéticamente en alguna excusa plausible, se volvió hacia el intruso. Al principio, su mente se negó a asimilar lo que vio. Los rasgos faciales del hombre alto y musculoso que vio frente a ella eran más duros de lo que recordaba, pero no había duda de su identidad. El color abandonó su rostro. A la vez que sus rodillas se debilitaban, dos fuertes manos la sujetaron por los brazos.
–Nunca pensé que fueras la clase de mujer que se desmaya –dijo Wolf.
–¡Creía que estabas muerto! –exclamó ella. Por un instante, consideró la posibilidad de que su imaginación le estuviera jugando una mala pasada. Pero lo cierto era que podía sentir con toda nitidez el calor que irradiaban las manos de aquel hombre a través de la tela de su blusa.
Sorprendido por las palabras de Sarita, Wolf miró la lápida de la tumba ante la que le había visto depositar una flor. Llevaba su nombre. Según la inscripción, hacía seis años que había muerto. Un amargo sabor invadió su boca mientras la rabia que creía conquistada volvía. Al ver que las mejillas de Sarita recuperaban su color normal, la soltó.
–¿Llegó a enviar mi padre una partida de búsqueda?
La fría mirada y la firmeza que denotaba la dura línea de su mandíbula eran tal como Sarita las recordaba. A pesar de todo, le costaba creer que realmente estuviera allí.
–Los restos del avión en el que ibas fueron encontrados en la ladera de una montaña. Las autoridades canadienses tardaron dos semanas en conseguir que un equipo de rescate llegara al lugar. Encontraron los restos de dos cuerpos. Por lo que sé, no había mucho que identificar. El avión ardió tras el impacto. Ya que el piloto y tú erais los únicos que figurabais a bordo, se llegó a la conclusión de que los muertos erais vosotros.
–Un leñador amigo del piloto se presentó a última hora y acordamos llevarlo de vuelta a su casa. Quedaba de camino. Al parecer, el pilotó no se molestó en añadir su nombre a la lista de pasajeros y nadie debió fijarse en que entraba en el avión.
–¿Pero cómo saliste tú del avión? –preguntó Sarita, confundida. –Las autoridades dijeron que fue un accidente terrible.
–Mi cinturón de seguridad debía estar defectuoso. Debí salir lanzado por la ventanilla del avión y me golpeé con algo en la cabeza, porque perdí el sentido. Cuando desperté me encontraba a unos quince metros del avión carbonizado, en bastante mal estado, pero vivo –la amargura de su voz se intensificó–. Supongo que no hubo nadie lo suficientemente interesado como para cuestionar la identidad de los cadáveres. Mi muerte suponía una solución tan buena como cualquier otra para los conflictos que tenía con mi padre.
Todo el mundo en el pueblo sabía que Wolf se fue por los amargos sentimientos que existían entre él y su padre. Era posible que no le importara, pero Sarita pensó que merecía saber que su muerte afectó mucho a su padre.
–Estoy segura de que no sintió eso. Tomo casi a diario el atajo del cementerio para rezar ante la tumba de mis padres y de mi abuela. Vi a tu padre muy a menudo aquí. En la fecha de tu cumpleaños traía algo especial… una pluma, una roca. El dolor que vi en su rostro me convenció de que lamentaba que las cosas no se arreglaran entre vosotros.
Saber que su padre había sentido remordimientos provocó una momentánea grieta en la armadura de cinismo de Wolf, pero los recuerdos la sellaron de inmediato.
–Su arrepentimiento llegó un poco tarde.
Sarita aún tenía dificultades para asimilar el giro de los acontecimientos.
–¿Cómo sobreviviste? ¿Dónde has estado?
–Un viejo leñador me encontró y me ayudó a recuperarme. Por primera vez tras la muerte de mi madre encontré la paz junto a él en los bosques. Y ya que nadie fue a buscarme, supuse que nadie me echaba de menos, así que me quedé –Wolf miró a Sarita, volviendo a sentir curiosidad por su presencia en aquel lugar–. ¿Por qué estás aquí? Nunca nos llevamos demasiado bien.
Ella misma se había hecho aquella pregunta muchas veces, aunque sin lograr encontrar una respuesta. No había motivo para que la muerte de Wolf la hubiera afectado como lo hizo. Su orgullo le impidió dejarle ver que lo había echado de menos, de manera que se encogió de hombros.
–Tras la muerte de tu padre, pensé que alguien debía recordarte –no queriendo darle la oportunidad de interrogarla más a fondo, Sarita se alejó.
Wolf la miró. Tenía razón respecto a que probablemente no quedaba nadie que lamentara su muerte. Katherine, su madrastra, le enseñó a ser desconfiado y cortante. Para cuando se fue a inspeccionar las posesiones de su padre en Alaska, había conseguido alejar a mucha gente de su lado.
Recordó a Joe Johnson, el viejo leñador que lo encontró. «La rabia confunde la mente y abotarga los sentidos», le decía en muchas ocasiones. «Hace que te conviertas en la presa en lugar de en el cazador».
Wolf se volvió hacia la tumba de su padre. No había sido totalmente sincero con Sarita. Admitió a regañadientes que, al menos en parte, se quedó en los bosques con Joe para esconderse, para huir de los constantes enfrentamientos con su madre.
–No volveré a ser vencido por esa diablesa con la que te casaste –prometió, volviendo a recuperar el control de sus emociones.
Cuando el cosquilleo que sentía en la parte trasera del cuello cesó, Sarita miró por encima de su hombro y vio a Wolf mirando la tumba de su padre. Una sonrisa curvó brevemente sus labios. Quiso gritar de alegría. ¡Estaba vivo! Había sido como si un golpe de aire fresco la acariciara, confiriendo al día un nuevo sentido de energía y renovación.
Un instante después la sonrisa se transformó en ceño fruncido. No tenía sentido que el hecho de que Wolf estuviera vivo significara tanto para ella. Tenían la misma edad y habían crecido en el mismo lugar. Y desde el principio, Wolf O’Malley y ella se habían llevado mal. Una repentina vergüenza hizo que se ruborizara. Probablemente, Wolf estaría pensando que debía estar muy sola para malgastar su tiempo deteniéndose frente a la tumba de un hombre que ni siquiera fue su amigo.
Y no podría culparlo si pensaba eso. Había habido muchas ocasiones en que se había planteado eliminar aquellas visitas de su ruta matutina. Pero no lo había hecho. Pensó en aquello mientras seguía su camino hacia el pueblo.
–Parece que has visto un fantasma –dijo Gladys Kowalski, la compañera camarera de Sarita, cuando ésta entró en el Cactus Café. La bonita rubia de treinta y dos años agitó su cuerpo, imitando un exagerado escalofrío–. No sé cómo eres capaz de pasar por ese cementerio cada mañana.
–Las almas infelices rondan los lugares donde murieron, no sus tumbas –replicó Sarita, incapaz de recordar cuántas veces habían intercambiado aquellas frases Gladys y ella.
Su compañera siguió mirándola.
–No, en serio. Esta mañana tu expresión me dice que algo te ha conmocionado realmente.
Sarita no pensaba ponerse a hablar de Wolf O’Malley. Además, pensó que tal vez él no quería que se supiera que había vuelto. Había elegido una hora muy temprana para visitar el cementerio.
–Lo que sucede es que hay algo extraño en el ambiente, ¿no te parece? –preguntó, encaminándose al cuarto trasero para ponerse un mandil.
–¿Qué hace que mis dos encantadoras camareras parezcan a punto de tener una discusión esta mañana? –preguntó Jules Desmond, dueño y chef del café, cuando las dos mujeres entraron en la cocina–. Las peleas no son buenas para la digestión de los clientes.
–Tampoco lo es tu comida con todo ese picante que le pones –replicó Gladys.
Jules, de cincuenta y ocho años, viudo, calvo y un poco grueso, puso una exagerada expresión de disgusto.
–Eso ha sido un golpe bajo.
Arrepentida, Gladys pasó un brazo por sus hombros.
–Tienes razón. Lo cierto es que tu comida es muy buena.
Jules volvió a sonreír.
–¿Qué pasa entre vosotras?
–Nada –aseguró Sarita.
Jules se mostró decepcionado.
–En Nueva York siempre había algún sabroso cotilleo con que empezar el día, o al menos una disputa entre dos empleados a los