Haciendo justicia
Por Sasha Robnik
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¿Acaso los muertos ruegan perdón por su remordimiento y desean venganza contra sus malhechores?
¿Pueden los vivos tomar venganza desde la ultratumba?
Las respuestas se ofrecen en eventos aparentemente diferentes, conectados por una red de ira acumulada, culpa insoportable y arrepentimiento inagotable.
Tres historias, tres terribles destinos, tres oportunidades de hacer justicia.
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Haciendo justicia - Sasha Robnik
Haciendo Justicia
Pozo K -14, Azra
Haciendo Justicia
Área de una fuerza desconocida
Pozo K -14, Azra
––––––––
Pago la cuenta, me pongo mi chaqueta y me voy del lugar de los vagos y los condenados. Las voces permanecen conmigo mientras camino por la acera húmeda. Las luces de neón del bar se mezclan con los pasos en el concreto.
La noche es tan perfecta como la sonrisa de un recién nacido. Inhalo tanto como mis pulmones pueden tomar, es reconfortante que el aire oscuro expulse el veneno que impregnaba mi cuerpo en el bar, pero sabía y aún lo sé: no hay mayor veneno que el arrepentimiento y la culpa que me persiguen. El licor no es la cura, solamente retrasa la agonía que desconsuela al ser interior, pero, aun así, el licor te hace olvidar por un momento, si no estás solo, y si lo estás, solo intensifica el veneno con cada trago.
Al abrir la puerta y encender la luz, el pasillo me da la bienvenida con su soledad y una bombilla descubierta que vuelve todo espeluznante. Después de colgar mi chaqueta y quitarme los zapatos, titubeo, sabiendo que está ahí, acechando, con frecuencia en el dormitorio, a veces en la cocina, casi nunca en el baño, pero principalmente en la sala.
Ahí está él, con su abrigo verde, pantalones blancos y un sombrero en su cabeza, parado en la esquina, mirando hacia la pared. Siempre mirando hacia la pared, nunca veo su rostro. A veces quisiera ver, pero no consigo que dé la vuelta y no tengo el valor para tocarlo. El miedo a lo desconocido es más fuerte que mi voluntad.
Su nombre no es ningún misterio para mí, Dios es mi testigo que le he rogado cientos de veces que me mire a los ojos, pero cada vez resultaba ser en vano.
Me acomodo en el sofá y enciendo la televisión. Las imágenes en la pantalla y la voz del presentador se mezclan y desaparecen de mi consciencia. La luz de la pantalla ilumina la sala donde estoy sentado, incapaz de hacer algo, mientras mi memoria rebota desde cómo fue a cómo pudo haber sido. Un destino enfermizo se ha vuelto mi remordimiento, y de él... nuestro.
Hace mucho dejé de notar el hedor a su alrededor; el molesto e intenso olor a carbón y polvo, típico en cada minero, ahora invade mi nariz y evoca recuerdos. Rechazo esos recuerdos, son indeseados. La pantalla muestra un comercial tras otro y la fatiga me supera. No puedo esperar a quedarme dormido; me trae alivio y olvido que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, entre la oscuridad y el despertar. Mientras mis ojos se cierran y el sueño se apodera de mí, lo escucho llorar. Llorando y sollozando. Así es como él se despide de mí cada noche.
La alarma me despierta. Me preparo para el trabajo, lento y sin prisa, aun así, nunca llego tarde. El olor del café y el sol entrando por las persianas ligeramente abiertas me traen un nuevo día. Él ha desaparecido de la esquina, lo más probable es que esté en el pasillo. Apago la cocina, tomo mi taza, regreso al sofá y estiro mi cuello. Ahí está él, comenzando a susurrar contra la pared, rápido y confuso. Enciendo un cigarrillo y subo el volumen; dicen que será un buen día, sin nieve.
Con unos pocos intentos, el motor se fuerza para salir de su sueño invernal; lo logra con absurda presión en el pedal. Lo dejo en reposo y limpio el hielo del parabrisas. Mientras mis dedos se retuercen por la escarcha, mi mirada se enfoca en la ventana del cuarto piso. Me parece que puedo ver su silueta, iluminada por el sol del invierno, y estoy seguro de que me está observando, escondido detrás de la cortina gris.
Salgo del auto y encuentro a mis aprendices, muchachos recién salidos de la escuela. Están bebiendo café y hablando sobre Año Nuevo; escucho que tienen planes con algunas chicas, riendo feliz y juvenilmente.
Después de saludar cortésmente me sirven una taza de café con miradas curiosas en sus rostros. Asiento con la cabeza y envío a Goran a la oficina, regresa con una botella de licor y vasos, sirve un poco a todos y hacemos un brindis por el próximo año.
- ¿Otro?
– Todos son buenos muchachos, sacuden la cabeza y comienzan a hablar de trabajo, así que les asigno los trabajos. Ivica hará la inspección del VW Golf, el dueño está impaciente, tiene que conducir hasta Belgrado. El Peugeot, el cual ha estado sobre el gato desde anoche, está asignado a Goran; tiene que reemplazar las pastillas de freno y los cables del freno de mano. Yo me haré cargo del Fiat tan pronto como Boris desarme la tapa de cilindros; él trabajará solo, pero yo lo supervisaré. Es un trabajo preciso, Boris debe colocar la correa de transmisión correctamente para evitar que se deslice y rompa las válvulas.
Al fin llega Stojan. No estoy enojado con él por llegar tarde, vive muy lejos del taller. Todos comienzan con su trabajo sin decir una palabra. Como dije, son buenos muchachos.
Canciones populares de la radio resuenan en el taller. Los muchachos disfrutan escuchar música mientras trabajan, no hay nada de que quejarse. A veces no escucho el teléfono en la oficina, pero no todo puede ser perfecto. Les concedo esta pequeña alegría que acompaña a la juventud, no tengo derecho de arrebatarles eso.
Justo cómo se me fue arrebatada.
- ¡Buenos días, jefe!
– Una voz desconocida hace eco en el taller. Me doy la vuelta y dejo que Boris termine el trabajo solo, mi supervisión ya no es necesaria; él puede colocar la cubierta de las válvulas.
Saludo al recién llegado y le echo un vistazo. Gitano, joven. Los gitanos son buenos clientes, aprecian el trabajo de expertos y siempre dejan propina. Detrás de él veo un viejo Fiat que traquetea erráticamente estando en punto muerto y me pregunto cómo el auto todavía puede deambular por las calles.
El auto me observa de forma amenazadora con sus faros delanteros, provocando una avalancha de recuerdos que me obligaron verme en bares, entre personas y alcohol, buscando escapar. Mi corazón late más rápido al acercarme. No puede ser, simplemente no puede ser
, es lo que grita cada parte de mi ser. Es como si el mismísimo diablo hubiera llevado el auto hasta el taller, disfrutando la escena y advirtiéndome que no existe tal cosa como el olvido.
Los faldones laterales están deteriorados, la pintura se ha quedado sin brillo y la corrosión se ha abierto paso en las llantas. Los guardafangos delanteros y el parachoques han sido reemplazados. Las abolladuras en la carrocería cuentan historias sobre falta de atención y poco mantenimiento. Me di cuenta de