Quema
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Quema - Ariadna Castellarnau
Ariadna Castellarnau
QUEMA
icono goglogo2NARRATIVA
Gog & Magog ediciones
© 2015, Ariadna Castellarnau
© 2015, Gog & Magog ediciones
© 2017 Segunda edición
Diseño de portada: dispares
Foto de tapa: Curro Palacios Taberner
ISBN 9789509704756
Hecho el depósito que impone la ley
gogymagogediciones@gmail.com
www.gogymagog.com
Facebook: gogymagog.ediciones
Instagram: @gogymagog
Buenos Aires
2017
Índice de contenido
dedicatoria
Hambre
Amarillo
El vigilante
Siberia
Todo arde
La Tigra
Youkali
Quema
Autor
A Buddy, a Greta
No vayas al bosque,
que en el bosque está el bosque.
A quien va al bosque
a buscar árboles
no lo buscan ya en el bosque.
Günter Grass
Había algo siniestro en una piscina vacía y trató
de imaginar qué uso podría tener cuando estaba sin agua.
Le recordó los bunkers de cemento de Tsingtao,
y las huellas de las manos ensangrentadas
de los enloquecidos artilleros alemanes en los muros.
Quizá estaba por cometerse algún crimen en todas
las piscinas de Shangai, quizás sus muros estaban
embaldosados para que fuera fácil limpiar la sangre.
J.G. Ballard
Hambre
Llega la noche y Rita y el hombre todavía no decidieron quién de los dos comerá el último melocotón en almíbar. Es una decisión importante no sólo porque es el último, sino porque han acordado que una vez terminen la lata se dejarán morir de hambre.
Rita hace bailar el melocotón con la punta de un tenedor.
−¿Vas a comértelo o no? –pregunta él.
−No lo sé. ¿No deberíamos echarlo a la suerte?
−No importa quién se lo coma. Es sólo algo simbólico.
−Morirse de hambre no tiene nada de simbólico.
Él pone una mano encima de la lata y le pide que lo mire a los ojos. Rita levanta la cabeza. No es el tipo de hombre que ella hubiese elegido en otras circunstancias. Esa cara emborronada por el acné, tan poco nítida, una piel en relieve que le recuerda a los grumos que a veces se le hacían en la mezcla de huevo y harina para el bizcocho. Pero su cuerpo es fuerte y eso a Rita le gusta. Los hombros, especialmente. Bien anchos.
−¿Te estás arrepintiendo? −pregunta él.
Rita no contesta.
−Hemos hecho un trato −vuelve a decir él−. Y los tratos hay que respetarlos.
−Lo sé −dice Rita.
−¿Qué sabes?
−Lo que viene después.
−Después no viene nada. Después nos morimos.
−Pero lentamente −dice Rita.
La única luz que hay en la cocina procede de una vela que está por apagarse. Las ventanas las tapiaron con cartones para que no pudieran verlos desde afuera, en caso de que hubiera alguien para verlos desde afuera. Para Rita es una suerte no tener vistas sobre el valle. La soledad y las hogueras todavía activas, allá en las montañas, donde están los pueblos por los que pasaron antes de llegar a la casa, y las cenizas de las piras que el viento mueve y arrastra y que vuelven aún más oscura la luz cobriza del atardecer.
−¿Cuánto tarda una persona en morir de hambre? −pregunta Rita.
−Depende del peso. Pero aproximadamente unos sesenta o noventa días.
−¿Cómo estás tan seguro?
−Lo leí una vez.
−¿Y duele morirse de hambre?
−En un momento deja de doler −responde él.
−¿Cuándo?
Él le acerca la lata.
−Cuando te mueres. Y ahora comételo.
Rita clava la punta del tenedor en la carne del melocotón y se lo lleva a la boca.
Esa noche, después de tirar la lata vacía a la basura donde se amontonan otras latas y cartones de leche aplastados, se acuestan juntos en la cama que improvisaron con papel de periódico sobre el suelo de la cocina. Rita se quita el suéter de lana. Frota su cuerpo contra el cuerpo de él. Ese es su momento preferido del día. En el que se encuentran a oscuras y ella puede fantasear que está en cualquier otro lado del mundo, llevando otra clase de vida.
Cuando termina dentro de Rita, el hombre se deja caer de espaldas y la atrae hacia sí.
−Nunca te lo he preguntado. ¿Dónde creciste?
Rita no tiene ganas de contarle. Ellos dos no se dan detalles sobre sus vidas. Así han vivido todo este tiempo y no ve por qué ahora tiene que cambiar.
−En la ciudad, en un barrio cerca de donde nos conocimos.
No es necesario que invente otros detalles porque al instante el hombre se pone a roncar. Rita le da la espalda y permite que él la abrace adormilado y pegue su boca contra su nuca, respirándole encima. Se duerme pensando que todo eso no es más que una broma. Una especie de prueba que ellos mismos se han impuesto para volver a valorar la vida tal cual la tienen. Llegar hasta el final, hasta el punto del no retorno, para así volver al presente vivificados y aprender a querer su soledad y el hambre.
Se conocieron cerca del refugio. Rita estaba echada en la hierba sucia, rodeada de inmundicias, porque las personas habían perdido la vergüenza y hacían sus necesidades en cualquier parte. El agotamiento y el hambre la habían dejado fuera de combate en la cola y él se acercó y le dio un poco de lo que estaba comiendo. Sabía horrible, pero Rita lo devoró igual, relamiéndose los dedos al acabar, como si ese fuera el mejor plato que había probado en su vida. Sólo cuando estuvo saciada reparó en el hombre. Era difícil calcularle la edad en ese estado de suciedad que mostraba, pero debía tener la misma edad que el Galés y eso fue suficiente para que Rita decidiera levantarse del suelo y seguirlo, compartir el agujero donde vivía escondido, acostarse con él y, más tarde, planear ese viaje espantoso.
Para llegar a la casa hicieron más de trescientos kilómetros montados en una motocicleta comprada a alguien más listo que ellos dos. Alguien que no pasó por fuego todas sus pertenencias y que conservó esa motocicleta para terminar vendiéndola a unos desgraciados como Rita y el hombre que se habían creído que en el campo estarían a salvo del mal.
Hicieron el viaje en un solo día, con el estómago vacío, parando de vez en cuando para poner combustible en las pocas gasolineras cuyos surtidores todavía funcionaban. Habían hecho un plan. Mientras él llenaba el depósito, Rita se encargaba de la tienda del área de servicio. Pero en las tiendas sólo había estantes vacíos, polvo y bichos panza arriba. Cruzaron pueblos donde la gente se juntaba en las aceras para verlos pasar. Rita se apretaba contra la espalda de él y miraba esas personas de reojo. Las caras inexpresivas y los brazos caídos a los lados del cuerpo, con un gesto vencido, la curva indeliberada que describían sus cuellos al seguir por inercia el curso de la motocicleta.
No pronunciaron palabra durante todo el viaje. Con el corazón apretado, confiaban llegar a ese lugar donde las cosas empezaran a mejorar visiblemente. Donde la tierra recuperara su aspecto de tierra y las personas volvieran a ser personas. La zona protegida. El campo, el calor y el zumbido de las abejas bajo el sol.
Él le había contado de la casa, de los prolongados ratos de felicidad en el jardín, de sus padres que todavía vivían, suponía él, y que los recibirían con los brazos abiertos. Rita prefería no llevarle la contraria. Ella también se había criado en el campo, en un lugar bastante lejano, una isla relegada al sur de los mapas. Pero no hablaba de eso con nadie porque quería guardarse todos los recuerdos para ella, como cápsulas de cianuro bajo la lengua. El campo no era un lugar idílico. El mal había llegado a todas partes. Pero de todos modos aceptó hacer ese viaje con el hombre. Cualquier cosa era mejor quedarse en la ciudad.
Enfilaron el camino de grava y ante su vista apareció la casa. Grande, fea, torcida sobre un costado, a punto de derrumbarse. Rita se sintió decepcionada. No era como él le había contado. Tampoco como ella se había imaginado.
Entraron y recorrieron las habitaciones vacías.
−¿Dónde estaba tu cuarto? −preguntó Rita.
Él señaló una puerta cerrada.
Rita fue y abrió. Ni una cama, ni una mesa, ni un armario.
−¿Dónde están todas las cosas?
Él se encaminó en silencio hacia la puerta del fondo del pasillo que daba a la parte trasera. En el jardín, encontraron el esqueleto de una cómoda, jirones de ropa, dos electrodomésticos fundidos en uno solo. Todo disuelto en los restos de un fuego indigente. Él dispersó las cenizas con el pie. Aparecieron unos pendientes de perlas intactos. Rita tuvo miedo de que entre los despojos, aparecieran también los huesos de su propietaria. Mucha gente terminaba su agonía arrojándose a las piras. Pero no encontraron ni rastro de los habitantes de la casa.
Se instalaron en la cocina. Decidieron que esa era la parte más agradable de la casa, la menos fría, y además ahí tendrían a mano