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Hijos perdidos
Hijos perdidos
Hijos perdidos
Libro electrónico216 páginas5 horas

Hijos perdidos

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Información de este libro electrónico

Un trágico accidente propicia la celebración de una cena en la que un hombre se reúne con los hijos que ha dejado atrás en su búsqueda de un camino propio y sin ataduras. Durante el encuentro, en una casona repleta de fantasmas, se producen una serie de diálogos en los que se revelarán dudas, reproches, anhelos, preguntas y respuestas entre padre e hijos sobre los destinos que hubieran seguido sus vidas de haberse consolidado como una auténtica familia, eso que Borges denominó «las imposibilidades vivas» y «las posibilidades muertas», hasta dejar al descubierto, al final de la velada, la dramática verdad que oculta la historia del padre.
IdiomaEspañol
EditorialMALPASO
Fecha de lanzamiento27 ago 2021
ISBN9788418546150
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    Hijos perdidos - Carlos Rubio Rosell

    I

    Perder a un hijo es una de las peores desgracias que pueden ocurrirle a una persona en la vida. Más allá de cualquier otra consideración, abre un hueco en el alma. Y no tiene reparación.

    Aquella tarde, lo recuerdo ahora cuando ya solo quedan un puñado de imágenes y palabras, contemplaba el cielo desde el amplio ventanal del salón de casa, absorto en cómo los grises nubarrones que se avecinaban por el norte se despedían del sol deshaciéndose en hilachos colgados al viento. Era la hora en que las cosas se desvanecen al abrigo de las sombras y nos sumergen en un deambular de pasos y gestos titubeantes en busca de la luz eléctrica. Fue entonces cuando el timbre del teléfono interrumpió mi abstracción. Giré la cabeza hacia la mesilla donde reposaba el aparato y lo cogí de prisa. Nervioso por hacerlo callar, pulsé la pantalla y creí reconocer la voz de Maat. Sus palabras se escuchaban débiles y entrecortadas, como si estuviera a punto de perder la señal de cobertura o se encontrara en un sitio muy lejano, y casi tuve que adivinar lo que decía.

    —¿Papá?

    —¿Sí?

    —Ha habido un accidente... Un coche perdió el control y…chocamos… Todo fue muy rápido... Lo siento…

    —¿Pero qué ha pasado, hija… cómo?

    —Lo siento, papá, de verdad que lo siento…

    Comencé a perder los nervios.

    —No hija, no, no te preocupes. ¿Tú cómo estás?, ¿estás bien? —temblé.

    —…

    —¿Estás bien? —insistí nervioso.

    —¿Y mamá?

    —Ya se lo diré, no te preocupes…

    La ansiedad se apoderó de mí. Alcancé a escuchar que estaba en el kilómetro 15 de la carretera de Colmenar, cerca de Madrid, y que uno de sus hermanos iba con ella. Entonces la comunicación se cortó.

    Hundido en el estupor, apreté contra mi mano el aparato y lo lancé lo más lejos que pude. Voló cruzando la chimenea hasta chocar contra la pared y algunos pedazos se esparcieron por el suelo sonando a plástico y escayola rotas, multiplicados en su despedazamiento. Salí de casa a toda prisa y conduje como un autómata. Cuando llegué al lugar del accidente el coche parecía un amasijo de hierros y un policía me informó que habían trasladado a los heridos al hospital, y que el pronóstico de uno de ellos era grave. Volví al coche y grité. Grité todo lo fuerte que pude. Un desgarrado grito. Y rompí en llanto. Estuve largo rato sollozando, sin comprender por qué la vida jugaba así con el destino de las personas. La angustia se me atravesó en la garganta y casi no podía respirar, por lo que presa de la desesperación abrí la ventana del coche para que me diera el aire. La luz de una farola golpeó mis ojos cegándolos por completo con su resplandor, pero el aire frío que soplaba con fuerza apaciguó la sensación de asfixia que me embargaba. Respiré profundamente con los ojos cerrados y al abrirlos vi cómo una lluvia de hojas caía desde las copas de los árboles cercanos que se balanceaban empujados por el viento. Comprendí entonces que no había distinción entre la vida y la muerte, que ambas eran la misma cosa, que al igual que aquellos árboles vivían y morían a un tiempo, todos vivíamos y moríamos a la vez, sin interrupción, eternamente. No éramos más que hojas de árbol empujadas por el viento, ora en las ramas, ora en el aire, ora en el suelo; a veces verdes y tiernas, a veces marchitas y secas, olvidadas. Me entregué a esa imagen hasta que se aplacaron mis nervios y puede desprenderme de mi conciencia interior, dejando que el viento me arrastrara y, así, se llevara consigo la desesperación y la tristeza.

    El día del funeral un aguacero de lágrimas cayó sobre nuestros hombros. Había mucha gente, amigos, familiares, desconocidos. Algunos nos abrazaban, nos susurraban frases de pésame y consuelo o lloraban con nosotros nuestra pérdida. La madre, de la que me había separado pocos años atrás, estaba destrozada, inconsolable. Sin embargo, yo me mantenía impasible, sereno, evitando que el aluvión de condolencias hiciera mella en mi ánimo.

    Absorto en los recuerdos, un temblor sacudió mi cuerpo y reconocí a mis hijos entre la concurrencia, reunidos después de tantos años para asistir al duelo de uno de sus hermanos. Atónito, solo logré sonreírles mientras escudriñaba sus rostros buscando estúpidamente parecidos físicos, algún rasgo, un gesto mío. Como yo, no lloraban ni expresaban dolor; en cambio, en sus ojos había una mezcla de piedad y ternura que me reconfortó. Ninguno decía nada, como si el puro acto de estar fuese suficiente consuelo para todos, y ya al final, cuando estábamos a punto de marcharnos, uno de ellos se acercó y me dijo:

    —Queremos hablar contigo… Va a ser difícil que haya otra ocasión para reunirnos todos.

    —¿De quién ha sido la idea?

    —De Maat.

    —¿Por qué?

    —Papá, tenemos que hablar.

    «Contarnos… Decirnos», pensé.

    —¿Podemos ir a casa?

    —Será lo mejor —dijo.

    Con el correr del tiempo había logrado un éxito económico que me permitió comprar un antiguo caserón en San Lorenzo del Escorial, a las afueras de Madrid. Era una finca de 400 metros cuadrados, una antigua construcción de tres plantas con varias habitaciones, dos pequeños jardines y un sótano que atesoraba un montón de muebles viejos, trastos y reliquias de otras épocas. Tras unos años de gloria en los que se había convertido en un lugar lleno de vida y encanto, cuando me separé de la madre de Maat la abandoné a la decadencia y solo utilizaba la cocina, un baño, un dormitorio, la biblioteca con sus enormes anaqueles de puertas de cristal y el salón con chimenea de piedra forrado de estanterías repletas de libros donde solía leer en un sofá de cuero junto a una vieja mesilla. El resto de las estancias servía de decorado a mis paseos nocturnos: un enorme comedor contiguo al salón con una mesa estilo imperio para ocho personas y un espejo de crespones dorados sobre un inmenso mostrador de madera que nunca había vuelto a utilizar. Una serie de lúgubres pasillos conducían a estancias donde solo moraban el polvo y el olvido, y en la parte superior, unas habitaciones que para mí solo figuraban como puertas selladas a un interior por el que no experimentaba el más mínimo deseo de repasar su contenido. Aquella casa, me dijo el agente inmobiliario que me la vendió, había pertenecido en su origen a los embajadores de la Francia del ancien régime. Casualidades fútiles, sin importancia. Al comprarla —la había hipotecado sin que el gestor del banco rechistara: ¿Un millón? Claro, firme aquí—, solo había tenido en mente un viejo sueño: darle un hogar a mi familia. Pero los años me habían pasado por encima sin que ese deseo se cumpliera y el invierno de la vida, la soledad, la desmemoria y el cansancio contribuían a que cada vez pensara menos en ello. Hasta que aquel desgraciado accidente me daba una nueva oportunidad.

    Cuando la noche empezaba a acumular sus obscuras ruinas sobre los altos muros del caserón y las formas de vida se derretían ya en una miopía que confundía colores, formas, luces y siluetas, llegaron ellos. Yo había estado esperando toda la tarde en el salón hojeando absorto el gastado álbum familiar de mi memoria. Les pedí que pasaran al comedor. El aire de la estancia parecía cargado con todos los mensajes de la tierra, como si llevara una profusión de vidas murmurantes. La vajilla lucía resplandeciente bajo dos pequeños candelabros, dispuesta con ordenado esmero sobre la mesa. Siete servicios con la cristalería y las servilletas perfectamente acomodados. Yo mismo había colocado con gran ilusión cada plato, cada cubierto, cada copa, cada trozo de tela blanco como si fuese a ofrecer el banquete de mi vida, una auténtica celebración familiar en compañía de mis hijos.

    Maat encendió dos velas en los extremos de la mesa y dijo:

    —Al fin ha llegado el momento, papá. Aquí nos tienes.

    No tenía la certeza de que pudiera decir todo lo que tenía planeado porque había pensamientos tan profundos que nunca me los había revelado ni a mí mismo.

    —Hijos míos, ¡cuánto tiempo! —dije suspirando, y al hacerlo expulsé el peso de mis aflicciones, condensadas entre el estómago y los pulmones, entre la garganta y la nuca, entre las palmas de las manos y los nudillos de los puños cerrados, que al abrirlos para darles un abrazo me hizo sentir ligero, como si algo arrastrara mi cuerpo sobre una corriente de aire que me sumergió en una espesa densidad donde las cosas, y yo mismo, parecíamos atrapados en una ebriedad de ensueño.

    En el ambiente flotaban los recuerdos y disfruté aquel instante de paz en la excitación de los sentidos. La hora había olvidado el ruido del mundo y se internaba en la obscuridad, donde las reglas geométricas que reinan en la claridad quedaban canceladas, horrorizadas ante la transposición de la luz y la bruma que envolvía el momento, más proclive a los cantos de sirena y los delirios de absoluto. Todo se diluía en un desvanecimiento del alma que ponía fin a los excesos de la razón y al constante golpe de cincel de los anhelos ilimitados, y daba paso a un transcurrir de signo saturnino donde la melancolía era la única piedra angular, el único cimiento posible, lo que daba a mi rostro una expresión de extraña beatitud que asumía a la vez un gesto de misericordia. El anochecer se había deslizado sobre las cosas, suavizando todo lo que era áspero y rugoso, ablandando los párpados y exprimiendo un frescor en la mente que se debatía en el caos de preguntas sin respuesta. Aquel instante se erguía como un monumento a la reconciliación que moderaba el horror y la felicidad excesivas, y se afirmaba como un acto de justicia, escapando de la vigilia y el sueño para asentarse en un mundo donde no contaban ni las limitaciones de la existencia ni la cobardía, y donde simplemente respirar era la prueba palpable de que podía ingresar en aquella atmósfera incierta donde el tiempo parecía haberse ausentado por completo para poder durar.

    Como uno de mis hijos había dicho, aquella cena provocada por un desgraciado accidente representaba para mí una oportunidad única de reunir a mis hijos, fruto de mi relación con distintas mujeres: Chuy, Carlos, Xóchitl, Alexandra, Paolo y Maat. ¿Faltaba alguno? No quería ni pensarlo. Tampoco quería someterme al rigor de la realidad, sino dejarme llevar por esta fugaz ilusión de familia. Estar con ellos me producía una extraña sensación de solaz espiritual. Con el tiempo eran como yo los había imaginado: una combinatoria de rasgos y facciones elaborada por la mano del destino a partir de la genética de sus madres y sus parientes, una mezcla insólita de libros de familia, fotografías en blanco y negro, daguerrotipos gastados y retratos al óleo abandonados en desvanes y armarios enterrados en los confines del pasado.

    La sensación de que el tiempo había olvidado su determinación permitió que me relajara un poco más, y echando una ojeada a aquella escena tantos años acariciada en el letargo de la soledad, traté de ser efusivo.

    —Dejadme que os vea, hijos. ¡Qué barbaridad, cuánto tiempo sin saber nada de vosotros! —dije aún de pie, queriendo imprimir familiaridad a mis palabras.

    Maat salió del comedor mientras yo repasaba en una fugaz mirada panorámica al resto de mis hijos ahí sentados, como un flashazo que ilumina un paisaje para estamparlo enseguida en el cuerpo de una fotografía hasta entonces imposible y que la única hija con la que había vivido me regalaba como premio a una ambigua paternidad marcada por las indecisiones y las dudas, las ausencias, los errores, los silencios, las discusiones, el cariño, el amor y la tragedia. Ellos me miraban con interés, curiosidad, sorpresa, ternura, condescendencia y reserva, pero ninguno decía nada.

    —Decidme, ¿qué ha sido de vosotros, dónde habéis estado? —pregunté tocando el frío respaldo de la silla, que crujió cuando la eché hacia atrás antes de sentarme a la mesa.

    Chuy me lanzó una mirada furiosa y respondió:

    —Eres tú el que debe decirnos qué ha pasado. ¡Queremos que nos des una explicación!

    —¿Una explicación? No, hijo... no hay explicación… La verdad es que nada ha sido como yo esperaba, salvo este momento en que os tengo por fin juntos —respondí.

    —¿Por qué hablas así? Has cambiado tanto que ni tu acento es normal. Hablas como otra persona —dijo Chuy.

    —Hace tantos años que no vivo en México —traté de justificarme.

    —¿Eso es todo, papá? No sé a qué he venido —se quejó Chuy con fastidio, mirando a sus hermanos.

    —¿Queréis una explicación? —desafié—. Es muy sencillo: mientras yo derrochaba la vida y despilfarraba el amor no os di lo que yo sí tuve: un padre. Y ahora podemos hablar sobre las decisiones que tomé al respecto y si en realidad me han permitido ser lo que quería en la vida: un hombre libre —expresé con estúpida solemnidad, justificando un discurso grabado a cincel en mi memoria.

    Para intentar romper el hielo descorché una botella de vino y apuré de dos tragos una primera copa.

    —Quizá no lo sepáis, pero el peso de nuestros actos va ejerciendo con el tiempo una ligera presión que, por muchos años que pasen, es imposible de eliminar a lo largo de la vida. Veréis —dije con la vista puesta en el tallo de la copa ya vacía, calibrando el sabor del líquido—, yo nunca he querido ser padre. En mi juventud todo hacía aparecer el pensamiento de que las responsabilidades de la paternidad segarían mi desarrollo e interrumpirían mi vuelo. Tenía miedo de verme de pronto inmerso en una vida incómoda, asfixiante tal vez, con el agobio de unas obligaciones que consideraba ajenas a lo que debía ser mi dedicación. Tampoco tenía claro que cada una de vuestras madres iba a ser la mujer definitiva en mi vida, algo fuera de lugar desde luego, porque a todas ellas las amé y eso hubiera sido más que suficiente para llevar a cabo el acto de la paternidad.

    —¿Estás seguro de que las amaste? —preguntó Xóchitl.

    —Sí… pero no era solo en ellas donde estaba la energía que me llevaría a ser padre, sino en mí mismo también, y fui yo el que la manejó con determinación, el que la dejó fluir, el que la bloqueó al sentirla, el que actuó, siendo consciente de que si se desperdiciaba era yo mismo el que la perdía. Nada de ello fue un error. No. El error hubiera sido creer que no habría más energía. Por eso pude tomar decisiones, equivocadas o no, porque siempre he vivido enfrentado al hecho de qué hacer con ese poder que la vida nos otorga. Todos provenimos de ahí. Pero no lo entendemos si solo juzgamos, porque es necesario comprender a dónde va toda esa energía que, a veces, ni la muerte es capaz de detener.

    Los platos seguían vacíos y mis hijos se mantenían impasibles. Incluso Paolo, el mas pequeño de todos, a sus dieciséis años, conservaba una tranquilidad pasmosa para un adolescente.

    —¡Maat, la sopa! —grité en dirección a la cocina.

    Se hizo entonces un barullo en el comedor y las voces de los chicos se mezclaron en una confusa red de preguntas y rumores: «Papá, ¿por qué?... ¿Tu quisiste esto?... ¿Hubo amor?... ¿Eres feliz?... ¿Ha valido la pena separarte de nosotros?... ¿Nos vas a contar?... ¿Qué has hecho todo este tiempo?... ¿Sabes dónde está mamá?... ¿Es verdad que nunca nos quisiste?... ¿Recuerdas qué pasó?... ¿Qué pensabas?... ¿Estás triste?... Dinos... Cómo... Cuándo... Dónde... Qué… Yo... Tu... Él... Nosotros...».

    Sus voces acuciaban mi memoria y aquella cena, impredecible hasta el momento en que Maat nos había congregado, se iba transformando en una reunión planeada para encontrar, al menos en el esbozo de las respuestas, un consuelo postergado durante años.

    SUZIE Q

    A los treinta años, Chuy, el mayor de todos, hubiera podido ser y hacer lo que le hubiera dado la gana. Dijo que por ahora conducía un trailer en el norte de México, llevando cargamentos de todo tipo, recorriendo carreteras día y noche, asediado por la violencia en un clima de inseguridad absoluta. Se parecía a su madre en el pelo castaño, la nariz afilada y ligeramente aguileña, la piel muy blanca, los ojos de un leve tono verdoso, sus labios gruesos como los míos. Se mostraba callado, distante y enfadado. Me recordaba a su tío Jesús, el hermano mayor de su madre. Teníamos diecisiete años cuando Chuy quiso venir al mundo. Su madre, a quien solía llamar Suzie Q, trabajaba en una institución estatal como secretaria y yo, que acababa de terminar el bachillerato, era asistente en la pequeña biblioteca de una escuela cercana. Nos conocimos en los comedores de aquella escuela durante unos cursos de verano. Por la noche, cuando terminaban las clases, nos encerrábamos en un aula para fumar y charlar, haciéndonos todo tipo de preguntas sobre sexualidad. Ella era lenguaraz, descarada, provocadora. Fumaba como una chimenea. La primera noche que salimos juntos vestía un traje blanco que le quedaba grande porque solía usar la ropa de sus hermanas mayores. La asalté por la espalda y le dije: «¡Te voy a comer!». Y ella soltó una carcajada. «¿Sí?», me miró desafiante, «pero te lavas las manos, cochino…», volvió a reír. Tratándose de sexo, a Suzie Q nada la intimidaba. Subimos al Cuervo, un Ford Fairmont negro del 78 que acababa de comprar a plazos para ir a la universidad, y fuimos a un hotel de mala muerte. Nos bebimos media botella de ron, fumamos mariguana, hablamos y reímos hasta que nos dolió el estómago. Al final, borrachos y mareados nos tumbamos en la cama y Suzie Q me pidió que hiciéramos el amor. «¿Estás segura?», dije tímido. Echó a reír descarada, burlándose de mí. «¿Eres virgen?», dijo socarrona. «Casi», contesté titubeante. «¿Cómo que casi? ¡Eres virgen!», gritó burlona. «No pasa nada», añadió besándome. Comenzamos a acariciarnos y nos desnudamos torpemente, y entonces se montó encima de mí: «Así... ahí», indicó guiando mis movimientos, llevando mi cintura a encajarse entre sus piernas. Sentí sus muslos firmes, su aliento cálido, su respiración acelerada. Apretaba los labios y fruncía las cejas, hasta que se distendió sin ruidos y se tumbó a mi lado, encendió un cigarrillo y fumó con parsimonia, echando largas

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