La candidata perfecta
Por Laura Anthony
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Sin embargo, no había esperado la facilidad con que Katie asumió su papel... en todos los sentidos. Tampoco había imaginado verse víctima de la posesividad que sentía por esa mujer, una mujer que no se conformaba con una relación que no fuera para toda la vida.
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La candidata perfecta - Laura Anthony
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1999 Laurie Blalock
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La candidata perfecta, n.º 1088- mayo 2022
Título original: The Twenty-Four-Hour Groom
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-654-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
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Capítulo 1
KATIE Prentiss subía corriendo uno de los caminos del jardín botánico Fort Worth con su vestido largo de dama de honor de tafetán cuando, de repente, un hombre salió de una masa de arbustos y se tiró a por el bolso de seda que tenía en la mano.
Dándose cuenta de que le iban a robar, Katie giró a la derecha, pero se tropezó con un lecho de geranios que bordeaban el camino. El ladrón saltó hasta plantarse delante de ella, bloqueándole el camino. Llevaba gafas de esquí, lo que a Katie le chocó, ya que hacía mucho calor. Gruñendo, el hombre fue a quitarle el bolso.
El instinto inicial de Katie fue huir, pero entonces se recordó a sí misma que quería ser tan valiente como su heroína, Tess Dupree, la protagonista de sus novelas de misterio preferidas. Tess jamás se rendiría sin pelear. Así pues, apretando los dientes, Katie se aferró a su bolso con perlas incrustadas.
Durante unos momentos, mantuvieron una extraña pelea, ambos tirando del bolso color melocotón.
—Suéltalo, tía —gruñó el ladrón—. No quiero hacerte daño.
—¡Auxilio! —gritó Katie—. ¡Auxilio, un ladrón!
El bolso le había costado casi cien dólares. Volviendo a pensar en Tess, Katie se negó a que la obligaran a soltar su bolso.
Continuaron forcejeando, el ladrón tirando hacia un lado y Katie hacia el lado opuesto.
—¡Suéltalo! —insistió el ladrón.
Por nada del mundo, Katie iba a dejar que ese carterista le quitara el bolso.
De repente, sonó un silbato seguido del ruido de herraduras de un caballo galopando por el cemento. Katie volvió la cabeza y vio a un policía montado galopando hacia ellos.
—¡Policía! ¡Auxilio, policía!
El ladrón dio un enorme tirón y le arrebató el bolso a Katie. La fuerza del tirón la hizo caer en el lecho de flores. Al momento, el ladrón se dio a la fuga con su botín, desapareciendo entre unos densos arbustos.
El policía espoleó a su caballo y fue tras él, pasando por delante de Katie. Desde donde estaba, ella observó la persecución con interés. El ladrón se había escondido en la espesura de los arbustos hasta desaparecer de la vista. El policía, tuvo que dar un rodeo, cambiando de dirección.
Katie se puso en pie y, con pesar, vio que su precioso vestido tenía manchas de hierba y de barro.
Katie cerró los ojos y respiró profundamente. De nuevo, su costumbre de llegar tarde la había puesto en una situación difícil. Se miró el reloj y vio que, en ese momento, debía estar en los jardines Amon Carter, a unos ochocientos metros de donde estaba, desfilando detrás de su hermana Jenny hacia el altar. Sin embargo, ahí estaba, manchada y sintiéndose culpable porque, sin duda, la estaban esperando con ansiedad.
Se sacudió las manchas. ¿Cómo podía haber sido tan irresponsable? No había podido aparcar en los jardines porque el aparcamiento estaba lleno; de haber ido con tiempo, no habría tenido que dejar el coche tan lejos.
«Nunca aprenderás, Katie Prentiss», se dijo a sí misma.
Tenía la manía de llegar siempre con cinco o diez minutos de retraso. Su padre, el psicólogo, decía que era un acto inconsciente de rebeldía, y postulaba que utilizaba su tardanza como una forma de poder. Su madre, la mujer de sociedad, insistía en que era simplemente una falta de consideración. Tess Dupree, su heroína, se habría sentido orgullosa de ella, porque Tess nunca seguía las reglas.
El sonido de los cascos de un caballo llamaron su atención. Katie levantó la cabeza y contuvo la respiración cuando sus ojos vieron aquella imagen. El sol que se filtraba por un árbol enmarcó la silueta del jinete, y Katie se preguntó si no habría sido obra del cielo poner a aquel misterioso caballero allí para rescatar a damas en peligro.
Cielos, ese hombre era aún más atractivo que Zack, el marido de Tess. Si Tess era la mujer perfecta, valiente e inteligente, Zack Dupree era el hombre perfecto, guapo e ingenioso. Ambos detectives, los personajes de ficción formaban la pareja perfecta para combatir el crimen. Y aquel policía montado a caballo se le antojó a Katie muy parecido a Zack.
Entonces vio que el jinete tenía las manos vacías y a Katie se le encogió el corazón.
—¿Dónde está mi bolso? —preguntó ella cuando el policía llegó a su lado.
El policía sacudió la cabeza.
—Lo siento, pero se me ha escapado.
—¿Cómo?
—Tenía una moto esperándole.
—¡Oh, cielos! —aunque no llevaba dinero en el bolso, sí llevaba el carnet de conducir y las llaves.
El policía se bajó del caballo y se acercó a ella. Iba vestido con vaqueros negros, botas y una camisa negra con el logotipo de la policía en letras blancas. El silbato que llevaba colgado del cuello brillaba bajo la luz del sol. Un revolver a la cadera. El pelo liso color miel era visible bajo el sombrero. Los ojos castaños le capturaron la mirada. Katie contuvo el aliento, ese hombre le resultaba familiar. De repente, el estómago le dio un vuelco.
—¿Está herida? —preguntó él en tono profesional, aunque reconfortante al mismo tiempo.
—No —Katie negó con la cabeza—. Lo que estoy es enfadada conmigo misma.
—Hay muchos carteristas y muchos ladrones por el parque este verano. No debería haberse resistido, podía haberle hecho daño.
—No soporto ser una víctima —contestó Katie.
—Mejor perder el bolso que la vida. ¿Qué habría pasado si el ladrón hubiera sido violento? —el policía se quitó el sombrero Stetson y Katie lo reconoció.
Katie parpadeó, incapaz de dar crédito a sus ojos.
—¿Eres Truman West?
—Sí. ¿Nos conocemos?
No la había reconocido, aunque era natural que no reconociera en ella a la adolescente de quince años que, en el instituto, estaba enamorada de él hasta la desesperación. Truman había sido el presidente de su clase y campeón de rodeo; también había sido vecino de Katie cuando vivía en la casa contigua a la suya, pero nunca había tenido ojos para la poco agraciada Katie Prentiss.
Ella le tendió la mano.
—Soy Katie Prentiss. Vivíamos al lado en la calle Lee, en Weatherford.
—¿Katie? —la expresión de Truman era de incredulidad—. ¿La pequeña Katie Prentiss?
—Exacto, la misma.
—Dios mío —Truman la miró de arriba abajo y sonrió—. Eras tan…
—Gorda —dijo Katie, acabando por él la frase.
Sabía lo que Truman estaba pensando. De adolescente, Katie pesaba quince kilos de más, y tenía gafas y correctores de dientes. Nadie la miraba, excepto para reírse de ella. Una chica gorda, de cuatro ojos y boca de metal. Incluso ahora, diez años después, la crueldad a la que se vio sometida entonces le pesaba.
—Increíble —dijo Truman sin dejar de mirarla—. Jamás te habría reconocido.
Katie se alegró de ver su reacción. Había hecho grandes esfuerzos por convertirse en una mujer atractiva: ejercicio diario durante una hora, dieta, lentes de contacto, vestidos de moda y corte de pelo de moda. Le gustaba sorprender a la gente que la había conocido de adolescente.
—Gracias.
—Katie Prentiss —repitió él—. Sí, increíble.
Cuando Truman sonrió, un escalofrío de placer recorrió el cuerpo de Katie. Podía haber cambiado físicamente, pero, por dentro, seguía siendo una nerviosa quinceañera que sólo encontraba amigos en las páginas de los libros. De no haber sido por Tess Dupree, la protagonista de sus novelas de misterio preferidas, una mujer con absoluta confianza en sí misma, Katie probablemente no sería capaz de mantener una conversación normal con ese hombre en aquel momento.
Al contrario que ella, Truman West no había cambiado. Seguía siendo un héroe romántico. Hombros anchos, caderas estrechas y músculos, el sueño de cualquier mujer. Lo único que vio en él que no había visto antes eran unas líneas a ambos lados de su boca, unas líneas que le daban aire de confianza en sí mismo y que indicaban madurez.
—Bueno, ¿qué puedo hacer respecto a mi bolso?
—Presentaré una denuncia, pero antes necesito hacerte unas preguntas.
—El problema es que… —Katie se pasó una mano por el vestido—. Es la boda de Jenny y voy con retraso.
—¿Jenny? ¿Tu hermana pequeña se casa hoy? Vaya sorpresa.
—Lo sé, resulta difícil de creer. Pero ya tiene veintitrés años y su novio, Mark Barrington, es un hombre extraordinario —Katie se miró el reloj—. ¡Dios mío! Ya llevo diez minutos de retraso, deben estar histéricos.
—¿Dónde es la ceremonia?
—En los jardines Amon Carter.
—Es un buen paseo desde aquí. ¿Quieres que te lleve a caballo?
Katie lanzó una mirada de aprensión al animal. Diez años atrás, habría dado cualquier cosa porque Truman West la hubiera llevado a caballo. Sintió un hormigueo en el estómago al imaginarse abrazada al torso de él, pero la idea de montar a caballo con ese vestido la hizo vacilar.
Truman notó su indecisión.
—No te preocupes, lo único que tienes que hacer es sujetarte la falda del vestido con las piernas.
¿Por qué no?, Tess no dudaría ni un momento.
—Está bien —respondió Katie.
Haría toda una aparición; y cuanto antes llegara, mejor.
Katie respiró profundamente y le dio la mano a Truman, pero no había estado preparada para lo que sintió de repente. El recuerdo de su antiguo amor por él la hizo verse tumbada en la cama durante interminables horas mirando al techo mientras rezaba por obtener su afecto.
—¿Has montado a caballo alguna vez? —le preguntó Truman mientras la conducía hasta el animal.
—Sólo ponis cuando era pequeña.
—Mete el pie izquierdo ahí, en el estribo —Truman puso una mano en el cuello del caballo—. Ahora, agárrate a la silla, álzate y pasa la pierna derecha por encima del caballo. Vamos, no te preocupes, no es difícil.
Katie se sujetó el vestido con una mano y, con cuidado, levantó el pie izquierdo y lo metió en el estribo de metal. Con la mano que le quedaba libre, se