Almuerzo en el café Gotham
Por Stephen King
4/5
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Un hombre llamado Steve Davis llega a casa un día y encuentra una carta de su esposa, Diane, que le dice con frialdad que ella lo ha dejado y tiene la intención de divorciarse. La partida de Diane lo impulsa a dejar los cigarrillos y comienza a sufrir abstinencia de nicotina. El abogado de Diane, William Humboldt, llama a Steve con planes de reunirse con los dos para almorzar. Se decide por el café Gotham y fija una fecha.
La desesperación del protagonista por un cigarrillo y por su ex es casi insoportable, pero nada comparado con los horrores que le esperan en el moderno restaurante de Manhattan.
Stephen King
Escritor estadounidense, nacido en Portland en 1947. Se ganó el favor de la crítica con su primera novela, Carrie (1974), a la que seguiría El resplandor (1977). Su estilo efectivo y directo, unido a su gran capacidad para destacar los aspectos más inquietantes de la cotidianidad, le han convertido en el especialista de literatura de terror (aunque ha realizado también incursiones en el género fantástico y de ciencia ficción) más vendido de la historia. Autor a su vez de relatos y guiones para la televisión, muchas de sus novelas han sido llevadas al cine.
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Almuerzo en el café Gotham - Stephen King
Stephen King
ALMUERZO EN
EL CAFÉ GOTHAM
Ilustraciones de
Javier Olivares
Traducción de
Íñigo Jáuregui
019imagenUn día, estando en Nueva York, pasé por delante de un restaurante de aspecto agradable. Dentro, el maître acompañaba a una pareja hasta la mesa. El maître me vio por casualidad y me regaló el guiño más cínico del universo. Volví al hotel y escribí este relato. Durante los tres días que llevó su escritura, me poseyó por completo. En mi opinión, lo que hace que funcione no es el maître loco sino la siniestra relación entre el matrimonio a punto de divorciarse. A su manera, están más locos que él. De largo.
imagenUn día volví a casa de la correduría donde trabajaba y encontré una carta (una nota, mejor dicho) de mi mujer encima de la mesa del comedor. Decía que me dejaba, que quería pedir el divorcio y que tendría noticias suyas a través de su abogado. Me senté en la silla más cercana a la cocina y leí su mensaje una y otra vez, sin poder creerlo.
Al cabo de un rato me levanté, entré en la habitación y miré en el armario. Toda su ropa había desaparecido, excepto un pantalón de chándal y una cómica sudadera que alguien le había regalado, con las palabras «rica rubia» impresas por delante con lentejuelas.
Regresé a la mesa del comedor (que en realidad se encontraba en un extremo del salón, el apartamento tenía solamente cuatro habitaciones) y leí otra vez las seis frases. Decían lo mismo, pero mirar en el dormitorio extrañamente desordenado y en el armario medio vacío había hecho que empezara a creérmelas. Esa nota era una joyita de frialdad. No había ningún «cariño» o «buena suerte», ni siquiera un «te deseo lo mejor» en la parte final. «Cuídate» era escasamente cálido. Justo debajo de aquello había tachado su nombre.
Entré en la cocina, me serví un vaso de zumo de naranja y lo tiré al suelo al intentar cogerlo. El zumo salpicó los armarios de abajo y el vaso se rompió. Sabía que me cortaría si trataba de recoger los cristales —me temblaban las manos—, pero lo hice de todas formas y me lastimé. Dos cortes, ninguno de ellos profundo. Seguía pensando que aquello era una broma, pero luego me di cuenta de que no. Diane no es que fuera muy bromista. Pero la cosa era que no lo había visto venir. Estaba desorientado. No sabía si aquello me convertía en un estúpido o en un insensible. Conforme pasaban los días y pensaba en los últimos seis u ocho meses de nuestros dos años de matrimonio, me di cuenta de que había sido ambas cosas.
Esa noche llamé a su familia en Pound Ridge y les pregunté si Diane estaba allí. «Sí, y no quiere hablar contigo —dijo su madre—. No vuelvas a llamar». Ahí se cortó la señal.
Dos días después recibí una llamada al trabajo del abogado de Diane, quien se presentó como William Humboldt y, tras confirmar que efectivamente estaba hablando con Steven Davis, enseguida empezó a llamarme Steve. Supongo que es un poco difícil de creer, pero eso es lo que pasó. Los abogados es que son muy raros.
Humboldt dijo que recibiría «papeles preliminares» a principios de la semana siguiente, y me recomendó que preparara «un borrador de cuentas para disolver su corporación doméstica». También me aconsejó que no hiciera ningún «movimiento fiduciario repentino» y que guardara todos los recibos de los artículos que comprara, incluso los más pequeños, durante este «trance financieramente difícil». Por último, recomendó que me buscara un abogado.
—Escuche un momento, ¿quiere? —dije.
Estaba sentado a la mesa con la cabeza gacha y la frente apoyada en la mano izquierda. Tenía los ojos cerrados para no tener que mirar el enchufe gris brillante de la pantalla de mi ordenador. Había llorado mucho y sentía como si mis ojos estuvieron llenos de arena.
—Por supuesto —dijo—. Le escucharé encantado, Steve.
—Tengo dos cosas que decirle. La primera, usted en realidad quiere decir «plan para finiquitar el matrimonio» y no «borrador de cuentas para disolver su corporación doméstica»… y si Diane piensa que voy a intentar quitarle lo que es suyo, se equivoca.
—Sí —dijo Humboldt,