El cuento animado
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Gustave Flaubert
Leopoldo Alas «Clarín»
Emilia Pardo Bazán
Antón Chéjov
Vicente Blasco Ibáñez
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El cuento animado - Purificación Mascarell
Gustave Flaubert
Leopoldo Alas, Clarín
Emilia Pardo Bazán
Antón Chéjov
Vicente Blasco Ibáñez de
Leopoldo Lugones
Horacio Quiroga
Virginia Woolf
Gabriel Miró
Franz Kafka
Katherine Mansfield
Arthur Conan Doyle
Richard Matheson
Julio Cortázar
Mercè Rodoreda
Ignacio Aldecoa
El cuento animado
ANTOLOGÍA DE RELATOS CON ANIMAL
Edición y prólogo de
Purificació Mascarell
019AQUEL GUSANO DE LUZ.
DE CÓMO NOS EXPLICAN LOS ANIMALES
Por Purificació Mascarell
Érase una vez una chiquilla que se aburría en un verano de bachillerato y decidió escribir un trabajo sobre un cuento. Lo acababa de leer y le había encantado. Se titulaba «¡Adiós, Cordera!». Había tropezado con él en una antología de la biblioteca donde solía perderse. La chica leyó y releyó el cuento para entenderlo a fondo. Y lloraba cada vez que lo terminaba, porque era un cuento que daba ganas de llorar. Y que forzaba a pensar, también: en la injusticia, en la crueldad, en el sinsentido de estandarizar el asesinato, de humanos o de animales. Y luego estaba ese detalle. La rareza de llamar a una vaca por el nombre de otro animal de ganado, Cordera. La chica lectora había crecido con los cuentos tradicionales. Los cuentos folclóricos tamizados por las voces de los hermanos Grimm o de Andersen, los cuentos de hadas adaptados y readaptados en un bucle infinito. Había crecido con las fábulas de Esopo y las de Samaniego. Con dos viejos tomos, tapas rojas y filigrana dorada, de Las mil y una noches. Fascinada. Y con una tortuga que su hermano mayor le había traído de Melilla dentro del bolsillo de su cazadora de recluta. La tortuga Tica, que se paseaba por el humilde piso de familia numerosa mientras la chica se evadía leyendo, soñando.
Pero la vaca de Clarín no era como el conejo blanco de Alicia. No era un ser mágico que hablara y se comportara a imitación de los seres humanos. Era otra cosa. Era una vaca de verdad. Una vaca cuya condición animal amagaba unos atributos fácilmente identificables: dignidad, placidez espiritual, calor maternal y amor; ese amor que la absurda maquinaria de las guerras tritura como en un matadero. En la vaca Cordera palpitaba un significado profundo que la chiquilla de aquel verano perdido en el tiempo pugnaba por desentrañar. La vaca era una metáfora, un símbolo. Pronto descubriría que había más.
* * *
En su ensayo Por qué miramos a los animales, John Berger señala el vínculo ancestral que permite la analogía entre los seres humanos y los animales: «Animal fue la primera temática tratada por el hombre en la pintura. Probablemente el primer pigmento utilizado para pintar fue sangre animal. Y antes todavía, no es irrazonable suponer que la primera metáfora fue animal».
El volumen que tienes entre las manos, engendrado en lecturas juveniles y aquilatado a lo largo de tantos años, contiene una selección personal de relatos literarios que exploran, magistralmente, esa primera metáfora del pensamiento humano. Porque a diferencia de las fábulas o de los cuentos maravillosos, en los relatos de esta antología los animales no solo están al servicio de la trama. Aquí funcionan en un plano superior que el lector debe descifrar.
Cuando eclosionó el cuento literario como género estrella del siglo XIX, los animales abandonaron los aderezos fantásticos propios de la narrativa oral y aparecieron tal como eran, pero preñados de un potente simbolismo. Adquirieron un rol metafórico sobre nuestra condición humana. La cuestionaban. La problematizaban. Y así nos llevaron hasta el siglo XX. Los animales reforzaron su papel. Perfilaron el carácter de los personajes. Reflejaron el alma de los protagonistas. Encarnaron su alter ego. Empezaron a mostrar su verdad. Y así hasta hoy, cuando los animales se han convertido en un recurso literario que contrapone la vida humana actual, oprimida por lo artificial, con nuestra parte olvidada de buen salvaje.
En los cuentos literarios de la modernidad, los animales aglutinan un amplio abanico de interpretaciones y sostienen las diferentes capas de lectura. Son parte del enigma. Y bajo el paraguas de la ambigüedad moderna, su significado —abierto, flexible y complejo— entra en diálogo con los miedos, las obsesiones y las carencias humanas. Un espejo y una ventana que se asoma a nuestro interior.
* * *
Esta antología, y no es baladí, se abre con el animal más célebre del universo de Flaubert. En «Un alma de Dios», una mujer sencilla, sumisa, analfabeta, con un nombre que es pura ironía flaubertiana —Felicidad—, vive dominada por el ansia de cuidar y de servir, de amar al prójimo sin necesidad de recibir nada a cambio. Cuida de su señora, de los hijos de su señora, del sobrino, de unos militares polacos y hasta de un pobre enfermo vagabundo. Pese al egoísmo de las personas que la rodean, ella mantiene intacta su candidez. Finalmente, cuida de Lulú, un loro en el que proyecta su necesidad de amar, de sacrificarse y darse a los demás. Ese afecto cobrará, en un crescendo memorable, cotas místicas.
El amor centra otro relato fundamental de finales del siglo XIX: «La dama del perrito», de Antón Chéjov. En él, un hombre y una mujer se convierten en amantes durante unas vacaciones en Yalta, lejos de sus respectivas parejas. «¡Esa raza inferior!», piensa él de las mujeres, pues considera «que su amarga experiencia le había instruido lo bastante para llamarlas lo que se le antojara; sin embargo, no habría podido vivir dos días sin esa raza inferior
». De hecho, y tal vez a su pesar, Dmitri se comporta como un perro faldero, como ese adorable perrito de Pomerania que siempre acompaña a Anna. La ternura, la dulzura que provoca una criatura tan bella y pequeña, embriaga el corazón de Dmitri, atenazado por la soledad, la certeza del tiempo dilapidado y la cercanía de la vejez.
Otras veces los animales sirven para constatar la bajeza y la crueldad humanas. Así sucede en «La Navidad de Peludo» de Emilia Pardo Bazán, donde el burro —trabajador, esforzado, diligente, y explotado sin piedad— recuerda a tantas personas que han sufrido un trato similar con idéntico final. Así ocurre también en «El águila y el pastor», de Gabriel Miró. La envidia del hombre hacia la libertad del animal conduce casi al sadismo, como si no pudiéramos soportar que los animales libres pongan en evidencia nuestros prejuicios, nuestras limitaciones y nuestro conformismo.
Hay dos cuentos protagonizados por simios que retratan el despotismo enfermizo que ejercemos sobre los animales. Estos relatos hablan sobre la presunción humana, sobre la vanidad de considerarnos los seres vivos más desarrollados y excelsos del planeta. «Yzur», de Leopoldo Lugones dialoga con «Informe para una academia», de Franz Kafka. En este último, el paso de simio a hombre, la metamorfosis supuestamente admirable del mono capturado y encerrado en una jaula, sometido a todo tipo de vejaciones y empeñado en sobrevivir a toda cosa, es solo «una salida». Una vía de escape. Por eso Pedrirrojo aprende a escupir, a eructar, a fumar en pipa, a emborracharse y a lanzar exabruptos. «Lo repito», dirá vestido de etiqueta para la ocasión, «no me seducía imitar a los hombres, imitaba porque buscaba una salida, por ningún otro motivo». Su parlamento ante los ilustres académicos es un acto de brillante sarcasmo. El relato de cómo se convirtió en hombre: imitando la vileza, la mediocridad y la indecencia características del género humano.
Los cuentos de Kafka y Lugones reflejan el dolor y el fracaso que entraña, para los animales, adaptarse a nuestra especie. Los dos simios exhiben una actitud racional y pacífica que contrasta con la violencia empleada por los hombres. Las preguntas surgen, inevitables: ¿Qué nos distingue de los animales? ¿Dónde está la frontera entre ellos y nosotros? ¿De verdad somos mejores? ¿Los domamos porque estamos nosotros también domados?
Quizá el relato «Axolotl», de Julio Cortázar, sirve de contrapunto. Su narrador cuenta la fascinación que le despiertan los axolotl de un acuario de su ciudad. Tras días y días de contemplación absorta, casi metafísica, siente que algo íntimo le une a aquellas criaturas: «No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo». Se produce entonces una metamorfosis a la inversa. No del animal en humano, sino al revés. Y no a partir del lenguaje, sino a través de la mirada. Quién mira a quién. Quién, al final, está dentro del acuario.
Más metamorfosis. El pequeño y siniestro Jules ansía convertirse en un vampiro terrorífico, como su admirado conde Drácula. En «Bebe mi sangre», Richard Matheson ofrece una relectura muy particular de las historias clásicas de vampiros, y lo hace desde una perspectiva infantil salpicada de humor y horror. Un día, Jules descubre un murciélago en el zoológico. Como el personaje de Cortázar, dedica horas y horas a observarlo. Ese animal potenciará hasta límites alucinantes toda su obsesión.
Sobre animales agazapados, letales, invisibles, que realzan la vulnerabilidad humana, versan dos cuentos muy diferentes en su estilo: el cuento modernista «El almohadón de plumas», de Horacio Quiroga, y el relato policiaco «La melena de león», de Arthur Conan Doyle. Ambos hablan de misterios, fatalidad y muerte. De aquello oculto y desconocido que nos puede aniquilar de manera imprevista. Y conectan con «Sancha», el cuento de inspiración popular firmado por Vicente Blasco Ibáñez. Una parábola sobre la amistad entre un hombre y una serpiente de la Albufera, metáfora de los vínculos con la tierra, con los orígenes. La fuerza de los lazos familiares; la imposibilidad de perdonar el abandono.
Otros animales sirven para estimular las derivas del pensamiento humano, como ocurre en «La marca en la pared», de Virginia Woolf, o en «La mosca», de Katherine Mansfield. El primer relato contiene una honda reflexión sobre la precariedad de la existencia, lo absurdo de los valores burgueses y la escasa huella que dejamos tras nuestro paso por la tierra. El segundo describe crudamente nuestra capacidad de supervivencia, de superación de los heraldos negros que nos envía la muerte, construida sobre la indiferencia ante el sufrimiento ajeno.
Finalmente aparecen los animales junto a los niños, unidos en su pureza y naturalidad, para protagonizar dos cuentos bañados en una fina capa de tristeza. En «Chico de Madrid», Ignacio Aldecoa emparenta a un chico sin nombre con los animales más humildes, esos que cazaban los niños de Miguel Delibes: las ratas, pero también los perros y los gatos callejeros, las lagartijas, los grillos, los gorriones. Animales pobres y suburbiales. En «Gallinas de Guinea», Mercè Rodoreda relata la pérdida de la inocencia en un niño ante la visión de la matanza ejecutada, con frialdad profesional, por una carnicera. Al ver las aves que cuelgan sin vida, Quimet se hace mayor. De golpe.
* * *
En un atardecer de la infancia encontré un cuquet de llum, un gusano de luz. Mi madre y mi tía charlaban en ese punto mágico donde la ciudad termina y se convierte en sierra, en la montaña del castillo de Xàtiva. Allí las casas se apoyan sobre la misma roca y la naturaleza invade la vida cotidiana. Entre la tierra y el salvaje pedregal encontré una luciérnaga pequeñita. Le pregunté a mi madre si podía llevármela a casa. Yo quería un gusiluz como el que tenían mis amigas y nunca tuve yo. Siempre me han fascinado las cosas que brillan. La purpurina, las lentejuelas, el oropel. Estaba emocionada. Mucho. Recuerdo que aquella noche bajé las persianas al máximo y puse al gusano en la mesita de noche. Lo puse dentro de un vaso vuelto del revés. Estuve mirándolo hasta que caí rendida de sueño. Era increíble verlo relucir como un ser de otra galaxia. A la mañana siguiente, el animalito estaba gris y mustio. Muerto. Me puse a llorar desconsolada. Si lo hubiera dejado donde lo encontré, aún estaría vivo, todavía brillaría en más noches de primavera. De golpe aprendí algo sobre los peligros del egoísmo. Sobre la posibilidad de que nuestro amor, nuestro deseo, pueda ser dañino para el otro. Quizá comprendí que nunca hay que disponer de las vidas ajenas a cambio de la felicidad propia. Aquellas lágrimas infantiles ante la luciérnaga apagada eran lágrimas de conocimiento. Lecciones de vida que nos dan los animales y los cuentos.
Gustave Flaubert
UN ALMA DE DIOS
(1878)
I
A lo largo de medio siglo, las burguesas de Pont-l’Evêque le envidiaron a madame Aubain su criada Felicidad.
Por cien francos al año, guisaba y hacía el arreglo de la casa, lavaba, planchaba, sabía embridar un caballo, engordar las aves de corral, mazar la manteca, y fue siempre fiel a su ama —que sin embargo no siempre era una persona agradable—.
Madame Aubain se había casado con un mozo guapo y pobre, que murió a principios de 1809, dejándole dos hijos muy pequeños y algunas deudas. Entonces madame Aubain vendió sus inmuebles, menos la finca de Toucques y la de Greffosses, que rentaban a lo sumo cinco mil francos, y dejó la casa de Saint-Melaine para vivir en otra menos dispendiosa que había pertenecido a sus antepasados y estaba detrás del mercado.
Esta casa, revestida de pizarra, se encontraba entre una travesía y una callecita que iba a parar al río. En el interior había desigualdades de nivel que hacían tropezar. Un pequeño vestíbulo separaba la cocina de la sala donde madame Aubain se pasaba el día entero, sentada junto a la ventana en un sillón de paja. Alineadas contra la pared, pintadas de blanco, ocho sillas de caoba. Un piano viejo soportaba, bajo un barómetro, una pirámide de cajas y de carpetas. A uno y otro lado de la chimenea, de mármol amarillo y de estilo Luis XV, dos butacas tapizadas. El reloj, en el centro, representaba un templo de Vesta. Y todo el aposento olía un poco a humedad, pues el suelo estaba más bajo que la huerta.
En el primer piso, en primer lugar, el cuarto de «Madame», muy grande, empapelado de un papel de flores pálidas, y, presidiendo, el retrato de «Monsieur» en atavío de petimetre. Esta sala comunicaba con otra habitación más pequeña, en la que había dos cunas sin colchones. Después venía el salón, siempre cerrado, y abarrotado de muebles cubiertos con fundas de algodón. Seguía un pasillo que conducía a un gabinete de estudio; libros y papeles guarnecían los estantes de una biblioteca de tres cuerpos que circundaba una gran mesa escritorio de madera negra; los dos paneles en esconce desaparecían bajo dibujos de pluma; paisajes a la gouache y grabados de Audran, recuerdos de un tiempo mejor y de un lujo que se había esfumado. En el segundo piso, una claraboya iluminaba el cuarto de Felicidad, que daba a los prados.
Felicidad se levantaba al amanecer, para no perder la misa, y trabajaba hasta la noche sin interrupción; después, terminada la cena, en orden la vajilla y bien cerrada la puerta, tapaba los tizones con la ceniza y se dormía ante la lumbre con el rosario en la mano. Nadie más tenaz que ella en el regateo. En cuanto a la limpieza, sus relucientes cacerolas eran la desesperación de las demás criadas. Ahorrativa, comía despacio, y recogía con el dedo las migajas del pan caídas sobre la mesa; un pan de doce libras cocido expresamente para ella y que le duraba veinte días.
En toda estación llevaba un pañuelo de indiana sujeto en la espalda con un imperdible, un gorro que le cubría el pelo, medias grises, refajo encarnado, y encima de la blusa un delantal con peto, como las enfermeras del hospital.
Tenía la cara enjuta y la voz chillona. A los veinticinco años, le echaban cuarenta. Desde los cincuenta, ya no representó ninguna edad. Y, siempre silenciosa, erguido el talle y mesurados los ademanes, parecía una mujer de madera que funcionara automáticamente.
II
Había tenido, como cualquier otra, su historia de amor.
Su padre, un albañil, se había matado al caer de un andamio. Luego murió su madre, sus hermanas se dispersaron, la recogió un labrador y la puso de muy pequeña a guardar las vacas en el campo. Tiritaba vestida de harapos, bebía, tumbada boca abajo, el agua de los charcos, le pegaban por la menor cosa y acabaron echándola por un robo de treinta sueldos que no había cometido. Entró en otra alquería, llegó en ella a moza de corral y, como daba gusto a los amos, los compañeros de faena le tenían envidia.
Una tarde del mes de agosto (tenía entonces dieciocho años) la llevaron a la romería de Colleville. Se quedó pasmada, estupefacta por el estruendo de los rascatripas, las luces en los árboles, la variedad abigarrada de los trajes, los encajes, las cruces de oro, aquella masa de gente saltando todos a la vez. Se mantenía apartada modestamente, cuando un mozo muy atildado, y que fumaba en pipa apoyado de codos en la barra de un toldo, se acercó a invitarla a bailar. La convidó a sidra, a café, a galletas, le regaló un pañuelo, y, creyendo que la moza le correspondía, se ofreció a acompañarla. A