Dámaso Alonso - Poemas
Dámaso Alonso - Poemas
Dámaso Alonso - Poemas
William Glackens
Reseña biográfica
Poeta e historiador español, nacido en Madrid en 1898.
Su principal aportación a las letras es una impresionante actividad filológica que lo llevó a
dirigir la Real Academia Española entre 1968 y 1982 y a recibir el Premio Cervantes en 1978.
Licenciado en Derecho y Filosofía y Letras, fue crítico literario, editor de clásicos, antólogo y
traductor.
Perteneció a la Academia de la Historia y fue Doctor Honoris Causa y conferencista en varias
universidades europeas y americanas.
Obra poética: «Poemas puros», «Poemillas de la ciudad», «El viento y el verso, «Hijos de la
ira», «Hombre y Dios», «Gozos de la vista» y «Duda y amor sobre el Ser Supremo».
Falleció en Madrid en 1990. ©
ÍNDICE
Y celas de la noche,
la ardua
noche de horror de tus entrañas sordas.
paréntesis de cauce,
asomos de colina,
árbol agudo, huella
de pie veloz: sonrisa.
Ciencia de amor
No sé. Sólo me llega, en el venero
de tus ojos, la lóbrega noticia
de dios; sólo en tus labios, la caricia
de un mundo en mies, de un celestial granero.
La puerta franca.
Vino queda y suave.
Ni materia ni espíritu. Traía
una ligera inclinación de nave
y una luz matinal de claro día.
Fino, fino,
iba creciendo y en largos arcos se irradiaba.
Proyectaba raíces, que, invasoras,
se hincaban en la carne,
desviaban, crujiendo, los tendones,
perforaban, sin astillar, los obstinados huesos,
durísimos
y de él surgía todo un cielo de ramas
oscilantes y aéreas,
como un sauce juvenil bajo el viento,
ahora iluminado, ahora torvo,
según los galgos-nubes galopan sobre el campo
en la mañana primaveral.
¡Ay!
Yo, acurrucado junto a mi dolor,
era igual que un niñito de seis años
que contemplara absorto
a su hermano menor, recién nacido,
y de pronto le viera
crecer, crecer, crecer,
hacerse adulto, crecer
y convertirse en un gigante,
crecer, pujar, y ser ya cual los montes,
pujar, pujar, y ser como la vía láctea,
pero de fuego,
crecer aún, aún,
ay, crecer siempre.
Y yo era un niño de seis años
acurrucado en sombra junto a un gigante cósmico.
a esquilas amorosas,
resabios de ganado,
que aun tiemblan si es que gime
al cobijo del álamo.
Sí: tú me buscas.
Sí: me buscas.
Torpemente, furiosamente lleno de amor me buscas.
II
¿Pedir sólo lo inmenso conocido?
¿Pedir o preguntar al Universo?
No al universo de la tierra nuestra,
bajo, insensible, monstruoso, duro;
III
Inmensidad, cierto es.
Mas yo no quiero
inmensidad-materia; otra es la mía,
inmateria que exista ( ¡ay, si no existe! ),
eterna, de omnisciencia, omnipotente.
otoñal...
( En el libro se refiere
cómo besa una hoja que se muere
a una rosa carnal que se deshoja... )
La mañana
ha roto su collar desde la torre.
y un martillo de sangre
-¡clo!- que estrangula a pausas
-¡morir!- las simas súbitas
-silencio- de la ráfaga.
Solo
Como perro sin amo, que no tiene
huela ni olfato, y yerra
por los caminos...
Antonio Machado
Hiéreme. Sienta
mi carne tu caricia destructora.
Desde la entraña se eleva mi grito,
y no me respondías. Soledad
absoluta. Solo. Solo.
Sí, yo he visto estos canes errabundos,
allá en las cercas últimas,
jadeantes huir a prima noche,
y esquivar las cabañas
y el sonoro redil, donde mastines
más dichosos, no ignoran
ni el duro pan ni el palo del pastor.
Pero ellos huyen,
hozando por las secas torrenteras,
venteando luceros, y si buscan
junto a un tocón del quejigal yacija,
pronto otra vez se yerguen:
se yerguen y avizoran la hondonada
de las sombras, y huyen
bajo la indiferencia de los astros,
entre los cierzos finos.
Vida
Entre mis manos cogí
un puñadito de tierra.
Soplaba el viento terrero.
La tierra volvió a la tierra.
Entre tus manos me tienes,
tierra soy.
El viento orea
tus dedos, largos de siglos.
Y el puñadito de arena
-grano a grano, grano a grano-
el gran viento se lo lleva.
Yo
Mi portento inmediato,
mi frenética pasión de cada día,
mi flor, mi ángel de cada instante,
aun como el pan caliente con olor de tu hornada,
aun sumergido en las aguas de Dios,
y en los aires azules del día original del mundo:
dime, dulce amor mío,
dime, presencia incógnita,
45 años de misteriosa compañía,
¿aún no son suficientes
para entregarte, para desvelarte
a tu amigo, a tu hermano,
a tu triste doble?
Dulce,
dulce amor mío incógnito,
45 años hace ya
que te amo.
De "Hijos de la ira"
A un río le llaman Carlos
Yo me senté en la orilla;
quería preguntarte, preguntarme tu secreto;
convencerme de que los ríos resbalan
hacia un anhelo y viven;
y que cada uno nace y muere distinto
(lo mismo que a ti te llaman Carlos).
Ah, loco, yo, loco, quería saber qué eras, quién eras
(genero, especie...)
y qué eran, qué significaban «fluir», «fluido», «fluente»;
qué instante era tu instante
cuál de tus mil reflejos, tú; reflejo absoluto
yo quería indagar el último recinto de tu vida
tu unicidad, esa alma de agua única,
por la que te conocen por Carlos.
Las sábanas,
aún goteantes, penden
de todas las ventanas,
el viento juega con el sol en ellas
y ellas ríen del juego y de la gracia.
Cantan
los chicos de una escuela la lección.
Las once dan.
Pero te amo,
pero te amo frenéticamente.
¡Déjame, déjame fermentar en tu amor,
deja que me pudra hasta la entraña,
que se me aniquilen hasta las últimas briznas de mi ser,
para que un día sea mantillo de tus huertos!
Hombre y Dios
Hombre es amor. Hombre es un haz, un centro
donde se anuda el mundo. Si Hombre falla
otra vez el vacío y la batalla
del primer caos y el Dios que grita «¡Entro!»
Hombre es amor, y Dios habita dentro
de ese pecho y profundo, en él se acalla;
con esos ojos fisga, tras la valla,
su creación, atónitos de encuentro.
Amor-Hombre, total rijo sistema
yo (mi Universo). ¡Oh Dios, no me aniquiles
tú, flor inmensa que en mi insomnio creces!
Yo soy tu centro para ti, tu tema
de hondo rumiar, tu estancia y tus pensiles.
Si me deshago, tú desapareces.
Libertad
Qué hermosa eres, libertad. No hay nada
que te contraste. ¿Qué? Dadme tormento.
Más brilla y en más puro firmamento
libertad en tormento acrisolada.
Oh Dios,
no me atormentes más.
Dime qué significan
estos espantos que me rodean.
Cercado estoy de monstruos
que mudamente me preguntan,
igual, igual que yo les interrogo a ellos.
Que tal vez te preguntan,
lo mismo que yo en vano perturbo
el silencio de tu invariable noche
con mi desgarradora interrogación.
No me devoran.
Devoran mi reposo anhelado,
me hacen ser una angustia que se desarrolla a
sí misma,
me hacen hombre,
monstruo entre monstruos.
Oh sí, la conozco.
Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
en un tren muy largo;
ha viajado durante muchos días
y durante muchas noches:
unas veces nevaba y hacía mucho frío,
otras veces lucía el sol y rejemía el viento
arbustos juveniles
en los campos en donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas.
Y ella ha viajado y ha viajado,
mareada por el ruido de la conversación,
por el traqueteo de las ruedas
y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!:
noches y días,
días y noches,
noches y días,
días y noches,
y muchos, muchos días,
y muchas, muchas noches.
Pero el horrible tren ha ido parando
en tantas estaciones diferentes,
que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni los sitios,
ni las épocas.
Ella
recuerda sólo
que en todas estaba oscuro, y que partir, al arrancar el tren
ha comprendido siempre
cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
ha sentido siempre
una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara de la mejilla,
como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas,
blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo,
como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios
y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.
Pero las lúgubres estaciones se alejaban,
y ella se asomaba frenética a las ventanillas,
gritando y retorciéndose,
sólo
para ver alejarse en la infinita llanura
eso, una solitaria estación,
un lugar
señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico
por una cruz
bajo las estrellas.
Ella,
en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
se inclina,
va curvada como un signo de interrogación,
con la espina dorsal arqueada
sobre el suelo.
¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera,
como si se asomara por la ventanilla
de un tren,
al ver alejarse la estación anónima
en que se debía haber quedado?
¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
sus recuerdos de tierra en putrefacción,
y se le tensan tirantes cables invisibles
desde sus tumbas diseminadas?
¿O es que como esos almendros
que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta,
conserva aún en el invierno el tierno vicio,
guarda aún el dulce álabe
de la cargazón y de la compañía,
en sus tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?
Sueño de las dos ciervas