Evaluación Económica
Evaluación Económica
Evaluación Económica
El primer principio que establece la Economía del Bienestar es que las personas toman
decisiones de forma tal que su bienestar sea el mayor posible (en Economía se dice que
«maximizan su utilidad») sujetos a una determinada restricción (por ejemplo, tiempo,
dinero…).
El anterior supuesto no hace más que recoger la explicación económica estándar sobre el
comportamiento de los consumidores en los mercados. En primer lugar, se conviene que los
consumidores demandan bienes y servicios porque su consumo les proporciona bienestar o
utilidad. En segundo lugar, como los recursos disponibles (su renta o ingresos) no son
ilimitados, y los bienes no suelen ser gratuitos (no son bienes «libres» como el aire), los
consumidores eligen consumir aquellos bienes que les proporcionan la mayor utilidad
posible, revelando de esta forma sus preferencias. Por último, la intensidad con que el
consumidor prefiere un bien sobre otro (intensidad de preferencias) se reflejará en la
máxima cantidad de dinero que está dispuesto a pagar por cada uno de ellos. Si del
consumo del bien en cuestión sólo se beneficia el consumidor, no afectando a terceros (no
hay «externalidades»), y los precios no están intervenidos por el sector público, en
principio puede suponerse que dichos precios estarán reflejando la disposición a pagar por
cada unidad del bien.
Un ejemplo que puede ilustrar esta visión sobre la demanda de los consumidores en los
mercados es el caso de los pantalones vaqueros. Si una persona compra unos vaqueros
lavados a la piedra en lugar de unos tejanos normales, cuando los precios de ambos son
compatibles con su restricción presupuestaria, diremos que esa persona prefiere los
pantalones lavados a la piedra a los vaqueros normales, siendo el precio que paga expresión
de la intensidad con que los prefiere (esto es, de la magnitud del bienestar que le generan).
Ciertamente, el esquema descrito parece razonable para bienes como el de nuestro ejemplo.
La cuestión es si también es razonable para tecnologías sanitarias como las intervenciones
quirúrgicas, los medicamentos, las pruebas diagnósticas, las vacunas, etc., ya que son esos
bienes los que incumben al tipo de decisiones que nos interesan.
En apariencia, hay tres objeciones que podrían hacer inviable el concepto de preferencia
individual y su medición en el seno del sector sanitario:
Lo inapropiado de suponer que pueda haber una «preferencia» por la asistencia sanitaria.
La ausencia de un «mercado» sanitario con todo lo que esto conlleva (no hay elecciones ni hay
precios).
La existencia de incertidumbre en la toma de decisiones sanitarias.
Como veremos, sin embargo, estas objeciones no son irreversibles, no pudiendo ninguna de
ellas contradecir el primer supuesto de la Economía del Bienestar.
Comenzando por la primera de las objeciones, en efecto podría afirmarse, por ejemplo, que
no cabe hablar de «preferencia» por recibir un tratamiento que implica someterse a una
intervención quirúrgica con un cierto riesgo de muerte perioperativa, que exige una
convalecencia de varias semanas en el hospital y que conlleva efectos adversos en el corto
plazo. Por suerte, la teoría del consumidor se ha perfeccionado lo suficiente como para
distinguir entre los bienes y sus «características» 2. Las personas no van al médico ni toman
medicinas porque tales acciones encierren un valor en sí mismas, sino porque son medios
para poder gozar de mejor salud. La razón fundamental por la que se demanda asistencia
sanitaria es por los beneficios que reporta su consumo sobre la salud, no porque ser operado
y permanecer ingresado en un hospital durante la convalecencia sea algo deseable por sí
mismo. Puede afirmarse, por tanto, que la demanda de asistencia sanitaria es una demanda
«derivada» de otra más fundamental, que es la demanda de salud 3, y que una persona al
decidir si consume o no asistencia sanitaria, valorará el efecto que dicha asistencia tiene
sobre su salud, y si el bienestar que ello le depara es suficiente como para compensar lo que
le cuesta adquirirla.
Frente a esta objeción cabe formular dos precisiones: en primer lugar, que no exista
mercado no significa que las decisiones del planificador no estén informadas por las
preferencias individuales. La evaluación económica asume un juicio de valor ampliamente
aceptado en los sistemas democráticos, a saber: «cada persona es el mejor juez de su propio
bienestar». Este principio denominado soberanía del consumidor cuando rige el mercado,
soberanía del ciudadano cuando estamos fuera del mercado, sugiere en definitiva que hay
que dar «voz» a las preferencias individuales, de manera que, bien directamente en los
mercados cuando sea posible, bien indirectamente informando las decisiones que toman las
autoridades en nombre de la colectividad, la decisión final acabe sustentándose en las
preferencias individuales. Otra cuestión diferente es cómo deben agregarse las preferencias
individuales, pero esto lo veremos más adelante.
En segundo lugar, que no haya mercado no significa que no pueda medirse la intensidad de
las preferencias por la salud. La imposibilidad de observar elecciones en un mercado, no
impide la medición de las preferencias individuales. Para ello la evaluación económica
utiliza encuestas, en las que se pide a los encuestados que declaren su preferencia por el
efecto que tienen sobre la salud los programas sanitarios que se desea evaluar. La
intensidad con que se prefiere cada efecto o resultado puede expresarse en varias unidades,
cada una de las cuales define un tipo específico de evaluación económica. Así, por ejemplo,
el análisis coste-beneficio suele preguntar por la máxima cantidad de dinero que estaría
dispuesto a pagar el encuestado por ver mejorada su salud. Obtenemos así una medida
monetaria de la ganancia en salud a pesar de no existir un precio de mercado.
Una cuestión relacionada con lo anterior es la relativa a qué preferencias medir, esto es, de
quiénes deben provenir las preferencias. El origen de las mismas dependerá de la
perspectiva adoptada para el análisis. Si pretendemos tomar una decisión a nivel micro,
donde se trata de determinar el tratamiento óptimo para un paciente individual, parece
lógico adoptar la perspectiva del paciente, teniendo en cuenta únicamente sus preferencias.
Sin embargo, si pretendemos establecer prioridades entre programas sanitarios que afectan
a la distribución de recursos públicos, entonces la perspectiva adecuada es la denominada
perspectiva social (societal perspective). Como esta perspectiva intenta ser representativa
del interés colectivo antes que de intereses de grupos particulares (pacientes, familiares,
médicos, proveedores…), son las preferencias de la población general (también llamadas
preferencias de la comunidad) las que deben ser tenidas en cuenta. En este sentido se
pronuncia el Panel de Expertos sobre Coste-Efectividad en Salud y Medicina cuyas
conclusiones pueden consultarse en Weinstein et al., (1996). Como resulta obvio,
entrevistar al público en general y no a los pacientes, quienes poseen una experiencia en los
estados de salud objeto de valoración, requiere informar debidamente las preferencias de
los entrevistados si quiere evitarse problemas de imprecisión en la declaración de
preferencias 4.
La última de las objeciones que formulábamos anteriormente tiene que ver con el carácter
incierto de las decisiones sanitarias, lo cual complica el análisis efectuado hasta ahora, pero
no lo hace imposible. De nuevo, la teoría económica nos brinda una «salida» airosa al
problema. La teoría de la utilidad esperada (von Neumann y Morgenstern, 1944) nos dice
que las personas eligen entre alternativas que entrañan correr algún tipo de riesgo (como
exponerse a los efectos secundarios de un medicamento) de forma que intentan maximizar
su utilidad esperada. La maximización de la utilidad esperada simplemente representa una
determinada forma de combinar las utilidades asociadas a los resultados de los programas
sanitarios con sus respectivas probabilidades de ocurrencia. Este procedimiento se ilustra
con la figura del siguiente recuadro.
Maximizar:
Sujeto a:
donde Bi representa la ganancia en bienestar social que se deriva del programa sanitario i,
Ci representa los costes asociados, λi indica la proporción del programa i que es adoptada,
y P es el presupuesto total disponible.
La cuestión que queda por dilucidar es cómo llegar a construir ese bienestar social Bi a
partir de las preferencias individuales. Las dos formas habituales son como se describe a
continuación:
El criterio de compensación. Puesto que al efectuar la distribución de los recursos sanitarios habrá
«ganadores» (gente que percibe que los beneficios de los programas son mayores que los costes)
y «perdedores» (gente para la que los costes exceden los beneficios), si la disposición a pagar de
los primeros excede de la suma que los segundos estarían dispuestos a aceptar como
compensación por su pérdida de bienestar, entonces debería procederse a financiar el programa
objeto de evaluación. Este concepto de compensación 5 es el fundamento que subyace al análisis
coste-beneficio, ya que en él se maximizan los recursos atendiendo al beneficio monetario neto
(= beneficios monetarios – costes monetarios).
La función de bienestar social. Sumando las utilidades individuales de la población obtenemos la
utilidad agregada de cada programa sanitario. Esta utilidad social será comparada con los costes a
fin de priorizar los distintos programas. Este concepto de función de bienestar social 6 es el
utilizado en el análisis coste-utilidad, donde se maximiza el número de AVAC.
Una vez examinados los fundamentos teóricos sobre los que se asienta el enfoque de la
evaluación económica, repasaremos tres críticas a los mismos que consideramos relevantes.
En primer lugar, podría argumentarse que la disposición a pagar de los individuos no sólo
está determinada por las preferencias, sino también por el nivel de renta. Así, disponer de
una restricción presupuestaria holgada confiere poder de compra, de forma que la
disposición a pagar variará con la renta y la riqueza. Este problema de los efectos de la
renta puede soslayarse renunciando a medir el bienestar que ocasionan las ganancias de
salud en términos monetarios y recurriendo, en consecuencia, a otro tipo de medidas como
los índices numéricos de utilidad (por ejemplo, AVAC). Sin embargo, hay autores (por
ejemplo, Klose, 2003) que plantean que incluso en caso de utilizar medidas como los
AVAC, no podemos estar seguros de que las preferencias por la salud no se vean afectadas
por el nivel de renta. Si las preferencias por la salud no pueden separarse de las preferencias
por el consumo de otro tipo de bienes, entonces la renta disponible condicionará las
valoraciones subjetivas de los entrevistados.
Una segunda crítica es la formulada desde las tesis extra-bienestaristas. Este enfoque
sostiene que los recursos no deben asignarse en función del bienestar o utilidad que generan
los programas sanitarios, sino atendiendo a las ganancias de salud que proporcionan. Culyer
(1989) resume la visión extra-bienestarista con el ejemplo del pobre optimista y el rico
melancólico. Un rico que padezca de gota, pero hipocondríaco, vería su propio estado de
salud como muy grave, mientras que el pobre con cáncer, al ser un optimista incorregible
podría valorar su salud incluso mejor que el rico. Si se persigue maximizar el bienestar
social, entonces podría ocurrir que el tratamiento para la gota se priorizase por delante del
tratamiento para el cáncer, a tenor de la estructura de preferencias de estas dos personas.
Para el enfoque extra-bienestarista, por tanto, sería preferible definir como objetivo
asignativo la maximización de la salud antes que la maximización del bienestar social. Esto
implica la utilización de medidas de efectividad (por ejemplo, años de vida ganados) para
medir los beneficios sanitarios antes que medidas basadas en las preferencias como la
disposición a pagar o los AVAC. El tipo de evaluación económica conocido como análisis
coste-efectividad –cuyas principales características describimos en el epígrafe 1.2.2–
encontraría justificación en esta visión extra-bienestarista 7.
Sin embargo, surgen varios problemas al abrazar esta opción. En primer lugar, todas las
herramientas de medición de las preferencias por la salud desarrolladas desde 1970 hasta
ahora lo han sido precisamente con la intención de medir eso, preferencias. En este sentido,
querer reducir los AVAC a medidas que simplemente puntúan el cambio en la salud del
entrevistado (medidas de calidad de vida relacionada con la salud) y no su preferencia por
dicho cambio parece algo contradictorio. En segundo lugar, si recurrimos a medidas
«objetivas» del cambio en salud del tipo de número de vidas salvadas, volumen de masa
ósea ganada o porcentaje de reducción de la tasa de glucemia, quedan muy reducidas
nuestras posibilidades de evaluación, pues no podríamos comparar entre sí programas que
produzcan resultados distintos. Finalmente, y lo que es más importante, la toma de
decisiones ya no estaría informada por las preferencias de los ciudadanos, sino que sería
una decisión ajena a sus opiniones.
Por último, hay autores (por ejemplo, Wagstaff, 1991) que llaman la atención sobre la
denominada disyuntiva equidad-eficiencia (equity-efficiency tradeoff). En la medida en que
el objetivo del planificador sea sólo maximizar la suma de utilidades individuales (o de
disposiciones a pagar individuales) sólo estamos atendiendo a la eficiencia, pero no a la
equidad. Esto implica omitir del análisis consideraciones sobre las diferencias iniciales en
los estados de salud (la gravedad) así como otras características como el nivel de renta o la
edad.
Los cuatro tipos de evaluación económica que vamos a estudiar identifican por coste de un
programa sanitario el valor que tienen los recursos utilizados en el siguiente mejor uso
alternativo. Esto es lo que se conoce como coste de oportunidad. Como los recursos son
limitados, utilizar más personal clínico, más dependencias, más pruebas de laboratorio, etc.,
para tratar una determinada patología representa renunciar al beneficio que podría
obtenerse empleando todos esos recursos en otro tratamiento diferente. El coste de
oportunidad se expresa en unidades monetarias, obteniéndose en principio como el
producto de cada uno de los recursos consumidos en la intervención por su precio
unitario 8. Este concepto será desarrollado en mayor profundidad en el epígrafe 2.1.
Puesto que el coste es común a los distintos tipos de evaluación económica, la clave para
diferenciarlos radica en la unidad en que se mida el efecto o resultado que tiene el programa
sanitario sobre la salud. Como se verá, de forma adicional, puede establecerse alguna otra
distinción entre ellos en la medida en que sean capaces o no de recoger otro tipo de
beneficios aparte de las ganancias de salud.
Este tipo de análisis compara los programas sanitarios atendiendo únicamente a sus
diferencias en el coste de los recursos empleados (costes netos). Por tanto, la minimización
de costes sólo se aplica cuando las alternativas evaluadas producen los mismos efectos (en
rigor, es necesario demostrar que los resultados son idénticos). Como resulta obvio, puesto
que los resultados de salud –difíciles de medir en muchas ocasiones– no entran en el
análisis, este tipo de evaluación económica es más sencillo de llevar a cabo que las
restantes modalidades. Lógicamente, también su aplicabilidad es más limitada, pues son
escasas las situaciones en las que las tecnologías objeto de evaluación, incluso en el
supuesto de dos tratamientos para un mismo problema de salud, muestran una coincidencia
absoluta en sus resultados 9.
Las primeras reciben ese nombre para resaltar que son medidas objetivas, que no son objeto
de valoración subjetiva por los pacientes o el público en general. No obstante, en principio
cabe suponer que las preferencias serán crecientes en efectividad, de manera que a mayor
efectividad mayor bienestar. En este sentido, hay medidas en unidades naturales
estrechamente relacionadas con el bienestar del paciente (por ejemplo, número de úlceras
evitadas, número de muertes evitadas, años de vida ganados) mientras que otras tienen un
carácter «intermedio» o instrumental (por ejemplo, número de cánceres detectados, tasa de
reducción de la presión arterial).
Las medidas de CVRS consisten en puntuaciones otorgadas por los entrevistados a distintas
preguntas o ítems que pretenden cubrir las diferentes dimensiones de la CVRS (movilidad,
dolor, capacidad para ejercer el cuidado personal, etc.). Estas medidas, aunque valoran la
percepción subjetiva del entrevistado sobre la ganancia en CVRS que proporciona un
tratamiento, no son medidas basadas en las preferencias. La razón fundamental por la cual
no miden preferencias es porque atribuyen arbitrariamente la misma importancia a cada uno
de los niveles en que puede descomponerse cada dimensión de la CVRS. Además, las
puntuaciones de estas medidas sólo tienen propiedades ordinales, lo cual significa que al
comparar dos alternativas entre sí con distinta puntuación sólo podemos decir que una
refleja una mayor CVRS que la otra, pero no cuánto más. Desde este punto de vista, su
utilidad para la evaluación económica es muy escasa, ya que como veremos en el epígrafe
5, las ratios coste-efectividad son ratios incrementales, para lo cual se necesitan medidas de
resultados cardinales.
Esta técnica puede verse como un caso particular del ACE, en el sentido de que también
compara las intervenciones sujetas a evaluación en términos de sus ratios coste por unidad
de efecto. La diferencia estriba en que la unidad de efecto en este caso son los AVAC,
medida que ajusta o pondera los años de vida por la utilidad asociada a la CVRS en que se
disfrutan dichos años. Dichos pesos o utilidades son medidas de preferencias que suelen
medirse en una escala 0-1 como la que se describía en el Recuadro 1.
Existen diversos métodos para estimar las utilidades, los cuales podrían agruparse según su
origen económico o psicométrico. Entre los primeros tenemos técnicas como la lotería
estándar (standard gamble) o el intercambio de tiempos (time tradeoff). En el segundo
grupo se incluyen las escalas de puntuación (rating scales) siendo la más conocida la escala
visual analógica (visual analogue scale).
La gran ventaja del ACU es que puede comparar entre sí todo tipo de programas sanitarios,
incluso programas que sólo afectan a la supervivencia con programas que sólo influyen en
la CVRS. En este sentido, es claramente superior al ACE. Sin embargo, comparte con aquél
el problema de que las ratios coste-utilidad sólo nos informan del coste extra necesario para
ganar 1 AVAC adicional, pero no nos dicen por sí mismas cuándo esa ganancia adicional
compensa el coste extra en el que se ha de incurrir. Por ejemplo, si un programa sanitario
ofrece una ganancia de 2 AVAC mientras que otro sólo proporciona una ganancia de 1
AVAC, pero el primero cuesta el triple que el segundo, ¿cómo podemos saber si merece la
pena el coste adicional en que incurriríamos al financiar el primer programa?
Esta técnica expresa todos los beneficios y costes de los programas sanitarios en unidades
monetarias, de forma que al ser plenamente comparables:
Puede juzgarse sin ambigüedad cuándo un programa sanitario merece la pena («vale lo que
cuesta») o no: un programa merece la pena siempre que los beneficios superen a los costes.
Pueden incorporarse al análisis un amplio abanico de beneficios no estrictamente relacionados
con la salud. Nos referimos en concreto a beneficios que tienen que ver con el proceso o la forma
en que se proporcionan los tratamientos (por ejemplo, que las pruebas sean indoloras), así como a
las ganancias de productividad (por ejemplo, las derivadas de una reducción en el periodo de
convalecencia).
Pueden compararse entre sí programas sanitarios con programas de otra índole como educativos,
de infraestructuras, de servicios sociales, etc.
Por tanto, el ACB se revela como el tipo de evaluación económica más potente de entre los
disponibles, si bien en el ámbito específico de la salud su utilización está menos extendida
que el ACE o el ACU. Esto se debe a la existencia de un cierto rechazo frente a la
monetización explícita de resultados de salud como la CVRS o las vidas salvadas.
En cuanto a las técnicas que utiliza el ACB para obtener valoraciones monetarias de los
beneficios de los programas sanitarios, podemos distinguir dos grandes familias: los
métodos de preferencias reveladas y los métodos de preferencias declaradas. El primer
grupo de técnicas infiere las valoraciones monetarias de la salud y la vida de las elecciones
que realizan los sujetos en los mercados (por ejemplo, el desempeñar trabajos arriesgados).
Sin embargo, precisamente por el hecho de que en muchos países no podemos reconocer un
mercado sanitario propiamente dicho, la aplicabilidad de estas técnicas es limitada. En el
segundo grupo de métodos se pregunta directamente por las preferencias, destacando el
método de la valoración contingente.
2
Véase a este respecto Lancaster (1966).
3
Éste sería el esquema del modelo de demanda de Grossman (1972) según el cual los pacientes consumen
asistencia sanitaria para poder disponer de mejor salud en el futuro. De esta forma, la asistencia sanitaria no es
sólo un bien de consumo, sino también de inversión (agranda el stock de salud del individuo).
4
Si bien los pacientes pueden poseer preferencias mejor formadas que las del público en general, también es
posible que carezcan de objetividad, en la medida en que pueden estar sesgadas por la habituación a padecer
una determinada enfermedad. Desde este punto de vista, una perspectiva ex ante como la perspectiva social
puede estar menos sesgada. Véase Gold et al., (1996) para una discusión al respecto
5
Técnicamente, este principio de compensación es conocido como mejora potencial de Pareto y se debe a
Kaldor (1939) y Hicks (1939). Recibe el apelativo de potencial, porque no requiere que se haga efectiva la
compensación, sólo que sea posible en potencia.
6
Esta suma simple de utilidades es sólo una de las posibles funciones de bienestar social que pueden
construirse, y que deben su origen a los trabajos de Bergson (1938) y Samuelson (1947).
7
Véase Krupnick (2004) para una discusión al respecto.
8
Idealmente los precios de mercado deberían reflejar el coste de oportunidad de cada unidad consumida. Sin
embargo, al igual que ocurría en el caso de la disposición a pagar, han de darse una serie de supuestos
restrictivos para garantizar que la mencionada equivalencia sea cierta.
9
En este sentido, Briggs y O’Brien (2001) en un artículo cuyo título es más que revelador («¿La muerte del
análisis de minimización de costes?») subrayan lo inhabitual de las circunstancias bajo las que el AMC
resulta un método de análisis apropiado.