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Seducida - Sophie West PDF

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Londres, 1857.

Georgina y Malcolm llevan dos


semanas de matrimonio, un
matrimonio forzado por él. Malcolm
sigue empeñado en vengarse de
ella por la humillación pública
sufrida, y Georgina está
determinada a impedir que su
hermano Linus vaya a la cárcel, así
que padece sin quejarse todo lo
que él la obliga a hacer.
Las apuestas suben, pero algo está
pasando en sus corazones…
Sophie West

Seducida
Cuando la sumisión se
convierte en placer
Esclava victoriana - 3

ePub r1.0
Titivillus 10.01.16
Título original: Seducida
Sophie West, 2014
Diseño: VSGE

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
La gargantilla
Habían pasado dos semanas desde
que había llegado allí, y Georgina no
había podido salir de sus aposentos
excepto cuando el mismo Malcolm o
alguno de sus empleados, iba a buscarla
para llevarla a la mazmorra privada de
su esposo.
Dos semanas que había pasado
diciendo «sí, Amo» mientras su
conciencia se retorcía por dentro, y su
mente no paraba de buscar la manera de
salir de aquella situación. Dos semanas
durante las que había descubierto un
alter ego perverso y maléfico que
disfrutaba de cada una de las situaciones
a las que Malcolm la sometía. No
importaba si era el potro, la cruz, la
mesa o las cadenas. Dos semanas en que
acababa cada día disfrutando de las
atenciones y el miembro de su esposo; y
en las que no solo se había
acostumbrado a ir desnuda cada minuto,
sino que empezaba a apreciar y a
provocar sin ser consciente, la atención
de los sirvientes que entraban en su
dormitorio sin previo aviso. Incluso las
miradas lascivas que Joe le lanzaba, la
hacían excitarse.
Se estaba convirtiendo en una adicta
a Malcolm. A sus caricias, a sus
exigencias y sus excesos. A sus órdenes.
Cuando lo veía cruzar la puerta se ponía
a temblar, pero ya no era de miedo sino
de excitación. Él sabía sacar la fiera que
había mantenido oculta en el interior,
una gata a la que le encantaría rozarse
contra sus pantorrillas mientras
ronroneaba.
Sus días no eran monótonos, a pesar
que siempre empezaban igual. A las
once de la mañana aparecía Elspeth con
alguna de las otras chicas para ayudarla
a prepararse. Estando desnuda se
pensaría que no había mucho que hacer
excepto lavarse y peinarse, pero
Malcolm era un gourmet del sexo y le
gustaba que su esclava estuviera
embellecida.
Se lavaba con jabón de jazmín y la
volvían a rasurar cuando era necesario.
La peinaban, adornándole el pelo con
perlas, cintas, redecillas o finas cadenas
de oro y plata. Después le frotaban el
cuerpo con aceites traídos de Egipto o
Turquía, y la obligaban a estar más de
media hora de pie, con los brazos
separados del cuerpo, esperando que
este se absorbiera. El último paso era
siempre colocarle una gargantilla
alrededor del cuello, cada día la misma,
y que era un recordatorio de su
condición.
Recordaba muy bien el primer día
que Malcolm se la puso.
Había sido el mismo de su encuentro
con Linus, cuando este la había insultado
cobardemente y ella había dejado que su
carácter estallara. Después del
correctivo de Malcolm, Joe la había
llevado en brazos hasta su dormitorio y
la había acostado en la cama. Estaba en
shock, asustada por lo que su esposo le
había hecho y aterrorizada por lo que
ella había sentido. Se había excitado
cuando él la golpeó con la fusta, y
estalló en un orgasmo devastador
después, cuando él la poseyó con furia.
Durmió el resto de la mañana y parte
de la tarde. No vinieron a traerle nada
para comer y lo agradeció
silenciosamente, porque no tenía
hambre. En realidad, estaba segura que
le sería imposible comer, pasar de
nuevo por el mismo ritual que el del
desayuno.
Pero a media tarde apareció
Malcolm con Joe. Mientras el criado
removió los restos de la chimenea y
encendió otro fuego, su esposo se sentó
en el borde de la cama y la miró con
algo parecido a la lástima.
Aquello le dolió. No supo por qué,
pero ver que él le tenía lástima rompió
algo en su interior, algo que la hubiera
hecho llorar si hubiera tenido fuerzas
para hacerlo. Fue una mirada que duró
un solo instante, pero caló muy hondo en
ella. Después, sin previo aviso, el Amo
volvió.
—Levántate —le ordenó mientras él
hacía lo mismo y se ponía en pie al lado
de la cama—. Tienes que comer. No voy
a permitir que enfermes.
—Sí, Amo —susurró con cansancio,
e hizo lo que le había ordenado.
—Túmbate sobre la cama, y déjame
ver tu precioso culo. ¿Te han puesto algo
para aliviar el dolor?
—No, Amo.
—Ni te han traído nada para comer.
—No era una pregunta, pero Georgina la
contestó igualmente con otra negativa.
Malcolm soltó una especie de gruñido
de irritación y se giró hacia Joe—. Trae
una bandeja con té, tostadas, mantequilla
y pastel de carne. Y avisa a Elspeth, que
venga con el ungüento y se lo aplique en
el trasero de la esclava dentro de… —
miró su reloj de bolsillo—, una hora y
media.
El criado abandonó la habitación
con una leve inclinación de cabeza y se
quedaron solos. Malcolm volvió a
mirarla y le rozó la mejilla con el dorso
de la mano. Después se apartó y fue a
sentarse en el sillón ante el hogar, que
crepitaba lanzando chispas que bailaban
en el aire. Le hizo un gesto a Georgina
para que fuera hasta allí, y la hizo
sentarse en su regazo. Ella permanecía
con la mirada baja y un leve rictus de
molestia en el rostro a consecuencia de
su trasero dolorido, así que la cogió por
la barbilla y le alzó el rostro hasta que
pudieron mirarse a los ojos.
—¿Entiendes por qué he hecho lo
que he hecho? —Ella asintió—. Dime
por qué.
—Porque le he faltado al respeto,
Amo. Le he gritado e insultado. No me
he comportado como debe hacerlo…
una esclava. —La última palabra se le
atascó en la garganta, pero se obligó a
pronunciarla. No estaba dispuesta a
pasar de nuevo por un correctivo por
culpa de una maldita palabra, pero en su
interior se repitió una y otra vez «no soy
una esclava, nunca seré una esclava».
Malcolm sonrió, envanecido
seguramente por su pronta rendición.
—Me refería, a si entiendes por qué
he permitido que tu hermano te viera.
Por qué te he expuesto a él de esa
manera tan impúdica y ofensiva para ti.
—Para demostrarme que soy de su
propiedad, Amo, —dijo desviando su
mirada—, y que nada ni nadie vendrá en
mi ayuda.
—No. —Malcolm negó con la
cabeza y la obligó a mirarlo de nuevo—.
Lo he hecho para que te dieras cuenta
que tu hermano no merece tu lealtad. Y
te castigué para obligarte a reflexionar
sobre eso. Te niegas con tozudez a ser
libre. Podrías serlo si quisieras, solo
con pronunciar las palabras mágicas. Te
lo he dicho. Dime que entregue a tu
hermano a la justicia para que sea
procesado y encarcelado, y tú serás
libre. Podrás irte de aquí, vivir la vida
que quieras. Yo no interferiré en ella, y
la costearé sin ningún problema. Pero
prefieres quedarte aquí, encarcelada y a
mi merced, cuando es él quién tiene las
deudas.
Habló muy suave, casi como si
estuviera haciendo un esfuerzo por
entenderla, y Georgina volvió a tener la
sensación de ser el objeto de su piedad.
Se rebeló ante ello. No quería nada de
aquel hombre, ni siquiera su lástima.
—No voy a hacerlo, Amo. Mi
palabra no tiene un precio por el cual
pueda venderla.
—Eres una mujer admirable —le
dijo. Pareció que iba a continuar, pero
en aquel momento llamaron a la puerta y
después que Malcolm diera la venia, Joe
entró llevando una bandeja llena de
comida. El estómago de Georgina gruñó,
famélico, y aquello hizo reír a Malcolm.
Georgina lo miró y por primera vez, vio
que se reía con sinceridad y que la risa
le llegaba a los ojos.
Después que Joe dejara la bandeja
sobre la mesita, Malcolm la hizo bajar
de su regazo y ponerse de rodillas en el
suelo. Georgina puso las manos a la
espalda como le había ordenado durante
el desayuno aquella misma mañana, y se
resignó a volver a comer como si fuera
un perro; pero ante su sorpresa,
Malcolm cogió el cuchillo y el tenedor y
empezó a darle de comer como si fuera
un niño que aún no supiese hacerlo por
sí mismo.
Fue un rato muy sensual y especial.
Cortó el pastel de carne en pedazos muy
pequeños y se los llevó a la boca
despacio, observándola con sus ojos
oscuros brillando mientras ella
masticaba y tragaba, como si fuera un
espectáculo conmovedor; untó las
tostadas con mantequilla y se las dio a
comer con cuidado, poniendo una mano
debajo de su barbilla para que las migas
no cayeran al suelo; y le puso una nube
de leche en el té, tal y como a ella le
gustaba desde que tenía memoria, antes
de dárselo a beber. ¿Cómo sabía de qué
manera le gustaba el té?
Durante aquella media hora,
Georgina se sintió arropada, cuidada,
consentida. Incluso llegó a olvidar el
dolor que sentía en su trasero, las
humillaciones y la desesperación. No
había amor en los ojos de Malcolm
(esperar algo así hubiera sido una
locura), ni siquiera cariño, pero sí
encontró algo que la hizo mucho más
feliz: respeto. Quizá no entendía por qué
seguía siendo leal a un hermano que no
lo merecía, pero parecía admirar su
tenacidad y su resistencia.
Cuando terminó de comer, Malcolm
puso a un lado del plato el cuchillo y el
tenedor y la miró sonriendo.
—Tengo un regalo para ti —anunció.
Georgina no supo qué pensar. Viniendo
de él, un regalo podría ser cualquier
cosa. Malcolm sacó un estuche de
terciopelo de su bolsillo y se lo mostró
—. Es algo que he comprado para ti
hace un rato, y que simboliza qué eres
para mí.
Durante un instante Georgina se
sintió emocionada. ¿Qué quería decir
con aquellas palabras? Pero cuando lo
abrió, lo supo inmediatamente y la
decepción tiñó su rostro.
Era una pieza de joyería hermosa, de
eso no cabía duda: una miríada de
delgadas cadenas de oro trenzadas entre
sí, adornada con pequeños brillantes que
resplandecían. Una vez puesta, la
gargantilla quedaba pegada a su cuello
de cisne, resaltando y atrayendo todas
las miradas. Sería un regalo perfecto si
no fuese por la pequeña placa que
colgaba en el centro, y en el que podía
leerse con claridad una palabra que se
le clavó en el corazón: esclava.
—Es muy bonita. Gracias, Amo. —
Malcolm no dijo nada. Se limitó a
ponerla alrededor de su garganta y a
cerrar el broche en la parte trasera.
—Solo te permito que te lo quites
para dormir; pero por la mañana, en
cuanto estés aseada, te lo tienes que
poner de nuevo. ¿Has comprendido?
—Sí, Amo.
Él asintió, se levantó y abandonó la
habitación, dejándola en un estado de
confusión total.

Dos semanas después, la gargantilla


seguía confundiéndola. Para demostrar
su poder sobre ella no hacía falta una
joya tan hermosa como aquella y tuvo la
completa seguridad de aquella idea
cuando Elspeth la vio más tarde; los
ojos de la mujer no pudieron disimular
la sorpresa, y su comentario, aunque
dicho en un murmullo, llegó
perfectamente claro hasta sus oídos:
«Con un collar de perro hubiera sido
suficiente…».
Los sentimientos que se
arremolinaban en su interior, referidos
hacia aquel gesto tan extraño por parte
de Malcolm, la tenía atormentada. ¡Y si
solo hubiese sido aquello!
El odio que Malcolm le demostró el
primer día fue consumiéndose poco a
poco. ¡Oh, seguía humillándola, por
supuesto! Aprovechaba cualquier
ocasión para demostrarle quién mandaba
y quién tenía que obedecer, pero lo
había convertido en una especie de
juego sensual en el que ella tenía la
sensación que más que dañarla, quería
seducirla.
Había descubierto que en su interior
se escondía una mujer que disfrutaba
con el sexo, y los juegos de Malcolm la
excitaban hasta puntos insospechados.
Pensar en el potro, o en la cruz, hacía
que se mojara desvergonzada y
recordara las veces que la había
poseído con dureza, haciendo que se
corriera descontroladamente. Incluso
cuando la amordazaba, algo que no le
gustaba, acababa disfrutándolo.
Pensando en su vida, se dio cuenta
que siempre había estado en una
posición de poder. Cuando su madre
murió, a pesar de ser tan joven, no tuvo
más remedio que hacerse cargo de las
obligaciones que hasta aquel momento
había desempeñado su progenitora. Con
una casa como la que poseían, con
multitud de criados, tuvo que hacerse
valer y demostrar que era capaz de
sustituirla. Su padre no la ayudó
demasiado en aquella época, sumido en
el dolor por la muerte de su esposa, y a
ella no le quedó más remedio que
endurecer el corazón para poder seguir
adelante, o la familia se hubiese
desmoronado.
Pero ahora las tornas habían
cambiado. No solo ya no daba órdenes,
sino que tenía que obedecerlas. No tenía
ninguna responsabilidad excepto esa. No
tenía que pensar, ni tomar decisiones, ni
discutir para ser escuchada.
Era un cambio relajante.
Pero a veces se sentía algo molesta
consigo misma. ¿Molesta? Esa era una
palabra bastante suave para definir su
estado de ánimo. Estaba enfurecida.
Había cambiado tanto que ya no se
reconocía a sí misma, y ese era el
problema y el peligro, pues si seguía así
Georgina acabaría desapareciendo,
siendo sustituida por la Esclava que
quería Malcolm. Y eso no podía
permitirlo.
Una cosa era disfrutar de las
salvajes sesiones de sexo, incluso de ser
humillada; pero otra cosa era perder la
esencia de su propio espíritu, y si en dos
semanas estaba al borde de quebrarse,
no sabía qué podía suceder al cabo de
un mes.
Y tenía por delante toda una vida.
¿Cómo podría sobrevivir?
Pero aquella gargantilla le daba
esperanzas. Esperanza en que Malcolm
pudiera cambiar. Quizá no
completamente, pero sí convertirse en
alguien más amable y cariñoso. El
cambio había empezado a producirse de
alguna manera, en lo más profundo, y lo
expresaba en algunos gestos y caricias.
Era lo único que tenía. La
expectativa que con el tiempo, si le
demostraba que podía confiar en ella, él
cambiara, aunque solo fuese un poquito,
lo suficiente para que Georgina pudiera
volver a ser ella misma durante la mayor
parte del tiempo.

—Estás muy pensativa.


Georgina se sobresaltó al oír, de
forma inesperada, la voz del hombre que
tenía ocupados sus pensamientos.
Malcolm la miró con una sonrisa en
los labios. Hacía unos minutos que había
llegado y se había complacido en mirar
la forma al trasluz, del cuerpo de
aquella mujer. Estaba sentada en el
asiento de la repisa de la ventana y
miraba hacia afuera, ensimismada
observando el trasiego que a aquella
hora inundaba la calle. El sol se
reflejaba en su pelo y en su pálida piel,
y Malcolm sintió que su verga se
endurecía.
Aquella mujer lo tenía fascinado.
Cuando ella se giró, pudo ver que
tenía los pezones arrugados por el
deseo, y cuando se pasó la lengua por
los jugosos labios, no pudo soportarlo.
Se odiaba a sí mismo por no poder
mantener el control cuando estaba con
ella, pero más la odiaba a ella por
hacerlo sentir así.
Georgina se levantó, puso las manos
tras su espalda tal y como a él le
gustaba, y sonrió.
—Sí, Amo. Estaba pensando en ti.
Malcolm se acercó lentamente.
Quería correr para tomarla en sus brazos
y perderse dentro de aquel coñito tan
prieto, pero se contuvo. Tenía mucha
experiencia y sabía que, en el mismo
momento en que ella se diera cuenta del
poder de seducción que ejercía sobre él,
lo usaría en su contra. Y no iba a
permitirlo.
Cuando estuvo delante de ella la
miró desde su altura. Georgina era
bastante alta, pero él le sobrepasaba un
palmo por lo menos. Sus ojos estaban a
la altura del mentón masculino, y tuvo
que hacer un gran esfuerzo para no
hundir el rostro en su cuello y lamer
aquella nuez prominente que la tenía
fascinada.
—¿En serio? —le preguntó
susurrando mientras le empezó a
acariciar un pezón con el dorso de la
mano.
—Sí, Amo —murmuró ella, perdida
ya en aquella leve caricia que hacía que
su coño se empapase.
—Eso me gusta. No quiero que
pienses en nadie más.
—Nadie más…
Malcolm la cogió por la nuca y se
apoderó de su boca con violencia.
Georgina le devolvió el beso con la
misma fuerza, luchado contra el impulso
de rodearlo con sus brazos. Quería
tocarlo, acariciarlo, deleitarse con el
tacto de sus duros músculos bajo las
palmas de las manos, en las yemas de
los dedos; pero sabía que si lo hacía, él
rompería el beso y se iría. Se lo había
dejado bien claro: no quería que lo
tocara. Así que mantuvo sus manos a la
espalda, solo sintiendo y dejando de
pensar.
Cuando la mano de Malcolm
abandonó su pecho y bajó para
acariciarla entre los muslos, ella dejó ir
un suspiro contra su boca. Él soltó una
risita sin separarse de sus labios.
—Estás mojada, puta. Te encanta
que te folle, ¿verdad?
—Sí, Amo. —Y era verdad. En dos
semanas había conseguido que se
convirtiera en su puta, deseosa de
complacerle y de que la complaciera.
Sentir su verga dentro de su coño era
una delicia, y notar cómo se movía en su
interior, empujándola casi con
bestialidad con su pelvis, machacándola
sin compasión, se había convertido en su
opio y nunca tenía suficiente.
—Bien… —Malcolm asintió
satisfecho de verla así, tan abandonada a
él. Después de dos semanas viendo
cómo disfrutaba con cada cosa que le
hacía, quizá era el momento de dar otro
paso más. Aún no le había follado la
boca. Esos labios carnosos seguían
vírgenes, y ya era el momento de
remediar eso.
Pero aún no se fiaba. No del todo. Y
no quería arriesgarse a que ella tuviera
malos pensamientos al respecto y
decidiera que hacerle daño bien valía la
pena el riesgo.
—Sígueme —le ordenó, y Georgina
salió detrás de él como un perrito
amaestrado.
Fueron hacia la mazmorra privada
de Malcolm, un lugar que ella ya
conocía muy bien, y la hizo arrodillarse
en el reclinatorio, pero al revés. Era un
aparato extraño que aún no había
utilizado nunca, y que a ella le llamaba
poderosamente la atención. Los había
visto más sencillos en las iglesias, pero
este, además de ser de madera finamente
trabajada y de tener partes tapizadas con
terciopelo, en el reposa codos había
unos pequeños cepos atornillados
hechos de hierro forjado. Destacaban
mucho porque se veían incongruentes,
fuera de lugar.
—Es autentico, ¿sabes? —le dijo
mientras la observaba colocarse—. Los
curas católicos no están exentos de caer
en el vicio del juego y el placer. El
pobre hombre perdió doscientas libras
destinadas a las reparaciones de su
iglesia, y me pidió de rodillas que
aceptara esto en su lugar. —Cuando ella
estuvo en posición, él se puso a su
espalda, por detrás del reposacodos—.
Dame tus brazos. —Ella obedeció,
echándolos hacia atrás, y Malcolm los
inmovilizó sujetándolos por las muñecas
con los cepos—. Me dijo que era una
antigüedad que le había donado un
duque italiano, y que había pertenecido
a un Papa —siguió explicando mientras
caminaba a su alrededor, mirando su
obra—. No le creí, y lo hice tasar por un
experto. —La cogió por la barbilla y se
la levantó para mirarla con sus ojos
penetrantes—. Había dicho la verdad.
Estás a punto de chuparme la polla
arrodillada en un reclinatorio que una
vez perteneció a un Papa. ¿Qué te parece
la idea?
—Me parece bien, Amo, si eso es lo
que tú quieres —respondió ella,
sonriendo. No sabía por qué, pero la
idea de tener su verga enterrada en su
boca, la hizo mojar más aún.
—Sabía que te gustaría la idea.
Se apartó de ella y caminó hacia la
pared. Georgina lo miró con el ceño
fruncido cuando vio que tiraba de uno de
los llamadores para que Joe viniera.
—Hoy no vamos a estar solos —le
anunció—. A Joe le gusta mucho mirar;
incluso a veces le permito que participe
en alguna de mis sesiones privadas. Hoy
me ayudará contigo. ¿Te importa? —le
preguntó, mordaz.
Sí, le importaba, pero tampoco tenía
derecho a contradecirle.
—No, Amo.
—Sabía que sería así. Al fin y al
cabo, eres una buena esclava. Y a las
putitas como tú, os encanta que os miren,
¿cierto?
—Sí, Amo.
Mentira. ¿No? No le gustaba nada
que la miraran, ¿verdad? Que se pusiera
cachonda cuando Joe entraba en su
dormitorio por la mañana a encender el
fuego y la miraba con tan descarada
lascivia, no quería decir que le gustara
que la observaran en la intimidad.
Su coño pulsó con fuerza y chorreó
sin que pudiera evitarlo, a pesar que
apretó las piernas con vigor.
—Ah, qué graciosa eres. Pero no
puedes evitarlo. Tu moralidad te impide
aceptar lo evidente: eres una puta que
realmente disfruta con todo lo que te
obligo a soportar. Te encanta que te
folle, que chupe tu coño, que
mordisquee tus preciosas tetas. Que te
humille y te someta una y otra vez, como
si no fueras más que un trozo de carne.
Disfrutas de todos y cada uno de los
segundos en que te poseo.
Georgina quiso negarlo, gritar que
no era cierto, pero en su fuero interno
sabía que él tenía razón. El mundo que
le había descubierto, la parte de su alma
que había salido a la luz, era tan oscura
y indecente como él. Amaba cada
momento que pasaba en aquella
habitación. Sus múltiples orgasmos así
lo atestiguaban.
Joe entró sin llamar a la puerta y se
acercó a Malcolm esperando las
órdenes.
—Ponte detrás de ella, agárrala del
pelo y tira de su cabeza hacia atrás.
Quiero que su boca quede indefensa y
sin fuerza por si… se le ocurre morder
—le susurró en la oreja para que ella no
pudiera oírlo. En ningún momento quería
que pensara que le tenía miedo. Joe
asintió e hizo lo que le había ordenado.
Georgina se quejó porque el tirón
fue brusco y le dolió, pero al instante,
aquel dolor se transformó en excitación,
y todo pensamiento racional desapareció
cuando vio a Malcolm ante sí
desabrochándose la bragueta.
—Te voy a follar la boca tan duro
que estarás varios días sin poder tragar
—le dijo con una sonrisa malévola.
Cogió su polla con la mano y le
acarició el rostro con ella,
provocándola. Sabía que para Georgina
aquello sería bochornoso pero de eso se
trataba, ¿no? Le deslizó el glande por la
frente, bajó por la nariz, se paseó por
sus mejillas, rodeó sus labios. Sentir la
suave piel de aquella mujer en la
sensibilizada polla, hizo que esta
empezara a hincharse con rapidez.
Malcolm cerró los ojos durante un
instante y echó la cabeza hacia atrás
cuando vio la mirada codiciosa que ella
le dirigió. ¡La quería en su boca! La
pudorosa señorita se había convertido
en una puta ansiosa de sexo, y sintió tal
alegría que temió que ella se diese
cuenta.
Cuando por fin recobró el control,
volvió a mirarla.
—Abre bien la boca, esclava, y
trágatela toda.
A Georgina no le dio tiempo a
contestar, pues Malcolm introdujo su
verga en aquella boquita golosa. Posó
las manos en sus mejillas para
inmovilizarle la cabeza, y empujó.
Georgina sintió que se ahogaba y
empezó a tragar de forma inconsciente, y
un pequeño gruñido vibró en su
garganta, trasladándose e incitando la
polla de Malcolm a crecer más.
—Por Satanás, esclava… —susurró
Malcolm perdido en las sensaciones
mientras seguía empujando—, tu boca es
el cielo en la tierra. Relaja la garganta,
quiero entrar más hondo.
Georgina lo intentó, pero no podía.
Le gustaba la sensación de su verga en
la boca, pero estaban dándole arcadas.
Era un miembro muy grueso y largo, ¡era
imposible que cupiera toda entera! Pero
Malcolm empezó a masajearle el cuello
con suavidad, ayudándola así, hasta que
pudo enterrarse hasta la empuñadura.
—¡Joder! —exclamó—. ¡Es tan
bueno!
Empezó el movimiento de vaivén,
entrando y saliendo de su magnífica
boca, sintiendo cómo el placer
hormigueaba por todo su cuerpo. Sus
labios lo rodeaban, acariciándolo, y la
presión de la lengua temblorosa e
indecisa lo estaba llevando a cosas
inimaginables. Esa boca virgen, que
había sido pura y recatada hasta hacía
unos minutos, le estaba haciendo perder
la razón. Era como volar, o soñar. El
mejor placer de su vida se lo estaba
dando una mujer que odiaba. Aquello
era, cuanto menos, una ironía.
Entonces la sacó. Respiraba de
forma entrecortada, casi fuera de sí. Se
levantó el miembro con una mano y puso
los testículos al alcance de la boca de
Georgina.
—Lámelos —ordenó—. Y chúpalos.
Ella obedeció, pasando la lengua
lentamente, acariciándolos con ella,
introduciéndolos en su boca y mamando
con deleite, uno y otro, hasta el último
pedacito de piel. Después volvió a
penetrar su boca con la verga, hasta el
fondo, y aquella humedad viciosa, los
ojos brillantes de ella, mirándolo con
deseo, y las pequeñas vibraciones que
estimulaban sus deseos más oscuros, lo
hicieron estallar sin poder contenerse.
Gritó, desde el fondo de su alma. Se
corrió dentro de su boca, el semen
resbalaba por la comisura de los labios,
pero él seguía empujando sin piedad,
golpeándole el rostro con la pelvis una y
otra vez, inmisericorde.
Georgina estaba excitada. Tener la
verga de Malcolm en su boca, sentir
cómo la profanaba sin piedad con sus
embestidas, la había llevado a un punto
de excitación que le dolía todo el
cuerpo. El dolor de su craneo por el
pelo, la incomodidad de su postura, el
saber que Joe estaba detrás de ella,
observándolo todo e inmovilizando su
cabeza, había ido sumando sensaciones
a su ya de por sí estimulado cuerpo. El
útero le pulsaba con desespero ansiando
la liberación.
Cuando Malcolm se separó de ella,
se sintió como si se hubiera quedado
huérfana, o como si le hubieran
arrancado una parte importante de su
propio cuerpo. Y cuando él guardó su
verga dentro de los pantalones y le
ordenó a Joe que la desatara y la llevara
a su dormitorio, se le formó un nudo en
la garganta y tuvo que morderse la
lengua para no gritar con desesperación.
¡No podía dejarla así! ¡¿Cómo se
atrevía?! La único compensación a todo
lo que estaba sufriendo, era la
liberación que conseguía al final de
cada sesión, y ahora, ¿se la negaba?
«Eres cruel, —quiso decirle
mientras oía la puerta cerrarse—. ¡Un
hombre malvado que disfruta viendo
sufrir a una mujer indefensa!», hubiera
gritado de haber tenido valor. Pero no lo
tenía. Estaba en manos de Malcolm,
podía hacer con ella todo lo que
quisiera, y no tenía más remedio que
aguantar sin proferir ni una sola queja.
Joe la liberó y la ayudó a levantarse.
La escoltó en silencio hasta el
dormitorio. Ella entró sin fuerzas,
enfadada y vacía al mismo tiempo. Joe
la miró con lástima desde la puerta
mientras ella se metía dentro de la cama
y empezaba a sollozar. Dudó, mirando a
un lado y a otro. Cuando vio que no
había nadie en el corredor, entró y cerró
la puerta a su espalda.
—Lo siento, señorita —le dijo.
Georgina se quedó congelada, su cuerpo
tensó al notar la pena en aquella voz—.
El señor Howart no es cruel; algo
especial, sí. Orgulloso, también. Pero
nunca lo había visto tratar con tanta
maldad a alguien.
Georgina dejó ir una risa seca y
llena de tristeza.
—¿Por qué ahora, Joe? —le
preguntó—. Me ha humillado ante ti de
mil maneras diferentes, ¿y ahora sientes
lástima?
—Las otras veces usté lo ha
disfrutado, señorita. Eso está bien. Pero
no hacerla llegar hasta el orgasmo… eso
no está bien. Si quiere… yo podría
ayudarla. —Georgina se incorporó de
golpe y, sentada en la cama, lo miró con
furia. Joe levantó las manos, como
intentando defenderse de un supuesto
ataque—. No piense mal, no digo
follarla, señorita. Pero mis dedos —
sonrió con picardía—, saben muy bien
qué deben hacer para darle placer a una
mujer, señorita.
Georgina se dejó caer en la cama y
se cubrió hasta la cabeza.
—No, gracias. Eres muy amable,
pero no.
Joe sintió con la cabeza y se fue.
¿A qué venía ese ofrecimiento? ¿De
veras creía que iba a permitir que otro
hombre la tocara? Se llevó la mano a la
gargantilla que declamaba a todo el
mundo lo que ella era: una esclava. Y se
echó a llorar.
—Ha dicho que no, señor Howart.
En cuanto hubo dejado a Georgina
en su dormitorio, Joe fue hasta el
despacho de Malcolm, donde este lo
estaba esperando. Lo había preparado
todo para ponerla a prueba, y ahora que
tenía la confirmación, sonrió con
verdadera satisfacción.
—Así que se ha negado a que la
toques.
—Sí, señor Howart. Eso mismo.
—Bien. Gracias.
Joe se fue, y Malcolm se quedó solo
con sus pensamientos. Sonrió. Ella había
pasado la prueba y merecía un premio.
Dejó el despacho y caminó
apresurado hasta el dormitorio de
Georgina. Entró sin llamar, por
supuesto, y se la encontró en la cama,
tapada hasta la cabeza, y sollozando.
Cerró la puerta con llave, y el ruido
hizo que ella asomara la cabeza para ver
quién era. Se quedó de piedra al verlo a
él. Se limpió las lagrimas con las manos
y esperó.
Malcolm se desanudó la corbata y la
dejó sobre una de las sillas. Se quitó la
chaqueta, la camisa, los zapatos; se bajó
los pantalones y los arrojó al suelo. El
resto de la ropa, lo siguió.
—Has sido una buena chica —le
susurró mientras se acercaba a la cama
totalmente desnudo, y Georgina se
maravilló por la oscura seducción de
aquel cuerpo magnifico—. Y vengo a
darte tu premio.
Cuando llegó al lado de la cama,
cogió los cobertores y los echó para
atrás, dejándola a ella totalmente
expuesta a su mirada. Georgina se
deslizó hacia el centro, para dejarle
sitio.
Nunca habían hecho el amor así. Él
siempre había estado vestido, y ella
siempre atada. ¿La ataría ahora,
también? ¡Deseaba tanto poder tocarle!
—¿Q… qué quieres que haga, Amo?
—preguntó, indecisa. Malcolm sonrió y
se subió a la cama, a su lado.
—Nada —susurró—. Solo sentir.
La basó con pasión, penetrando su
boca con casi violencia, asaltándola con
decisión. Las manos de Georgina
temblaron sin saber qué hacer. Mientras
se abandonaba al salvaje beso, se
quedaron suspendidas en el aire, a
medio camino del cuerpo de Malcolm,
furiosas por tocarlo, acariciarlo, sentirlo
bajo sus dedos; pero no se atrevía, no
sabía si él se lo permitiría.
Cuando rompió el beso, la miró y
sonrió con una pizca de ternura.
—¿Quieres tocarme? —le pregunto.
—Sí, Amo. ¡Oh, claro que sí! —
exclamó con esperanza.
—Pues puedes hacerlo.
Las manos de Georgina volaron
hasta su nuca y enterró los dedos en
aquel pelo que se moría por tocar.
Volvieron a besarse, y recorrió su
cuerpo, marcándolo con sus caricias: la
poderosa espalda, los fuertes hombros,
los musculosos bíceps, el prieto trasero.
¡Podía tocarlo!
Malcolm se puso sobre ella sin dejar
de besarla, y por primera vez sintió su
peso aplastándola, enterrándola en la
cama. ¡Era una sensación maravillosa!
Se abrió de piernas, doblando las
rodillas para darle mejor acceso, y
cuando él la penetró, fue…
indescriptible.
—Eres mía —susurraba con cada
embestida—. Solo mía, ¿entiendes? Me
perteneces.
—Sí, Amo —contestaba ella—. Soy
tuya, solo tuya.
Y lo decía de corazón, sintiéndolo
de verdad, y no por que estuviera
obligada a ello.
Se había enamorado de forma
irracional de un hombre que no la
amaba, que la odiaba y despreciaba,
pero que le había descubierto un mundo
insospechado de placer que colmaba
todos sus sentidos.
La fiesta privada
Malcolm desapareció durante cuatro
días después de aquello. Georgina los
pasó encerrada en su dormitorio,
aburrida, asustada. ¿Qué había pasado?
¿Por qué no daba señales de vida? Los
únicos rostros que veía eran los de Joe y
Elspeth, el primero cuando acudía a
traerle el alimento, y la segunda cuando
iba a prepararla. Pero Malcolm no iba
hasta ella en busca de placer. ¿Se había
cansado?
Debería haberse alegrado. Si ya no
estaba interesado en ella, significaba
que por lo menos podría vivir tranquila,
y quizás con el tiempo las normas se
relajarían e incluso acabaría
permitiéndole salir de allí. Pero le dolía
no verlo. Había empezado a alimentar
una creciente esperanza, absurda e
injustificada, que le decía que ella no le
era tan indiferente como quería
aparentar. Lo había notado en sus
palabras, en sus besos, en la forma de
hacerle el amor. Pero, sobre todo,
porque le había permitido tocarlo por
primera vez. Él había ansiado sus
caricias, y se había estremecido bajo el
contacto de sus dedos. ¡No se lo había
imaginado!
¿Quizá había sido precisamente ese
conocimiento lo que lo había alejado?
Podría ser. Malcolm la despreciaba, y
sentirse atraído por ella no debía ser
algo fácil de asimilar.
Joe y Elspeth entraron
inesperadamente, y venían cargando
varias cajas que dejaron sobre la cama.
—El señor Howart te envía esto
para que te lo pongas —le anunció la
puta con un gruñido de enfado—. Parece
ser que va a exhibirte entre sus clientes
esta noche. —Sonrió con malicia
mientras la miraba ladeando la cabeza.
Georgina sintió que el estómago le
daba vueltas. ¿Iba a permitirle salir? Se
acercó con rapidez a las cajas y las
destapó, contenta. Había un hermoso
vestido de seda de color rojo sangre,
ropa interior, medias, un corsé y unos
zapatos preciosos. Casi soltó una
carcajada de alegría, pero se limitó a
sonreír con felicidad escondiendo el
gesto de Elspeth.
—La quiere lista en media hora,
Elspeth. Así que date prisa en ayudarla a
vestirse.
Después de decir aquello con un
tono que no admitía réplica, Joe
abandonó la habitación y dejó solas a
las dos mujeres.
—Bien. Empecemos y démonos
prisa. No queremos que tu amo se
enfade, ¿verdad?
Cuando Malcolm llegó media hora
más tarde, estaba completamente
preparada y admirándose ante el espejo.
El vestido le quedaba como un guante,
aunque se le hacía raro no llevar
crinolina debajo, por lo que la falda
caía aferrándose a sus piernas al
caminar. El escote, pronunciado,
mostraba sus pechos plenos y levantados
por el corsé, hasta casi los pezones.
Era indecente.
Y le encantaba.
Pero, ¿a dónde iba a ir así?
—Tenemos una fiesta privada en el
casino. —Malcolm parecía haberle
leído el pensamiento. Georgina se
sobresaltó al oír su voz, y se giró con
rapidez—. Lord Cramsing se ha
empeñado en que debo asistir
acompañado de mi bella esposa, y no
podemos desairar a un cliente tan
importante, ¿verdad?
Lo dijo con un rictus provocador que
parecía simular una sonrisa. Estaba
apoyado en el marco de la puerta, con
las manos dentro de los bolsillos de los
pantalones. El chaqué le caía
esplendorosamente bien, realzando la
solidez de su cuerpo.
—Por supuesto, Amo —contestó
ella, pero Malcolm vio una pregunta en
sus ojos.
—¿Qué quieres saber?
—Yo… es que… ¿Debo llamarle
Amo delante de los demás invitados?
¿Y… debo llevar…? —Se tocó la
gargantilla—. ¿Debo llevar esto?
—La respuesta a las dos preguntas,
es sí —contestó, cortante—. Nada ha
cambiado, ni cambiará, estemos donde
estemos. Aquí, solos, o en cualquier otro
lugar lleno de gente, debes seguir
llamándome Amo. Es lo que soy. ¿O lo
has olvidado durante estos cuatro días?
Georgina enrojeció hasta la raíz del
pelo. ¿De verdad iba a hacerle aquello?
Pero de qué se extrañaba. Parecía que su
única misión en la vida era humillarla. A
pesar de todo lo que ella había creído
ver en él, nada había cambiado. ¡Qué
estúpida era!
—No, Amo. No lo he olvidado. Solo
pensé que no le gustaría que la gente
supiera cómo trata a su esposa.
—La gente me importa tanto como
una boñiga pegado a la suela de mi
zapato. Puede ser una incomodidad,
pero de fácil solución. —Caminó hacia
ella y se paró enfrente. La miró con
atención y le levantó el rostro con un
dedo en el mentón—. ¿Sabes de dónde
viene el verdadero poder? No es del
dinero, ni de las propiedades. El
verdadero poder está en la información.
Y yo poseo mucha. Sobre todo
información sobre los sucios vicios de
todos estos hombres… y de la mayoría
de sus esposas. ¿Te extrañas? Querida,
las mujeres casadas son las cosas más
viciosas que hay sobre la faz de la
tierra, sobre todo las de la alta
sociedad. Matrimonios de conveniencia,
la mayoría de las veces con hombres
que les doblan la edad y que son
incapaces de satisfacerlas en la cama.
¿Qué crees que hacen? ¿Soportarlo con
cristiana virtud? —Ella se sonrojó y él
soltó una carcajada al ver su
incomodidad—. Eso es lo que tú harías
en su situación, pero ¿las demás? En
absoluto. Algunas buscan un amante
entre los hombres de su misma
condición social, pero la mayoría
acuden a mí. —Ella entrecerró los ojos
levemente. La idea de Malcolm
acostándose con otras mujeres no le hizo
ninguna gracia. Él leyó claramente lo
que pasaba por su linda cabecita y no
pudo evitar echarse a reír de nuevo.
¡Vaya, vaya! ¿Su mujercita estaba
celosa? ¿En serio? ¿Después de todo lo
que le había hecho pasar? Le ofreció su
brazo, divertido. No iba a sacarla del
error, ni iba a decirle que igual que tenía
putas para los hombres, también tenía
hombres que ofrecían los mismos
servicios a las mujeres, pero de una
manera bastante más discreta—. Vamos.
No te apartarás de mi lado en ningún
momento, y no hablarás a no ser que te
hablen primero. ¿Has entendido?
—Sí, Amo.
—Bien. Vamos allá.
Malcolm caminó con Georgina
agarrada a su brazo. Se sentía extraño.
En realidad, hacía cinco días que se
sentía así, desde que había follado con
ella por última vez.
No sabía qué extraño demonio se
había apoderado de él para querer sentir
sus manos recorriendo su cuerpo, y
mucho menos acabar follando con ella
en la típica postura del misionero. ¡El
misionero! Por amor de Dios, hacía
siglos que no lo había hecho de aquella
manera tan… normal. Y lo peor de todo
era que lo había disfrutado como nunca
lo había hecho.
Aquello lo había confundido.
Cuando Joe le había anunciado con
una sonrisa estúpida en el rostro, que
ella había declinado su ayuda para
satisfacerla, la alegría que sintió fue tan
inmensa que ni siquiera lo pensó un
momento. Necesitó hacerla suya,
besarla; pero sobre todo, que ella lo
besara y lo acariciara. Una necesidad
irracional que lo asustó inmensamente.
Y seguía aterrorizado.
Porque ella se había entregado de tal
manera, con tanto sentimiento y pasión,
que notó sobre sí un peso extraño que le
oprimió el corazón y le cerró la
garganta. Y salió huyendo.
Nunca le había pasado algo como
aquello. Georgina le estaba
derrumbando los muros que le había
costado años construir, una muralla que
lo aislaba y lo mantenía apartado del
resto del mundo. Si alguna ventaja daba
crecer en un orfanato, era que aprendías
a sobrevivir desde muy temprana edad:
o lo hacías, o morías. Y la mejor manera
de poder ser un superviviente, era no
sentir nada por nadie: ni cariño, ni
afecto, ni simpatía. Por nadie. Nunca.
Y se temía que estaba empezando a
sentir «cosas» por Georgina.
Su valentía y decisión, su voluntad
de mantener a salvo a su hermano, y la
lealtad que le profesaba, hacían que
tuviera celos y envidia. Quería ser el
único hombre al que le mostrara aquella
ciega devoción y estúpida confianza.
Eso era algo que no le gustaba. Una
necesidad absurda de la que tenía que
deshacerse sin contemplaciones.
Y lo haría aquella noche.

Caminaron por el pasillo y bajaron


las escaleras. Georgina seguía cogida de
su brazo y aunque tenía ganas de sonreír,
no lo hizo. Estaba algo nerviosa porque
no sabía qué esperar de la extraña fiesta
a la que habían sido invitados. ¿Qué
clase de reunión sería? El hecho que se
celebrara en uno de los salones privados
de La mansión de Afrodita, no podía
augurar nada bueno. Sería indecente,
seguro. Extravagante. Atrevida. Fuera de
cualquier regla o convención social. ¡No
sabía qué esperar! Pero estaba ansiosa
por descubrirlo.
Cuando llegaron a la planta baja del
edificio, pasaron por varios pasillos
más sin cruzarse con nadie excepto el
personal de servicio. Las paredes
estaban empapeladas con tonos rojos y
negros, y la lámparas de gas prendidas,
de color dorado, brillaban alumbrando
todo el camino.
Finalmente llegaron ante una gran
puerta doble de roble, tras la cual se
podía oír el ruido de una conversación
unida a diversas risas femeninas y
masculinas.
Malcolm abrió la puerta deslizando
con suavidad uno de sus batientes, y
Georgina pudo ver qué había al otro
lado.
Era una habitación bastante grande,
decorada con excelente gusto y muy
acogedora. Una chimenea la mantenía
caldeada, y los sofás, las alfombras, el
bufette lleno de bandejas de comida a
rebosar, las pequeñas mesitas, y la
suave música que procedía del otro lado
de una puerta que había en una pared
lateral, le daban una tibieza que estaba
cerca de considerar hogareña. Casi era
como una de las reuniones que
recordaba haber visto a hurtadillas,
cuando su madre aún vivía.
Había tres parejas. Las tres mujeres
vestían como ella, con vestidos
descarados y sin crinolina, por lo que la
tela se mantenía pegada a sus piernas.
Estaban sentadas en el sofá más cercano
a la chimenea, y hablaban animadamente
entre ellas mientras comían de los platos
que se habían servido. Los hombres se
mantenían apartados, al lado de la
licorera de la que se servían abundante
alcohol que bebían sin moderación.
—¡Malcolm! ¡Amigo mío! —
exclamó uno de ellos al girarse y verlo
en el umbral de la puerta—. Me alegro
mucho que decidieras aceptar mi
invitación.
Caminó hacia ellos ofreciéndole una
mano que Malcolm estrechó con fuerza.
—Esta es mi esposa, milord.
Querida, lord Cramsing —dijo él sin
inclinar la cabeza. Jamás lo había hecho,
ni lo haría nunca. Aquella era su casa, y
mientras estuviera allí no se humillaría
ni ante la mismísima familia real.
—Señora Howart, es un placer. —El
hombre, de unos cincuenta años, con el
pelo cano y algo escaso, se inclinó
sobre su mano y le dedicó un beso
húmedo que la repugnó.
—Milord —contestó conteniendo un
escalofrió, mientras hacía la venia. No
le gustaba aquel hombre. Tenía la piel
muy pálida, casi traslúcida, y los ojos
pequeños e inyectados en sangre.
—¡Amigos! —casi gritó lord
Cramsing girándose y abarcando toda la
habitación con sus brazos extendidos—.
Permitidme que os presente a nuestro
anfitrión, el señor Malcolm Howart,
dueño de este paraíso del placer, y a su
magnífica esposa —añadió girándose
hacia ella y comiéndosela con los ojos.
Todos los presentes contestaron con
una inclinación de cabeza o con algún
saludo poco convencional. Una de las
mujeres, una pelirroja que vestía un
precioso y escaso vestido dorado, se
levantó y fue hacia ella.
—Todas nos moríamos de ganas por
conocer a la bella dama que ha robado
el corazón de nuestro Howart —dijo con
malvada picardía mientras le hacía
ojitos a Malcolm, y Georgina tuvo unas
horrorosas ganas de lanzarse sobre ella
y tirarla del pelo.
«Me estoy convirtiendo en una
bruja» se recriminó a sí misma. Debía
recordar que no tenía ningún derecho a
sentir celos, ni emoción alguna.
Malcolm estaba jugando con ella y sus
sentimientos, y acabaría haciéndole
mucho daño si no tenía cuidado.
—Querida Millie —contestó él
mientras recorría su cuerpo con la
mirada—, mi pobre esposa no me ha
robado nada. ¡Más bien ha sido al
contrario! ¿No es verdad, querida? —le
preguntó directamente.
¡Maldito sea! Lo había hecho a
propósito para humillarla.
—Sí, Amo —contestó ella
esforzándose por no hacerlo con los
dientes contraídos.
—¡Amo! —Millie estalló en
carcajadas—. ¿Lo habéis oído?
Querida, si llamas así a tu marido
delante de todo el mundo, darás extrañas
ideas a los hombres —la riñó como si
fuera una niña estúpida.
—Mi querida esposa cumple con su
deber, Millie —la cortó Malcolm—.
Hace lo que su Amo le ordena, y con
rapidez. Y se dirige a mí como es
debido. Deberías tomar nota, Edward —
continuó dirigiéndose a un hombre joven
y rubio, bastante atractivo, que se había
mantenido al margen—. Y atar corto a su
esclava.
Millie bufó, ofendida.
—No soy su esclava —replicó con
orgullo—. Soy su amante.
—Llámalo como quieras, querida —
objetó Edward—, pero Malcolm tiene
razón. Te compro cada vez que te pago,
y últimamente no estoy recibiendo el
respeto suficiente a cambio de mi
dinero. —Se mantuvo callado durante un
instante mientras Millie lo miraba con
fuego en los ojos—. Quizás debería
disciplinarte más a menudo. O quizá,
simplemente debería buscarme a otra
puta con la que jugar. Seguro que si doy
un paseo por el Soho, encontraré unas
cuantas dispuestas a ocupar tu lugar, y
sin tantas ínfulas.
Millie resopló y se giró, cruzándose
de brazos como una niña enfurruñada, lo
que provocó que Edward lanzara una
carcajada al aire.
—No se lo tomes en cuenta,
Malcolm. Millie es puro fuego y mal
carácter. Pero sus gritos de placer
cuando la azoto para disciplinarla, valen
la pena.
—Ven conmigo, querida —le dijo
otra de las invitadas—. Y no hagas caso
a estos hombres. Son vanidosos,
groseros, dominantes e insoportables. —
Lo dijo con una sonrisa plácida y un
brillo burlón en los ojos.
Georgina miró a Malcolm, que
asintió dándole permiso.
—¿Cómo te llamas, querida?
—Georgina —contestó sin pensar, e
inmediatamente ladeó la cabeza para ver
si Malcolm la estaba observando.
—A mi puedes llamarme Luisa. —
La acompañó hasta el sofá y se sentaron
—. Margaret, querida, ¿podrías traerle
un plato con algo de comer? —preguntó
con amabilidad a la tercera mujer. Esta
asintió y se levantó con presteza—. ¿Es
tu primera fiesta privada?
—Sí.
—Debes estar nerviosa. —Le
palmeó levemente las manos, que
mantenía firmemente unidas sobre el
regazo—. No te preocupes. Seremos
benevolentes contigo.
Margaret volvió con un plato lleno
de viandas y tostadas, y la dejó en la
mesita delante de Georgina.
—Come, cariño. Debes coger
fuerzas para lo que vendrá después.
Luisa sonrió y Georgina se
estremeció. ¿Qué iba a pasar allí? Por
un lado estaba asustada, pero por otro,
la anticipación, el misterio, la incógnita
de lo que iba a ocurrir, y la adrenalina
que ya estaba empezando a correr por su
cuerpo, la estaban excitando y se sentía
mojada.
—¿Todos hemos comido y bebido?
—preguntó en una exclamación lord
Cramsing, mirando a todos—.
Entonces… ¡es el momento de iniciar
los juegos!
Todos aplaudieron, excepto
Malcolm y Georgina, que se mantuvo
sentada en el sofá, comiendo con
delicadeza mientras miraba al resto de
mujeres y hombres moverse por la sala,
apartando muebles y moviendo las sillas
hasta depositarlas en círculo, respaldo
contra respaldo.
—Repetiré la mecánica de este
juego en honor a la señora Howart,
porque seguro que no la conoce y que el
hosco de su marido no se la ha contado.
¿Me equivoco, Malcolm? —preguntó
milord mirando hacia él. Malcolm se
limitó a permanecer donde estaba,
apoyado contra la pared, y devolvió la
mirada a lord Cramsing con un leve
brillo de enojo.
Tenía ganas de golpear a aquel tipo.
Nunca antes le había sucedido. Siempre
aguantaba las estupideces de sus clientes
con una sonrisa austera en los labios, sin
dejar que lo alteraran. Pero desde que
había entrado por aquella puerta, se
había preguntado una y otra vez si había
tomado la decisión correcta al aceptar la
invitación y verlo como una manera de
«curarse» de la atracción que Georgina
estaba empezando a ejercer sobre él.
—El juego es muy sencillo. Seis
sillas, siete jugadores, un juez que seré
yo y un cuarteto de cuerda que toca al
otro lado de la delgada puerta. Todos
caminan alrededor de las sillas y,
cuando la música cesa, tienen que
sentarse. Quien se queda de pie, ha de
pagar una multa que yo determinaré.
A Malcolm no le gustó. Aquel tipo
de juego era divertido aunque absurdo,
pero él nunca participaba y siempre
hacía de juez; y desde luego, que
Cramsing se adjudicara el puesto de
director, no le hizo ninguna gracia.
—¿Ha entendido, señora Howart?
—Sí, milord.
—¡Estupendo! ¡Todos en sus
puestos! —Malcolm también se
posicionó. Estaba decidido a hacer el
ridículo si era necesario con tal de
quitarse de la sangre el veneno que
empezaba a circular por él, y que
respondía al nombre de su mujer.
Cramsing fue hasta la puerta tras la
que se escondían los músicos y dio tres
golpes en ella. Al instante la música
cesó para volver a sonar al cabo de un
minuto, llenando la estancia con una
melodía rápida y divertida. Todos
empezaron a caminar alrededor de las
sillas, y cuando la música se apagó,
todos se sentaron. Georgina se quedó de
pie.
—Vaya, vaya, querida, ¡cuánto lo
siento! —La hipocresía de aquella
exclamación hecha por Cramsing fue
evidente para todo el mundo. Millie la
miró con sorna, y Luisa suspiró con
resignación—. Pues… ¿qué puedo
hacerle pagar? —Se llevó un dedo a los
labios como si pensara hasta que se le
iluminaron los ojos—. ¡Ya sé! Quiero
que se quite las medias.
Georgina enrojeció hasta la raíz del
pelo, pero no protestó. Se apartó
girándose para poder proteger su
intimidad, pero milord protestó.
—No, no, querida. La gracia está en
que podamos ver cómo se las quita. ¿No
crees, Malcolm?
—Por supuesto, milord. Es un
espectáculo digno de ver.
Georgina miró anonadada a su
esposo, y el recuerdo de un comentario
dicho por Elspeth el mismo día de su
boda, le volvió a la mente: «Cuando
decida compartirte con otro hombre…».
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no
echarse a temblar, y a pesar del horror
que quería obligarse a sentir, lo cierto
era que una parte de ella se excitó ante
la idea. Solo esperaba que no fuera
Cramsing.
Suspiró profundamente y se giró,
quedando de frente ante el resto de
invitados. Se inclinó hacia adelante y
empezó a subirse la falda, dejando al
descubierto sus hermosas piernas. Los
hombres apreciaron el hermoso
espectáculo y Malcolm ahogó un
gruñido. Los pechos de Georgina,
rebosaban del escote y estaba a punto de
salirse, y sus esculturales piernas, que
poco a poco estaban siendo liberadas de
las medias que las cubrían, eran todo un
espectáculo digno de verse. Pero solo
para él. Nadie más debería poder verlo.
«¿Por qué coño estás aquí?» se
preguntó en un arrebato de ira, pero la
respuesta le llegó inmediatamente.
Estaba allí porque quería que Georgina
lo odiase. Ni más, ni menos. La ternura
que había detectado en ella cuatro
noches antes, lo había aterrorizado y
había despertado en él un instinto
protector que desconocía, y tenía que
deshacerse de él. Él no podía proteger a
nadie, bastante tenía con protegerse a sí
mismo.
Georgina, decidida a jugar y a no
dejarse amedrentar por la situación,
resolvió mostrarse resuelta y traviesa, y
cuando tuvo la falda levantada hasta los
muslos, mostrando las piernas y los
pololos, empezó a deslizar con lentitud
las medias hasta llevarlas hasta los
tobillos, primero una y después la otra.
Se quitó los zapatos sin cubrirse las
piernas, y terminó de quitarse las medias
con coquetería mientras miraba de reojo
a Malcolm. Lo vio ceñudo y con los
puños apretados. Parecía disgustado.
«Fastídiate, esposo —pensó—. Tú lo
has provocado».
Cuando terminó de quitarse las
medias, volvió a ponerse los zapatos,
dejó caer las faldas y sonrió al público.
—¡Estupendo, querida! —aplaudió
milord—. Has hallado la esencia de este
juego —la alabó—. Ahora puedes
volver a tu sitio y prepararte para la
segunda ronda.
Jugaron durante un rato. En media
hora, tuvieron que pagar prenda Millie,
que fue obligada sentarse sobre el
regazo del tercer hombre presente y a
besarlo; Luisa, que tuvo que bailar un
cancán para regocijo de todos; Edward,
al que milord hizo rechinar de dientes
cuando lo obligó a ponerse de rodillas y
ladrar como un perro. También le tocó a
Malcolm, pero cuando Cramsing estaba
pensando en qué obligarle a hacer,
Georgina se dio cuenta hasta qué punto
su marido ejercía un poder real sobre
aquellos hombres con título.
Milord iba a anunciar cuál iba a ser
su prenda cuando Malcolm carraspeó, y
Cramsing se puso blanco como la cera,
parpadeó dos veces y sonrió como un
estúpido antes de anunciar que se daría
por satisfecho si el señor Howart se
quitaba los zapatos y seguía el juego
descalzo.
Una burla para los ladridos que
había tenido que proferir Edward, y una
broma de mal gusto en comparación a
las prendas que habían pagado las
mujeres.
El juego continuó un rato más.
Cayeron al suelo más prendas de ropa,
se dieron besos, hubo algún que otro
tocamiento… pero Georgina se mantuvo
a salvo hasta la novena ronda, que
volvió a perder.
Cramsing, un voyeur innato, ya loco
de lujuria y deseo por lo que sus ojos
habían esto mirando, decidió que quería
ir un paso más allá. Quizá Malcolm no
le permitía humillarlo a él, pero estaba
seguro que no iba a ser tan rígido con su
esclava. Sonrió con maldad.
—Querida, espero que no me odies
pero… —Carraspeó, Malcolm lo miró
levantando una ceja, y Georgina tembló
—. Verás, todos los aquí presentes
hemos podido disfrutar, en un momento u
otro a lo largo de los meses pasados, de
la sublime visión del cuerpo desnudo de
las damas presentes… todas, excepto tú.
Así que, y ya que ver tus hermosas
piernas nos ha despertado la curiosidad
a todos, voy a ordenarte que te
desnudes. Completamente.
Georgina miró a su marido,
asustada. ¡No quería desnudarse ante
desconocidos! Una cosa era haberse
acostumbrado a que Elspeth y Joe la
vieran así, y otra muy diferente,
mostrarse tal y como había venido al
mundo ante extraños. Miró a Malcolm
buscando consuelo, o quizá la
desaprobación; esperó que él protestara
y diera por finalizado el juego. Pero no
lo hizo. La miró con seriedad y apretó
sus labios con un rictus de descontento
dirigido a ella. ¡Quería que lo hiciese!
¡Eso no estaba bien! «Si consideras que
no está bien —le dijo la inoportuna
vocecita interior—, ¿por qué tu coño
está chorreando?».
«Porque soy una puta impúdica, y la
idea de que me vean, me excita».
Se resignó ante su propio deseo, y
asintió.
—Como ordene, milord. Pero
necesito ayuda. —Miró a su esposo de
nuevo, esperando que fuera él quién se
ofreciera, pero no movió ni un solo
músculo para ayudarla.
—Yo mismo lo haré —se ofreció
milord, y Georgina tuvo que soportar las
manos sudadas de aquel hombre
mientras le desabrochaba el vestido y se
lo deslizaba por el cuerpo hasta que
cayó a sus pies, mientras aprovechaba
para rozarla descaradamente.
Después le aflojó el corsé, tirando
de las cintas, hasta que se deshizo de él.
—¿Necesitas ayuda con el resto,
querida? —le preguntó con una mueca
lasciva mientras empezaba a apartar los
tirantes de la camisola de sus hombros.
Georgina miró a Malcolm de nuevo,
esperando… algo que no llegó, así que
decidió poner ella misma punto y final.
—No, milord, el resto puedo hacerlo
sola, gracias.
Cramsing emitió un sonido de
disgusto y miro hacia Malcolm.
—Deberías disciplinar mejor a tu
esclava —le espetó, disgustado—.
Debería saber comportarse ante alguien
como yo.
—Mi esposa sabe comportarse
perfectamente, milord —contestó el
aludido sin pararse a pensar, y se
arrepintió inmediatamente de sus
palabras. No por ofender a Cramsing,
algo que le traía sin cuidado, sino
porque le daba pie a Georgina a pensar
que había actuado correctamente.
«¿Y no es así?» se preguntó. Porque
todo su ser estuvo gritando de angustia
mientras las manos sudorosas del viejo
la tocaba, deseando dar dos zancadas y
rompérselas por atreverse a manosear lo
que era suyo.
Pero no podía hacerlo. No debía
hacerlo.
Mantuvo la mirada fija en ella
mientras se iba quitando pausadamente
el resto de la ropa. Cuando cayó la
camisola, dejó expuestos sus hermosos
pechos; y cuando se deshizo de los
pololos y su afeitado sexo quedó a la
vista de todos los presentes, apretó con
furia los puños hasta que quedaron
blancos, con tal de no quitarse el chaqué
en un impulso, cubrirla y llevársela de
allí.
—¡Qué espléndida eres, querida! —
exclamó milord—. ¿Una ronda más? —
preguntó al resto, y todos asintieron.
Georgina se sintió humillada y
patética, corriendo desnuda alrededor
de las sillas mientras el resto, aunque a
algunos les faltaba alguna pieza de ropa,
seguían vestidos. Sus pechos se
balanceaban, y sentía los ojos de los
cuatro hombres presentes, fijos en ella.
Tenía que hacer un esfuerzo para no
cubrirse con las manos, pero sabía que
si lo hacía, provocaría la ira de
Malcolm. Él la quería así, desnuda ante
aquellos extraños, porque si no fuese
así, sabía perfectamente que le habría
parado los pies al aristócrata.
Lo odió. Y lo deseó por ejercer
sobre ella ese poder y control.
A la segunda ronda, volvió a perder,
y cuando vio la ancha sonrisa de
satisfacción de Cramsing, supo que lo
que le iba a ordenar no iba a gustarle
nada.
—Estoy terriblemente excitado,
querida —declaró—. Ver tu espléndida
desnudez ha puesto mi verga más gruesa
que el martillo de un herrero. Alíviame
con tu boca.
Georgina esperó con verdadera
ansiedad que Malcolm lo impidiera. No
quería el miembro de ningún otro
hombre en su boca, ni en cualquier otro
lugar cerca de su cuerpo. Lo miró,
suplicante, a punto de llorar, pero no
encontró allí ningún alivio. Él
permanecía impasible, sentado en la
silla con una pierna cruzada sobre la
otra mientras la miraba con sorna,
esperando.
Georgina tragó saliva y cerró los
ojos durante un momento. ¿Esto era lo
que él quería? Muy bien, pues. Le
demostraría que no iba a acobardarse.
«Estoy aquí por Linus —se recordó—.
Para mantener a salvo a mi hermano. No
lo hago por Malcolm. Lo hago por
Linus. Porque le prometí a mi madre que
lo protegería».
Caminó hacia Cramsing y se
arrodilló a sus pies. Suspiró hondo.
Levantó las manos y buscó los botones
del pantalón para liberar el miembro.
Cuando lo consiguió, este saltó y le dio
en la nariz. Dio un respingo y se echó
hacia atrás, sorprendida, y milord soltó
una carcajada. Alguien gruñó.
Georgina volvió a su posición, tragó
saliva y levantó una mano. Rozó el
miembro de aquel hombre que acababa
de conocer, y tuvo ganas de llorar.
Malcolm la estaba convirtiendo en una
verdadera puta obligándola a hacer esto.
Abrió la boca y acarició el glande
con la lengua. Cramsing dejó ir un
gemido de placer. Lamió todo el eje, de
arriba a abajo. Detrás de ella, había un
silencio sepulcral. Levantó la otra mano
y empezó a acariciar los testículos. No
era una experta, pero esperaba que
milord estuviera tan excitado que un
mínimo de estímulo más lo hiciera
terminar. Y si podía ser antes de
metérselo en la boca, mejor.
Pero el hombre aguantó, gimiendo y
balanceando las caderas.
—Métetela en la boca de una vez,
puta —le dijo con malos modos, y la
cogió por el pelo y la inmovilizó
mientras le metía la verga en la boca de
un solo golpe.
Georgina tuvo arcadas, y las
lágrimas empezaron a manar de sus ojos.
Un gruñido a sus espaldas que empezó
como un siseo, se fue haciendo más
fuerte hasta que alguien empujó a
Cramsing, la levantó a la fuerza y se vio
envuelta entre unos poderosos brazos
mientras una voz retumbaba en la
habitación.
—¡Se acabó el juego, Cramsing! —
gritó Malcolm—. ¡Todo el mundo fuera
de aquí! ¡¡Ahora!!
—¡Te he pagado una buena suma de
dinero por toda la noche, Howart! —
protestó el aristócrata—. ¡No tienes
derecho a echarme!
—¡Es mi casa, maldita sea! ¡Fuera!
¡Id a divertiros a una de las mazmorras!
Nadie más protestó. Todos se fueron
en estampida, dejando solos a Malcolm
y Georgina, que permanecía encerrada
en su poderoso abrazo haciendo
verdaderos esfuerzos por no arrancar a
llorar desconsoladamente.
La crueldad del amor
—Gracias, Amo —susurró Georgina
contra su pecho, e intentó rodearlo con
sus brazos para sentirse más cerca de él.
Estaba a gusto allí. Se sentía
protegida, a salvo, como si estuviera
ceñida por una muralla que mantenía
fuera al resto del mundo, impidiendo
que pudieran hacerle daño.
Malcolm la apartó con brusquedad y
se separó de ella.
—Me he puesto en ridículo por tu
culpa —siseó, fuera de sí. Abrió un
resquicio de la puerta que daba a la
estancia donde estaban los músicos y los
echó de allí con cajas destempladas.
Estaba furioso consigo mismo. No
había podido obligarse a soportar ver a
Georgina hacerle una mamada a otro
hombre, y había estallado como un
imbécil, dándole a entender con su
actitud que ella importaba. ¡Y no
importaba! ¡Nunca! Cogió la ropa de
ella del suelo y se la tiró a la cara.
—¡Vístete! —le ordenó con furia—.
¡Joe vendrá a buscarte!
Hubiera salido de allí dando un
portazo si las puertas no hubieran sido
correderas. Georgina se abrazó a la ropa
y tragó saliva con fuerza, parpadeando
para alejar las lágrima. No iba a llorar
de nuevo.
Se puso el vestido como pudo,
dejándolo desabrochado por la espalda,
y se sentó en el sofá delante de la
chimenea con el resto de ropa hecha un
rebujo al lado.
Al cabo de un rato se abrió la
puerta, pero no era Joe. Luisa entró
cerrando tras ella, y la miró con una
mezcla de lástima y compresión que la
hizo sentirse miserable.
—Cariño… —susurró acercándose.
Se sentó a su lado y la abrazó,
intentando reconfortarla—. No sabes
cuánto lo siento.
—No importa, de verdad. Ya me
estoy acostumbrando a su temperamento.
Luisa se separó unos centímetros y
la miró con atención. Después suspiró.
—Lo malo de todo esto, es que ese
nunca ha sido su temperamento. Al señor
Howart le gustan los juegos, sí, pero
nunca lo había visto tan fuera de sí.
Siempre es tan frio y distante… creo que
tú le has calado hondo, querida, pero no
lo quiere reconocer.
Georgina la miró frunciendo el ceño,
sopesando hasta qué punto podía confiar
en aquella mujer.
—Pues, sinceramente, hubiera
preferido serle indiferente —masculló,
aunque en su fuero interno aquella
pequeña llama de esperanza se encendió
de nuevo.
—Eso no es cierto, querida —la
amonestó bromeando—, y lo sabes.
Sientes algo por ese ogro —se rio con
timidez—. ¿Sabes que muchas mujeres
han intentado llevarlo a su cama, y no lo
han conseguido? —Georgina entrecerró
los ojos, incrédula—. Es totalmente
cierto. Nunca se ha acostado con una
mujer que no fuese una puta… de las de
pago, quiero decir. Porque en el fondo
—suspiró con resignación—, todas las
que venimos aquí somos unas fulanas,
aunque pertenezcamos a un solo hombre.
—¿Tú también… —Georgina dudó,
pero el gesto de Luisa la animó a
continuar—, tienes que llamar Amo
a…?
—¿A Richard? ¡Por supuesto! —
Estalló en una moderada carcajada,
tapándose la boca con la mano—. Pero
solo en la intimidad. Y no me obliga a
llevar cosas como esa. —Señalo con
tristeza la gargantilla que Georgina
llevaba al cuello, con la palabra
«esclava» gravada en una plaquita.
Georgina se llevó la mano allí,
ruborizándose.
—Todo lo hace para humillarme —
explicó en voz baja, y a sus propios
oídos le sonó como si intentara
justificarle—. Es su forma de cobrarse
una deuda.
—La de tu hermano —añadió Luisa
al ver que ella no seguía hablando.
Georgina la miró con extrañeza—. No te
preocupes, no es del dominio público.
Pero Richard y Malcolm son… no sé
cómo explicarlo, sinceramente. Puede
que mi Rick sea lo más parecido a un
amigo que Malcolm tendrá nunca. Oí
que le contaba cómo había conseguido
casarse contigo, aunque él no se dio
cuenta que yo estaba escuchando. Pero,
¿sabes una cosa? En su voz intuí algo
que nunca había estado allí: verdadero
respeto. Creo que le has roto todos los
esquemas y no sabe cómo tratarte, por
eso actúa como un toro arremetiendo
contra todo lo que se mueve delante de
sus narices. ¿Quieres un consejo? Dale
tiempo.
Malcolm abandonó la habitación
donde estaba Georgina y salió del
casino después de ordenar a Joe que se
encargara de ella. Necesitaba aire
fresco, reordenar sus ideas, hacer frente
al súbito ataque de rabia y posesividad
que había tenido cuando la vio con la
verga de otro hombre en la boca.
No pudo soportarlo.
¿Por qué?
Nunca le había preocupado algo así.
Siempre había compartido sus mujeres
sin ningún problema. Era algo que solía
hacer y le gustaba.
Pero Georgina no era como todas las
demás.
«Sí, lo es, ¡maldita sea!» se
recriminó, intentando autoconvencerse,
pero hasta a él mismo le sonó a mentira.
Georgina no era igual al resto. Era
sincera, leal, valiente, fuerte. Nunca
había conocido a otra con una fortaleza
como la de ella. Y en su fuero interno
quería que todos esas virtudes
estuvieran dirigidas a él. La necesitaba,
y esa necesidad lo convertía en alguien
vulnerable y débil. Era un lujo que no
podía permitirse.
«El problema ha sido Cramsing —se
dijo. El lord no le gustaba un ápice—.
Si hubiese sido Richard, o Edward… no
me habría puesto así».
Sonrió para sí mismo.
Tenía la solución. E iba a ponerla en
práctica muy pronto.

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