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Cuentos Peru 1

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El cabUliwallaH1

1916
RABINDRANATH TAGORE
(indio)

M
i hija Mini, que tiene ahora cinco años, no puede estarse calla-

un solo instante de hablar. Su madre se molesta muchas veces


por esto y le riñe para que se calle. Yo no. No me parece na-
tural ver a Mini callada, y no puedo sufrir que lo esté mucho
tiempo. Así, siempre que hablo con ella, lo hago animadamente.
Una mañana, por ejemplo, en que yo estaba en medio del capítulo
diecisiete de mi nueva novela, mi hija Mini entró en el cuarto y, cogiéndo-
me la mano, me dijo:
—Padre, Ramdayal, el portero llama a un cuervo un kuervo; qué tonto es,
¿verdad?
Antes de que yo pudiese explicarle las diferentes lenguas y pronunciacio-
nes de este mundo, ya ella se había internado por las aguas de otro mar:
—Oye, padre; Bhola dice que hay un elefante en las nubes, que echa agua
por la trompa, y que por eso llueve.
Y mientras yo buscaba alguna respuesta a lo último, se puso a co-
rrer preguntándome:
—Padre, ¿tú qué eres de madre?
«Es mi hermanita», me susurré involuntariamente a mí mismo; pero, po-
niéndome serio, logré responder:
—Vete a jugar con Bhola, Mini, que estoy trabajando.
La ventana de mi cuarto da a la calle. La niña se había sentado a mis pies,
junto a mi mesa, y jugaba tocando el tambor suavemente sobre sus rodillas. Yo
me enfrasqué, de nuevo, en mi capítulo diecisiete, en el cual Protap Singh, el
héroe, había cogido en los brazos a Kanchanlata, la heroína, y se disponía a huir
con ella por el balcón del tercer piso del castillo, cuando, de repente, Mini dejó
de jugar y corrió a la ventana gritando: «¡Un cabuliwallah! ¡Un cabuliwallah!».

1 Literalmente, el cabulense. Nombre dado a los afganos que recorren la India como vendedores
ambulantes, porteadores, o que realizan otros trabajos. (Nota del texto original).

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Un cabuliwallah iba pasando, en realidad, por la calle. Llevaba el suelto ropón
mugriento de los de su raza, y un alto turbante, un saco a la espalda y cajas de
uvas en la mano.

a gritos. Yo pensé: «¡Ay, lo que es si él entra, mi capítulo diecisiete no se acabará


en la vida!». En este momento el cabuliwallah se volvió y miró a la niña, la que,
al darse cuenta, huyó despavorida en busca de su madre. Mini creía ciegamente
que el hombre llevaba dentro del saco dos o tres niñas, por lo menos, como ella.
El cabuliwallah entró en la casa y me saludó sonriendo.
Tan decisiva era la situación de mi héroe y de mi heroína, que mi primer
impulso fue comprarle algo al cabuliwallah, ya que había sido llamado, para
que se fuera pronto. Le compré, pues, alguna cosilla, y él se puso a hablarme de
Abdurrahman, de los rusos, de los ingleses y de la política de la frontera.
Cuando se iba, me dijo:
—¿Y la niñita, señor?
Yo, pensando que era bueno curar a Mini de aquellos absurdos temo-
res, hice que la trajeran.
Mini se puso junto a mi silla, y miraba al cabuliwallah y a su saco. Él le
ofreció nueces y pasas, pero ella no cayó en la tentación, y se apretaba a mí, con
más miedo que antes.
Este fue el primer encuentro de ellos dos.
Pocos días después, una mañana, iba yo a salir de casa, cuando vi
atónito que Mini estaba sentada en un banco del lado de la puerta, hablan-
do y riendo, con el gran cabuliwallah a sus pies. En toda su vida, mi hija
quizás no había encontrado a nadie que la escuchara con tanta paciencia,
a no ser su padre; y tenía el extremo de su sarito lleno de almendras y
pasas, regalo de su amigo.
—¿Por qué le has dado eso? —le dije al cabuliwallah. Y sacando una
moneda de ocho annas, se la di. Él aceptó el dinero sin protestar, y se lo
echó en el bolsillo.
Pero ¡ay!, al volver yo, una hora más tarde, vi que la desdichada moneda
había ocasionado daños por dos veces su valor, pues el cabuliwallah se la había
dado a Mini, y la madre, echándole el ojo al redondo objeto reluciente, se lo quitó
a la criatura, preguntándole:
—¿Quién te ha dado esa moneda?
—Me la dio el cabuliwallah —dijo Mini alegremente.
—¿Que te la dio el cabuliwallah? —exclamó su madre escandalizada—.
¿Y por qué se la has tomado?
Yo entraba entonces, y librando a Mini de un desastre inminente, me puse
a hacer averiguaciones.
Según supe, no era esta la única vez que ellos se habían visto. El cabu-
liwallah había sabido vencer el temor de la niña, con un paciente soborno de
nueces y almendras, y ahora los dos eran grandes amigos.

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Se daban curiosas bromas, con las que gozaban grandemente. Ella se
sentaba frente a él, y, mirando con toda su diminuta dignidad al gigantesco
cuerpo de su amigo, le preguntaba hecha un rizo de risa:
—¡Cabuliwallah, cabuliwallah, dime qué tienes en tu saco!
Y él, con el acento gangoso de los montañeses, respondía:
—¡Un elefante!
Tal vez esto no sea un gran motivo de diversión; pero ¡lo que gozaban ellos
con la ocurrencia! Para mí, la charla de mi niña con aquel hombre hecho y dere-
cho tenía en ella algo de fascinador.
El cabuliwallah, para no ser menos, le preguntaba a su vez:
—¿Bueno, niña, y cuándo vas a ir a casa de tu suegro?
La mayor parte de las niñas de Bengala saben, desde que nacen, de la
casa de su suegro; pero nosotros, que somos un poco modernistas, le habíamos
callado estas cosas a nuestra hija; de modo que Mini, al oír la pregunta del ca-
buliwallah, debió quedarse algo perpleja. Pero ella no lo quiso demostrar, y salió
del paso con este rodeo:
—¿Tú vas allí?
Entre hombres de la clase del cabuliwallah, es bien sabido que «casa del
suegro» tiene un doble sentido, que es «cárcel», porque en esta se nos cuida bien
sin que nos cueste nada. El sanote del vendedor tomaba en este sentido la pre-
gunta de mi hija, y, enseñando su puño a algún invisible guardia, le gritaba:
—¡Ay, qué paliza le voy a dar a mi suegro!

al infeliz pariente. Y su formidable amigo reía con ella.


Eran mañanas de otoño, el momento del año en que los antiguos reyes sa-
lían en busca de conquistas; y yo, que no podía moverme de mi rinconcito de
Calcuta, echaba a vagar mi pensamiento por el mundo. Con solo oír el nombre de
otro país, mi corazón se iba a él; y si veía un extranjero por las calles, me quedaba
preso en una red de sueños, con las montañas, los valles y los bosques de su tierra
distante, con su casita en aquellos fondos, con la libre y fácil vida de los silvestres
campos lejanos. Quizás sea que como llevo una existencia tan vegetativa, los via-
jes se me representan con más viveza que a otros. La noticia de un viaje, sería
para mí como un rayo... Viendo al cabuliwallah, me trasladaba, al punto, al pie de
sus montañas de picos secos, llenas todas de estrechos barrancos que se retuercen
por las imponentes alturas. Veía la caravana de camellos cargados de mercancías,
y los mercaderes, con sus turbantes, sus antiguas y raras armas de fuego y sus
lanzas, camino de las llanuras. Veía..., pero en este instante, la madre de Mini
se ponía por medio, suplicándome que tuviera mucho cuidado con aquel hombre.
La madre de Mini es, desgraciadamente, muy medrosa. En cuanto oye el menor
ruido en la calle, o ve que viene alguien hacia la casa, piensa siempre que deben ser
ladrones, o borrachos, o culebras, o tigres, o la malaria, o cucarachas, o gusanos, o un
marinero inglés. De nada le sirve la experiencia, y siempre está lo mismo. El cabuli-
wallah le daba miedo, y ella me rogaba a cada instante que no lo perdiese de vista.

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Yo me echaba a reír bondadosamente, pero ella se revolvía contra mí, se-
ria, y me hacía solemnemente preguntas como esta: «¿Es que no roban a los
niños? ¿No era verdad entonces que en Cabul había esclavos? ¿Era un disparate
pensar que aquel hombrón pudiera llevarse a la niña, tan chiquita?».
Yo le respondía que tal vez no fuese imposible, pero que no era probable.
Ella no se convencía, y continuaba inquieta. Sin embargo, como su temor era

amistad de él y de mi niña seguía libremente.


Todos los años, hacia mediados de enero, Rahmun, el cabuliwallah, tenía
la costumbre de volver a su país; y cuando este momento se acercaba, él andaba
arriba y abajo, muy atareado, cobrando de casa en casa lo que le debían. Aquel
año, a pesar de sus ocupaciones, siempre encontraba ocasión para venir a ver a
Mini, y cualquiera que no estuviese enterado de las cosas, hubiera creído que los
dos tramaban alguna conspiración, pues él, si no podía venir por la mañana, se
presentaba al oscurecer.
A mí mismo me asustaba un poco, a veces, encontrar de pronto a aquel
hombrazo en el rincón de un cuarto oscuro, con aquellas ropas sueltas, todo
lleno de alforjas. Pero cuando Mini corría a él, diciendo entre risas: «¡Cabuli-
wallah, cabuliwallah!», y los dos amigos, de tan diferente edad, volvían a sus
bromas y a sus carcajadas, al punto me tranquilizaba.
Una mañana, días antes de la partida del cabuliwallah, estaba yo corri-
giendo pruebas en mi cuarto. Aún hacía fresco, y el leve calor de los rayos del
sol que, a través de mi ventana, llegaban a mis pies, me era amable. Serían las
ocho, y los paseantes tempraneros volvían a sus casas con las cabezas cubier-
tas. De pronto, oí gritos en la calle, y, asomándome, vi que dos policías llevaban
atado a Rahmun, rodeado de chiquillos. Las ropas del cabuliwallah estaban
manchadas de sangre, y uno de los policías llevaba un cuchillo. Salí de prisa, los
paré y les pregunté qué pasaba. Por lo que unos y otros me dijeron, pude sacar
en claro que un vecino que le debía a Rahmun un chal de Rampuri negaba que
se lo hubiese comprado, y que, habiendo pasado de las palabras a los hechos,
Rahmun lo había herido. En el calor de la exitación, el preso comenzó a insultar
a su enemigo con toda clase de nombres, cuando, de pronto, en la galería de mi
casa, apareció Mini, gritando como de costumbre: «¡Cabuliwallah! ¡Cabuliwa-
llah!». La cara de Rahmun se iluminó al verla. Aquel día no llevaba el saco bajo
el brazo, y no podía engañarla con lo del elefante. Entonces ella le preguntó:
«¿Vas a casa de tu suegro?». Rahmun se echó a reír y dijo: «Sí; allí voy, niña».
Pero viendo que la respuesta no había hecho reír a Mini, levantó sus manos
atadas y dijo: «¡Ay, de buena gana le hubiese dado a ese viejo de mi suegro, pero
me han atado las manos!».
A Rahmun, acusado de homicidio frustrado, lo condenaron a varios años
de cárcel. El tiempo pasó y nos fuimos olvidando de él. Seguimos trabajando
siempre en lo mismo y en el mismo lugar, y rara vez se nos ocurría pensar en
el un día libre montañés, ahora preso. Hasta mi alegre Mini, vergüenza me da

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decirlo, se olvidó de su antiguo amigo. Nuevas amistades llenaron su vida, y a
medida que ella iba creciendo, pasaba mayor tiempo con otras muchachas; tan-
to, que ya no encontraba ocasión de venir, como antes, al cuarto de su padre y
apenas nos veíamos.
Pasaron los años. Llegó, una vez más el otoño, y nos ocupábamos en los
preparativos para la boda de Mini, que había de celebrarse en las Fiestas de
Puja. Con la vuelta de Durga a Kailas, la luz de nuestro hogar también se iría
a la casa del marido, dejando la del padre en sombra.
Era alegre la mañana. Tras las lluvias, una sensación de baño erraba por
el aire, y los rayos del sol parecían oro puro. Tan vivos eran, que los sórdidos
muros de ladrillo de las callejas de Calcuta deslumbraban con una hermosa
claridad. Desde el amanecer, las gaitas de la boda habían comenzado a sonar
y, a cada cadencia suya, me saltaba el corazón. El gemido de aquella melodía
bhairavi, parecía agrandar mi pena por la separación que llegaba, pues Mini
iba a casarse aquella noche.
La casa estaba llena de bullicio y de idas y venidas. Se estaba preparando
en el patio un dosel sostenido por varas de bambú. En los aposentos y galerías se
colgaban candelabros tintineantes. La prisa, la agitación no acababan nunca. Yo
estaba sentado en mi cuarto, repasando las cuentas, cuando de pronto alguien
saludó respetuosamente, y llegó frente a mí. Era Rahmun, el cabuliwallah. Al
principio, no caía en quien fuese, pelado como venía, sin su saco, sin aquel vigor
de antes; pero sonrió, y le conocí al punto.
—¿Cuándo has venido, Rahmun? —le pregunté.
—Anoche me soltaron de presidio —contestó.
Sus palabras sonaron mal en mis oídos. Nunca antes había yo hablado con
un hombre que hubiese herido a otro, y mi corazón se encogió pensando, contra-
riado, el mal agüero con que el día empezaba.

Se volvió para irse, pero al llegar a la puerta, vaciló y me dijo:


—¿Y no podría ver a la niña un momento?
-
raba ya corriendo hacia él, como en otros días, y gritando: «¡Cabuliwallah! ¡Ca-

antes. En recuerdo de los pasados tiempos, traía, cuidadosamente envueltas en


papel, algunas almendras, pasas y uvas, que le habría dado algún campesino,
pues su pequeño caudal se lo habían dispersado.
Le dije otra vez:

Su cara se puso triste. Me miró un momento, nostálgico, me saludó, y se fue.


Sentí pena, y ya iba a llamarlo, cuando él volvía, y dándome su regalo me dijo:
—Traía estas cosillas para la niña, señor, ¿se las quieres dar?
Las tomé y fui a pagarle; pero él me cogió la mano diciendo:
—¡Qué bueno eres, señor! ¡No me olvides..., ni me des nada! Tú tienes una

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niña y yo tengo otra, muy lejos. Cuando yo traigo alguna cosa a tu niña, no es
por dinero, sino porque pienso en la mía.
Al decir esto, metió la mano en su gran ropón, sacó un pedacito sucio de
papel, lo desdobló cuidadoso y lo alisó con sus manos sobre mi mesa. Vi que el
papel tenía la huella de una manita; no un retrato, ni un dibujo; solo aquella
manita untada de tinta y apretada sobre el papel. Cuando, años atrás, él venía
a Calcuta a vender sus mercancías por las calles, esta señal de su niña estaba
siempre al lado de su corazón.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Olvidé que él era un pobre vendedor de
Cabul y que yo era... No, ¿qué era yo más que él? Padres los dos.
La huella de la mano de su niña Parbati, que estaría allá lejos en su
distante hogar de la montaña, me hizo pensar en mi hija. Mandé llamar
-
tades, pero yo no quise escuchar. Mini, vestida con el traje de seda roja de
la boda, con la pasta de sándalo en su frente, y toda adornada como una
novia, llegó tímidamente ante mí.
El cabuliwallah se quedó sorprendido ante tal aparición. ¡No era posible
renovar la antigua amistad! Luego, le sonrió y le dijo:
—Mini, ¿vas a casa de tu suegro?
Ahora Mini comprendía el sentido de la palabra suegro, y no pudo
contestarle como en otros días. La pregunta le sonrojó; y estaba ante él,
bajos sus ojos de novia.
Recordé el día en que el cabuliwallah y Mini se vieron por vez pri-
mera, y me dio tristeza. Ella se fue. Rahmun suspiró hondo y se sentó
en el suelo. De pronto, pensó que su hija habría también crecido durante
aquellos años, y que su amistad con ella tendría que comenzar de nuevo.
Seguramente no la encontraría como la dejó, y además, ¿qué no podría
haber ocurrido en aquellos ocho años?

alrededor. Rahmun seguía sentado en la calleja, mirando las secas mon-


tañas del Afganistán.
Le di un billete y le dije:
—Anda, vete a ver a tu hija, Rahmun; vete a tu pueblo; y que la dicha de
vuestro encuentro traiga buena suerte a Mini.
-
tricas ni la banda militar, con lo que las señoras se disgustaron mucho; pero la
boda de mi hija fue feliz para mí, sabiendo que en una tierra lejana, un padre,
largos años perdido, iba a ver de nuevo a su única hija.

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