Capítulo 1
Capítulo 1
Capítulo 1
Despejando malentendidos
y la ética docente
I. ¿Qué es la ética?
Aparentemente todo el mundo entiende qué es la ética y todo el mundo sabe de ética. Sin
embargo, la experiencia cotidiana nos muestra que son muchos los malentendidos provocados por
confundir lo ético con lo religioso, o con lo jurídico, o con los usos sociales tradicionales que están
vigentes en un lugar y época determinados. También es frecuente que algunas personas tengan
dificultades para manejar los términos “ética” y “moral”, porque se preguntan si han de
considerarlos como sinónimos o no. Otra dificultad muy frecuente en nuestra época, sobre todo
entre los jóvenes, es la falsa creencia de que, en cuestiones de ética, toda opinión vale lo mismo
que cualquier otra, porque supuestamente “la moral es algo muy subjetivo, como los gustos sobre
las comidas o sobre pasatiempos favoritos”. Más adelante veremos que, aunque hay asuntos
morales que dependen en gran medida –pero dentro de ciertos límites– de la opción personal de
cada cual, eso no significa que todos los asuntos morales carezcan de objetividad; hay cuestiones
morales que tienen una mayor objetividad que otras; por ejemplo, en las cuestiones de
convivencia, en principio, es posible cierta objetividad. Se trata, obviamente, de un tipo de
objetividad que no es de la misma clase que la que corresponde a las matemáticas o a las ciencias
de la naturaleza, pero no por ello deja de ser vinculante para seres racionales que pretendan
comportarse como tales. Por ejemplo, parece más sencillo demostrar que los ángulos de un
triángulo suman 180 grados que probar que la venganza no es una buena opción desde el punto
de vista ético; y sin embargo, en este último caso también es posible razonar, argumentar y
alcanzar cierta objetividad, si nos tomamos esa tarea en serio. La convivencia en el centro
educativo y en el aula, igual que la convivencia social en general, reclama cierto grado de
objetividad ética que hemos ido construyendo históricamente a lo largo de los siglos, con
aportaciones importantes de diversos pueblos, culturas y personas concretas.
El primer problema cuando hablamos de ética es que este término tiene una carga enorme de
ambigüedad y arrastra un pesado lastre de utilizaciones interesadas que lo han pervertido de mil
maneras. Hay personas que, al oír o leer la palabra ética, piensan más o menos de este modo: «Ya
tenemos aquí a otro predicador que viene a decirnos a los demás lo que debemos hacer. ¿De
dónde se supone que ha sacado alguna clase de autoridad para pontificar sobre cuestiones que en
realidad corresponden a la conciencia de cada uno? ¿Acaso puede este señor, o cualquier otra
persona, decirnos a los demás lo que está bien y mal en la vida cotidiana? ¿No es la ética una
cuestión subjetiva, donde cada uno es muy dueño de creer lo que quiera?».
Ante todo, hemos de aclarar que no hay por nuestra parte, ni por parte de la mayoría de los
filósofos expertos en ética, ninguna pretensión de sermonear a nadie, ni de contribuir a aumentar
lo que Ortega y Gasset llamaba “la moralina”: esa cantinela pesada de tantos discursos
paternalistas que se empeña en tratar a las personas adultas como si fueran niños pequeños,
dando lecciones a todo el mundo sobre lo que se debe hacer y lo que no, hasta el más mínimo
detalle de la vida, y sin ofrecer más argumentos que los que derivan de alguna tradición
acríticamente interpretada, o los que convienen a los poderes y modas de turno –eso que ha
venido a llamarse “lo políticamente correcto”. Existe una alternativa clara a la moralina: consiste
en proporcionar a las personas las herramientas necesarias para pensar por sí mismas en
cuestiones morales, confiando en que con ello sabrán hacer frente a tales cuestiones de la manera
más acertada posible. La reflexión filosófica puede prestar un servicio de estímulo al pensamiento
crítico, creativo y solidario de quienes la practican, para favorecer que finalmente cada cual, en
conciencia, pensando por sí mismo, encuentre la decisión moralmente correcta, y con ello se forje
un buen carácter y encamine su propia vida hacia el logro de una vida plena, que es la meta última
que se supone que todos perseguimos mientras estamos en este mundo.
La ética bien entendida no pretende en absoluto dogmatizar sobre el bien y el mal del que los
seres humanos somos responsables, sino más bien elaborar y compartir algunas reflexiones
racionalmente fundamentadas que la tradición filosófica ha ido desgranando a lo largo de los
siglos, con la esperanza de que esas reflexiones tal vez puedan ayudar a las personas a aclarar sus
propios pensamientos y a orientar su comportamiento de la mejor manera posible. Esto mismo es
lo que hemos de hacer los profesres en cuanto a la educación moral de nuestros alumnos, incluso
de los más pequeños: Evitar la moralina y procurar que aprendan a pensar por sí mismos para que
sean personas razonables, sensatas, capaces de hacerse responsables de sus actos, de sus vidas
personales y del cuidado de la comunidad, tanto de la comunidad local como, en la medida de lo
posible, de la comunidad global a la que todos pertenecemos. Pero los profesores no podemos
ofrecer una educación moral de ese tipo si previamente no hemos interiorizado la actitud que
haga de nosotros un ejemplo vivo para el alumnado. Por eso es necesario que los profesores
accedan a una buena educación ética, que empiece por aclarar a qué nos estamos refiriendo.
En cambio, hay otros contextos en los que el término “ética” no es usado como sinónimo de
moral, sino de Filosofía moral (Cortina y Martínez, 1996 y Hortal, 2002): La ética es, en este
segundo sentido, una disciplina filosófica, una rama de la Filosofía, que trata de reflexionar sobre
un fenómeno humano al que llamamos la moral o la moralidad. Desde este punto de vista, la
moral es un saber “de primer orden” que orienta directamente la acción conforme a algún código
de conducta socialmente establecido. Por ejemplo, cuando nos enseñaron y cuando enseñamos a
los alumnos ciertos preceptos morales como: “no se debe matar a un ser humano, salvo en
legítima defensa”, o “es bueno ayudarse unos a otros”, o “no se debe contaminar el medio
ambiente”, o “no se debe discriminar por razones arbitrarias”, o “es un deber moral cuidar de los
padres”, o “debemos cuidar de los hijos”, etc., estamos en el terreno de la moral: un conjunto de
creencias, preceptos y prácticas acerca de lo que se considera como comportamiento
humanamente correcto en un contexto espacio-temporal determinado. Para aclarar un poco más
esta definición, veamos un ejemplo de creencia, de precepto y de práctica que tienen un
contenido moral:
Un precepto moral expresado como enunciado valorativo (a) y como enunciado imperativo (b): a)
“No está bien, no es bueno, discriminar a los alumnos por su etnia o nacionalidad”, b) “no
discrimines a los alumnos por su etnia o nacionalidad”.
Una práctica moral: “El profesor justo es el que trata a todos sus alumnos con equidad y respeto,
sin discriminaciones arbitrarias”.
En cambio, cuando nos preguntamos por qué no se debe matar ni hacer daño a capricho, o por
qué es bueno ayudarse, o por qué debemos cuidar la naturaleza, o por qué no debemos hacer
discriminaciones, o por qué hemos de cuidar a nuestros padres y a nuestros hijos, etc., entonces
estamos en el ámbito de la ética en el sentido de “Filosofía moral”, porque la respuesta a estas
preguntas nos conduce a la reflexión filosófica sobre las razones que tenemos para justificar como
buenas o malas ciertas conductas, y para proponer criterios razonados y razonables que puedan
orientar el comportamiento a cualquier ser humano. La ética es, pues, en este segundo sentido, un
saber “de segundo orden”, puesto que no pretende orientar de modo directo la acción de las
personas proponiendo preceptos concretos de comportamiento, sino que proporciona reflexiones
racionales sobre los preceptos ya conocidos para encontrar su sentido, si es que lo tienen, y desde
ahí proporcionar criterios para distinguir entre preceptos morales válidos y los que no lo son. Todo
ello desde el punto de vista de la racionalidad común de los seres humanos, de esa capacidad de
razonar que nos permite a las personas encontrar un terreno común, por encima de los gustos y
prejuicios particulares. La racionalidad es aquí entendida como una capacidad “universal” en el
sentido de que los argumentos que se pretendan racionales deben estar al alcance de la
comprensión de cualquier ser humano desarrollado como tal (sano y adulto, o al menos maduro,
aunque no sea adulto), dotado de cierto grado suficiente de capacidad intelectual.
Para aclarar un poco más cuál es el cometido de la ética como filosofía moral, veamos algunos
ejemplos de razones y criterios racionales que ofrece esta disciplina. Una razón o argumento es un
conjunto de enunciados conectados entre sí de tal modo que ofrecen un fundamento razonable
sobre la cuestión tratada, mientras que un criterio es un concepto que permite distinguir entre
dos o más tipos de realidades.
Un ejemplo de razón ética o argumento ético ofrecido por la escuela filosófica que actualmente se
conoce como ética de la virtud: “Lo que hace que tenga sentido la moralidad es que nos ayuda a
desarrollar al máximo las cualidades positivas (o virtudes) que permiten alcanzar los bienes
propios de todos y cada uno de los ámbitos de la vida, tanto en la familia, como en la amistad,
como en la profesión, como en la sociedad, de modo que la moralidad es la clave para alcanzar el
fin último de toda vida humana, que es la plenitud o realización completa, a lo largo de toda una
vida”.
Un ejemplo de criterio ético ofrecido por la escuela filosófica que se conoce como deontologismo:
“Lo que permite distinguir entre las normas morales válidas y las falsas normas con apariencia de
auténticas es el criterio de universalizabilidad. Si una norma es universalizable, es decir, prescribe
lo que debería hacer cualquier persona razonable en esa misma situación, entonces es válida. Si
una norma no es universalizable, es decir, representa más bien lo que a mí me apetece hacer, pero
no lo que debiera hacer cualquier ser humano en tal situación, entonces no es válida. Por ejemplo,
cuando pienso en la norma ‘cumple tus promesas’, comprendo que es universalizable, mientras
que su contraria (‘no cumplas tus promesas’) parece claro que no lo es, porque si nadie cumpliera
las promesas, éstas dejarían de tener sentido”.
La ética, en este segundo sentido de la palabra, es una rama de la Filosofía que reflexiona sobre
esa dimensión de la vida humana que llamamos la moralidad. El primer sentido de la palabra
“ética” vimos que era el de moral; el segundo sentido es el de “filosofía sobre la moral”.
Ya hemos visto que los términos moral y ética funcionan en la vida cotidiana como sinónimos que
se refieren a lo que podemos denominar “el código moral vigente” de una sociedad concreta. Por
ejemplo, cuando alguien afirma que tal o cual comportamiento “no es ético”, o que tal o cual
actitud “carece de ética” lo que está expresando, generalmente, es que el comportamiento
aludido no se ajusta al código moral vigente en esa sociedad particular y en ese momento histórico
determinado. En cambio, la ética como filosofía moral intenta reflexionar sobre la cuestión de qué
sentido tiene la existencia de códigos morales –¿por qué hay moral y por qué tiene que haberla?,
¿podríamos prescindir por completo de toda moral y seguir siendo humanos?–, y al responder
racionalmente a esta cuestión la filosofía moral propone criterios que permitan revisar
críticamente los diferentes códigos vigentes. El resultado puede ser, si la ética tiene éxito como
disciplina, que se pueda examinar racionalmente un código moral cualquiera y se pueda mejorar
su estructura; por ejemplo, despojándolo de tabúes obsoletos, o añadiéndole nuevos preceptos y
prácticas que se muestran como racionalmente necesarios para afrontar los retos de las nuevas
situaciones históricas. Por ejemplo, la ética de Aristóteles estuvo dedicada a revisar la mentalidad
moral de su época y a proponer razonadamente una mejora sustancial de esa misma moralidad.
Las éticas filosóficas suelen llevar apelativos tomados de sus autores –ética aristotélica, kantiana,
nietzscheana, etc.–, mientras que las morales o éticas históricas suelen llevar apelativos
geográficos –moral o ética griega, romana, judía, china, india, etc.–, o también propios de credos
religiosos particulares –moral o ética budista, cristiana, musulmana, etc. Este último caso, el de las
morales religiosas, da pie a diversos malentendidos, puesto que no siempre, como veremos, la
moral ha de aparecer necesariamente ligada a la religión, aunque de hecho ha habido siempre una
mutua influencia entre lo moral y lo religioso.
Los códigos morales concretos, vigentes en sociedades y épocas determinadas, suelen ser el
producto de una sedimentación histórica en la que intervienen las tradiciones religiosas, las
idiosincrasias locales, las influencias culturales de pueblos históricamente relacionados entre sí, los
conocimientos científicos y técnicos de la época, etc. La propia tradición filosófica ha sido uno de
los elementos que ha contribuido a configurar los códigos morales que están hoy vigentes en
diversos países. Pero la pretensión de la Filosofía Moral es mantener una perspectiva reflexiva que
permita llevar a cabo un juicio crítico acerca de cualquier código moral concreto. De ahí que el
profesional docente que quiera ser consecuente con los aspectos éticos de su profesión tendrá
que conocer bien el código moral vigente en la sociedad en la que trabaja, y al mismo tiempo ha
de ser un profesional reflexivo y crítico, capaz de cuestionar racionalmente los prejuicios,
contradicciones e hipocresías que perciba en sí mismo y en la sociedad. Porque de ese modo será
capaz de descubrir alternativas mejores en su propio comportamiento y en el de los demás, y
podrá hacer propuestas razonables para avanzar hacia una situación más justa.
Por otra parte, los códigos morales no incluyen necesariamente todo el conjunto de usos y
costumbres sociales de una sociedad determinada. Algunas costumbres se consideran ligadas a la
moral, mientras que otras son consideradas como cuestiones de buenos modales, de cortesía y
protocolo social, e incluso de mera tradición local, pero no estrictamente como asuntos éticos,
aunque generalmente tienen implicaciones éticas. Los usos y costumbres sociales pueden ser, en
algunos casos, moralmente relevantes. Por ejemplo, un profesor puede faltar a las normas
habituales del vestir al presentarse en el aula con ropa y calzado de playa, y si lo hace por
negligencia, o para molestar a alguien, o para protestar por alguna injusticia, entonces tal gesto
cobra un significado moral, pero si lo hace por accidente o por puro despiste, y pide disculpas por
ello, entonces carecería de importancia moral. En general, los usos y costumbres sociales son
asuntos de menor trascendencia para la vida social que los estrictamente morales, puesto que
normalmente no nos jugamos en ellos el acierto o el error de la vida personal ni de la convivencia
social, mientras que en los asuntos que consideramos propiamente morales nos jugamos mucho
más, tanto en la dimensión individual como en la colectiva.
• en otros casos, se trata de un saber filosófico que reflexiona sobre la moral establecida y puede
proponer cambios en ella. Modos de comportamiento que, siendo socialmente muy
importantes, no alcanzan el rango de cuestiones morales: vestidos, comidas, juegos, fiestas, ritos
de iniciación y de despedida, etc. Según el contexto, las implicaciones morales de seguir o no
seguir los usos y costumbres pueden ser nulas, leves o graves.
Suele llevar apelativos geográficos y religiosos. Suele llevar apelativos filosóficos. Suelen
llevar apelativos etnográficos.
Una vez delimitados los conceptos de moral, ética y usos sociales, podemos preguntarnos por la
relación entre éstos y la legalidad. Entendemos aquí por legalidad el sistema de normas
explícitamente establecidas por las autoridades, desde los parlamentos a los ayuntamientos,
desde las resoluciones de la ONU a los reglamentos que rigen un centro escolar. La legalidad, en
este contexto, es lo jurídicamente vigente, el conjunto de normas establecidas públicamente por
el Estado o institución que administre el poder político, tanto si se considera a tal institución como
moralmente legítima como si se trata de una tiranía de facto. La legalidad es un conjunto de
“reglas de juego” de una sociedad, que se proclaman como vinculantes para toda la población por
parte de la autoridad política –la cual cuenta con medios de coacción física para hacerlas cumplir
por la fuerza, si fuera necesario–, y que generalmente, pero no siempre, cuentan con el
asentimiento de la mayoría de la población. Las normas jurídicas, a diferencia de las normas
morales, siempre cuentan con el respaldo del aparato coercitivo del poder político. El Estado se
presenta como la institución que establece las leyes que todos los habitantes de su territorio han
de cumplir, y amenaza con diversos castigos a quienes no las cumplan. La legalidad, entonces,
puede que a veces no encaje bien con la moralidad de la persona o de la sociedad, y en esos casos
es la propia persona o pueblo quienes se sienten violentados a tener que cumplir ciertas leyes,
porque las consideren ilegítimas. Pero, en otros casos, puede que la legalidad encaje bien con la
moral vivida, pero en cambio no resista un análisis serio desde la Filosofía moral, de modo que
ésta puede proporcionar argumentos para considerar que se trata de un conjunto de leyes
injustas, o bien podría declarar que tanto el sistema jurídico, como el sistema moral, están
simultáneamente corrompidos. Estas posibilidades muestran que podemos dar un paso más en las
distinciones que se precisan para evitar malentendidos en estas cuestiones; conviene distinguir
con claridad entre estos tres ámbitos, por más que existan unas estrechas relaciones y conexiones
entre ellos:
la moral concreta o moralidad –lo que la persona y la sociedad creen de buena fe que es
moralmente correcto en un momento dado, aunque no siempre lo pongan en práctica de modo
consecuente–,
la legalidad vigente –lo que el Estado fija en cada momento como normas de obligado
cumplimiento bajo amenaza de castigo– y
la reflexión ética –lo que argumentan los filósofos en sus obras revisando la moral vivida y la
legalidad vigente.
La legalidad puede ser considerada legítima y justa desde un punto de vista ético si se atiene a
ciertos criterios que la tradición filosófica ha desarrollado con cierto detalle (véase, por ejemplo,
Martínez navarro, 1994). Históricamente ha existido y existe una gran controversia filosófica
acerca de la legalidad, acerca de lo que solemos llamar “la Ley” o “el Derecho”, es decir, el sistema
que conforman las leyes y principios legales en su conjunto. Porque, dada la gran cantidad de
abusos que han sido cometidos y todavía se cometen al amparo de las leyes, algunas personas se
preguntan si el Derecho mismo no debiera desaparecer, para dar paso a una sociedad sin leyes ni
Estado. Sin embargo, es difícil imaginar cómo podríamos prescindir del sistema jurídico y del
aparato político estatal encargado de garantizar el cumplimiento de las normas jurídicas. Puede
que la existencia de la legalidad y del Estado no sea en absoluto la expresión de una sociedad
ideal. El anarquismo es una tradición de pensamiento y de práctica política que considera muy
seriamente que el Estado debería desaparecer y que la legalidad debería quedar restringida a lo
que acordase una federación de asambleas locales soberanas. Pero aun en el caso de que
desapareciera el Estado centralista que hoy conocemos para dejar paso a una multitud de aldeas
anarquistas, lo cierto es que la distinción que estamos comentando entre moralidad, legalidad y
reflexión filosófica, seguiría siendo aplicable.
Desde el punto de vista de la persona individual, la moral y las reflexiones éticas comprometen en
conciencia, desde dentro de uno mismo, puesto que se trata de creencias, preceptos, prácticas,
criterios y argumentos que, a través de la educación y de la propia reflexión, han llegado a formar
parte de las convicciones más básicas de cada cual, tanto si nos comportamos siempre de acuerdo
con ellas como si no. Cuando nos comportamos de acuerdo con nuestras propias convicciones
morales, nos sentimos íntimamente satisfechos o en paz con nosotros mismos, mientras que el
incumplimiento nos acarrea pesar, remordimientos, sentimientos de culpa y conflictos internos,
algunos de los cuales pueden llegar a ser muy perturbadores. En cambio, la legalidad es percibida
como una serie de normas que obligan desde el exterior de la persona; salvo algunas normas que
coinciden en su contenido con la moralidad elemental, por lo general las leyes establecidas por el
Estado se aceptan como convenciones útiles para facilitar la coexistencia pacífica y productiva,
sabiendo a qué atenerse en cuestiones como el tráfico, el comercio, las relaciones laborales, los
servicios profesionales, etc. En síntesis, quien no sigue las orientaciones de su propia conciencia
moral suele padecer un sentimiento de culpa, y esta es la consecuencia estrictamente moral de su
comportamiento; la moralidad se vive como una cuestión de obligación que se impone uno a sí
mismo, con independencia de que, al mismo tiempo, exista también a menudo una obligación
impuesta desde fuera por la legalidad.
En el ejercicio de la profesión docente nos encontramos con una multitud de normas jurídicas de
distinto rango que condicionan enormemente nuestra labor: desde la Constitución hasta el
Reglamento de Régimen Interior del Centro, pasando por la Ley General de Educación y por los
decretos de la correspondiente Comunidad Autónoma en la que trabajemos, los profesores nos
encontramos con una regulación bastante exhaustiva de nuestro trabajo. Los códigos
deontológicos que promulgan los colegios profesionales son, como veremos, un caso especial de
norma, puesto que siendo formalmente normas jurídicas (en algunos casos se prevé algún tipo de
sanción colegial a quien incumpla el código deontológico), al mismo tiempo pretenden apelar a la
conciencia moral del profesional docente para que ejerza su profesión del modo más ético posible.
Pero, a pesar de esa pretensión de servir de orientación moral para los profesionales, no
perdamos de vista que la auténtica orientación moral no la proporciona ningún código
deontológico, sino la conciencia personal de cada cual, que es quien ha de analizar cada situación
vital y decidir en medio de ella qué es lo más correcto o acertado moralmente. Esta
responsabilidad no la podemos eludir. Los códigos deontológicos, las reflexiones de ética y otros
recursos semejantes, pueden ayudar a formar la conciencia moral personal, pero no nos liberan de
tener que tomar decisiones a diario, decisiones de las que somos responsables ante nosotros
mismos y ante los otros.
En esta obra vamos a argumentar que, en principio, las leyes vigentes han de ser cumplidas, salvo
que uno tenga muy serios motivos de conciencia para optar públicamente por la desobediencia
civil, con lo cual se expone a cargar consecuentemente con las sanciones y consecuencias penosas
que tal decisión lleve consigo. El caso de la objeción de conciencia es distinto al de la
desobediencia civil, porque generalmente la objeción de conciencia está reconocida como una
posibilidad legal para aquellas personas que, por razones morales y/o religiosas, no estén
dispuestas a realizar determinadas actividades que la ley permite, de modo que el objetor no
desobedece la ley, sino que se acoge a una excepción legal. No obstante, tanto la desobediencia
civil como la objeción de conciencia indican que puede existir, y a menudo existe, una tensión
entre lo que dispone la legalidad y lo que a cada persona le dicta su conciencia moral personal.
Dicha tensión, en términos generales, es saludable, puesto que la legalidad puede ir mejorando
hacia una mejor realización de los valores éticos en la medida en que las personas tengamos el
coraje suficiente como para desafiar aquellos aspectos de la legalidad vigente que nos parezcan
injustos y deshumanizadores, de manera que tal desafío provoque los cambios legislativos que
conduzcan a una situación más justa que la anterior.
Pero no todo código moral exige la adhesión a unas creencias religiosas determinadas. No tiene
fundamento el famoso dicho de Dostoievski según el cual “Si Dios no existe, todo está permitido”,
puesto que, de hecho, un gran número de personas y de sociedades humanas han podido
sobrevivir y prosperar teniendo una moral que no requiere mantener unas creencias religiosas,
pero tampoco permite todo. El caso más evidente es el de la sociedad china a lo largo de milenios:
una sociedad cuya moral tradicional apenas tiene referencia religiosa alguna (el confucianismo no
es una religión, sino más bien una filosofía social y política); esta sociedad tenía y tiene una
cosmovisión particular, en la que “la moral del honor y la buena reputación” tiene un lugar central,
pero los elementos religiosos son muy escasos, por no decir nulos.
Por otra parte, la religión es también un fenómeno plural, como lo es la moral misma. En ambos
casos, la diversidad no se manifiesta únicamente en la existencia de una variedad de religiones y
de códigos morales, sino también en la diversidad interna de puntos de vista en el seno de cada
religión y de cada código moral particulares. Por eso, el que una persona sea miembro de una
determinada religión, o que pertenezca a un grupo cultural que sostiene determinado código
moral, no es suficiente para saber qué opiniones tendrá esa persona en todos los temas o qué
comportamientos adoptará en su vida cotidiana. Esto es así por regla general. Pero también hay
casos, sobre todo aquellos en los que no se trata propiamente de la pertenencia a una religión ni a
un código moral propiamente dicho, sino de la pertenencia a alguna secta fanática, en los que se
observa una mayor facilidad para predecir las opiniones y comportamientos de quien se adhiere a
ella. Sin embargo, las sectas y el fanatismo no son un fenómeno exclusivamente religioso, puesto
que los sectarismos pueden aparecer en cualquier grupo humano con cualquier excusa ideológica.
En ese sentido, es injusto suponer que todos los creyentes del Islam son miembros de sectas
fundamentalistas violentas, o suponer que todos los nacionalistas militan en grupos sectarios
partidarios de la violencia, etc.
La ética filosófica es también un ámbito plural, de modo que, en realidad, hemos de hablar de
distintas éticas, cada una de las cuales adopta su propia y peculiar actitud ante el hecho religioso.
Así, por ejemplo, mientras que la ética aristotélica y la kantiana se muestran abiertas a la religión y
respetuosas con las creencias religiosas, la ética marxista, la nietzscheana y la sartreana adoptan
una posición explícitamente atea y beligerantemente contraria a la religión. Esto nos lleva a
reconocer que la complejidad de las relaciones entre ética y religión es bastante mayor de lo que
habitualmente se cree. De modo que no tiene mucho sentido plantear esta relación únicamente
en términos generales, sino que lo sensato es preguntarse, en cada caso, si tal o cual ética
filosófica concreta está en tal o cual relación con tal o cual religión determinada.
En este sentido, en la actualidad existen diversas éticas de gran impacto académico y social que
mantienen una actitud de respeto y apertura a las religiones, particularmente a las religiones que
manifiestan una mayor apertura al diálogo con la cultura moderna. Y viceversa, dichas religiones
se muestran abiertas a los argumentos procedentes de las principales éticas contemporáneas y
asumen como propios ciertos elementos conceptuales elaborados por los filósofos de la moral.
Algunas religiones han elaborado toda una teología moral, esto es, un discurso religioso y
filosófico a la vez, en el que se insta a los creyentes a asumir determinados esquemas de filosofía
moral como fundamentación teórica de los preceptos morales que consideran vinculados a unas
creencias religiosas concretas. De este modo, además de códigos morales vinculados a religiones
concretas, existen también algunas éticas de inspiración religiosa que intentan arropar un
determinado código religioso-moral con argumentos basados en consideraciones filosóficas y
religiosas que forman un sistema de pensamiento particular.
La “ética” como “filosofía moral” (reflexión ética, “moral pensada”) Un saber que revisa
racionalmente la moral heredada y muestra aciertos y errores a superar. Mejora continua
de la moralidad. La Filosofía, la tradición filosófica. Toda moral ha de procurar la vida
buena individual y comunitaria; toda moral ha de promover la dignidad de las personas.
Se ha dicho a menudo que la ética se ocupa de la búsqueda del bien, la religión busca el sentido y
la ciencia busca la verdad. Puede que esta afirmación sea un tanto simplista, pero hasta cierto
punto refleja una realidad: estamos ante tres dimensiones diferentes de la vida humana, y para
cada una de ellas ha aparecido un saber específico que se ocupa de un objetivo propio y distinto
de los otros dos. La dimensión ética de nuestra vida reclama un saber moral que desvele lo que es
preciso hacer para alcanzar la vida buena, incluyendo en ella la convivencia justa en la comunidad;
la dimensión religiosa reclama un saber que explique las propuestas de sentido y de esperanza
que contienen las cosmovisiones (tanto creyentes como ateas, pero cosmovisiones metafísicas en
cualquier caso); y la dimensión cognoscitiva o inquisitiva, propia de la ciencia y de la técnica ligada
a la ciencia –a menudo llamada tecnociencia–, reclama un saber sobre la naturaleza y la sociedad
que nos permita afrontar los problemas a los que nos enfrentamos en la vida cotidiana.
En principio, no tiene por qué haber conflictos entre los tres saberes mencionados si cada uno de
ellos se centra en sus tareas y objetivos propios. Pero esto no significa que funcionen como
compartimentos estancos, puesto que hay algunos puntos en los que cada uno de esos tres
saberes tiene implicaciones en los otros dos. Por ejemplo, es evidente que la ciencia no hubiera
podido producir ningún saber si los científicos no hubieran tomado en serio la práctica de valores
morales como el respeto a los colegas, la colaboración con ellos, la aceptación humilde de las
evidencias contrarias a las propias tesis, la apertura mental a las críticas razonables, la
perseverancia en la búsqueda de respuestas, etc. En otras palabras: se necesita poner en práctica
cierta ética para que pueda haber ciencia. La investigación científica no prospera sin una ética del
quehacer científico tomada en serio por quienes trabajan como investigadores.
Es obvio también que muchos resultados de la ciencia tienen consecuencias para la ética y para la
religión. Por ejemplo, los hallazgos científicos sobre el funcionamiento del organismo humano han
provocado cambios en el modo tradicional de entender las diferencias entre mujeres y varones y,
consecuentemente, han afectado a la ética de las relaciones entre los miembros de ambos sexos.
Por su parte, los hallazgos científicos en general han obligado a las religiones a reformular algunos
aspectos de la cosmovisión que proponen como verdadera, y han tenido efectos benéficos sobre
el saber religioso en general, puesto que este último, en términos generales, se reconoce ahora a
sí mismo como beneficiario de la investigación científica y permanece abierto a nuevos
descubrimientos.
Hay también numerosos ejemplos que muestran que la religión ha sido en algunos casos una
ayuda y un estímulo para el desarrollo de la ciencia, como ocurrió durante los siglos en que los
monjes preservaron el saber antiguo, y posteriormente con los estudiosos musulmanes que
introdujeron de nuevo en Europa muchas de las obras de la Grecia clásica que habían estado
perdidas. Es verdad que también hay muchos ejemplos de persecuciones “religiosas” –lo ponemos
entre comillas para indicar que a menudo lo religioso fue una excusa para ocultar intereses
políticos y económicos– contra científicos e intelectuales, pero nótese que esas persecuciones son
fruto del fanatismo, y que el fanatismo no es un fenómeno exclusivamente religioso, sino una
actitud de soberbia excluyente que se puede adoptar desde cualquier tipo de doctrina, tanto
religiosa, como filosófica, moral, política, e incluso desde la ciencia misma cuando se la adopta
como un absoluto frente a los demás saberes: Un fanatismo cientificista es tan lamentable y
peligroso como cualquier otro fanatismo.
Las relaciones entre la ciencia, la ética y la religión no están exentas de tensiones, a pesar de los
esfuerzos de Kant y de otros muchos filósofos por encontrar un espacio de entendimiento en el
que los tres saberes tengan su lugar con respeto mutuo, con autonomía y con apertura a la
colaboración. Pero sin duda esas tensiones existen y seguirán existiendo. Entre otras razones,
porque es probable que el grado de desarrollo alcanzado en cada una de estas parcelas del saber
humano sea muy dispar, y porque las personas en general no suelen tener una formación
adecuada en los tres ámbitos, y ello da lugar a que eminentes científicos sean unos ignorantes en
ética y en religión, mientras que muchos expertos en filosofía moral pueden ser legos en ciencia y
poco versados en religión, y que al mismo tiempo nos encontremos con representantes religiosos
que desgraciadamente carecen de una buena formación científica y filosófico-moral. En principio,
una buena parte de las tensiones entre estos saberes son debidas a una endémica falta de respeto
mutuo y de diálogo entre sus respectivos representantes. Porque difícilmente puede haber
acuerdo entre disciplinas diferentes si no hay previamente un conocimiento mutuo y una apertura
real a los argumentos ajenos por parte de los especialistas en tales disciplinas.
Ahora bien, ¿es deseable reducir las tensiones entre ciencia, ética y religión? ¿O resulta preferible
mantener, e incluso aumentar, esas tensiones como parte de una pugna en la que se espera que
alguna de las tres se convierta en hegemónica por derrota de las otras dos? La respuesta a estas
preguntas ha de ser matizada. Por una parte, no es deseable reducir las tensiones entre esos tres
ámbitos del saber humano a costa de imponer por la fuerza un modelo armonizador, por muy
razonable que este fuese desde el punto de vista de sus proponentes. Porque cualquier imposición
por la fuerza en un ámbito en el que deberían prevalecer los mejores argumentos, está condenada
al fracaso. Lo cual nos lleva a mantener la opción por lo que podríamos llamar “una pugna
civilizada”, esto es, que cada uno de los tres saberes trate de mantener su independencia frente a
los otros dos, aceptando que las tensiones entre ellos son inevitables, y que al mismo tiempo se
promuevan foros de diálogo serio y realmente interdisciplinar, en los que sea posible el
acercamiento mutuo a través de la deliberación pública y abierta sobre cuestiones de interés
compartido.
Por otra parte, no es deseable aumentar en exceso tales tensiones alimentando la errónea idea de
que sólo uno de los tres saberes es necesario y que los otros dos son un estorbo. Cierta rivalidad
es saludable, pero deja de serlo cuando se pretende la desaparición del rival o su completa
sumisión a un “vencedor”. El juego es interesante mientras haya juego, esto es, cuando un día
cierto equipo gana un partido, otro día gana otro equipo, otro día hay empate, etc. Pero deja de
ser interesante cuando no hay más que un equipo porque se decreta la desaparición de todos los
demás.
Lo deseable es que las relaciones entre ciencia, ética y religión se normalicen en el seno de una
sociedad pluralista en la que se garantice de veras la libertad de expresión y la posibilidad de ganar
seguidores. Si realmente se respeta el derecho a expresarse libremente de todos los ciudadanos,
tanto si son científicos, como si ofician de filósofos morales, como si se expresan como creyentes
de las distintas religiones, entonces el pluralismo se mantiene y de ese modo se da una
oportunidad a la deliberación pública por parte de las gentes que reciben los diversos mensajes
que emiten los diferentes colectivos sociales. Y la deliberación pública es el procedimiento clave
para avanzar hacia una democracia en la que la toma de decisiones políticas no sea fruto de una
simple suma de preferencias subjetivas, sino más bien el resultado de un acercamiento de
posturas a través de un diálogo serio y respetuoso, de modo que tales decisiones se acerquen lo
más posible a la justicia.
En los años cincuenta y sesenta del siglo XX, coincidiendo con la Guerra Fría y con los procesos de
descolonización en áfrica y en Asia, se inició una amplia reflexión ética en torno a los problemas
morales del hambre y el subdesarrollo de los pueblos, la falta de equidad en el reparto de la
riqueza mundial y la necesidad de una nueva moral en las relaciones internacionales.
Desde finales de los años sesenta y principios de los setenta, aparecen diversas obras de ética
dedicadas a revisar la moralidad vigente en Occidente en cuestiones como la relación médico-
paciente, la moralidad de los negocios y de los partidos políticos, la moral profesional de los
periodistas y de las empresas de comunicación, etc. Al mismo tiempo, aparecen los primeros
comités de ética en instituciones como hospitales y centros de investigación; en tales comités
participan especialistas de áreas muy diversas y también ciudadanos “legos” (no expertos) en
representación de la comunidad local. Esta composición multidisciplinar, y abierta a los usuarios,
marcará decisivamente la orientación de las éticas aplicadas, como veremos.
A partir de los años ochenta del pasado siglo, hasta el presente, la bibliografía sobre ética de las
diversas profesiones y actividades humanas se ha multiplicado exponencialmente, en especial en
la bioética (que abarca las cuestiones de ética de las profesiones sanitarias y las de investigación
biomédica), en la ética del medio ambiente y del trato a los animales y en la ética empresarial o
ética de los negocios. También han aparecido en este periodo las primeras monografías sobre el
concepto mismo de “ética aplicada”, en las que se revisan críticamente los fundamentos
filosóficos y los métodos que deberían adoptar las diversas éticas aplicadas, así como la primera
Enciclopedia de Ética Aplicada (CHadwiCk, 1998). En ese contexto aparecen algunos trabajos sobre
ética aplicada a la educación y ética profesional de los profesores.
Ahora bien, el proceso que acabamos de describir no significa que antes de la aparición de las
modernas éticas aplicadas no hubiera una reflexión ética en el seno de cada profesión.
Naturalmente, mucho antes de que aparecieran las actuales éticas aplicadas ya existía una ética
profesional en la mayoría de actividades humanas, a menudo presentada como “ética especial”
(frente a la “ética general”, encargada de reflexionar sobre la vida humana en su conjunto) o
también como “deontología” o listado de deberes específicos. El caso más conocido es el de la
medicina, que desde los tiempos de Hipócrates hasta nuestros días, siempre mantuvo una viva
preocupación por la moralidad de la profesión médica.
También la ética profesional de los profesores ha tenido su propia historia anterior a la aparición
de las éticas aplicadas, pero casi siempre entremezclada con las teorías generales de la educación.
Lo que interesa destacar en este momento es que tales deontologías (tratados sobre los deberes),
tradicionalmente elaboradas en cada profesión, difieren de las actuales “éticas aplicadas” en un
aspecto fundamental: estas últimas son el resultado de una reflexión interdisciplinar en la que no
solo participan los profesionales del ámbito que se trate, sino también filósofos y otros
especialistas, además de ciudadanos no especializados que aportan su punto de vista sobre cómo
debe prestarse el servicio correspondiente desde la perspectiva del usuario o destinatario.
Veamos con más detalle la diferencia comparando la noción de “deontología de los profesores”
con el concepto de “ética profesional de los profesores como ética aplicada”.
Una “deontología de los profesores”, como hemos dicho, sería un documento sobre los deberes
profesionales de los profesores. Dicho documento suele ser elaborado de dos maneras: o bien 1)
por obra de los profesores mismos a través de un proceso deliberativo, en comisiones y asambleas
de alguna asociación, sindicato o colegio profesional; o bien 2) por encargo a expertos en Derecho
y en Filosofía que redactan unas orientaciones éticas, a petición de un determinado gremio
profesional, para prescribir normas de conducta a dicho gremio inspirándose en los principios
generales de una determinada teoría ética (la preferida por los expertos escogidos).
En el primer caso, la deontología tendría como núcleo un código deontológico, encargado de fijar
normas y sanciones, además de procedimientos para hacer efectivas tales sanciones. En este
primer sentido, una deontología profesional y su correspondiente código deontológico se
aproximan más al derecho que a la ética, puesto que la existencia de esas normas deontológicas
positivadas en un código y de autoridades encargadas de hacerlas cumplir (generalmente una
comisión deontológica de la asociación o colegio profesional) son características del ámbito
jurídico, aunque ello no impide que los profesionales puedan asumir en conciencia esa
deontología y ponerla en práctica desde un punto de vista moral, además de tenerla en cuenta
como normativa jurídica.
En cualquiera de los dos casos, la deontología profesional difiere de lo que aquí vamos a entender
por “ética aplicada”, porque esta última pretende ser el resultado de una deliberación más amplia
y abierta, que además de tener en cuenta la experiencia profesional plasmada en códigos
deontológicos y las propuestas filosóficas elaboradas por representantes de las principales teorías
éticas, sea capaz de integrar las expectativas legítimas de otras profesiones y sectores sociales, con
especial referencia a las exigencias y demandas legítimas de los beneficiarios directos de la
profesión, que en el caso de la enseñanza son los alumnos y sus padres.
En consecuencia, una “ética profesional de los profesores”, entendida como “ética aplicada”, no es
solo una deontología de la docencia, aunque puede y debe tener en cuenta las aportaciones
relevantes que proceden de las diversas deontologías del profesorado que hasta el momento han
sido elaboradas. Una ética profesional de los profesores como ética aplicada, que es el enfoque
que nos parece más acertado para elaborar la presente propuesta de ética de la docencia, es un
discurso racionalmente elaborado desde un enfoque interdisciplinar que tiene en cuenta las
aportaciones relevantes provenientes de los profesionales de la educación, de otros profesionales
afectados, de los padres, de los alumnos, de la sociedad en su conjunto y de las diversas teorías
éticas que han reflexionado sobre la profesión docente.
Como veremos, la ética profesional de los profesores puede ser entendida de tal modo que no sea
necesario excluir de su discurso ciertos argumentos o ideas por el simple hecho de que proceden
de sectores ajenos al propio profesorado o de escuelas filosóficas distintas, que en general se
consideran rivales entre sí. Porque no tiene sentido, a estas alturas de la historia en que nos
encontramos, seguir creyendo que todo lo que debe saberse sobre ética de los profesores debe
proceder de lo que piensan los profesionales docentes, ni tampoco tiene sentido creer que solo
una de las teorías éticas es completamente verdadera y que sus rivales no pueden aportar nada.
Parece que ha llegado el momento histórico en que seamos capaces de integrar lo mejor de cada
punto de vista en un discurso lo más coherente posible y abierto permanentemente a la revisión
crítica. De lo contrario, nos perderemos inútilmente en discusiones gremiales y partidistas,
dejando sin atender los problemas concretos y acuciantes, cuando en realidad, ese debería ser
nuestro principal objetivo, si no queremos comportarnos como estúpidos.
• Un saber aprendido desde la niñez por toda persona para orientar el comportamiento conforme
a las expectativas mutuas. • Un saber que orienta la acción de modo inmediato con mandatos,
valoraciones, consejos y otros preceptos. • Evoluciona a través de las circunstancias históricas que
provocan cambios culturales. • Un saber especializado que reflexiona sobre la moral vigente
para revisar racionalmente sus contenidos. • Un saber que orienta la acción de modo mediato,
remoto, desarrollando argumentos, proponiendo criterios y principios generales. • Evoluciona a
través de la investigación y el debate entre filósofos.
Ética aplicada: • Un saber interdisciplinar que surge de la colaboración entre los profesionales de
cada ámbito y los afectados, con asesoría de filósofos y expertos. Se nutre de la moral cotidiana y
de la filosofía moral. • Orienta la acción de modo mediato (proponiendo criterios y principios
generales) y también de modo inmediato (proponiendo normas concretas y consejos para casos
concretos). • Evoluciona a través de la deliberación llevada a cabo en comités éticos y otros
espacios de trabajo interdisciplinar.
¿Por qué abunda tanto la creencia de que en cuestiones de ética todo es subjetivo, relativo y
dudable? ¿Realmente en cuestiones éticas es todo tan inseguro o existe, por el contrario, algún
margen para alcanzar la objetividad?
¿En qué consiste lo que Ortega y Gasset llamó “la moralina” y cuál es la opción alternativa a
semejante práctica por parte de los filósofos competentes?
¿De qué modo puede ayudar la reflexión filosófica a las personas que la practiquen?
¿Cuál es el significado de los términos “ética” y “moral” cuando funcionan como sinónimos?
¿Cuál es el significado de los términos “ética” y “moral” cuando no funcionan como sinónimos?
¿En qué sentido decimos que la Ética, entendida como Filosofía moral, es un saber de segundo
orden? ¿En qué se diferencia de un saber de primer orden?
¿En qué consiste ese punto de vista “racional” que pretende adoptar la Ética o Filosofía moral
cuando elabora argumentos y establece criterios?
¿Cuáles son las tres tareas principales de la Ética como Filosofía moral?
¿Cómo se forma la mentalidad moral de una persona y de una sociedad? ¿Qué factores
intervienen en la fijación de sus contenidos?
Explica en qué consisten los usos y costumbres sociales y en qué medida tienen relación con la
moralidad.
Distingue entre la moralidad, la legalidad vigente y la reflexión ética sobre las dos primeras, de
modo que se observe con claridad cuál es el punto de vista que corresponde a cada uno de esos
ámbitos. ¿A cuál de ellos corresponde aclarar si una determinada ley es justa o injusta?
¿En qué sentido se dice que la auténtica orientación moral procede de la propia conciencia
personal, y no de las normas y preceptos que formula la tradición y confirman las reflexiones
éticas?
Explica las diferencias entre la moral y la religión. ¿En qué sentido se puede decir que la moral ha
recibido un impulso positivo por parte de algunas religiones?
Comenta la opinión del personaje de una novela de Dostoievski según el cual “Si Dios no existe,
todo está permitido”. ¿Es absolutamente necesaria la creencia en Dios para que tengan sentido los
preceptos morales? Razona la respuesta.
¿A qué necesidades humanas responde la existencia de la tecnociencia? ¿Se trata de las mismas
necesidades a las que responde la existencia de la moral y de la religión?
¿Es necesaria la ética para que pueda haber ciencia? ¿Por qué?
¿En qué podría consistir una pugna civilizada y unas relaciones normalizadas entre ciencia, religión
y ética?
¿Cuáles son las principales opciones que pueden presentarse respecto a la elaboración de una
deontología profesional?
¿Cuál es la diferencia entre la deontología profesional y el enfoque de ética profesional como ética
aplicada? ¿En qué sentido puede resultar preferible el segundo enfoque frente al primero?
“El hombre es la única criatura que ha de ser educada. Entendiendo por educación los cuidados
(sustento, manutención), la disciplina y la instrucción, juntamente con la formación. Según esto, el
hombre es niño pequeño, educando y estudiante.
Tan pronto como los animales sienten sus fuerzas, las emplean regularmente, de modo que no les
sean perjudiciales. Es admirable, por ejemplo, ver las golondrinas pequeñas, que, apenas salidas
del huevo y ciegas aún, saben, sin embargo, hacer que sus excrementos caigan fuera del nido. Los
animales, pues, no necesitan cuidado alguno; a lo sumo, envoltura, calor y guía, o una cierta
protección. Sin duda, la mayor parte necesitan que se les alimente, pero ningún otro cuidado. Se
entiende por cuidado (Wartung), las precauciones de los padres para que los niños no hagan un
uso perjudicial de sus fuerzas. Si un animal, por ejemplo, gritara al nacer, como hacen los niños,
sería infaliblemente presa de los lobos y otros animales salvajes, atraídos por sus gritos.
La disciplina convierte la animalidad en humanidad. Un animal lo es ya todo por su instinto; una
razón extraña le ha provisto de todo. Pero el hombre necesita una razón propia; no tiene ningún
instinto, y ha de construirse él mismo el plan de su conducta. Pero como no está en disposición de
hacérselo inmediatamente, sino que viene inculto al mundo, se lo tienen que construir los demás.
El género humano debe sacar poco a poco de sí mismo, por su propio esfuerzo, todas las
disposiciones naturales de la humanidad. Una generación educa a la otra. El estado primitivo
puede imaginarse en la incultura o en un grado de perfecta civilización. Aun admitiendo este
último como anterior y primitivo, el hombre ha tenido que volverse salvaje y caer en la barbarie.
La disciplina impide que el hombre, llevado por sus impulsos animales, se aparte de su destino, de
la humanidad. Tiene que sujetarle, por ejemplo, para que no se encamine, salvaje y aturdido, a los
peligros. Así, pues, la disciplina es meramente negativa, esto es, la acción por la que se borra al
hombre la animalidad; la instrucción, por el contrario, es la parte positiva de la educación.
La barbarie es la independencia respecto de las leyes. La disciplina somete al hombre a las leyes de
la humanidad y comienza a hacerle sentir su coacción. Pero esto ha de realizarse temprano. Así,
por ejemplo, se envían al principio los niños a la escuela, no ya con la intención de que aprendan
algo, sino con la de habituarles a permanecer tranquilos y a observar puntualmente lo que se les
ordena, para que más adelante no se dejen dominar por sus caprichos momentáneos”.
¿De qué modo entiende la educación el autor en este texto? ¿Qué función desempeña la
educación en la vida humana, según el autor?
¿Qué diferencias ve el autor entre la animalidad y la humanidad? ¿Es acertado este contraste
entre ambos aspectos de la condición humana? ¿Por qué?
Lo que llamamos moralidad ¿forma parte de nuestra animalidad o de nuestra humanidad? ¿Dónde
lo sitúa el autor?
Explica cómo entiende el autor los conceptos de cuidado, disciplina, instrucción y barbarie. Razona
si es acertado o no ese modo de entender tales términos.