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Tema 62

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TEMA 62.

EL POSITIVISMO Y EL AVANCE CIENTÍFICO


DEL SIGLO XIX

Esquema del tema

1. Introducción.

2. El «protopositivismo» francés anterior a Comte.

3. El positivismo clásico.

4. Investigación de los fundamentos en física.

5. El positivismo crítico.

6. Bibliografía.
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1. Introducción.

El positivismo no consiste en un conjunto de tesis establecidas por escrito en


algún sitio, sino más bien en una determinada actitud que ha evolucionado mucho en el
tiempo. Las corrientes realmente significativas en la historia del pensamiento no pueden
«definirse» asignándoles un par de rasgos globales. Con ello lo único que se consigue es
un cliché, apto a lo sumo para manuales de divulgación. Lo que debe intentarse es
determinar la peculiar evolución histórica de la “corriente” (entendida aquí en un
sentido cuasi–literal), analizando todas las fases por las que atraviesa y las
modificaciones que sufre. Sólo así puede comprenderse algo de sus características
peculiares. Esto es válido en general, pero en especial lo es para el positivismo, pues
éste consiste más en una actitud que en un sistema. Ese será mi objetivo en esta
exposición.

Por otro lado, aquí nos limitaremos a un aspecto del positivismo que, si bien
esencial, ciertamente no es la única componente del mismo: sus relaciones con la
investigación de fundamentos en las ciencias empíricas. Una adecuada comprensión de
esta componente es sin duda decisiva con respecto a las formas del positivismo del s.
XX, por ejemplo, la del Círculo de Viena, que se han autoconsiderado
fundamentalmente como filosofías de la ciencia. Intentaremos aquí trazar la historia de
esta componente y mostrar, entre otras cosas, que los orígenes históricos de la filosofía
positivista de la ciencia deben buscarse no en el supuesto fundador del positivismo
como sistema filosófico, Auguste Comte, sino en los trabajos de investigación de
fundamentos de las ciencias empíricas (especialmente de la mecánica) emprendidos
antes y sobre todo después de Comte. Pueden distinguirse por lo menos tres grandes
fases en la evolución histórica del positivismo anterior al Círculo de Viena; un
“protopositivismo» o positivismo germinal anterior a Comte, ubicado en Francia desde
mediados del siglo XVIII, hasta la era napoleónica; el positivismo clásico de Comte y
sus discípulos, con el que está estrechamente conectado el inductivismo de John Stuart
Mill y de la mayoría de metodólogos británicos de la era victoriana; y finalmente el
positivismo crítico alemán del último tercio del siglo XIX, predecesor del positivismo
lógico del Círculo de Viena.
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A cada una de estas tres grandes fases del positivismo van asociadas
manifestaciones secundarias o corrientes «laterales», por ejemplo la de los «ideólogos»
de la Francia revolucionaria, el evolucionismo positivista de Spencer en Inglaterra y
Haeckel en Alemania a mediados del XIX y la escuela «energética» alemana de Helm y
Ostwald en la transición del XIX al XX.

Pero no queremos aquí entrar en los detalles de las diversas manifestaciones


históricas del positivismo, sino sólo trazar a grandes rasgos la historia de la germinación
y el desarrollo del positivismo en relación con los avances de la ciencia, tal y como nos
demanda el título de este tema.

2. El «protopositivismo» francés anterior a Comte.

Inicios de un modo de pensar positivista se encuentran sin lugar a dudas en los


geómetras franceses, es decir, en los físicos matemáticos del siglo XVIII, formados en
la fermentación científica y filosófica producida en Francia por la confluencia (en parte
violenta) de tres corrientes encontradas: la física newtoniana, el mecanicismo
geométrico cartesiano y el empirismo británico. Pueden distinguirse dos generaciones
sucesivas de geómetras: la formada alrededor de D'Alembert a mediados del XVIII y la
de Lagrange y Laplace poco antes de la Revolución. En el pensamiento y en la actividad
de ambas generaciones científicas pueden detectarse ya con bastante claridad los rasgos
fundamentales del positivismo posterior, por lo que no sería del todo desencaminado
considerar a D'Alembert, Turgot y Condillac como los verdaderos fundadores del
positivismo suponiendo que tenga sentido en este caso buscar «fundadores». De todos
modos, para evitar objeciones terminológicas, es preferible reservar para estos autores
precomtianos la designación de «protopositivistas».

En su historia general del positivismo retrotrae Leszek Kolakowski los orígenes


del positivismo mucho más atrás, al nominalismo de la Baja Edad Media (La filosofía
positivista, 1988, este libro es la exposición más sistemática y general que conozco de la
historia del positivismo; a pesar de ello, una laguna importante en esta obra es la escasa
consideración que se da en ella a las conexiones –a mi entender, esenciales– entre el
pensamiento positivista y el desarrollo de las ciencias naturales). Kolakowski denomina
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«positivistas» a autores como los mecanicistas del XVII (Mersenne, Gassendi) y Hume,
a quien considera, en particular, el padre del positivismo moderno.

Esta es, en mi opinión, una caracterización demasiado amplia del positivismo.


Está claro que la actitud positivista tiene importantes puntos de contacto con otras
corrientes «antimetafísicas» como el occamismo, el mecanicismo y sobre todo el
empirismo; pero no es históricamente adecuado identificarla con ellas. El positivismo
posee rasgos específicos, debidos a su contexto histórico particular, que permiten
separarlo de las corrientes mencionadas. Es una característica esencial del positivismo el
presentarse como una filosofía de las ciencias empíricas, y no meramente como una
teoría del conocimiento ordinario al estilo de los empiristas clásicos. Es una constante
en el positivismo la preocupación por la metodología científica y por los análisis
detallados de la estructura de las teorías científicas. Ahora bien, esta preocupación por
la metodología científica sólo pudo surgir a partir del momento en que se hubo
constituido una ciencia natural exacta «consciente de sí misma», es decir, consciente de
su triple autonomía con respecto a la matemática pura, a la filosofía y al conocimiento
empírico común. Esto no ocurrió hasta mediados del siglo XVIII. Baste recordar que
Newton todavía consideraba que su obra era un primer paso para resolver problemas
ontológicos, metafísicos e incluso teológicos generales, como atestigua el Scholium
Generale y sus Principia y aún más concretamente su correspondencia con Bentley. La
generación de Newton y Leibniz no habría comprendido el sentido de la distinción neta
que se hace actualmente entre «filósofos» y «científicos». D'Alembert, en cambio,
seguramente la habría aceptado. En conexión con el fenómeno histórico de la autonomía
de las ciencias, y no antes, deben buscarse los orígenes del positivismo como forma
especial de las corrientes antimetafísicas.

Dicho de otro modo, sólo a partir del momento en que el intelectual occidental
fue plenamente consciente de la existencia de la explicación científica del mundo como
algo radicalmente nuevo y distinto de los tipos anteriores de explicación (sentido
común, metafísica incluida, la metafísica materialista o mecanicista, teología) pudo
surgir la actitud «filocientífica» propia del positivismo, y su deseo de exponer ese tipo
de explicación «en su estado puro», libre de las impurezas acientifícas que todavía
contenía. En este sentido se distingue claramente el positivismo del empirismo clásico:
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este último está basado más en un análisis del conocimiento común que en una
preocupación por las ciencias exactas.

Dentro del poderoso movimiento escéptico, antirreligioso, antimetafísico,


cuasimaterialista surgido con la Enciclopedia fue configurándose gradualmente como
subforma especial la actitud protopositivista. Desde un punto de vista ideológico puede
considerarse la Enciclopedia como el efecto del influjo del empirismo británico sobre el
cartesianismo francés, con la salvedad de que los enciclopedistas mismos no querían
saber nada de los momentos espiritualistas contenidos tanto en el empirismo como en el
cartesianismo. Muchos de los enciclopedistas se inclinaban declaradamente hacia el
materialismo, que suponían «demostrado» por la física. No obstante, los primeros
positivistas se distanciaron ya conscientemente de un materialismo estricto al estilo de
Hélvétius: el materialismo era para ellos una hipótesis casi tan especulativa como el
supuesto de un mundo sobrenatural, y en cualquier caso igual de inútil para la ciencia.

Estas primeras formas de positivismo no se basaban en ningún sistema


filosófico, eran decididamente antisistemáticas. El sistema positivista surgiría tan sólo
con Comte. De todos modos, de los escritos de autores como D'Alembert, Turgot,
Condorcet, pueden entresacarse ya algunos de los aspectos básicos del positivismo
posterior:

• rechazo de cualquier pregunta por la esencia de las causas físicas;

• limitación de la tarea propia de la ciencia al establecimiento de relaciones


lógicomatemáticas entre los fenómenos;

• rechazo de toda explicación teológica, metafísica o teleológica de los


fenómenos;

• fe en el progreso continuado de la comprensión científica del mundo la única


forma válida de conocimiento.

Lo más característico de los protopositivistas del siglo XVIII es su estrecha


conexión con la investigación matemática de la naturaleza. No es una mera casualidad
que el más eminente de estos protopositivistas, D'Alembert, fuera a la vez uno de los
físicos matemáticos más importantes de su época; y más sintomático todavía es que se
dedicara particularmente a la clarificación lógica de los fundamentos de la mecánica y
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criticase enérgicamente el concepto contemporáneo de fuerza (lo cual sería también el


leitmotiv de los trabajos positivistas de más de cien años más tarde).

Un aspecto positivista posterior que, en cambio, no se halla expresado


claramente en los protopositivistas es la necesidad de configurar unitariamente todas las
ciencias según un aparato conceptual único. Los primeros en postular explícitamente
esta necesidad serían los «ideólogos», una corriente filosóficopsicológica surgida con la
Revolución Francesa como retoño de los protopositivistas anteriores. La idea de la
unificación conceptual de las ciencias (con su connotación más de exigencia éticosocial
que de realidad fáctica) resurgiría con el positivismo crítico alemán y llegaría a su
culminación con el formidable intento de la Enciclopedia de la Ciencia Unificada de los
años 1930 y 1940.

Los “ideólogos” y otros filósofos y científicos emparentados con ellos de fines


del XVIII intentaron elaborar clasificaciones unificadoras de las ciencias entonces
existentes; el punto de partida metodológico era la ordenación de las ciencias
particulares según el grado de abstracción y generalidad alcanzado. Mientras que los
protopositivistas habían extraído sus ideas metodológicas exclusivamente de la física
matemática, con el cambio de siglo van entrando en la perspectiva positivista otras
ciencias: primero la química (después de los trabajos de Lavoisier y Laplace), luego la
medicina y la fisiología (que en opinión de los «ideólogos», ya habían alcanzado el
status de ciencias maduras), finalmente también las ciencias sociales.

En realidad, se da aquí una especie de paradoja histórica: si en el


protopositivismo de los «ideólogos» aparece explícitamente la idea de la unificación de
las ciencias, es justamente porque en su época las ciencias ya habían empezado a
disgregarse de hecho; la generación de D'Alembert no sentía la necesidad de tematizar
el problema de la unificación de las ciencias, ya que el supuesto más o menos
consciente de esa generación era que, en definitiva, sólo podía haber una ciencia: la
mecánica. Con el cambio de siglo, sobre todo después de Lavoisier, este supuesto
empezó a parecer menos obvio, y las corrientes positivistas existentes por esas fechas
sintieron la necesidad de afirmarlo explícitamente.

A fines del siglo XVIII, y por iniciativa de la Convención Nacional


revolucionaria, la antigua «Escuela Central de Obras Públicas» fue rebautizada y
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transformada en la famosa «Escuela Politécnica», que había de dedicarse mucho más


intensamente a las investigaciones de ciencia pura. El alma de esta institución fue
Lagrange, y en ella se formaron la mayoría de los científicos franceses posteriores.

La creación de la «Escuela Politécnica» significa un acontecimiento decisivo


para la historia del positivismo decimonónico. Auguste Comte, cuya formación
científica provenía de esa Escuela, manifestaría repetidas veces cuán fuerte fue el
influjo ejercido sobre su pensamiento por el espíritu general que imperaba en ella.
También el conde de Saint-Simon, que en las concepciones sociales de Comte iba a
desempeñar análogo papel al que desempeñó «Escuela Politécnica» en su metodología
científica, mantuvo estrechos contactos con profesores y alumnos de la «Escuela» por
los años 1820, es decir, por la época en que Comte estudiaba allí.

3. El positivismo clásico.

Durante años fue Comte el secretario de Saint-Simon. No cabe ninguna duda de


que Saint-Simon ejerció una gran influencia en las ideas políticosociales de su joven
amigo. No está del todo claro cuáles son las doctrinas de Comte que provienen
directamente de Saint-Simon; pero la famosa «ley de los tres estadios» de la historia
humana (teológico, metafísico, positivo), que ya había sido insinuada por Turgot, fue
postulada explícitamente por Saint-Simon; Comte se limitó a desarrollarla y a tratar de
apoyarla en material histórico. También el término «positivo», como sinónimo de
«científico», aparece ya en Turgot y en Saint-Simon y la idea de la fundación de una
ciencia de la sociedad tan exacta como la física tiene su claro origen en Saint-Simon. En
cualquier caso, es indiscutible que es a Comte a quien corresponde el mérito (o
demérito) de haber fundado el positivismo como sistema filosófico y como metodología
de supuesta validez universal.

Iring Fetscher, en su introducción a su edición del Discurso sobre el espíritu


positivo (Alianza, Madrid, 1983), interpreta la empresa comtiana en su totalidad como
el intento de forjar un sistema definitivo de filosofía de la historia. La aspiración básica
de Comte era lograr una aplicación convincente del método de las ciencias naturales,
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que ya había hecho tan grandes progresos en otros campos, al dominio de la historia y
de los fenómenos sociales. Concuerdo plenamente con la interpretación de Fetscher. El
interés más genuino de Comte no estaba centrado en los fundamentos de las ciencias
naturales, sino en una ciencia de la sociedad aún por construir. El propósito de Comte
era llegar a ser para la sociología lo que Newton había sido para la mecánica y Lavoisier
para la química.

A diferencia de los protopositivistas anteriores por un lado y de los positivistas


críticos posteriores por otro, Comte no se dedicó a la investigación de fundamentos en
las ciencias naturales, a pesar de que su formación científica quizás se lo hubiera
permitido. Comte consideraba el estado de las ciencias naturales de su época, sobre todo
de la física y la química, como definitivamente maduro, y no esperaba ninguna sorpresa
por ese lado. De ahí el tono dogmático, acrítico, casi sacerdotal, con que Comte y sus
discípulos exponen las bases de las ciencias naturales, en total contraposición con las
fases anteriores y posteriores del positivismo. Esto explica también por qué el
positivismo de Comte tuvo mucha mayor significación para el desarrollo de las ciencias
sociales e incluso de la literatura, que para las ciencias naturales.

Para ser justos con Comte, no obstante, debe tenerse en cuenta que su
presentación de la metodología científica no es sólo producto de su idiosincrasia
personal, sino también reflejo de la situación general de las ciencias físicas y hasta
cierto punto también de las biológicas durante la primera mitad del siglo XIX. La mayor
parte de las ciencias naturales, sobre todo en Francia, se hallaban inmersas por la época
de Comte en un estadio que, siguiendo la terminología de Thomas Kuhn, podríamos
caracterizar de «ciencia normal»: es decir, no se ponían en cuestión los fundamentos de
las teorías científicas establecidas, se elaboraban primordialmente los detalles técnicos
de las mismas y la imagen general de la empresa científica era la de un progreso lineal
«paso a paso». Esta imagen de la ciencia era probablemente la que imperaba en la
«Escuela Politécnica» y la que recibió Comte en sus años de estudiante.

Sea como fuere, la filosofía de Comte nos interesa en el contexto presente de la


relación entre positivismo y desarrollo científico sólo en la medida en que representa
una forma bien delineada del cientificismo moderno. Según Comte, todo desarrollo en
la sociedad humana depende en última instancia del desarrollo científico. La historia de
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la ciencia es el núcleo de la historia general de la especie humana. No puede


comprenderse bien el sentido de la historia universal si antes no se ha clarificado la
evolución de las formas de conocimiento empírico.

Esta evolución sigue tres estadios: el teológico, el metafísico y el positivo. Toda


ciencia, y por tanto también toda sociedad, debe atravesar estos tres estadios. Las
diferencias entre los estadios vienen determinadas por el modo diverso como el hombre
concibe el mundo. En el estadio teológico, el hombre intenta explicar los fenómenos
naturales suponiéndolos efecto de la voluntad de espíritus o fuerzas sobrenaturales. En
el estadio metafísico se interpretan los fenómenos como efectos de fuerzas o entidades
abstractas, ya no más personificadas. En el estadio positivo, que es el de una ciencia o
de una sociedad maduras, se describen y predicen con toda exactitud los fenómenos
mediante leyes naturales sin buscar explicaciones casuales «tras» los fenómenos; las
leyes naturales son el producto exclusivamente de la observación y de la reflexión
racional.

El verdadero objetivo de las ciencias no es buscar las causas ocultas de los


fenómenos, sino sólo describirlos sistemáticamente, para poder hacer buenas
predicciones. Las predicciones nos permiten actuar sobre la naturaleza; con ello se
promueve el progreso tecnológico, la base de todo progreso humano.

La ley de los tres estadios la complementó Comte con otra ley general acerca de
la ordenación dinámica de las ciencias: la no menos famosa «ley enciclopédica», que
fija un orden temporal en las ciencias según la complejidad de su objeto. La primera
ciencia empírica que ha llegado al estadio positivo es aquella cuyo objeto muestra una
estructura máximamente simple y regular: la astronomía. Después de ella vienen, por
orden, la física, la química, la fisiología o biología y la sociología.

La posición que ocupa la matemática en este esquema no es del todo clara. En su


Discurso pone Comte la matemática en la cúspide, antes de la astronomía. En el Curso
de filosofía positiva (Barcelona, 2002) afirma, en cambio, que la matemática debe
ocupar un lugar especial en el esquema, puesto que no es una ciencia entre otras, sino el
lenguaje conceptual de todas ellas. La matemática no es una parte de la ciencia, sino su
fundamento conceptual. Esta segunda concepción de la matemática está más de acuerdo
con nuestro punto de vista actual; curiosamente, no obstante y esto obedece a una
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confusión conceptual de la época, entiende Comte por matemática no sólo la aritmética,


el cálculo y la geometría, sino también la llamada «mecánica racional», es decir, los
Principia de Newton, a pesar de que él era consciente del carácter empírico, no
apriórico de la mecánica.

La ley enciclopédica consiste resumidamente en la afirmación de que el


desarrollo de cada una de las ciencias depende del estado en que se halle coetáneamente
la ciencia que la precede en la lista. No puede haber, por ejemplo, buena física sin una
astronomía madura, ni buena biología sin una química constituida. A pesar de ello, cada
una de las ciencias tiene su propia metodología autónoma, puesto que su objeto es
también distinto del de las demás. Aquí vemos hasta qué punto las concepciones de
Comte reflejan la situación de las ciencias en su época; poco antes de Comte se había
inaugurado definitivamente la época de la especialización científica: los científicos ya
no eran “sabios universales” que aspirasen a una comprensión global del universo, sino
profesionales satisfechos con el estudio detallado de una parcela de la realidad, cada vez
más impermeables a lo que pudieran hacer o decir los profesionales de otras parcelas, en
la medida en que no tuviera un interés inmediato para su propio campo.

Con su doctrina de que cada ciencia tiene su propio método y objeto, Comte
simplemente describió en un marco conceptual general lo que los científicos de su
época ya sentían. Y esta doctrina, lo mismo que todas sus sutiles y rígidas
clasificaciones en estadios y subestadios, ciencias y subciencias, es uno de los puntos
que le separa más abiertamente de los protopositívistas anteriores y sobre todo de los
positivistas críticos posteriores.

Otro punto de divergencia consiste en la interpretación comtiana de las leyes


naturales. Comte, y aún más decididamente su discípulo Pierre Laffitte, sostenían que
las leyes básicas de una ciencia ya madura no pueden ponerse en cuestión. Deben ser
consideradas inmodificables, de lo contrario resulta imposible el progreso científico.
Nuevamente tenemos aquí un reflejo de la autocomprensión de la «ciencia normal» de
la época. En el lenguaje de Kuhn podríamos decir: para Comte era inconcebible un
progreso científico revolucionario; el progreso para él sólo podía consistir en un
desarrollo lineal dentro de los cauces prefijados por los paradigmas de la ciencia
normal. El lema comtiano «orden y progreso» no sólo debía aplicarse a la organización
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social, sino también a la ética científica. Esto era sólo la expresión filosófica de la
actitud más o menos subconsciente de la mayoría de los científicos, particularmente de
los físicos y químicos, durante la primera mitad del XIX.

Nada de todo esto, ni el sistematismo filosófico, ni la clasificación enciclopédica


de las ciencias, ni el supuesto de la validez incontrovertible de las leyes generales, ni el
ingenuo progresismo científico, se encontrarán en la corriente de fines de siglo que
hemos denominado “positivismo crítico”.

La aversión a todo sistema filosófico, incluido un sistema de corte positivista, y


la sospecha de que los fundamentos de la ciencia son mucho más dudosos de lo que se
quiere admitir, características que ya se insinúan en algunos protopositivistas del XVIII,
resurgirán con renovada fuerza en los positivistas críticos alemanes del último tercio del
XIX, sobre todo en su portavoz más eminente, Ernst Mach. En este sentido tienen los
positivistas críticos más rasgos en común con la generación de D'Alembert que con la
de Comte. Es notable la poca consideración que sentían Mach y Avenarius, por
ejemplo, hacia la escuela de Comte o la de Mill y Spencer. En toda la obra de Mach sólo
se cita a Comte en una ocasión, y lo hace con un comentario negativo.

Los positivistas críticos no creían que los fundamentos de la ciencia fueran


intocables, ni les interesaban las clasificaciones escolásticas de las ramas científicas
existentes. Creían, por el contrario, que ni los fundamentos ni las divisiones académicas
existentes eran adecuados. En la admisión incondicional de la ciencia en su estado
presente veían una nueva forma de dogmatismo y una nueva metafísica. Su programa
era el de una reconstrucción crítica y unificada del conocimiento empírico. Crítica en el
sentido de eliminar toda oscuridad metafísica de la ciencia, unificada en el sentido de
considerar que la base del conocimiento empírico debe ser común a todas las ramas
científicas. Combatir la metafísica seguía siendo su objetivo, al igual que en Comte,
sólo que ellos veían la metafísica allí donde Comte no la suponía: en los fundamentos
de la ciencia misma, y en particular en la ciencia aparentemente más «madura», la
mecánica.
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4. Investigación de los fundamentos en física

Como todo fenómeno histórico importante, esta nueva actitud hacia la ciencia no
surgió de un modo casual. Tiene sus premisas históricas en la propia evolución de la
ciencia decimonónica, particularmente de la física y de la fisiología de los sentidos.
Creo que el punto de inflexión hacia la nueva actitud científícofilosófica puede fecharse
alrededor de 1860. Determinar exactamente las causas del cambio es una tarea difícil,
que requeriría mucho tiempo. Aquí sólo podemos intentar un bosquejo a grandes rasgos
de la situación histórica.

El cambio de actitud científica queda caracterizado esencialmente por una nueva


consideración de la mecánica newtoniana. Esta ya no se ve como algo absolutamente
seguro y firme; sus conceptos básicos, espacio y tiempo, masa y fuerza, dejan de ser
considerados como nociones evidentes.

Puede que este escepticismo creciente con respecto a la supuesta evidencia y


validez universal de la mecánica tuviera su origen en la constitución entre 1850 y 1865
de una nueva rama de la física, la termodinámica fenomenológica, cuyos principios y
conceptos fundamentales aparecían como totalmente ajenos al aparato conceptual
newtoniano espacio-tiempo-masa-fuerza. También el creciente malestar ante la
incapacidad de dar una formulación estrictamente mecánica a los resultados obtenidos
en el electromagnetismo puede haber contribuido a hacer tambalear la fe en los
fundamentos de la mecánica.

Pero no se trata aquí de lanzar hipótesis históricas, sino de constatar


simplemente el hecho de que a principios del último tercio del XIX una serie de grandes
físicos, en su mayoría alemanes, empezaron a ocuparse sistemáticamente de los
fundamentos conceptuales y epistemológicos de la mecánica. Creo que los trabajos más
significativos en este sentido son los de Helmholtz, Kirchhoff, Mach y Hertz, por orden
cronológico.

A excepción de Mach, no puede calificarse a estos investigadores de


«positivistas» sin más; no obstante, sus trabajos en la investigación de fundamentos
fueron decisivos para el surgimiento del positivismo crítico alemán, y su ideario
metodológico (sobre todo en el caso de Kirchhoff y Hertz) se hallaba muy próximo al
del positivismo o estaba condicionado por él.
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De Helmholtz a Hertz puede observarse una inclinación creciente a tratar los


fundamentos de la mecánica con una actitud críticopositivista. En todos estos autores
hallamos puntos de vista de tono claramente positivista: una actitud negativa hacia los
conceptos de fuerza y de causa física; la admisión de la necesidad de lograr una
unificación lógica de las diversas ciencias; la tesis de que sólo los hechos directamente
observables son de fiar; el rechazo decidido de cualquier forma de metafísica; la
acentuación del valor prácticobiológico de la ciencia; la tarea primordial de la ciencia
no es explicar los fenómenos, sino describirlos con la máxima precisión posible para
hacer predicciones que nos permitan actuar en consecuencia.

Ya en Helmholtz, el menos positivista de los autores mencionados, encontramos


una preocupación constante por el problema de una unificación real de las ciencias.
Helmholtz fundaba su esperanza de realizar esta empresa en las nuevas investigaciones
que se estaban llevando a cabo a mediados de siglo justamente en la fisiología de los
sentidos esperanza que resurgirá en Mach y mucho más tarde en La construcción lógia
del mundo (UNAM, 1988) de Carnap, y a las que el propio Helmholtz contribuyó en
gran medida.

En una conferencia con el característico título «Sobre la relación de las ciencias


naturales con la totalidad de la ciencia», en 1862, lamentaba Helmhotz la disgregación
de las ciencias particulares, que ya en su época era cada vez más acusada. Consideraba
de necesidad imperiosa el establecimiento de conexiones lógicas entre las diversas
ciencias, tanto por razones internas («para promover mejores resultados en la labor
científica»), como por razones externas («para mantener un equilibrio sano entre las
fuerzas espirituales»). Dado que las ciencias habían crecido tanto en extensión, el
establecimiento de la conexión requerida no podía lograrse de una manera directa, sino
buscando una base profunda y común que sistematizase todo el conocimiento científico.

Helmholtz veía claramente la dificultad de semejante empresa, y al revés de


muchos de sus contemporáneos, no creía que esa base pudiera hallarse en la mecánica
en su forma presente; más bien la buscaba en una especie de «protofísica fisiológica».
Ya en Helmhotz aparece claramente el escepticismo con respecto a la mecánica, que
luego será un componente esencial del positivismo crítico. Le parecía muy dudoso el
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valor de las explicaciones mecánicas de fenómenos no-mecánicos (electromagnetismo,


fenómenos térmicos), que era el objetivo básico de la mayoría de científicos de la época.

Tampoco Gustav Kirchhoff se sentía satisfecho alrededor de 1875 con las


pretensiones de la mecánica de explicar todos los fenómenos naturales. Todavía en 1865
se adhería a la concepción de Laplace, según la cual el objetivo de la mecánica es
buscar en todas partes las fuerzas que expliquen casualmente los movimientos y
cambios de los sistemas físicos. Once años más tarde había cambiado totalmente de
opinión, sobre todo porque el concepto de fuerza le parecía sospechoso. Y afirmó en el
Prólogo a sus Lecciones sobre mecánica la tarea propia de la Mecánica era la de
describir los movimientos que ocurren en la naturaleza, y describirlos del modo más
completo y más simple posible. Según Kirchhoff, pues, el objetivo propio de la
mecánica no es la explicación de los movimientos, sino sólo su descripción exacta.
Dicho de otro modo, el acento no se pone en la explicación dinámica del universo
(determinación de fuerzas), sino en su descripción cinemática (determinación de
relaciones espaciotemporales).

Casi simultáneamente con Mach y Avenarius (éste último en La Filosofía como


el pensar del mundo de acuerdo con el principio del menor gasto de energía, Buenos
Aires, 1947) propone Kirchhoff también un principio de economía conceptual destinado
a justificar el aparato conceptual de la ciencia. Según este principio, cuanto más simple
sea la forma de las leyes físicas, más aptas serán ellas para lograr descripciones y
predicciones controlables. Las consideraciones de simplicidad justifican la introducción
de conceptos «abstractos» como el de fuerza.

Tales conceptos pueden introducirse en la mecánica en calidad de cómodas


abreviaciones, pero sólo en la medida en que se esté seguro de que pueden reducirse en
principio a los conceptos empíricos básicos de espacio, tiempo y materia. En
consecuencia, Kirchhoff da un paso audaz para su época: define la fuerza simplemente
como el producto de la masa por la aceleración; convierte por tanto el segundo principio
de Newton en una mera tautología.

Por esta época sostenía ya Ernst Mach las mismas opiniones con respecto a los
fundamentos de la mecánica. Sólo que Mach era más radical que Kirchhoff (y también
más ignorado por el mundo académico). Ya en 1868, ocho años antes de la definición
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de fuerza propuesta por Kirchhoff, había dado un paso más en el «reduccionismo


cinemático»: en su artículo «Sobre la definición de la masa» (aparecido en el
Repertorium der Experimentalphisik», una especie de revista general de física) rechaza
Mach el concepto de masa como concepto básico (primitivo) de una formulación
adecuada de la mecánica; la masa es reducible a magnitudes directamente observables, a
saber, las aceleraciones relativas a dos cuerpos en proximidad espacial. La propuesta de
Mach trata de reconstruir la mecánica en un sentido claramente positivista: para la
determinación conceptual de los fenómenos mecánicos sólo se admiten en principio
nociones espacio-temporales, pues sólo éstas son asequibles a la observación directa;
todos los demás conceptos de la mecánica, incluidos masa y fuerza, deben ser
reducibles a nociones cinemáticas, de lo contrario son «oscuridades metafísicas».

Las propuestas de Mach fueron ignoradas durante largos años. Sólo después de
que una autoridad como Kirchhoff hubo allanado el camino, empezaron a ser tomadas
en consideración, particularmente después de la publicación de la Mecánica del propio
Mach, en 1883. En esta obra afirma Mach una vez más la definibilidad cinemática de
masa y fuerza, y critica a fondo los conceptos newtonianos de espacio y tiempo
absolutos, que para él eran puras fantasías metafísicas.

La crítica machiana de los conceptos fundamentales de la mecánica habría de


causar un profundo impacto en Einstein y preparar su camino hacia la teoría de la
relatividad restringida. El papel que jugó Mach en la génesis de este gran cambio de la
historia de la física ha sido reconocido claramente por el propio Einstein en su
Autobiografía, en la que afirma «Fue Ernst Mach quien en su Historia de la Mecánica
hizo tambalear esa fe dogmática –en la mecánica clásica–; justamente en este sentido
ejerció este libro sobre mí una profunda influencia en mi época de estudiante».

La expulsión sistemática, llevada hasta sus últimas consecuencias, del concepto


de fuerza de la mecánica fue la tarea emprendida por Heinrich Hertz en sus Principios
de la Mecánica en 1894. Hertz, que había sido discípulo de Helmholtz y de Kirchhoff,
reconoce en la Introducción de su libro que debe su concepción general de los
fundamentos de la mecánica a los trabajos de Mach.

El objetivo central de Hertz en esta obra es construir de modo riguroso y


sistemático los fundamentos de la mecánica partiendo de una base puramente empírica,
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«libre de metafísica». Espacio, tiempo y partícula o puntomasa (no masa) son en Hertz
los conceptos empíricos fundamentales. Con ellos, y sólo con ellos, formula Hertz los
axiomas de su mecánica. Fuerza y energía no figuran en la base conceptual propuesta
por Hertz.

A diferencia de los investigadores anteriores, Hertz distingue estrictamente entre


las cuestiones aprióricas (puramente matemáticas) y las empíricas (propiamente físicas)
en un tratamiento adecuado de la mecánica. Esta división estricta se refleja incluso en el
modo concreto de exposición escogido por Hertz: en la primera parte del libro se tratan
las cuestiones aprióricas y en la segunda parte, las empíricas, netamente separadas. La
necesidad de distinguir claramente entre ambos tipos de cuestiones en toda obra
científica sería más tarde uno de los requerimientos básicos del positivismo lógico. Es
sabido que las concepciones metodológicas de Hertz contribuyeron en medida
importante a la filosofía de la ciencia del Tractatus Logico-Philosophicus de
Wittgenstein (Hertz es, junto con Russell y Frege, uno de los pocos autores a quienes
Wittgenstein hizo el honor de citar en su Tractatus), y, a través de él, influyó en la
filosofía de la ciencia del Círculo de Viena. Pero éste es otro capítulo de la historia.

5. El positivismo crítico

Todos estos trabajos en los fundamentos de las ciencias, especialmente de la


mecánica, se hallan en estrecha conexión con el surgimiento de la corriente filosófica
que hemos denominado «positivismo crítico» y que, centrada en Alemania, tendría
prontas repercusiones en otros países, como Gran Bretaña y Norteamérica. Los trabajos
de fundamentos mencionados fueron en parte la premisa histórica, pero en parte
también la consecuencia de la nueva actitud filosófica. No es fácil determinar en cada
caso el orden exacto de las influencias.

También es difícil determinar exactamente cuándo surgió el positivismo crítico.


Puestos a buscar una fecha de nacimiento podría darse como tal la «definición de la
masa» de Mach en 1868 o quizás la formulación dada por Avenarius del principio de
economía epistémica en 1876. En cualquier caso, antes de la publicación del Análisis de
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las sensaciones de Mach en 1885 eran poco conocidas del público general las nuevas
ideas positivistas.

El Análisis de las sensaciones (Barcelona, 1987) fue por su peculiar carácter


(estimulante mezcla de investigaciones científicas concretas y tesis epistémico-
metodológicas generales) una obra muy leída en la época, tanto en medios estrictamente
científicos como en sectores más amplios del público. A la primera edición de 1885
siguieron seis ediciones más, allá en vida del autor (Mach murió en 1916). De entre los
filósofos coetáneos fueron sobre todo los empiriocriticistas Avenarius y Petzoldt los
más influidos por la epistemología machiana; entre los científicos de la época que se
sintieron fuertemente atraídos por Mach pueden mencionarse: William K. Clifford, Karl
Pearson (íntimo amigo de Mach, a quien está dedicado el Análisis de las sensaciones),
William James (como psicólogo, no como filósofo), Max Planck y el joven Einstein.

Las ideas de Mach acerca de los fundamentos del conocimiento humano no eran,
sin duda, completamente originales. Físicos como Helmholtz y Ewald Hering, que
también se interesaban por la psicofisiología, habían anticipado ya algunas de ellas. En
el campo estrictamente filosófico, Avenarius ya había inaugurado en 1876 muchas de
las tesis «económico-biológicas» de la nueva epistemología en su librito acerca del
Principio del mínimo esfuerzo como principio-guía de todo conocimiento positivo.
Estos y otros autores indagaban las conexiones existentes entre física y psicología, e
intentaban una solución al llamado problema psicofísico a través de una concepción
unitaria, según la cual, la base del conocimiento no debe buscarse ni en los conceptos
físicos ni en los psíquicos; antes bien, el aparente abismo entre física y psicología debe
salvarse al nivel de un substrato común más primario.

De todos modos, el Análisis de las sensaciones fue la primera obra sistemática


en este campo, la primera que planteó claramente el programa. El problema que
intentaba solucionarse, tal como aparece planteado en el Análisis, puede describirse
concisamente así: cómo hallar conceptos y leyes que sean de carácter más básico que
los de la física y la psicología, y de los cuales puedan deducirse (o «construirse») estos
últimos. El programa de Mach para solucionar este problema era el siguiente: Las
nociones y las leyes requeridas deben buscarse en el material proporcionado por nuestra
experiencia fisiológica; esto es lo único que nos viene dado de forma inmediata, y por
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sus propiedades no pertenece ni al dominio físico ni al psíquico. Los conceptos de la


física y de la psicología deben construirse matemáticamente a partir de la experiencia
sensible.

Pero el objetivo último de este programa no era sólo la clarificación de los


fundamentos de las diversas ciencias, sino su unificación. Para ello era necesario partir
de una idea clara y firme del proceso cognoscitivo en general: la idea de que el acto
cognoscitivo y su objeto son idénticos por principio, por mucho que al nivel más
complejo de las diversas ciencias parezcan divergir.

Todo conocimiento auténtico descansa sobre la experiencia sensorial, y ésta


consiste en un gran número de elementos discretos, a los que Mach llama a veces
«sensaciones». Hay que manejar el término «sensación» con cuidado: sobre todo no
entenderlo en modo pasivo, como si hubiera un «sujeto» previo a las sensaciones que
«las sintiera»; lo único que hay es ese conjunto de sensaciones.

Las sensaciones pueden agruparse según ciertas relaciones de similitud en


diversas categorías: sensaciones cromáticas, táctiles, térmicas, etc. En principio, estas
categorías no tienen nada que ver entre sí. Afortunadamente, la experiencia sensorial
está constituida de tal manera que pueden establecerse ciertas correlaciones más o
menos regulares de dependencia entre los diversos grupos de sensaciones. Esto permite
la construcción de complejos más o menos estables, los «objetos sensibles».

Según como estén estructuradas las diversas relaciones que se establezcan entre
las sensaciones, se obtendrán los diversos objetos de las ciencias particulares. En una
reconstrucción ideal de la base de la ciencia habría que representar dichas relaciones en
forma de funciones (en el sentido matemático: relaciones unívocas en uno o más de sus
argumentos) y expresar las dependencias regulares entre las sensaciones mediante tales
funciones como ecuaciones en el tiempo (el tiempo fenoménico también es para Mach
no más que un conjunto de sensaciones específicas). Se obtendrían entonces dos
grandes grupos de funciones de sensaciones, distinguibles entre sí por su forma analítica
general: la clase de las funciones de las que diríamos que constituyen objetos o procesos
físicos y la clase de las funciones de las que diríamos que constituyen procesos
psíquicos. Los objetos físicos vendrían determinados por conjuntos (de conjuntos) de
funciones físicas que satisfacen ciertas propiedades formales; análogamente se
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definirían los objetos psíquicos. Entre las funciones «físicas» y las «psíquicas» han de
establecerse también ciertas correlaciones; ésta es la tarea propia de la ciencia llamada
psicofisiología. Ulises Moulines ha desarrollado estas ideas en su libro La estructura del
mundo sensible. Barcelona, 1973, Cap. 1, especialmente.

El punto decisivo aquí es que los argumentos de todas las funciones o relaciones
consideradas son siempre sensaciones, tomadas como elementos neutrales. A partir de
ellas se constituye el mundo físico o el psíquico, según el tipo de funciones de
sensaciones que se establezcan. El desarrollo exacto de esta empresa es, según Mach, la
tarea de una epistemología científica, definida como ciencia de las funciones o
relaciones de sensaciones. Una vez constituida esta ciencia (para lo cual Mach pretende
dar los primeros pasos), se vería claramente que física, fisiología y psicología no se
distinguen entre sí por su objeto, que es siempre el mismo (conjuntos de sensaciones),
sino por el modo de ordenar y correlacionar los elementos básicos. Esta es, en
definitiva, la misma empresa, a cuya realización formal y efectiva se dedicaría Carnap
40 años más tarde en su Sintaxis lógica del mundo, con la única diferencia (aunque
esencial) de que Carnap dispondría ya de un instrumento del que Mach carecía por
completo: la lógica de los Principia Mathematica.

Este programa de reconstrucción de la totalidad del conocimiento científico


causó una gran impresión en los intelectuales de la época. Después de la publicación del
Análisis, un número creciente de filósofos, psicólogos, fisiólogos y físicos se dedicaron
a investigaciones análogas a las de Mach.

En el siglo XX, las formas de pensamiento positivista, fundamentalmente


centradas alrededor del Círculo de Viena en los años 1920 y 1930, entrarían en una
nueva fase quizás la última fase histórica del positivismo. Es indudable que el
positivismo lógico del período de entreguerras ofrece aspectos totalmente novedosos
que poco o nada tiene que ver con las corrientes anteriores y que no consisten en un
mero desarrollo de algo preexistente. Pero es asimismo indudable que muchas de las
tesis y de los puntos de vista centrales del nuevo positivismo, sobre todo por lo que
respecta a la filosofía de las ciencias empíricas, están contenidas o prefiguradas ya en
las formas anteriores, particularmente en los trabajos críticos de los físicos alemanes del
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último tercio del XIX. Sin un estudio detallado de esas formas anteriores no es posible
una comprensión plena del positivismo del siglo XX.

6. Bibliografía.

Avenarius, Richard. La Filosofía como el pensar del mundo de acuerdo con el


principio del menor gasto de energía, Buenos Aires, 1947.

Alexander, Peter. “La filosofía de la ciencia, 1850-1910”. En O´Connor. Historia


crítica de la filosofía occidental. Vol. VI. Paidós. Barcelona, 1983.

Comte, Discurso sobre el espíritu positivo. Madrid, Alianza, 1983.

- Curso de filosofía positiva. Barcelona, Folio, 2002.

Habermas, J. Conocimiento e interés. Taurus. Madrid, 1986.

Kolakowski, Leszek. La filosofía positivista. Cátedra. Madrid, 1979.

Mach, Ernst. Análisis de las sensaciones. Barcelona, Alta Fulla, 1987.

Moulines, C. Ulises. La estructura del mundo sensible. Barcelona, Ariel, 1973.

- “La génesis del positivismo en su contexto científico”, Cuadernos


Críticos de Geografía Humana, Año IV. Número: 19, Enero de 1979.

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