Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Desde El Ojo Del Pez - Pablo de Santis

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 66

Max viaja a Buenos Aires para

estudiar una carrera. Sin embargo, el


verdadero motivo que lo mueve es
buscar a Teresa, de quien está
enamorado. Al llegar, se instala en un
cuarto barato, cuya ventana le
recuerda al ojo de un pez, desde
donde observa a la ciudad.
Finalmente se anima a zambullirse en
ella, y sale a buscar trabajo. Allí
encuentra gente nueva, conoce el
amor y se sumerge en otra realidad
que no tiene mucho que ver con su
sueño, pero que, tal vez, termine
aproximándose a él.
Pablo de Santis

Desde el ojo del


pez
ePub r1.0
lenny 30.10.15
Título original: Desde el ojo del pez
Pablo de Santis, 1991
Ilustración de cubierta: Max Cachimba
Retoque de cubierta: lenny

Editor digital: lenny


ePub base r1.2
Para Lili
1
Llegué a Buenos Aires a los 17, a
punto de cumplir 18. Tengo 21. Lo que
voy a contar pasó hace tres años.
Actualmente no veo las cosas como las
veía en ese momento. No digo esto
porque ahora entienda mejor. En
absoluto. Con el tiempo uno va
comprendiendo cada vez menos de todo,
y si dejo pasar un poco más, ya no voy a
entender nada.
Al principio vivía en una pensión.
Tenía que compartir el cuarto con otro,
que tenía un par de años más que yo. No
me acuerdo cómo se llamaba. Llevaba la
cabeza rapada y estaba siempre
meditando. Era de una secta teosófica.
Eso era lo que él decía, al menos. Me
hablaba día y noche tratando de
convencerme para que entrara en la secta.
Por ejemplo, yo entraba al cuarto a las
tres de la mañana, muerto de sueño,
tratando de no hacer ruido, y cuando creía
que lo había conseguido, él giraba la
cabeza hacia mí, perfectamente despierto.
—¿Pensaste —me decía— en qué
grande es el universo y qué pequeños
nosotros? Pero nosotros también podemos
ser grandes.
A veces yo simulaba dormir. Pero él
me despertaba con un gong.
La armonía del universo era su tema
favorito. Podía hablar durante horas. Pero
a mí no me importaba más que la armonía
de mi cuarto, y no había modo de
conseguirla.
Él me decía que en alguna vida
anterior yo había sido alguien
acostumbrado a largas, muy largas
esperas. Y que por eso ahora estaba tan
impaciente.
En eso tenía razón. Yo tenía encima
toda la impaciencia del mundo.

La pensión no era para mí. Pero


tampoco podía alquilar un departamento.
Conseguí la dirección de un edificio en
donde, me dijeron, alquilaban cuartos
muy baratos y sin contrato.
Fui a ver el edificio. Era en la calle
Paraná, a media cuadra de Corrientes. Me
recibió la portera. No estaba muy
preocupada por que el cuarto se alquilara
o no.
—Este edificio tiene muchos
inconvenientes. Por suerte, lo van a
demoler —dijo, como para
entusiasmarme.
—¿Cuándo?
—No se sabe. Seguramente muy
pronto. No da para más.
Hice el ademán de abrir el ascensor.
Era muy antiguo, de hierro negro, con un
pequeño espejo cubierto de polvo.
—No se moleste. No funciona.
—¿Se rompió hace poco?
—Sí. Tres años.
Subimos por una escalera de mármol.
Los escalones estaban gastados en el
centro. A medida que pasábamos por los
pisos, el edificio parecía más desierto.
Como si yo fuera a ser el único habitante.
Llegamos al sexto piso, el último. La
portera tuvo que detenerse un segundo
para recuperar la respiración.
Abrió la puerta de uno de los cuartos.
Estaba vacío.
Había burbujas de humedad en las
paredes descascaradas. Me bastó una
mirada para sospechar goteras. La
portera dijo una cifra.
—No soy la dueña. No puedo
regatear. Lo toma o lo deja.
Me acordé de mi ex compañero de
pieza, de los horarios de la pensión, de las
largas conferencias sobre la armonía del
universo.
—Lo tomo —dije.

Al día siguiente golpeé en el


departamento de la portera para que me
diera las llaves. Le pagué lo que
habíamos arreglado.
—No es un departamento demasiado
cómodo, pero le viene bien a un
estudiante como usted. ¿Porque usted
estudia, no?
Me gustaba que me tratara de usted.
Pensé que a lo mejor mi cara había
cambiado en los últimos días,
imponiendo un poco más de respeto.
—Todavía no, acabo de llegar a la
ciudad. Pero pronto voy a entrar en la
facultad.
—¿Viene de lejos?
—De Córdoba.
—Me pareció, por el acento.
Apreté las llaves en la mano. Había
esperado mucho el momento de tener por
primera vez un cuarto propio (un
«departamento» como llamaba
pomposamente la portera a esas cuatro
paredes descascaradas). Era una
ceremonia un poco triste esa entrega de
llaves en comparación con lo importante
que era para mí tener la habitación.
Subí enseguida, aunque no tenía nada
que hacer arriba. Encendí la luz: era una
lamparita de poco voltaje y tendría que
cambiarla.
Me gustaba que el edificio estuviera
tan cerca de Corrientes. Había mucho
ruido, pero yo estaba solo en la ciudad
(fuera de algunos nombres anotados en la
agenda, números telefónicos a los que
nunca llamaría) y entonces era bueno
estar cerca de toda esa gente.
Compré un colchón y llevé mis cosas
al cuarto: apenas unos libros y una valija
con ropa. En los días siguientes
fui colgando mapas en las paredes. En
una caja de madera empecé a guardar
piezas metálicas que encontraba en la
calle: tornillos, clavos, pedazos de
herramientas, caños rotos, toda clase de
fragmentos de cosas oxidadas. Algo así
como una colección.
Me gustaba mirar mi ventana desde la
calle: con sus tejas grises parecidas a
escamas, era como el ojo de un pez.
2
En mi primera mañana en el edificio
golpeó a mi puerta un compañero de piso.
Al principio no le vi la cara: a sus
espaldas había un alto ventanal que, a
pesar de que no lo limpiaban desde hacía
años, llenaba el pasillo de luz. Me tendió
la mano.
—Me llamo Marquitos. Bah, Marcos,
pero todos me dicen… —Max —dije.
—Ah, Maximiliano.
—Sí.
En realidad mi verdadero nombre era
Máximo. Yo jamás comprendí cómo
mis padres pudieron llegar a ponerme un
nombre tan horrible. Sé que era su primer
hijo, y yo entiendo los apuros, la
preocupación de los padres primerizos en
los momentos siguientes al nacimiento,
pero aun así… ¿por qué Máximo? ¿Por
qué habiendo más de tres mil nombres se
les tenía que haber ocurrido justamente
ése? Ni siquiera había algún abuelo que
se llamara así. Había salido de sus propias
cabezas.
Por eso me hacía llamar Max, y si
alguien preguntaba mi nombre verdadero,
decía: Maximiliano. En memoria del
emperador de México.
Lo invité a pasar. Era alto y muy
flaco; llevaba grandes anteojos de
armazón metálico y un pulóver rojo con
pocos agujeros para ser una red pero
demasiados para seguir siendo un
pulóver.
Como no sabíamos qué decirnos le
pedí que me contara algo del edificio. —
Es todo un desastre. Las cañerías pierden
agua, el ascensor no funciona. Cuando se
rompe algo nadie lo arregla. Total, lo van
a tirar abajo en poco tiempo.
—¿Hay alguien más además de
nosotros?
—Hay una chica que se llama
Verónica, que vive en el segundo, y un
par de parejas que ya se están por ir.
Mucha gente entra y sale, alquila por
tres meses y se va. Yo hace ya tres años
que vivo acá, y sé que todo el mundo se
va, tarde o temprano. En cuanto empezás
a hacerte amigo de alguien se hace humo
a los pocos días sin avisar. Cuando llegué
había mucha gente, talleres de pintura,
grupos de teatro que alquilaban piezas
baratas para ensayar, y hasta el ascensor
funcionaba. Pero vino rápido la
decadencia.
—¿Y cuándo van a tirar abajo el
edificio?
—No se sabe, siempre postergan la
fecha, por suerte. Un día vamos a sentir
que todo se sacude y vamos a tener el
tiempo justo para salir volando antes que
las topadoras lo tiren abajo.
Había llegado a Buenos Aires para
estudiar geografía. Al menos esa era la
versión que le había dado a mis padres.
Estaba dispuesto a estudiar, sí, pero la
verdadera razón de mi viaje era una chica
que había conocido. Decir que la había
conocido es demasiado, porque nunca
había hablado con ella.
La vi y me enamoré. Sé que suena un
poco ridículo. A mí también me suena así
ahora. En aquel momento también me
parecía profundamente ridículo. Pero yo
sentía que me había enamorado y que
tenía que ir a buscarla.
Se llamaba Teresa. Me gustaba el
nombre, porque sonaba un poco
anticuado, y me encantan las cosas que
están fuera de época. Como los
monopatines, en lugar de los skates, o los
cines de barrio en lugar de los videos.
Yo sabía que ella había viajado a
Buenos Aires. No tenía su dirección;
solamente estaba seguro de que estudiaba
arquitectura porque una amiga me había
pasado el dato antes de que yo viajara.
Una tarde le conté a Marquitos mi
historia, mientras tomábamos un poco de
ginebra que él había comprado. —¿Eran
novios?
—No.
—¿Amigos?
—No.
—¿Entonces?
—Nunca cruzamos una palabra. Pero
tengo que encontrarla. Ah, y es pelirroja.
—No se animó a decirme nada. Me veía
muy convencido.

Elegí geografía porque me gustaba


mirar mapas. Supongo que habría que
encontrar razones más fuertes para hacer
las cosas, pero ese fue siempre mi
problema. Es decir: lo que para mí era
una buena razón, para los demás no era,
generalmente, nada.
Si yo le hubiera planteado a mis
padres que iba a Buenos Aires solamente
para ver a una chica que conocía sólo de
vista me habrían preguntado ¿por eso? en
un tono sumamente extrañado.
No hubiera sabido qué contestarles.
Por eso, para hacer cualquier cosa
conviene inventarse unas cuantas razones
adecuadas a las circunstancias. Con tres o
cuatro para cada caso es suficiente.
Marquitos a su vez me contó su
historia.
—Mi viejo es médico, mi familia vive
en Flores. Querían que estudiara
Medicina. Fui un año a la facultad.
Cuando entré a la morgue no me
descompuse. Pero un día miré un libro
con una lámina del cerebro y ahí sí sentí
que me desmayaba.
—¿Por qué por una lámina y no por
la morgue?
—No sé. A lo mejor me impresionan
más las cosas dibujadas que las reales.
Pero no volví a entrar en la facultad.
Quería hacer música. Ahora tengo un
grupo de rock y gano unos pesos como
cadete.
—¿Qué tocan?
—Heavy. El grupo se llama
«Asesinatos masivos de ancianos a la luz
de la luna». Un poco largo, pero impacta,
¿no?
—Sí —dije.
Me trajo un casete para que
escuchara. Lo más agradable era el
momento en que afinaban los
instrumentos.
—A lo mejor tienen éxito —le dije,
devolviéndole el casete.
Se lo decía sinceramente. Yo estaba
seguro de que todas las cosas
suficientemente horribles acaban por
alcanzar el éxito.
3
Tres días después de mi llegada al
edificio tuve mi primer día de facultad.
La primera clase, en la que seguramente
habían explicado todo lo que era
importante, no pude ir, porque estuve
perdido por los pisos buscando el aula.
Me fijaba en el número de la sala en
una cartelera. Pero apenas empezaba a
preguntar dónde quedaba, se me olvidaba
el número.
Me extrañó que el edificio de la
facultad estuviera casi vacío. Me
imaginaba las aulas llenas de gente. Yo
tenía una idea de la facultad de Filosofía
y Letras bastante parecida al centro del
mundo. Por suerte, me duró solamente un
par de horas.
Trataba de estar entusiasmado. Era el
primer día, y se supone que, al menos al
principio, uno se entusiasma con todas las
cosas.
Me gustaba la geografía por los
mapas, creo que ya lo dije. Me gustaban
las evocaciones que me traían los
nombres de las ciudades asiáticas o
africanas. Los nombres de los desiertos y
los lagos gigantes. Miraba el globo
terráqueo para imaginar viajes. Hojeaba
siempre las viejas revistas del National
Geographic que me había dado mi
abuelo.
La geografía era para mí una serie de
nombres que sonaban muy bien en la
cabeza, como una música.
También me apasionaban las páginas
de la enciclopedia Lo sé todo que leía
cuando era chico. Episodios de la historia
de Roma, el cultivo del algodón, las
abejas, Napoleón, China, la caída de
Troya, páginas de la Biblia, todo
mezclado. Pero lo que más me
impresionaban eran los artículos sobre
países lejanos. Podía quedarme horas
pensando en la China, la India, el
Himalaya, Japón.
Todo eso era lo que yo entendía por
geografía. Pero a la media hora de clase
comprendí que de alguna manera, en
algún momento, yo había cometido un
error.
Hablaban de técnicas cartográficas,
de isobaras, de paralelos.
¡La geografía entonces era una
ciencia!
Igual me prometí tratar de encontrarle
algún encanto. Suponía que detrás de
todas las complicaciones, tenían que estar
también los países, hasta los lejanos.

Marquitos me presentó a Verónica, la


chica que vivía en el segundo. Era
realmente linda, a pesar de no ser
pelirroja. Tenía el pelo negro y los labios
gruesos y rojos, y eso me gustaba. Me
pregunté si no me haría olvidar a Teresa.
¿Pero cómo iba a poder olvidarla, si ni
siquiera la conocía lo suficiente como
para acordarme de ella?
Nuestro primer encuentro fue algo
breve. Marquitos nos presentó
formalmente y estuvimos los tres
mirándonos como tarados, sin saber qué
decir, como ocurre en ese tipo de
presentaciones.
Tres horas más tarde alguien golpeó a
la puerta de mi habitación.
—Hay una canilla que pierde —me
dijo ella—. No puedo cerrarla. Bajamos
hasta el segundo. Parecía
tener algún tipo de interés en mí; por lo
menos me preguntó de dónde venía y ese
tipo de cosas. Como no conocía a nadie
en la ciudad, la menor muestra de interés
podía llegar a emocionarme.
La cañería nunca fue mi especialidad.
En una época había tenido la idea de
estudiar plomería. Me parecía que
quedaba muy bien ser un meritorio
muchacho de clase media que para no ser
mantenido por sus padres dedicaba su
tiempo libre a aprender algún oficio. Pero
del industrial prácticamente me habían
echado por inútil y la sola idea de trabajar
bastaba para deprimirme. Así que había
renunciado a ser un meritorio muchacho
de clase media para
ser un vago más.
El mundo está hecho de tal manera
que es más fácil desarmar las cosas que
armarlas. Esa es otra de las cosas que
aprendí en el industrial. Por supuesto
desarmé la canilla rápidamente, olvidando
controlar que la llave de paso estuviera
cerrada. Enseguida salió un formidable
chorro de agua helada que me empapó.
Empecé a tiritar. Traté de tapar el chorro
como pude, pero las piezas que había
sacado de la canilla se me mezclaban.
Verónica me miraba sin saber muy bien
qué hacer. Me alcanzó una toalla. «Se va
a inundar la casa», me alertó, como si yo,
que estaba bajo el chorro de agua, no me
hubiera dado
cuenta de que algo andaba mal. No estaba
nervioso, casi me había resignado al
desastre.
Por suerte llegó Marquitos, encontró
la llave de paso correcta, la cerró y
después armó la canilla.
Como sé reconocer cuando mi
actuación no está a la altura de las
circunstancias, dije algo en voz baja y
subí a mi cuarto.
Cada vez que había algo que no me
salía bien, renacía mi pasión por Teresa.
Era un amor un poco abstracto, porque no
la había visto más de tres veces, y apenas
si recordaba nítidamente la última vez.
Tenía una sola pista, y ella me
llevaba a la facultad de Arquitectura.
Elegí mi día sin clases para tratar de
encontrarla. Un miércoles.
Tomé un colectivo hasta la Ciudad
Universitaria. No esperaba encontrarla
enseguida como por arte de magia, sino
que estaba dispuesto a que aquello fuera
una especie de investigación.
En las situaciones adversas actúo
bastante mejor que cuando no hay
problemas. Porque cuando las cosas son
fáciles, termino complicándolas
invariablemente. Pero cuando los
problemas existían antes de que yo
llegara, ahí me sentía más tranquilo.
Pregunté en una oficina cuáles eran
las materias de segundo año. Me dieron
una lista. Tomé nota en una libretita. En
la primera página había anotado: Caso T.
En ese momento, según observé en la
cartelera, estaban dictando dos de las
materias de segundo año. Estuve en el bar
mientras esperaba que terminaran las
clases, comiendo un sándwich y tomando
un licuado de banana. Para matar el
tiempo leía por segunda o tercera vez El
retrato de Dorian Gray.
Subrayaba mis frases favoritas:
«Experiencia es el nombre que damos a
nuestros errores». Me sentía un hombre
cargado de experiencia.
Fui a la salida de la clase. Le
pregunté a varias chicas si conocían a
Teresa. Todas me contestaban que no. En
el fondo me gustaba: me parecía que
como Teresa ni yo conocíamos a esas
chicas, se establecía entre nosotros una
especie de familiaridad.
Yo esperaba encontrar a su amiga
íntima, que no sólo me diera su teléfono
sino que me arreglara una cita con ella.
Encontré a una rubia que pareció
recordar.
—Conozco a una chica que la conoce,
me parece. Se llama Silvia. Me dio su
número de teléfono. Lo anoté en mi
libretita.
Al llegar al departamento encontré un
mensaje de mi hermano Flavio. A través
de su letra despareja y gigante me enteré
de que acababa de llegar a
Buenos Aires y que pasaría a las diez de
la noche a buscarme para que
comiéramos juntos.
«Tengo noticias que darte»,
anunciaba el papel. No decía si eran
buenas o malas. Lo insulté en secreto por
crearme esa ansiedad.
A las diez de la noche bajé para
esperarlo. Nos saludamos con un abrazo.
Hacía más de dos meses que no nos
veíamos. Flavio es dos años menor y no
nos parecemos físicamente en nada,
aunque la gente siempre descubre de
inmediato que somos hermanos. Es rubio
y más alto que yo, lo cual siempre me
resultó bastante amargante. ¿Por qué,
teniendo dos años menos, tenía que
medir cuatro centímetros más? Eso me
parecía a todas luces una injusticia. De
mis dos hermanas, Florencia, que en ese
momento tenía 17 años, se parecía a él; la
más chica, Marcela, que andaba por los
15, a mí.
Lo llevé hasta un bar muy angosto de
Corrientes, que parecía fuera del tiempo y
tenía en el fondo un jukebox. Una mujer
con vestido de piel de leopardo se
dedicaba a flagelar a la concurrencia con
la repetición de un tema de Julio Iglesias.
Mi hermano acomodó en una silla su
bolso. Vi que tenía una revista de ciencias
ocultas. Siempre le habían gustado esos
temas.
—¿Seguís con esas cosas?
—Hice un curso de control mental.
Falta poco para que termine, pero ya
puedo hacer algunas pruebas.
Encendió un cigarrillo.
—¿Qué vas a hacer?
—Mirá. No siento ningún dolor. Se lo
pasó por el dorso de la mano. Yo
esperaba que diera un alarido, pero ni
siquiera hizo un gesto de dolor. El truco
funcionaba.
—Ahora dame tu mano.
—Estás loco. —Puse las manos
debajo de la mesa.
—No tengas miedo. Te paso la
energía a vos y tampoco te quemás. —
No, gracias. Dejémoslo para otro día.
—Ya lo hice y sé que funciona. Se lo
hice a mamá y no dijo nada.
No pudo convencerme, y pasamos a
otro tema. En el resto de la noche no
propuso clavarme alfileres ni hacerme
caminar sobre brasas ardientes ni ninguna
otra prueba instructiva.
Como siempre que nos reuníamos
después de un tiempo sin vernos nos
pusimos a hablar de viejas series de
televisión. Casi a modo de contraseña
comentábamos capítulos de Los locos
Addams, Los vengadores o Dimensión
desconocida, diciendo siempre las
mismas cosas.
Salimos del bar y buscamos una
pizzería.
—Me escribiste que tenías que
avisarme algo.
—Ah, sí. La constructora de papá
quebró.
—¿Quebró? Eso quiere decir…
—Qué está sin trabajo.
Mi primer pensamiento fue de una
notable generosidad hacia mí. «Se acabó
la cuota mensual. Voy a tener que
trabajar.»
—El mes que viene vas a recibir el
último pago. Y si no cambian las cosas
vas a tener que trabajar.
A Flavio no le parecía algo
demasiado dramático. Se extrañó de que
yo quedara impresionado. Se preocupaba
por la telequinesis, por la
hipnosis, por la gente que había regresado
de la muerte y se dedicaba a contarlo, por
las reencarnaciones, por los antiguos ritos
tibetanos y egipcios, pero los problemas
cotidianos le parecían estar fuera de su
alcance, como un idioma extranjero. La
realidad no estaba hecha para él.
Mi padre había trabajado hasta ese
momento como ingeniero de una empresa
constructora. Era bueno y conseguiría
ubicación pronto, pero hasta el
momento…
—No te preocupes —dijo Flavio—,
no nos vamos a morir de hambre. Hay
ahorros para un tiempo. Pero no sé si voy
a poder seguir con el curso de
control mental.
Distraídamente se pasó la brasa del
cigarrillo por el dorso de la mano.
4
Flavio se trajo la bolsa de dormir, así
que pasó la noche en mi casa, o en
aquello a lo que aproximadamente podía
llamar mi casa. Como era el huésped, le
dejé la cama y yo dormí en el piso de
madera. Me desperté con la espalda
deshecha.
A la mañana nos despedimos. Él iba a
pasar un día más en lo de un amigo y
después regresaría a Córdoba.
Miré la ciudad por la ventana con
forma de ojo de pez. Se la veía distinta.
No es lo mismo una ciudad a la que uno
viene a estudiar que un lugar en donde
uno tiene que trabajar. Parecía más dura y
más cerrada. Y se acercaba el otoño.

Las cosas no pasan prolijamente.


Siempre están mezcladas. Para contarlas
uno tiene que ordenar un poco. Pero
conviene no olvidar que uno las vivió en
confusión.
Le pedí a Marquitos, por esos mismos
días, que me dijera en dónde podía
trabajar. Los avisos del diario no me
daban resultado. Llegaba tarde, había que
hacer cola, se presentaban sesenta
personas para un puesto de cadete. Por lo
menos Marquitos tenía familiares en la
ciudad. A lo mejor
alguno necesitaba un empleado. —¿Qué
sabés hacer? —me preguntó. Era una
pregunta de las que me
ponen en aprietos. Pensé en cuál de mis
habilidades podría servir para trabajar. En
toda mi vida había aprendido tres cosas:
una de ellas era hacer barcos en el interior
de botellas. Me había enseñado un amigo,
durante unas vacaciones. Su padre era
alcohólico, pero el hijo tenía una filosofía
muy particular: hay que aprovechar hasta
los infortunios. La segunda era jugar al
ajedrez (era bueno en el ataque), y la
tercera era la velocidad con que resolvía
crucigramas y juegos de ingenio.
—¿Sabés escribir a máquina?
—Bueno, si practico un poco.
—¿Eléctrica?
—Creo que de cadete iría bien.
—¿Tenés el servicio militar?
—Número bajo.
—¿Y registro para manejar?
—Ah, no, le tengo terror a los autos.
Marquitos parecía decepcionado. —
Voy a ver qué puedo hacer —dijo.

Esa noche busqué un teléfono


público. Después de recorrer media
ciudad encontré uno que funcionaba.
Llamé a la chica de la facultad. Me
atendió la madre y me pasó con Silvia.
Le pregunté por Teresa, pero ella desvió
la conversación, y hablamos vaguedades.
Después insistí.
—Vive con una amiga y no tiene
teléfono. No te puedo decir la dirección
porque no te conozco.
—Pero soy amigo. La conozco de
Córdoba.
—Si fueras muy amigo tendrías la
dirección.
—La perdí.
Seguimos hablando un rato. No podía
sacarle ningún dato y se me estaba por
terminar el tiempo. Acabé invitándola al
cine. Era un paso arriesgado, pero mi
investigación tenía que seguir de alguna
manera.
Quedamos en encontrarnos en un bar.
Ella me reconocería por mi libro de
cabecera. Yo, porque ella iba a llevar un
moño negro en la cabeza.

Fui al bar de Lavalle a la hora


indicada. Estaba justo enfrente del cine.
Ella había elegido una película romántica,
Enamorados, o algo así. Rogaba que
cambiara de idea. A mí siempre me
gustaron las de terror.
Me puse a mirar si entraba alguna
chica con un moño negro. Conté
veinticinco. Justo estaba de moda. Había
puesto el libro sobre la mesa en forma
casi tan ostensible como si estuviera en
venta.
Finalmente apareció. Era bonita, por
suerte. Un poco más alta que yo y con
algunos reflejos violetas. Parecía una
punk indecisa. Yo era tan excesivamente
formal para vestir que pensé que no
congeniaríamos muy bien.
—Qué casualidad —dijo, mirando el
libro. Mi familia vive en Wilde. Yo tenía
la página del diario con las películas.
—¿Vamos a ir a ver Enamorados? —
pregunté, con tono poco entusiasmado.
—No, te dije eso para que no te
asustaras. Prefiero ver Violación en el
colegio de monjas.
—No creo que sea muy buena.
—Me gustan esas películas. Vamos.
Pasamos frente a varias salas enormes
para llegar a un cine diminuto, que olía a
humedad. Sacamos las entradas. El cine
estaba casi vacío. Un borracho se nos
sentó al lado y tuvimos que mudarnos.
Quiso seguirnos, pero lo perdimos cuando
apagaron la luz. Había traído una caja de
maní con chocolate. Ella sacó de su
cartera una botella de cerveza.
—Me gusta este cine porque puedo
ponerme cómoda —dijo.
La película tenía una trama un poco
repetitiva. En un colegio de monjas se
sucedían las violaciones a las alumnas.
Eran 17 casos, más o menos. Eso no
alteraba la continuación del ciclo lectivo.
A ella la película le parecía muy
cómica. Estaba muerta de risa.
A la salida fuimos a un bar. Como al
pasar, le pedí la dirección de Teresa. —
No quisiera pensar que me invitaste a
salir solamente porque querías pedirme
los datos de esa chica. Sería de pésimo
gusto.
Había marcado la palabra «pésimo».
—No, solamente me acordé de repente.
—Ah —dijo, y pidió un cognac. Pedí
otro para mí aunque nunca tomaba,
excepto algunos tragos de la botella de
Marquitos. Era hora de empezar.
5
Estuve todo un mes saliendo con
Silvia. No nos entendíamos demasiado
bien, pero eso hacía que estuviéramos
juntos. Nos veíamos dos veces por
semana. Ella se quedaba a dormir en mi
cuarto. Éramos como dos personas que
hablaran diferentes idiomas. El día que
nos entendimos a la perfección, todo
terminó. Dicen que el problema de las
parejas es la falta de comunicación. Yo
creo todo lo contrario.
Como soy un poco débil de carácter
frente a las mujeres, me dejé guiar por
ella a los peores cines de Buenos Aires
para ver las películas más espantosas.
Antes de conocerla no me gustaba la
ciudad. Después aprendí que podía ser
todavía peor.
Silvia estudiaba danza, y se movía
entre gente que necesariamente hacía
teatro o bailaba, o hacía mimo y todo ese
tipo de cosas. Un domingo horrible
fuimos a ver una obra en donde trabajaba
una amiga de ella. Había cinco personas
en las butacas y siete sobre el escenario.
Me parecía una desproporción.
—¿Estás segura de que la obra no
pasa acá, en las butacas? —le pregunté.
—No, callate.
Era una versión de Frankenstein.
Pero Frankenstein era una especie de
vedette venida a menos.
—¿Esa es tu amiga?
—Sí.
—Actúa realmente mal.
—Callate. No es el Frankenstein
tradicional. Es una relectura.
La bella que hacía de la bestia tenía
un affaire con el doctor Frankenstein.
Terminaban viviendo juntos.
La obra terminó. Pensé que dada la
escasa concurrencia, el aplauso sería
reemplazado por un apretón de manos,
que siempre es más íntimo, pero no fue
así.
Esa misma noche dejamos de vernos.
Fue un corte poco dramático.
Ella me dijo que le parecía que no
teníamos mucho en común. Yo opiné que
estaba de acuerdo. Era bueno coincidir en
algo.
Como no tenía nada que perder, le
pedí la dirección de Teresa.
—¿Quién es?
—¿Cómo quién es? La chica por la
que te llamé aquella vez. Se supone que
es tu amiga.
—Ah, no la conocía. Pero me había
gustado tu voz por teléfono y por eso te
seguí la conversación. Después de todo,
la pasamos bastante bien, ¿no?
Le dije que sí. La vi salir de mi
cuarto. Me saludó desde la escalera. Las
despedidas siempre me ponían
mal, y además, mi investigación había
vuelto al principio.

Fui a la habitación de Marquitos. Le


conté lo que me había pasado la noche
anterior. Solíamos conversar todos los
días de lo que le pasaba a cada uno,
mientras tomábamos mate.
—Te conseguí trabajo —dijo él
entusiasmado, como para darme ánimos.
—¡Oh, no! Ahora no puedo. No estoy
con ánimos.
—Pero si no saliste más que un mes
con Silvia…
—Bueno, pero siempre una ruptura…
En realidad era la idea de trabajar lo
que me deprimía.
—Mañana a las siete tenés una cita.
—¿De la tarde?
—No. Te presto una corbata. ¿Tenés
saco?
—Sí. Prestame hilo y aguja.
—¿Un pantalón decente?
—Elijo el menos sucio. Si sabía me
hubiera preparado. Esto me toma
totalmente por sorpresa.
6
Mientras iba para mi cita de trabajo
con la corbata tristemente anudada en el
cuello, apretándome la garganta, me
preguntaba por qué Marquitos no sería un
amigo un poco menos considerado. ¿Por
qué no se olvidó del pedido de trabajo?
¿Por qué se le había ocurrido hacer
justamente esa clase de favor? Uno dice
las cosas al pasar. No es para que todo el
mundo se lo tome en serio.
Era un edificio de oficinas. Con esto
quiero decir: era un edificio de lúgubres,
grises, espantosas oficinas. No recuerdo
cómo se llamaba la empresa
(que, dicho sea de paso, era tan próspera
como una firma que se dedicara a vender
ascensores en el campo). Fabricaban
cosas de metal. Piezas, quién sabe para
qué. Tuve que llenar algunos formularios.
Lo hacía con tanta lentitud que me
pareció que me iban a echar antes de
haber entrado. Los formularios eran
conmovedores, porque demostraban un
interés obsesivo en cosas de las que ni
siquiera yo me acordaba.
Una secretaria que parecía sacada de
los avisos de las escuelas de secretarias
de los años 50 me recibió el formulario.
Debí hacer algunas correcciones.
Después me dijo
«Vamos». Y fuimos.
«Al segundo subsuelo», le dijo ella al
ascensorista. Trabajar en el primer
subsuelo no debía ser muy excitante, pero
en el segundo ya me parecía un abuso de
profundidad.
La secretaria me explicó, mientras
bajábamos, que mi trabajo consistiría en
reemplazar a un empleado que habían
echado. Pero él estaba todavía allí abajo.
Me lo presentó. «Merino», dijo. Me
tendió la mano: tenía cerca de treinta y
cinco años. Saco gris, camisa blanca,
corbata azul, todo un poco gastado.
Además, parecía haberse resignado a la
pérdida de la juventud como un mal
menor.
Yo esperaba gestos verdaderamente
antipáticos, dada la incómoda situación.
Pero no parecía ser así.
La oficina era amplia: un archivo
lleno de carpetas polvorientas con legajos
amarillos en su interior. El polvo me
hacía toser.
—¿Alérgico?
—Un poco.
—¿Al polvo?
Empecé a enumerar las cosas a las
que era alérgico. El polvo ocupaba el
lugar trigésimo noveno.
Merino comenzó a explicarme qué
parte correspondía a cada sección. Me
costaba prestar atención. Todo me
parecía igual.
Extendió toda una serie de papeles
sobre el escritorio de madera. Parecía
orgulloso de su trabajo. Era el
abanderado de la Escuela de los
Archivistas Olvidados.
—Como verás, no hay mucho por
hacer acá abajo.
—¿Cuánto hace que está acá?
—Tres años.
—¿Tanto?
—Un abrir y cerrar de ojos. Los de
arriba están convencidos de que acá el
trabajo es terrible. Yo mientras tanto la
paso bien. Lo único que hay que hacer es
mantener ordenadas las cosas.
Hablaba como si estuviera en Hawai
rodeado de odaliscas. Bueno, no de
odaliscas, quiero decir: mujeres con
flores, contoneándose, como en las
estúpidas películas de Elvis Presley.
—¿Por qué lo echaron?
—Un día vino un tipo de arriba,
Chinawsky, a hacerme lío por un
expediente. Ya lo vas a conocer. Le tiré
cinco carpetas en la cara. Trató de
pegarme, pero me escondí detrás de aquel
armario y aparecí con un matafuegos.
Como si yo no pudiera entender algo
tan sencillo, fue hasta el matafuegos y lo
puso en funcionamiento. Salió un chorro
de espuma gris.
—Le dije que si volvía iba a
matarlo. Salió corriendo y pidió mi
despido.
—Todo un cobarde —dije, tratando
de ganarme la confianza del peligroso
Merino. Me pregunté si me habían dejado
encerrado con un loco, a doce metros de
profundidad.
Merino, aunque despedido, siguió
trabajando unos días más. Era un despido
extraño. Él me daba cosas para hacer,
para que no me aburriera. Almorzábamos
juntos en media hora y volvíamos al
subsuelo. No había nada interesante ahí
abajo. Facturas, viejos catálogos, cuentas
de clientes muertos, perdidos, fugados,
kilos de polvo almacenado para el
porvenir.
Mientras estaba en el archivo me
parecía que la vida estaba arriba,
reservada para los otros, y yo abajo, sin
gozar de nada, alejado de todo lo que
valía la pena, escuchando las
conspiraciones de un loco.
Yo lo veía trabajar con dedicación.
Clasificaba papeles, llevaba carpetas de
un estante a otro, repasaba planillas
apolilladas.
—¿Para qué trabaja tanto, si ya lo
despidieron? —le pregunté. Su cabeza
asomó detrás de un armario de metal.
—No estoy trabajando. Desde que me
enteré que me iban a despedir estoy
desordenando todo. Pero todo, hasta el
último papel. Voy a arruinar el trabajo de
años. Para esta empresa el archivo es
fundamental, aunque no lo sepan. Cuando
estallen los problemas por mi culpa,
entonces se van a acordar de mí, vas a
ver.
Se acercó a mí. Sonreía con
complicidad. Debía de tener muchas
ganas de contarle a alguien su secreto.
—Lo único que te pido es que
simules que acá no hay nada fuera de
lugar, si no puedo tener problemas para
cobrar mi indemnización. ¿Me vas a
hacer el favor?
Dije que sí.
—Me estuvieron ignorando durante
muchos años. Ahora van a saber quién
soy. ¿Vos no harías lo mismo? ¿O te
parece demasiado?
Le dije que no me parecía demasiado.
Que estaba bien. Pensé: Merino y su
discreta venganza.

Pude enterarme de varias cosas sobre


su vida. Era soltero y vivía con su madre
en un caserón, en Barracas. La casa tenía
malvones en el patio, carpetitas sobre los
muebles, caramelos en cajas de vidrio.
Los juguetes, los cuadernos escolares, la
ropa infantil de Merino guardados casi
como en un museo.
No era una vida muy apasionante. No
le había hablado a nadie de su venganza.
Ni a su madre. Estaba enamorado de su
único acto de prolija, obsesiva e inútil
rebeldía.
Felizmente se fue pronto. Me había
cansado con sus conjeturas sobre las
reacciones que tendrían los directivos de
la empresa, a los que yo no conocía.
Cuando se fue, me dio un apretón de
manos, prometió que volvería, y dijo «Te
dejo esto», como si yo fuera el incómodo
heredero de su conspiración.
7
Cada vez me era más difícil estudiar.
No podía concentrarme. Me parecía que
el estudio era algo pensado para personas
reposadas, algo que se podía hacer, por
ejemplo, después de los setenta años, pero
que era insensato antes de los veinte.
Iba muy poco a la facultad. Tomaba
una materia, la dejaba. Apenas conocía a
otros estudiantes. La geografía que a mí
me gustaba (y que era algo así como un
ejercicio de exótica distracción) estaba
cada vez más lejos.
Pensaba abandonar la carrera. Pero
a punto de tomar la decisión imaginaba la
cara de mi madre frente a la sintética
frase «Voy a dejar la facultad». Eso me
impulsaba a seguir.
Pasaba mucho tiempo deambulando
por la ciudad. Cuando encontraba en el
suelo cualquier pieza de metal oxidado, la
guardaba en mi bolsillo para ubicarla en
mi colección. «Alguna vez voy a hacer
algo con toda esta chatarra», me decía.
Entraba en las librerías de Avenida de
Mayo y en las de Corrientes para revolver
las mesas de oferta. Compraba muchos
libros, aunque pocas veces los leía. «Para
más adelante van a servir» me prometía.
Había llenado el ropero de novelas
baratas. Volví a leer a
Julio Verne, como cuando tenía diez u
once años. Compré todos los libros de
Verne que encontré, como si mi infancia
hubiera empezado de nuevo. También
tenía en mi biblioteca las novelas de H.
Rider Haggard, con sus aventuras en
Oriente, personajes que se amaban a
través de las reencarnaciones… A medida
que leía había hecho una lista de lugares
que quería conocer: El Cairo, el
Himalaya, Machu Picchu, La Isla de
Pascua, Roma, Atenas, Ulan Bator, Pekín,
Bagdad…
Caminaba durante horas por las
mismas calles, sin proponérmelo, como si
en mi cabeza hubiera un plano que no
pudiera traicionar. Me parecía que
deambular me ayudaba a pensar. Pero mis
ideas acerca de todo eran cada vez más
embrolladas. Entraba en un bar, pedía un
cortado, y me quedaba mirando a la
gente, con la mente en blanco, o casi.
Me sentía un completo extraño en la
ciudad. Y eso me gustaba.
Verónica golpeó a mi puerta.
—Tengo entradas para un recital —
dijo—. Iba a ir con una amiga, pero no
puede. ¿No querés acompañarme?
Abrí la puerta. Estaba casi lista.
Maquillada y todo. Medias negras, una
minifalda negra, una remera blanca
pegada al cuerpo, un saco con arabescos.
Tenía las entradas en las manos. Le
dije que sí, aunque los recitales nunca me
entusiasmaron. Demasiada gente en
lugares demasiado chicos. Y se suponía
que había que bailar, saltar, o estar parado
todo el tiempo.
Prefería los conciertos de música
clásica. Gente sentada, cada uno en su
butaca. Lástima que me aburrían
horriblemente.
—Tenés que vestirte en diez minutos
—me dijo ella.
—Voy así —dije. No tenía más ropa
limpia que la puesta, que tampoco estaba
demasiado limpia.
Fue una cita completa. Primero
fuimos a cenar. Nunca habíamos comido
juntos solos. Tomamos un colectivo que
nos dejó frente a la discoteca donde
tocaba el grupo. Leí en los carteles: «Los
redonditos de ricota».
Verónica olía a perfume caro. Bueno,
no sé mucho de perfumes, pero no era
una colonia de las propagandas de la
televisión. Yo pensaba: tendría que tener
una novia así.
Fuimos a la popular. Hubo que
esperar un poco hasta que empezaran a
tocar.
—Me aburre esperar —le dije,
mientras le convidaba una pastilla de
menta.
—A mí no, me gusta mirar a la gente
—dijo ella.
Se escuchaban cantitos, aplausos,
silbidos. Las luces se apagaron y empezó
el recital.
Todo el mundo estaba conmocionado
a mi alrededor. Cantaban, bailaban, se
empujaban. Verónica estaba totalmente
desatada. Me gustaba verla así. Pronto
empezó a transpirar y la pintura corrida le
dibujó líneas en la cara.
No podía conectarme a todo eso.
Podía escuchar, disfrutar de la música,
pero no conectarme. Me sentía aislado,
casi un intruso, en una fiesta ajena.
A mi alrededor los empujones se
hacían cada vez más frecuentes. «Basta,
pensé, voy a entrar también.»
Un poco forzadamente, me puse a
saltar y a empujar.
Dos minutos después alcancé a
reflexionar que había empujado a la
persona equivocada.
Era un tipo con campera de cuero y
anteojos oscuros, a pesar de que la luz no
sobraba. Tenía el pelo cortado al rape y
un aire así como de haber matado a su
madre viuda. No le gustó que lo
empujara.
Enseguida me encontré en el suelo.
«¿Cómo llegué aquí?», me pregunté. Por
el dolor en el pómulo izquierdo, deduje
que había sido una trompada.
Fue bueno haberme caído, porque
arriba todo el mundo pareció enloquecer
y empezó a pegarse.
Tomé a Verónica de la mano,
tratando de que nos fuéramos o, al
menos, nos mudáramos a una zona más
pacífica. Las cajas de vino volaban por el
aire.

Media hora más tarde estábamos


afuera. Caminamos por la 9 de Julio. —
¿Te duele el golpe?
—Un poco.
—Tenés hinchada la cara.
—Por suerte no fue el ojo.
Seguimos caminando, hasta llegar a
La Giralda. Fui al baño y me miré en el
espejo. Era la primera vez en mi vida que
me habían dado una verdadera trompada.
Lamenté que no hubiera sido en ninguna
situación heroica.
Me lavé la cara y el agua fría me
pareció casi un regalo.
Pedimos dos cervezas y las tomamos
mientras hablábamos cada vez de cosas
más íntimas. Sección «Recuerdos»,
sección «Momentos graves», sección
«Novios/as», sección «Mi verdadera
personalidad, más allá de las apariencias»
y cosas por el estilo.
No estaba muy sobrio, por supuesto.
Nunca tuve resistencia al alcohol. La
cabeza no me funcionaba demasiado
bien. Conozco los síntomas.
Es cuando pienso las cosas dos segundos
más tarde de lo que las digo. Quiero
decir, me oigo decir algo, y pienso:
¿cuándo se me ocurrió esto?
—Verónica —le dije, tomándole una
mano—, estoy enamorado de vos. —Es
un disparate —dijo sin inmutarse. Era una
chica realista. Me detuve unos segundos a
pensar. —Sí, es un disparate. No sé por
qué lo dije.
—Tomaste demasiado.
No se había inmutado.
Evidentemente, yo había estado diciendo
muchas pavadas como para que no la
sorprendiera una declaración de amor.
Fuimos hacia el edificio. De noche

También podría gustarte