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Derecho A El Sufragio

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Elecciones (2003) 2, 61 Revista Elecciones. Vol. 2. Num.2. pg. 61-88.

DOI:
https://doi.org/10.53557/Elecciones.2003.v2n2.04

El derecho de sufragio en el Perú

Valentín Paniagua Corazao

INTRODUCCIÓN
Derecho de sufragio y participación política están, en teoría, íntimamente
vinculados. Son o deberían ser, en cierto modo, directamente proporciona-
les. No ha sido ese el caso del Perú en los dos últimos siglos. La extensión
del sufragio, por paradoja, redujo la participación popular y la libertad del
elector. El voto de los analfabetos, lejos de permitirles una mayor participa-
ción en la vida política del país, aumentó el poder de los gamonales. La re-
ducción del cuerpo electoral, por obra de las limitaciones impuestas a la par-
ticipación popular (por ejemplo, voto capacitario, voto masculino o exclusión
de ciertos sectores como el ejército, el clero, etc.) o a la forma de elección
(sufragio indirecto), tampoco aseguró una mayor pulcritud y verdad en los
comicios. No obstante el reducido cuerpo electoral constituido sólo por los
alfabetos, con excepción de los indios —como se verá más adelante—, las
elecciones fueron casi siempre fraudulentas durante los inicios de la Repú-
blica y, desde luego, en la República Aristocrática.1 Lo fueron más todavía
bajo el imperio de las autocracias tanto civiles (Leguía, Prado en su primera
administración, y Fujimori) como militares (Benavides, en 1936 y 1939, y
Odría en 1950 y 1956) ¿Cómo puede explicarse tal paradoja?

Ex presidente de la República y del Congreso del Perú. Profesor de Derecho Constitucional en la Pontificia
Universidad Católica del Perú y en la Universidad Femenina del Sagrado Corazón. Jefe de la Misión de
Observación Electoral de la OEA en Guatemala (2003).
1. Con excepción de las elecciones presidenciales de 1872 y 1895, todas las demás en el siglo pasado tuvie-
ron vicios fundamentales, señala Basadre (1980). Las dos elecciones de Gamarra a mediados del siglo XIX,
fueron una «imposición oficial». Castilla se «autoeligió» en 1845 y se reeligió en 1858 usando de su poder
mediante «un proceso doble de seducción e intimidación»; del mismo modo impuso a sus sucesores:
Echenique en 1851 y San Román en 1862. El coronel Balta «debía» ganar por ser militar, y Manuel Toribio
Ureta «debía» perder «todavía» en 1868. Pardo pudo ganar en 1872 por su enorme prestigio político y eco-
nómico y porque, finalmente, contó con el respaldo popular frente a la intentona militar que trató de impe-
dirle la asunción del mando. Por su parte, Piérola era en 1895 el caudillo indisputable de la República.

www.onpe.gob.pe © Oficina Nacional de Procesos Electorales


62 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

La respuesta está, sin duda, en la situación de servidumbre a la que se


hallaba sometida la raza indígena, en una legislación incoherente con la ver-
dadera realidad del país y, por cierto, en unas «costumbres electorales» reñi-
das con el respeto a los más elementales principios éticos y democráticos.
Es innegable que las primeras elecciones republicanas no correspondieron
a la genuina voluntad popular. Si en un primer momento podían justificarse,
por diversas circunstancias (ocupación del territorio por fuerzas externas,
enfrentamientos de facciones, períodos de anarquía, etc.), no había ninguna
excusa para tolerar los mismos vicios (suplantación o adulteración del voto
popular, coacción e intimidación al elector, imposiciones oficiales, manipula-
ción de los organismos electorales y, desde luego, la autocalificación electo-
ral parlamentaria) en pleno siglo XX.

Cincuenta años después de la emancipación, Manuel Pardo creía que el


sistema electoral estaba enteramente viciado. Hallaba que sus deficiencias
comenzaban con la calificación misma de los ciudadanos (abuso en la forma-
ción del registro cívico y en la emisión de las cartas de ciudadanía), y se-
guían con la designación de «mesas instantáneas» por los primeros sufra-
gantes que llegaban al acto electoral; constituir después las mesas recepto-
ras de votos era causa no sólo de violencia sino de las más graves corruptelas.
El sistema obligaba a que, en palabras de Manuel Pardo:
...los partidos procuren cerrar el paso a todo voto contrario o a abrírselo
para emitirlo, naciendo allí, generalmente, la lucha. Desde 1851 [venimos
contemplando que] el partido dueño de la mesa momentánea se defiende
en ella con un grupo de la peor gente que pueda hallar a mano [...] y forma
la mesa permanente como más conviene a sus intereses. (1871, 3)

Dos décadas después, la situación no se había modificado ni siquiera lue-


go de la catástrofe que significó la agresión de Chile al Perú. Piérola decía en
1886: «Nos falta verdad en las leyes, verdad en las instituciones, verdad en
todas partes. Traerla, combatiendo el engaño donde se presente es la nece-
sidad suprema del Perú».2 Tres años después, el Programa del Partido De-
mócrata proclamaba la necesidad de autenticidad en el sufragio. Su prédica
resultó estéril. Fue necesario que, en 1895, se pusiera a la cabeza de sus
montoneras para que el país comprendiera la necesidad de la verdad electo-
ral si quería crear un «Estado en forma». Sin embargo, ni ese empeño ni

2. «Reportaje al Jefe del Partido Demócrata, señor Nicolás de Piérola», en El Nacional, Lima, 10 de mayo
de 1886 (citado por Dulanto, 1947, 352).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 63

otros que emprendió, modificando sustancialmente la legislación electoral,


fueron suficientes.

Casi medio siglo después, Víctor Andrés Belaunde comprobaba, con amar-
gura, que en el Perú no existía ni había habido jamás «verdad electoral» ni
«sufragio libre» y que las elecciones habían sido siempre «una comedia» y
«una imposición del gobierno y de la mayoría del Congreso» (1963, 71). Era
verdad en 1914 y lo sería también hasta muy entrados los años sesenta.

Hasta 1992 era casi una verdad inconcusa que el Perú había conquistado
por fin, en 1963, un régimen de genuina libertad electoral. Había la sensa-
ción de que nada retrotraería etapas superadas o comprometería el curso de
un proceso que parecía irreversible. Esa convicción se fundaba en la expe-
riencia vivida desde 1962 en que se depuró y reguló el Registro Electoral con
mayor propiedad (decreto ley 14207) y se expidió una nueva ley de eleccio-
nes políticas (decreto ley 14250); y, posteriormente, ya en pleno régimen
democrático (1963), se sancionó una nueva ley de elecciones municipales
(ley 14669). Esa convicción estaba avalada, además, por la conducta de los
gobiernos tanto democráticos como autocráticos en los procesos electorales
celebrados entre 1963 y 1990. A todo ello se añadía una circunstancia singu-
lar. El Jurado Nacional de Elecciones, integrado por ilustres magistrados y
juristas, había afianzado no sólo su autoridad sino también su autonomía,
siempre discutida y avasallada antes de 1963. La quiebra del orden constitu-
cional el 5 de abril de 1992 puso fin a esa etapa.

Las elecciones del llamado Congreso Constituyente Democrático (CCD) en


1992, el referendo ratificatorio del 31 de octubre de 1993, las elecciones gene-
rales de 1995, las elecciones municipales de 1998 y, sobre todo, las elecciones
generales de 2000, resucitaron métodos y conductas que se suponía supera-
dos. Retornaron, con toda su indeseable secuela, la intromisión gubernativa a
través de la participación de funcionarios y servidores públicos en actividades
proselitistas y, desde luego, con el uso de los bienes y recursos estatales;3 la
modificación sorpresiva e inopinada de la legislación electoral; el sometimiento

3. En el proceso electoral del año 2000 se denunciaron diversos actos de intromisión gubernamental. Por
ejemplo, la Misión de Observación Electoral de la OEA, en su tercer Boletín del 23 de marzo, recomendó al
gobierno: «Hacer efectiva la prohibición sobre el uso de fondos públicos para la campaña y el comportamiento
proselitista de funcionarios públicos». Sin embargo, el gobierno hizo caso omiso a tal recomendación y usó las
instituciones estatales, sobre todo las de carácter social (FONCODES, INFES, PETT, COFOPRI, PROMPYME, FONAHPU,
PRONAA y PROFAM, entre otras), para sus fines «reeleccionistas» (Defensoría del Pueblo, 2000, 322).
64 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

dócil de los órganos electorales a la voluntad estatal, vía la corrupción de sus


integrantes (ex miembros del JNE y ex jefe de la ONPE); el control de los
medios de comunicación social y, en especial, radios y televisoras;4 la perse-
cución y hostilización a los opositores; y hasta el uso fraudulento de la admi-
nistración electoral, incluyendo los sistemas informáticos.5

La lucha por la libertad y la verdad electoral recobró plena actualidad. El


Perú libró, en el curso del año 2000, una fiera campaña para reconquistar su
derecho a elegir libremente. Esa lucha significó no sólo el triunfo de la ver-
dad electoral sino el derrumbe del más corrupto y desaprensivo de los go-
biernos que jamás haya tenido el Perú. Las elecciones del año 2001 —cuya
limpieza y transparencia nadie se ha atrevido a cuestionar—6 abrieron, a no
dudarlo, una nueva etapa en la historia política y constitucional del Perú y
cerraron, también, una de fraude y adulteración de la voluntad popular que
se inició, obviamente, con el golpe militar del 5 de abril de 1992 del que
Fujimori fue cómplice y dócil instrumento. Puede decirse que la propia de-
mocracia, siempre precaria, y la libertad y la verdad electorales sufrieron los
avatares de aquella a pesar de una legislación electoral que, aunque defec-
tuosa, pudo permitir un desarrollo democrático más apropiado.

4. El Estado subvencionaba a la prensa denominada «chicha» (sensacionalista, pornográfica y de muy


bajo precio), «...mediante tres mecanismos: (i) el pago directo por titulares contra la oposición, a cargo
del SIN —estimado en US$ 3.000 por titular—; (ii) la compra diaria de un numeroso volumen de ejempla-
res para ser repartidos gratuitamente en cuarteles y asentamientos humanos; y (iii) la compra de publi-
cidad por parte de diversos ministerios y de las Fuerzas Armadas». Más aún, los canales de televisión 2
y 4 funcionaron como «apéndices informativos del Servicio de Inteligencia Nacional» y los «vídeos de la
corrupción» permitieron «conocer cómo se había sobornado a los propietarios de los canales de televi-
sión» (Ames et al., 2001, 228-243).
5. La Defensoría del Pueblo y los organismos de observación electoral nacionales e internacionales denun-
ciaron en el proceso electoral del año 2000 la sucesión de irregularidades en el cómputo de los votos (véase
Paniagua, 2000, 38-42; Defensoría del Pueblo, 2000, 81-82; y Pease, 2003, 280-281).
6. La Misión de Observación Electoral de la OEA, encabezada por el ex canciller guatemalteco Eduardo
Stein, destacó la imparcialidad del gobierno en las diversas etapas del proceso electoral. Así, antes de la
realización de las elecciones, el informe de la MOE dice: «La MOE pudo comprobar la estricta neutralidad
que el Gobierno y el aparato del Estado demostraron durante la campaña electoral, que le permitió a los
entes electorales operar con completa independencia del Ejecutivo». Finalizadas las elecciones, las con-
clusiones generales son elocuentes: «En opinión de la MOE, las elecciones generales se desarrollaron en
forma libre, justa y transparente. El Gobierno de transición cumplió con el compromiso de neutralidad y
el estricto apego a la legalidad. Por su parte, las autoridades electorales desempeñaron cabalmente sus
respectivas funciones» (OEA, 2002, 11 y 91). «Los resultados del 8 de abril y del 3 de junio fueron acepta-
dos como legítimos por todas las partes de la contienda. El inmediato reconocimiento del triunfo de
Alejandro Toledo por parte de su competidor, Alan García, sumado al testimonio de limpieza electoral
ofrecido por todas las misiones internacionales de observación electoral (OEA, UE, NDI / Centro Carter)
permitieron que las elecciones del año 2001 fueran consideradas, dentro y fuera del país, como impeca-
bles y ejemplares» (Ames et al., op. cit., 141-142).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 65

1. NACIONALIDAD Y SUFRAGIO
Gozan del derecho de sufragio, de acuerdo a todas nuestras constituciones,
los peruanos por nacimiento y también por naturalización. Se consideran pe-
ruanos por nacimiento los nacidos en el Perú o en el extranjero, de padre o
madre peruanos, a condición de estar inscritos en el registro respectivo o de
optar por la nacionalidad peruana al llegar a la mayoría de edad. Los peruanos
por naturalización alcanzan la nacionalidad luego del cumplimiento de requisi-
tos específicos establecidos por la ley. Hasta la Constitución de 1839 se recono-
cía, prácticamente de forma automática, la condición de peruanos a los extran-
jeros residentes en el Perú oriundos de los países latinoamericanos y, en gene-
ral, a los extranjeros que hubiesen participado en la guerra de emancipación.
A partir de la Constitución de 1856 se optó por la fórmula ahora vigente, esto
es, previo cumplimiento de algunas formalidades —que han variado en el tiem-
po— para lograr la nacionalización o la naturalización.

2. EDAD PARA EL SUFRAGIO


Desde 1978 son ciudadanos los mayores de 18 años, reconocimiento que se
dio por vía legislativa. La Constitución de 1933 reconocía la ciudadanía a
«...los peruanos varones mayores de edad, los casados mayores de 18 años y
los emancipados» (art. 84). En apropiada interpretación y desarrollo legisla-
tivo, la Junta Militar, presidida por el general Francisco Morales Bermúdez,
modificó, simplemente, el Código Civil reduciendo de 21 a 18 años la edad
para lograr la capacidad civil,7 esto es, la mayoría de edad. La Constitución
de 1979 —como la actualmente vigente— explicitó la norma y reconoció
como ciudadanos a «los peruanos mayores de 18 años» (art. 65). Todas las
constituciones precedentes, a partir de 1828, habían fijado en 21 años la edad
para acceder a la ciudadanía, salvo para los casados. Las excepciones fueron
las constituciones de 1823, 1826 y 1839 que exigían 25 años.

3. LIBERTAD Y OBLIGATORIEDAD DEL SUFRAGIO Y DE


LA INSCRIPCIÓN EN EL REGISTRO ELECTORAL

La inscripción y el voto son obligatorios por mandato de la Constitución,


desde la Carta de 1933 (art. 88). La Carta de 1920 consagró, como una de las

7. El decreto ley 21994, de 15 de noviembre de 1977, modificó el artículo 8 del Código Civil de 1936 y
otorgó la ciudadanía a los nacionales alfabetos desde los 18 años: «Son personas capaces de ejercer los
derechos civiles los que han cumplido los 18 años de edad» (art. 1).
66 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

«bases» del sufragio el «Registro permanente de inscripción» (art. 67, inciso


1). En realidad, la Constitución de 1933 se limitó a sancionar, constitucional-
mente, una norma que la legislación electoral había consagrado siempre. Lo
hizo, en efecto, el Reglamento del Supremo Delegado (26 de abril de 1822)
que, incluso, privaba «para lo sucesivo» del derecho de elegir y ser elegido al
ciudadano que, habilitado del derecho de sufragar, «...se substraiga a inter-
venir y prestar su sufragio sin previa justificada escusa» (art. 5). La ley de
1828 dedicó cinco artículos al tema. Sancionaba a los omisos haciéndolos
inelegibles, publicando sus nombres en la Gaceta Oficial y en los demás pe-
riódicos haciendo constar que habían incumplido su obligación «...por indi-
ferencia al bien de la comunidad y en desprecio de su mismo derecho, pu-
diendo más en ellos una criminal indolencia que el amor a la patria». El Sena-
do debía tener presente esa lista para calificar su patriotismo al tiempo de
proponer ciudadanos para los empleos. La enfermedad y la ausencia ante-
rior a las elecciones eran «las únicas causas» que legitimaban «la falta de
sufragio» (art. 8 a 12).

La ley de 29 de agosto de 1834 permitía multar (4 a 12 pesos) a los ciudada-


nos electores que no concurrieran a los comicios en los «colegios provincia-
les», además de quedar en «suspenso de la ciudadanía por dos años» (art. 47),
sanciones que la ley de 1849 repitió (art. 44). Los ciudadanos comunes podían
ser multados (4 pesos) si rehusaban sufragar luego de ser conminados por el
gobernador, caso en el que, además, sufrían suspensión de la ciudadanía por
un año (art. 28). La ley de 1861 era igualmente drástica con los electores de los
colegios de provincia (multas de 25 a 50 pesos según que se hallaren o no en el
lugar de reunión del colegio —art. 38 y 39). Guardó silencio, en cambio, res-
pecto de los ciudadanos omisos. Hizo lo propio la ley de 17 de diciembre de
1892 que fue la primera que tipificó los delitos «contra el ejercicio del derecho
de sufragio» (art. 83 a 85). Era delito la inconcurrencia de los electores de
provincia al respectivo colegio electoral (art. 83, inciso 11). Se penaba con
multa de 25 a 100 pesos (art. 84) que era aplicada por el subprefecto a simple
requerimiento del presidente del colegio en cuestión (art. 49). Comparando la
ley de 1861 con la de 1892, Manuel Patiño Samudio expresaba:

La Ley del 61 sólo consignaba en diferentes partes actos prohibidos duran-


te las elecciones, algunos delitos, y las penas consiguientes [...]. Pero todo
esto no bastaba para garantizar el ejercicio de tan sagrado derecho, ni se
conocía unidad y prontitud para intentar la acción correspondiente á fin de
conseguir el castigo de los delincuentes [...]. Eso ha hecho la nueva ley.
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 67

Lo demás ya no está al alcance del legislador. La ley no puede quitar en


los pueblos del Perú la perniciosa costumbre de olvidar los delitos elec-
cionarios, una vez que las elecciones pasan. (1893, 35-36)

La ley de 20 de noviembre de 1896 estableció que la inscripción en el Regis-


tro Electoral era «indispensable para ejercer el derecho de elegir y ser elegi-
do» (art. 33). Pero no tipificó como delito o falta ni sancionó —como lo hacía la
legislación precedente— la infracción del deber de sufragar. La ley de eleccio-
nes de 1915 (ley 2108) sancionaba «con multa administrativa» hasta de 10 li-
bras la inconcurrencia de los miembros de las asambleas de contribuyentes,
delegaciones o juntas (art. 72). El estatuto de 1931 modificó también en este
aspecto la legislación precedente; todo elector estaba obligado a votar, salvo
impedimento legítimo (decreto ley 7177, art. 99); el cumplimiento de la obliga-
ción se acreditaba con el sello y la firma del presidente de la mesa de sufragio
en la libreta electoral. Ésta, a su turno, debía exhibirse en todo acto de trascen-
dencia pública o privada (art. 11), de carecer de la certificación antes mencio-
nada perdía validez (art. 156). La dispensa, en caso de omisión del deber, debía
tramitarse ante el juez, previo pago de una multa equivalente a dos días de
renta del solicitante. La dispensa sólo tenía vigencia anual (art. 9, 10 y 157).
Tales normas son las que, con ligeras variantes, imperan hasta ahora.

Ha sido costumbre, a partir de 1945, «amnistiar» a los omisos al cabo de


los procesos electorales, mediante leyes ad hoc. No fue una excepción el año
previo al proceso electoral de 2000, aunque con una variante; mediante ley
27190, de 3 de noviembre de 1999, se rebajó el monto de las multas a los
ciudadanos omisos a anteriores procesos electorales debido, en parte, a la
presión de los organismos electorales que verían mermada una fuente de
ingresos propios. Esa política legislativa se mantiene vigente hasta hoy. Es
importante anotar que la omisión del sufragio o del pago de la multa respectiva
no ha sido ni es óbice para que el infractor sea privado del derecho de sufra-
gar.8 La sanción consiste, ahora, en impedirle la suscripción de documentos

8. En el irregular y fraudulento proceso electoral de 2000, la ONPE amenazó a aquellos ciudadanos que no
concurrieran a sufragar, señalando que «...el documento electoral de las personas que no voten queda
automáticamente INHABILITADO» para acreditar su identidad y sufragar en elecciones políticas, entre
otras restricciones al ejercicio de los derechos civiles (Comunicado 008-2000-GIEE/ONPE, 21-5-2000).
Este comunicado, a pesar de no tener carácter vinculante, estaba en contradicción con la ley 26497 que
prescribe la vigencia del valor identificatorio del documento de identidad a pesar de la omisión y no
haberse cancelado la multa respectiva (art. 29), y la resolución 620-2000-JNE (9-5-2000) que había preci-
sado el no impedimento a sufragar a los ciudadanos omisos de la primera elección.
68 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

notariales o el ejercicio del derecho de contratar lo que, ciertamente, es in-


constitucional pues implica, en la práctica, la suspensión de los derechos fun-
damentales a la tutela judicial efectiva, debido proceso, libertad contractual,
derecho a realizar un trámite administrativo, derecho de seguridad social, y
acceso a la función pública, además de significar una doble sanción.9

4. SEXO Y SUFRAGIO
El derecho de sufragio estuvo reservado a los peruanos varones hasta el 7
de setiembre de 1955 en que se extendió a las mujeres (ley 12391), las que,
desde la dación de la Carta de 1933 (art. 86), gozaban de ese derecho de
manera restringida. Las mujeres alfabetas, mayores de edad, casadas, o
madres de familia, aunque no hubiesen llegado a la mayoría de edad, po-
dían sufragar únicamente en las elecciones municipales (art. 86). Todavía
en 1933 subsistían enormes prejuicios contra la mujer. Hasta la Comisión
Villarán —llamada así por su presidente Manuel Vicente Villarán— creía
que ésta no tenía independencia como para votar «con entera libertad»: «No
se concede voto a las mujeres, porque sus condiciones no son propicias toda-
vía al ejercicio de derechos políticos. La mujer peruana, en general, no se
halla en posesión de suficiente independencia civil, social, económica, ni in-
telectual y religiosa, para votar con entera libertad» (Villarán, 1962a, 27). Los
constituyentes de 1931 hicieron suyo el prejuicio, manteniendo una limita-
ción francamente irracional.10 Hoy la legislación electoral obliga a incorpo-
rar, por el sistema de «cuotas de género», no menos del treinta por ciento de
candidatos (mujeres o varones) al Congreso (ley 27387), al Consejo Regio-
nal11 (ley 27683, art. 12) y al Concejo Municipal12 (ley 27734, art. 1).

09. En mayo de 2000, la Defensoría del Pueblo dirigió a la Presidencia del Consejo de Ministros un
documento en el que recordaba «...que la omisión a un deber ciudadano en ningún caso puede acarrear
la suspensión de los derechos fundamentales de las personas» (Defensoría del Pueblo, 2000, 129-130).
10. El Congreso Constituyente de 1931 desechó el sufragio femenino. Roisida Aguilar afirma: «El rechazo a
la aceptación del derecho de sufragio femenino pasaba por la concepción que se tenía del papel que desem-
peñaba la mujer en la sociedad y por la calificación de la actividad que ésta realizaba en el ámbito privado y
público que debía ser reconocida y aceptada como trabajo. Los parlamentarios que querían seguir mante-
niendo el statu quo de la mujer en la sociedad no estaban de acuerdo con el voto femenino. Ellos le asigna-
ban las actividades que la ‘madre naturaleza’ le había encomendado en el ámbito privado ser la conservado-
ra de la especie, la protectora del hogar y de la familia bajo el amparo del varón quien debía protegerla y
cuidarla, pese a que en última instancia aceptaron que interviniera en labores de beneficencia y de magis-
terio porque ambas actividades eran la prolongación de un proceso maternal» (Aguilar, 2002, 156).
11. Véase la resolución 185-2002-JNE que define el número de candidatos varones o mujeres para las
elecciones regionales (ONPE, 2002, 471-473).
12. Resolución 186-2002-JNE que define el número de candidatos varones o mujeres para las elecciones
municipales (ib., 473-474).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 69

Elecciones generales de 1956.

5. EXTENSIÓN DEL SUFRAGIO


Sufragio y cultura
La Constitución de 1979, en fórmula que ha repetido la vigente (art. 30), sólo
impone a los mayores de 18 años un requisito para acceder a la ciudadanía:
inscribirse en el Registro Electoral (art. 65). De ese modo, estableció formal-
mente el sufragio universal, incluyendo, desde luego, el voto de los analfabe-
tos. Se ponía así punto final a un debate histórico. Todas las constituciones,
hasta la de 1979, exigían saber leer y escribir para ejercer el derecho de su-
fragio. El requisito, sin embargo, tuvo un tratamiento sui géneris a lo largo
de nuestra historia.

El Perú —a diferencia, incluso, de países europeos— tuvo sufragio uni-


versal prácticamente durante todo el siglo XIX. Las constituciones de 1823,
1828, 1856 y 1860 lo reconocían a quienes acreditaban sea saber leer y es-
cribir, una propiedad raíz, el ejercicio de un arte, industria u oficio, o la con-
dición de jefe de taller. La Carta de 1856 lo extendió también a quienes ha-
bían servido en el Ejército o en la Armada (art. 37). La ley de 29 de agosto de
1834, a pesar del silencio de la Constitución de ese año, introdujo un nuevo
requisito: ser contribuyente (art. 5, inciso 3), calidad que exigirían después
las constituciones de 1839 (art. 8, inciso 3) y de 1860 (art. 38). Contrariamen-
te a lo que podía suponerse, las normas en cuestión estaban dirigidas, en
realidad, a asegurar el sufragio indígena.
70 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

Las constituciones del siglo XIX garantizaron, en efecto, el voto indígena.


Establecieron requisitos alternativos a los de saber leer y escribir o crearon
regímenes de excepción en su beneficio. Así, la Constitución de 1823 excep-
tuó a los indios de aquel requisito hasta 1840 (art. 17, inciso 3). La de 1839
(art. 8, inciso 2) no lo hacía exigible hasta 1844, plazo que se prorrogó, en
1849, hasta 1860; al cabo del histórico debate entre Bartolomé Herrera, aban-
derado de la soberanía de la inteligencia y, por ende, opuesto al sufragio
indígena, y Pedro Gálvez que fue su más apasionado defensor.13 Los indíge-
nas que eran propietarios o contribuyentes estaban legitimados para sufra-
gar con arreglo a la Constitución de 1860. Puede decirse por ello que hasta
1895 hubo, en la práctica, sufragio universal masculino.

La ley de 12 de noviembre de 1895,14 al modificar la Constitución de


1860, reservó el sufragio sólo a «los ciudadanos en ejercicio que sepan leer
y escribir» (art. 38), norma que reprodujeron las constituciones de 1920
(art. 66) y de 1933 (art. 86). La innovación era, en apariencia, fundamental.
En teoría, el cuerpo electoral (y también la participación popular) se redu-
cirían drásticamente. En 1963 —época en que había disminuido ya en for-
ma considerable el analfabetismo— sólo la mitad de las personas en edad
de sufragar tenían derecho de voto. En esos comicios hubo dos millones
de sufragantes frente a cinco millones de personas mayores de 21 años. En
el papel, cuando menos, los analfabetos, en su mayoría indígenas, fueron
privados de un derecho del que nunca gozaron. No habrían tenido la opor-
tunidad de hacerlo en tanto subsistiera el régimen de servidumbre al que
estaban sujetos. No faltaba razón a la Comisión Villarán cuando sostenía
que los analfabetos —a los que identificaba con los indios— no debían vo-
tar porque «no saben votar» y eligen a sus dominadores y porque la cues-
tión del indio entonces no era política sino «de derecho civil, agrario y pe-
dagógico» (Villarán, l. cit.).

13. Véase el interesante debate entre Bartolomé Herrera y Pedro Gálvez sobre el sufragio de los indios
en el que la votación fue favorable a la doctrina de Gálvez por 46 contra 19 votos (Congreso de la Repúbli-
ca —CP—, 1849, sesiones del 6 y 7 de noviembre de 1849). Un resumen del mismo, aunque con un error
en el resultado de la votación —96 contra 19— (Basadre, 1983, III, 245-247).
14. La reforma del artículo 38 de la Constitución se debatió y aprobó en la Legislatura Ordinaria de 1890.
El 13 de agosto de 1891 se emitió el dictamen de la Comisión de Constitución de la Cámara de Diputados
pidiendo ratificar la modificación. Sin embargo, recién en la legislatura ordinaria de 1895 se eleva el
expediente de la reforma para su ratificación en la Cámara de Diputados. Puesta en debate, no suscitó
mayor oposición salvo de Modesto Basadre; en consecuencia, se aprobó el dictamen ratificatorio el 25 de
octubre de 1895 (CP, 1890, 1101 y ss; y CP, 1895, II, 289-290).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 71

La Constitución de 1933, como se ha visto, reconoció el derecho de sufra-


gio a las mujeres sólo en las elecciones municipales, en las que podían sufra-
gar las mujeres alfabetas, mayores de edad, casadas o madres de familia
aunque no hubiesen llegado a la mayoría de edad (art. 86). La norma fue
letra muerta. Las primeras elecciones municipales, después de 1912, se cele-
braron en 1963, ocho años después de que se modificara la Carta de 1933 y
de que las mujeres alfabetas mayores de 21 años adquirieran la plenitud de
sus derechos políticos en 1955.15

La consagración del sufragio universal, es decir en favor de los analfabe-


tos, suscitó algunas pequeñas reticencias pero no provocó debate alguno de
trascendencia, lo que es explicable: en 1979, como ahora, los analfabetos no
representaban un volumen significativo de la población electoral. A pesar de
ello, la consagración del sufragio universal en la Carta de 1979 fue un impor-
tante avance en el proceso de democratización de la sociedad peruana aun-
que no afectó —como muchos creían— ni el equilibrio ni las tendencias de
las fuerzas políticas en el panorama electoral.

Sufragio y tributación
En rigor, en el Perú no hubo sufragio censitario. El componente restrictivo
del censo, entendido como determinado nivel de riqueza o capacidad contri-
butiva para ejercer el sufragio, no existió. Por el contrario, la tributación im-
plicó la ampliación del cuerpo electoral. Hasta mediados del siglo XIX los
indios eran contribuyentes. Eliminado el tributo indígena en 1854, fue resta-
blecido posteriormente bajo el nombre de contribución personal. Fue, en
realidad, una de las vías que permitió legitimar el sufragio indígena, mas no
debe llevar al equívoco de otorgar un carácter excluyente al sistema, pues
estaba afecto a la contribución personal todo varón mayor de 21 años y me-
nor de 60, debiendo pagarla a razón de un sol de plata por semestre en la
sierra y dos soles en la costa.16 En consecuencia, el ejercicio del sufragio era
prácticamente universal.

En cambio, debían ser mayores contribuyentes o propietarios los miem-


bros de los colegios electorales o quienes aspiraban a acceder a cualesquie-
ra otras funciones electivas. Conforme a la ley de 1896 y las que rigieron
hasta 1919, era derecho de los mayores contribuyentes designar o integrar

15. Modificación introducida por ley 12391 de 7 de setiembre de 1955.


16. Derogado por ley de 24 de diciembre de 1895.
72 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

los órganos electorales. Fue éste hasta 1912 un derecho ilusorio. En la gran
mayoría de provincias no era suficiente su número para constituir la asam-
blea de mayores contribuyentes (25 en total) y, por cierto, para integrar los
órganos electorales. Por ello mismo, las leyes 1777 y 2108 permitieron in-
cluir, para el caso de las provincias en las que no se alcanzase tal mínimo, a
cualquier persona que abonara cualquier cuota como contribución. Más aún,
si no se lograba completar el número con este procedimiento, permitía la ley
de 1915 incluir a los mayores propietarios.17

La tributación, desde luego, no podía ser requisito exclusivo para el ejer-


cicio del derecho de sufragio. La legislación sobre la materia fue perfecta-
mente consciente de ese hecho como lo revela un ligero análisis. El derecho
de sufragio —con arreglo a la Constitución de 1823— implicaba saber leer y
escribir y tener una propiedad o ejercer cualquier profesión o arte u ocupar-
se en una industria útil «sin sujeción a otro en la clase de sirviente o jornale-
ro» (art. 17, incisos 3 y 4). En la Constitución de 1828 ser propietario era
requisito para el goce del derecho de sufragio pasivo, más específicamente
para ser elegido miembro de un colegio electoral. La ley de elecciones de 29
de agosto de 1834 estableció que pagar «alguna contribución» era una alter-
nativa al ejercicio de una profesión, industria, etc. (art. 5, inciso 3). La Cons-
titución de 1839, en cambio, convirtió el pago de «alguna contribución» en
uno de los requisitos para ser ciudadano en ejercicio (art. 8, inciso 3). Por
decreto supremo de 28 de julio de 1866 se estableció: «Todo ciudadano al
tiempo de ejercer el derecho de sufragio, debe acreditar haber pagado la
contribución personal con el recibo del receptor» (art. 20). Decía José María
Químper, secretario de Estado en el despacho de Gobierno:
Obvia es la razón de esta medida. El que no contribuye a sobrellevar las
cargas de la sociedad tampoco debe gozar de los beneficios que ella conce-
de a sus miembros. Todo derecho es correlativo de una obligación. Por
razones de moralidad y de justicia, solo deben intervenir en los actos elec-
torales los buenos ciudadanos, y seguramente, no es un buen ciudadano el
que le niega al estado, en sus momentos de apuro, una parte demasiado
pequeña de su trabajo personal.18

17. El proyecto original de la ley de elecciones de 1912 —señala Alberto Ulloa— pretendió ampliar la base
de los miembros de la asamblea de contribuyentes, formándola democráticamente con contribuyentes que
pagasen una cuota reducida o baja. Sin embargo, intereses «particulares» desecharon la propuesta y dieron
una conformación plutocrática de las listas de mayores contribuyentes (CP, 1917, 323, sesión de 19 de
noviembre; y Villarán, 1998, 593-594).
18. José María Químper: «Extracto de la Memoria que el Secretario de Estado en el Despacho de Gobierno,
Policía y Obras Públicas, presenta al Congreso Constituyente de 1867» (García, 1954, XII, 77).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 73

Elecciones presidenciales de 1908.

Precisamente por la generalidad de la norma, la contribución personal no


llegó a configurar, en rigor, un voto censitario. Para ello habría sido necesa-
rio que los electores fueran sólo algunos de los contribuyentes (por ejemplo,
los de mayor cuota). En el Perú todos estaban obligados por igual, lo que por
cierto privilegiaba, tributariamente, a los más ricos.

La Carta de 1860 restableció el pago de una contribución como requisito


alternativo y rectificó, de ese modo, a la Constitución de 1856 que lo había
suprimido. Tal norma rigió naturalmente hasta 1895, año en que se estable-
ció el sufragio capacitario. Ninguna de ellas, sin embargo, hizo de la contri-
bución el requisito o la contrapartida del derecho de sufragio. Por ello puede
sostenerse que en el Perú no hubo, en verdad, sufragio censitario. En todo
caso, lo que existió no sirvió para excluir sino más bien para ampliar el dere-
cho de sufragio. Favorecía, en apariencia, a los indígenas. Distinto ha sido el
caso de los funcionarios políticos, judiciales, militares y policiales.

Sufragio y función pública


Todas nuestras constituciones previeron, hasta la de 1920, causales de pérdida
de la ciudadanía. Subsisten ahora las normas que, desde 1828, establecen los
74 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

casos en los que cabe la suspensión «del ejercicio de la ciudadanía», por cierto
siempre por mandato judicial (interdicción judicial, privación de la libertad y
suspensión de derechos políticos). Excepción hecha de la Ley Reglamenta-
ria de Elecciones de 1825, de la Ley Reglamentaria de Elecciones de 1828 y
del Reglamento del Plebiscito de 1919, todas nuestras leyes de elecciones
negaron derecho de sufragio a los miembros de las Fuerzas Armadas y
Policiales. La Constitución de 1933 (art. 87) formalizó tal limitación. Las cons-
tituciones de 1979 (art. 67) y de 1993 (art. 34) han convertido la restricción
así impuesta en una «inhabilitación», lo que es absurdo.

La ley de elecciones de 29 de agosto de 1834 fue la primera que negó


derecho de sufragio a los comandantes generales y jefes de guarnición «en
los lugares donde estén designados» así como a los soldados, cabos y sar-
gentos del Ejército y de la Armada (art. 6, incisos 1 y 2). La ley de 1849
comprendió dentro de la restricción a quienes eran inelegibles (art. 3). Es
decir, a todos los funcionarios políticos, además de los miembros de las Fuer-
zas Armadas y Policiales. La de 1861 mantuvo la prohibición19 (art. 2, inciso
2, y art. 3 y 4) en texto que se reprodujo, literalmente, por las leyes de 1892
(art. 2, incisos 2, 4 y 5) y de 1896 (art. 2, incisos 2, 3 y 4), la que extendió la
prohibición a los funcionarios judiciales. La ley 2108 (1915) acuñó una fór-
mula escueta que negaba el derecho de sufragio a las autoridades políticas,
militares, y policiales y, en general, a los militares en actividad20 (art. 2, incisos
1 y 2). El Estatuto de Elecciones de 1931, por un lado, redujo la restricción
sólo a las Fuerzas Armadas y Policiales y, por el otro, la amplió al clero,
optando por una fórmula distinta pues prohibió su inscripción en el Registro
Electoral. La Constitución de 1933 no sólo hizo inelegibles a los miembros
del clero (art. 100), lo que era discriminatorio, sino que también les suspen-
dió el ejercicio de la ciudadanía (art. 85, inciso 2), y prohibió el sufragio de
los miembros de las FF. AA. y FF. PP., tal como acontece hoy mismo.

19. Al debatirse el artículo 2 del proyecto de la ley de elecciones de 1861, se consideró innecesaria la
privación del sufragio a las autoridades políticas, ya que de todas formas influirían en las elecciones; no
obstante, primó el criterio general de negarles el sufragio. De esa forma no coaccionarían directamente
en el proceso electoral (CP, 1861, 192-194, sesión de 13 de diciembre).
20. Al debatirse el proyecto de ley electoral de 1915, Wenceslao Varela, senador, recordaba que nuestra
legislación electoral había consagrado el principio de la exclusión del sufragio a «los individuos de la fuerza
armada»; lo que significaba «no tener intervención alguna en las elecciones políticas». Sin embargo, el uso
del Registro de la Conscripción Militar como «base para las elecciones políticas» implicaba contradecir tal
principio, con lo que se desnaturalizaban las elecciones políticas y, desde luego, la importantísima institu-
ción del servicio militar obligatorio (CP, 1917, 125-126, sesión de 11 de noviembre).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 75

6. FORMA Y OPORTUNIDAD DEL SUFRAGIO

Sufragio directo e indirecto

La Constitución de Cádiz —que inspiró la Carta de 1823— influyó en forma


duradera sobre nuestro régimen electoral. La Carta gaditana y los primeros
documentos hispanoamericanos, a excepción del Estado de Buenos Aires,21
previeron elecciones indirectas, en tres o dos grados. De ella y no de Esta-
dos Unidos —según cree Basadre— tomamos el sufragio indirecto que rigió
durante todo el siglo pasado. Los constituyentes de 1823 habrían preferido,
al parecer, la elección directa. Ésta era, a su juicio, «la única que puede lla-
marse esencialmente libre». Creían, sin embargo, que exigía «...ilustración
en la masa general del pueblo, y cierta comodidad combinable con la multi-
plicidad de las poblaciones en un estendido territorio», lo que por supuesto
no ocurría en el Perú. La Comisión de Constitución justificaba el sufragio in-
directo aduciendo que la «calificación de las aptitudes de un representante»
no podía ser «obra de puro instinto» y que debía reservarse a los hombres
«menos vulgares».22

Por su parte, el sufragio directo, incorporado luego de la modificación del


artículo 38 de la Constitución de 1860,23 tampoco era en 1895 novedad absolu-
ta. Por sufragio directo se eligió a nuestros primeros constituyentes en 1823,
en cumplimiento del Reglamento de Elecciones de 26 de abril de 1822.24 Por

21. La ley de elecciones del Estado de Buenos Aires de 14 del agosto de 1821 estableció dos principios:
«Artículo 1. Será directa la elección de los Representantes que deban completar la Representación Ex-
traordinaria y Constituyente; Artículo 2. Todo hombre libre, natural del país o avecindado en él, desde la
edad de 20 años, y antes si fuera emancipado, será hábil para elegir». Para mayor información sobre las
elecciones bajo este sistema véase Ternavasio, 1995, 65 y ss.
22. «Segunda parte del Discurso Preliminar del Proyecto de Constitución de 1823» (CP, 1823, 6).
23. El informe de la Comisión de Constitución, al presentar el proyecto de Constitución de 1860, expresaba:
«Hemos reservado para la legislación orgánica el ejercicio del sufragio y otras disposiciones, que siendo
por su naturaleza muy variables, no deben formar parte de la Constitución del Estado [...]. En nuestro
concepto, una Constitución no está destinada a reglamentar los derechos políticos, sino a establecer los
principios en que se fundan todas las Leyes secundarias» (CP, 1860, 75, sesión de 24 de agosto).
24. El reglamento electoral de 1822 que creó, sin duda, el régimen electoral peruano, consagró de inicio
el sufragio directo y casi universal. El texto del reglamento, en la práctica, era una adaptación de las
normas electorales de la Constitución de Cádiz (art. 35 a 103). A diferencia de aquella, sin embargo,
estableció el sufragio directo y, por consiguiente, introdujo el uso de dos urnas con la finalidad de que, en
una, se depositasen los votos para diputados propietarios y, en la otra, los de los suplentes (art. 21).
Asimismo debió arbitrar un órgano de competencia departamental para el cómputo de los votos, dado
que optó por el distrito departamental. No obstante no haber regido a plenitud, este reglamento influyó
de modo decisivo. Excepción hecha del sufragio directo, casi todas sus instituciones prevalecieron poste-
riormente en la legislación peruana. El sufragio indirecto obligó a modificar el número de los órganos
electorales y su forma de integración así como el procedimiento de votación, pero subsistieron, en esen-
cia, la gran mayoría de sus disposiciones (véase Paniagua en prensa).
76 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

sufragio directo también se eligió a la Convención Nacional de 1855 (regla-


mento de elecciones de 5 de febrero de 1855), al Congreso de 1858, a los
representantes para el Congreso de 1860 que reformó la Constitución de 1856
(ley de elecciones de 20 de febrero de 1857), y a los representantes al Congre-
so Constituyente de 1867 (decreto supremo de 28 de julio de 1866). Del mis-
mo modo se ungieron presidentes Ramón Castilla, en 1858, y Mariano Ignacio
Prado, en 1867. El primero en cumplimiento de la ley de elecciones de 20 de
febrero de 1857, que desarrolló la Constitución de 1856 (art. 37). El segundo,
en conformidad con el decreto supremo de 28 de julio de 1866 (art. 2).

Sufragio directo o indirecto fue, desde luego, tema de controversia entre


liberales y conservadores. Lo revela el texto de la ley de 4 de abril de 1861 con
la que los conservadores no sólo derogaron la ley de elecciones de 1857 sino
que pretendieron estigmatizar el sufragio directo, consagrado en la Carta de
1856. Decía el artículo 4 de la ley: «La elección de presidente y vice-presidente,
representantes de la Nación y funcionarios municipales no podrá hacerse di-
rectamente por el pueblo sino por medio de electores reunidos en colegio».
Cuarenta años más tarde, se derogó tan terminante disposición en medio de
apasionados debates parlamentarios sin suscitar, en cambio, ninguna reacción
popular. Seguramente porque, en 1896, el voto directo favorecía únicamente a
los alfabetos (ley de elecciones de 20 de noviembre de 1896, art. 1) que eran
entonces una muy insignificante minoría, como seguirían siéndolo hasta bien
entrada la década del cincuenta del presente siglo.

La modificación guardaba estricta correspondencia con el pensamiento


político de Piérola. El presidente —según el programa del Partido Demócra-
ta— debía cumplir una función moderadora que, a su turno, requería un
poder incontestable que sólo podía derivar de un inequívoco respaldo popu-
lar. Piérola reclamaba «...un poder presidencial [que garantice la] relación
entre los diversos Poderes públicos, que asegure la función regular de éstos
y que, representando a la Nación en el exterior, sirva permanentemente de
elemento conservador del régimen interno» (Partido Demócrata, 1912, 31-
32). La elección directa del presidente sintonizaba, sin duda, con las tenden-
cias caudillistas de nuestra idiosincrasia política. «El pueblo [decía la Comi-
sión Villarán en 1931] no se resigna a no tener candidato. No se fía de nadie
para que elija por él» (Villarán, op. cit., 42). Los colegios electorales25 eran

25. En 1890, el escrutinio de la Cámara de Diputados respecto a 40 actas de los colegios electorales dio a
Morales Bermúdez 1.842 votos y 161 a Francisco Rosas, mientras que el Senado —escrutando otras 27
actas— reconoció 929 votos a favor de Rosas y sólo 282 para Morales Bermúdez («Dictamen de la Comi-
sión de Cómputo, 2 de agosto de 1890», CP, 1890, 52-53; y Basadre, 1980, 41-42).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 77

expresión de un régimen inauténtico y artificioso en el que las cámaras su-


plantaban, en verdad, la voluntad incluso de aquellos. Villarán, haciendo un
juicio crítico de las costumbres electorales antes de 1896, señalaba:
Las cámaras calificaban las credenciales de sus miembros. Todos los Con-
gresos, unos más que los otros, abusaron de esa prerrogativa. Son conoci-
das las escenas de la incorporación, que se realizaban en juntas preparato-
rias. Los candidatos ordinariamente duales, presentaban sus actas, que pa-
saban a la Comisión de poderes. El personal de la Comisión era formado de
sujetos seguros que daban dictamen favorable al candidato favorecido por la
mayoría de la junta [...]. La víspera de la elección, en locales ubicados en las
cercanías de las plazas públicas, se reunían bandas de plebe asalariada. Allí
pasaban toda la noche; se les armaba y embriagaba, y al despuntar el día se
lanzaban frenéticas unas contra otras a disputarse a viva fuerza las ánforas y
mesas [...]. Quien tenía las mesas había ganado la elección. Para conseguirla
se necesitaba entonces golpes y tiros. Se necesitaba expulsar de la plaza al
bando contrario, para que el personal de la mesa arreglara tranquilo los pa-
peles que simulaban la elección. El tumulto, los disparos, la sangre forma-
ban parte obligada del procedimiento tradicional.26

La ley de elecciones de 1896 intentó pues fundar sobre base firme el régi-
men representativo y, al consagrar el sufragio directo, aportó una de las pie-
zas maestras del régimen político peruano que se funda en una acentuada
personalización del poder.

El voto popular directo se convirtió en una de las «bases del sufragio» en


la Carta de 1920 (art. 67, inciso 2). Se afianzó definitivamente, no obstante
que la Constitución de 1933 lo reconoció de modo indirecto al regular la
forma de elección del presidente y de los representantes del Congreso (art.
89 y 135). La Constitución de 1979 introdujo el término «voto personal» (art.
65) en lugar de sufragio directo. La fórmula —propuesta por el APRA— no es
feliz: el sufragio siempre es personal pero no siempre directo. Debió pre-
servarse el término que califica una modalidad de sufragio universalmente
reconocida, así como por la Constitución histórica del Perú. La Carta de 1993
se ha limitado a repetir el término (art. 31), lo que no le ha impedido usar la
expresión «sufragio directo» al disciplinar la elección del presidente (art.
111); en tanto que establece, en forma absurda, que el Congreso se elige

26. M. V. Villarán. «Costumbres electorales», en Mercurio Peruano, 1, Lima, 1918, p. 11 y ss, reproducido
en Páginas escogidas, 1962b, 197-198. Además véase Lecciones de Derecho Constitucional, 1998, 582 y ss.
78 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

«mediante un proceso electoral organizado conforme a la Ley» (art. 90).


Subsiste pues el sufragio directo con prescindencia de toda otra posibili-
dad de integración funcional o gremial que permitía la Carta de 1979 en el
caso de las asambleas regionales. La Constitución de 1933 previó original-
mente un senado funcional que nunca llegó a constituirse.27 Esa misma
Constitución permitió la representación corporativa de las comunidades
indígenas en las municipalidades, a través de un personero designado por
ellas (art. 205).

Secreto o publicidad del sufragio


La reserva del voto parecía, hacia 1895, una institución definitivamente conso-
lidada. La Constitución de 1823 declaraba que «...los sufragios serán secretos
registrándose después su resultado en los libros correspondientes» (art. 46),
norma que no se reprodujo posteriormente. Sólo un siglo más tarde el secreto
del voto sería tema constitucional inevitable. Las leyes electorales, sin consa-
grarlo en forma expresa, regularon el uso de cédulas de sufragio para asegu-
rar la reserva del voto. Su racionalidad era sin duda indiscutible.

¿Por qué razón la ley de elecciones políticas de 1896 se apartó de la tradi-


ción y estableció el sufragio público y en doble cédula? (20 de noviembre de
1896, art. 6). Hay algunas razones que, en su día, se tuvieron en considera-
ción. El elector disponía, aparentemente, de un comprobante formal del senti-
do de su voto. Se permitía, en apariencia también, el control público de los
resultados.28 A cambio de todo ello, es indudable que se facilitaba también
un medio eficaz para la coacción y el cohecho,29 aunque, paradójicamente,
se esperaba una mayor transparencia y veracidad. Se intentaba impedir que
los órganos electorales, como lo hicieran antes las cámaras, suplantaran la

27. El artículo 89 de la Constitución de 1933 estableció que el Congreso estaba compuesto por una Cáma-
ra de Diputados, elegida en sufragio directo y un Senado Funcional. El proyecto de reforma constitucio-
nal de Bartolomé Herrera presentado al Congreso de 1860 ya había previsto la composición funcional y
corporativa de la Cámara de Senadores (art. 59) —«Proyecto de reforma constitucional de Bartolomé
Herrera», en Pareja, 1954, 845-880.
28. Similar ensayo pretendió realizar la ONPE en el proceso electoral general de 9 de abril de 2000, intro-
duciendo dos solapas troqueladas en la cédula de sufragio (resolución jefatural 078-2000-J/ONPE, 12 de
febrero de 2000).
29. El sufragio público suscitó ciertos temores en la Comisión de Constitución de la Cámara de Diputa-
dos en 1895. Así, en su dictamen en minoría señalaba que el voto público coactaría la independencia del
sufragante, estimularía el cohecho y, desde luego, garantizaría la compra de votos; en consecuencia, era
necesario suprimirlo (CP, 1896, II, 557).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 79

voluntad popular. No fue así. Lo testimonia la experiencia de la República


Aristocrática. Según M. V. Villarán, el voto público dividió a los electores en
tres clases: «...los que votaban ciegos por consigna; los que vendían su voto
al que les daba más y los que —y estos eran casi todos— se alejaban de las
ánforas con explicable horror» (1962b, 228).

La Constitución de 1920 reconoció «el voto popular directo» como una de


las «bases» del sufragio (art. 67). Implícitamente quedó subsistente el voto
público. Tanto el Reglamento de Elecciones de julio de 1919 como la ley de
elecciones 4028 consagraron el voto público y en doble cédula. Con arreglo
a esas normas se eligió la Asamblea Nacional en 1919, se reeligió a Leguía y
se renovó el Congreso en 1924 y en 1929. Naturalmente, en medio de proce-
sos electorales fraudulentos.

El texto de la Constitución de 1920 establecía únicamente el sufragio di-


recto. La reserva o publicidad del voto eran materia de regulación legal. Por
ello mismo, el estatuto de 1931 pudo restablecer el voto secreto sin necesi-
dad de modificar «las bases del sufragio» (art. 100). No obstante haber exis-
tido en la legislación anterior a 1896, la restauración del voto secreto por el
Estatuto Electoral de 1931 tuvo todos los visos de una genuina innovación.
No sólo porque el decreto ley 7111 se cuidó de asegurar la libertad del elec-
tor o porque se crearon garantías para la emisión del voto (cámara secreta,
emisión personal del voto en sobre cerrado, etc.); sino, sobre todo, porque
se creó la cédula «oficial» de sufragio. Una cédula que, reuniendo las carac-
terísticas físicas que la ley señalaba (art. 108), debía imprimirse por los par-
tidos o candidatos, previa aprobación del Jurado Nacional o departamental
de elecciones, para su entrega a los electores por el personal de las mesas
receptoras de sufragio (art. 109 a 112). El sistema implicaba sin duda un
gran avance, pues libraba al elector de cualquier presión externa; pero, a
pesar de ello, poseía algunos inconvenientes.

La cédula «múltiple» privilegiaba a los partidos y candidatos con recursos


económicos o que gozaban del favor oficial frente a los que no disfrutaban de
tales facilidades. Sólo aquellos estaban en condiciones de hacer llegar o dis-
tribuir oportunamente sus cédulas a todas las mesas de sufragio. Esa cir-
cunstancia tuvo una enorme repercusión. En 1963, y al cabo de una intensa
batalla, librada en especial por Fernando Belaunde Terry —cuya elección en
1956 se entorpeció por el simple expediente de no inscribir su candidatura y
de no aprobar oportunamente sus cédulas de sufragio—, el Perú optó por el
80 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

modelo «australiano» esto es, por la cédula única de sufragio. Con ello se
aseguró eficazmente el secreto del sufragio, se eliminó de modo efectivo la
amenaza del cohecho o de la coacción, y se garantizó también a todas las
candidaturas la posibilidad de llegar a todas las mesas de sufragio y, por
tanto, de competir en igualdad de condiciones frente a los electores.

«El voto es secreto» decía escuetamente el artículo 88 de la Constitución de


1933. La de 1979, al regular los derechos políticos, consignó el secreto como
uno de los rasgos distintivos del voto (personal, libre, igual —art. 65), declara-
ción que la Constitución de 1993 ha reproducido textualmente (art. 31). Tales
declaraciones constitucionales, sin embargo, no eran novedad. Todas nues-
tras leyes electorales, excepto la de 1896 y sus modificatorias, previeron el
sufragio secreto. Inclusive las leyes de 1857 (art. 49) y de 1861 (art. 89) regu-
laron, de manera específica, la forma de las cédulas de sufragio. La ley de 1896,
en ese sentido, marchó a contrapelo de nuestra tradición legislativa; lo hizo,
sin duda, porque la reserva del voto contribuyó a facilitar la falsificación de la
voluntad popular por obra de las cámaras legislativas. La publicidad que la
reforma estableció perseguía evitar una experiencia análoga con los nuevos
órganos electorales contando con que la fiscalización pública se convirtiera en
un freno frente a tales riesgos. Su propósito, a todas luces plausible, fue frus-
trado por completo a partir de las elecciones municipales de 1900 en las que,
dicho sea de paso, Piérola —creador del sistema— fue desembozadamente
burlado por los civilistas que controlaban los órganos electorales en Lima.30

7. LA CÉDULA DE SUFRAGIO

Desde el Reglamento de Elecciones de 1822 se propuso la utilización de cé-


dulas de sufragio. Éstas consistían en cualquier hoja en la que pudiera escri-
birse los nombres del candidato o candidatos de preferencia del ciudadano.
Según nuestra primera ley electoral, cada sufragante depositaba las corres-
pondientes cédulas en las dos urnas destinadas a ese efecto (diputados pro-
pietarios y diputados suplentes), «papeletas» en las que iría escrito «...un
número de personas, igual al de los Diputados asignados a todo el departa-
mento a que pertenece la parroquia» (art. 21).

30. La ley de elecciones de 1896 consagró como órgano electoral supremo a la Junta Electoral Nacional,
la misma que tenía nueve miembros: dos elegidos por la Cámara de Senadores, dos por la de Diputados,
cuatro por el Poder Judicial y uno designado por el Poder Ejecutivo. El Partido Civil llegó a monopolizar,
desde 1899, a la Junta Electoral porque manejó los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial.
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 81

Teniendo como antecedente las elecciones populares durante la vigencia


de la Constitución de Cádiz, el sufragio mediante cédulas llevaba implícita la
imposición y el cohecho. Según relato de Riva-Agüero, Manuel Antonio Col-
menares, elegido diputado al Congreso Constituyente por Huancavelica, de-
partamento ocupado por las tropas realistas: «...tomó seis o siete indios de
los que cargan las espuertas de comestibles, en la plaza del mercado; los
trajo consigo al lugar en que se hacían las célebres elecciones de diputados
suplentes; les proveyó allí de cédulas escritas por él mismo para que le vota-
ran y a los compañeros que él quiso darse, para diputados, y con ocho o
nueve individuos que se reunieron, y de estos solamente tres de Huancavelica,
resultó él elegido diputado, y así los otros» (1824, 130-131).

Las leyes de 1825 (art. 19) y de 1828 (art. 23) ratificaron la utilización de
cédulas en las asambleas electorales parroquiales, permitiendo que el ciuda-
dano entregara «la lista o cédula comprensiva del número de electores» o
que se hiciera escribir por uno de los secretarios los nombres de los candida-
tos de su preferencia. Se prohibía sufragar por sí mismo. «Las cédulas [decía
el artículo 24 de la ley de 1828] se entregarán dobladas al Presidente, quien
las depositará en una urna que debe estar sobre la mesa». Por el contrario,
las leyes electorales de 1834, 1839, 1849 y 1851, si bien no hacían mención
expresa del procedimiento de votación mediante cédulas, continuaron con la
práctica electoral de utilización de las mismas. El reglamento electoral de
1855 volvió a señalar en la ley la forma de votación mediante cédulas: los
ciudadanos votarían «...en una sola cédula, para el Diputado o los Diputados
propietarios y suplentes que corresponden a la provincia» (art. 33); si no
supieran escribir, votarían «de palabra» y el secretario escribiría en una cé-
dula los nombres que aquellos indicaran (art. 26).

La ley de 1857 (que reguló elecciones por voto directo) intentó, en cam-
bio, especificar las características de la cédula y la forma de votación: el 10
de diciembre de cada año se iniciarían las elecciones en todos los pueblos de
la República, siendo simultáneas las elecciones para municipios, juntas de-
partamentales y Congreso (art. 18). Por esa razón dispuso que «...el voto
será escrito en un octavo de pliego de papel blanco, y se entregará doblado
en cuatro, sin que contenga dentro ni fuera contraseña alguna» (art. 19).
Para evitar confusiones, cada cédula, ya doblada, llevaría un número que
identificase el tipo de elección para la cual se emitía el voto; el número 1 si se
trataba de elección municipal, el 2 si la elección era para juntas departamen-
tales, y el 3 si se trataba de elección del Congreso (art. 20). Así, habría en las
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Elecciones de 1919.

mesas receptoras tres ánforas distintas, numeradas según el tipo de elec-


ción. Al momento de la elección el sufragante se acercaba a la mesa «por el
lado derecho del Presidente» y entregaba a éste las cédulas conteniendo su
voto, de acuerdo al orden establecido según el tipo de elección. El presiden-
te recibía la cédula, pronunciaba «en alta voz» el número de la misma y el
tipo de elección, depositaba el voto en el ánfora correspondiente y, así suce-
sivamente, con las otras cédulas (art. 21). En caso de realizarse una o dos
elecciones, se colocaban las ánforas que correspondieran según su clasifica-
ción numérica (art. 22).

De modo análogo, la ley de 1861, al prescribir que los sufragantes de los


colegios parroquiales efectuarían la votación de los electores «por medio de
cédulas» (art. 15), establecía que éstas debían ser «de papel común, sin color
especial, ni marca de ninguna especie» (art. 89). Disposición que no recogió el
decreto supremo de 28 de julio de 1866 que, más bien, retomó lo prescrito por
la ley de 1857 así como el voto directo. La mesa receptora de sufragios, «sufi-
cientemente espaciosa», tendría dos ánforas identificadas con los números 1 y
2 (art. 23). Los ciudadanos emitirían su voto en «dos cédulas del tamaño de un
octavo de pliego de papel blanco cada una». La primera contendría el nom-
bre de un candidato para presidente de la República, llevando en el reverso
el número 1. La segunda contendría tantos nombres como representantes
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propietarios y suplentes correspondieran a la provincia, llevando en el rever-


so el número 2 (art. 24). Si el ciudadano era alfabeto escribiría «personal-
mente los votos que emita», si era analfabeto sus votos serían escritos por
«el miembro de la mesa que él determine» (art. 25). Cédulas «de papel co-
mún y sin marca de especie alguna» debían usarse en el acto electoral según
el artículo 28 de la ley de 1892, retomando lo establecido en la ley de 1861.

La ley de 1896 precisó que «...todo voto se emitirá en dos cédulas perfec-
tamente iguales, que llevarán el número de la boleta de inscripción del
sufragante [...] y en dichas cédulas se designará el nombre y cargo del elegi-
do o elegidos y la fecha del voto» (art. 57). Las cédulas podían ser impresas
y se podía colocar en ellas las marcas o contraseñas que el votante creyera
conveniente «para la oportuna identificación de sus sufragios» (art. 58). Una
de las cédulas, firmada por el sufragante, quedaba en poder de la comisión
receptora como comprobante del sufragio; la otra, firmada por el presidente
de la comisión, se devolvía inmediatamente al elector (art. 59). Dichas dispo-
siciones fueron reproducidas por la ley de 1915 (art. 48 a 50) y, en parte, por
la ley de 1924 (art. 13).

El Estatuto Electoral de 1931 creó la cédula «oficial» y estableció las ca-


racterísticas de la misma. Debía ser de papel blanco y forma rectangular de
modo que, doblada en dos, pudiera introducirse en los sobres «que el regla-
mento determine» (art. 108). Impresas en tinta negra, no deberían tener más
leyenda que la relativa al «nombre o nombres de los candidatos y partidos,
además de las abreviaturas, iniciales o monogramas», para lo cual se emplea-
ría «un distintivo especial o un sello en las partes donde fuere posible» (art.
109). Sin embargo, el elector podía sustituir «de su puño y letra» el nombre o
nombres de los candidatos impresos en la cédula (art. 108). A pesar de la
intención del legislador, la utilización de la cédula «múltiple» no aseguró la
competencia entre partidos ni la verdad del sufragio. Adoptada por las leyes
electorales siguientes sirvió para excluir a los partidos o candidatos sin re-
cursos económicos. Por esa razón, el decreto ley 14250 adoptó la cédula «úni-
ca» de sufragio, impresa, desde luego, por el Jurado Nacional de Elecciones.

8. DURACIÓN DE LA VOTACIÓN
La votación en los siglos pasados requería, sin duda, plazos relativamente
amplios. Las dificultades de comunicación, la inexistencia de facilidades y
servicios suficientes en los centros de votación (alimentación, hospedaje,
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etcétera) los justificaban. Los plazos se fijaron, sin embargo, de modo relati-
vamente arbitrario. La ley de 1825 estableció los plazos en función del núme-
ro de sufragantes. Señaló un máximo de diez días para las circunscripciones
con 2.000 o más electores. Debían destinarse los cuatro o seis primeros días
a la votación y los dos o cuatro últimos para la regulación de los sufragios
(art. 21). La ley de 1828 fijó la duración entre tres y, como máximo, seis días;
sin embargo, dejaba abierta la posibilidad de un plazo mayor dado que «no
concurriendo los dos tercios» podía compelerse «...prudentemente a los que
no hayan concurrido hasta llenar los expresados dos tercios» (art. 25 y 26).
La ley de 1834 preveía un plazo regular de seis días y un requerimiento adi-
cional de dos para los omisos. De no sufragar los dos tercios, la mesa debía
seguir reuniéndose «...hasta que se complete el número referido, sin perjui-
cio de la aplicación de la pena a los electores que no hubiesen concurrido
después del último término» (art. 26 a 29).

La ley de 1839 también indicó que las elecciones no podían extenderse «a


más de seis días», siempre y cuando se hubieran completado los dos tercios
de los sufragantes de la parroquia (art. 25). Sin embargo, «...si a los cuatro días
no hubiese concurrido el número necesario de sufragantes», la mesa, por medio
del gobernador, compelería a los omisos para que «dentro del segundo día
perentorio lo verifiquen», si no se les cobraría «un tercio más de la contribu-
ción que pagan». Los que no pagaren serían sancionados con una multa de
cuatro a seis pesos y «suspensos de la ciudadanía por un año» (art. 26). Si, a
pesar de los plazos establecidos, no «hubieren sufragado los dos tercios de
ciudadanos», la mesa debía seguir reuniéndose «diariamente» hasta comple-
tar los dos tercios de sufragantes y «...sin perjuicio de la aplicación de la pena a
los que no hubiesen concurrido después del último término» (art. 27).

La ley de 1849 fijó en seis días el plazo para la votación, al cabo de ese
lapso y de un requerimiento formulado por el gobernador para que los omi-
sos concurrieran a votar en los tres días siguientes, la mesa imponía una
multa de cuatro pesos a los renuentes y otorgaba un nuevo plazo de dos días
y, vencido éste, se cerraba la votación «con los sufragios recibidos», impo-
niendo a los omisos la pena de suspensión de la ciudadanía por un año (art.
28). La ley de 1851 fijó en tres días el plazo de votación. Si en ese período
sufragasen los dos tercios «del registro de ciudadanos activos», la votación
continuaría por tres días más. Si en ese lapso no sufragaren los dos tercios,
de todos modos se cerraba la votación a las dos de la tarde (art. 25). El regla-
mento de 1855 estableció que se admitirían «...durante ocho días los votos
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para Diputados, permaneciendo en este ejercicio desde las diez de la maña-


na hasta las dos de la tarde» (art. 38). Sin embargo, «...de haber sufragado
todos los ciudadanos inscritos en el registro, o cuando menos cuatro quintas
partes de ellos» se cerraba la votación antes de los plazos establecidos, pero
después de «las dos de la tarde del tercero día» (art. 41). La votación era
prorrogable cuatro días más, siempre y cuando «no hubiesen sufragado los
dos tercios de ciudadanos» inscritos en el Registro Cívico, anunciándose la
ampliación del plazo por periódicos y por carteles (art. 40). Llegado el duodé-
cimo día, se cerraba la votación después de las dos de la tarde, sea cual fuere el
número de ciudadanos que hasta entonces hubiese sufragado (art. 42).

La ley de 1857 reprodujo los términos establecidos por el reglamento de


1855, fijando en ocho días, prorrogables a doce, el plazo de votación. Al ven-
cimiento de tal plazo, y a las dos de la tarde, se cerraba la votación. En el caso
de que sufragasen las cuatro quintas partes podía cerrarse la votación antes
del plazo establecido pero no antes del tercer día (art. 26 a 28). Las leyes de
1861 (art. 16) y de 1892 (art. 29) establecieron que, de no concluir la vota-
ción en el primer día, debía proseguir hasta que sufragaran las cuatro quin-
tas partes de los electores dentro del plazo perentorio de ocho días, vencidos
los cuales se cerraba la votación «...aun cuando dentro de ese término no
llegasen a sufragar ni los dos tercios de ciudadanos».

La ley de 1896 redujo el período de votación «a lo más» a dos días, «aun-


que no hubiesen sufragado todos los ciudadanos comprendidos en el grupo
respectivo» (art. 54), cerrándose la votación diaria a las cuatro de la tarde
(art. 61). Semejante disposición tenía su razón de ser en el hecho de que se
conformarían comisiones receptoras de sufragio por cada 250 ciudadanos o
fracción inscritos en el Registro Electoral (art. 46). El mismo plazo adopta-
ron la ley de 1915 (art. 45) y la ley de 1924 (art. 12). El estatuto electoral de
1931, por el contrario, fijó la duración de la votación en un solo día, de ocho
de la mañana a cinco de la tarde (art. 116), plazo que han mantenido todas
nuestras leyes electorales siguientes, aunque con variantes de horario.

9. SUSPENSIÓN DE LA VOTACIÓN
La suspensión de la votación diaria resultaba inevitable en razón de la dura-
ción del proceso mismo. Las leyes establecieron dos diferentes procedimien-
tos para cautelar la verdad electoral. Originalmente —leyes de 1822 a 1839—
se interrumpía la votación hasta el día siguiente. La ley de 1825 obligaba a
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depositar las ánforas «en una caja de tres llaves» que debía pagar la parro-
quia. Una de las llaves se entregaba al presidente, otra a uno de los secreta-
rios, y la tercera al párroco. Las ánforas quedaban bajo la custodia de ocho
ciudadanos que designaba el presidente, bajo su responsabilidad (art. 24).31

La ley de 1828 redujo el número de los custodios nocturnos a la mitad y


dispuso que la caja se abriera en presencia del colegio electoral antes de
reiniciarse la votación (art. 28 y 29). La ley de 1834 redujo a dos las llaves.
Una debía entregarse al presidente y la otra al alcalde o al juez de paz (art. 24
y 25). La ley de 1839 dispuso que de las dos llaves del arca, a ser pagada por
la policía, una la tuviera el presidente y la otra el juez de paz (art. 23 y 24).

También en este aspecto la ley de 1849 simplificó el procedimiento. Dis-


puso que, al suspenderse la votación, se procediera, de inmediato, al escruti-
nio y a la publicación de los resultados mediante carteles, y a través de los
periódicos donde los hubiere (art. 27). Todas las leyes posteriores —hasta la
de 1892— reprodujeron esa norma. Antes de reiniciarse la votación diaria,
los miembros de la mesa debían establecer si el ánfora se hallaba o no vacía,
haciéndose constar tal circunstancia en el acta respectiva. La regulación fi-
nal de los sufragios se hacía, en consecuencia, sobre la base de las actas
parciales de escrutinio diario.

Del mismo modo, la ley de 1896 dispuso que, una vez cerrada la votación
diaria a las cuatro de la tarde, las comisiones receptoras procederían a hacer
el escrutinio y asentarían la correspondiente acta, detallando «todas las cir-
cunstancias ocurridas en la votación». Del escrutinio diario se sacaba copia,
firmada por los miembros de las comisiones receptoras, colocándola en «un
lugar público» y publicándola en los periódicos si los hubiere (art. 61). Nor-
mas que reprodujeron la ley de 1915 (art. 51) y, en parte, la ley de 1924 (art.
15). Las leyes posteriores dieron término a aquellos procedimientos al fijar
en un solo día la duración de la votación.

31. Un ejemplo de los problemas que ocasionaba aquel procedimiento lo podemos ver en el expediente
formado sobre la nulidad de las elecciones de la parroquia limeña de Santa Ana (elecciones de diputados
al Congreso Constitucional de 1826). En la vista fiscal se menciona haber encontrado dos defectos en la
elección parroquial: «...que el escrutinio se hubiese hecho acto continuo durante toda la noche, y que los
sufrajios no se hubiesen custodiado, en los intervalos de las elecciones, en las arcas de tres llaves que la
Parroquia debió costear, especialmente para este efecto». Sin embargo, el fiscal estimaba que los aludi-
dos defectos no eran sustanciales para anular la elección de la Parroquia «...dada la probidad y honor del
Presidente del colejio, y las razones en que funda su informe». Recomendaba, por último, amonestar al
presidente del colegio, haciéndole entender el desagrado del gobierno por tales deficiencias, «...que en
los primeros momentos de la ejecución de una ley nueva son casi indispensables [y que] el tiempo y
estudio irán disipando» (Gaceta del Gobierno de Lima, 25 de septiembre de 1825, 1).
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CONCLUSIÓN

El examen de las normas electorales en tópicos como los que se han estudiado
revela, en algunas etapas, un intenso esfuerzo por hallar fórmulas capaces de
garantizar la limpieza y transparencia de los procesos electorales. Hubo, por
cierto, leyes electorales concebidas y diseñadas para burlar la voluntad popu-
lar o imponer el arbitrio de los gobiernos. Eso aconteció, lamentablemente,
sólo en el siglo XX y, por cierto, durante y por obra de las autocracias que
asolaron la vida política del Perú. Es el caso de la legislación electoral expedida
para regular, o torcer, sea el sistema o los procesos electorales, con Leguía
(1919 y 1930), con Benavides (1933) y Prado (1945), con Odría (1950 y 1956) y,
desde luego, con Fujimori (1992-2000). La experiencia es reveladora. Demues-
tra, una vez más, que cualquier democracia, con todas sus limitaciones, sirve
siempre mejor a la libertad que las autocracias y que, a fin de cuentas, la demo-
cracia prevalece siempre, aunque no siempre es duradera.

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